Hotel Nirvana

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: marzo, 2017

Primera edición original publicada en 1999

De esta edición: © Herederos de Manuel Leguineche, 2017

© Ediciones B, S. A., 2017

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-673-6

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Contenido

Portadilla

Créditos

Prólogo

1. Estambul. Pera Palas

2. Camisa a cuadros y pañuelo al cuello

3. Habitación número 8

4. Atenas. Algo más que un hotel

5. Roma. Dolce vita

6. Venecia. Una caja de bombones de licor

7. Budapest. Cálidos baños

8. Yugoslavia. Licor de cerezas

9. Sarajevo. El Hotel Holiday Inn y los chalecos antibalas

10. Moscú. Marxismo y mafia

11. Leningrado. Poetas

12. Alemania. Chicas de cinco estrellas

13. Suiza. El reloj

14. Bruselas. Un decorado de ópera

15. Viena. El hotel de El tercer hombre

16. París. Los prisioneros del Ritz

17. El suicidio de un Rothschild

18. Biarritz. Eugenia de Montijo y Duralex

19. Mónaco. La tentación vive enfrente

20. Cannes. El bálsamo de la posguerra

21. Londres. Té y simipatía

22. La meca de la aristocracia

23. Madrid. Guerra civil, espías, tricornios

24. La condesa descalza

Índice de hoteles

Notas

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Prólogo

Prólogo

Fue un año en el que pasaron muchas cosas y cositas. Por eso al comienzo de aquel verano de 1963 no faltaron los temas de conversación a bordo del transbordador que nos llevaba hacia Inglaterra, hacia los blancos acantilados de Dover. El papa Juan XXIII acababa de fallecer y, antes de salir hacia mi primer trabajo como camarero en un hotel de Lincolnshire, aún me dio tiempo de redactar un artículo para mi periódico, El Norte de Castilla, sobre el bueno de Roncalli. Todavía coleaba la impresión del asesinato de Kennedy y del suicidio de Marilyn meses antes. Por delante me esperaban dos acontecimientos que hicieron temblar los pilares del viejo imperio: las secuelas del caso Profumo y el asalto al tren de Glasgow. En abril ejecutarán/asesinarán al dirigente comunista Julián Grimau, se anunciarán los planes de desarrollo, comenzarán las emisiones en Madrid de la serie televisiva Perry Mason. En Galicia estallaba el escándalo del alcohol metílico; se creaba en Madrid el Tribunal de Orden Público para juzgar delitos políticos; nacía Comisiones Obreras y moría la bailarina flamenca Carmen Amaya. Ese año también bautizan en la Zarzuela a Elena de Borbón Schleswig-Holstein y El Cordobés cobra ochenta mil pesetas por minuto en el ruedo.

En el papel que me entregaron en la oficina de viajes de la Universidad de Valladolid constaba que había sido contratado en Gran Bretaña como catering worker. Por mucho que indagué entre los amigos que conocían algo de inglés, por mucho que consulté diccionarios, nadie supo darme razón de mi destino, de lo que significaba catering worker. Cater, adelantó alguien, es servir comida. «Te veo de marmitón», añadió con recochineo. En el viaje en tren hacia la frontera francesa reinaron la concordia y el buen humor, y entre canciones regionales corrió una bota de vino tinto peleón traída por un recogedor de fresas natural de Tudela de Duero. Otros compañeros se dirigían a hoteles, restaurantes, hospitales para vivir Europa, para respirar y abrir horizontes, para un bautismo de amores, para ganar unas libras, pero sobre todo para aprender inglés, alemán o francés. En la frontera francesa españoles menos afortunados que nosotros pasaban aduana para dirigirse hacia Alemania, Suiza o los Países Bajos. Otra vez la España peregrina, la del pan llevar.

