El barrio de la playa

Begoña García Carteron

Fragmento

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Créditos

Título original: El barri del sorral

Traducción: Begoña García Carteron

1.ª edición: enero 2014

© Begoña García Carteron, 2014

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 27.472-2013

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-673-1

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

SABINA

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

GINEBRA

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

ELVIRA

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

JOAN

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

GUILLERMINA

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

MICAELA

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Agradecimientos

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Dedicatoria

A mi madre Sara y a mi tía Adela, las mujeres más fuertes y trabajadoras que he conocido nunca y que más cosas me han enseñado en la vida. A mi padre Santiago, a quien perdí de pequeña y a quien siempre echaré de menos. A mis abuelos Ramón y Manuel, a los que me hubiese gustado conocer más. A la memoria de Manuel Lagares, mi tío. A Samuel, Carmen, Santi y Marta, mis pilares. A Stef, Lua y Nico, mis amores.

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SABINA

SABINA

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Capítulo 1

1

Al romper el alba, Sabina se levantó del jergón que compartía con su hija y su nieta y abrió la puerta de la barraca. Una cálida ráfaga de viento de poniente le hinchó la camisola, anunciando que aquel día tampoco llovería. Pisó la tierra húmeda con los pies descalzos, se llevó una mano a la frente y escrutó el horizonte. Ante ella, el mar se veía tranquilo y el paisaje comenzaba a perfilarse bajo los primeros resplandores del sol. Miró alrededor para comprobar que no hubiese ninguna amenaza al acecho, pero todo parecía en calma. En el agua los pescadores volvían con las barcas a la playa, y detrás de ella el arenal donde vivía comenzaba a despertar con los sonidos cotidianos de cada mañana.

Mientras contemplaba con las primeras luces del día aquellas casas hechas de madera, barro, cañas y fragmentos de tapias, que habían crecido las unas junto a las otras sin orden ni concierto, Sabina respiró hondo, pero no notó ningún aroma. A pocos metros de la barraca donde vivía había otras ocupadas por pescadores, con el pescado y las redes secándose en la puerta, y más allá, junto al Rec Comtal, el canal de riego, las de algunos curtidores y cordeleros, rodeadas de cuero adobado, lino y esparto, que emanaban un tufo insalubre. Pero ella, como la mayoría de la gente que vivía en aquella playa, no lo notaba. El único olor que despertaba sus sentidos atrofiados era el del agua salada crepitando los días de tormenta, que le advertía que tenía que salir corriendo con su familia antes de que una ola se los llevara a todos. De hecho, eso les había pasado hacía poco, en otoño, la fatídica noche en que una tormenta había acabado con la barraca donde vivía con su hija, y en el mar con su yerno y sus dos nietos mayores, que habían salido a pescar. Desde entonces vivía acogida por Bruna, la cuñada de su hija, que también quedó viuda esa misma noche, la noche en que aquella tormenta había dejado viudas a más de la mitad de las mujeres del barrio de la playa y huérfanos a un gran número de niños.

No había vuelto a llover en todo el invierno, y aunque el agua era necesaria para todos, agradeció aquel viento seco que auguraba un día despejado. En lugar de saciar la sed, en aquella casa lo que se necesitaba por encima de todo era saciar el hambre, y ese día ella y las mujeres de su familia podrían ganar dinero para comprar comida. Ese pensamiento le iluminó la cara.

Volvió a entrar en la barraca de madera, dando unos golpecitos en la pared para despertar a los demás, pero dentro las otras mujeres ya se habían levantado y vestido, y ella tuvo que apresurarse. Detrás de la cortina que dividía la barraca en dos partes apareció Bruna, acompañada de Elvira, su hija mayor. Los otros dos hijos de Bruna, chavalines aún, dormían en el cobertizo que había fuera, y madre e hija salieron a despertarlos y despedirse de ellos antes de marchar a la ciudad.

