Título original: The Hit
Traducción: Mercè Diago y Abel Debritto
1.ª edición: abril, 2017
© 2013 by Columbus Rose, Ltd.
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-701-6
Gracias por comprar este ebook.
Visita www.edicionesb.com para estar informado de novedades, noticias destacadas y próximos lanzamientos.
Síguenos en nuestras redes sociales



Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Gracias al elenco y a la tripulación de Buena Suerte
por tan estupendo viaje.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
48
49
50
51
52
53
54
55
56
57
58
59
60
61
62
63
64
65
66
67
68
69
70
71
72
73
74
75
76
77
78
79
80
81
82
83
84
85
Agradecimientos
1
Doug Jacobs, que se sentía pletórico ante la inminencia de una muerte, se ajustó los cascos y aumentó el nivel de brillo de la pantalla del ordenador. La imagen apareció nítida, entonces, casi como si estuviera allí.
Sin embargo, dio las gracias a Dios por no encontrarse en ese lugar, sino a miles de kilómetros, aunque nadie lo hubiera dicho al mirar la pantalla. No había dinero suficiente para enviarlo allí. Además, había muchas personas mucho mejor preparadas para ese trabajo, con una de las cuales estaba a punto de comunicarse.
Era un día soleado. Jacobs contempló brevemente las cuatro paredes y la única ventana de su despacho, situado en un edificio bajo y anodino de obra vista en una zona ecléctica de Washington D.C. en la que coexistían viviendas antiguas en distintos grados de deterioro o restauración. Aunque algunas zonas del edificio de Jacobs no tenían nada de anodino. Por ejemplo, una pesada puerta de acero con una verja alta rodeaba el perímetro de la propiedad. Guardias armados patrullaban las estancias interiores y cámaras de vigilancia controlaban el exterior. Pero por fuera no había nada que indicara lo que sucedía de puertas adentro.
Y lo que sucedía no era poco.
Jacobs cogió la taza de café recién hecho en la que acababa de verter tres sobres de azúcar. Tenía que observar la pantalla con una concentración absoluta, y la combinación de azúcar y cafeína le ayudaban a ello. Así estaría acorde con la turbulencia emocional que lo invadiría en apenas unos minutos.
Habló por el micrófono.
—Alfa Uno, confirma ubicación —pidió con sequedad. Le pareció que sonaba como un controlador aéreo que intenta garantizar la seguridad en los cielos. «Bueno, en cierto modo, eso soy precisamente. Solo que nuestro objetivo es matar en cada viaje.»
Recibió una respuesta casi inmediata.
—Alfa Uno se encuentra a setecientos metros al oeste del objetivo. Sexto piso del lado este del edificio de apartamentos, cuarta ventana empezando por la izquierda. Si haces zoom, deberías poder ver el cañón del fusil.
Jacobs se inclinó y desplazó el ratón. Hizo zoom en la imagen que recibía vía satélite en tiempo real desde esa lejana ciudad que albergaba a tantos enemigos de Estados Unidos. Advirtió el extremo de un supresor largo acoplado a la boca de un fusil que apenas asomaba por el alféizar. Se trataba de un arma personalizada, capaz de matar a larga distancia, siempre y cuando quien la manejara tuviera puntería y ojo de lince.
En ese momento, ese era exactamente el caso.
—Entendido, Alfa Uno. ¿En posición?
—Afirmativo. Todos los factores confluyen en la mira. El punto de mira se encuentra en el punto terminal. Supresor con cambio de frecuencia sintonizado. El sol se pone detrás de mí y les da en la cara. Ninguna lente refleja. A punto.
—Recibido, Alfa Uno.
Jacobs comprobó la hora.
—¿La hora local son las diecisiete?
—En punto. ¿Actualización de inteligencia?
Jacobs hizo aparecer esa información en una pantalla secundaria.
—Todo sigue el horario previsto. El objetivo llegará dentro de cinco minutos. Bajará de la limusina por el lado de la acera. Está previsto que allí responda a preguntas durante un minuto y que tarde diez segundos en entrar en el edificio.
—¿Confirmado que tardará diez segundos en llegar andando al edificio?
—Confirmado —respondió Jacobs—. Pero el minuto con los reporteros quizá se alargue. Tú actúa en consecuencia.
—Entendido.
Jacobs volvió a centrar la vista en la pantalla durante unos minutos hasta que lo vio.
—Bueno, se acerca la caravana de vehículos.
—La veo. Tengo la línea de mira bien encuadrada. Sin obstrucciones.
—¿Y la muchedumbre?
—Llevo una hora observando los movimientos de la gente. El personal de seguridad ha delimitado un perímetro. Han marcado el recorrido como una pista iluminada.
—Cierto. Ahora lo veo.
A Jacobs le encantaba disfrutar de una visión tan cercana sin necesidad de estar en la zona de peligro. Recibía una compensación más generosa que la persona que estaba al otro lado de la línea, lo cual, en cierto sentido, carecía de toda lógica.
El tirador moriría si fallaba o no conseguía escapar con rapidez. En cambio, a este lado no habría ni reconocimiento ni conexión, solo negación absoluta. El tirador no llevaba documentos, credenciales ni ningún tipo de identificación que demostrara lo contrario. Se quedaría colgado. Y en el país donde tenía lugar ese golpe en concreto, la horca sería la suerte que correría. O quizás acabara decapitado.
Mientras tanto, Jacobs estaba sentado en su despacho, a salvo, y recibiría una gran suma de dinero. «Hay un montón de tíos capaces de acertar el tiro y salir indemnes. Yo me encargo de los tejemanejes geopolíticos para esos mamones. La preparación es la base. Y me merezco todos y cada uno de los dólares que me pagan», pensó.
—Está al caer —dijo—. La limusina está a punto de parar.
—Recibido.
—Dame un margen de sesenta segundos antes de disparar. Nos quedaremos en silencio.
—Entendido.
