Título original: The Witching Hour
Traducción: Silvia Komet
1.ª edición: octubre, 2013
© 2013 by Anne O’Brien Rice
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B. 26.246-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-657-1
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Con amor, para Stan Rice y Christopher Rice
John Preston, Alice O 'Brien Borchardt
Támara O'Brien Tinker, Karen O'Brien
y MickiO'Brien Collins, y para
Dorothy van Bever O 'Brien que me compró
mi primera máquina de escribir en 1958,
molestándose en comprobar,
que fuera buena.
Y nuestro cerebro da color a la lluvia. Y el trueno es como algo que recuerda algo.
Stan Rice.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Primera parte
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
Segunda parte
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
Tercera parte
33
34
35
36
37
38
39
Cuarta parte
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
Epílogo
53
54
Primera parte
La reunión
1
El doctor se despertó asustado. Había vuelto a soñar con la vieja casa de Nueva Orleans. Había visto a la mujer en la mecedora y al hombre de ojos marrones.
Incluso ahora, en este tranquilo hotel de la ciudad de Nueva York, sintió la inquietante desorientación de antaño. Había vuelto a hablar con el hombre de ojos marrones. Sí, ayúdala. «No, sólo es un sueño. Tengo que salir de él.»
El doctor se incorporó en la cama. Lo único que se oía era el suave ronroneo del aire acondicionado. ¿Por qué pensaba en ello esa noche, en una habitación del hotel Parker Meridian? No conseguía librarse de la impresión de la vieja casa. Volvió a ver a la mujer: la cabeza gacha, la mirada vacía. Casi podía oír el zumbido de los insectos contra la malla mosquitera del porche. Y el hombre de ojos marrones hablaba sin mover los labios. Un muñeco de cera lleno de vida...
«No. Basta.»
Salió de la cama y caminó en silencio por el suelo alfombrado. Se detuvo ante las finas cortinas blancas y observó los tejados cubiertos de hollín y los mortecinos carteles de neón que titilaban sobre las paredes de ladrillo. La luz del amanecer surgía detrás de las nubes, en lo alto de la monótona fachada de hormigón de enfrente. Aquí no hacía ese calor extenuante, ni había el soñoliento perfume de rosas y gardenias.
Poco a poco su cabeza se despejaba.
Volvió a pensar en el inglés del bar del vestíbulo. Por eso lo había recordado todo: el inglés explicaba al camarero que acababa de regresar de Nueva Orleans, y que sin duda era una ciudad hechizada. Un hombre afable, un auténtico caballero del Viejo Mundo, con un traje de lino de finas rayas y la cadena de oro del reloj sujeta al bolsillo del chaleco. Qué extraño era encontrarse con hombres como éste hoy en día. Un individuo con el nítido y melodioso acento de un actor británico y unos ojos azules, brillantes, sin edad.
—Sí, sin duda tiene razón sobre Nueva Orleans —intervino el doctor, dirigiéndose a él—. Yo mismo vi un fantasma, y no hace mucho.
Entonces se calló, desconcertado, y fijó la mirada en el bourbon con hielo y en el reflejo de luz en la base del vaso de cristal.
El zumbido de las moscas en verano, el olor a medicamentos. «¿Tanto Thorazine?1 ¿No sería un error?»
Pero el inglés se mostró educadamente interesado y lo invitó a cenar; le explicó que recopilaba historias de ese tipo. Por un momento, el doctor estuvo a punto de aceptar. Había un descanso en la convención y, además, le gustaba aquel hombre, enseguida le inspiró confianza. El vestíbulo del Parker Meridian era un lugar bonito y alegre, lleno de luz, animación y gente. Tan diferente de aquel sombrío rincón de Nueva Orleans, de aquella ciudad triste y vieja, sumida en secretos y en ese permanente calor tropical.
Pero el doctor no podía contar aquella historia.
—Si alguna vez cambia de idea, llámeme —insistió el inglés—. Me llamo Aaron Lightner. —Y le dio una tarjeta con el nombre de una organización—. Recopilamos historias de fantasmas; las verídicas, digámoslo así.
talamasca
Vigilamos
y siempre estamos aquí
Era un lema extraño. Sí, eso era lo que le había hecho recordar todo de nuevo. El inglés y esa curiosa tarjeta de visita, con números de teléfono europeos, el inglés que al día siguiente se iba a la costa para ver a un hombre de California que hacía poco se había ahogado y vuelto a la vida. El doctor había leído algo en los periódicos de Nueva York, se trataba de uno de esos personajes que tienen una muerte clínica y regresan después de haber visto «la luz».
Ambos se pusieron a hablar del tema.
—Ahora afirma que tiene poderes psíquicos, ¿sabe? —le había dicho el inglés—, y, por supuesto, nos interesa. Parece que cuando toca objetos con las manos desnudas ve imágenes. Lo llamamos adivinación por contacto.
El doctor se sintió intrigado. Él mismo había oído hablar de algunos pacientes, víctimas de ataques de corazón, si mal no recordaba, que habían regresado a la vida. Uno afirmaba haber visto el futuro.
—Sí —explicó Lightner—, los cardiólogos han hecho las mejores investigaciones sobre el tema.
—¿No hubo una película hace unos años —preguntó el doctor— sobre una mujer que volvía a la vida con poder para curar? Extrañamente conmovedora.
—Veo que es receptivo —comentó el inglés, con una sonrisa de satisfacción—. ¿Está seguro de que no quiere hablarme de su fantasma? Me gustaría mucho escucharlo. No salgo de viaje hasta mañana al mediodía. ¡Lo que daría por oír su historia!
No, esa historia no. Nunca.
Y ahora, a solas en la oscura habitación del hotel, el doctor volvió a sentir miedo. El tictac del reloj sonaba en el polvoriento pasillo de Nueva Orleans. Oía los pasos de su paciente cuando la enfermera la ayudaba a andar. Volvía a oler el aroma característico de una casa de Nueva Orleans en verano, calor y madera vieja. El hombre hablaba con él...
Hasta aquella primavera en Nueva Orleans, el doctor nunca había entrado en una mansión de la época anterior a la guerra civil. En la fachada de la vieja casa podían verse incluso columnas blancas estriadas, si bien con la pintura descascarada. Estilo «renacimiento griego» lo llamaban, una casa de ciudad, de un color gris violeta, alargada, situada en un rincón en sombras del Garden District, con su entrada protegida por dos enormes robles. La verja de hierro tenía rosas labradas y estaba festoneada con glicinas púrpuras, las enredaderas amarillas de Virginia, y buganvillas de un rosa oscuro, incandescente.
A él le gustaba pararse en los escalones de mármol y contemplar los capiteles dóricos, envueltos en capullos soñolientos y fragantes. El sol se filtraba en finos haces a través de las ramas retorcidas. Las abejas zumbaban en la maraña de brillantes hojas verdes debajo de las cornisas desnudas. No importaba que el lugar fuera tan sombrío, tan húmedo.
A pesar de todo, la decadencia del lugar lo perturbaba. Las arañas tejían diminutas telas sobre las rosas de hierro, tan oxidadas en algunos sitios que se desintegraban al tacto. Y un poco por todas partes, en los porches, la madera de las barandillas estaba completamente podrida.
Había también una vieja piscina, al fondo del jardín, un octógono grande rodeado de lajas, que se había convertido en un pantano de negras aguas y lirios silvestres. Sólo el olor era ya horroroso.
Allí vivían ranas que entonaban al atardecer su canto ronco y horrible. Era triste ver cómo la fuentecilla lanzaba un chorro arqueado hacia arriba y otro hacia abajo sobre aquella inmundicia. Al doctor le hubiera gustado vaciarla, limpiarla, frotar con sus propias manos sus paredes si fuera necesario. Deseaba reparar la balaustrada rota y quitar los hierbajos de los maceteros.
Hasta las ancianas tías de su paciente, la señorita Carl, la señorita Millie y la señorita Nancy, tenían un aire rancio y decadente. No era una cuestión de cabello canoso y gafas con montura de metal, sino de sus modales y de la fragancia a alcanfor que despedía su ropa.
Si por lo menos hubiera habido aire acondicionado en el lugar, las cosas habrían sido distintas. Pero la vieja casa era demasiado grande para instalarlo, o eso le habían dicho por aquel entonces. El techo se elevaba a una altura de cuatro metros. La perezosa brisa arrastraba el aroma de la tierra húmeda.
Sin embargo, tenía que reconocer que su paciente estaba bien cuidada. Una cariñosa enfermera negra entrada en años, llamada Viola, la sacaba al porche por la mañana y la entraba por la tarde.
—No me da ningún problema, doctor. Ahora, señorita Deirdre, camine hacia el doctor. —Viola la ayudaba a levantarse de la silla y caminaba con ella paso a paso, con paciencia—. Ya llevo con ella siete años, doctor, es mi niña.
«Siete años así.» No era de extrañar que los pies de la mujer empezaran a doblarse en los tobillos y los brazos a encogerse contra su pecho si la enfermera no se los bajaba otra vez sobre la falda.
Viola la paseaba una y otra vez por el doble salón, pasaban junto al arpa y el piano de cola Bösendorfer, cubierto de polvo. Entraban en el espacioso comedor con sus murales descoloridos de robles cubiertos de musgo y campos de cultivo.
Unos pies en zapatillas que se arrastraban sobre la gastada alfombra Aubusson. La mujer tenía cuarenta y dos años, y parecía vieja y joven al mismo tiempo, una ni-ña pálida y encorvada, ajena a las preocupaciones de los adultos o a la pasión. «¿Deirdre, has tenido alguna vez un amor? ¿Has bailado alguna vez en aquel salón?»
En las estanterías de la biblioteca había gruesos volúmenes encuadernados en piel, con fechas viejas escritas en el lomo en tinta púrpura descolorida: 1756, 1757, 1758... Todos llevaban el apellido Mayfair en letras doradas.
Mayfair, un añejo clan colonial. En las paredes había viejos retratos de hombres y mujeres vestidos con ropa del siglo XVIII, daguerrotipos, ferrotipos y descoloridas fotografías. Un mapa amarillento de Santo Domingo —¿lo llamaban así todavía?—, en un marco muy sucio, en el salón. Y una pintura oscura de la casa de una gran plantación.
Y había que ver las joyas que llevaba su paciente. Reliquias, seguramente, de montura antigua. ¿Por qué le ponían semejantes alhajas a una mujer que no había pronunciado una palabra ni hecho un solo movimiento por propia voluntad durante más de siete años?
La enfermera decía que nunca le quitaba la cadena con el dije de esmeralda, ni siquiera cuando la bañaba.
—Deje que le cuente un pequeño secreto, doctor, ¡no se le ocurra tocarlo nunca!
«¿Y por qué no?», quiso preguntarle él. Pero no dijo nada, simplemente observó nervioso cómo la enfermera le ponía los pendientes de rubí y el anillo de diamantes.
«Como vestir a un cadáver», pensó. Fuera, los robles agitaban sus ramas contra los mosquiteros de las ventanas cubiertas de polvo y el jardín resplandecía bajo el tedioso calor.
—Y mire qué pelo —decía la enfermera, con cariño—. ¿Ha visto alguna vez un cabello tan hermoso?
Sí, de acuerdo, era moreno, largo y rizado. A la enfermera le encantaba cepillarlo, y observar cómo los rizos volvían a su sitio a medida que pasaba el cepillo. Y los ojos de la paciente, a pesar de su mirada apática, eran de un color azul claro. De vez en cuando, un fino hilillo de baba plateada se le escurría por la comisura de los labios y le dejaba una mancha oscura en el pecho, sobre el camisón blanco.
—Es increíble que nadie haya intentado robar estas cosas. —Lo dijo casi para sí mismo—. Es un ser tan indefenso...
La enfermera le dirigió una sonrisa orgullosa y perspicaz.
—A nadie que haya trabajado en esta casa se le ocurriría siquiera intentarlo.
—Pero pasa horas enteras sola en el porche. Cualquiera puede verla desde la calle.
—No se preocupe por eso, doctor —dijo la enfermera, con una carcajada—. Nadie de los alrededores está tan loco como para entrar por esa puerta. El viejo Ronnie viene a cortar el césped porque siempre lo ha hecho, desde hace treinta años. Aunque no está muy bien de la cabeza.
—Sin embargo...
Pero se calló. No podía hablar así ante aquella silenciosa mujer, cuyos ojos apenas se movían de vez en cuando, cuyas manos estaban exactamente donde las había dejado la enfermera y cuyos pies descansaban fláccidamente sobre el suelo desnudo. Qué fácil era extralimitarse, olvidarse de respetar a esta trágica criatura. Nadie sabía con precisión lo que ella comprendía.
—Habría que sacarla un rato al sol —dijo el doctor—, tiene la piel muy blanca.
Pero sabía que el jardín era imposible, incluso lejos del hedor de la piscina. La enmarañada buganvilla surgía de golpe debajo del laurel real silvestre. Unos querubines gorditos veteados de fango se asomaban por entre la lantana salvaje como pequeños fantasmas.
Sin embargo, tiempo atrás allí habían jugado niños.
Algún niño o niña había grabado la palabra «Impulsor» en el tronco del gigantesco mirto que crecía junto al distante seto. La talla era tan profunda que tras años de intemperie brillaba blanca en contraste con la corteza cerúlea. Qué extraña palabra. Y un columpio pendía todavía de la rama de un roble lejano.
El flanco meridional de la casa parecía enorme y arrolladoramente hermoso desde esa perspectiva; las enredaderas en flor trepaban junto a los postigos de las ventanas hasta llegar a las chimeneas gemelas del segundo piso. El oscuro bambú se agitaba bajo la brisa contra la mampostería de yeso. Los plátanos brillantes crecían tan altos y densos que formaban una selva hasta la pared de ladrillos.
Este lugar era como su paciente: hermoso pero olvidado por el tiempo, por la prisa.
El rostro de la mujer, de no ser tan exageradamente inerte, aún se podría considerar bonito. ¿Vería los delicados ramilletes púrpura de glicina agitarse contra los mosquiteros? ¿La enmarañada serpentina que formaban las otras flores? ¿El camino que se extendía entre los robles hasta la casa de columnas blancas al otro lado de la calle?
