Título original: Breathing Room
Traducción: Juan Trejo
1.ª edición: diciembre, 2013
© 2013 by Susan Elizabeth Phillips
© Ediciones B, S. A., 2013
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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Depósito Legal: B. 26.757-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-702-8
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Para Michael y Brian Grogan.
Todo autor debería conocer la suerte de teneros a los dos a su lado.
Esto lo digo por si acaso no sabéis lo mucho que os aprecio.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
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Epílogo
Agradecimientos
Le estoy muy agradecida a Alessandro Pini y a Elena Sardelli por mostrarme las bellezas de la Toscana. Bill, no podría haber tenido mejor compañero para aquellos paseos que tú, a pesar de que tuvieses que encoger esos (fabulosos) hombros tuyos para caber en las diminutas duchas italianas. Estoy especialmente agradecida de que Maria Brummel apareciese en mi vida justo a tiempo para ayudarme con las traducciones al italiano. (Gracias, Andy, por haber tenido el buen tino de casarte con una joven tan maravillosa.) Gracias también a Michèle Johnson y Cristina Negri por vuestra inestimable ayuda cuando más la necesitaba.
Una vez más, mis amigas escritoras acudieron en mi ayuda con su perspicacia y sus conocimientos, en especial Jennifer Cruise, Jennifer Greene, Cathie Linz, Lindsay Longford y Suzette Vann. A Jill Barnett, Kristin Hannah, Jayne Ann Krentz y Meryl Sawyer: no puedo imaginar esta obra sin vuestras amistosas llamadas telefónicas. Barbara Jepson, eres el mejor regalo que me haya hecho a mí misma nunca. Sin las muchas cosas que has hecho por mí, de manera tan eficiente y agradable, no habría tenido tiempo para escribir.
Gracias, Zach Phillips, por haber compartido conmigo tu sabiduría acerca de los modelos de comportamiento humano y de metafísica. Lidia, no sólo eres la mejor hermana del mundo, también eres la persona que mejor sabe escuchar. ¡Siempre nos quedará París! Steven Axelrod, te estaré eternamente agradecida por el modo en que nos apoyaste entonces. Ty y Dana, cuánta alegría me ha supuesto este último año que compartieseis vuestra felicidad conmigo. A las «Seppies» del panel de anuncios de mi página web: sois las mejores animadoras del mundo. Cissy Hartley y Sara Reyes han hecho un trabajo increíble creando y manteniendo al día mi página web. Y para todas las lectoras que me envían esas maravillosas cartas y esos estimulantes e-mails, muchísimas gracias. Es una estupenda manera de empezar el día.
Hace tiempo que reconocí el talento y el entusiasmo de la gente de William Morrow y Avon Books, que con tanta frecuencia han ido más allá del deber en lo tocante a mí. Carrie Feron, mi dotada editora y guardiana, también ha sido una maravillosa amiga. Estoy profundamente en deuda con todas las personas que sacan a la venta y venden mis libros, diseñan sus preciosas cubiertas y me animan. Esto incluye a Richard Aquan, Nancy Anderson, Leesa Belt, George Bick, Shannon Ceci, Geoff Colquitt, Ralph D’Arienzo, Karen Davy, Darlene Delillo, Gail Dubov, Tom Egner, Seth Fleischman, Josh Frank, Jane Friedman, Lisa Gallagher, Cathy Hemming, Angela Leigh, Kim Lewis, Brian McSharry, Judy Madonia, Michael Morrison, Gena Pearson, Jan Parrish, Chadd Reese, Rhonda Rose, Pete Soper, Debbie Stier, Andrea Sventora, Bruce Unck y Donna Waitkus. ¡Sois los mejores!
1
Para la doctora Isabel Favor el orden era un valor muy preciado. Durante la semana llevaba trajes chaqueta de color negro y corte exquisito, con zapatos de piel y un collar de perlas rodeando su garganta. Los fines de semana, se decantaba por bonitos jerséis o blusas de seda, siempre de colores neutros. Un buen peinado y todo un surtido de caros cosméticos conseguían domar, por lo general, su cabello rubio, que mostraba una tendencia natural a reordenarse por su cuenta debido a sus rebeldes rizos.
No era una mujer hermosa, pero sus ojos castaño claro estaban ubicados de manera simétrica justo donde tenían que estar, y su frente guardaba una perfecta proporción con el resto del rostro. Sus labios eran tal vez demasiado carnosos, por lo que solía disimular su turgencia con pintalabios claros, y también aplicaba maquillaje a su nariz para cubrir una mancha de pecas. Sus buenos hábitos alimentarios hacían que su piel se mantuviese rozagante y su figura delgada y sana; aunque a ella le habría gustado lucir unas caderas algo menos prominentes. En casi todos los aspectos era una mujer disciplinada, exceptuando la irregular uña del pulgar de su mano derecha. Aunque ya no se la mordía hasta dejársela en carne viva, era marcadamente más corta que el resto. Mordisquearse esa uña era el único hábito que le quedaba de unos conflictos de infancia que no había llegado a superar por completo.
Cuando las luces del Empire State se encendieron al otro lado de las ventanas de su despacho, Isabel se apretó el pulgar en el puño para resistirse a la tentación.
Sobre su escritorio art déco se encontraba el periódico sensacionalista más leído de Manhattan, mostrando la noticia más destacada. Aquel artículo la había perseguido todo el día, pero había estado demasiado ocupada para leerlo. Ahora era el momento de hacerlo.
LA DIVA ESTADOUNIDENSE DE LA AUTOAYUDA ES UNA PERSONA DIFÍCIL, DOMINANTE Y EXIGENTE
La ex secretaria de la famosa conferenciante y autora de libros de autoayuda, la doctora Isabel Favor, afirma que su antigua jefa era una tirana. «Es una maníaca del control», declaró Teri Mitchell tras renunciar a su puesto de trabajo la semana pasada...
