Título original: The Toucan Lodge
Traducción: Máximo González Lavarello
1.ª edición: enero, 2014
© 2014 by Carlos Mundy
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito Legal: B. 29.286-2013
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-715-8
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En memoria de mi querido padre, Rodney Meynell Mundy.
A Su Santidad el decimocuarto Dalai Lama, mi guía espiritual.
A S.A.R. el Conde de Barcelona, el gran patriota.
A S.M. el Rey don Juan Carlos, el padre de la democracia.
A todos los hombres y mujeres que han sacrificado su vida en nombre de la libertad.
Aunque lo que se relata en este libro está basado en hechos históricos reales, algunos de los personajes y situaciones son ficticios y producto de la imaginación del autor.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Agradecimientos
Prefacio
1. Reflexiones
2. Carlos y yo
3. Primeros recuerdos
4. La Costa Azul
5. Sueños rotos
6. Una nueva vida
7. Un nido de espías
8. El resplandeciente Cairo
9. Enlace en el desierto
10. De vuelta en España
11. Volviendo a casa
12. Una breve visita a París y el final de la Segunda Guerra Mundial
13. Termina la pesadilla
14. Un hombre casado
15. Los sesenta
16. El juicio del barón
17. Una pérdida irreparable
18. Volver a empezar
19. Fantasmas del pasado
20. Carlos y yo
Epílogo
El autor
Agradecimientos
Agradezco en especial a Phryne Alabaster Mundy por sus recuerdos de aquellos días y por los años de su vida que compartió con nuestro padre.
A Alicia Balenchana y Sandoval, que me ayudó mucho con sus recuerdos de Madrid durante la Segunda Guerra Mundial.
A mi hermana Charis por su trabajo de edición y a mis amigos en todo el mundo por su apoyo constante y su comprensión.
Prefacio
Cuando mi padre me confesó en Costa Rica que había sido miembro del MI6, quedé fascinado. Desde entonces, cada vez que nos veíamos, trataba de convencerlo, en vano, de que escribiera su historia.
Sin embargo, tras su repentino fallecimiento descubrí, para mi sorpresa, que había estado tomando notas y que incluso había llegado a redactar algunos pasajes de lo que, de no haber muerto de manera inesperada, habría sido su autobiografía. De modo que decidí, en homenaje a su vida, encargarme de terminar lo que él había empezado.
Partiendo de sus notas autobiográficas, de sus escritos, de las historias que me contaba y de los recuerdos de Phryne, conseguí vislumbrar aquel pasado y dar forma a la columna vertebral de la historia. A pesar de ello, como el material presentaba demasiados huecos, decidí que, en lugar de una biografía, con la historia de mi padre haría una novela. Eso me proporcionó la libertad de cambiar los nombres de algunos personajes a fin de proteger la identidad de sus descendientes, convertir en ficción ciertos acontecimientos y llenar los mencionados huecos a conveniencia de la narración.
Puesto que La Posada del Tucán es una obra de ficción basada en la vida de mi padre, me propuse escribirla como si el narrador fuera la conciencia de mi propio padre rememorando su vida.
Espero que disfruten leyendo la historia tanto como yo he disfrutado escribiéndola. Algunos personajes desempeñaron un papel determinante en la historia del siglo xx. Al fin y al cabo, dicen que aquellos que olvidan su historia están condenados a repetirla.
Carlos Mundy
Tánger, julio de 2009
1
Reflexiones
Londres, 27 de octubre de 1922, mi lugar y fecha de nacimiento... No conservo demasiados recuerdos de mi infancia, ni siquiera de mi vida, pero haré lo posible por acordarme. Desde que fallecí, mi memoria ha empezado a desvanecerse, y pareciera que, poco a poco, la línea entre ficción y realidad ha ido difuminándose.
De haber seguido viviendo, pronto cumpliría ochenta y nueve años... Debo confesar que nunca esperé las tribulaciones de la vejez y que, en retrospectiva, me alegro de que todo haya sucedido como sucedió, de que haya muerto tranquilamente mientras dormía.