En el túnel olía a sudor. La taquillera de la estación de Hendaya, una mujer con aspecto de sufrir de ardor de estómago, nos trató como a perros, sobre todo a los que apenas si sabían hacia dónde se dirigían, a los que, atolondrados, tan solo acertaban a mascullar unas palabras con deje andaluz, manchego o extremeño. «No me racontes la tua vida», gritaba fuera de sí la empleada de los ferrocarriles franceses. Dicen que un francés es un italiano cabreado. De esa forma nos gritaba a los pobres españolitos que salíamos a la buena ventura, unos para ocupar el tiempo y el ocio de verano, otros para ganarse la vida en las fábricas de Fráncfort o Hamburgo. Mi francés, aprendido en la Universidad de Verano de Pau, en los Bajos Pirineos, me sirvió para poner a la gritona en su sitio. Cruzamos Francia admirados por el orden y la cuadriculada armonía de sus campos de labor. La travesía del canal fue bonancible, salvo el último tramo, en el que la mar se encabritó un poco. Algún compañero hubo que descargó el vino peleón en la taza del váter o en las bolsas reglamentarias. El titular del Times señaló un hecho como aquel con un texto triunfalista propio de la isla invicta y separada: «Tormenta en el canal de la Mancha. Aislado el continente.» La despedida fue breve y nerviosa, como casi todas, como los adioses de los marineros. Cada uno se dirigía hacia su tajo. Yo conocía algo de Europa, pero aquel era mi primer viaje a las islas. Tomé el tren de Peterborough y luego hice el transbordo hacia Stamford. Todo lo que sabía era que mi hotel, el George, estaba situado en la carretera hacia Edimburgo. Y allí estaba por fin al alcance de mi vista, una posada del siglo XVI y casa de postas de nobles piedras y profusión de flores en el que en otro tiempo se detenían las diligencias, descendían los agotados viajeros y abrevaban los caballos.

El pueblo, que no tendría más de doce o quince mil habitantes, me gustó desde el principio. Era uno de esos lugares apacibles, sin chimeneas industriales, de ritmo pausado salvo en la carretera general, situado junto a un río llamado Welland. Las calles olían a una gasolina distinta a la nuestra, más distinguida y perfumada, traída de las refinerías de algún puerto del imperio. Inglaterra olía muy diferente. El director, con aspecto de sir y un aire a David Niven, que explotaba con velada coquetería, hablaba francés. Fue amable conmigo, con el aspirante a periodista, el estudiante de Filosofía y Letras que llegaba para echar una mano en el comedor. El vestíbulo era limpio, señorial con sólidos muebles de roble, chimeneas y rincones acogedores, y un bar en el que parroquianos vestidos de caballistas consumían sus aperitivos antes de pasar al comedor. Era el sitio ideal para el arranque de una novela de Agatha Christie. Claro que doña Agatha se había hospedado allí, en una habitación que daba al jardín del monasterio. Pero ese espacio no era para los catering workers, los marmitones como yo. El director, creo que se llamaba mister Holland o algo por el estilo, era muy elegante, tanto que me recordaba la frase de Bertrand Russell sobre el primer ministro Anthony Eden, «no es un caballero, viste demasiado bien». Fue él quien me condujo hacia la cocina. Por fin descubrí que sería auxiliar de camarero, uno de los encargados de montar las mesas, llevar y traer bandejas de comida. Estaba dispuesto a seguir el consejo de Groucho Marx en Una noche en Casablanca: «Si un cliente pide un huevo cocido en dos minutos, sírvaselo en uno. Y si lo pide de un minuto, llévele la gallina.»

Por ser el primer día, el director me ahorró las fatigas del oficio, me presentó al maître, un español de pronunciada barriga y modales britanizados que me recibió con calculada sonrisa. Era mister Cuenca. «Dormirá usted en la casa de los empleados», me dijo en ese tono con el que los jefes marcan el sentido de la autoridad desde el primer minuto. Por lo menos hablaba español y no tenía aspecto de negrero. Un primer vistazo a la amplia cocina me puso al tanto de la sociología, babélica, internacional, que componía el servicio. Escuché idiomas de la Europa oriental. Pronto sabría que se trataba de polacos y húngaros escapados de las revoluciones fallidas de Varsovia o Budapest. El grueso del personal estaba formado por italianos del Mezzogiorno. Yo, que llegaba para aprender el inglés, terminé por aprender el dialecto de Calabria. De camino hacia la casa, Luis, un español de Segovia, camarero del George, me puso al tanto del paisaje y el paisanaje. Mister Cuenca era un poco severo, pero bueno en el fondo; los colegas trabajadores, ruidosos y cumplidores, la cocina de alta clase, la clientela variopinta. La clave estaba en las propinas, por lo que era aconsejable bajar la cerviz y pronunciar innumerables «Yes, Sir», «I beg your pardon». Por allí se dejaba ver, de vez en cuando, con atuendos hípicos, la princesa Ana de Inglaterra, aunque a mí no me tocó servirla. Tamaño honor les estaba reservado a los primeros espadas de mister Holland. El viaje hacia mi camastro me permitió descubrir la belleza del lugar, los sauces llorones derramados sobre la corriente, los cisnes bajo los puentes de piedra y hiedra, los venerables restos de alguna abadía benedictina.