—No renunció —aclaró Isabel—. La despedí cuando descubrí un mensaje electrónico de una admiradora escrito dos meses atrás que ella ni siquiera se había molestado en abrir. —Se llevó el pulgar a la boca—. Y no soy una maníaca del control.
—¿A quién pretendes engañar? —Carlota Mendoza vació una papelera en la bolsa de basura de su carrito de limpieza—. También eres... ¿Qué otros calificativos ha utilizado... dominante y exigente? Sí, eso también.
—No lo soy. Limpia esas cosas de ahí arriba, ¿quieres?
—¿Acaso ves que haya traído la escalera? Y deja de morderte las uñas.
Isabel apartó el pulgar de la boca.
—Sigo unas reglas, eso es todo. La falta de amabilidad es un defecto. La tacañería, la envidia y la gula... también son defectos. Pero ¿acaso tengo yo alguno de ellos?
—Tienes una bolsa de chucherías guardada en el fondo del primer cajón, pero mi inglés no es demasiado bueno, así que a lo mejor no he entendido bien lo que significa gula.
—Muy graciosa. —Isabel no creía que comer pudiese aplacar su estrés, pero había tenido un día horrible, así que abrió el cajón de emergencia, sacó dos barras de Snickers y le tendió una a Carlota. Le dedicaría algo más de tiempo a sus cintas de yoga a la mañana siguiente.
Carlota se apoyó en su carrito para abrirla.
—Siento curiosidad por una cosa: ¿nunca llevas vaqueros?
—¿Vaqueros? —Isabel apretó un extremo de la barra de chocolate contra el paladar, tomándose unos segundos para saborearla antes de contestar—. Bueno, antes llevaba. —Dejó la barra en la mesa y se puso en pie—. Trae, dame eso. —Cogió el delantal de Carlota y se lo puso, se quitó los zapatos y la falda de su traje Armani y a continuación se subió al sofá para alcanzar el aplique que colgaba de la pared.
Carlota suspiró.
—Vas a contármelo otra vez, ¿verdad? Lo de que te pagaste la universidad limpiando casas
—Y oficinas y restaurantes y fábricas. —Isabel limpió las filigranas con el dedo índice—. Trabajé de camarera, atendiendo mesas, durante el posgrado. También lavé platos... Detestaba ese trabajo. Mientras escribía mi tesis, trabajé de mensajera para gente rica y perezosa.
—Como lo eres tú ahora, exceptuando lo de perezosa.
Isabel sonrió y se puso a limpiar la parte superior de un marco.
—Estoy intentando decirte algo. Trabajando duro y rezando uno puede lograr que sus sueños se hagan realidad.
—Si desease escuchar algo así, compraría una entrada para una de tus conferencias.
—Bueno, ahora te estoy transmitiendo mi sabiduría gratis.
—Qué suerte la mía. ¿Has acabado ya? Porque tengo que limpiar otras oficinas esta noche.
Isabel bajó del sofá, le devolvió el delantal y ordenó los productos de limpieza del carrito para que tuviese a mano los más necesarios.
—¿Por qué me has preguntado lo de los vaqueros?
—Sólo intentaba imaginármelo. —Carlota se acabó la barra Snicker—. Siempre vas demasiado elegante.
—Tengo que mantener una imagen. Escribí Las Cuatro Piedras Angulares de una vida favorable cuando sólo tenía veintiocho años. Si no hubiese vestido de un modo conservador nadie me habría tomado en serio.
—¿Y ahora qué edad tienes? ¿Sesenta y dos? Ya es hora de que lleves vaqueros.
—Acabo de cumplir treinta y cuatro, y lo sabes.
—Vaqueros y una bonita blusa roja, una de esas ajustadas que te marquen bien las tetas. Y zapatos de tacón alto.
—Hablando de busconas, ¿te he contado lo de esas dos mujeres que hacían la calle y que ahora asisten a mi nuevo curso?
—Esas rameras volverán a ejercer su oficio la semana que viene. No sé por qué pierdes el tiempo con ellas.
—Porque me gustan. Se esfuerzan mucho. —Isabel volvió a sentarse en su silla, empeñada en encontrarle aspectos positivos a aquel humillante artículo del periódico—. Las Cuatro Piedras Angulares funcionan para todo el mundo, ya sean chicas de la calle o santas, y tengo miles de testimonios que lo confirman.
Carlota resopló y encendió el aspirador, poniendo fin a la conversación. Isabel lanzó el periódico a la bolsa de basura y miró hacia la hornacina iluminada en la pared de su derecha, donde se exhibía un magnífico jarrón Lalique de cristal grabado con los cuatro cuadrados entrelazados que formaban el logotipo de Isabel Favor Enterprises. Cada uno de los cuadrados representaba una de las piedras angulares de una vida favorable:
Relaciones sanas
Orgullo profesional
Responsabilidad financiera
Dedicación espiritual
Sus detractores atacaban la idea de las Cuatro Piedras Angulares aduciendo que era demasiado simplista. En más de una ocasión la habían acusado de ser una engreída y una mojigata a partes iguales, pero ella nunca se había vanagloriado de lo que había conseguido. Y tampoco era una charlatana. Ella había puesto en pie una empresa, y también conducía su propia vida, aplicando esos principios, y le gratificaba saber que su trabajo marcaba un antes y un después en la vida de la gente. Tenía cuatro libros en su haber, y un quinto saldría a la venta en pocas semanas; además de una docena de cintas de audio; toda una gira de conferencias concertadas para el año siguiente y una abultada cuenta bancaria. No estaba mal para tratarse de una tímida niñita crecida en un completo caos emocional.
