1.ª edición: marzo, 2017
© 2017 by Luna Dueñas Jaut
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-677-4
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A mis padres, mi hermana y toda mi familia.
Sois lo más importante y un gran apoyo.
Os quiero.
«Recordar es fácil para quien tiene memoria,
olvidar es difícil para quien tiene corazón»
Gabriel García Márquez
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Epílogo
Agradecimientos
Promoción
Capítulo 1
Sofía
Hay mucho humo y no puedo respirar.
Salto de la cama y corro a la habitación de mis padres. Me acerco a mamá y sacudo su pierna, pero no se mueve. Tosiendo y agarrando a Piky, mi pollito de peluche, muy fuerte, voy hacia donde está mi padre dormido. Hago lo mismo que con mamá. Pero tampoco despierta. Asustada, comienzo a llorar mientras avanzo por el pasillo. Quiero llegar a la puerta, salir de la casa, pero no puedo alcanzarla. Grandes llamaradas naranja me lo impiden. Intento acercarme, pero me queman y hace mucho calor. Lloro aún más fuerte llamando a gritos a mis padres. No sé lo que pasa, así que regreso a la habitación y me acurruco con ellos en su cama, en medio de ambos, mientras abrazo a Piky y lloro.
Pero me calma el saber que estoy con papá y mamá. Seguro que, si me quedo quieta como una niña buena, todo el horror de ahí fuera y todo este humo que me impide respirar se irán.
Todo va a ir bien. Porque estoy con ellos…
—¡Sofía! ¡Sofía despierta!
Abro los ojos a duras penas para ver la cara de la madre Clarisa, surcada de arrugas por la edad, mirándome fijamente mientras me sacude con algo de violencia. Siento el corazón en mi pecho latir a toda velocidad y me cuesta mucho respirar. Tengo que avisarle. Tengo que decirle que la casa se está quemando. Comienzo a sollozar y a sacudirme agarrándola de los brazos, pero sin poder pronunciar una sola palabra. Moriremos las dos si no salimos corriendo. La madre Clarisa me ignora y en vez de dejarme ir, presiona mi cuerpo contra la cama inmovilizándome.
—¡Tenemos que salir de aquí! —suplico con un hilillo de voz.
—¡Shh! Sofía, es solo una pesadilla, no es real.
—¡Tenemos que salir! —grito ahora desesperada—. ¡Por favor!
Pero ella sigue creando una presa contra mi cuerpo y, a pesar de mis intentos por zafarme de ella, me resulta imposible moverme. Oigo gritos desgarradores que hace que me duelan los oídos.
Y de pronto, como saliendo de un mal sueño, abro los ojos y comienzo a dejar de dar patadas y manotazos. La madre Clarisa afloja sus brazos en mi cuerpo. Giro la cabeza y observo para ver donde me encuentro. Paredes verdes sin vida, descascarilladas en algunos rincones. La vieja cómoda de madera, el sillón raído que descansa en el rincón al lado de la ventana. Esta incómoda cama, de colchón seguro más viejo que esta monja y también frías sábanas que conocieron tiempos mejores.
Suspiro, aunque no es un alivio salir de mi pesadilla para descubrir que sigo aquí, en el mismo orfanato en el que llevo los últimos cuatro años encerrada. El orfanato San Jorge. La madre Clarisa me mira negando con la cabeza como si hubiese cometido el peor de los crímenes. Sé que está enfadada, lo noto en sus ojos fríos como el acero.
Y sé que de nuevo he vuelto a hacerlo.
—¿Cuántas veces te hemos dicho que tienes que controlar tus terrores nocturnos? Estás asustando a los demás niños.
La miro sin pronunciar palabra con miedo de que me castigue como siempre hace y me encierre en la vieja habitación del ático.
—Lo…lo siento —susurro disculpándome.
—No basta con sentirlo. Tienes ya diez años, Sofía. ¿Por cuánto tiempo más vas a seguir con esto?
—Lo siento —repito mientras me seco débilmente las lágrimas de la cara.
Ella suspira.
—Levántate —me ordena.
Y en cuanto pronuncia esas palabras sé lo que va a pasar.
—¡No, por favor! Me volveré a dormir, no lloraré más, se lo prometo, madre Clarisa.
Ignora mis súplicas.
—He dicho arriba —me ordena nuevamente con frialdad.
Comienzo a sollozar de nuevo mientras me levanto de la cama. Piky cae al suelo y me agacho a recogerlo. Él es el único que me consuela en esa fría y lejana habitación del ático. La madre Clarisa comienza a andar y sale de la habitación con una linterna. La sigo rezagada en cuanto me calzo mis viejas zapatillas de andar por casa. Todo aquí es viejo.