Debuté con el desayuno. Me vestí la chaquetilla blanca, los pantalones oscuros, la pajarita negra y me puse al servicio del señor Cuenca. Así fue como atendí a las mesas dirigido por mi amigo Luis, el segoviano. Té, café, mermeladas, bollos, cruasanes, torteles de las más diversas clases, fueron depositados en las mesas con mejor o peor fortuna. «Has pasado el primer examen —me felicitó Luis, guiado por su buena voluntad—. Basta con que hagas lo que yo te diga.» De esta manera, sin contratiempos, entré en la cofradía del George. Después llegó la hora del almuerzo y más tarde la cena. La concurrida carretera vomitaba clientes de todas clases, turistas en sus autobuses, aristócratas vestidos como para la caza del zorro, caballeros solitarios que leían libros sobre la campaña de Napoleón en Egipto o novelas de Evelyn Waugh, el degustador de hoteles clásicos, el Shepheard’s de El Cairo, el Francia de Adís Abeba, Waugh arruinado en el Mena House... La cocina vibraba con un cafarnaum de voces, de órdenes, de comandas. Por encima de todos los ruidos dominaba el de los italianos, los pinches de cocina. Los cabreros de Sicilia o Calabria habían dejado atrás los rebaños, pero se comunicaban por medio de estridentes silbidos y voces guturales como las que se escuchan en las películas de la mafia. Un altavoz interior emitía música, de cuya programación se encargaba uno de los cocineros, un joven inglés llamado Allen, al que debo el descubrimiento de unos músicos melenudos venidos de los sótanos de Liverpool, que se hacían llamar Beatles. En realidad mi estancia en Stamford, que se prolongó durante varios meses, me permitió un baño de modernidad, de puesta al día en el terreno musical, sentimental y hasta gastronómico. El refinado Paul Morand, uno de los más entendidos en el arte de vivir, aseguraba que los ingleses saben convertir una cena en la ceremonia más aburrida e indigesta del mundo. En las horas libres salía con Luis o con Allen para comprar los periódicos, para zascandilear, para ir al cine o remar en las canoas del río como los chicos de Oxford o Cambridge. Los jóvenes de la localidad imitaban en su vestimenta, en las pelambreras y en sus gestos a los «escarabajos» y a los beatniks de San Francisco. Eran los hijos naturales de Rimbaud o Ginsberg y la Coca-Cola, primos de Gandhi y Buffalo Bill. Los había que miraban atrás con ira como en la obra teatral de John Osborne y aún mas agresivos vestidos con chaquetas de cuero y botas puntiagudas, los teddy boys. Para el escritor Kerouac, beat era una abreviatura de beatífico. Una generación batida, golpeada, que se rebelaba en Estados Unidos contra la tradicional escala de valores y el modo de vida norteamericano. Dos años después me los encontraría en la ruta de Katmandú, en Nepal, y se hacían llamar hippies.

Mi vida en la cocina y el comedor discurrió sin incidentes. La camaradería reinaba entre todas las razas europeas y si algún pollo caía de la bandeja mister Cuenca hacía la vista gorda y Luis tapaba el rastro con un golpe de aserrín. Montaba las mesas, tendía los manteles y me encargaba de la vajilla, la cristalería, la cubertería y los platillos del pan. A la izquierda la copa de agua, y a la derecha la del vino. A la izquierda los tenedores. Delante del plato la cuchara y el tenedor de postre. A la derecha del plato el cuchillo para la carne. Más a la derecha la pala del pescado, etcétera. A la hora de servir las mesas me mantenía a una prudente distancia armado de «I am sorrys». Con el paso del tiempo dominé la técnica, el servicio, el modo de escanciar el vino, aprendí a trinchar pollos y pavos, a retirar y adelantar las sillas para que se sentaran las damas, a quitar la espina a los diversos pescados. Fui feliz la primera noche en que Luis me permitió, sin que el señor Cuenca se percatara, servir el salmón y el steak tartar. La especialidad de la casa era el roast sirloin of beef. Con la llegada de los autobuses caían pollos fritos y otros platos menores, el menú turístico. Después movía el carrito de los postres y observaba cómo Cuenca, vestido de chaqué, prendía fuego a los soufflés, con placer de incendiario.