Sabina aceptó el trozo de pan húmedo que le ofreció su hija Guillermina, dio un bocado para no salir de casa con el estómago vacío y le ofreció el resto a Micaela, la única nieta que le quedaba, que aún era pequeña y necesitaba crecer. Mientras masticaba aquel pan pastoso se puso la falda, el jubón y un delantal limpio, se cubrió con la mantilla negra, se llevó el cesto de mimbre a la cabeza y se preparó para marchar. El sol ya había salido.

Con las alpargatas en la mano, comenzó a caminar por la orilla del agua, del brazo de Guillermina, y con Bruna, Elvira y la pequeña Micaela detrás. Aquel arenal de sombras oscuras se extendía más allá de donde antiguamente había estado la isla de Maians, en un terreno ganado al mar. Se había formado a partir de los escombros lanzados a la playa y de los sedimentos que el río Besós había ido depositando junto al puerto de Barcelona, y cuando llovía se convertía en un auténtico barrizal. Sabina vivía allí desde hacía casi treinta y seis años, desde poco después del fin de la guerra de Sucesión, en 1714, cuando aquel paraje inhóspito fuera de la ciudad amurallada se había convertido en un barrio de barracas que crecía a diario. Primero hubo una fila de barracas a cada lado de la desembocadura del Rec Comtal, después una segunda y una tercera, y así, poco a poco, a lo largo de los años transcurridos desde entonces, aquel precario asentamiento había crecido hasta convertirse en un pequeño poblado denominado Arenal de la Marina.

Cruzó el Rec Comtal colocando los pies de piedra en piedra, aunque el canal estaba casi seco, y se adentró en el otro lado del arenal apretando el paso, avanzando por delante de las barracas de los pescadores hasta llegar a las de los marineros. Allí las esperaba un nutrido grupo de mujeres para emprender el camino diario a la ciudad.

Salían todas juntas cada mañana, una treintena de mujeres vestidas con indumentarias sencillas y delantales de cáñamo, las más viejas tocadas con mantillas negras y las jóvenes con redecillas que recogían sus largas melenas, todas ellas cargadas con grandes cestos en la cabeza. Muchas, las que más, llevaban el cesto lleno del pescado capturado por sus maridos, e iban a la ciudad a venderlo. Otras, las que menos, lo llevaban vacío e iban a ver si encontraban algún trabajillo que les proporcionara algunos sueldos para poder comprar pan y otros alimentos con los que llenar el cesto y abastecer su hogar. Sabina normalmente pertenecía a este último grupo, pero aquel día era diferente. Aquel día llevaba el cesto lleno de trapos, cepillos y otros útiles de limpieza, y estaba dispuesta a comenzar un trabajo que la mantendría ocupada a lo largo de toda una semana.

El día anterior había tenido la suerte de ir a pedir caridad a la iglesia de Santa María del Mar en el preciso momento en que el marqués de la Mina, capitán general de Cataluña y gobernador de Barcelona, salía de confesarse. El padre Manel, uno de los capellanes de aquella parroquia, era un buen hombre que ayudaba siempre que podía a las mujeres del Arenal de la Marina, y la recomendó ante el marqués como una buena trabajadora para hacer labores de limpieza. Y aquel militar cargado de insignias y vestido con las ropas más ricas que Sabina había visto nunca, le ordenó formar una cuadrilla de una docena de mujeres fuertes para comenzar a trabajar al día siguiente.

Así, la suerte se hizo extensiva a otras once mujeres del barrio de la playa. Además de Guillermina, Bruna, Elvira y ella misma, en la cuadrilla estaba Ponça, la mujer de un pescador que había quedado lisiado y ya no podía trabajar, también María, viuda y cargada de criaturas, Güelfa y Foix, mujeres de pescadores borrachos que casi nunca tenían pescado para vender, y por último Empar, casada con un calafate torpe, y sus tres hijas, Josefa, Remei e Hilaria, en edad de merecer. Todas, al saber que les darían a cada una tres sueldos por día, habían saltado de alegría. No era fácil que las mujeres ganasen tanto dinero por sí mismas, y mucho menos las mujeres del arenal, y todas estaban dispuestas a trabajar con gran entusiasmo.