En una ocasión él había subido con ella y la enfermera en el pintoresco ascensor con puerta de bronce y alfombra gastada. La expresión de Deirdre no había cambiado cuando la pequeña cabina empezó a subir. El trepidar de la maquinaria, por un motor que él imaginaba sucio y negro, pegajoso y viejo, cubierto de polvo, lo llenaba de ansiedad.
Naturalmente, había hablado con el viejo médico del sanatorio.
—Recuerdo que cuando tenía su edad —le explicó—, pretendía curar a todo el mundo. Quería razonar con los paranoicos, devolver a los esquizofrénicos a la realidad y despertar a los catatónicos. Hijo, póngale esta inyección cada día. No se puede hacer nada más. Simplemente, tratamos de evitar en lo posible que sufra crisis nerviosas ¿comprende?
¿Crisis nerviosas? ¿Era ésa la razón de drogas tan fuertes? Aunque dejara de inyectárselas mañana, los efectos tardarían un mes en desaparecer. Y las dosis eran tan altas que hubieran matado a cualquier otra paciente. Además, no había más remedio que aumentarlas.
¿Cómo se podía saber el verdadero estado de aquella mujer después de tanto tiempo de medicación continuada? Si pudiera hacerle un electroencefalograma...
Ya llevaba cerca de un mes con el caso cuando solicitó los informes. Era una petición de rutina, nadie había reparado en ello. Se pasó toda una tarde sentado ante su escritorio del sanatorio, enfrentado a los garabatos de muchos otros médicos y a unos diagnósticos vagos y contradictorios: obsesiones, paranoia, agotamiento nervioso, delirios, crisis psicótica, depresión, intento de suicidio. Por lo visto, abarcaban toda su historia desde la adolescencia. No, desde antes, incluso. Alguien la había visitado por «demencia» cuando tenía diez años.
¿Qué había en concreto detrás de todas esas abstracciones? En algún lugar de la montaña de palabras descubrió que a los dieciocho años había sido madre de una niña, que la había dado en adopción y padeció una «paranoia grave».
¿Por eso la habían tratado con electroshocks en un sitio y con shocks insulínicos en otro? ¿Qué les hacía a las enfermeras para que una detrás de otra se marcharan alegando «ataques físicos»?
En un momento dado había «huido» y «había sido recluida por la fuerza» otra vez. Faltaban a continuación varias páginas, años enteros ignorados. «Daño cerebral irreversible —señalaba un informe de 1976—. Paciente enviada a su domicilio. Se prescribe Thorazine para impedir parálisis, obsesión.»
Era un documento desagradable que no explicaba nada ni revelaba la verdad, y que al final lo desanimó. ¿Acaso aquella legión de médicos había hablado con ella de la forma que lo hacía él cuando se sentaba junto a ella en el porche?
—Es un día muy bonito, ¿no le parece, señorita Deirdre?
Ah, la brisa, qué fragante. El aroma de las gardenias de repente era opresivo, y sin embargo le encantaba y cerraba los ojos durante un instante.
¿Se reía de él, lo odiaba, sabía que estaba allí? Ahora se daba cuenta de que Deirdre tenía algunas mechas canosas. Sus manos estaban frías y eran desagradables al tacto.
La enfermera salió con un sobre azul en las manos, una foto.
—Es de su hija, Deirdre. Mire Deirdre, ahora tiene veintidós años. —La enfermera sostuvo la foto para que el doctor también la viera. Una chica rubia en la borda de un gran yate blanco; el viento le agitaba el cabello. Guapa, muy guapa—. En la bahía de San Francisco, 1983.
No hubo ni un cambio en el rostro de la mujer. La enfermera le apartó el cabello negro de la frente.
—¿Ve esta chica? —preguntó la enfermera, y tendió la foto al doctor—. ¡Esta chica también es médico! —Y le hizo un gesto orgulloso con la cabeza—. Ahora es residente, pero un día será doctora en medicina, como usted, de verdad.
¿Era posible? ¿Nunca venía la joven a casa a ocuparse de su propia madre? De repente le cayó mal. Más aún si estudiaba medicina.
Desconfiaba de las tías.
La alta, la que firmaba los cheques, «la señorita Carl», todavía ejercía la abogacía, aunque debía de tener unos setenta años. Iba y venía en taxi de sus oficinas en Carondelet Street porque ya no podía subir el estribo de madera del tranvía de St. Charles. En cierta ocasión en que se encontraron en la entrada, le contó que había viajado en aquel tranvía durante cincuenta años.
—Así es —le explicó una tarde la enfermera, mientras cepillaba el cabello de Deirdre con suavidad—. La señorita Carl es la inteligente. Trabaja para el juez Fleming. Fue una de las primeras mujeres graduadas en la Escuela de Leyes Loyola, tenía diecisiete años cuando fue a Loyola.
La señorita Carl nunca hablaba con la paciente, por lo menos el doctor nunca la había visto. La señorita Nancy, la regordeta, era cruel con ella, o así lo creía él.
—Dicen que la señorita Nancy no tuvo muchas oportunidades para estudiar —le cotilleó la enfermera—. Siempre estaba en casa, ocupándose de los demás. También estaba aquí la vieja señorita Belle.
Había algo hosco, casi vulgar, en la señorita Nancy. Era rechoncha, descuidada, siempre llevaba un delantal y hablaba a la enfermera con voz afectada y aires de superioridad. Cada vez que miraba a Deirdre sus labios mostraban un rictus despectivo.
También estaba la señorita Millie, la mayor de todas, que en realidad era una especie de prima, una anciana clásica con vestido negro de seda y zapatos abotinados. Iba y venía por la casa, siempre con guantes y un pequeño sombrero negro de paja con velo. Tenía una sonrisa alegre para el doctor y un beso para Deirdre.
—Ay, niñita mía —solía decirle con voz trémula.
Una tarde, se encontró con la señorita Millie de pie sobre las lajas rotas de la piscina.
—Nunca más levantaremos todo esto, doctor —dijo con tristeza.
No era de su incumbencia responder a aquellas palabras, pero algo lo impulsó a escuchar aquel lamento.
—A Stella le gustaba mucho nadar aquí —continuó la anciana—. Fue ella quien la mandó construir, tenía tantos planes y sueños... Y daba unas fiestas maravillosas. Vaya, recuerdo cientos de fiestas en la casa, mesas por todo el jardín y orquestas tocando. Usted es demasiado joven, doctor, para recordar la música de esas orquestas. También fue Stella quien hizo abrir estos senderos de lajas alrededor de la piscina. Como los del frente de la casa y los lados... —Se interrumpió, señaló el patio lateral de la casa cubierto de hierbajos. Parecía que no podía seguir hablando. Lentamente, dirigió la mirada hacia la ventana de la buhardilla.
«Pero ¿quién es Stella?», quiso preguntar el doctor.
—Pobre Stella.
Él se imaginaba los farolillos de papel colgando de los árboles.
Quizás estas mujeres simplemente fueran demasiado viejas. Y la joven, la médica residente o lo que fuera, a tanta distancia de su madre...
La señorita Nancy parloteaba con la silenciosa Deirdre. Solía observar cómo la enfermera paseaba a la paciente y luego le gritaba al oído:
—Levanta los pies. Maldición, si quisieras podrías caminar muy bien sola.
—La señorita Deirdre oye bien —la interrumpía la enfermera—. El doctor dice que ve y oye perfectamente.
Una vez él había intentado interrogar a la señorita Nancy mientras barría el pasillo de arriba; pensaba que, en fin, quizás a pesar del enfado podía explicarle algo.
—¿Hay alguna vez un mínimo cambio en ella? ¿Dice algo... aunque sea una sola palabra?
La mujer lo miró durante un buen rato, con los ojos entrecerrados. El sudor brillaba en su rostro redondo y la nariz tenía una marca roja sobre el puente debido al peso de las gafas.
—¡Le diré lo que me gustaría saber a mí! —dijo—. ¿Quién va a ocuparse de ella cuando ya no estemos aquí? ¿Cree que esa hija mimada de California la cuidará? Esa muchacha ni siquiera sabe el nombre de su madre. La que manda esas fotos es Ellie Mayfair. —Lanzó una risotada—. Ellie Mayfair no ha vuelto a pisar esta casa desde el día en que nació la criatura y se la llevó. Lo único que quería era el bebé, porque ella no podía tener hijos y la aterraba la idea de que su marido la abandonara. Es un abogado muy importante. ¿Sabe lo que Carl pagó a Ellie para que se llevara a la niña, para asegurarse de que nunca volvería a casa? Lo único que le importaba era que la sacaran de aquí. Hizo que Ellie firmara un papel. —Le lanzó una sonrisa amarga y se secó las manos en el delantal—. La mandó a California con Ellie y Graham para que viviera en una casa elegante, en la bahía de San Francisco, con yate y todo; eso es lo que ocurrió con la hija de Deirdre.
«Ah, así que la joven no lo sabía», pensó él, pero no dijo nada.
—¡Dejemos que Carl y Nancy se queden aquí y se ocupen de todo! —continuó la mujer—. Es el sonsonete de la familia. Dejemos que Carl firme los cheques y Nancy cocine y friegue. ¿Y qué demonios hace Millie? Ir a la iglesia y rezar por todas nosotras. ¿No es admirable?
Lanzó una carcajada honda y desagradable, pasó a su lado y entró en el dormitorio de la paciente, cogida al palo manoseado de la escoba.
—¿Sabía usted que a una enfermera no se le puede pedir que barra? Ah, no, vaya, ellas no pueden agacharse. ¿Le importaría decirme por qué una enfermera no puede barrer el suelo?
La habitación estaba muy limpia; parecía el dormitorio principal de la casa, un cuarto grande, ventilado, orientado al norte. En la chimenea de mármol había ceniza. Y vaya cama que tenía la paciente: enorme, de finales del siglo pasado, con un dosel alto de nogal y seda con volantes.
A él le gustaba el olor a cera para el suelo y ropa blanca recién lavada que tenía la habitación. Pero estaba llena de espantosos objetos religiosos. Sobre la cómoda de mármol había una estatuilla de la Virgen con el corazón abierto, rojo, chocante, desagradable a la vista, y un crucifijo con el cuerpo de Cristo inclinado, torcido, en colores naturales, hasta el de la sangre oscura que manaba de los clavos de las manos. Unas velas ardían en unos vasos rojos junto a una hoja de palma marchita.
—¿Se da cuenta ella de estos objetos religiosos? —preguntó el doctor.
—Dios mío, no —respondió la señorita Nancy. Una vaharada de alcanfor se elevó de los cajones de la cómoda mientras la mujer los arreglaba—. ¡Pero son de gran utilidad bajo este techo!
Había rosarios que colgaban de las lámparas labradas de bronce, incluso de las descoloridas pantallas de raso. Daba la sensación de que nada había cambiado durante décadas. Las cortinas amarillas de encaje estaban tiesas y rotas en algunas partes; parecían absorber los rayos del sol y proyectar su propia luz sombría.
Sobre el mármol de la mesilla de noche había un joyero abierto, como si su contenido no valiera nada, y ciertamente era valioso. Hasta el doctor, con sus escasos conocimientos sobre el tema, se dio cuenta de que eran joyas de calidad.
En el momento en que tocó la tapa de terciopelo del joyero, la señorita Nancy se volvió y casi gritó:
—¡No toque eso, doctor!
—Dios mío, no soy ningún ladrón.
—Hay muchas cosas sobre esta casa y su paciente que usted no sabe. ¿Por qué cree que están los postigos rotos, casi a punto de caerse de las bisagras, doctor? ¿Por qué cree que el estuco se está descascarando de los ladrillos? —Agitó la cabeza, la carne de sus mejillas tembló y la mujer apretó su boca pálida—. Deje que alguien intente arreglar los postigos. Deje que alguien ponga una escalera e intente pintar esta casa...
—No la comprendo —dijo el doctor.
—No toque nunca sus joyas, doctor, sólo le digo eso. No toque nada de lo que hay por aquí que no tenga que tocar. La piscina de ahí fuera, por ejemplo. Repleta de hojas y suciedad como está y, sin embargo, las viejas fuentes todavía siguen funcionando; ¿ha pensado alguna vez en ello? ¡Intente cerrar esos grifos, doctor!
—Pero ¿quién...?
—Deje esas joyas tranquilas, doctor. Es un consejo.
—¿Por qué? ¿Deirdre hablaría si se cambiara algo? —preguntó, imprudente, impaciente; ante ella no sentía el mismo miedo que ante la señorita Carl.
La mujer rió.
—No, no haría nada —respondió la señorita Nancy, burlona. Cerró de golpe el cajón de la cómoda. Las cuentas de vidrio del rosario tintinearon contra la estatuilla de Jesús—. Ahora, si me perdona, tengo que limpiar el cuarto de baño.
El doctor miró al Jesús con barba que se señalaba con el dedo la corona de espinas.
A lo mejor estaban todas locas. Quizás él también acabaría loco si no se marchaba de aquella casa.
En cierta ocasión, estando a solas en el comedor, volvió a ver esa palabra, «Impulsor», escrita sobre la espesa capa de polvo de la mesa. Parecía hecho con la yema del dedo. Una elegante «I» mayúscula. Pero ¿qué significaba? A la tarde siguiente ya lo habían limpiado, en realidad fue la única vez que vio que quitaran el polvo del comedor, donde el juego de té de plata del aparador estaba ennegrecido.
Por la noche, en su casa, un moderno apartamento con vistas al lago, no podía dejar de pensar en su paciente. Se preguntaba si tendría los ojos abiertos cuando estaba acostada.
«A lo mejor debería hacer algo...» Pero ¿qué hacer? El médico que la había atendido era un psiquiatra importante. No debería poner en tela de juicio su criterio. ¿E intentar algún disparate, como llevarla a dar un paseo por el campo o ponerle una radio en el porche? ¿O interrumpir el tratamiento con sedantes para ver qué pasaba?