La señora Florence era una mujer vigorosa, madura, parlanchina y simpática. Una vez que se le cayó al noble suelo una espléndida merluza se agachó sin disimulo, la recogió con mimo, la puso al chorro del grifo, la limpió de cualquier adherencia, la dejó en el plato y se dirigió hacia la mesa que la tocaba, que era una del fondo. El sentido práctico de los ingleses.

El día en que se supo la noticia del robo del tren postal Londres-Glasgow, el Royal Mail de Su Graciosa Majestad, creo que fue la segunda semana de agosto, la señora Florence, mujer de lecturas policiacas y hábitos de investigación, entró en un agudo estado de excitación en la cocina. Fue un verano como para curarse el esplín. «Ha sido el robo del siglo. Dos cofres de diamantes y ciento veintiuna sacas. Dos millones y medio de libras», exclamó no sé aún si con admiración o con espanto. Unos cuatrocientos millones de pesetas de botín en quince minutos. Al día siguiente, Florence apareció con los diarios populares en la mano. Se los había leído todos. Pero hubo algo más. Esos días cada inglés de la campiña se dobló de Sherlock Holmes, incluida la buena de nuestra compañera. Al dirigirse hacia el George una furgoneta de Correos paró a su altura y el conductor le preguntó la forma de llegar a Cridon. Florence respondió que no tenía pérdida, que era la segunda curva a la derecha y luego todo recto. Nada más arrancar el vehículo le asaltó la duda. «Elemental, Mrs. Florence, ¿cómo puede una furgoneta de Correos ponerse en marcha sin conocer bien su destino?» Con la duda a cuestas se presentó en la comisaría para explicar lo que había ocurrido. ¿Serían los compinches de la banda del tren postal? No lo eran, pero la policía felicitó a la señora Florence por su celo y su espíritu ciudadano.

El robo del siglo dio mucho que hablar, como lo daría la fuga de la cárcel del ex carpintero Ronald Biggs que escapó a Brasil con parte del botín. El novelista Graham Greene, que aparecerá en varios episodios de este libro, escribió en el Daily Telegraph para escándalo de muchos de sus lectores: «Estas gentes [la banda de los quince], a las que una mayoría llama criminales, yo los llamaría, tal vez porque me gustan la acción y el misterio, aventureros de otros tiempos, perdidos en nuestro siglo.»

La alta sociedad y el establishment británicos no ganaron para sustos aquel verano del 63. En las mesas del George, en el bar, un hervidero de agentes, confidentes de Scotland Yard y curiosos, e imagino que hasta en las alcobas, no faltaron temas de conversación: el robo al tren, un golpe fabuloso y minuciosamente planeado sobre un puente a 50 kilómetros de Londres, y las secuelas del caso Profumo, otro golpe bajo esta vez en los restos de la sociedad victoriana. John Profumo, quinto barón de las Dos Sicilias, título oriundo de Cerdeña, ex alumno de Harrow, ex jugador de rugby, graduado en Oxford, ex ministro de la Guerra, ex miembro del gabinete privado de Su Graciosa Majestad, perdió ese verano su honor y el del Reino. Unía Profumo en su persona el encanto italiano y la desenvoltura británica. A los cuarenta y nueve años se cruzó por su camino una modelo y ex corista pelirroja y casquivana llamada Christine Keeler, de diecinueve años, y perdió la cabeza. Lo que en el continente hubiera sido un melodrama sin mayor trascendencia, en las islas se transformó en un drama shakespeariano. La señora Florence venía al desayuno con su fajo de periódicos cargados de nuevas revelaciones. Uno de los íntimos amigos de Christine se llamaba Ivánov y era capitán agregado naval de la Embajada de la URSS en Londres. Parece que solo intercambiaron sudores, humores y salivas, pero los ingleses adoran los casos de espionaje. De las informaciones publicadas se desprendía que el ministro de la Guerra y el agregado naval habían sido amantes de la modelo al mismo tiempo. El caso dio lugar a varios procesos, a suicidios y dimisiones. Lo bastante para alimentar charlas de mesa y sobremesa en nuestro hotel, por mucho que los ingleses sean expertos en ocultar sus emociones.