Sabina también estaba entusiasmada. Dejó pasar delante el grupo de muchachas jóvenes, que emprendieron camino cantando las canciones de siempre, primero entre barracas y después muelle arriba. Ella, en cambio, en lugar de cantar sólo vigilaba los alrededores para prevenir posibles peligros. A aquellas horas el muelle ya estaba lleno de gente, como la mayoría de días. En el mar vio barcos que se preparaban para hacer las complicadas maniobras de entrada en el puerto de Barcelona, una tarea que les podía llevar gran parte de la mañana. Algunos marineros ya tocaban tierra con las barcas, cargados con sacos de comida o barriles de bebida. Los estibadores arrastraban cajas con herramientas y se preparaban para recibirlos y descargar las mercancías que trajesen. Y los arrieros esperaban para cargarlas en sus carros y emprender camino a la ciudad. No había nada que pudiera presagiar ninguna fatalidad.

Al pasar cerca del matadero, las mujeres se taparon las narices y rieron como niñas por la peste que emanaba de aquel lugar, y Sabina también rio, contagiada por la alegría juvenil. Pero al llegar a los pies del portal del Mar guardó silencio e hizo callar a las otras con un gesto autoritario. Atravesar el portal del Mar nunca era un trámite rápido, porque era el único acceso a la ciudad que había desde el puerto, el matadero y el arenal, y a aquellas horas estaba repleto de carros de carniceros que entraban y salían con carne para sacrificar o vender.

Tampoco era un trámite agradable. Colgando de las torres del portal había cabezas, pies, manos y otras partes de los condenados a muerte, en advertencia a los que querían entrar de que en aquella ciudad se impartía justicia. Una justicia no siempre justa, pero justicia al fin y al cabo. Y, además, numerosos soldados vigilaban el entorno. Por un lado, las murallas se extendían a ras de mar hasta casi la falda de Montjuïc, y por el otro se confundían con los límites exteriores del edificio pentagonal de la Ciudadela militar, y con el fuerte de Don Carlos, que salía como un brazo de aquella fortaleza, extendiéndose hasta el mar, y cerraba la playa por la parte noreste. Y a lo largo de aquel extenso lienzo de piedra había soldados fusil en mano.

Sabina nunca lo reconocía, pero los soldados le daban mucho miedo, y aunque lo hacía a diario, atravesar aquel portal de buena mañana le resultaba la parte más dura del día. Y aquel día, por contenta que estuviese, no fue una excepción. Se sacudió la arena de los pies, se calzó las alpargatas y se dejó llevar por la aglomeración de gente. Cuando por fin superó el arco del portal, un soldado le cerró el paso a Elvira y le dio una palmada en el trasero. La muchacha no dijo nada y continuó caminando, pero a Sabina aquella palmada le dolió como una bofetada en la cara, y le despertó un recuerdo antiguo que a menudo revivía ante los oficiales más jóvenes y fuertes.

Pero ese día no quería pensar más. Estaba decidida a afrontar el trabajo que le habían encargado con el mejor ánimo posible, y tomó rápidamente camino hacia la plaza del Born, con el resto de mujeres detrás.

Las habían convocado en la puerta principal de la iglesia de Santa María del Mar, desde donde el propio padre Manel las acompañaría al lugar donde se tenía que llevar a cabo el trabajo. Al pasar por delante del Fossar de les Moreres, el antiguo cementerio de aquella parroquia, Sabina, como hacía siempre, se llevó los dedos a la frente y al pecho, a los hombros y los labios, haciendo la señal de la cruz en recuerdo de su padre y su hermano, muertos en la guerra cuando ella era pequeña y allí enterrados. La mayoría de mujeres que pasaban por allí, pero también muchos hombres, hacían lo mismo. Aunque hacía muchos años que aquel cementerio ya no se utilizaba, allí se había dado sepultura a todos los caídos en las batallas de agosto y septiembre de 1714, las que habían puesto punto y final a una guerra muy larga en la que habían muerto casi todos los hombres de aquel barrio. Todo el mundo en aquella parte de la ciudad tenía algún familiar allí enterrado, ya fuese un padre, un abuelo, un hermano o incluso, las mujeres más mayores, un hijo.