Jacobs cogió el ratón con más fuerza, como si de un gatillo se tratara. Lo cierto es que durante los ataques con drones había hecho clic con el ratón y visto desaparecer el objetivo envuelto en una bola de fuego. Seguro que el fabricante del hardware nunca había imaginado que sus dispositivos servirían para eso.
Se le aceleró la respiración, aunque sabía que la respiración del tirador iba menguando hasta llegar prácticamente a cero, como tenía que ser para realizar un disparo de largo alcance como aquel. No existía margen de error posible. El tiro tenía que alcanzar y matar al objetivo, así de sencillo.
La limusina se detuvo. Los de seguridad abrieron la puerta. Unos hombres fornidos y sudorosos, con pinganillo y armados con pistolas miraron alrededor para detectar cualquier peligro. Eran bastante buenos, pero eso no bastaba si uno se enfrentaba con la excelencia.
Y todos los ejecutores que Jacobs enviaba eran excelentes.
Ya de pie en la acera, el hombre miró con ojos entornados el resplandor menguante del sol. Se trataba de un megalómano llamado Ferat Ahmadi que deseaba llevar a una nación ya de por sí agitada y violenta por un camino incluso más siniestro. No podía permitirse.
Así pues, había llegado el momento de segar aquel «problemilla» de raíz. Había otras personas en el país deseosas de asumir el poder. Eran menos malvadas que él y estaban dispuestas a dejarse manipular por naciones más civilizadas. En el excesivamente complejo mundo actual, donde los aliados y los enemigos cambiaban de una semana a la otra, aquello era lo máximo a que se podía aspirar. Sin embargo, aquel asunto no era de la incumbencia de Jacobs. Su misión consistía en ejecutar un encargo, especialmente «ejecutarlo».
Recibió dos palabras a través de los cascos: «Sesenta segundos.»
—Recibido, Alfa Uno —respondió. No se le ocurrió añadir una estupidez del tipo «buena suerte», pues aquello no era cuestión de suerte.
Activó la cuenta atrás en un reloj de la pantalla del ordenador.
Observó el objetivo y luego el reloj.
Jacobs contempló a Ahmadi hablando con los reporteros. Tomó un sorbo de café, dejó la taza y continuó observando la escena mientras Ahmadi respondía a las preguntas acordadas. El hombre se alejó un paso de los periodistas. El equipo de seguridad los mantuvo a raya.
Entonces se vio la trayectoria escogida. Por lo que parecía, Ahmadi iba a caminar solo. La idea era mostrar su liderazgo y valentía.
También se trataba de un fallo de seguridad que a ras de suelo podría considerarse nimio. Pero con un francotirador entrenado en una posición elevada, era como una brecha de cincuenta metros en el lado de un barco iluminada por una baliza con una potencia lumínica colosal.
Los veinte segundos se transformaron en diez.
Jacobs empezó a contar mentalmente los últimos instantes con la vista fija en la pantalla. «El hombre muerto está llegando», pensó. Ya casi estaba. La misión prácticamente había finalizado y entonces se dedicaría a su próximo objetivo. Es decir, tras comerse un buen entrecot acompañado de su cóctel preferido y anunciar esa última victoria a sus compañeros de trabajo.
Los tres segundos se convirtieron en uno.
Jacobs no veía nada aparte de la pantalla. Estaba totalmente concentrado, como si fuera él quien iba a disparar el tiro mortífero.
Súbitamente, la ventana quedó hecha añicos.
La bala entró por la espalda de Jacobs tras atravesar la silla ergonómica. Le atravesó el cuerpo y le salió por el pecho. Acabó destrozando la pantalla del ordenador mientras Ferat Ahmadi entraba ileso en el edificio.
Doug Jacobs cayó al suelo.
Ni entrecot ni cóctel. No volvería a alardear de nada.
El hombre muerto había llegado.
2
Corrió por el sendero del parque con una mochila colgada a la espalda. Eran casi las siete de la tarde. Hacía frío y el sol estaba bajo. Los taxis daban bocinazos. Los peatones se dirigían a sus hogares tras una larga jornada de trabajo.
Enfrente del Ritz-Carlton había una hilera de coches de caballos. Los irlandeses con sombreros de copa raídos aguardaban a sus próximos pasajeros mientras oscurecía. Sus caballos piafaban y hundían la cabeza en los cubos de alfalfa.
Era la estampa gloriosa del centro de Manhattan, donde el presente y el pasado se mezclan cual desconocidos tímidos en una fiesta.
Will Robie no miraba a derecha ni a izquierda. Había estado muchas veces en Nueva York. Y muchas veces en Central Park.
No estaba ahí de turismo.
Nunca iba de turista a ningún sitio.
Llevaba la capucha bien encajada y anudada bajo la barbilla para ocultar su rostro. En Central Park había infinidad de cámaras de vigilancia. No quería aparecer en ninguna de ellas.
El puente estaba más adelante. Lo alcanzó, se detuvo y movió las piernas sin correr, para no enfriarse.
La puerta, empotrada en la piedra, estaba cerrada con llave.
Robie tenía una pistola de ganzúa, por lo que la puerta enseguida dejó de estar cerrada.
Se deslizó al interior y cerró la hoja detrás de él. Se trataba de una sala que hacía las veces de almacén y central eléctrica; la usaban los empleados municipales para mantener Central Park limpio e iluminado. Ya habían terminado la jornada laboral y no regresarían hasta las ocho de la mañana siguiente.
Eso le proporcionaría tiempo más que suficiente para hacer lo que necesitaba hacer. Se descolgó la mochila y la abrió. Llevaba todo lo necesario para el trabajo.
Robie acababa de cumplir los cuarenta. Medía casi un metro noventa, un pedazo de hombre con mucho más músculo que grasa. Era fibroso. Los músculos grandes no servían más que para impedirle ganar velocidad cuando la precisión era casi igual de importante.
La mochila contenía varias piezas. Le bastaron dos minutos para convertirlas en un objeto con un uso muy específico.
Un fusil de francotirador.