Sin duda, era de sentido común interrumpir la medicación de vez en cuando. ¿Y por qué no una reevaluación completa del caso? Por lo menos tenía que sugerirlo.
—Limítese a las inyecciones —le había dicho el viejo médico— y visítela una hora cada día. Eso es lo que se espera de usted. —Esta vez lo había recibido con una ligera frialdad. ¡Viejo necio!
Así que no es de extrañar la satisfacción que sintió la primera vez que vio al hombre que la visitaba.
Era a principios de septiembre y todavía hacía buen tiempo. Mientras cruzaba la puerta vio al hombre junto a ella, en el porche, tenía un brazo sobre el respaldo de su silla y era evidente que le hablaba.
Un hombre alto, moreno, bastante delgado.
El doctor experimentó una curiosa sensación de posesión. Le molestó que un desconocido hablara con su paciente. Aunque, en realidad, estaba ansioso por conocerlo. Quizás aquel hombre le explicaría cosas que la mujer no podía explicar. Seguramente era un buen amigo. Había algo íntimo en la forma en que estaba de pie junto a ella, tan cerca, en la forma en que se inclinaba hacia la silenciosa Deirdre.
Pero cuando el doctor salió al porche el visitante ya no estaba. Tampoco encontró a nadie en las habitaciones de delante.
—He visto a un hombre aquí, hace un momento —dijo a la enfermera cuando entró—. Hablaba con la señorita Deirdre.
—No lo he visto —contestó ella con brusquedad.
La señorita Nancy, que pelaba guisantes cuando él la encontró, lo miró fijamente durante un momento y sacudió la cabeza con la barbilla levantada.
—Yo no he oído a nadie.
¡No era algo tan increíble! Aunque tenía que reconocer que había sido una visión fugaz a través de la malla del mosquitero. Pero no, estaba seguro de haberlo visto.
—Si pudiera hablarme —le dijo a Deirdre cuando se quedaron a solas. Preparaba la inyección—. Si pudiera decirme si le gusta que la vengan a ver, si le importa...
Su brazo era tan delgado... Cuando levantó los ojos con la aguja preparada descubrió que ella lo miraba fijamente.
—¿Deirdre? —El corazón le latía deprisa.
Pero ella apartó los ojos a la izquierda y continuó mirando al vacío, muda y apática como antes. Y el calor, que al fin había terminado por gustarle, de repente se volvió opresivo. En realidad se sentía mareado, como si estuviera a punto de desmayarse. El césped, al otro lado de la malla cubierta de polvo y ennegrecida, parecía moverse.
Pero no se había desmayado en su vida, y mientras lo pensaba, mientras trataba de pensar en ello, se dio cuenta de que había hablado con el hombre, sí, aquel hombre estaba allí, no, ahora ya no estaba, acababa de estar. Habían conversado, y ahora había perdido el hilo, no, no era eso, sino que de pronto no podía recordar cuánto tiempo habían hablado. ¡Qué extraño haber hablado todo aquel rato y no recordar como habían empezado!
Trató de despejar su mente, de representar en una imagen al sujeto, pero... ¿qué acababa de decir aquel hombre? Todo era muy confuso, ahí no había nadie con quien hablar nadie salvo ella, pero él acababa de decirle al hombre moreno: «Por supuesto, suspender las inyecciones...», y la absoluta corrección de su postura quedaba fuera de toda duda, el viejo médico... «¡Un necio, sí!», respondió el hombre... ¡acababa de oírlo!
Todo esto era una monstruosidad, y la hija en California...
El doctor se estremeció. Se puso de pie, en el porche. ¿Qué había pasado? Se había quedado dormido en la silla de mimbre y había soñado. Un zumbido de abejas sonaba cada vez con más fuerza en sus oídos y la fragancia de las gardenias de pronto parecía drogarlo. Se asomó por la barandilla y miró el patio, a la izquierda. ¿Se había movido algo?
—Tengo que irme a casa —dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie—, no me siento muy bien, creo que debo acostarme. El hombre, ¿cómo se llamaba? Un minuto antes lo sabía, un nombre extraordinario... Ah, así que ése era el significado de la palabra. Usted es... En realidad es muy bonito... Pero espera. Me vuelve a pasar otra vez. ¡Él no lo permitiría!
—¡Señorita Nancy! —Se levantó de la silla.
Su paciente miraba al frente, sin cambios. El medallón de esmeraldas brillaba sobre su vestido. El mundo a su alrededor estaba repleto de luz verde, con hojas que se agitaban, la buganvilla que sólo era una mancha pálida.
—Sí, el calor —murmuró el doctor. «¿Le he puesto la inyección?» Dios mío. En realidad había tirado la jeringuilla y se había roto.
—¿Me llamaba, doctor? —preguntó la señorita Nancy. Allí estaba, en la puerta del salón; lo miraba fijamente y se secaba las manos en el delantal. La mujer de color también estaba allí y la enfermera detrás.
—No es nada, sólo el calor —murmuró—. Se ha caído la jeringuilla, pero tengo otra.
¡Cómo lo miraban, cómo lo estudiaban! «¿Creen que yo también me estoy volviendo loco?»
El viernes siguiente, al atardecer, volvió a ver al hombre.
El doctor había llegado tarde por culpa de una urgencia en el sanatorio. Como no quería molestar a la familia a la hora de la cena, condujo deprisa por First Street y entró casi corriendo.
El hombre estaba de pie, en las sombras del porche descubierto de la entrada. Observaba al doctor con los brazos cruzados, apoyado contra una columna y con los ojos oscuros muy abiertos, como si meditara. Alto, delgado, con ropa elegante.
—Ah, aquí está otra vez —murmuró el doctor, con una oleada de alivio. Mientras subía la escalinata le tendió la mano—: Soy el doctor Petrie, ¿cómo está usted?
Y... ¿cómo describirlo? Sencillamente, no había ningún hombre.
—Ahora estoy seguro de que ocurrió —explicó a la señorita Carl en la cocina—. Lo vi en el porche y se desvaneció en el aire.
—Bien, ¿qué nos importa a nosotros lo que haya visto, doctor? —preguntó la mujer. Extraña elección de palabras. Era muy dura esa mujer. A pesar de su avanzada edad no mostraba ni un ápice de debilidad. Se erguía recta con su traje de gabardina azul oscuro y lo miraba fijamente a través de las gafas de montura de metal, con la boca tan apretada que parecía apenas una línea.
—Señorita Carl, he visto a ese hombre con mi paciente. Y mi paciente, como todos sabemos, es una mujer indefensa. Si una persona no identificada se mueve con tanta libertad por la casa...
Pero las palabras no importaban. La mujer no lo creía o no le hacía caso. Y la señorita Nancy, en la mesa de la cocina, ni siquiera había levantado la mirada del plato mientras arañaba ruidosamente la comida con el tenedor. Pero el aspecto de la señorita Millie, ah, ahí había algo: la vieja señorita Millie se mostraba muy turbada, sus ojos iban sin cesar de Carl a él.
Qué casa.
El doctor entró enfadado en el ascensor y apretó el botón negro en la placa de bronce. Las cortinas de terciopelo azul del dormitorio estaban cerradas y la habitación casi a oscuras, sólo las velas chisporroteaban en sus vasos rojos. La sombra de la Virgen se proyectaba en la pared. Le costó encontrar el interruptor de la luz y cuando al fin dio con él se encendió sólo una pequeña bombilla en la lámpara de la mesilla de noche. El joyero abierto estaba justo al lado. Era algo espectacular.
Cuando vio a la mujer acostada, con los ojos abiertos, sintió como un nudo en la garganta. Tenía el cabello negro cepillado sobre la funda almidonada de la almohada y las mejillas desacostumbradamente sonrosadas.
¿Había movido los labios?
—Impulsor...
Un susurro. ¿Qué había dicho? Vaya, había dicho Impulsor ¿no? La palabra que había visto grabada en el tronco y escrita sobre el polvo de la mesa del comedor. Además, la había oído en alguna otra parte... El hecho de que su paciente catatónica hablara le provocó un escalofrío en la espalda y en el cuello. Pero no, seguramente se lo había imaginado. Era justamente lo que él esperaba que ocurriera: un cambio milagroso en ella. La mujer yacía como siempre, en trance, con suficiente Thorazine como para matar a cualquiera...
Dejó el maletín a un lado de la cama. Llenó la jeringuilla con cuidado y una vez más pensó: «¿Y si no lo hago? ¿Y si reduzco la dosis a la mitad, a la cuarta parte, o la interrumpo sin más y me siento junto a ella a observar qué ocurre? ¿Y si...?» De repente se vio a sí mismo levantando a la mujer y sacándola de la casa. Llevándola en coche al campo. Caminaban cogidos de la mano por un sendero cubierto de hierba hasta el muelle de un río. Y ella sonreía, con el pelo al viento...
Qué absurdo. Eran las seis y media y hacía rato que había pasado la hora de la inyección. La jeringuilla estaba preparada.
De repente algo lo empujó, estaba seguro, aunque no sabía exactamente desde dónde. Se fue hacia delante, se le doblaron las piernas y la jeringuilla salió volando.
Cuando se dio cuenta estaba de rodillas en la semipenumbra, y miraba las motas de polvo sobre el suelo desnudo debajo de la cama.
—Qué demonios... —dijo en voz alta antes de poder contenerse.
No encontraba la jeringuilla hipodérmica. Luego la vio a metros de distancia, al lado del armario. Estaba rota, aplastada, como si alguien la hubiera pisado. La Thorazine se había salido del plástico roto y estaba sobre el parqué.
—Espera un poco —murmuró. Recogió la jeringuilla aplastada y la sostuvo en su mano. Claro que tenía otras jeringuillas, pero ésta era la segunda vez que le pasaba lo mismo... Y otra vez volvió junto a la cama y miró a la paciente, mientras se preguntaba quién lo había hecho, o mejor dicho, por el amor de Dios, ¿qué ocurría?
De pronto sintió un intenso calor. Algo se movía en la habitación con un repiqueteo. Sólo eran las cuentas del rosario que colgaban de la lámpara de bronce. Se enjugó la frente. Luego, poco a poco y mientras observaba a Deirdre, advirtió que al otro lado de la cama había una figura. Vio la ropa oscura, un chaleco, un abrigo de botones negros... Levantó la vista y allí estaba el hombre.
En una fracción de segundo su incredulidad se transformó en terror. Ahora no había ninguna confusión, ninguna irrealidad soñada. Aquel hombre estaba frente a él. Unos suaves ojos oscuros lo miraban. Luego el sujeto, simplemente, desapareció. La habitación estaba fría. Una corriente de aire levantó las cortinas de la ventana. El doctor se dio cuenta de que estaba gritando. No, chillando, para ser exactos.
A las diez de aquella noche ya no se ocupaba del caso. El viejo psiquiatra hizo todo el camino hasta su apartamento, frente al lago, para decírselo en persona. Bajaron juntos y dieron un paseo por la orilla.
—No se puede discutir con estas viejas familias y seguramente no querrá tener problemas con Carlotta Mayfair. Esta mujer conoce a todo el mundo. Le sorprendería saber cuánta gente está en deuda con ella por un motivo u otro, o con el juez Fleming. Y esta gente tiene propiedades por toda la ciudad, si usted...
—Le digo que lo he visto —se sorprendió diciendo el doctor.
Pero el viejo psiquiatra lo estaba despidiendo. Su mirada, a pesar del tono amable e inmutable de su voz, expresaba una sospecha apenas oculta mientras miraba de arriba abajo al joven médico.
—Ya se sabe, estas viejas familias... —El doctor no volvería a aquella casa.
No dijo nada, pero la verdad es que se sentía bastante estúpido. ¡Él no era un hombre que creyera en fantasmas! Sin embargo, sabía que había visto a aquel sujeto. Lo había visto tres veces. Y no podía olvidar la tarde de la conversación vaga e imaginaria. Aquel hombre también había estado allí, sí, aunque inmaterial. Y él se había enterado de su nombre, sí... ¡Impulsor!
Y a pesar de aquella conversación soñada, tal vez producto de la tranquilidad del lugar, el calor infernal y la sugestión de una palabra grabada en el tronco de un árbol, quedaban las otras. Había visto un ser vivo y corpóreo. Nadie conseguiría que lo negara.
Pasaron las semanas y el trabajo en el sanatorio no lograba distraerlo. Empezó a escribir sobre la experiencia, a describirla en detalle. El pelo moreno del hombre era ligeramente rizado. Ojos grandes. Una piel tersa, como la de la pobre enferma. Un hombre joven, de veinticinco años como máximo. La expresión de su rostro era muy clara. Incluso recordaba sus manos; no tenían nada especial, pero eran bonitas. Era delgado, pero bien proporcionado. Sólo la ropa parecía rara y no por la forma, que era de lo más corriente, sino por la textura, inexplicablemente uniforme, como el rostro del hombre. Era como si toda la figura, ropa, piel y rostro, estuvieran hechos del mismo material.
Una mañana, el doctor se despertó con un pensamiento extrañamente claro: ¡el misterioso hombre no quería que la mujer tomara los sedantes! Él sabía que eran perjudiciales, y como la mujer era un ser indefenso que no podía oponerse, ¡el espectro la protegía!
Pero, por el amor de Dios, ¿quién iba a creer todo esto?, pensó el doctor. Deseó encontrarse en casa, en Maine, trabajando en la clínica de su padre y no en aquella ciudad húmeda y extraña. Su padre lo comprendería... No, seguramente se asustaría.
Mientras el otoño daba paso al invierno, el doctor empezó a soñar con Deirdre. En sus sueños la veía curada, revitalizada, caminando a paso vivo por una calle de la ciudad con el cabello al viento. De vez en cuando, al despertarse, se preguntaba si la pobre mujer no habría muerto. Era lo más probable.
Cuando llegó la primavera, y hacía ya un año que había llegado a la ciudad, se dio cuenta de que debía ver la casa otra vez. Tomó el tranvía de St. Charles hasta Jackson Avenue y desde allí caminó, como solía hacer antes.