Le echó un vistazo a su ordenado escritorio. También tenía un prometido, una boda que pensaba planificar durante todo un año y papeleo que despachar antes de poder irse a casa esa noche.
Se despidió de Carlota con un gesto cuando ésta se fue con su carrito. Después abrió un sobre de Hacienda que tendría que haber ido a parar a la mesa de Tom Reynolds, su contable y director financiero, pero éste había llamado el día anterior diciendo que estaba enfermo, y a ella no le gustaba que creciesen las pilas de asuntos pendientes.
Nada de eso, sin embargo, significaba que fuese una persona de trato difícil, dominante o exigente.
Rasgó el sobre con un abrecartas con el logo de la empresa grabado. Los chicos de la prensa habían estado llamándola todo el día para conocer su opinión respecto a aquel horrible artículo, pero ella se había negado a hacer comentarios. Aun así, la publicidad negativa le iba a crear problemas. Había erigido su negocio sobre el respeto y el cariño que sentía por sus seguidores, su principal motivo para esforzarse en llevar una vida ejemplar. Una imagen era algo frágil, y ese artículo iba a dañar la suya. La pregunta era: ¿hasta qué punto?
Extrajo la carta y empezó a leer. A mitad de la misma, buscó el teléfono. Justo cuando pensaba que aquel día no podía ser peor, le llegaba una nueva vuelta de tuerca: Hacienda. Y parecía una broma de mal gusto: una multa de un millón doscientos mil dólares por impago de impuestos. Ella era escrupulosamente honrada con sus impuestos, así que debía de tratarse de un error informático, lo cual no significaba que fuese a resultar sencillo solucionarlo. No le gustaba molestar a Tom cuando estaba enfermo, pero él tendría que atender aquel asunto de forma prioritaria a la mañana siguiente.
—Marilyn, soy Isabel. Tengo que hablar con Tom.
—¿Tom? —La voz de la mujer de su director financiero sonaba pastosa, como si hubiese estado bebiendo. Los padres de Isabel solían sonar así—. Tom no está aquí.
—Me alegro de que se encuentre mejor. ¿Cuándo crees que volverá? Me temo que tenemos una emergencia.
Marilyn se sorbió la nariz.
—Tendría que haberte llamado antes, pero... —Rompió a sollozar—. Pero... no podía...
—¿Qué sucede? Cuéntame.
—Se trata de Tom. Él... él... —Sus gemidos se encallaron en su garganta como si fuese un martillo neumático picando asfalto—. ¡Ha hu-hu-huido a Suramérica con mi-mi-mi hermana!
Con su hermana y, como Isabel descubriría menos de veinticuatro horas después, con todo el dinero de Isabel.
Michael Sheridan acompañó a Isabel mientras ésta tuvo que tratar con la policía, así como durante las largas y engorrosas reuniones con los funcionarios de Hacienda. No era, literalmente hablando, sólo su abogado sino el hombre al que amaba, y ella nunca se había sentido más agradecida de que formase parte de su vida. Pero ni siquiera su presencia resultó suficiente para evitar el desastre, pues a finales de mayo, dos meses después de recibir aquella desastrosa carta, sus peores temores se vieron confirmados.
—Voy a perderlo todo —dijo, y se frotó los ojos llorosos, reclinándose en el sillón Queen Anne del salón de su casa del Upper East Side. La habitación estaba recubierta con paneles de cerezo y alfombras orientales iluminadas por la suave luz de lámparas Frederick Cooper. Sabía que las posesiones terrenales eran pasajeras, pero no esperaba que fuesen tan pasajeras—.Tendré que vender esta casa... Mis muebles, mis joyas y todas mis antigüedades. —Tambien tendría que desmantelar su fundación benéfica, que tanto bien había hecho a gente necesitada. Tendría que deshacerse de todo.
No le estaba diciendo a Michael nada que él no supiese ya, sólo intentaba hacerlo real para poder asimilarlo. Al ver que él no respondía, le miró con ternura.
—Has estado callado toda la noche. Te agoto con mis quejas, ¿verdad?
Él se apartó de la ventana desde la que estaba contemplando el parque.
—No eres una quejica, Isabel. Simplemente estás intentando reorientar tu vida.
—Amable como siempre. —Isabel le dedicó una triste sonrisa y enderezó uno de los cojines bordados del sofá.
Ella y Michael no vivían juntos —Isabel no creía en ello—, pero a veces deseaba que así fuese. Vivir separados implicaba el verse muy poco. En los últimos tiempos, apenas habían podido mantener su cena semanal de los sábados. Y en lo referente al sexo... Isabel no recordaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que uno de los dos había sentido deseos de hacerlo.
Desde el momento en que Isabel conoció a Michael Sheridan supo que era su alma gemela. Ambos habían crecido en el seno de familias disfuncionales y habían trabajado duro para pagarse sus estudios. Él era inteligente y ambicioso, tan ordenado como ella e igualmente dedicado a su carrera profesional. Él había sido el primero en escuchar las conferencias sobre las Cuatro Piedras Angulares mientras ella las perfeccionaba, y dos años atrás, cuando ella escribió el libro, él contribuyó en uno de los capítulos ofreciendo el punto de vista masculino. Los admiradores de Isabel estaban al corriente de su relación y no dejaban de preguntarle cuándo se casarían.
A Isabel también le reconfortaban sus discretas y amables miradas. Su cara era fina y delicada, y siempre llevaba el pelo castaño muy bien peinado. No llegaba al metro ochenta, así que no se alzaba sobre ella como una torre, algo que la habría hecho sentir incómoda. Además, era una perso-na razonable y lógica. Y, por encima de todo, contenida. Con Michael nunca había momentos de mal humor o de estallidos repentinos. Era familiar y cariñoso, un tanto remilgado, en el mejor de los sentidos; perfecto para ella. Tenían pensado casarse el año anterior, pero ambos habían estado demasiado ocupados, y les iba tan bien viviendo separados que ella no había sentido la necesidad de precipitar el asunto. El matrimonio podía convertirse en algo caótico, en lugar de algo agradable, incluso en aquellos casos en que había buena base.