Abrazo a Piky mientras avanzamos por grandes pasillos y escaleras, igual de feos que los de mi cuarto. Estoy a punto de tropezar con mi camisón, que me viene grande, herencia de una de las chicas mayores, pero logro recuperar el equilibrio y seguirla hasta que llegamos a la gran puerta de madera negra astillada. Tengo que controlar mis piernas o me caeré, siempre me tiemblan horriblemente cuando estoy nerviosa. La madre saca un manojo de llaves de su hábito negro y abre la puerta con una de ellas. Me hace pasar al interior. Este cuarto es viejo y frío. No me gusta estar aquí, me da miedo, pero según la madre Clarisa es mi castigo por asustar a los otros niños, y debo pagar por mis errores como buena cristiana.
—Te quedarás aquí lo que queda de la noche y reflexionarás sobre lo que has hecho. —Me lleva hasta la cama y me sienta—. Vendré mañana por la mañana.
Y tras decir esto se marcha y cierra el cuarto de nuevo con llave para que no me escape. Me quedo inmóvil en la oscuridad, muerta de miedo por unos instantes. Abrazo fuerte a mi pollito y, como hago siempre que me traen aquí por mis pesadillas, corro hasta el alféizar de la ventana y me acurruco ahí, observando el mundo exterior.
No tengo amigos aquí. Me siento muy sola. Seguramente, los niños de ahí fuera tendrán montones de amigos y montañas de juguetes.
Y unos papás que los cuidan y los quieren. No unos papás que hayan muerto en un incendio como les pasó a los míos. El recuerdo de esa noche horrible se cuela en mis sueños y me atormenta, y me hace recordar lo que viví aquella noche una y otra vez. Por lo que me han contado, una vecina me encontró y pudieron salvarme la vida. Pero para mis padres fue demasiado tarde. Quiero que paren estos sueños, pero no sé cómo hacerlo. Y mientras los siga teniendo, ninguna familia querrá adoptarme, como me dice la madre Clarisa.
Agarro a Piky y lo siento en mis rodillas, lo miro fijamente y sonrío entre lágrimas. Sus ojillos negros de plástico me miran con amor. Lo sé. Él nunca me ha fallado.
—Algún día, Piky, una familia nos adoptará. Y tendremos muchos amigos y juguetes con los que jugar. Incluso nos aburriremos de ello, ya lo verás —le digo mientras agito sus alas amarillas de peluche.
Lo abrazo contra mi pecho mientras unas lágrimas se escapan de mis ojos y se deslizan por mi cara, al igual que las gotas de lluvia se deslizan por el frío cristal de la ventana.
Capítulo 2
Darío
Oigo sus gritos desde el jardín, donde me encuentro jugando a la pelota. Mi tío le grita a la chica una y otra vez, una y otra vez, como todos los días. Siempre los escucho discutir desde mi cuarto. Y tengo miedo cuando escucho cómo mi tío rompe todo cuando se enfada. Siempre me escondo debajo de las mantas y él me llama cobarde cuando grita mi nombre desde las escaleras y no quiero bajar. Sé que me pegará y descargará su furia conmigo como lo ha hecho otras veces.
Recojo la pelota y entro a la cocina de la pequeña y sucia casa en la que vivimos los tres, mi tío, su novia y yo, en el peor barrio de la ciudad. Según mi tío, mis padres me abandonaron cuando nací y se marcharon dejándome atrás. Me dijo que, si no hubiese sido por él, yo estaría en la «puta» calle, probablemente muerto. Estaba muy enfadado cuando lo dijo.
Entro en la cocina porque tengo sed, aunque sé que no es el mejor momento. Mi tío se calla cuando me ve aparecer por la puerta. Es un hombre que da mucho miedo. Tiene los ojos verdes como los de un gato, llenos de furia. Su cuerpo está lleno de tatuajes y lleva barba, lo que le da un aspecto de hombre malo. Su chica está en el suelo llorando encima de muchos platos rotos. Se acaricia la mejilla con la mano. Su pelo rubio oscuro cae sobre su rostro y lo oculta. Es joven. No sé qué hace con mi tío, que casi tiene treinta y cinco.
—¿Qué diablos quieres, mocoso? —me pregunta mientras se lleva a la boca uno de sus puros preferidos. Sopla el humo hacia mí y yo retrocedo para escapar de ese olor. Lo odio—. Estoy ocupado así que ¡habla!
Abrazo la pelota aún más fuerte.
—Tengo sed.
Él me mira con sus duros ojos como si estuviese bromeando.
—¿Tienes sed? ¿En serio? —pregunta burlándose—. Entonces quizás deberíamos ir a la avenida principal y meterte la cabeza en la fuente hasta que te sacies.
Tiemblo de pies a cabeza mientras me susurra esas amenazantes palabras. Antes mi tío era una persona muy amable y me trataba muy bien. Hasta que se quedó sin trabajo y comenzó a beber extrañas bebidas que lo ponen así. Deja de prestarme atención y mira a la chica. Y con eso me basta para saber que tengo que desaparecer de su vista.
Corro hasta mi pequeña habitación y miro mi estantería llena de grullas. Me encantan estos pequeños seres de papel. No tengo muchos juguetes, ni amigos, pero al menos las tengo a ellas.