2
Carlos y yo
Mi segundo hijo, Carlos, y yo decidimos pasar diez días en Costa Rica antes de nuestras vacaciones en Jamaica, donde íbamos a dar la bienvenida al año 1992 con algunos amigos de la familia. Llevábamos demasiado tiempo sin pasar una temporada juntos. Mis otros dos hijos y mis dos hijas tenían sus propios planes para Navidad.
Nos quedamos tres días en San José, en el Gran Hotel, lo que, sumado a las espléndidas reuniones en las bellas casas de algunos amigos que habían vivido en España, y a nuestros recorridos por el Valle Central, resultó una experiencia agotadora. Visitamos el volcán Poas y quedamos impresionados por aquel paisaje de otro mundo. La visión de su piscina sulfurosa, envuelta en el humo y el vapor que emanaban de las fumarolas, fue una vivencia tan asombrosa que no la olvidaré en toda la eternidad.
Nada de lo que aconteció esos días podía hacerme presagiar que todos los fantasmas de mi pasado estaban a punto de regresar. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió, y de la forma más inesperada.
Carlos lo había arreglado todo para que estuviéramos el 21 de diciembre en Puerto Viejo de Talamanca, un pequeño pueblo en la costa del Caribe, a pocos kilómetros de la frontera con Panamá. Nuestros amigos de San José nos informaron de que un devastador terremoto había asolado la zona hacía unos meses, y sugirieron que cambiásemos de planes y nos alojáramos en un centro turístico de la costa del Pacífico. Sin embargo, una revista le había encargado a Carlos un artículo sobre Puerto Viejo y sus habitantes, por lo que él insistió en ceñirnos al plan original. Además, había hecho reservas en La Posada del Tucán. De modo que la mañana del 21 de diciembre partimos hacia la costa del Caribe en un cuatro por cuatro que habíamos alquilado.
Tomamos la autopista de Guapiles hacia Limón, que atraviesa el parque nacional Braulio Carrillo. El paisaje consistía en laderas de montes cubiertas por una espesa vegetación de color verde esmeralda. Carlos tenía ganas de que nos detuviéramos y recorriésemos a pie el sendero de Los Niños, de unos setecientos metros, pero yo quería alcanzar nuestro destino antes de que anocheciera. Aunque en aquel momento no dije nada, ya había hecho algo de turismo por mi cuenta y deseaba llegar cuanto antes al hotel para relajarme y tomar algo.
Sobre las tres de la tarde, llegamos a la enorme finca tropical frente a la playa, donde se erigía La Posada del Tucán. Lo primero que vimos fue un bungaló de madera rodeado de una barandilla, un comedor y el vestíbulo de recepción en el sótano. Alguien nos dijo que el dueño, un costarricense de San José llamado Martín Jiménez, había comprado aquel terreno hacía ya muchos años, pero que no se había puesto a edificarlo hasta hacía poco.
Nos estaban esperando. Un tico1 pequeño pero fornido que hacía las veces de recepcionista nos recibió con una sonrisa.
—Buenas tardes, señores. ¿Han tenido buen viaje? Me llamo José y estoy a su servicio —dijo, al tiempo que hacía sonar una campanilla.
Entonces, Billy entró en la recepción, tan rápido que parecía que hubiera estado esperando detrás de la puerta. Se trataba del botones de la casa, un apuesto joven que, según calculó Carlos de inmediato, debía de pertenecer a la tribu de los indios bribri. Nos condujo hasta nuestras cabañas y se marchó, siempre con una sonrisa de oreja a oreja. Los bungalós se erigían en medio de una frondosa y exuberante vegetación, y un jardín en el que volaban loros y tucanes. Mi hijo y yo estábamos encantados con la belleza y la atmósfera tan relajada del idílico lugar, que nos permitió descansar del viaje. Era un sitio encantador que rezumaba buen gusto y refinamiento, con un toque de lujo nada pretencioso. Las cabañas, hechas de bambú, contaban con un porche y, aunque sencillas, resultaban sumamente acogedoras.