—Tengo el informe de ventas de mi nuevo libro. —Intentó controlar su amargura.
—Salió en un mal momento.
—Me he convertido en un chiste en el programa de Letterman. Mientras escribía sobre la piedra angular de la responsabilidad financiera, mi contable me estafaba. —Se sacó los zapatos y los empujó con el pie debajo de una silla para no tropezar con ellos. Si su editor hubiese detenido el lanzamiento del libro, podría haber evitado semejante humillación pública. Su anterior libro había permanecido dieciséis semanas en la lista de los más vendidos del New York Times, pero éste pasaría directamente a las estanterías de las librerías porque nadie querría leerlo—. Habré vendido unos... ¿Cuántos, cien ejemplares?
—No está tan mal.
Pero sí lo estaba. Su editor había dejado de devolverle las llamadas, y la venta de entradas para su gira de conferencias de verano iba tan mal que se había visto forzada a cancelarla. No sólo había tenido que entregar sus posesiones materiales a Hacienda, también había perdido una reputación que le había costado muchos años conseguir.
Respiró hondo para evitar el pánico que amenazaba con superarla, e intentó centrarse en los aspectos positivos. Muy pronto dispondría de todo el tiempo del mundo para planificar su boda. Pero ¿cómo podría casarse con Michael sabiendo que él tendría que mantenerla hasta que lograra valerse por sí misma otra vez? Si es que lo conseguía...
Pero ella creía de verdad en los principios de las Cuatro Piedras Angulares, y no permitiría que los pensamientos negativos la paralizasen. Era un tema que tenían que discutir.
—Michael, sé que es tarde y que estás cansado, pero tenemos que hablar de la boda.
Él había estado sometido a un enorme estrés en el trabajo, y los problemas de Isabel no le habían ayudado demasiado. Ella intentó tocarlo, pero él dio un paso atrás.
—Ahora no, Isabel.
Isabel se recordó que ellos no eran de esas parejas que acostumbran tocarse, e intentó que aquel rechazo no le afectase, en particular habida cuenta de que era muy tarde.
—Quiero que tu vida sea más sencilla, no más dura —dijo—. Últimamente no has dicho nada acerca de la boda, pero sé que estás un poco molesto conmigo por no haber fijado una fecha. Ahora estoy en bancarrota, y la cuestión es que me cuesta mucho aceptar la idea de que alguien me mantenga. Incluso tú.
—Isabel, por favor...
—Sé que vas a decirme que eso no supone ninguna diferencia, que tu dinero es mi dinero, pero para mí sí resulta diferente. Me valgo por mí misma desde los dieciocho, y...
—Basta, Isabel.
Nunca antes había alzado la voz, pero ella se había lanzado como una locomotora, así que no le culpó. La firmeza de Isabel denotaba tanto su fuerza como su debilidad.
Michael se volvió hacia la ventana.
—He conocido a alguien—dijo.
—¿En serio? ¿De quién se trata?
La mayoría de amigos de Michael eran abogados, gente estupenda pero algo aburrida. Sin duda sería agradable añadir alguien nuevo en su círculo de amistades.
—Se llama Erin.
—¿La conozco?
—No. Es mayor que yo, tiene cerca de cuarenta. —Se volvió hacia ella—. Dios, es un desastre. Está un poco rellenita y vive en una especie de manicomio. No le preocupan el maquillaje o la ropa, y nunca lleva nada conjuntado. Ni siquiera tiene un título universitario.
—¿Y qué? No somos unos esnobs. —Isabel cogió la copa de vino que Michael había dejado sobre la mesita de café y la llevó a la cocina—. Aunque a veces podemos ser un poco estirados.
Él la siguió, hablando con una rapidez y energía que ella no había apreciado desde hacía meses.
—Es la persona más impulsiva del mundo. Es terca como un marinero y le gustan las peores películas. Sus chistes son horrorosos, y bebe cerveza, y... Pero está a gusto consigo misma... —Michael tomó aire—. Y ella también me hace sentir a gusto, y... la quiero.
—Entonces seguro que yo también la querré. —Isabel sonrió. Sonrió con todas sus fuerzas. Sonreiría para siempre. Sonreiría hasta que se le petrificase la mandíbula, porque mientras siguiese sonriendo, todo iría bien.
—Está embarazada. Erin y yo vamos a tener un hijo. Nos casaremos en el ayuntamiento la semana que viene.
La copa de vino cayó en el fregadero y se hizo añicos.
—Sé que éste no es el mejor momento, pero...
Isabel sintió un calambre en el estómago. Quería detener a Michael. Detener el tiempo. Hacer retroceder las manecillas del reloj para que nada de eso estuviese ocurriendo.
Él estaba pálido y parecía hundido.
—Los dos sabemos que lo nuestro no habría funcionado —añadió.
El aire se atascó en los pulmones de Isabel.
—Eso no es cierto. Habría sido... Habría...
No podía respirar.
—Excepto para cuestiones de negocios, apenas nos vemos.
Ella boqueó. Aferró la pulsera de oro que llevaba en la muñeca.
—Hemos estado... hemos estado demasiado ocupados, eso es todo.
—¡No hacemos el amor desde hace seis meses!
—Es... es algo temporal. —Apreció en su propia voz el mismo tono histérico de su madre, y se esforzó por mantener la calma—. Nuestra relación... nunca ha estado basada en el sexo. Ya hemos hablado de eso. Es una situación... temporal —insistió.