Una vez mi tío me contó, antes de transformarse en el monstruo que ahora es, que según una leyenda japonesa, si consigues hacer mil grullas de papel, el sueño que más anheles en tu corazón se volverá realidad.
Solo he hecho ochenta. Aún estoy lejos de conseguir mi sueño. Pero no hay prisa porque aún no sé cuál es.
¿Salir de esta casa? ¿Que mis padres regresen por mí?
Quizás sí, ambas cosas sean lo que deseo.
Y también quiero que mi tío deje de pegarle a esa pobre chica.
Armándome de valor corro hasta la cocina de nuevo, donde mi tío está pegándole, y le tiro la pelota con toda la furia que puedo. Acierto en su cara. Él la deja y me mira furioso.
—¿Qué coño te crees que estás haciendo? —escupe enrabiado mientras suelta a la chica en el suelo bruscamente.
Echa a andar hacia mí, pero salgo corriendo antes de que me pille. Abro la puerta de la calle y choco contra alguien. Una mujer vestida con un traje negro y unas gafas me ayuda a no caerme al suelo. Es raro ver a gente tan bien vestida por aquí, en el barrio Azul, un amasijo de casas prefabricadas y viejas, todas con el mismo color. El peor barrio de los más de diez que hay en esta ciudad.
—¿Eres Darío? —pregunta la mujer con dulzura.
Asiento tímidamente a la vez que me da alcance mi tío. Su cara cambia al ver a la mujer. Miro más allá de ella y veo a dos policías acercarse. No sé qué está pasando.
—El señor Dávalos, supongo —dice ella muy seria.
—¿Qué quieren de nosotros? —susurra mi tío—. Lárguense y dejen de molestarnos. Vamos, Darío.
Se acerca a mí y me toma del brazo bruscamente para llevarme al interior. A pesar de que mi tío intenta cerrarles la puerta, ellos entran a la fuerza en la casa. Tengo miedo. Mi tío intenta poner resistencia e incluso intenta agredir a uno de los policías, pero entre los dos lo acorralan y lo esposan. La mujer entra en la casa observándolo todo y negando con la cabeza.
—¿Qué demonios es todo esto? —pregunta mi tío, furioso, forcejeando para liberarse del agarre de los policías.
La mujer se gira y lo mira.
—Soy Joanna, trabajadora social. —Le muestra a mi tío una tarjeta—. Tengo una orden para llevarme a su sobrino. Lleva sin ir al colegio tres meses y, según los padres de sus compañeros, usted es bastante aficionado a los malos tratos. Muchos vecinos también han llamado denunciando que hay ruidos y gritos a altas horas de la madrugada.
Comienzo a tiritar. ¿Llevarme a mí? ¿A dónde? No tengo más familia que mi tío.
—¡Por Dios! —exclama mi tío riéndose —. ¿Qué sarta de tonterías estás diciendo, tía? ¡Esto es el barrio Azul! Soy de lo mejorcito que vive aquí. ¿Cómo puedes fiarte de lo que dicen cuando la mayoría de la gente de este barrio son ladrones, asesinos o drogadictos? Vuelve a tu bonita casa del barrio Blanco y déjanos en paz.
—No voy a discutir con usted, señor Dávalos. Ha perdido la custodia de su sobrino. Usted pasará a disposición judicial. —Mira a los policías—. Podéis llevároslo.
—¡No! ¡Tengo deudas con los vecinos por eso me inculpan injustamente! —Se lo llevan mientras él intenta zafarse. De pronto fija sus verdes ojos en mí—. ¡Díselo, Darío! ¿Verdad que no te he pegado nunca? ¡Díselo!
Me quedo inmóvil. Aunque mi tío sea un monstruo, no quiero que se lo lleven. Él es mi única familia. No quiero que me vuelva a pegar. Intento abrir la boca, pero no sale ningún sonido. Mi tío me observa con furia, mientras lo meten en el coche. Y me grita palabras horrendas.
—¡¿Así es como me lo pagas, maldito?! —Me escupe—. Te he criado y ¿así me lo pagas? ¡Debí haber dejado que murieses, enano bastardo!
Lloro sin parar mientras escucho sus crueles palabras. La asistenta se acerca a mí y me pone las manos en los oídos para que no escuche nada más. El coche de policía pronto se funde con los centenares de viviendas azules de mala muerte que conforman este barrio.
—Hay una chica en la cocina —le susurro a la mujer mientras intento contener las lágrimas.
—No te preocupes. La ayudaremos a ella también—dice mientras me abraza y seca mis lágrimas.
Tras unas horas, ambos, la chica y yo, estamos sentados en una sala de espera en la planta diez de un gran edificio. Yo la miro fijamente preguntándome qué hacía ella con mi tío. Ella me devuelve la mirada. Y puedo notar lo herida que está. Ambos esperamos una respuesta por parte de la mujer que nos trajo aquí, Joanna. O un futuro.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunto abrazando mi pelota roja y mis dos frascos llenos de grullas.
—Diecisiete —me contesta con un hilo de voz. Sus ojos azules brillan—. ¿Tú?