Pero ahora tenían prisa y ninguna de ellas se paró a rezar, como hacían a menudo. Sabina las hizo apresurarse y avanzar rápidamente por debajo del puente que pasaba por encima del cementerio y que unía la iglesia con el Palacio Real, mientras el resto de mujeres de la playa se iba instalando aquí y allí con sus cestos, para vender el pescado al grito de «¡sardinas frescas!». Había que alzar mucho la voz para hacerse oír entre el griterío de la gente que utilizaba aquella zona de la ciudad como mercado improvisado para comprar y vender todo tipo de mercancías.

Cuando por fin llegaron a la puerta de la iglesia, Sabina vio a un monaguillo que las esperaba impaciente. Enseguida salió de dentro el padre Manel, que las miró una por una de arriba abajo. Hizo un gesto de aprobación, pero al ver a la pequeña Micaela negó con la mano.

—La niña no puede venir —dijo en catalán, el idioma que hablaban ellas.

—Se lo ruego, reverendo señor. —Sabina se arrodilló ante él y suplicó—. Es mi nieta y no queremos que se quede sola en la calle. Usted sabe que es peligroso.

—El marqués dijo doce mujeres fuertes, y esta niña no tiene ni diez años.

—Aunque es pequeña y delgada tiene fuerza en los brazos y nos ayudará a llevar agua. No estorbará, se lo aseguro.

—Pero no tendrá derecho a ningún sueldo —sentenció él.

Sabina se apresuró a besarle los pies, pero el padre Manel emprendió camino acompañado del monaguillo. Ella, con la ayuda de Guillermina y Bruna, se levantó del suelo lo más rápido que pudo. No quería que el capellán se diera cuenta de que ya no era tan fuerte como en otros tiempos. Estaba a punto de cumplir cincuenta años y cada día le dolían más las piernas, hinchadas y debilitadas por el reuma y la humedad. Pero ella no era de las que se dejaban vencer por los dolores, y haciendo un esfuerzo avanzó rápidamente. Se puso al frente del grupo de mujeres, justo detrás del padre Manel, que desandaba el camino por el que ellas acababan de venir.

Al pasar bajo el puente junto al Fossar de les Moreres, el capellán se santiguó y varias personas lo rodearon pidiéndole a gritos su bendición. Pero él siguió caminando sin pararse, con el monaguillo delante abriéndole el paso y con Sabina y el resto de mujeres detrás, que le seguían en silencio con sus cestos en la cabeza, sin saber adónde iban. Accedieron a la plaza del Born, la antigua plaza Mayor, que había quedado relegada y mutilada después de la guerra, la atravesaron entera hasta el final y se dispusieron a cruzar el Rec Comtal.

El corazón de Sabina se aceleró, y no sólo por el cansancio de la caminata. Aquel caudal de agua que en la playa estaba poblado de barracas a cada lado, dentro de la ciudad amurallada marcaba una clara frontera entre los ciudadanos y los militares. Allí delante se extendía una enorme y maldita Explanada, la que precedía a la Ciudadela que controlaba a los barceloneses desde 1717, repleta de cañones apuntando hacia la ciudad. Era un descampado inquietante, sin un mal árbol y con la única sombra del enorme catafalco de madera en que se había llevado a cabo la ejecución de tantos, tantísimos, ciudadanos.