Michael retrocedió un paso.
—¡Por favor, Isabel! No te engañes. Nuestra vida sexual no está programada en tu jodido ordenador portátil, por eso no existe.
—¡No me hables de ordenadores portátiles! ¡Tú te llevas el tuyo a la cama por la noche!
—¡Al menos me calienta la mano!
Ella sintió como si la hubiese abofeteado.
Él se arrepintió de esas palabras hirientes.
—Lo siento. Eso era innecesario. Y además no es cierto. La mayoría de las veces estuvo bien. Sólo que... —Hizo un leve gesto—. Necesito pasión.
Isabel se aferró a la encimera.
—¿Pasión? Somos adultos. —Intentó sosegarse, respirar hondo—. Si no te hace feliz nuestra vida sexual, podemos... acudir a un sexólogo. —Pero no había remedio. Aquella mujer llevaba en su vientre el hijo de Michael. El hijo que Isabel había planeado tener algún día.
—No quiero ir a un sexólogo. —Bajó la voz—. No es un problema mío, Isabel. Es tu problema.
—Eso no es verdad.
—Es... Pareces esquizofrénica cuando se trata de sexo. Algunas veces está bien, pero la mayoría es como si me estuvieses haciendo un favor y tuvieses prisa por acabar. Aun peor, a veces es como si no estuvieses allí.
—La mayoría de los hombres aprecia las pequeñas variaciones.
—Necesitas controlarlo todo. Quizás ése sea el motivo de que apenas te guste el sexo.
Isabel no podía soportar su compasiva mirada. Era ella la que tendría que compadecerse de él. Había elegido marcharse con una mujer mayor, sin gusto en el vestir, que veía películas malas y bebía cerveza. Y no era una esquizofrénica sexual...
Empezó a desmoronarse.
—Estás muy equivocado. ¡Siempre quiero sexo! ¡Vivo para ello! ¡Sólo pienso en sexo!
—La amo, Isabel.
—No es verdadero amor. Es...
—¡Deja de decirme lo que siento, maldita sea! Siempre lo haces. Crees que lo sabes todo, pero no es así.
Isabel no lo creía. Sólo quería ayudar a la gente.
—No puedes controlar esto, Isabel. Necesito una vida normal. Necesito a Erin. Y necesito al niño.
Ella quería hacerse un ovillo y ponerse a aullar de dolor.
—Entonces quédate con ella. No quiero verte nunca más.
—Intenta comprenderlo. Ella hace que me sienta... no sé... seguro. Sano. ¡Tú eres demasiado! ¡Eres demasiado en todo! ¡Me vuelves loco!
—Bien. Vete.
—Espero que podamos hacer esto de forma civilizada, que sigamos siendo amigos.
—No podemos. Sal de aquí.
Y él así lo hizo. Sin decir una palabra más. Se limitó a darse la vuelta y salir de su vida.
Isabel se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo, pero le faltaba el aire. Llegó tambaleándose hasta la ventana de la cocina y sacó la cabeza para respirar aire fresco. Llovía. No le importó. Inspiró por la boca y rebuscó en su cabeza las palabras necesarias para rezar, pero no las encontró. Y entonces sintió el golpe.
Relaciones sanas
Orgullo profesional
Responsabilidad financiera
Dedicación espiritual
Las Cuatro Piedras Angulares de una vida favorable cayeron sobre su cabeza.
2
Lorenzo Gage era pecaminosamente apuesto. Su cabello oscuro, abundante y aterciopelado y sus ojos azules, fríos y penetrantes, le daban un fiero aspecto. Sus finas cejas negras, que dibujaban sugestivos ángulos, y su frente hablaban de una antigua aristocracia teñida de corrupción. Sus labios eran cruelmente sensuales y sus mejillas podrían haber sido talladas con el cuchillo que empuñaba.
Gage se ganaba la vida matando gente. Su especialidad eran las mujeres. Mujeres hermosas. Les pegaba, las torturaba, las violaba y asesinaba. A veces, con una bala directa al corazón. Otras, rebanándoles el cuello. Una de dos.
La pelirroja que yacía sobre la cama llevaba tan sólo bragas y sujetador. Su piel brillaba como el marfil sobre las sábanas negras de raso mientras la miraba.
—Me has traicionado —dijo él—. No me gusta que las mujeres me traicionen.
La mujer lo miró aterrorizada. Mejor así.
Él se inclinó sobre la cama y apartó la sábana de sus muslos con la punta del cuchillo. Aquel gesto heló la sangre de la mujer. Gritó, se levantó de un brinco y corrió hacia la puerta de la habitación.
A Gage le gustaba cuando se resistían, por lo que la dejó alcanzar la puerta antes de atraparla. Ella luchó por liberarse. Cuando él se aburrió de su resistencia, le torció el brazo. Un violento bofetón la lanzó sobre la cama, con aquellos adorables muslos abiertos. Él no mostró emoción alguna más allá de un sutil parpadeo de anticipación. En ese momento, sus carnosos labios esbozaban una cruel sonrisa, y con una mano se abrió la hebilla plateada del cinturón.
Gage se estremeció. Su estómago era impredecible cuando llegaba la parte de las atrocidades, sabiendo, al contrario que el resto de los espectadores, qué iba a suceder. Había esperado que el doblaje al italiano le distrajese lo suficiente de la carnicería que aparecía en la pantalla y le permitiese ver su última película, pero los vestigios de una desagradable resaca combinados con los serios efectos del jet lag conspiraron en su contra. No era fácil ser el psicópata preferido de Hollywood.