—Cumplí diez hace poco —digo orgulloso mientras balanceo mis pies que cuelgan en la silla. Ya soy todo un hombre.
—Es un milagro que llegases a cumplirlos con esa bestia criándote —se aparta el pelo de la cara.
—¿Dónde nos llevarán? —pregunto curioso.
—No tengo ni idea, niño, no tengo ni idea.
—¡No soy un niño! Ya soy un hombre.
Ella me mira poniendo los ojos en blanco.
—Lo que tú digas…, niño —recalca.
Hago una mueca disgustado. Ella mira el frasco de las grullas levantando una ceja.
—Tienes una afición un tanto extraña para tu edad —dice observando las grullas.
—Son grullas. Traen buena suerte.
Abro uno de los tarros y saco una grulla de color naranja. Se la tiendo para que la coja.
—Toma. Te dará suerte donde quiera que vayas.
—Si eres un hombre como dices, deberías dejar de creer en fantasías y estupideces como estas. —Le pega un manotazo a la grulla, que cae al suelo con un ruidito sordo—. Crece de una vez.
—Eres muy antipática —le digo molesto por tirar la grulla.
Ella me saca la lengua en respuesta a mi pulla.
—De todas maneras, gracias. Por el pelotazo.
—¿Qué hacías con mi tío? —pregunto.
—Digamos que quería probar distintas aventuras amorosas.
—¿Amor? ¡Puaj! Eso es muy cursi. Solo de chicas.
—Sí, solo de chicas, machote —dice mientras se mete un chicle en la boca.
Me quedo mirando cómo lo masca hasta que el ascensor se abre y aparece Joanna. Se acerca hasta nosotros.
—Victoria, tus padres están muy preocupados por ti. Dicen que te fugaste de casa hace días.
—Estoy harta de que controlen cada cosa que hago. Es mi vida, ¿sabe?
—Aún eres menor de edad. Tus padres te esperan abajo. Ve con ellos y no te metas en más líos ¿De acuerdo?
Victoria la mira con algo de odio, pero finalmente asiente y se marcha pisando la grulla que le ofrecí. Ha dejado pasar una gran oportunidad.
Luego Joanna se centra en mí.
—¿También han venido mis padres? —pregunto contento. ¡Por fin podré conocerlos!
Su sonrisa se desvanece.
—Verás, Darío —comienza mientras se agacha hasta quedar a mi altura—, no hemos podido ponernos en contacto con ellos. Por lo visto dejaron el país hace años.
Mi sonrisa se borra también.
—Ya veo —susurro desilusionado—. ¿Me voy a quedar en la calle, entonces?
—¡No! ¡Claro que no!
Me mira fijamente volviendo a sonreír.
—Verás, hay un sitio donde van los niños que no tienen papás. Allí hay otros niños como tú. Harás muchos amigos y te lo pasarás bien hasta que una buena familia te adopte.
Yo sonrío.
—¿De verdad hay muchos niños como yo? ¿Y tendré muchos amigos?
Joanna asiente. Después de todo no tiene que estar tan mal ese lugar que dice.
—Vamos, coge tus cosas. Te llevaré allí.
Joanna ha guardado mi escasa ropa en una maleta y me ha traído hasta aquí. Un gran edificio de piedra, de cinco plantas, pintado de gris y con una gran cruz coronando el tejado, se yergue ante mis ojos. Hay un cartel: «Orfanato San Jorge». Está rodeando de naturaleza y hay una extraña niebla alrededor que le da un aspecto poco acogedor.
—No me gusta este sitio. —Doy un paso hacia atrás.
—Te gustará con el tiempo, ya verás, cuando empieces a conocer a los niños.
Agarra mi maleta con una mano y con la otra agarra mi mano. Y me conduce al interior.
Capítulo 3
Sofía
La madre María vino por la mañana a sacarme de la habitación del ático. Ella sí me gusta, no es tan mala como la madre Clarisa. Me abrazó y me dio unos dulces.
La madre María es joven, de unos veinticinco años. Es la monja más guapa que he visto desde que estoy aquí. De mayor quiero ser igual que ella.
Incluso ha dicho que la madre Clarisa es una vieja cascarrabias. Me ha hecho reír mucho que piense así. Es mi primera amiga aquí.
Ahora me conduce hasta la sala de música, convertida en sala de baile. Me está enseñando a bailar salsa. Me encanta bailar, aunque no lo haga tan bien como ella.
Después de entrar cierra la puerta con cuidado y me sonríe. Coge el mando de la mini cadena y hace sonar una fantástica melodía latina por toda la habitación. Intento prestar atención a todo lo que la madre María me enseña. Se mueve como si su cuerpo fuese una pluma. Es hipnótico verla bailar. Intento seguir sus pasos e indicaciones y, tras un rato, yo también empiezo a moverme al compás de la música.
—¡Muy bien, Sofía! Creo que tienes madera de bailarina —me dice con una sonrisa. Y yo me pongo colorada.