Todo estaba igual: la enmarañada buganvilla en flor sobre los porches, el jardín salvaje lleno de mariposillas blancas, la lantana con sus pequeños capullos naranjas enroscada en la verja de hierro negra.
Y Deirdre sentada en la mecedora del porche lateral, detrás de la tela metálica oxidada.
El doctor sintió una profunda angustia. Quizá nunca en su vida había estado tan preocupado. «Alguien tiene que hacer algo por esa mujer.» Paseó luego sin rumbo fijo hasta dar a una calle sucia y animada. Un mísero bar de barrio atrajo su atención. Entró, agradecido por el frío del aire acondicionado y por la relativa tranquilidad del lugar, en el que sólo unos pocos viejos hablaban en voz baja junto a la barra. Pidió una bebida y se la llevó a una mesa apartada.
El estado de Deirdre Mayfair lo torturaba. Y el misterio de la aparición le hacía sentir peor. Pensó en aquella hija en California. ¿Se atrevería a llamarla? De médico a médico... Pero no sabía el nombre de la joven.
—Además, no tienes derecho a interferir —murmuró en voz alta. Bebió un trago de cerveza, paladeó su frescor—. Impulsor —volvió a murmurar. Hablando de nombres, ¿qué clase de nombre era ése? La joven médica residente de California pensaría que estaba loco. Tomó otro trago de cerveza.
De repente sintió que empezaba a hacer más calor en el bar, como si alguien hubiera abierto la puerta al viento del desierto. Hasta los viejos que conversaban junto a sus botellas de cerveza parecieron notarlo. Vio que uno de ellos se secaba el rostro con un pañuelo sucio y continuaba conversando.
Entonces, mientras el doctor levantaba su vaso, vio al misterioso hombre sentado en una mesa, cerca de la puerta de salida, justo frente a él.
La misma cara cerúlea, los mismos ojos marrones. La misma ropa indescriptible de textura poco corriente, tan lisa que brillaba suavemente bajo la luz tenue.
A pesar de la presencia de los hombres que seguían charlando, sintió el mismo vívido terror que en la oscura habitación de Deirdre Mayfair.
El hombre permanecía quieto y lo miraba. No estaba ni a cinco metros de él y la blanca luz del día que entraba por los ventanales del bar caía directamente sobre el hombro del sujeto, iluminando un lado de la cara.
Entonces, sin ningún aviso, la imagen del hombre empezó a vacilar como si fuera una proyección y se desvaneció ante sus propios ojos. Una brisa fría recorrió el local.
El camarero se volvió para coger una servilleta usada que volaba. Una puerta se cerró de golpe en alguna parte y la conversación pareció subir de volumen. El doctor sintió una débil palpitación en la cabeza.
Nada en el mundo podría convencerlo de que volviera a pasar otra vez por la casa de Deirdre Mayfair.
Pero a la noche siguiente, mientras iba en coche a su casa rodeando el lago, volvió a ver al hombre, esta vez de pie bajo una farola, cerca del cementerio de Canal Boulevard. La luz amarillenta caía de lleno sobre él, apoyado contra la pared blanca del camposanto. Fue una visión fugaz, pero supo que no se equivocaba. Empezó a temblar con violencia. Durante un instante parecía haberse olvidado de cómo conducir su coche. Luego aceleró temeraria y estúpidamente, como si el hombre lo persiguiera. No se sintió a salvo hasta que cerró la puerta de su casa.
Al viernes siguiente lo vio a plena luz del día, de pie, inmóvil sobre el césped de Jackson Square. Una mujer que pasaba se volvió para echar una mirada al hombre de pelo castaño. ¡Sí, ahí estaba, igual que antes! El doctor corrió por las calles del Barrio Francés. Subió a un taxi en la puerta de un hotel y dijo al conductor que lo sacara de allí, que lo llevara a cualquier parte, daba igual.
Conforme pasaban los días, el doctor más que asustado estaba aterrorizado. No comía ni dormía y no podía concentrarse en nada. Se sentía continua y completamente abatido. Cada vez que se cruzaba con el viejo psiquiatra lo miraba con silenciosa rabia.
Por el amor de Dios, ¿cómo haría entender a ese personaje monstruoso que él no volvería a acercarse a la desdichada mujer de la mecedora del porche? ¡No más agujas ni drogas por su parte! «¡Ya no soy su enemigo!, ¿no se da cuenta?»
Pedir ayuda o comprensión a alguno de sus conocidos era poner en juego su reputación y hasta su futuro. Un psiquiatra que empezaba a volverse loco, como sus pacientes. Estaba desesperado. Tenía que huir de todo aquello. ¿Quién sabe cuándo volvería a presentarse? ¿Y si se metía en sus habitaciones?
Al final, el lunes por la mañana sus nervios no pudieron más; con las manos temblorosas, se dirigió al despacho del viejo psiquiatra. Todavía no había decidido lo que iba a decirle, sólo que ya no podía aguantar la tensión. Se vio parloteando sobre el calor tropical, dolores de cabeza e insomnios. Necesitaba que aceptara rápidamente su dimisión.
Aquella misma tarde se fue de Nueva Orleans.
Cuando ya se encontraba a salvo en el despacho de su padre, en Portland, Maine, contó al fin toda la historia.
—Nunca hubo ni un solo gesto amenazador en su cara —explicó—, al contrario. Curiosamente, no tenía ni una arruga, su rostro era tan terso como el del Cristo del retrato del cuarto de Deirdre. Lo único que hacía era mirarme fijamente. ¡Y no quería que le pusiera la inyección! Trataba de asustarme.
—Lo importante, Larry, es que descanses —le dijo su padre—. Deja que desaparezcan los efectos de todo esto. —«Y no hables con nadie más de este tema.»
Ahora, mientras estaba a oscuras junto a la ventana de la habitación del hotel de Nueva York, descubrió que todo aquello volvía a trastornarlo. Y, tal como había hecho ya miles de veces, analizó la extraña historia en busca de un significado más profundo.
¿Realmente el espectro lo perseguía en Nueva Orleans, o él lo había malinterpretado?
Quizás aquel hombre no quería asustarlo. ¡A lo mejor sólo le suplicaba que no se olvidara de aquella mujer! Tal vez era una extraña proyección de los desesperados pensamientos de la paciente, una imagen que le enviaba una mente que no podía comunicarse por otros medios.
Pero ¿quién sería capaz de interpretar estos elementos extraños? ¿Quién se animaría a decir que el doctor tenía razón?
¿Aaron Lightner, el inglés, el recopilador de historias de fantasmas que le había dado la tarjeta con la palabra Talamasca? Le había comentado que quería ayudar al hombre que se ahogó en California:
—Quizás él no sepa que hay otras personas a las que les ha pasado lo mismo. Quizá tenga que decirle que hay otros que también han regresado del filo de la muerte con los mismos dones.
Sí, tal vez saber que otras personas también habían visto fantasmas le ayudaría. ¿Sería cierto?
Pero lo peor no había sido la visión del espectro. Algo peor que el miedo lo hacía regresar a aquel porche y a la pálida imagen de la mujer en la mecedora: un sentimiento de culpabilidad, que arrastraría toda su vida por no haber intentado con más fuerza ayudarla, por no haber llamado a aquella hija que tenía en el oeste.
La luz de la mañana empezaba a derramarse sobre la ciudad. Observó los cambios en el cielo y las sucias paredes de enfrente débilmente iluminadas. Luego se dirigió al armario y sacó la tarjeta del inglés del bolsillo de su abrigo.
talamasca
Vigilamos
y siempre estamos aquí
Cogió el teléfono.
Lightner resultó ser un oyente espléndido, respondía con amabilidad y no interrumpía. Pero el doctor no se sentía mejor. En realidad, cuando todo hubo terminado, se sintió como un estúpido. Mientras observaba cómo Lightner guardaba la grabadora en su maletín, estuvo casi a punto de pedirle la cinta.
Fue Lightner quien rompió el silencio mientras dejaba unos billetes sobre la cuenta.
—Hay algo que debo explicarle —le dijo—, y que lo tranquilizará.
¿Qué sería?
—¿Recuerda —continuó— que le dije que recopilaba historias de fantasmas?
—Sí.
—Bueno, conozco esa vieja casa de Nueva Orleans, la he visto. Además, he grabado otras historias de gente que ha visto al hombre que acaba de describirme.
El doctor se quedó sin habla. Se lo había dicho con absoluta convicción. En realidad, había hablado con tal autoridad y seguridad que le creyó sin ninguna duda. Por primera vez estudió a Lightner detenidamente. Era mayor de lo que aparentaba a primera vista, sesenta y cinco, quizá setenta. La expresión del inglés volvió a cautivarlo; tan afable y segura que invitaba a que confiaran en él.
—Otras personas —murmuró el doctor—. ¿Está seguro?
—He oído otros relatos, algunos muy parecidos al suyo. Se lo digo para que comprenda que no se lo ha imaginado y para que no siga atormentándose. A propósito, usted no podría haber hecho nada por Deirdre Mayfair; Carlotta Mayfair nunca lo hubiera permitido. Debería tratar de apartar de su mente todo lo ocurrido. No vale la pena que vuelva a preocuparse por ello.
En un principio el doctor sintió un gran alivio. Pero enseguida se quedó perplejo ante las revelaciones de Lightner.
—¡Usted conoce a esa gente! —murmuró. Sintió que se le encendía el rostro. Esa mujer ha sido paciente suya.
—No, no los conozco —le respondió Lightner—. Y mantendré su relato en la más estricta confidencialidad. Por favor, no lo dude. Recuerde que no utilizamos ningún nombre en la grabación. Ni siquiera el suyo o el mío.
—Sin embargo, debo pedirle la cinta —dijo el doctor, turbado—. He roto el secreto profesional. No tenía idea de que usted los conocía.
Lightner quitó en el acto la pequeña cinta del aparato y se la dio. El hombre parecía tranquilo.
—Por supuesto, puede quedarse con ella —dijo—. Lo comprendo.
El doctor se lo agradeció; su confusión iba en aumento. Con todo, seguía sintiéndose aliviado. Otras personas habían visto a aquel personaje. Este hombre lo sabía. No le mentía. El doctor no estaba loco, y nunca lo había estado. Un débil rencor se despertó en su interior, rencor hacia sus jefes de Nueva Orleans, hacia Carlotta Mayfair, hacia la desagradable señorita Nancy...
—Lo importante —añadió Lightner— es que deje de preocuparse por esta historia.
—Sí —respondió el doctor—. Fue espantoso. Esa mujer, las drogas...
No, ni siquiera... Permaneció en silencio; miró fijamente la cinta y su taza de café vacía.
—La mujer, ¿todavía...?
—Sí, sigue igual. Estuve allí el año pasado. La señorita Nancy, la que le caía tan mal, murió. Y la señorita Millie también. De vez en cuando recibo noticias de gente de la ciudad que me informan que Deirdre no ha cambiado.
El doctor suspiró.
—Sí, sin duda sabe por ellos... todos los nombres —dijo.
—Entonces, por favor, créame cuando le digo que otra gente ha tenido la misma visión. Usted no estaba loco, de ninguna manera. Y no debe preocuparse por todo aquello.
El doctor volvió a estudiar a Lightner detenidamente. El hombre estaba cerrando su maletín. Miró el billete de avión y se puso el abrigo.
—Déjeme decirle una última cosa antes de ir al aeropuerto. No cuente esta historia a nadie más. No lo creerán. Sólo los que han visto cosas semejantes, creen en ellas. Es trágico, pero es invariablemente cierto.
—Sí, lo sé —comentó el doctor. Quería preguntarle muchas cosas, pero no podía—. ¿Usted lo ha...? —Se interrumpió.
—Sí, lo he visto —respondió Lightner—. En efecto, era aterrador, tal como usted lo ha descrito. —Se levantó para marcharse.
—¿Qué es? ¿Un espíritu? ¿Un fantasma?
—En realidad no lo sé. Todas las historias son muy parecidas. Allí las cosas no cambian, continúan igual año tras año. Ahora debo irme, gracias de nuevo, y si alguna vez quiere volver a hablar conmigo, ya sabe cómo encontrarme. Tiene mi tarjeta. —Lightner le tendió la mano—. Adiós.
—Espere. ¿Y la hija? ¿Qué ha sido de ella? ¿La médica residente del oeste?
—Pues ahora es cirujana —respondió Lightner; miró el reloj—, neurocirujana, creo. Acaba de pasar los exámenes de su especialidad. Pero tampoco la conozco; me entero de algunas cosas sobre ella de vez en cuando. Nuestros caminos se han cruzado sólo una vez. —Dejó de hablar y le lanzó una rápida sonrisa, casi formal—. Adiós, doctor, y gracias otra vez.
El doctor se quedó sentado, pensativo, durante un buen rato. Se sentía mejor, infinitamente mejor. Tenía que reconocerlo. No se arrepentía de haber contado la historia. En realidad, aquel encuentro parecía un regalo, algo que el destino le daba para aliviar de sus hombros la peor carga que había llevado en su vida.
En aquel momento pensó en algo muy extraño, algo que no se le había ocurrido hacía años. Nunca había estado en esa gran casa del District Garden durante una tormenta. Qué bonito habría sido ver la lluvia por esos ventanales, oír la lluvia golpear sobre el techo de los porches. Qué lástima haberse perdido algo así. En aquella época pensaba a menudo en ello, pero siempre se lo había perdido. Y la lluvia en Nueva Orleans era tan hermosa...
Bueno, tenía que olvidar todo aquello, ¿no? Otra vez advirtió que reaccionaba a las afirmaciones de Lightner como a las palabras oídas en un confesionario, palabras con autoridad religiosa. Sí, olvídate.
Llamó a la camarera. Tenía hambre. Ahora que podía comer, quería desayunar. Y, sin pensárselo demasiado, sacó la tarjeta de Lightner de su bolsillo, echó una mirada a los números de teléfono —los números a los que podía llamar si tenía alguna pregunta, los números a los que nunca había pensado llamar—, la rompió en trocitos, los puso en el cenicero y los quemó con una cerilla.