La cuarta pieza del equipo era igual de valiosa para él: la mira telescópica.
La acopló al riel Picatinny situado en la parte superior del fusil.
Repasó mentalmente todos y cada uno de los detalles del plan veinte veces, tanto el tiro que debía realizar como la huida sin percances que ojalá se produjera a continuación. Ya lo había memorizado todo, pero quería llegar al punto en que ya no le hiciera falta pensar, solo actuar. Así se ahorraría unos segundos valiosísimos.
Tardó unos noventa minutos en conseguirlo.
Entonces cenó. Una botella de G2 y una barrita energética.
Aquella era la idea que Will Robie tenía de una cita de viernes noche con él mismo.
Se tumbó en el suelo de cemento del almacén y dobló la mochila bajo su cabeza para dormir. Al cabo de diez horas y once minutos llegaría el momento de poner manos a la obra.
Mientras otras personas de su edad regresaban a casa para reunirse con sus cónyuges e hijos o salían con compañeros del trabajo o tal vez tenían una cita, Robie estaba solo en poco más que un armario de Central Park a la espera de que apareciera cierta persona para poder matarla.
Podía pensar en su vida actual y no llegar a ninguna conclusión satisfactoria, o podía prescindir de ello. Optó por esto último. Pero quizá no tan rápido como tantas otras veces.
De todos modos, no le costó conciliar el sueño.
Y no tendría problemas para despertarse. Tal como hizo al cabo de nueve horas.
Era de día. Poco más de las seis de la mañana.
Ahora tocaba el siguiente paso importante: su línea de visión. De hecho, era el más crucial.
En el interior del almacén, contempló un muro de piedra vacío con gruesas junturas de argamasa. Pero si uno se fijaba bien, había dos orificios en las junturas, colocados en puntos precisos para permitir ver el exterior. Sin embargo, los orificios se habían vuelto a rellenar con un material flexible teñido para que pareciera argamasa. Todo ello había sido obra de un equipo que la semana anterior fingió realizar tareas de mantenimiento en el parque.
Robie utilizó unas tenazas para sujetar un extremo del material gomoso y extraerlo. Repitió la operación y aparecieron los dos orificios.
Deslizó la boca del fusil por el inferior y se paró antes de llegar al final del agujero. Aquella colocación restringía sobremanera el ángulo de tiro, pero no tenía otra opción. Era lo que había. Nunca actuaba en las condiciones idóneas.
Alineó la mira con el orificio superior a la perfección, con el borde bien asentado en la juntura de argamasa. Así vería a qué disparaba.
Apuntó a través de ella y comprobó todos los factores, incluidos los ambientales, que afectarían a su misión.
La camisa del supresor estaba personalizada para que encajara con la boca y el armamento que cargaba. La camisa reduciría la detonación de la boca y su sonido característico, y repercutiría hacia atrás, hacia la culata del fusil para minimizar la longitud del supresor.
Comprobó la hora. Faltaban diez minutos.
Se colocó el pinganillo y se sujetó la unidad de alimentación al cinturón. Listo su equipo de comunicación.
Volvió a mirar por el visor. El punto de mira estaba suspendido sobre un lugar concreto del parque.
Como no podía mover el cañón del fusil, Robie tendría a tiro a su objetivo durante una fracción de segundo y entonces apretaría el gatillo. Si se retrasaba una milésima de segundo, el objetivo sobreviviría. Si se adelantaba una milésima de segundo, el objetivo sobreviviría.
Robie se tomó con filosofía aquel margen de error. Sin duda había tenido misiones más sencillas. Y también más difíciles.
Tomó aire y relajó la musculatura. Lo normal habría sido tener a alguien que actuara como ojeador de larga distancia. Sin embargo, las últimas experiencias de Robie con compañeros sobre el terreno habían sido un desastre y esta vez había pedido actuar en solitario. Si el objetivo cambiaba de trayectoria o no aparecía, Robie recibiría una orden de retirada a través del pinganillo.
Miró en derredor en aquel espacio reducido. Sería su hogar durante unos minutos más y luego no volvería a verlo. Pero si la cagaba, aquel quizá fuera el último lugar que vería en su vida.
Volvió a consultar la hora. Faltaban dos minutos. No cogió el fusil todavía. Si cogía el arma demasiado pronto, se le quedarían los músculos rígidos y los reflejos se le crisparían, cuando lo que necesitaba era flexibilidad y fluidez.
Cuando faltaban cuarenta y cinco segundos, se arrodilló y presionó el ojo contra la mira y el dedo contra el seguro del gatillo. No había recibido nada por el pinganillo, lo cual significaba que su objetivo estaba en camino. La misión iba a realizarse.
No volvería a consultar la hora. Su reloj interno era ya más preciso que la mejor maquinaria suiza. Se centró en la lente.
Las miras eran fantásticas pero también delicadas. Un objetivo podía perderse en un instante y entonces transcurrían unos segundos preciosos hasta recuperarlo, lo cual era garantía de fracaso. Él tenía su propio método para minimizar esa posibilidad. Cuando faltaban treinta segundos, empezó a exhalar de forma más espaciada para ir reduciendo el ritmo cardiaco y la respiración. Lo que buscaba era la frialdad absoluta, esa sensación dulce para apretar el gatillo que casi garantizaba dar en el blanco y matar. Sin temblor de dedos, ni sacudidas de la mano ni parpadeo del ojo.
Robie no veía a su objetivo. Todavía.
Pero dentro de diez segundos lo oiría y vería.
Y entonces tendría apenas un instante para enfocarlo y disparar.
El último segundo se le presentó en su reloj interno.
Apretó el gatillo.
En el mundo de Will Robie, cuando eso pasaba, no había vuelta atrás.
3
Al hombre que iba haciendo footing no le preocupaba su seguridad. Pagaba a otros para que se ocuparan de ello. Tal vez si hubiera sido más sabio habría sido consciente de que nadie da más valor a una vida en concreto que su dueño. Pero él no se caracterizaba por su sabiduría. Se trataba de un hombre que había tenido conflictos con poderosos enemigos políticos y estaba a punto de pagar por ello.