John Denis Profumo, el galantoumo, perdonado por su mujer, la actriz Valerie Hobson, salió de la escena política y social, contrito y confeso, tras entonar el mea culpa ante el Parlamento, para dedicarse a labores de caridad. El Hotel Clivedon pasó a la historia una vez más. En él se hospedaron, entre otros, lord Mountbatten o Lawrence de Arabia, fue uno de los nidos de amor de Profumo y la Keeler. Un lugar de ensueño junto al Támesis, lleno de lujo y romanticismo. El ex ministro sabía elegir sus amantes y sus picaderos. Cada una de las 32 habitaciones del Clivedon exhibe el nombre de sus ilustres huéspedes. Christine, la de ojos negros y boca palpitante, que a los dieciocho años era ya dueña de un Jaguar descapotable, abrigo de visón y diadema de diamantes, no tiene derecho al nombre, pero camino de los servicios, cuenta Julio Feo, puede verse un retrato al pastel de la rubia modelo dibujado por su ex amante el «doctor» Ward, que tuvo como clientes a Churchill y a Elizabeth Taylor y pintó a la princesa Margarita y al príncipe Felipe, entre otras luminarias. Tras pasar por los tribunales y por la cárcel, Ward, vivo retrato del Dorian Gray de Oscar Wilde, aunque proxeneta más que homosexual, falso doctor y tratante de jovencitas, se ofreció como chivo expiatorio del escándalo. El turbio personaje del «London la nuit» se tomó un tubo de barbitúricos y su agonía duró 76 interminables horas. La puritana Inglaterra tenía ya en el ataúd a la víctima propiciatoria. Christine Keeler se refugió en Benidorm y al teórico espía ruso Ivánov se lo tragó la tierra.

Del caso se habló con pasión contenida en mi pub favorito, La Zorra y las Uvas, situado en la parte trasera del hotel. Tras servir la cena y antes de acostarnos, los amigos nos reuníamos allí para tomarnos unas pintas de cerveza. Era para mí el mejor momento del día, junto con los manjares que me reservaba Allen, el cocinero, a la hora del almuerzo. Como las cervezas, rubias o negras, tiradas con mano maestra por Elizabeth, me elevaran la tensión arterial, me ponía a cantar Granada y La copla de la Dolores, lo que me valió un gran éxito de crítica y público. Las viejecitas que frecuentaban el local, surgidas de una película de Mackendrick, se aficionaron tanto a mis canciones que terminé por agotar el repertorio. Los polacos y los húngaros de la cocina del hotel vivían su vida, hacían poco gasto en los establecimientos de la zona, pero de vez en cuando nos acompañaba Estanislao. El camarero polaco era un prodigio de equilibrio con la bandeja. Hacía una entrada acrobática en el comedor, se iba hacia el rincón y cuando parecía que todo el tinglado de sirloins y lubinas se le venía abajo tomaba de nuevo la vertical y se dirigía sin fallo a la mesa correspondiente. Nunca vi que derramara una gota de salsa, a pesar de sus contorsionismos. Una noche le invité a una jarra, hice un aparte y le pregunté a tenazón a qué se debían tan brillantes exhibiciones de bailarín: «No lo puedo evitar —contestó—, trabajé durante muchos años como camarero a bordo de un barco mercante sobre océanos muy movidos con la bandeja de babor a estribor.»

Leído en el Scotti Hosteller: «Este hotel es célebre por su paz y soledad. De hecho, de todo el mundo vienen multitudes a disfrutar de la soledad.»