1 Sustancia sintética para el tratamiento de ciertas enfermedades mentales. (N. de la T.)
2
A las nueve de la noche la habitación estaba a oscuras, salvo por la luz azulada del televisor. Ahí estaba la señorita Havisham, era ella, ¿no?, un fantasma en traje de novia de su querida Grandes esperanzas.
Por las ventanas limpias y sin adornos se veían las luces del centro de San Francisco y, justo debajo, al otro lado de Liberty Street, los techos puntiagudos de las casas más pequeñas estilo reina Ana. Cómo le gustaba Liberty Street. Su casa era la más alta de la manzana, quizá fuera una mansión en su época, aunque en la actualidad sólo se trataba de una hermosa construcción que se alzaba majestuosa entre modestas casitas.
Él había «restaurado» aquella casa. Conocía cada clavo, cada viga, cada cornisa. Al sol y con el pecho al aire, había colocado las tejas del techo. Incluso había dispuesto el cemento sobre la acera.
Ahora no se sentía seguro en ninguna otra parte. Hacía cuatro semanas que no salía de aquella habitación más que para ir al pequeño lavabo contiguo.
Miraba el fantasmal televisor en blanco y negro que tenía delante, hora tras hora, tendido en la cama, con las manos calientes dentro de los guantes negros de piel que no podía ni quería quitarse. Dejaba que la televisión diera forma a sus sueños mediante las cintas de vídeo que adoraba, las cintas de las películas que había visto hacía años con su madre. Para él eran ahora «las películas de las casas», porque no sólo eran historias maravillosas de personas maravillosas, convertidas en sus héroes y heroínas, sino que también tenían casas maravillosas. En Rebeca estaba Manderley. En Grandes esperanzas, la mansión en ruinas de la señorita Havisham. En Luz de gas, la encantadora casa londinense de la plaza. En Las zapatillas rojas, la mansión junto al mar donde la bailarina se enteraba de que pronto sería prima ballerina de la compañía.
Sí, las películas de las casas, de los sueños infantiles, de personajes tan grandiosos como las casas. Mientras las miraba, bebía una cerveza tras otra. Dormía y se despertaba por inercia. Sus manos, tan afectadas, dentro de los guantes. No contestaba el teléfono ni la puerta. Tía Vivian se ocupaba de hacerlo.
De vez en cuando ella entraba en su habitación. Le traía otra cerveza o algo para comer. Él raramente tocaba la comida.
—Michael, come, por favor —decía.
Él sonreía.
—Luego, tía Viv.
No veía a nadie y hablaba sólo con el doctor Morris, pero éste no podía ayudarlo y sus amigos tampoco. Además, ya no querían hablar con él; estaban cansados de oírle contar la historia de que había muerto durante una hora y había regresado a la vida. Y él, sin duda, no quería hablar con los cientos de personas que aguardaban para ver una demostración de sus poderes psíquicos.
Estaba harto de sus poderes psíquicos. ¿No se daban cuenta? Sacarse los guantes, tocar cosas y ver alguna imagen trivial era un truco de salón. «Este lápiz te lo dio ayer una compañera de oficina que se llama Gert.» O: «Esta mañana has sacado este medallón y decidiste ponértelo, aunque en realidad no querías. Preferías ponerte las perlas, pero no las has encontrado.»
¿Es que nadie entendía su tragedia? Lo que no podía recordar era qué había visto mientras estuvo ahogado.
—Tía Viv —solía decirle de vez en cuando, tratando de explicárselo—, de verdad vi gente ahí arriba. Estábamos muertos. Todos estábamos muertos. Y yo tuve la oportunidad de volver. Me mandaron de vuelta con un propósito.
Tía Vivian, pálida sombra de su difunta madre, asentía con la cabeza.
—Lo sé, querido. Quizá con el tiempo recuerdes.
Con el tiempo.
Intentaba recordar el rescate una y otra vez: la mujer que lo sacó del agua y lo reanimó. Si pudiera volver a hablar con ella, si el doctor Morris la encontrara... Sólo quería oír de labios de ella que él no había dicho nada. Sólo quería quitarse los guantes y cogerle las manos mientras se lo preguntaba. Quizá por medio de ella lograría recordar...
El doctor Morris quería que volviera al hospital para hacerle más pruebas.
—Déjeme tranquilo. Encuentre a esa mujer, sé que puede hacerlo. Usted me dijo que ella lo había llamado. Seguro que sabe su nombre.
Estaba harto de hospitales, escáneres cerebrales, electroencefalogramas, pinchazos y pastillas.
Entendía mejor la cerveza, sabía cómo manejarla, y a veces lo llevaba casi al punto de recordar...
... y lo que había visto allí fuera era un reino. Gente, mucha gente. De vez en cuando volvía a aparecer, como una gran telaraña. Él volvía a verla... ¿quién era ella? Ella dijo que... y luego todo desaparecía. «Lo haré, lo haré. Aunque vuelva a morir en el intento, lo haré.»
¿De verdad les había dicho eso? ¿Cómo iba a imaginarse cosas así, tan ajenas a su propio mundo real y tangible? ¿Y por qué esos extraños recuerdos de estar lejos, de vuelta a casa, a la ciudad de su niñez?
No lo sabía. Ya no sabía nada que le importara.
Sabía que era Michael Curry, que tenía cuarenta y ocho años, que tenía un par de millones de dólares guardados y una propiedad valorada casi en la misma cantidad, lo que no estaba nada mal teniendo en cuenta que su empresa de construcción había cerrado. Ya no podía dirigirla. Había perdido a sus mejores carpinteros y pintores, se habían pasado a otras cuadrillas de la ciudad. Había perdido un trabajo importante, que significaba mucho para él, la restauración del viejo hotel de Union Street.
Sabía que si se quitaba los guantes y se ponía a tocar cualquier cosa —las paredes, el suelo, la lata de cerveza, el ejemplar de David Copperfield que estaba abierto junto a él— empezaría a tener visiones, gran cantidad de información sin sentido, y se volvería loco, si es que no lo estaba ya.
Sabía que antes de ahogarse era feliz, no completamente feliz, pero feliz. Su vida iba bien.
La mañana en que todo ocurrió se despertó tarde, necesitaba un día libre y era un buen momento. Sus hombres trabajaban bien y no tenía que controlarlos. Era el primero de mayo y se acordó de algo muy extraño: un largo viaje de Nueva Orleans, por la costa del Golfo, a Florida cuando era niño. Debió de ser en las vacaciones de Pascua, aunque no estaba seguro, y los que sin duda lo sabrían, su padre, su madre y sus abuelos, estaban muertos.
Lo que sí recordaba era el agua, de un color verde claro, y la playa blanca, el calor que hacía y la arena que parecía azúcar bajo sus pies.
Le dolió recordar todo aquello. El frío en San Francisco era lo que más le molestaba, y nunca pudo explicar a nadie por qué el recuerdo del calor meridional de Florida le había hecho ir aquel día a Ocean Beach. ¿Había algún lugar más frío que Ocean Beach en toda la bahía de San Francisco?
A pesar de todo había ido. Sólo para poder estar en Ocean Beach aquella tarde triste y oscura, con las imágenes de las aguas del sur y del viaje en el viejo Packard descapotable, acariciado por la tibia brisa.
No puso la radio mientras conducía por la ciudad, así que no oyó los avisos de marea alta. Pero ¿y si los hubiera oído, qué? Sabía que Ocean Beach era peligrosa, cada año el mar se llevaba a varias personas, entre residentes y turistas.
Quizás estuviera pensando en ello cuando se detuvo en las rocas, debajo del Restaurante del Acantilado. Traicionero, sí, como siempre, y resbaladizo. Pero no tenía miedo de caerse, ni del mar, ni de nada. Y otra vez volvía a pensar en el sur, en las noches de verano en Nueva Orleans, cuando el jazmín estaba en flor, en el perfume del dondiego del patio de su abuela.
El golpe de la ola debió de dejarlo inconsciente. No recordaba que el agua lo hubiera arrastrado, tan sólo la clara sensación de elevarse por los aires, de ver cómo su cuerpo se alejaba y se revolcaba sobre el oleaje, de gente que se arremolinaba y lo señalaba mientras otros corrían hacia el restaurante para pedir ayuda. No los veía exactamente como si los mirara desde arriba. Era como si supiera todo sobre ellos. Se sentía increíblemente vivo y a salvo; claro que a salvo no era la palabra, ni llegaba a describir aquella sensación. Se sentía libre, tan libre que no comprendía la ansiedad de todos los que estaban allí abajo. ¿Por qué estaban tan preocupados al ver su cuerpo sacudido por las olas?
A continuación empezó la otra parte. Debió de ser cuando estaba realmente muerto y le fueron mostradas cosas maravillosas, y también otros muertos. Comprendió lo más sencillo y lo más complejo, y por qué debía regresar, sí, la puerta, la promesa. De repente fue a caer dentro de un cuerpo que yacía en la cubierta de un barco, un cuerpo que había estado ahogado y muerto durante una hora y que ahora volvía a los sufrimientos y dolores, volvía a la vida, mirando hacia arriba, sabiéndolo todo, preparado para hacer exactamente lo que se esperaba de él.
Durante aquellos primeros segundos trató de explicar con desesperación dónde había estado y las cosas que había visto, una larga y espectacular aventura. ¡Sin duda! Pero ahora lo único que recordaba era el dolor agudo en su pecho, sus manos y pies y la borrosa figura de una mujer junto a él. Un ser frágil con un rostro pálido y delicado, el cabello oculto debajo de una gorra oscura de marinero y unos ojos grises que durante un segundo parpadearon como dos luces frente a él, y que le dijo con voz suave que estuviera tranquilo, que ella cuidaría de él.
Después, confusión. ¿Se había desmayado otra vez? ¿Había llegado el momento de la verdad, del olvido? Nadie supo decirle qué ocurrió en el helicóptero, sólo que se lo llevaron hasta la costa y que allí le esperaban la ambulancia y los periodistas.
Recordaba los flashes de las cámaras, gente que pronunciaba su nombre. La ambulancia, sí, alguien intentando pincharle la vena con una aguja. Creyó oír la voz de su tía Vivian. Les rogó que pararan. Tenía que sentarse, no podían volver a atarlo, ¡no!
—Tranquilo, señor Curry, espere. ¡Eh, ayudadme con este hombre!
Lo ataban otra vez. Lo trataban como si fuera un prisionero. Se resistió, pero fue inútil, lo sabía, le habían inyectado algo en el brazo. Vio cómo se acercaba la oscuridad.
Entonces regresaron ellos, los que había visto ahí fuera; empezaron a hablarle otra vez.
—Comprendo —les dijo—, no dejaré que ocurra. Iré a casa, sé dónde está. Recuerdo... Cuando despertó se encontró con una luz artificial muy fuerte. Una habitación de hospital. Estaba conectado a máquinas. Su mejor amigo, Jimmy Barnes, estaba sentado junto a la cama. Trató de hablar con Jimmy, pero las enfermeras y los médicos lo rodearon.
Lo palpaban, le tocaban las manos, los pies, le hacían preguntas, pero él no podía concentrarse en las respuestas apropiadas.
Seguía viendo cosas: imágenes fugaces de enfermeras, enfermeros, pasillos de hospital. «¿Qué es todo esto?» Sabía el nombre del doctor, Randy Morris, y que había besado a su esposa, Deenie, antes de irse a trabajar. ¿Y qué? Las cosas, literalmente, irrumpían en su cabeza. No podía soportarlo. Era como estar medio dormido y medio despierto, en un estado febril, preocupado.
Se estremeció, trató de despejar su cabeza.
—Oigan —dijo—, lo estoy intentando. —Al fin y al cabo sabía el porqué de toda aquella agitación, se había ahogado y querían comprobar si había alguna lesión cerebral—. No tienen por qué preocuparse. Estoy bien, perfectamente. Tengo que irme de aquí y hacer mi equipaje. Tengo que volver a casa de inmediato...
Reservas de avión, cerrar la compañía... La puerta, la promesa y su objetivo, de una importancia absolutamente crucial...
Pero ¿cuál era? ¿Por qué tenía que volver a casa? Aquí venía otra sucesión de imágenes: enfermeras que limpiaban su habitación, alguien que había frotado las barras cromadas de su cama hacía unas horas, mientras él dormía. «¡Basta!» Tengo que volver a lo importante, a mi objetivo, el...
Entonces se dio cuenta. ¡No se acordaba de su objetivo! ¡No podía recordar lo que había visto mientras estuvo muerto! La gente, los lugares, lo que le habían dicho, no recordaba nada. No, no podía ser. Todo había sido prodigiosamente claro, dependían de él. Michael, le habían dicho, sabes que si no quieres no estás obligado a regresar, pero él había dicho que regresaría, que... que, ¿qué? Un día lo recordaría de golpe, como un sueño que se olvida y luego... ¡ahí está otra vez!
Se sentó, se quitó sin querer una de las agujas del brazo y pidió una pluma y un papel.
—Tiene que seguir acostado.
—No, ahora no. Tengo que escribir. —¡Pero no había nada que escribir! Recordaba haber estado en una roca, pensando en un remoto verano en Florida, las aguas tibias... Y luego esa masa dolorida y empapada que era él en la camilla.
Se le había borrado todo.
Cerró los ojos y trató de no hacer caso de la extraña tibieza de sus manos; la enfermera lo ayudó a tenderse otra vez sobre las almohadas. Alguien pedía a Jimmy que se fuera, pero él no quería irse. ¿Por qué veía todas esas cosas intrascendentes: enfermeros, el marido de la enfermera, sus nombres? ¿Cómo sabía todos esos nombres?
—No me toque así —dijo. Era la experiencia de allí fuera, sobre el océano, ¡eso era lo que importaba!
De pronto estiró la mano para coger la pluma.
—Si se queda tranquilo...