Al correr, su cuerpo magro se movía arriba y abajo con cada empuje de la cadera y la pierna. Iba rodeado de cuatro hombres, dos que le llevaban una ligera delantera y otros dos que le seguían de cerca por detrás. Los cuatro estaban en forma y adoptaban un ritmo más lento que el normal para seguirlo.
Los cinco hombres tenían estatura y complexión similares y llevaban ropa deportiva negra a juego. Aquello estaba pensado para que fueran cinco posibles objetivos en vez de uno. Brazos y piernas que se balanceaban al unísono, pies que pisaban con fuerza el sendero, cabezas y torsos que se movían en ángulos regulares pero ligeramente distintos. Todo ello no hacía más que aumentar la pesadilla que suponía para un tirador de larga distancia.
Además, el hombre del centro del grupo vestía un ligero chaleco antibalas capaz de repeler la mayoría de los proyectiles de fusil. Solo un disparo en la cabeza podía considerarse letal, pero un disparo de esa naturaleza desde cualquier distancia y sin artilugios ópticos resultaba problemático. Había demasiados obstáculos físicos. Además, tenían espías en el parque; cualquiera que tuviera aspecto sospechoso o portara algo que no pareciera normal quedaría detenido hasta que el hombre pasara. Por ahora lo habían hecho únicamente con dos personas.
No obstante, los cuatro hombres eran profesionales y preveían que, a pesar de sus esfuerzos denodados, podía haber alguien ahí fuera. Iban mirando de un lado a otro y tenían los reflejos aguzados para pasar a la acción de inmediato si surgía algo.
En cierto sentido, la curva que se avecinaba era positiva. Rompía la línea de visión de cualquier posible francotirador, y si al doblarla había otros necesitarían unos diez metros de margen. Aunque estaban entrenados para lo contrario, los cuatro hombres se relajaron ligeramente.
A pesar del supresor, la bala fue lo bastante sonora como para catapultar una bandada de palomas que estaba en el suelo a casi treinta centímetros en el aire. Aletearon y lanzaron arrullos como protesta por aquella perturbación tempranera.
El hombre que estaba en el centro de los corredores se desplomó hacia delante; lo que otrora fuera su cara, convertida en un profundo agujero.
La trayectoria de larga distancia de una bala de 7.92 acumula una energía cinética asombrosa. De hecho, cuanto más lejos llega, más energía acumula. Cuando por fin alcanza un objeto sólido como una cabeza humana, las consecuencias son devastadoras.
Los cuatro hombres observaron incrédulos cómo su protegido caía al suelo con la ropa manchada de sangre, sesos y tejido humano. Sacaron las pistolas y miraron desesperadamente alrededor en busca de alguien a quien disparar. El jefe de seguridad pidió refuerzos por teléfono. Ya no estaban en una misión de protección. Estaban en una misión de venganza.
El problema es que no había nadie de quien vengarse.
Había sido un asesinato con mira telescópica y los cuatro hombres se preguntaron cómo era posible, encima, en la curva.
Las únicas personas que resultaban visibles eran corredores o caminantes. Era imposible que ocultaran un fusil. Todos se habían parado y contemplaban horrorizados al hombre tendido en el suelo. Si hubieran sabido quién era, quizá su horror se habría transformado en alivio.
Will Robie no dedicó ni un segundo a regodearse del excelente tiro que acababa de disparar. Las limitaciones del cañón del fusil y, por consiguiente, del disparo habían sido enormes. Había sido como jugar a darle al topo. Nunca se sabe cuándo o por dónde va a salir el objetivo del agujero. Requiere unos reflejos extraordinarios y una puntería inmejorable.
Pero Robie lo había hecho desde una distancia considerable y con un fusil de francotirador en vez de un mazo infantil. Y su objetivo no era un muñeco. Podía devolverle el disparo.
Cogió los dos tubos de material flexible que había empleado para camuflar los orificios. Extrajo una solución endurecedora de un botellín y la mezcló con unos polvos que llevaba en otro recipiente. Frotó la mezcla en los tubos y los deslizó por los orificios abiertos para rellenar bien los bordes. La mezcla se endurecería en dos minutos y se mezclaría a la perfección con la argamasa. Su línea de visión se había esfumado como el ayudante de un mago dentro de una caja.
Fue desmontando el arma mientras se dirigía al centro de la pequeña estancia, donde había una tapa de alcantarilla. En Central Park había infinidad de túneles subterráneos, algunos de la vieja construcción de la línea de metro, otros que transportaban aguas residuales y agua corriente, y aun otros construidos por motivos que ahora se desconocían, pues habían caído en el olvido.
Robie iba a recurrir a una combinación complicada de todos ellos para salir de ahí como alma que lleva el diablo.
Recolocó la tapa en su sitio tras descender por el agujero. Armado con una linterna, bajó por una escalerilla metálica y tocó tierra firme diez metros más abajo. Se sabía de memoria la ruta que debía seguir. La información relativa a una misión nunca constaba por escrito. La palabra escrita podía descubrirse si el que moría era Robie en vez de su objetivo.
Incluso para Robie, cuya memoria a corto plazo era excelente, había sido un proceso arduo.
Avanzaba de forma metódica, ni rápido ni lento. Había taponado el cañón del fusil con la solución de endurecimiento rápido y lo había lanzado por el túnel; el flujo constante de aguas rápidas lo llevaría hasta el East River, donde acabaría sumergido en el olvido. Y aunque lo encontraran algún día, el cañón taponado no serviría para hacer pruebas de balística.
Lanzó la culata del arma por otro túnel bajo una pila de ladrillos caídos que parecían llevar allí cien años, lo cual era bastante probable. Aunque encontraran la culata, no podría relacionarse con la bala que acababa de matar a su objetivo. No sin el percutor, que Robie ya se había guardado en el bolsillo.