Me siento muy feliz cuando ella está aquí conmigo.
—Bailas muy bien —le digo mientras bailo—. ¿Por qué eres monja?
—Es una muy larga historia. Pero se puede resumir en una sola frase. desengaños amorosos. Estoy harta de los hombres.
Me rio.
—Nunca te enamores, Sofía, los hombres solo traen problemas.
La puerta se abre de pronto y ambas nos detenemos al instante. La madre Clarisa apaga la radio con la misma cara de acelga que siempre lleva.
—¡Hermana María! —la reprende.
Ella la mira con una sonrisilla de disculpa.
—¿Qué está haciendo hablando de esos temas con las niñas? ¿Y qué hace sin su hábito puesto? ¡Póngaselo ahora mismo!
—Sí, hermana. Perdone.
La madre María me hace un gesto con la cabeza para que abandone la sala y yo salgo apresurada del aula. Mientras me marcho puedo escuchar cómo la madre Clarisa sigue reprendiéndola.
—Esa chica está ya demasiado trastornada como para que le pongas música de este tipo y la pongas a bailar —le dice.
—Ella necesita distraerse. Sigue sufriendo con el pasado porque no se le permite disfrutar del presente.
—Es huérfana y además tiene un trauma. Nadie la adoptará nunca. Así que no le demos a probar cosas de las que nunca podrá disfrutar. Será peor para ella —le susurra.
Me entristece oír eso. Tonta. La madre Clarisa es tonta. Me adoptarán. Lo sé. Me doy cuenta de que Piky no está conmigo. ¡Debo de haberlo olvidado en la habitación del ático! Me remango el viejo vestido y prácticamente vuelo hacia allí. Cuando entro en el cuarto veo a mi pollito en el alféizar de la ventana. Lo tomo entre mis brazos y lo abrazo.
—Piky, eres muy travieso —le susurro.
Miro por la ventana y veo a gente detenida en la entrada. Es una mujer con un chico de más o menos mi edad. Tiene el pelo marrón y observa algo preocupado todo el edificio. Bajan una maleta de un coche y se dirigen hacia aquí.
¡Un chico nuevo! Echo a correr por los pasillos y las escaleras. Quizás sea mi oportunidad de hacer un amigo. Tengo que ir a saludarlos.
Cuando llego al piso inferior me escondo detrás de un gran helecho que está a escasos metros de la puerta principal, y los observo entrar. La madre superiora, una mujer gordísima y muy vieja, llega para saludarlos.
¡Jo! He perdido mi oportunidad. Ahora las monjas acapararán al chico y no podré hablar con él. Me siento, abrazando a Piky, y espero hasta que pasan por delante de mí y se dirigen al despacho de la madre superiora.
Capítulo 4
Darío
No me gusta este sitio y no me gustan estas mujeres. Visten raro. Tampoco he visto muchos niños, creo que Joanna solo quiere deshacerse de mí como lo hicieron mis padres. Espero sentado en un viejo sillón gris, mientras ella y esa monja hablan en su despacho. Miro la pared sin pensar en nada, hasta que el rostro de una niña se cuela en mi campo de visión. Sus grandes ojos castaños me miran fijamente. Tiene el pelo cortado a melena, no llega a caer sobre sus hombros, y de color marrón. Es muy parecida a mí.
—¡Hola! —me saluda con una sonrisa de oreja a oreja.
La miro desconfiado. Pero luego me doy cuenta de que es una de las niñas que viven aquí. Lleva un vestido viejo de color gris, y sujeta un sucio peluche de un pollo.
—Hola —le contesto brevemente.
—Me llamo Sofía —dice girando la cabeza mientras me observa con curiosidad —. Eres muy guapo.
Me pongo colorado. ¡Chicas!
—Déjame en paz —digo abrazando aún más fuerte mi bote de grullas.
—¿Cómo te llamas?
—Darío —le digo aún algo desconfiado.
—¡Me gusta tu nombre! —exclama sin parar de sonreír, aunque de pronto se pone seria—. ¿Qué les pasó a tus padres, Darío? ¿Murieron? Los míos, sí.
Hace una mueca de disgusto.
—Me abandonaron. Y vivo con mi tío. Bueno, vivía. Se lo llevaron unos policías. —Su boca se abre en forma de «o», sorprendida—. ¿Hay muchos niños aquí? ¿Tienes muchos amigos?
—Sí, los hay, pero no tengo muchos amigos. Todos me odian porque los asusto con mis pesadillas.
La observo hablar mientras asiento, comprendiendo. Joanna me ha mentido. No tendré amigos aquí. Así que mantenerme cerca de esta chica me será de ayuda en este lugar.
—¡Pero yo puedo ser tu amiga! —propone sonriente. Yo sonrío también y me pongo de pie.
—¡Vale! —digo sonriendo también.
Se alegra de oír eso. Sus oscuros ojos se iluminan.
—Seremos grandes amigos, Darío ¡Choca! —dice levantando la palma de su mano.
No me muevo, así que ella agarra mi mano y la choca contra la suya. Me gusta, es divertido.