Sí, una imagen al tocar la pluma: la enfermera que la sacaba de un cajón del pasillo. Y el papel: un hombre que ponía el bloc en un armario de metal. ¿Y la mesilla junto a la cama? La imagen de la última mujer que la había limpiado con un trapo lleno de gérmenes de la otra habitación. Y una visión fugaz de un hombre con una radio. Alguien que hacía algo con una radio.
¿Y la cama? La última paciente que estuvo en ella, la señora Ona Patrick, murió ayer a las once de la mañana, antes de que yo hubiera decidido ir a Ocean Beach. «No. Basta.» Una imagen de su cuerpo en el depósito de cadáveres del hospital.
—¡No lo soporto!
Al fin, desesperado, apoyó las manos sobre la cabeza y deslizó los dedos por el pelo; por suerte no sentía nada. Otra vez volvía a hundirse en el sueño, pensaba que iba a recordarlo, sí, como le había pasado antes. Ella estará allí, me esperará, y yo lo comprenderé. Pero mientras volvía a adormilarse se dio cuenta de que no sabía quién era ella.
Y tenía que irse a casa, sí, a casa después de todos estos años, estos largos años en que su hogar se había convertido en una especie de fantasía...
—De vuelta al lugar donde nací —murmuró. Era tan difícil hablar ahora, estaba adormilado—. Si me sigue dando drogas, le juro que lo mataré.
Fue Jimmy, su amigo, quien le trajo los guantes de piel al día siguiente. Michael creía que no servirían, pero valía la pena intentarlo. Estaba en un estado de agitación que rayaba en la locura y había hablado demasiado y con todo el mundo.
Los periodistas llamaron directamente a la puerta de su habitación.
—¿Qué pasa? —les preguntó, atolondrado. Entraron en tropel y él habló y habló, relató la historia una y otra vez, repitiendo—: ¡No consigo acordarme! —Le dieron objetos para que los tocara y él les dijo lo que veía—. No significa nada.
Disparaban las cámaras con un sinfín de confusos ruidos electrónicos. El personal del hospital echó a los periodistas. Michael tenía miedo hasta de tocar un cuchillo y un tenedor. No comía. Llegaban empleados de todo el hospital y le ponían objetos en las manos.
En la ducha tocó la pared. Volvió a ver a aquella mujer, la mujer muerta. Había estado tres semanas en la habitación. «No quiero ducharme —decía ella—. Estoy enferma, ¿no lo comprendes?» Su nuera la obligaba a ducharse. Michael tuvo que salir del baño; se acostó, agotado, y metió las manos debajo de la almohada.
Nada más ponerse los guantes tuvo algunas rápidas visiones, pero luego se frotó las manos poco a poco hasta que todo se convirtió en una mancha borrosa, imágenes que se sobreponían hasta que no se distinguía nada. Y todos aquellos nombres se confundieron en su mente hasta convertirse en una especie de ruido, y entonces llegó el silencio.
Cogió despacio el cuchillo de la bandeja; empezó a ver algo, lejano, silencioso, y desapareció. Levantó el vaso y bebió un trago de leche. Sólo una débil visión. ¡Muy bien! Los guantes daban resultado. El truco era hacer cada movimiento con rapidez.
¡Y en salir de aquí! Pero no lo dejaban.
—No quiero otro examen del cerebro —dijo—. Mi cerebro está bien, lo que me vuelve loco son las manos.
Pero el doctor Morris, el jefe de residentes, sus amigos y la tía Vivian, que se pasaba horas junto a su cama, trataban de ayudarlo. El doctor, a instancias de Michael, se había puesto en contacto con los hombres de la ambulancia, los guardacostas, la gente de la sala de urgencias y la mujer que lo había reanimado en su barco antes de que llegaran los guardacostas, con cualquiera que pudiera recordar si él había dicho algo importante. Después de todo, una simple palabra podría desbloquear su memoria.
Pero no hubo palabras. Michael había murmurado algo al abrir los ojos, según aquella mujer, pero no recordaba con exactitud qué palabra. Empezaba con «L», creía, un nombre, quizá, pero eso era todo. Después se lo habían llevado los guardacostas. En la ambulancia había lanzado un puñetazo y tuvieron que sujetarlo.
Sin embargo, él quería hablar con toda aquella gente, en especial con la mujer que lo había recogido. Eso fue lo que dijo a la prensa cuando lo interrogaron.
Jimmy y Stacy se quedaban con él cada noche hasta tarde. Tía Vivian estaba allí todas las mañanas. Al fin llegó Therese, tímida y asustada. No le gustaban los hospitales. No podía estar con gente enferma.
Michael se rió. «Bueno, ¿no te gustaba tanto California —pensó—. Imagínate decirle algo así.» Entonces hizo algo impulsivo: se quitó el guante y la cogió de la mano.
«Qué miedo, no me gustas, eres el centro de atención, basta, deja ya todo esto, no creo que te hayas ahogado, qué ridículo, quiero irme de aquí, deberías haberme llamado.»
—Vete a casa, querida —le dijo.
Dejó el hospital al día siguiente.
Pasó a continuación tres semanas que fueron una agonía. Lo llamaron dos guardacostas y uno de los conductores de la ambulancia, pero no le dijeron nada útil. La mujer del barco que lo había rescatado quería mantenerse al margen, a pesar de que el doctor Morris le había prometido mantenerla en el anonimato. Mientras tanto, los guardacostas informaron a la prensa que no habían registrado el nombre ni la matrícula de la embarcación. Uno de los periódicos se refirió al barco como un crucero transatlántico. Quizás era de la otra punta del mundo.
Por entonces Michael se dio cuenta de que había contado la historia a demasiada gente. Todas las revistas populares del país querían hacerle entrevistas. No podía salir sin que algún periodista le cerrara el paso o algún perfecto desconocido le pusiera un billetero o una foto en las manos. El teléfono no paraba de sonar. Las cartas se apilaban en la puerta y, aunque él continuaba haciendo su equipaje para marcharse, no se animaba a hacerlo. En lugar de irse, bebía cerveza helada durante todo el día y bourbon cuando ésta ya no lo atontaba.
Sus amigos trataban de seguir junto a él. Se turnaban para hablar con él, intentaban calmarlo y que dejara la bebida, pero era inútil. Stacy hasta le leía, porque él no podía hacerlo. Empezaba a cansar a todo el mundo y lo sabía.
Su cerebro en realidad era un hervidero. Trataba de asimilar algunas cosas. Si no podía recordar, por lo menos podía comprender todo esto, todas esas cosas tan estremecedoras y horrendas. Pero sabía que eran divagaciones sobre «la vida y la muerte», sobre lo que había pasado «ahí fuera», sobre la forma en que se derrumbaban las barreras entre la vida y la muerte tanto en el arte popular como en el arte oficial. ¿Nadie lo había notado? Las películas y las novelas siempre hablaban de ello. Sólo había que estudiarlas para verlo.
Por ejemplo, en la película de Bergman Fanny y Alexander, la muerte viene caminando y habla con los vivos, La mujer de blanco, con aquella chiquilla muerta que se aparece en la cama del niño, y también en El círculo de la muerte, donde un niño muerto en Londres persigue a Mia Farrow.
—Michael, estás obsesionado.
—Y no sólo en las películas de terror. Pasa en todo nuestro arte. Por ejemplo el libro El hotel blanco, ¿alguien lo ha leído? Pues, va directamente más allá de la muerte de la protagonista, a la otra vida. Os digo que algo está a punto de pasar. La barrera se está rompiendo, yo mismo hablé con la muerte y regresé, y a un nivel subconsciente todos sabemos que la barrera se está rompiendo.
—Michael, tienes que tranquilizarte. Lo que le ocurre a tus manos...
—No quiero hablar de ello. —Pero estaba obsesionado, tenía que reconocerlo, y pensaba seguir estándolo. Le gustaba estar obsesionado. Se acercó al teléfono para pedir otra caja de cerveza, así tía Viv no tenía necesidad de salir. También tenía todo el whisky escocés Glenlivet que había almacenado y más Jack Daniel’s. Sí, podía seguir bebiendo sin problemas hasta morir.
Al final, cerró su empresa por medio del teléfono. Las veces que había tratado de ir a trabajar, sus hombres le habían dicho sin rodeos que se fuera a casa. No podían hacer nada si siempre les estaba hablando. Saltaba de un tema a otro. Y luego estaba el periodista que le pedía que hiciera una demostración de sus poderes. Y otra cosa que no se atrevía a confesar a nadie empezaba a atormentarlo: recibía vagas impresiones emocionales de otras personas, las tocara o no.
Parecía una especie de telepatía que fluctuaba libremente; y no había guantes para pararla. No recibía informaciones, sino simplemente impresiones fuertes de gusto, disgusto, veracidad o falsedad. A veces se sentía tan atraído por estas sensaciones que lo único que veía era el movimiento de los labios de la gente. No oía las palabras.
Esta alta carga de intimidad, si es que podía llamarse así, lo perturbaba hasta la médula.
Rescindió los contratos de su empresa, traspasó todo lo que tenía en una tarde, se aseguró de que sus hombres tuvieran trabajo y luego cerró su pequeño negocio en Castro de venta de mobiliario victoriano.
Lo mejor era encerrarse, tumbarse, correr las cortinas y beber. Tenía un montón de dinero en el banco. Tía Viv cantaba en la cocina mientras le preparaba platos que él no quería comer. De vez en cuando intentaba leer fragmentos de David Copperfield para escapar de sus propios pensamientos. En los peores momentos de su vida siempre se había retirado a algún rincón remoto del mundo a leer David Copperfield. Era más fácil y liviano que Grandes esperanzas, su libro preferido. Pero ahora, la única razón que le permitía seguir el libro era que se lo sabía casi de memoria.
Therese se había ido a visitar a su hermano al sur de California. Una mentira; Michael no había tocado el teléfono, pero lo sabía sólo por haber oído su voz en el contestador automático. Muy bien. Adiós.
El día que Elizabeth, su ex novia, lo llamó, él habló hasta cansarse. A la mañana siguiente ella le dijo que debía buscar ayuda psiquiátrica y lo amenazó con salir del trabajo y tomar un avión si se negaba. Michael dijo que sí, pero mentía.
No quería confiar en nadie más, ni explicar su nueva capacidad de percepción. No quería hablar de sus manos, sólo deseaba explicar sus visiones, pero nadie quería oírlo hablar de la caída de la cortina que separaba la vida de la muerte.
Cuando tía Viv se iba a la cama, hacía pequeños experimentos con su poder táctil. Pero no le gustaba aquella sensación, aquellas imágenes que inundaban su cabeza. Y si existía alguna razón por la que le había sido conferida esa sensibilidad, la había olvidado junto con las visiones y el objeto de su regreso a la vida.
Stacy le trajo libros sobre otras personas que habían muerto y regresado a la vida. El doctor Morris le había hablado en el hospital de esos trabajos, los estudios clásicos sobre la «experiencia cercana a la muerte» de Moody, Rawlings, Sabom y Ring. Se esforzó en estudiar estos relatos, debatiéndose con el alcohol, la intranquilidad y la total incapacidad para concentrarse.
¡Sí, lo sabía! Todo esto era verdad. Él también se había elevado de su cuerpo, sí, y no eran sueños, pero no había visto ninguna luz hermosa, no se había encontrado con sus seres queridos muertos, ni lo habían dejado entrar en ningún paraíso sobrenatural lleno de flores y bellos colores.
Ahí fuera le ocurrió algo completamente diferente, se sintió interceptado, alguien suplicó, le hizo comprender que tenía una tarea muy difícil que realizar y de la que dependían muchas cosas.
Paraíso. El único paraíso que conocía era la ciudad en la que había crecido, el cálido y agradable lugar que había abandonado a los diecisiete años, esa vieja zona de Nueva Orleans de poco más de veinticinco manzanas conocida como Garden District.
Sí, regresar allí donde todo había comenzado. A la Nueva Orleans que no había visto desde el verano de su decimoséptimo cumpleaños. Y lo más extraño era que cuando examinaba su vida, como se supone que hace la gente que se ahoga, pensaba antes que nada en aquella fragante noche, a los seis años de edad, cuando descubrió la música clásica que sonaba en una vieja radio de lámparas en el porche trasero de la casa de su abuela. Los dondiegos brillaban en la oscuridad. Las cigarras cantaban en los árboles. Su abuelo fumaba un cigarro en la escalera y entonces entró en su vida esa música, una música celestial.
¿Por qué le había gustado tanto aquella música si nadie de su entorno la apreciaba? Diferente desde el principio, así había sido él. Y la educación de su madre no era la explicación: para ella toda la música era ruido. Sin embargo, a él le gustó tanto aquella música que se quedó de pie, en la oscuridad, dirigiéndola con un palo y grandes ademanes mientras tarareaba.
Los Curry, gente muy trabajadora, vivían en el Canal Irlandés, y su padre era la tercera generación que habitaba la pequeña cabaña gemela de la ribera, sitio en el que se habían establecido tantos irlandeses. Los antepasados de Michael habían huido del hambre, hacinados en los barcos algodoneros que volvían vacíos de Liverpool al sur de Norteamérica en busca de una carga más lucrativa. Era gente fuerte, gente de la que Michael había heredado su robusta figura y su determinación. El amor al trabajo manual provenía de ellos y se había impuesto a pesar de los años de educación.
El abuelo de Michael había sido policía en los mismos muelles en los que su padre en una época había cargado fardos de algodón. Llevaba a Michael a ver entrar los barcos plataneros, miles de plátanos sobre las cintas transportadoras que desaparecían en los almacenes, y le advertía de las culebras negras que podían esconderse en los racimos incluso cuando colgaban en las tiendas.
El padre de Michael había sido bombero hasta que murió, una tarde, en un incendio en Tchoupitoulas Street, cuando él tenía diecisiete años. Había sido un momento crucial en su vida: sus abuelos ya habían fallecido y su madre se lo llevó a su ciudad natal, San Francisco.
No tenía la menor duda de que California lo había tratado bien. El siglo XX lo había tratado bien. Él era el primero de aquel viejo clan que había tenido la oportunidad de terminar una carrera universitaria, de vivir en un mundo de libros, pinturas y casas bonitas.