Los olores que se respiraban allí abajo no resultaban agradables. Había más de nueve mil kilómetros de túneles bajo Manhattan, cifra sorprendente para una isla sin mina activa de ningún tipo. Los túneles contenían tuberías que transportaban millones de litros de agua potable al día para satisfacer a los habitantes de la ciudad más poblada de Estados Unidos. Otros túneles se llevaban las aguas residuales generadas por esos mismos habitantes hasta depuradoras gigantescas que las utilizaban en una gran variedad de cosas, pues solían convertir los desechos en algo útil.
Robie caminó al mismo paso durante una hora. Transcurrida la hora, alzó la vista y la vio. La escalerilla con el letrero NIF LE. «El fin» escrito al revés. No le hizo gracia aquel chiste malo. Matar era un asunto serio. No tenía motivos para sentirse especialmente alegre.
Se enfundó el mono azul y el casco que colgaban de un gancho de la pared del túnel. Con la mochila a la espalda, subió por la escalerilla y salió por la abertura.
Robie había cubierto la distancia que separaba la zona media del norte de la ciudad caminando por un túnel. Lo cierto es que habría preferido el metro.
Llegó a una zona en obras con barricadas alrededor de un boquete practicado en la calzada. Varios hombres con monos azules como el suyo trabajaban en algún proyecto. El tráfico discurría alrededor, los taxis tocaban el claxon. La gente iba y venía por las aceras.
La vida continuaba.
Salvo para el tipo que se había quedado en el parque.
Robie no miró a ninguno de los operarios y ni uno solo lo miró a él.
Se dirigió a una furgoneta blanca estacionada cerca de la obra y subió al asiento del pasajero. En cuanto cerró la puerta, el conductor puso la marcha y arrancó. Conocía bien la ciudad y tomó rutas alternativas para evitar buena parte del tráfico para salir de Manhattan y dirigirse al aeropuerto de LaGuardia.
Robie pasó a la parte trasera para cambiarse. Cuando la furgoneta llegó a la terminal donde se dejaba a los viajeros, salió trajeado y con un maletín en la mano y entró en la terminal.
LaGuardia, a diferencia de su igualmente famoso primo, el aeropuerto JFK, era el rey de los vuelos de corta distancia, y el de mayor tráfico para ese tipo de vuelos en comparación con cualquier otro aeropuerto, salvo los de Chicago y Atlanta. El vuelo de Robie era muy corto, unos cuarenta minutos hasta Washington D.C., apenas tendría tiempo de guardar el equipaje de mano, ponerse cómodo y escuchar los gruñidos del estómago porque en un vuelo tan corto no daban nada de comer.
El avión aterrizó en el Reagan National al cabo de treinta y ocho minutos.
Un coche le esperaba.
Subió al vehículo, tomó el Washington Post que había en el asiento trasero y leyó los titulares por encima. Por supuesto, todavía no había salido la noticia, aunque seguro que por internet ya se sabría. No se molestó en leer sobre el asunto. Ya sabía todo lo que hacía falta saber.
Pero al día siguiente, la portada de todos los periódicos del país estaría dedicada al hombre que salió a correr por Central Park por motivos de salud y acabó más muerto que un fiambre.
Robie era consciente de que pocas personas lamentarían su muerte aparte de sus acólitos, cuya oportunidad para infligir dolor y sufrimiento a otros se desvanecería, cabía esperar que para siempre. El resto del mundo aplaudiría la desaparición de aquel hombre.
Robie había matado a villanos con anterioridad. La gente se alegraba, celebraba que otro monstruo acabara sus días, pero el mundo seguía girando tan jodido como siempre, y otro monstruo, quizás incluso peor, sustituiría al difunto.
En aquella mañana clara y fría del habitualmente tranquilo Central Park, su disparo sería recordado durante algún tiempo. Se realizarían investigaciones. Se intercambiarían andanadas diplomáticas. Habría represalias en las que moriría más gente. Y la vida continuaría.
A fin de servir a su país, Will Robie tomaría un avión o un tren o un autobús o, como hoy, iría a pie y apretaría otro gatillo o lanzaría otro cuchillo, o estrangularía a alguien con sus propias manos. Entonces llegaría otro mañana y sería como si alguien hubiera pulsado un botón de reinicio gigantesco para que el mundo siguiera exactamente igual.
Pero él continuaría haciéndolo por un único motivo: si no lo hacía, el mundo no tenía ninguna posibilidad de mejorar. Si la gente un poco valerosa se quedaba de brazos cruzados, los monstruos ganaban cada vez. No pensaba permitirlo.
El coche recorrió las calles hasta el extremo occidental de Fairfax County, Virginia. Franqueó una puerta vigilada. Cuando el vehículo se detuvo, Robie bajó y entró en el edificio. No enseñó ningún tipo de credenciales y no se detuvo para anunciarse.
Recorrió un pequeño pasillo hasta una sala donde permanecería un rato sentado y enviaría unos cuantos correos. Luego regresaría a su apartamento de Washington D.C. Normalmente, después de una misión caminaba por la calle sin rumbo hasta bien entrada la noche. Era su forma de lidiar con las consecuencias de su trabajo.
Ese día solo le apetecía irse a casa y sentarse sin hacer nada más que mirar por la ventana.
Pero no iba a poder ser.
El hombre entró.
El hombre solía aparecer con otra misión para Robie en forma de memoria USB.
Pero en esta ocasión se presentó con el ceño fruncido y nada más.
—Hombre Azul quiere reunirse contigo —se limitó a decir.
Había pocas cosas que el hombre pudiera decir que intrigaran o sorprendieran a Robie. Pero eso sí.
Últimamente, había visto a Hombre Azul a menudo. Pero antes, durante los doce años anteriores, para ser exactos, no lo había visto en absoluto.
—¿Hombre Azul?
—Sí. El coche te está esperando.
4
Jessica Reel estaba sentada sola en una mesa de la sala de espera del aeropuerto. Vestía un traje pantalón gris con una blusa blanca. Calzaba zapatos planos con una tira por encima de cada pie. Eran ligeros y estaban diseñados para garantizar la máxima velocidad y movilidad si tenía que correr.