Aunque la Explanada era omnipresente en aquel lado de la ciudad, e incluso había unos lavaderos donde iban muchas mujeres a lavar, ella se había jurado no pisarla jamás, y a lo largo de todos aquellos años lo había conseguido. Tampoco había ido nunca a ver ninguna de aquellas malditas ejecuciones, como hacían las masas de gente poseídas por el espectáculo de la sangre, y mucho menos a presenciar un desfile militar. Su corazón siempre le había dicho que aquél no era un terreno para pisar. Pero aquel día, detrás del padre Manel, la estaba cruzando sin detenerse en dirección al baluarte de Don Fernando, donde se abría el puente de acceso al interior de la fortaleza.

Por un momento, ante sus ojos, se alzaron edificios, plazas y calles, y su mente se llenó del recuerdo de lo que había sido el barrio de su infancia, el barrio de la Ribera, un barrio muy vivo, de artesanos, marineros y pescadores. Allí se encontraban los orígenes de la mayoría de vecinos del Arenal de la Marina, que lo habían perdido todo bajo las bombas y que no tuvieron ni siquiera la posibilidad de volver a levantar sus casas devastadas, porque las tropas borbónicas los habían echado a patadas para construir allí la Ciudadela y aquella maldita Explanada. Más de diez mil vecinos expulsados y más de mil quinientas casas destruidas, y tantas vidas destrozadas.

Una rabia antigua resurgió en su interior, y tuvo que apretar puños y dientes para contenerse. No se podía permitir el lujo de gritar y llorar, arriesgándose a perder el trabajo. Tres sueldos diarios eran mucho dinero. Humillada en su propio pensamiento, alzó la cabeza para suplicar al cielo y sus ojos se encontraron con los del capellán.

—El trabajo que tenéis que hacer es sencillo y agradecido —le dijo el padre Manel—. Se trata de limpiar sobre limpio.

—Dios le guarde —contestó Sabina, bajando de nuevo la cabeza. Pero aquel hombre, hasta el momento silencioso, continuó hablando como si nunca hubiera sucedido nada.

—Tendréis que acondicionar uno de los pabellones de un cuartel. Está recién construido y los soldados son grandes trabajadores, así que no creo que os dé demasiado trabajo.

—Alabado sea Dios —canturreó ella en su catalán cotidiano, con un suspiro, sin dejar de caminar y mirar al suelo. Había aprendido a resignarse, como todo el mundo en aquella ciudad, a contener la rabia y aplacar las lágrimas rezando, pero eso no quitaba el dolor del recuerdo.

—Alabado sea Dios —contestó el padre Manel en castellano, alzando la mirada y la voz hacia todas las mujeres. Probablemente era su manera de hacerles recordar que estaba absolutamente prohibido hablar en catalán.

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Capítulo 2

2

En el baluarte había una garita de vigilancia. El padre Manel sacó un documento de la sotana y se lo entregó a uno de los soldados.

—Son las mujeres de la cuadrilla de limpieza que el señor marqués ha ordenado formar —dijo—. A partir de hoy vendrán cada mañana durante una semana.

El soldado abrió el paso, casi sin mirar a las mujeres, y Sabina comenzó a cruzar el puente levadizo, detrás del padre Manel, observando aquel enorme foso que rodeaba la fortaleza. Aunque había desaparecido cualquier referencia del barrio que había existido allí, e incluso se había desviado el curso del Rec Comtal, dentro de la Ciudadela se había conservado la torre de Sant Joan, el antiguo campanario del convento de Santa Clara, que se alzaba por encima de las murallas indicando su posición. Una posición que le hizo entender que justamente allí, en algún lugar bajo aquel foso, había estado su casa.

La calle donde se encontraba la casa de sus padres, y donde ella había nacido el año 1701, se llamaba calle de Bell-lloc. Y así era como Sabina la recordaba, como un bello lugar perdido, el lugar más bello donde había vivido nunca. No era que la casa fuese especialmente bonita, ni sus pertenencias demasiado lujosas, pero todos comían bien, dormían en camas de madera con colchón de lana y reinaba la alegría.