Pero aunque su padre no hubiera muerto, él tampoco habría sido bombero. Había algo que bullía en su interior que, según parecía, nunca habían sentido sus mayores.
Solía sumirse en la lectura de Grandes esperanzas y David Copperfield en la biblioteca de la escuela mientras los otros niños le arrojaban pelotillas de papel mascado, le pellizcaban el brazo y lo amenazaban con pegarle si no dejaba de portarse como un «tonto», la palabra del Canal Irlandés para designar al que no tenía la sensatez de ser duro, bruto y despreciar todo lo que no tenía un propósito inmediato.
Pero nadie le pegaba. Tenía el suficiente y saludable mal genio, heredado de su padre, para moler al que lo intentara. Desde niño ya era robusto y sorprendentemente fuerte, un ser humano para quien las cuestiones físicas, incluso las violentas, eran del todo naturales. A él también le gustaba pelear y los niños aprendieron a dejarlo tranquilo. Michael, por su parte, aprendió a disimular esa faceta oculta lo suficiente para que lo disculparan, y, en general, caía bien.
Y sus paseos, esos largos paseos impensables en alguien de su edad. Ni siquiera sus novias nunca lo comprendieron. Rita Mae Dwyer se reía de él. Marie Louise decía que estaba chiflado, «¿Qué quieres decir con eso de sólo caminar?» Pero desde su temprana infancia le gustaba andar, escurrirse al otro lado de Magazine Street, la gran línea divisoria entre las calurosas y estrechas callejuelas donde había nacido y las majestuosas y tranquilas calles de Garden District.
Allí se alzaban las mansiones más ricas y antiguas de la ciudad, adormecidas detrás de sus robles gigantescos y jardines extensos. Caminaba en silencio por las viejas aceras de ladrillo, con las manos en los bolsillos, silbando y pensando que alguna vez él también tendría una mansión aquí, una casa con columnas blancas en la fachada y senderos de lajas, un piano imponente como los que podía ver por los grandes ventanales, cortinas de encaje y arañas. Y leería a Dickens todo el día en una biblioteca fresca, con estanterías llenas de libros hasta el techo, y azaleas encarnadas dormitando detrás de las ventanas.
Se sentía como el protagonista de Dickens, el joven Pip, que vislumbraba lo que sabía que debía poseer y que al mismo tiempo estaba demasiado lejos de alcanzarlo alguna vez.
Pero no estaba solo en su afición a los paseos, a su madre también le gustaba hacer largas caminatas y quizás era uno de los pocos regalos significativos que le había hecho.
Había una casa sombría que ella amaba con locura y que él nunca olvidaría, una siniestra casa señorial con una enorme buganvilla que trepaba sobre sus porches laterales. A menudo, cuando pasaban por allí, Michael veía a un hombre extraño y solitario entre los altos arbustos enmarañados, al fondo del descuidado jardín. Parecía perdido entre todo aquel verdor desordenado y salvaje, confundido hasta tal punto con el oscuro follaje que posiblemente ningún otro transeúnte se hubiera percatado de su presencia.
En realidad, Michael y su madre tenían en aquella época un juego con aquel hombre. Ella siempre decía que no lo veía.
—Pero está allí, mamá —respondía él.
—Está bien, Michael, dime cómo es.
—Bueno, tiene el pelo castaño, ojos marrones y va muy bien vestido, como si fuera a una fiesta. Pero nos está observando, mamá, creo que no deberíamos quedarnos aquí, mirándolo.
—Michael, no hay ningún hombre.
—Mamá, te burlas de mí.
Pero una vez ella vio al hombre, sin duda, y no le gustó. No fue en la casa, ni en el descuidado jardín.
Era por Navidad, Michael todavía era muy pequeño y en el altar lateral de la iglesia de St. Alphonsus habían montado un gran nacimiento con el niño Jesús en el pesebre. Michael y su madre habían ido para arrodillarse ante el altar. Qué bonitas eran las imágenes en tamaño natural de María y José; y del niño Jesús, sonriente, con sus bracitos rollizos extendidos. Había luces brillantes por todas partes y la llama de las velas oscilaba con suavidad. El ruido de las pisadas y los ahogados cuchicheos llenaban la iglesia.
Quizás ésta era la primera Navidad que Michael recordaba. Sea como fuere, el hombre estaba allí, en las sombras del santuario, observando en silencio, y al ver a Michael le hizo una ligera inclinación de cabeza, como hacía siempre. Tenía las manos entrelazadas, llevaba traje y su expresión era tranquila. Por lo demás, tenía el mismo aspecto que en el jardín de First Street.
—Mira, ahí está el hombre, mamá —dijo Michael, de repente—. Aquel hombre, el del jardín.
La madre de Michael se volvió y, de inmediato, apartó la mirada, atemorizada.
—Bueno, no lo mires —le murmuró al oído.
Al salir de la iglesia ella se volvió para mirarlo otra vez.
—Es el hombre del jardín, mamá —dijo Michael.
—¿De qué estás hablando? —preguntó su madre—. ¿Qué jardín?
Cuando volvieron a pasar por First Street, Michael vio al hombre y trató de decírselo a su madre, pero ella volvió a jugar el juego. Le tomaba el pelo, le decía que no había ningún hombre.
Se rieron. En aquella época no parecía tener gran importancia, pero Michael nunca lo olvidó.
Años después, su madre le hizo otro regalo: las películas que lo llevaba a ver al Teatro Cívico, en el centro. Tomaban el tranvía los sábados para ir a la primera sesión. Cosas de afeminados, Mike, solía decir su padre. A él nadie lo arrastraba a esos espectáculos absurdos.
Michael sabía que lo mejor era no contestar, y a medida que pasaba el tiempo descubrió la manera de sonreír y encogerse de hombros, así su padre lo dejaba tranquilo, y también a su madre, lo cual era aún más importante. Además, nada iba a quitarle esas tardes de sábado tan especiales, porque las películas extranjeras eran como puertas a otro mundo que llenaban a Michael de inexplicable angustia y felicidad al mismo tiempo.
Nunca olvidaría Rebeca, Los cuentos de Hoffman y una película italiana de la ópera Aida. Y esa hermosa historia de un pianista llamada Canción inolvidable. Le encantaba César y Cleopatra, con Claude Rains y Vivien Leigh. Y The late George Apley, con Ronald Colman, con la voz más maravillosa que Michael había escuchado.
De camino a casa, su madre a veces le explicaba algunas cosas. Dejaban pasar la parada del tranvía en la que tenían que bajar y seguían hacia la zona alta, hasta Carrolton Avenue. Era un buen sitio para estar solos y además había magníficas casas, construidas después de la guerra civil, más nuevas y a menudo más recargadas y no tan bonitas como las de Garden District, pero, a pesar de todo, lo bastante suntuosas como para despertar un interés infinito.
Ah, la serena melancolía de aquellos pausados paseos, de anhelar tanto y comprender tan poco. De vez en cuando tocaba con los dedos por la ventana abierta del tranvía los rizados capullos de mirto. Soñaba con ser Maxim de Winter. Quería aprender los nombres de las obras clásicas que escuchaba por la radio y que tanto le gustaban, poder comprender y recordar las ininteligibles palabras extranjeras que pronunciaban los locutores.
Y, curiosamente, en las viejas películas de terror que daban en el sucio Happy Hour Theater de Magazine Street, en su propio barrio, a menudo vislumbraba el mismo mundo, la gente elegante. Aparecían las mismas bibliotecas artesonadas, chimeneas abovedadas, hombres en esmoquin y damas de voz suave junto con el monstruo de Frankenstein y la hija de Drácula. El doctor Van Helsing era un sujeto de lo más elegante y el mismísimo Claude Rains, que había interpretado a César en un teatro del centro, se reía ahora como un demente en El hombre invisible.
Aunque intentaba no hacerlo, Michael llegó a aborrecer el Canal Irlandés. Le gustaba su gente y apreciaba bastante a sus amigos, pero detestaba las casas adosadas, veinte por manzana, con esos diminutos patios delanteros, con cercas bajas de estacas puntiagudas, el bar de la esquina, con la gramola que sonaba en el salón del fondo, y la puerta mosquitera que se cerraba siempre de golpe, y aquellas mujeres gordas con vestidos floreados que pegaban a los niños con un cinto o la palma de la mano en plena calle.
Aborrecía el gentío que compraba en Magazine Street a última hora de la tarde del sábado. Le parecía que los niños siempre tenían la cara y la ropa sucias. Las dependientas que atendían detrás del mostrador de las sombrías tiendas eran groseras. La acera apestaba a cerveza rancia. Los destartalados pisos encima de las tiendas, donde vivían algunos de sus amigos, los más desafortunados, despedían un hedor terrible. El hedor estaba también en las viejas zapaterías y en las tiendas de reparación de radios; incluso en el Happy Hour Theater. El hedor de Magazine Street.
Y era la gente, siempre la gente, lo que más lo desanimaba. Sentía vergüenza del áspero acento que delataba que uno era del Canal Irlandés, un acento, decían, que sonaba como el de Brooklyn o Boston o cualquier otro lugar en el que se hubieran instalado irlandeses y alemanes. «Sabemos que eres de la Escuela Redentorista —le decían los chicos de los barrios altos—. Lo sabemos por la forma que tienes de hablar.» Se lo decían con desprecio.
También le caían mal las monjas, las rudas hermanas de voz gruesa que daban un cachete a los niños cada vez que les daba la gana y los sacudían y humillaban a su antojo.
En realidad, les tenía un odio especial por algo que habían hecho cuando él tenía seis años. Sacaron a rastras a un chiquillo, un «revoltoso», de la clase de primer grado de los niños y lo pusieron al cuidado de la maestra de primer grado de la escuela de niñas. Al día siguiente se enteraron de que habían dejado al chiquillo de pie, dentro de la papelera, llorando y con la cara roja, delante de las niñas. Las monjas no pararon de empujarlo y decirle: «Métete en el cubo de la basura. ¡No salgas de allí!» Las niñas lo habían visto todo y después lo contaron a los chicos.
Este suceso aterrorizó a Michael. Sentía un pánico oscuro y mudo de que le ocurriera algo así, porque sabía que nunca lo permitiría. Se defendería y luego su padre lo azotaría, una violencia con la que siempre lo amenazaba pero que nunca iba más allá de un par de golpes con una correa. En realidad, toda aquella violencia contenida que siempre había percibido a su alrededor —en su padre, su abuelo y todos los hombres que conocía— podía despertarse como un torrente y arrastrarlo. ¿Cuántas veces había visto niños azotados a su alrededor? ¿Cuántas veces había oído las bromas frías e irónicas de su padre acerca de los azotes que él había recibido de manos de su propio padre? Michael vivía esa violencia con un miedo espantoso y paralizador. Temía la familiaridad catastrófica y perversa de ser golpeado, de ser azotado.
Así pues, a pesar de ser un niño físicamente inquieto y testarudo, en la escuela se convirtió en un ángel mucho antes de que se diera cuenta de que necesitaba aprender para realizar sus sueños. Era un muchacho tranquilo, un chiquillo que siempre hacía los deberes. El miedo a la ignorancia, a la violencia y a la humillación condujo sus pasos con la misma seguridad que sus ambiciones posteriores.
Nunca supo por qué estos mismos elementos no condujeron los de nadie más de su entorno, pero con el tiempo llegó a darse cuenta de que, sin duda, había sido una persona con una alta capacidad de adaptación. Ésa era la clave. Aprendía de lo que veía, y cambiaba en consecuencia.
Sus padres no tenían esa flexibilidad. Su madre era paciente, sí, y guardaba para sí el malestar que sentía por las costumbres de quienes la rodeaban. Pero no tenía sueños, ni grandes proyectos, ni auténtica fuerza creativa. Nunca cambiaba, nunca se entregaba a nada en cuerpo y alma.
En cuanto al padre de Michael, era un hombre impetuoso que inspiraba cariño, un valiente bombero que había ganado muchas condecoraciones. Había muerto tratando de salvar vidas. Era su forma de ser. Pero su forma de ser también era encogerse de hombros ante lo que no sabía o no entendía. Una profunda vanidad lo hacía sentirse «pequeño» ante aquellas personas con auténtica educación.
—Estudia las lecciones —solía decir, porque suponía que eso era lo que debía decir. Nunca imaginó que Michael fuera capaz de sacar el máximo provecho de la escuela parroquial, que en las abarrotadas clases, con unas monjas cansadas y saturadas de trabajo, su hijo en realidad estuviera adquiriendo una magnífica educación.
Porque las monjas, a pesar de las pésimas condiciones, enseñaban muy bien, aunque tuvieran que pegar a los niños para ello. Y aunque Michael nunca dejaría de odiarlas, tenía que reconocer que de vez en cuando hablaban a su modo y de una manera sencilla de cosas espirituales, de vivir una vida digna.
Cuando Michael contaba once años ocurrieron tres cosas que tuvieron un efecto capital en su vida. La primera fue la visita de su tía Vivian de San Francisco y la segunda fue un descubrimiento fortuito en la biblioteca pública.
La visita de tía Vivian fue breve. La hermana de su madre llegó a la ciudad en tren. La fueron a esperar a Union Station y se alojó en el hotel Pontchartrain, de St. Charles. Al día siguiente de su llegada, invitó a Michael y a sus padres a cenar al salón Caribbean. Era el comedor más elegante del hotel Pontchartrain. Su padre no fue. Él no iba a ir a un sitio así, además, su traje estaba en la tintorería.
Michael, bien vestido, como todo un hombrecito, cruzó con su madre el Garden District.
El salón Caribbean lo dejó anonadado. Casi sumido en el silencio, era un mundo misterioso, con velas, manteles blancos y camareros que parecían fantasmas, o mejor aún, vampiros de alguna película de terror, con sus chaquetas negras y sus camisas blancas almidonadas.
Pero la auténtica revelación fue que ambas hermanas se sentían como en casa en aquel lugar. Reían en voz baja mientras hablaban y hacían diferentes preguntas al camarero sobre la sopa de tortuga, el jerez, el vino blanco que tomarían con la cena.