Su única concesión a la excentricidad era el sombrero que tenía en la mesa que había delante de ella, un panamá color paja con una cinta de seda negra, ideal para viajar porque era plegable. Reel había viajado mucho a lo largo de los años, pero nunca había llevado sombrero en ninguno de esos viajes.
Ahora le parecía un buen momento para empezar a hacerlo.
Recorrió con la mirada a los cientos de pasajeros que arrastraban equipaje con ruedas y llevaban maletines de portátil colgados al hombro mientras acunaban una taza de Starbucks en la otra mano. Eran viajeros que escaneaban nerviosos los monitores electrónicos para comprobar puertas de embarque, cancelaciones, retrasos, llegadas o salidas. Al cabo de minutos, horas o incluso días, si el tiempo se mostraba especialmente inclemente, subirían a bordo de tubos plateados y recorrerían por el aire cientos o miles de kilómetros hasta sus destinos, con la esperanza de llegar con el mismo equipaje y cordura con que embarcaban.
Miles y miles de personas bailaban a este son a diez mil metros de altura todos los días en casi todos los países del mundo. Reel lo había hecho durante años. Pero siempre había ido ligera de equipaje. Sin portátil. Con ropa suficiente para pocos días. Sin llevarse trabajo para hacer. Siempre la aguardaba cuando llegaba a su destino, junto con todo el equipamiento necesario para llevar a cabo la tarea asignada.
Y luego se marchaba dejando atrás al menos un cadáver.
Toqueteó el teléfono. La tarjeta de embarque apareció en pantalla. El nombre que constaba en el billete electrónico no era Jessica Reel, pues eso le habría supuesto un pequeño inconveniente en aquella época tan repentinamente turbulenta.
Su última misión se había desarrollado según el plan establecido, por lo menos no de acuerdo con el plan de su anterior jefe. Sin embargo, se había ejecutado tal como Reel había pensado y un hombre llamado Douglas Jacobs había muerto.
Por eso Reel no solo sería persona non grata en su país, sino también muy buscada. Y la gente para la que había trabajado contaba con infinidad de agentes a los que recurrir para darle caza y acabar con su vida de un modo tan eficaz como el que ella había aplicado a Jacobs.
Aquel supuesto no entraba dentro de los planes de ella, de ahí que tuviera un nombre nuevo, documentación distinta y el panamá. Se había teñido el cabello castaño de rubio. Las lentes de contacto coloreadas habían transformado sus ojos verdes en grises. Y tenía una nariz distinta y un contorno facial renovado gracias a una rápida cirugía plástica. En todos los sentidos cruciales, era una mujer nueva.
Y quizá también más liberal.
Se levantó cuando anunciaron su vuelo. Con zapatos planos medía 1,75 m, alta para ser mujer, pero se mezcló sin problemas entre la multitud. Se encasquetó el sombrero, compró una bebida en Starbucks y se acercó a la puerta más cercana.
El avión despegó con puntualidad.
Al cabo de unos cuarenta minutos un tanto turbulentos, aterrizó dando una fuerte sacudida en la pista minutos antes de la llegada de una tormenta. Las turbulencias no habían preocupado a Reel. Siempre tentaba la suerte y salía vencedora. Podría ir en avión todos los días durante veinte mil años sin tener nunca un accidente.
Sus posibilidades de sobrevivir en tierra firme no eran tan prometedoras.
Desembarcó y se dirigió a la parada de taxis a esperar pacientemente que le tocara el turno.
Doug Jacobs había sido el primero, pero no el último. Reel tenía una lista en su cabeza de quienes cabía esperar que se reunieran con él en el más allá, si es que existía ese lugar para gente como Jacobs.
Pero la lista tendría que esperar. Reel tenía otro sitio adonde ir. Tomó su taxi y se dirigió a la ciudad.
El taxi la dejó cerca de Central Park. El parque siempre era un hervidero de actividad, estaba lleno de gente, perros, eventos y trabajadores, una especie de caos controlado, si es que tal cosa puede existir.
Reel pagó la carrera y dirigió la atención a la entrada del parque más cercana. Entró por la abertura y se acercó lo máximo posible al lugar del suceso.
La policía había precintado una zona muy amplia para buscar pruebas forenses y, con un poco de suerte, encontrar al asesino.
Fracasarían. Reel lo sabía aunque los agentes de policía mejor preparados de Nueva York no lo supieran.
Se colocó hombro con hombro con un grupo de gente justo al otro lado de la cinta policial. Observó la labor metódica de la policía, que cubría cada centímetro alrededor de donde el hombre había caído.
Reel observó el mismo terreno y su mente empezó a llenar los vacíos que la policía ni siquiera sabía que existían.
El objetivo era lo que era. Un monstruo al que había que asesinar.
Eso no interesaba para nada a Reel. Ella había matado a muchos monstruos. Otros ocupaban su lugar. Así funcionaba el mundo. Lo único que se podía hacer era intentar llevar una ligera ventaja.
Ella se centraba en otras cosas. Cosas que la policía no veía.
Alineó la silueta del cadáver trazada en el sendero con los patrones de trayectoria en todas direcciones. Seguramente la policía ya lo había hecho, al fin y al cabo era la primera lección de la ciencia forense. Pero poco después, su capacidad deductiva e incluso su imaginación alcanzarían su límite profesional y, por consiguiente, nunca darían con la respuesta correcta.
Por su parte, Reel sabía que todo era posible. Así pues, tras agotar todas las demás posibilidades y realizar sus propios cálculos mentales para averiguar la posición del tirador, fijó la atención en un muro de piedra. Un muro de piedra en apariencia impenetrable. Era imposible disparar a través de tamaño obstáculo. Y la puerta de aquel lugar, empotrada en el muro, no tenía ninguna línea de visión del objetivo. Y seguro que tenía una cerradura de seguridad. Así pues, la policía la habría descartado de inmediato.