—¿Quién te ha enseñado esto? —pregunto.
—¡La madre María! Es una monja muy divertida. Me está enseñando a bailar salsa y puedes venir con nosotros si quieres.
—¿Bailar? Bailar es de niñas.
Ella se encoge de hombros mientras me mira.
La puerta se abre, y salen Joanna y esa mujer gordinflona.
—Bueno, Darío —me dice Joanna—. Me tengo que marchar ya. Haz caso a las monjas y pórtate bien. ¿De acuerdo?
Asiento.
—Buen chico —dice mientras me alborota el pelo con su mano.
Tras despedirse de la monja me dirige una última sonrisa, y la observo desaparecer por el pasillo.
—Bien, Darío, soy la madre superiora. Sígueme y te llevaré a tu cuarto. —Se da cuenta de que no estamos solos y mira a la chica con el ceño fruncido—. Sofía, deberías estar en clase con la madre Clarisa. ¡Vamos niña! ¡Vete a clase!
Pone morritos, fastidiada de tener que irse. Pero finalmente lo hace.
Sigo a la madre superiora, arrastrando mi maleta y mis tarros a través de pasillos y escaleras infinitas hasta que se detiene frente a una puerta y la abre. Dentro, todo está en penumbra y huele a rancio. Ella entra y abre las cortinas. Miles de motitas de polvo revolotean por la sala y cruzan los halos de luz que entran por la ventana abierta de par en par. Me invita a entrar.
Es un cuarto viejo, con una pequeña cama con cabeceros de hierro forjado negro y mantas grises. Solo hay un sencillo armario y un escritorio que seguramente conocieron mejores tiempos. Quiero volver a casa.
—Puedes empezar a ordenar tus cosas. Recuerda que debes ser obediente y bueno con los demás niños. Cuando tengas todo listo baja a cenar, el comedor está en el primer piso. —Me sonríe—. Bienvenido a San Jorge, pequeño.
Tras decirme esto se va, y me quedo solo por primera vez. Obedezco y me pongo a ordenar mis escasas pertenencias: guardo la ropa en el armario y dejo las grullas en el escritorio para poder verlas siempre que me sienta mal.
A la hora de la cena bajo y me reúno con los otros niños en el gran comedor. Nos sirven un cuenco de sopa que está un poco fría y un plato con un poco de carne. Hay muchos niños aquí. Más de lo que creía en un principio. Grandes y pequeños. Las monjas tienen a los bebés cogidos en brazos e intentan darle de comer mientras ellos lloran muy fuerte. Veo a Sofía sentada sola en la esquina de una mesa. Los niños no se acercan a ella, no sé por qué me dijo que los asusta. Ellos la miran y susurran, pero ella los ignora. Su pelo marrón se pega a sus mejillas manchadas de comida, mientras devora la sopa como un león hambriento. Se ve bastante adorable a su modo.
Después de cenar las monjas, nos llevan hasta nuestras habitaciones. Mi habitación es la que está al lado de la de Sofía, y ella se pone muy contenta al saberlo, pega chillidos y saltitos hasta que una de las monjas le riñe y la obliga a detenerse. Me hace reír mucho esta chica. Es la persona más rara que he conocido.
Entro en mi habitación, me pongo el pijama y bebo el vaso de leche con miel que las monjas nos dan antes de dormir, para ayudarnos a conciliar el sueño. Las sábanas están heladas cuando me meto en la cama.
¿Cómo estará mi tío? ¿Esos hombres le estarán haciendo algo malo? No puedo parar de pensar que fue mi culpa que se lo llevaran de ese modo. Y por esto no logro conciliar el sueño. Y por el miedo. Hay muchas sombras en esta habitación. Me tapo con las sábanas la cabeza, como hacía cuando oía gritar a mi tío.
Algo me despierta después de haber dormido por un rato. Un grito. Un llanto desconsolado que se clava en mis oídos. Me siento en la cama, asustado. Me tapo los oídos para dejar de escucharlo, pero no se detiene. Me pongo en pie y decido ir a ver de dónde provienen los gritos. Los hombres no tienen miedo. Solo los niños. Abro la puerta y salgo al oscuro pasillo descalzo. Compruebo que el ruido viene de la habitación de Sofía. Me apresuro hasta la puerta y la abro. Me asusta verla como la veo, convulsionándose en su cama, con la frente llena de sudor y la cara llena de lágrimas, llorando si parar y susurrando algo que no entiendo. Camino hasta llegar a su lado y zarandeo su brazo, llamándola. Pero ella no me hace caso. Lo intento de nuevo más fuerte y ella abre los ojos callándose al fin y respirando agitada.
—Sofía, ¿estás bien? —le pregunto.
Sus ojos brillan cuando me miran.
—Otra pesadilla —me susurra.