Sabina siempre recordaba con añoranza aquella cama donde durmió sus primeros trece años de vida. Desde que la había perdido, nunca había vuelto a descansar bien. Fue hecha por su padre, uno de los muchos carpinteros que había en el barrio. Tenía el taller en la planta baja de la casa, donde hacía mesas y bancos para las tabernas, que se rompían a menudo por las peleas cotidianas de los hombres. Siempre tenía mucho trabajo y en casa nunca faltaban alimentos ni sueldos para comprar ropa o zapatos. La madre de Sabina trabajaba tanto o más que el padre en la carpintería, ejerciendo el oficio igual que cualquier hombre, sobre todo cuando estalló la guerra, porque entonces él casi nunca estaba.

Como la mayoría de hombres del barrio, el padre de Sabina formaba parte de la Coronela, el ejército civil que defendía Barcelona. Durante los trece meses que había durado el sitio de la ciudad, entre 1713 y 1714, todo el mundo se sentía hermanado y con fuerzas para resistir al enemigo. Las murallas habían defendido muy bien a los ciudadanos, y su barrio se había convertido en un emblema de la resistencia, pero un día las tornas cambiaron. Hasta entonces las batallas más duras habían tenido lugar en la parte sur de las murallas, mas las tropas enemigas decidieron cambiar de estrategia y atacaron la ciudad por la parte noreste, por el baluarte de Santa Clara que marcaba el límite del barrio de la Ribera. Su padre se fue con su hermano mayor a la batalla, cargado con su carabina. En la carpintería, bajo el mostrador, guardaba un arcabuz, y había enseñado a su madre a utilizarlo, pero ella no tuvo tiempo de hacerlo, porque una bomba cayó sobre la casa y se la llevó junto con el hermano pequeño de Sabina, que lo vio todo desde la calle. Aquella terrorífica imagen de los enemigos entrando en la ciudad por el baluarte de Santa Clara, y arrasando con todo lo que se encontraban al paso, todavía la despertaba por las noches y la hacía gritar de miedo.

Los soldados borbónicos no tardaron en hacerse los amos de todo, y decidieron instalarse allí precisamente, en aquella parte estratégica por donde habían entrado a la ciudad proclamándose vencedores y desde donde podían someter a los rebeldes. Los pocos vecinos que quedaron con vida, casi todos heridos, se vieron todavía más humillados, ya que fueron obligados a derribar lo poco que quedaba de sus casas con sus propias manos para construir la Ciudadela. Y ahora ella, detrás de los pasos de un capellán, se estaba adentrando en aquella fortaleza que vigilaba y reprimía a los ciudadanos desde hacía tantos años. Nunca se hubiera imaginado que algún día ella entraría allí dentro, nunca se le hubiera pasado por la cabeza, porque siempre había creído que aquel lugar era infranqueable. Y en cambio allí estaba, seguida de su hija, de su nieta y de toda una cuadrilla de vecinas, caminando en fila entre los soldados como si también formasen parte de aquel ejército.

Al llegar al cuerpo de guardia, el padre Manel volvió a enseñar el documento al grupo de soldados que allí había. Dos de ellos les indicaron que los siguiesen, los hicieron pasar a un recinto descubierto y los condujeron hacia el interior de la fortaleza enemiga. Sabina, triste y cansada, no se atrevía a alzar los ojos del suelo y caminaba en silencio detrás del capellán, arrastrando las piernas cada vez más. La voz grave del padre Manel la espantó.

—Ten —le dijo, dándole el documento que había enseñado a los soldados, sin pararse y sin apenas mirarla—. Lo necesitaréis para salir por la tarde y para volver a entrar cada mañana. Procurad llegar bien temprano, porque hoy se ha hecho muy tarde. Acaban de tocar las ocho.