Reel se alejó de la muchedumbre e inició un largo paseo que la condujo primero hacia el oeste, luego al norte y finalmente al este.
Extrajo unos prismáticos y enfocó a la pared.
Se necesitaban dos orificios: uno para la boca del arma, que permitiera una mayor amplitud de la camisa del supresor, y otro para la mira.
Reel sabía con exactitud dónde debían estar y cuán grandes tenían que ser esos orificios. Giró la ruedecilla de los prismáticos. Enfocó el muro con más nitidez. Se fijó en dos zonas de la pared, una más arriba que la otra, ambas ubicadas en las junturas de argamasa.
La policía nunca las vería porque nunca las buscarían.
Pero Reel sí.
No parecía haber ninguna cámara de vigilancia apuntando al muro. ¿Por qué iban a ponerla? No era más que un muro.
Lo cual lo convertía en el lugar perfecto.
En la pared había dos puntos de argamasa de un color ligeramente distinto, como si hiciera menos tiempo que los hubieran aplicado en comparación con el resto. Reel enseguida supo lo que había sucedido: los orificios se habían rellenado justo después del disparo. El endurecedor actuaba como por arte de magia. Durante unas horas, quizás incluso días, la coloración sería ligera, muy ligeramente distinta. Y luego acabaría emparejándose con el resto.
El disparo se había efectuado desde allí. Por tanto, la huida también se habría realizado desde allí.
Reel bajó la mirada hacia el suelo.
Un cuarto de mantenimiento. Tuberías, túneles.
Bajo el parque había un laberinto de túneles: agua, aguas residuales y líneas de metro abandonadas. Reel lo sabía a ciencia cierta. Lo había aprendido para uno de sus asesinatos años atrás. Lugares en los que correr y esconderse bajo la mayor ciudad de Estados Unidos. Había millones de personas en la superficie peleando por tener espacio mientras que ahí abajo se podía estar tan solo como en la luna.
Echó a caminar de nuevo después de dejar los prismáticos a un lado.
La salida se habría producido en alguna zona lejana de la ciudad. Allí, el tirador habría salido al nivel de la calle. Un viaje rápido hasta el aeropuerto o la estación de tren y ya estaba.
El asesino, en libertad.
La víctima, al depósito de cadáveres.
Los periódicos se ocuparían del suceso durante algún tiempo. En algún lugar quizá se produjeran represalias geopolíticas y luego la noticia dejaría de serlo, reemplazada por otras. Una muerte significaba poco. El mundo era muy grande. Y había muchas personas que morían de forma violenta como para centrarse mucho tiempo en una sola.
Reel fue caminando al hotel en que había reservado habitación. Iría al gimnasio para relajar tensiones, se sentaría en la ducha de vapor, cenaría algo y se pondría a pensar en otras cosas.
El paseo a Central Park había tenido una finalidad concreta.
Will Robie era uno de los mejores, por no decir el mejor.
A Reel no le cabía duda de que Robie había apretado el gatillo esa mañana en Central Park. Había eliminado su rastro. Había salido a la superficie. Había tomado un avión a Washington D.C. Se había presentado en la oficina.
Todo rutina, o tan rutinario como todo en el mundo de Robie.
«En mi mundo también. Pero ya no más. No después de Doug Jacobs. El único informe que querrán ahora de mí serán los resultados de mi autopsia.»
Estaba convencida de que a Robie le asignarían otra misión.
«Encontrarme y matarme.»
Se envía a un asesino a matar a otro asesino.
Robie contra Reel. Sonaba bien.
Sonaba al combate del siglo.
Y ella estaba segura de que lo sería.
5
Llovía. Estaba en una sala sin ventanas, pero Robie oía las gotas que golpeteaban el tejado. En las últimas veinticuatro horas había refrescado. Todavía no había llegado el invierno, pero ya asomaba la cabeza.
Puso una palma encima de la mesa y siguió mirando con fijeza a Hombre Azul.
Como es de imaginar, su nombre verdadero no era Hombre Azul, sino Roger Walton, pero Robie siempre se refería a él por su apodo. Este guardaba relación con la posición que ocupaba en las altas esferas, en la Anilla Azul, para ser exactos. Había anillas por encima de la Azul, pero no muchas.
Presentaba el aspecto de un abuelo. Pelo plateado, mejillas caídas, gafas redondas, traje impoluto, corbata roja de cachemir, aguja de corbata de estilo antiguo, cuello de esmoquin.
Sí, Hombre Azul ocupaba una posición muy elevada en la Agencia. Él y Robie habían trabajado juntos con anterioridad. Robie confiaba más en Hombre Azul que en la mayoría de los tipos de allí. La lista de personas de confianza de Robie era bastante reducida.
—¿Jessica Reel? —preguntó Robie.
Hombre Azul asintió.
—¿Estamos seguros?
—Jacobs era su contacto. Jacobs llevaba a cabo una misión con Reel. Pero Jacobs fue quien acabó con un tiro en el cuerpo en vez del objetivo. Posteriormente hemos determinado que Reel ni siquiera estaba cerca del objetivo. Todo fue una farsa.
—¿Por qué matar a Jacobs?
—No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que Reel se ha pasado al otro bando.
—¿Tenéis pruebas de que mató a Jacobs? A lo mejor está muerta y a él lo mató otra persona.
—No. La voz que se oía por la línea con Jacobs justo antes del disparo era la de Reel. Jacobs no tenía ni idea de dónde estaba ella. Ella habría sonado igual estando a mil metros o a mil kilómetros de distancia. —Hizo una pausa—. Realizamos un análisis de la trayectoria del disparo. Reel lo efectuó desde una casa vieja que había más abajo, en la misma calle donde trabajaba Jacobs.
—¿No había ventanas blindadas en el lugar?
—Ahora las habrá. Pero las persianas estaban bajadas y el edificio está protegido contra vigilancia electrónica. Era imprescindible que el tirador conociera con exactitud la disposición de la oficina de Jacobs para realizar ese golpe, de lo contrario habría disparado a ciegas.