En los viejos tiempos, John Malkovich habría hecho el trabajo, pero desde el momento en que el público posó los ojos en Ren Gage, quiso seguir viendo aquella seductora cara de malvado. Hasta esa noche había evitado ver Alianza sangrienta, pero dado que las críticas habían dejado la película por los suelos, decidió echarle un vistazo. Craso error.
Violador, asesino en serie, matón a sueldo. Una forma diabólica de ganarse el pan. Además de todas las mujeres de las que había abusado hasta la muerte, había torturado a Mel Gibson, golpeado a Ben Afleck en las rodillas con una barra de hierro, provocado una herida casi mortal a Pierce Brosnan, y perseguido a Denzel Washington con un helicóptero dotado de armamento nuclear. Incluso había matado a Sean Connery. Ardería en el infierno por ello. Nadie se la jugaba a Sean Connery.
Aun así, las grandes estrellas solían acabar con él antes de que finalizase la película. A Ren lo habían apaleado, quemado, decapitado y castrado; y eso dolía. Ahora estaba siendo públicamente vilipendiado por haber hecho que la actriz preferida de América se suicidase. Aunque debería tenerse en cuenta que no se trataba de la vida real. ¿O sí? Su propia, real y jodida vida.
Todos aquellos gritos retumbaron en su cabeza. Alzó la vista hacia la pantalla a tiempo de ver el chorro de sangre cuando la pelirroja pasó a mejor vida. Mala suerte, cariño. Eso es lo que pasa cuando te atrapa una cara bonita.
Ni su cabeza ni su estómago podían resistirlo por más tiempo, así que salió del oscuro cine. Sus películas eran un gran negocio a escala in-ternacional, y mientras se mezclaba con la multitud que disfrutaba de la templada noche florentina echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie le reconocía; los turistas y los lugareños estaban demasiado ocupados disfrutando de las ajetreadas calles como para reparar en su presencia.
Lo último que deseaba era tener que vérselas con sus admiradores, de ahí que se hubiese tomado su tiempo para modificar su aspecto antes de salir del hotel, a pesar de que su cara evidenciaba los efectos de haber dormido menos de dos horas. Se había puesto lentes de contacto de color castaño para ocultar sus inconfundibles ojos azul plateado y llevaba el pelo suelto; todavía largo y lustroso debido a la película cuyo rodaje en Australia había finalizado dos días atrás. Tampoco se había afeitado, esperando que de ese modo pasasen desapercibidas las líneas de su mandíbula, marca de sus ancestros, los Médicis. Aunque prefería llevar vaqueros, se vistió según los cánones de un italiano acomodado: camisa negra de seda, pantalones oscuros y unos exquisitos mocasines con un rasguño en uno de los talones, debido a que era tan poco cuidadoso con la ropa como con las personas. Tratar de pasar inadvertido era una experiencia relativamente nueva. Por lo general, si había algún foco por los alrededores, le gustaba ponerse al alcance de su luz. Pero no en ese momento.
Lo mejor era regresar al hotel y dormir hasta el mediodía, pero se sentía inquieto. Si sus colegas hubiesen estado por allí, tal vez podrían haber ido a un club; aunque tal vez no. Los clubes habían perdido todo su atractivo. Por desgracia, Gage era un ave nocturna, por lo que no imaginaba qué podría hacer al respecto.
Pasó frente al escaparate de una carnicería. La cabeza disecada de un jabalí le miró a través del cristal y él apartó la vista. Los últimos dos días habían sido un desastre. Karli Swenson, de la que había sido novio hacía un tiempo, una de las actrices preferidas de Hollywood, se había suicidado la semana anterior en su casa de Malibú, junto a la playa. Karli tenía un largo historial de consumo de cocaína, así que Ren supuso que el suicidio estaba relacionado con las drogas, lo cual le fastidiaba tanto que ni siquiera podía llorar su pérdida. De una cosa estaba seguro: Karli no se había matado por su culpa.
Incluso cuando estaban juntos, Karli se preocupaba más de lo que se metía por la nariz que de él, pero el público la adoraba, y los periódicos sensacionalistas querían historias más suculentas que las cuestiones relacionadas con drogas. No hubo sorpresas: decidieron que había sido culpa de Ren. La crueldad y el desapego que el chico malo de Hollywood manifestaba hacia las mujeres habían llevado a Karli a la tumba.
Todas esas historias en torno al chico malo le habían ayudado a consolidar su carrera, por lo que no podía culpar a los medios, aunque seguía sin gustarle el modo en que lo habían expuesto. Por eso había decidido poner tierra de por medio durante unas seis semanas, hasta que diese comienzo el rodaje de su siguiente película.
En un principio había planeado llamar a una antigua novia, irse al Caribe y reanudar su relación sexual en el punto en que la habían dejado unos meses atrás, antes de iniciar el rodaje de su última película. Pero el alboroto que se había organizado en torno a la muerte de Karli le llevó a querer poner algo más de distancia respecto de Estados Unidos, y acabó decidiéndose por Italia. No sólo era la tierra de sus ancestros, sino también el lugar donde se rodaría su siguiente película. Tendría así la oportunidad de empaparse de la atmósfera, para meterse mejor en la piel de su nuevo personaje. Y de que, ninguna de sus antiguas novias, ansiosas de publicidad, se interpondrían en su camino.
Qué demonios. Podría soportar el estar solo durante unas semanas, hasta que se extinguiera el fuego provocado por el suicidio de Karli, y luego volver a la palestra. De momento, la idea de ir de incógnito suponía suficiente novedad como para tenerle entretenido.