Sabina guardó el documento en el bolsillo de la falda, bajo el delantal, mientras continuaba caminando detrás de él sin pararse siquiera para tomar aire, aunque estaba a punto de ahogarse. Tosió y se abanicó con la mano, y al levantar la cabeza para respirar hondo vio ante sí una imagen terrorífica. Allí se alzaba como un campanario la torre de Sant Joan, todo lo que quedaba del antiguo convento de Santa Clara, la única superviviente de aquel barrio devastado, transformada en símbolo de la derrota y convertida en los calabozos más temidos de toda Cataluña. Allí los guerrilleros antifelipistas habían sufrido torturas inhumanas durante muchos años, incluso después de la llegada al trono de España de Fernando VI y de la sumisión definitiva de la ciudad. Y de allí salían voces y gritos angustiados que indicaban que quienes seguían dentro no lo estaban pasando nada bien.

El padre Manel apretó el paso detrás de los soldados, pero al llegar a la plaza de Armas tuvo que pararse y les pidió permiso para descansar. Los soldados accedieron, y con el capellán descansó todo el grupo. Por primera vez en todo aquel largo trayecto, Sabina miró a las mujeres que iban detrás de ella. A Elvira y las tres hijas de Empar, las más jóvenes del grupo, así como a la pequeña Micaela, se las veía tranquilas, e incluso charlaban entre ellas al oído y reían. Ninguna parecía alterada por estar allí dentro. Guillermina, Bruna y María, mujeres maduras pero aún jóvenes, adoptaban la pose propia de las criadas, aunque parecían incómodas y se mantenían firmes, serias y con la vista fija en algún lugar indefinido. En cambio, las más mayores estaban cabizbajas, con la mirada clavada en el suelo, y se las veía sumidas en la misma inquietud que atravesaba el alma de Sabina. Güelfa, Foix y Empar, que superaban de largo los cuarenta años, y Ponça, que debía tener más o menos la misma edad que ella, unos cincuenta; todas habían nacido en aquel barrio de la Ribera desaparecido bajo el embate de aquel ejército al que ahora tenían que servir.

—Vamos —dijo el capellán.

Los soldados retomaron el camino, y detrás de ellos todo el grupo avanzó por en medio de la gran plaza de Armas, entre un hervidero de hombres uniformados, carros y caballos. Ya hacía muchos años que se había construido aquella Ciudadela, pero allí dentro todavía había numerosos edificios en obras. Pasaron por delante de una gran casa provista de ventanales que unos hombres estaban acabando de pintar de rojo oscuro, y continuaron en dirección a una iglesia del mismo color. Al contrario que todas las iglesias que había visto hasta entonces, aquélla tenía el campanario adosado al ábside. Los soldados que guiaban el grupo les ordenaron parar y esperar un momento, mientras uno de ellos entraba por la gran puerta de madera labrada.

«Qué iglesia tan horrible», pensó Sabina, llevándose los dedos a la frente para trazar la señal de la cruz. Todas las mujeres detrás de ella, una por una, incluso las más jóvenes, se llevaron los dedos a la frente para persignarse también. Aquella iglesia roja y severa parecía intimidar incluso al capellán, que se arrodilló para rezar, imitado por el monaguillo. Sabina pensó que dentro de aquella fortaleza, el padre Manel se sentía casi tan incómodo como ella, pues se le veía abatido y sin saber muy bien qué hacer ni cómo comportarse.

Al cabo de unos minutos, el soldado salió de dentro, y detrás de él apareció un oficial menudo, viejo y cojo, muy engalanado. Se tapaba la nariz y la boca con un pañuelo blanco, que cogía con una mano en la que lucía un suntuoso anillo de piedras rojas. Se dirigió hacia el padre Manel, que continuaba arrodillado en el suelo, se apartó el pañuelo de la cara y, sin ayudarlo a levantarse ni darle la mano, se presentó como el capitán Díez de Montoya. El capellán casi no tuvo tiempo de estirar las piernas y sacudirs

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