—¿Alguna prueba en la casa antigua?
—La verdad es que no. Si Reel estuvo allí, eliminó todas las huellas.
«Claro, es lo lógico, ¿no? —pensó Robie—. Para eso nos adiestran, si tenemos la oportunidad.»
Hombre Azul tamborileó en la mesa con un dedo. Daba la impresión de hacerlo al ritmo de las gotas de lluvia.
—¿Conocías a Reel?
Robie asintió. Sabía que en algún momento se lo iba a preguntar y le sorprendió que hubiera tardado tanto.
—Fuimos subiendo de rango juntos, por así decirlo. Al comienzo tuvimos varias misiones juntos.
—¿Y qué piensas de ella?
—No hablaba mucho, lo cual ya me iba bien porque yo tampoco era muy locuaz. Hacía su trabajo y lo hacía bien. No tenía ningún problema en que ella me cubriera. Siempre consideré que lo haría de forma inmejorable.
—Así fue, hasta esto —comentó Hombre Azul—. Sigue siendo la única mujer que hemos tenido jamás en la unidad.
—Cuando uno está ahí fuera, el sexo no significa nada. Siempre y cuando uno sepa disparar bien bajo presión. Siempre y cuando sepa hacer su trabajo.
—¿Qué más?
—Nunca compartimos nada personal —explicó Robie—. No era una experiencia de camaradería. No estábamos en el ejército. Sabíamos que no íbamos a trabajar juntos mucho tiempo.
—¿Cuánto hace de eso?
—La última misión fue hace más de diez años.
—¿Alguna vez dudaste de su patriotismo?
—Pues nunca me lo planteé. Imaginé que si había llegado tan lejos, la cuestión de la lealtad se daba por supuesta.
Hombre Azul asintió con aire pensativo.
—¿Y por qué estoy aquí? —preguntó Robie—. ¿Recopilas información sobre Reel de la gente que la conocía? Seguro que encontrarás a otras personas que la conocieran mejor que yo.
—No es el único motivo.
El pomo de la puerta giró y apareció otro hombre.
Hombre Azul estaba cerca de lo alto de la cadena trófica de la Agencia. Aquel hombre estaba situado incluso más arriba. Robie no tenía color para referirse a él.
Jim Gelder era el número dos en aquel lugar. Su superior, el director de Inteligencia Central, o DCI, declaraba ante el Congreso, asistía a todas las fiestas, bailaba al son de Washington D.C. y luchaba por conseguir más dólares para su presupuesto.
Gelder hacía todo lo demás, es decir, básicamente gestionaba la Agencia o, como mínimo, las operaciones clandestinas, que muchos consideraban las más importantes.
Tenía cuarenta y pico años, aunque parecía mayor. Había sido esbelto, pero ahora tenía michelines y cada vez menos pelo. Tenía la piel muy dañada por los efectos del sol. No era de extrañar para un hombre que había empezado en los marines, donde el exceso de viento, sol y sal supone un riesgo laboral. Era más alto que Robie y parecía incluso de mayor envergadura.
Lanzó una mirada a Hombre Azul, que asintió con educación.
Gelder se dejó caer en una silla situada frente a Robie, se reclinó, se desabotonó el traje de confección y se pasó la mano por el pelo canoso. Carraspeó antes de hablar.
—¿Te han puesto al día?
—Más o menos —respondió Robie.
Era la primera vez que estaba ante Gelder. No se sentía intimidado, sino curioso. A Robie no le intimidaba nadie, salvo cuando el otro le llevaba ventaja e iba armado, lo cual raras veces ocurría.
—Jessica Reel —dijo Gelder—. Menudo marrón.
—Le he dicho lo que sé de ella, no es gran cosa.
Gelder se toqueteó la uña mellada del pulgar derecho. Robie se dio cuenta de que tenía todas las uñas mordidas a ras. No daba una impresión reconfortante, teniendo en cuenta que era el número dos de los servicios de inteligencia del país. Pero Robie sabía que aquel hombre tenía muchos motivos para preocuparse. Al mundo solo le faltaba un catalizador para reventar.
Gelder había ascendido hasta capitán de corbeta en la Marina antes de pasar a los servicios de espionaje. Había sido el trampolín para una carrera meteórica que culminaba en su cargo actual. Era de todos sabido que podía haber ocupado el primer puesto, pero lo había rechazado. A él le gustaba la acción, hacerle la pelota al Congreso no entraba en sus planes.
—Tenemos que encontrarla —dijo—. Viva o muerta. Preferiblemente viva para averiguar qué coño pasó.
—Entiendo —repuso Robie—. Estoy convencido de que tenéis un plan.
Hombre Azul miró a Gelder. Este alzó la vista hacia Robie y dijo:
—Pues lo cierto es que tú eres el plan, Robie.
Robie no miró a Hombre Azul, aunque era consciente de que tenía la vista clavada en él.
—¿Queréis que vaya a por Reel? —dijo lentamente. Aquella posibilidad nunca se le había ocurrido y de repente se planteó por qué no.
Gelder asintió.
—No soy detective —declaró Robie—. No es mi punto fuerte.
—En eso no estoy de acuerdo contigo, Robie —terció Hombre Azul.
—De todos modos, se trata de enviar un asesino a por otro asesino —resumió Gelder.
—Tenéis a muchos en nómina —replicó Robie.
Gelder dejó de toquetearse la uña.
—Tú estás muy bien recomendado.
—¿Por qué? ¿Por lo ocurrido recientemente?
—Si lo ignoráramos, estaríamos descuidando nuestras obligaciones —dijo Gelder—. Acabas de terminar una misión. Creo que puedes ser de más utilidad buscando a Reel.
—¿Tengo otra opción?
Gelder se lo quedó mirando.
—¿Hay algún problema?
—A pesar de lo que dices, no me considero el hombre adecuado para ese trabajo.
A modo de respuesta, Gelder extrajo una pequeña tableta electrónica del