Una monja irrumpe en el cuarto y me aparta de su lado regañándome por no estar en la cama. Luego la regaña a ella. Ella solo la mira desconsolada, tumbada en la cama. Luego la hace ponerse en pie y a mí me manda a la cama. En vez de eso las sigo por el pasillo a escondidas para ver donde la lleva. Subimos a la planta superior y la monja la encierra en un cuarto que hay allí. Sofía llora desconsolada mientras la monja cierra con llave y se marcha. Es mala por dejar a mi amiga así.
Corro hacia mi cuarto a toda velocidad y abro el frasco de las grullas para tomar una de color azul. Azul como yo, como el barrio del que vengo. Mi color preferido.
Subo de nuevo a todo correr y me acerco a la puerta. Puedo oírla sollozar. Me tumbo en la moqueta y pongo mi cabeza a ras del suelo. A través de un gran hueco en la puerta puedo verla en la ventana, acurrucada.
—¡Sofía! —la llamo.
Ella deja de llorar y busca con la mirada de donde proviene esa voz.
—¡Aquí abajo! ¡Soy yo, Darío! ¡Tu amigo!
Se levanta y viene corriendo hacia la puerta y se tira al suelo. Nuestras miradas se encuentran por debajo de la puerta. Le sonrío y ella me sonríe entre lágrimas.
—No llores más, te traigo un regalo —le digo mientras le enseño la grulla azul de papel.
—¿Qué es eso? —pregunta curiosa, mirándola.
—Es una grulla de papel. Toma, es para ti. Te dará buena suerte. Y ya no tendrás más esas pesadillas.
—¿De verdad?
Asiento y aplasto un poquito la grulla para poder pasársela por debajo de la puerta. Ella la acepta feliz y la mira con admiración.
—Nunca nadie me ha regalado nada —me dice sonriente—. ¡Eres el mejor amigo del mundo!
Sonrío alegre y contento de hacerla feliz.
—¿Tienes miedo? —le pregunto.
Ella asiente mientras mueve la grulla como si fuese un pájaro que picotea sus pequeños dedos.
—Me quedaré aquí contigo —le susurro—. No tienes que tener miedo.
—¿Te quedarás? —pregunta feliz.
Asiento mientras utilizo mis brazos como almohada y apoyo mi cabeza para dormir. Y aunque me da miedo estar en este oscuro pasillo, no quiero abandonar a mi amiga. Ella me imita y ambos intentamos dormirnos.
—Eres un gran amigo, Darío —me susurra antes de quedarnos dormidos.
Y sonrío contento de tener al fin una amiga.
Capítulo 5
Sofía
Darío es realmente un buen amigo. Se ha quedado conmigo toda la noche en ese pasillo, a pesar del frío. La madre Clarisa lo ha regañado duramente cuando nos ha encontrado a ambos dormidos en el suelo. Pero estoy contenta, parece ser que la grulla que me regaló sí que funciona porque no he tenido pesadillas esta noche. He podido dormir bien después de mucho tiempo.
A partir de aquel día, Darío y yo pasamos mucho tiempo juntos. El miércoles nieva y salimos a hacer angelitos e iniciamos una pelea de bolas. Él me gana. Me tira unas gigantes hasta que me caigo al suelo riendo y no puedo levantarme. Ríe con fuerza, orgulloso de su victoria. Cada día me parece más guapo. Se parece mucho a mí, muchos chicos de aquí se creen que somos hermanos ya que tenemos el mismo pelo marrón y los ojos castaños, solo que los suyos también tienen verde, lo que los hace aún más bonitos.
El jueves, la madre María continúa con sus clases de salsa mientras Darío nos mira desde la esquina, donde hace grullas sobre una banqueta, muy concentrado. Le sonrío de vez en cuando, y él me devuelve la sonrisa. No me canso de contarles a todas las monjas lo genial que es tener un amigo como él aquí.
El sábado las monjas hacen una pequeña fiesta dónde comemos más de lo que normal, donde bailamos con la madre María y nos divertimos. No lleva su hábito, pero no la regañan. Intento bailar con Darío, pero se niega, por lo que me pongo a su lado y bailo mientras él me mira sentado. Un niño me empuja y caigo al suelo. El mismo niño que desde que llegó hace un año al orfanato, ha encontrado su entretenimiento particular molestándome siempre que tiene ocasión. Tiene el pelo negro y los ojos azules. Me mira con odio.
—Deja de bailar y vete de aquí —me susurra con odio—. Todos te tienen miedo porque estás loca. No tienes amigos.
—¡Sí que tengo amigos! Darío es mi amigo ¡Deja de molestarme! —digo retirándome el pelo de la cara con una mano mientras con la otra aprieto a Piky. Lo miro orgullosa.
Darío se pone de pie para enfrentar al chico, dispuesto a defenderme
—¡No molestes a mi amiga! —le dice.
Pone cara de asco y se marcha mientras me mira.
Sonrío a Darío cuando me mira. Extiendo mi palma y entiende lo que quiero. Choca los cinco conmigo. Luego me tiro a sus brazos y lo abrazo.
Se pone rígido y colorado.
—¡Eres el mejor, Darío!