El respeto que sentía por su madre aumentó notablemente. No era una mujer que se diera ínfulas, en realidad era una dama acostumbrada a esta vida. Michael comprendía ahora por qué a veces ella lloraba y decía que quería volver al hogar, a San Francisco.
Cuando su hermana se marchó estuvo enferma durante días. Se quedó en cama y lo único que quería era vino; lo llamaba «su medicina». Michael se sentaba a su lado y de vez en cuando leía para ella; cada vez que su madre se quedaba callada durante una hora, se asustaba. Pero se puso bien. Se levantó y la vida siguió su curso.
Pero Michael pensaba a menudo en aquella cena, en la forma tan natural en que las dos mujeres se habían comportado. Con frecuencia caminaba delante del hotel Pontchartrain y observaba con envidia disimulada a la gente bien vestida que esperaba taxis o limusinas bajo la marquesina. Reventaba de deseos de aprender, comprender, poseer, aunque terminara en el drugstore Smith, justo al lado, leyendo tebeos de terror.
Luego vino el fortuito descubrimiento en la biblioteca pública. Hacía poco que Michael conocía la biblioteca, y el descubrimiento fortuito llegó en etapas.
Un día vagaba por la sala de lectura para niños, buscaba algo fácil y divertido para leer, cuando de repente vio un libro abierto sobre una estantería, un libro nuevo de tapas duras que explicaba cómo jugar al ajedrez.
Comprendía el ajedrez como algo muy romántico, aunque no sabía explicar como lo conocía. Nunca había visto un ajedrez de verdad. Se llevó el libro prestado y empezó a leerlo. Su padre lo vio y se rió. Él sabía jugar, según decía, y jugaba mucho en el cuartel de bomberos. No se podía aprender de un libro, era una estupidez.
Michael dijo que sí, que lo haría; es más, ya estaba aprendiendo.
—Muy bien —respondió su padre—, aprende y luego jugaré contigo.
¡Qué maravilla, alguien que sabía jugar al ajedrez! Quizás hasta le comprarían uno. Michael terminó el libro en menos de una semana. Había aprendido. El padre le hizo preguntas durante una hora y él las contestó todas.
—Vaya, no puedo creerlo —dijo su padre—, pero es verdad, sabes jugar. Lo único que te falta es un tablero y piezas.
El hombre fue al centro y regresó con un ajedrez que superó las fantasías de Michael. Las piezas no eran sólo símbolos —la cabeza de un caballo, las almenas de una torre, el gorro del alfil—, sino figuras completas. El caballero montaba un caballo con las patas delanteras alzadas; el alfil entrelazaba sus manos, rezando. La dama tenía el cabello largo bajo la corona. La torre era un castillo sobre el lomo de un elefante.
Claro que era un juego de plástico de los grandes almacenes D. H. Holmes, pero era muy elegante y superaba todo lo que Michael se había imaginado al ver las ilustraciones del libro. Daba igual que su padre llamara «mi jinete» al caballo, jugaban al ajedrez y a partir de entonces empezaron a hacerlo a menudo.
Pero aquel gran descubrimiento no fue que el padre de Michael supiera jugar al ajedrez, o que hubiese tenido el detalle de comprarle un juego tan bonito. El gran descubrimiento fue que Michael se dio cuenta de que podía extraer de los libros algo más que relatos... que podían llevarlo a algo más que sueños y deseos dolorosos.
A partir de entonces se sintió mejor en la biblioteca. Hablaba con los bibliotecarios, se enteró de la existencia del catálogo de temas y empezó a investigar obsesiva y desordenadamente sobre un amplio campo de materias.
Primero fueron los coches. En la biblioteca encontró un montón de libros sobre coches. Aprendió todo sobre motores, fabricación de vehículos, y deslumbró al padre y al abuelo con sus conocimientos.
Luego investigó en el catálogo de bomberos e incendios. Leyó sobre autobombas, fabricación de camiones con escalera y todo lo referente a los grandes incendios de la historia, el de Chicago, el del Triangle Factory, y una vez más pudo conversar sobre todo esto con su padre y su abuelo.
Michael estaba emocionado. Ahora se sentía poderoso y continuó con su programa secreto sin contárselo a nadie. La música era su primer tema secreto.
Empezó con los libros más fáciles —era una materia difícil— y siguió con los relatos ilustrados para jóvenes que hablaban de Mozart, el niño prodigio, el pobre sordo de Beethoven y el loco de Paganini que se decía había vendido su alma al diablo. Aprendió la definición de sinfonía, concierto y sonata, lo que era un pentagrama, las negras, las blancas y las claves mayores y menores. Aprendió también el nombre de los instrumentos sinfónicos.
Luego pasó a las casas. Al poco tiempo ya comprendía lo que era el renacimiento, el estilo italiano y el victoriano tardío, y qué diferenciaba los distintos tipos de arquitectura. Aprendió a distinguir las columnas dóricas y las corintias. Vagó por el Garden District con sus nuevos conocimientos y su amor por lo que lo rodeaba aumentó profundamente.
Ah, aquello era como ganar la lotería. Ya no tenía que vivir en la ignorancia, podía estudiar cualquier cosa. Los sábados por la tarde hojeaba docenas de libros de arte, arquitectura, mitología griega, ciencia. Hasta leía libros de pintura moderna, ópera y ballet, avergonzado de que su padre lo viera y se burlara de él.
La tercera sorpresa aquel año fue un concierto en el Auditorio Municipal. El padre de Michael, como muchos bomberos, tenía trabajos extras en sus horas libres; y aquel año tenía la concesión de venta de refrescos en el auditorio. Una noche Michael fue a ayudarlo. Era un día entre semana y no tendría que haber ido, pero quería ir. Quería ver el Auditorio Municipal y qué ocurría dentro, así que su madre le dio permiso.
Durante la primera parte del programa, antes del intervalo en el que ayudaría a su padre y después del cual dejarían todo en orden y se marcharían, Michael entró y subió hasta las filas más altas, donde había algunas localidades vacías, y se sentó para ver cómo era un concierto. En realidad, los estudiantes que esperaban ansiosos en el palco le recordaron aquellos otros de Las zapatillas rojas. Y, en efecto, el lugar empezó a llenarse de gente bien vestida, gente de los barrios altos de Nueva Orleans, mientras la orquesta afinaba en el foso. Hasta aquel hombre extraño de First Avenue estaba allí. Michael lo divisó abajo, en la otra punta, mirando hacia arriba como si lo hubiera visto.
Lo que ocurrió después lo fascinó. Isaac Stern, el gran violinista, tocaba aquella noche el concierto de Beethoven para violín y orquesta, una de las piezas de música más arrebatadoramente hermosas y sencillamente elocuentes que Michael había escuchado en su vida. Fue capaz, a la primera audición, de asimilar el concierto entero, pudo reconocer claramente las notas y deleitarse con la melodía. Ni una sola vez se sintió confundido, no se perdió ni una nota.
Mucho después de que el concierto hubiera terminado, podía silbar el tema principal y recordar el sonido dulce y sensual de la orquesta y las delicadas y desgarradoras notas que salían del violín de Isaac Stern.
Pero esta experiencia creó en él un deseo que envenenó su vida. En los días que siguieron al concierto, el mundo que lo rodeaba le resultaba más insoportable que nunca. Sin embargo, no dejó que nadie lo supiera. Lo mantuvo oculto en su interior, del mismo modo que mantenía en secreto lo que aprendía en la biblioteca. Temía convertirse en un esnob y era consciente de la aversión que podía llegar a sentir por aquellos a quienes amaba si dejaba que esta sensación creciera en él.
Michael no soportaba la idea de no querer a su familia. No soportaba sentirse avergonzado de ellos. No soportaba la mezquindad e ingratitud de semejantes sentimientos.
Podía detestar a los vecinos —ahí no había problema—, pero tenía que amar y ser fiel a los que vivían bajo su mismo techo, estar en armonía con ellos.
Y también estaba su padre, el bombero, el héroe. ¿Cómo no iba a querer a un hombre así? Michael iba a verlo a menudo al cuartel de Washington Avenue. Se sentaba allí, como uno más, y se moría por ir en el camión rojo cada vez que sonaba la alarma, pero se lo tenían prohibido. Le encantaba ver el camión que salía disparado, oír las sirenas y las campanas. En aquel momento no le importaba su miedo ante la posibilidad de que algún día tuviera que ser bombero. Simplemente un bombero, que vivía en una cabaña.
Cómo se las arreglaba su madre para querer a esta gente era algo que Michael no terminaba de entender. Él trataba de compensar día a día su silenciosa infelicidad, era su único y más íntimo amigo. Pero nada podía salvarla y él lo sabía. Era un alma perdida en el Canal Irlandés, una mujer que hablaba y vestía mejor que los que la rodeaban, que rogaba todos los días para que la dejaran volver a trabajar de empleada de unos grandes almacenes y que invariablemente le contestaban que no, una persona que vivía para leer sus novelas en rústica por la noche —libros de John Dickson Carr, Daphne Du Maurier y Frances Parkinson Keyes—, sentada en el sofá de la sala, cuando todos dormían, vestida sólo con unas enaguas, por el calor, mientras bebía vino, despacio, directamente de una botella envuelta en papel marrón.
—Señorita San Francisco —la reprendía el padre de Michael—, ¿te das cuenta de que mi madre lo hace todo? —Y las pocas veces que ella bebía demasiado y tenía la voz pastosa, la miraba fijamente, con total desprecio. Pero nunca le decía que no bebiera, después de todo pocas veces se ponía así. Era la idea lo que le molestaba, una mujer sentada, que bebía toda la noche de la botella como un hombre. Michael sabía que eso era lo que pensaba su padre aunque no se lo hubiera dicho nadie.
Tal vez su padre tuviera miedo de que ella lo abandonara si él trataba de controlarla. Estaba orgulloso de su belleza, de su esbelta figura y de la forma tan bonita de hablar que tenía. De vez en cuando hasta le compraba vino, botellas de oporto o de jerez que él personalmente detestaba.
—Cosas dulces y pegajosas para mujeres —le decía a Michael. Pero también era lo que bebían los alcohólicos y él lo sabía.
¿Odiaba su madre a su padre? Michael nunca lo supo con certeza. En algún momento de su infancia se enteró de que su madre era ocho años mayor que su padre, pero la diferencia no se notaba. Su padre era un hombre guapo, o por lo menos ella así lo consideraba. La mayoría de las veces era amable con su marido, aunque también solía serlo con todos. Pero por nada en el mundo volvería a quedarse embarazada, decía con frecuencia, y había discusiones, horribles discusiones ahogadas tras la única puerta cerrada de la casa, la puerta del dormitorio trasero.
Tras la muerte de su madre, su tía le había contado una historia sobre su padre y su madre, pero Michael nunca supo si era verdad. Se habían enamorado al final de la guerra, en San Francisco, pues su padre estaba enrolado en la marina y con aquel uniforme era tan guapo y tenía tanto encanto que volvía locas a las chicas.
—Se parecía a ti, Mike —decía su tía, años más tarde—. Cabello negro, ojos azules y esos brazos robustos, igual que tú. ¿Y recuerdas la voz que tenía? Profunda y suave, hermosa, incluso con ese acento del Canal Irlandés.
Así pues, la madre de Michael se había prendado por completo de él. Cuando su padre volvió a embarcarse, le escribió cartas hermosas, poéticas, en las que la cortejaba y con las que cautivó su corazón. Pero no las había escrito él, sino un buen amigo, un compañero de servicio, un hombre culto que iba en el mismo barco y que había llenado páginas enteras con metáforas y citas de libros. Su madre nunca lo supo.
En realidad, la madre de Michael se había enamorado de aquellas cartas, y cuando descubrió que estaba embarazada de Michael, partió rumbo al sur confiada en las cartas. La bondadosa familia la recibió de inmediato y prepararon la boda en la iglesia de St. Alphonsus en cuanto su padre consiguió un permiso.
Qué duro habría sido para su madre encontrarse con la callejuela sin árboles, la diminuta casa con todas las habitaciones comunicadas entre sí y la suegra, que para atender a los hombres nunca se sentaba durante la cena.
La tía le contó que cuando él era pequeño, su padre le confesó a su madre la historia de las cartas, y que ella se enfureció hasta el punto de desear matarlo. Luego quemó las cartas en el patio trasero. Más adelante se calmó y trató de sacar adelante su matrimonio. Tenía un hijo pequeño y más de treinta años. Sus padres habían muerto; sólo tenía una hermana y un hermano en San Francisco y la única opción era quedarse con el padre de su hijo; además, los Curry no eran mala gente.
Quería mucho a su suegra por haberla aceptado cuando estaba encinta. Y Michael sabía que eso era cierto —el gran cariño entre ambas mujeres— porque había sido su madre quien había cuidado de la anciana enferma hasta el último día.
Los abuelos de Michael murieron el mismo año en que él empezó el instituto, la abuela en primavera y el abuelo dos meses después. Y aunque se le habían muerto muchos tíos y tías, éstos eran los primeros funerales a los que asistía y quedaron grabados en su memoria para siempre.
Fue algo absolutamente deslumbrador, con todos aquellos elementos refinados que Michael tanto apreciaba. En realidad, lo impresionó profundamente que todo el mobiliario de Lonigan e hijos, el salón de la funeraria, los coches de lujo con el tapizado de terciopelo gris y hasta las flores y los hombres perfectamente vestidos que llevaban el ataúd, parecieran tan relacionados con la atmósfera de las elegantes películas que Michael admiraba. Había hombres y mujeres que hablaban con elegancia, alfombras mullidas y muebles labrados, colores y texturas ricos, perfume de lirios y rosas, gente que moderaba su rudeza natural y sus modales bruscos.
Era como si al morir se entrara en el mundo de Rebeca, Las zapatillas rojas o Canción inolvidable. Antes del entierro, durante un día o dos, pudo gozar de cosas hermosas.
Era una relación que lo intrigó durante horas. La segunda vez que vio La novia de Frankenstein en el H