En el George vi de todo: avances de atildados homosexuales, insinuaciones, o yo las creía tales, de señoras maduras, y no tan maduras, que quedaban casi siempre en nada, disimuladas broncas conyugales, amores adulterinos, conmovedoras cenas de parejas de ancianos, devoluciones de botellas de marca, exigencias de gourmets a las que mister Cuenca hacía frente con aplomo, escenas de clientes excéntricos. Era un entretenimiento observar a los clientes, adivinar sus vidas por su apariencia y sus ropas, su forma de comer, sus gestos, sus lecturas, sus conversaciones, sus reclamaciones, sus propinas.

He pasado gran parte de mi vida en hoteles de medio mundo. En general, hoteles de pocas estrellas o ninguna, dado el estado lastimoso de mi economía. A partir de los años ochenta mejoraron algo mis hospedajes, pero siempre envidié en secreto a mis afortunados colegas que se podían permitir el lujo con gastos pagados por la televisión o por sus generosos periódicos de dormir y comer en los cinco estrellas. No me arrepiento, sin embargo, de mis modestos hoteles, familiares muchos de ellos, en los que te sentías alguien. A pesar de todo, tal vez por la atracción de contrarios, siempre me fascinaron los «palacios» de ensueño, y pensé en escribir sobre ellos, los hoteles de renombre en los que, para variar el menú y para escuchar sus tripas y perseguir sus secretos, me permití pasar alguna noche. Son hoteles en los que se han declarado y vivido guerras, han empezado y terminado revoluciones, hoteles como el Inter de Managua, convertido en Parlamento por el dictador Somoza; hoteles en los que se han vivido grandes y románticas pasiones, se han cometido robos espectaculares, se han suicidado grandes o pequeños personajes, se han cerrado increíbles negocios, han matado a reyes o jefes de Estado, los han ocupado los terroristas, los han bombardeado los milicianos, los han volado, como el King David de Jerusalén o el Semíramis de Damasco, hoteles en los que grandes financieros entraron ricos y salieron pobres, con la palabra bancarrota en el marbete de sus maletas. En un hotel de Córdoba el escritor Gerald Brenan se percató de que el bidé era marca La Santísima Trinidad. En 1953, en el Hotel Golf-Guadalmina, un diario de Madrid «descubrió» nada menos que a Laurenti Beria, el jefe de la policía secreta de Stalin, dispuesto a dar el paso a Occidente. Fue una falsa alarma. Hay hoteles en los que, en soledad o en compañía, se han escrito obras maestras. Soledad de hotel: «Cómo llevarte, soledad, sino contigo misma...» (Luis Cernuda).

No son tal vez los mejores hoteles del planeta Tierra, ni yo un experto en ellos. Los he elegido porque en ellos palpitó la vida, la historia, el exilio, el hastío, el amor o el desamor, la alegría, la locura o la traición, la liberación, la fugacidad, la autodestrucción, la enfermedad, la tragedia, la náusea, la paz o la guerra. Ha sido mi costumbre después de algunos peligros y padecimientos buscar el reposo del guerrero en hoteles de primera clase, bañarme con sales, llamar al servicio de habitaciones, hacer que me sirvan el desayuno en la cama, dormir siquiera por una noche entre sábanas acariciantes. No hay que perder las buenas costumbres antes de volver a las viejas. Nunca dormí en el George de Stamford, pero no descarto un viaje a Londres para tomar el tren hacia el condado de Lincolnshire. Quién sabe si podré encontrarme en el comedor del hotel con algún joven catering worker procedente de España, vestido con chaquetilla blanca, pantalones oscuros y pajarita negra y de inglés balbuciente.

«El Hotel Holiday Inn de Sarajevo ha sido bombardeado de nuevo...» La noticia se repitió a lo largo de los años de guerra en Bosnia. El Holiday, sin luz y con raciones de contrabando, ha pasado ya a la historia de los hoteles de corresponsales y aventureros, como el Grand de Pristina Kosovo del que expulsan a los corresponsales en marzo de 1999 bajo las bombas de la OTAN no sin antes haber abonado una fuerte suma por los «gastos» que se ocasionaron durante su cautiverio, como el Continental de Saigón, hoy remozado; como los Inter de Ammán o de Managua, el Camino Real de San Salvador, el Ledra de Nicosia, en Chipre...

He vuelto al Hotel Strand de Rangún, Birmania. Lo conocí en los años sesenta en una breve estancia, la que permitía el gobierno militar y socialista. En el com

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