Enseguida se aparta y vuelve a sentarse con la cara roja como un tomate. Me rio y sigo bailando sin parar.
Los días, los meses pasan, y siempre observamos desde las escaleras cómo matrimonios vienen buscando a su hijo ideal para llevarlo a casa. Darío y yo nos ponemos tristes cuando vemos a chicos de aquí marcharse con padres felices. Nunca nos toca a nosotros.
—No desesperemos —le digo—. Algún día seremos nosotros los que salgan por esa puerta.
Darío sonríe y asiente.
—Pero tenemos que irnos los dos —digo mirándolo fijamente—. No vale irse sin el otro. Así siempre estaremos juntos.
—¡Siempre juntos! —exclama feliz.
Todas las noches Darío se viene conmigo a dormir. Con él y la grulla a mi lado no he vuelto a tener pesadillas desde ese día.
El incendio ya no me atormenta más.
Capítulo 6
Darío
Sofía y yo descubrimos un viejo desván mientras jugamos al escondite un día. Han pasado tres años desde que nos conocimos, desde que nos hicimos amigos. Y aunque han sido tres años muy largos, también han sido los años más divertidos. Ella se prueba vestidos viejos que encontramos en una caja. Me rio al verla con uno de color morado. Le viene enorme, es como si tuviese una manta echada en el cuerpo. Su cara ha cambiado, su cuerpo también. Desde hace tiempo no puedo evitar pensar en lo que guapa que es. Sigo buscando en las cajas llenas de polvo y trastos viejos para quitarme eso de la cabeza, cuando encuentro algo que me fascina. Saco el objeto maravillado.
—¿Qué es? —pregunta Sofía acercándose a mí con curiosidad. Está a punto de caer varias veces porque no para de pisarse el vestido.
Miro el objeto.
—Es una cámara de fotos —digo—. Mi tío tenía una, pero nunca me dejó tocarla. Siempre quise tener una. ¿Nunca has visto una cámara?
Ella niega con la cabeza, embobada. Me giro y rápidamente le hago una foto. El flash la asusta y retrocede.
—¡Funciona! —exclamo contento. Por fin tendré mi propia cámara.
—¿Qué me has hecho? —pregunta aún asustada.
—Te he sacado una foto. Luego, cuando revelemos el carrete, tú saldrás en papel.
Ella sonríe.
—¿De veras? ¡Entonces sácame otra!
Posa para mí con una gran sonrisa mientras se coge el vestido como si fuese una señorita. Disparo de nuevo el flash, y ella ríe y salta contenta.
—¡Esto es genial! Me gustaría hacer esto siempre.
—¿Te gustaría ser modelo? ¿Posar todo el rato para la cámara?
Lo piensa por unos instantes y asiente efusiva.
—¡Me gustaría ser tu modelo siempre!
Sonrío encantado mientras le sigo sacando fotos durante todo el día.
En la comida, cuando jugamos fuera en la nieve, cuando baila con la madre María. Intento inmortalizar a mi amiga para llevarla siempre conmigo. Quiero que esté siempre así, contenta. Es un alivio que ya no tenga esas horribles pesadillas. El haber estado encerrada aquí durante siete años ha tenido que ser duro para ella, yo apenas llevo tres años y se está haciendo muy largo. La cámara deja de funcionar, el carrete debe de haberse acabado. Es una lástima. Me guardo la cámara en el bolsillo. Esperaré paciente a que una familia me adopte y lo primero que haré será pedirles que revelen la cámara. Sofía me mira y sonríe mientras baila.
Sí, será lo primero que haga.
La madre Clarisa nos regaña por pasar tanto tiempo fuera en la nieve. Así que entramos y leemos un rato en la sala común, hasta que ese molesto niño de ojos azules nos vuelve a molestar igual que aquel día en la fiesta. Nos vamos de allí y nos sentamos en las escaleras. Sofía está pálida.
—¿Qué haremos si no nos adopta la misma familia? —me pregunta preocupada—. No quiero separarme de ti.
—Yo tampoco —confieso.
—Seguro que tú te irás antes. A mí, ninguna familia me quiere.
—No digas eso. Ya llegará la indicada para ti. Y yo no me iré sin ti. Te lo prometo.
Me toma de la mano y me dice gracias en un susurro. Está débil. Comienza a toser fuerte.
—¿Estás bien?
Ella no deja de toser y se pone roja. Asustado, corro a avisar a alguna de las monjas. Encuentro a la madre superiora en su despacho. Le cuento lo que sucede y ambos corremos de vuelta a las escaleras. Sofía está tumbada en el suelo sin moverse. Mis ojos se llenan de lágrimas. No lloro, al menos no con facilidad, pero el ver a mi amiga así me parte el corazón. ¿Qué le pasa?
La madre superiora me ordena no acercarme. Yo lo hago, pero dos monjas surgen de la nada y me agarran. Ella coge el cuerpo desmayado de Sofía y se la lleva escaleras arriba, mientras yo chillo e intento soltarme del agarre de estas dos monjas.
Han pasado dos horas des