Alzó la vista y se percató de que estaba caminando sin rumbo por el centro de Florencia, en medio de la Piazza della Signoria. No recordaba la última vez que había estado solo. Caminó por los adoquines en dirección al Rivoire y consiguió una mesa bajo el toldo. Un camarero se dispuso a tomar nota de su pedido. Habida cuenta de su resaca, tendría que haber pedido soda, pero él rara vez hacía lo que se suponía que tenía que hacer, así que pidió una botella del mejor Brunello. El camarero tardó demasiado en traerla, por lo que Ren le increpó cuando por fin lo hizo. Su mal humor era fruto de la falta de sueño, de haber bebido y del hecho de que estaba completamente agotado. Era consecuencia de la triste muerte de Karli, y de un sentimiento general respecto a que su dinero y su fama no eran suficientes. Se sentía hastiado, inquieto, y quería más. Más fama. Más dinero. Más... lo que fuese.
Se recordó que su siguiente película le proporcionaría todo eso. Cualquier actor desearía interpretar el papel del villano Kaspar Street, pero se lo habían ofrecido a Ren Gage. Era el papel capaz de darle lustre a toda una carrera, la oportunidad de convertirse en uno de los grandes.
Lentamente, sus músculos se fueron destensando. Asesinato en la noche requeriría meses de duro trabajo. Hasta que diese comienzo el rodaje intentaría disfrutar de Italia. Se relajaría, comería bien y haría aquello que mejor se le daba. Se repantigó en la silla, bebió un sorbo de vino y esperó a que la vida le entretuviese.
Cuando Isabel observó la cúpula rosa y verde del Duomo recortada contra el cielo nocturno, se dijo que la imagen más famosa de Florencia parecía más chillona que imponente. No le gustaba la ciudad. Incluso por la noche estaba atestada de gente y era bulliciosa. Italia tal vez gozase de una merecida tradición como lugar al que acudían para curarse mujeres aquejadas de cuitas sentimentales, pero, para ella, salir de Nueva York había sido un terrible error.
Se dijo que tenía que tener paciencia. Había llegado el día anterior, y Florencia no era su meta final. El destino, y el cambio de opinión de su amiga Denise, así lo habían dispuesto. Denise había soñado durante años con viajar a Italia. Finalmente se había decidido a pedir una excedencia en su trabajo de Wall Street y había alquilado una casa en la campiña de la Toscana para septiembre y octubre. Había pensado aprovechar ese tiempo para empezar a escribir un libro acerca de estrategias de inversión para mujeres solteras. «Italia es el lugar perfecto para encontrar la inspiración —le había dicho Denise a Isabel por encima de una pera glaseada y una ensalada de endibias en Jo Jo’s, el restaurante favorito de ambas—. Escribiré todo el día, después degustaré platos exquisitos y beberé buen vino por la noche.»
Pero poco después de firmar el contrato de alquiler de la casa de sus sueños en la Toscana, Denise encontró al hombre de sus sueños y declaró que le era imposible marcharse de Nueva York. Así fue como Isabel acabó aceptando hacerse cargo durante esos dos meses del razonable alquiler por una casa en la Toscana.
No podría haber sucedido en mejor momento. Vivir en Nueva York se había convertido en algo insoportable. La empresa de Isabel Favor había dejado de existir. Había cerrado su oficina. No tenía contrato editorial alguno, ni gira de conferencias, y disponía de poco dinero. Su casa de la-drillo rojo, así como casi todas sus posesiones, habían caído bajo el mazo implacable del auditor, porque no podía hacerse cargo de las deudas. Incluso había perdido el jarrón de cristal Lalique grabado con su logotipo. Lo único que le quedaba era su ropa, una vida partida por la mitad y dos meses en Italia para concebir cómo empezar de nuevo.
Alguien la empujó y ella trastabilló. Se hizo un claro en la multitud, y la neoyorquina que llevaba dentro dejó de sentirse segura, así que se encaminó por la Via dei Calzaiuoli hacia la Piazza della Signoria. Mientras caminaba, se dijo que había tomado la decisión adecuada. Sólo romper de forma clara con lo conocido podía aclarar su mente lo suficiente como para poder controlar los sentimientos que le llevaban a desear llorar desconsoladamente. Después de un tiempo, estaría en disposición de seguir adelante.
Había trazado un plan muy concreto de cómo daría comienzo a la reinvención de su propia vida. Soledad. Descanso. Contemplación. Acción. Cuatro partes, como las Cuatro Piedras Angulares.
«¿Has actuado alguna vez de forma impulsiva? —le había dicho Michael—. ¿Tienes que planificarlo todo?»
Habían pasado poco más de tres meses desde que Michael la había dejado por otra mujer, pero su voz resonaba en su conciencia tan a menudo que a duras penas podía pensar. Hacía un mes lo había visto fugazmente en Central Park con el brazo por encima del hombro de una mujer embarazada de aspecto desaliñado, e incluso a veinte metros de distancia Isabel había oído sus risas, un poco ridículas, casi estúpidas. Durante todo el tiempo que habían pasado juntos, nunca se comportaron de forma estúpida. Isabel temía ahora haber olvidado cómo hacerlo.
La Piazza della Signoria estaba tan abarrotada de gente como el resto de Florencia. Los turistas se arremolinaban alrededor de las estatuas, y un par de músicos rasgueaban sus guitarras cerca de la fuente de Neptuno. El intimidante Palazzo Vecchio, con su almenada torre del reloj y los estandartes medievales, se alzaba sobre el bullicio nocturno tal como venía haciéndolo desde el siglo xiv.
Aquellos zapatos de piel, por los que había pagado trescientos dólares el año anterior, la estaban matando, pero la idea de regresar al hotel le resultaba demasiado deprimente. Vio los toldos de color beige y marrón del Rivoire, un café incluido en su guía de viaje, y se abrió paso entre un grupo de turistas alemanes para hacerse con una mesa.