Me encontraba deshaciendo el equipaje y pensando en tomarme un whisky antes de cenar, cuando oí un grito escalofriante, un alarido aterrador como jamás volvería a escuchar. Salí corriendo de mi habitación y vi a Carlos, lívido, haciendo lo mismo.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien?
—Sí, sí —respondió, aún temblando—. ¡Hay una enorme serpiente verde y naranja en mi cuarto de baño! Apareció de repente detrás de mí, y a punto ha estado de morderme.
Para entonces, José y el joven indio se habían unido a nosotros. Entramos todos juntos en la habitación de Carlos, pero no había señales del reptil por ningún lado.
—Esas serpientes son bastante venenosas, pero raramente muerden a nadie; a menos que se sientan acorraladas —dijo el indio, mirándome a los ojos como anticipando algo que no conseguí descifrar, y sin mostrar intención alguna de cazar al ofidio.
Tras la bienintencionada pero larga diatriba de José acerca de los pros y los contras de la vida en los bosques, decidimos que Carlos cambiase de cabaña y tratamos de olvidar el incidente.
Una vez que nos instalamos, salimos a darnos un baño para refrescarnos. Seguimos un estrecho camino de tierra que recorría la costa hasta Punta Uva, porque nuestros amigos nos habían dicho que se trataba de la playa más bonita de la zona. Era evidente que había sido un paraíso, pero la devastación causada por el terremoto saltaba a la vista. Las inundaciones posteriores al mismo habían arrastrado hacia el mar miles de toneladas de madera y escombros, que la marea se había encargado de devolver a las playas. De todas formas, teníamos tantas ganas de nadar que nos zambullimos en aquellas aguas cálidas y cristalinas, siempre con un ojo puesto en los troncos que flotaban.
De vuelta en el hotel, nos duchamos, nos vestimos con ropa cómoda y fuimos al bar adyacente al comedor descubierto a tomar algo antes de cenar. Entonces me fijé, horrorizado, en el hombre que estaba sentado a la barra, a cuyos pies había un par de rottweilers. Tenía la espalda muy recta, el cabello rubio, ondulado, y contemplaba la entrada con expresión amarga, mientras bebía lentamente una cerveza. Cuando miré aquellos ojos azules y fríos como el hielo, un escalofrío me recorrió la espalda. El hombre, que era el dueño de La Posada del Tucán, se puso de pie para darnos la bienvenida. Apenas si conseguí esbozar una sonrisa.
—Ustedes deben de ser los señores Mundy —dijo con amabilidad—. Me llamo Martín Jiménez. Me alegro de tenerlos aquí. José les servirá unos tragos de bienvenida.
No creo que Carlos se percatase de mi estupefacción. El rostro de Jiménez me resultaba inquietantemente familiar, pero era incapaz de determinar dónde lo había visto antes. Aquella noche no estuve muy conversador, y me costó terminar la cena. Ver a Martín Jiménez me había trastornado profundamente.
De regreso en mi habitación, me pasé casi toda la noche en vela. Mi mente iba de un lado a otro tratando de rescatar recuerdos enterrados que había decidido olvidar hacía ya mucho tiempo. ¿De dónde recordaba yo aquella cara? No paraba de dar vueltas en la cama, sudando a causa de la ansiedad, incapaz de resolver el enigma. Mi mente era como un caballo salvaje y, por más que lo intentaba, no había manera de domarla. Aún tenía edad para recordar el rostro de una persona, pero habiendo conocido a tanta gente a lo largo de la vida, me resultaba muy difícil acordarme de la situación en que lo había hecho. Supongo que, en otras circunstancias, no me habría quejado de ese pequeño inconveniente, pero este caso era distinto. Aquella cara me perturbaba, y su visión había avivado el miedo que llevaba décadas morando dentro de mí.