—Buona sera, signora... —El camarero debía de tener sesenta años, por lo menos, pero eso no le impidió flirtear con ella mientras tomaba nota de la copa de vino que pidió. Le habría encantado comerse un buen risotto, pero los precios eran tan altos como las calorías que contenían los platos. ¿Cuánto tiempo hacía que no se preocupaba por los precios de los menús?
Cuando el camarero se fue, colocó el salero y el pimentero en el centro exacto de la mesa y después desplazó el cenicero hasta el borde. Mi-chael parecía muy feliz con su nueva vida. «Eres demasiado —le había dicho—. Demasiado en todo.» Entonces ¿por qué se sentía tan poca cosa?
Se bebió la primera copa de vino más deprisa de lo que debería haberlo hecho y pidió otra. La larguísima relación con los excesos personales de sus padres le había llevado a recelar del alcohol, pero se hallaba en el extranjero, y el vacío que había estado creciendo en su interior durante meses se había vuelto insoportable.
«No es un problema mío, Isabel. Es tu problema.»
Se había prometido a sí misma no darle más vuelta al asunto esa noche, pero al parecer no lo conseguía.
«Necesitas controlarlo todo. Quizás ése sea el motivo de que apenas te guste el sexo.» Ese comentario había sido muy injusto. Le gustaba el sexo. Incluso había empezado a juguetear con la idea de tener un amante para probar qué se sentía, pero se oponía a mantener relaciones sexuales sin un compromiso afectivo. Era otro detalle del legado que había supuesto presenciar los errores de sus padres. Limpió el rastro de carmín que había dejado en la copa de vino. El sexo suponía complicidad, pero Michael parecía haberlo olvidado. Si no estaba satisfecho, tendría que haberlo hablado con ella.
Sus pensamientos estaban haciendo que se sintiese peor de lo que se sentía cuando llegó a la piazza, así que se acabó su segunda copa de vino y pidió otra. Una noche de exceso difícilmente la convertiría en una alcohólica.
En la mesa de al lado, dos mujeres fumaban, gesticulaban y elevaban los ojos al cielo ante la absurdidad de la vida. Un grupo de estudiantes americanos, justo a su espalda, se atiborraban de pizza y helado, mientras una pareja de viejos se miraban mientras tomaban sus aperitivos.
«Quiero pasión», había dicho Michael.
Las implicaciones eran demasiado dolorosas como para tenerlas en cuenta, así que observó las estatuas al otro lado de la piazza, las copias de El rapto de las Sabinas, el Perseo de Cellini y el David de Miguel Ángel. Después sus ojos se posaron en el hombre más increíble que había visto jamás, sentado tres mesas más allá. Era un retrato de decadencia italiana enfundado en una arrugada camisa de seda negra con una oscura sombra de barba en su mandíbula, el pelo largo y unos ojos sensuales. Dos largos y elegantes dedos rodeaban la copa de vino que pendía indolente de su mano. Parecía un hombre rico, arruinado y aburrido: Marcello Mastroianni sin su cara de comediante y esculpido como la belleza masculina perfecta propia de un nuevo milenio presidido por la avaricia. Había algo vagamente familiar en él. Su cara podría haber sido pintada por uno de los maestros del Renacimiento, Miguel Ángel, Botticelli, Rafael. Tal vez por eso tenía la sensación de haberlo visto antes.
Se dispuso a estudiarlo con detenimiento, sólo para comprobar que él también la estudiaba...
3
Ren la había estado observando desde su llegada. Había pasado por dos mesas vacías antes de encontrar la que le satisfacía. Había colocado bien la sal y la pimienta en cuanto se sentó. Una persona refinada. La marca de su inteligencia resultaba tan visible como sus zapatos de diseño italiano, e incluso a aquella distancia irradiaba una seriedad y una determinación que él encontró tan sexy como sus labios carnosos.
Aparentaba poco más de treinta años, su maquillaje era discreto y su vestuario sencillo, del tipo que tan bien sentaba a las mujeres europeas. Su cara era más intrigante que hermosa. No era una de esas delgaduchas actrices de Hollywood, pero le gustaba su cuerpo: pechos en proporción a sus caderas, cintura fina y la promesa de unas largas piernas bajo aquellos pantalones negros. El pelo rubio de aquella mujer tenía unas mechas con las que sin duda no había nacido, pero él habría apostado a que era lo único artificial en ella. No tenía uñas ni pestañas postizas. Y en caso de haberse implantado silicona en los pechos, los habría mostrado en lugar de esconderlos bajo aquel bonito jersey negro.
Vio que se acababa la primera copa de vino y pedía otra. Le dio un mordisquito a la uña de su pulgar. El gesto parecía fuera de lugar en una mujer como ella, lo cual la convirtió en algo extrañamente erótico.
Observó también al resto de mujeres que había en el café, pero sus ojos volvieron a ella, que en ese momento se acababa la segunda copa de vino. Las mujeres solían irle detrás, él nunca las buscaba. Pero había pasado bastante tiempo desde la última vez y esa mujer tenía algo.
Qué demonios.
Se retrepó en la silla y le dedicó una de sus patentadas miradas ardientes.
Isabel sintió sus ojos sobre ella. Aquel hombre rezumaba sexualidad. Su tercera copa de vino le llevó a superar su deprimente estado de ánimo, y su atención se agudizó. Ese hombre sin duda sabía lo que era la pasión.
Ren se inclinó ligeramente hacia un lado y enarcó una de sus oscuras y angulares cejas. Ella no estaba acostumbrada a tan flagrantes insinuaciones. Los hombres guapos se acercaban a la doctora Isabel Favor en busca de consejo, no de relaciones sexuales. Era demasiado intimidante.
Desplazó el salero y el pimentero un centímetro hacia la derecha. No parecía americano, y su trabajo aún no tenía difusión internacional, por lo que él no podía haberla reconocido. No, aquel hombre no estaba interesado