Aunque hay pocas cosas que deteste más que levantarme temprano, al día siguiente lo hice antes del amanecer. Quedarse en la cama podía ser un ejercicio altamente peligroso. Me reuní con Carlos para desayunar y planeamos el día. Había estado lloviendo toda la noche y aún caían algunas gotas, pero eso no impidió que visitásemos una de las tres reservas indias que había en la sierra de Talamanca. Las tierras donde viven esas antiguas gentes están protegidas contra el desarrollo comercial de modo diverso; la caza, por ejemplo, está prohibida, salvo la que los indios llevan a cabo para su estricta supervivencia, y para acceder a las reservas se requieren permisos especiales.
José nos sugirió que visitáramos a Mauricio Salazar, un indio bribri que vivía en una parcela de selva de catorce hectáreas, donde había edificado tres simpáticos bungalós de estilo indígena. José le había dicho a Carlos que Mauricio tenía un permiso para visitar la reserva Kekodi y que podía conseguir otros dos sin mayores dificultades, de manera que me encontré siguiendo a mi hijo cuesta arriba por un sendero resbaladizo hacia las Cabinas Chimuri, el hogar de Mauricio.
Cuando llegamos, yo estaba casi sin aliento. Nos recibió una joven alemana encantadora que, como pronto descubrimos, era novia de Mauricio. Nos explicó las dificultades que entrañaba la adquisición de permisos, pero insistió en que merecían la pena, puesto que conocer a los indígenas resultaría una experiencia inolvidable y caminar por la selva sería maravilloso. Tuve mis dudas, ya que uno no es muy ágil cuando está a punto de cumplir setenta años, pero a Carlos le entusiasmaba la idea. De todas formas, quedamos en que llamarían al hotel para avisarnos cuándo tendría lugar la excursión. Mauricio, que se encontraba temporalmente ausente, sería nuestro guía.
Una vez que volvimos al coche, le sugerí a Carlos que organizase también una jornada de pesca, ya que me habían dicho que el sábalo era muy bueno en esa zona del Atlántico. Así que fuimos a ver a Willy Burton, un pescador local amigo de José. Volvimos a tomar el camino de tierra de la costa, dejando atrás Punta Uva, hasta que llegamos a Manzanillo. Willy vivía al final del camino, en una casa construida sobre pilotes en la orilla de un río cercano al océano, siguiendo el curso del cual se podía llegar a Panamá. Se trataba de un hombre bajo y regordete, de unos cincuenta años, que iba vestido con pantalones cortos y un par de viejas botas Wellington, con su torso bronceado y velludo al desnudo.
—Buenos días —lo saludé—. Me gustaría ir de pesca un día de éstos. José me ha dicho que usted puede organizarlo todo.
Willy tenía una expresión amable y un brillo un tanto travieso en los ojos. Nos indicó que lo siguiéramos hasta un cobertizo donde guardaba un bote que necesitaba una buena mano de pintura. Lo señaló con el dedo y soltó una carcajada.
—Éste es su velero, señor, pero ahora el tiempo no es bueno. El mar está embravecido a causa de la luna nueva. Zarparemos tan pronto como cambie el tiempo. ¡Me vendrá bien ganar algo de pasta! —reconoció, riendo de nuevo, probablemente al advertir la expresión de incredulidad de Carlos cuando vio el bote.
De repente, nos interrumpió un anciano de aspecto impactante, un indio bribri que debía de andar por los setenta. No llevaba puesto más que un pantalón corto y tenía una larga cabellera que le caía sobre los hombros. Se presentó como Roberto, el chamán. Mientras Willy y yo hablábamos de pesca, Carlos empezó a conversar animadamente con el recién llegado, y no tardamos en recibir una invitación para visitarlo en la reserva. Mi hijo estaba tan entusiasmado que decidió que su artículo se centraría en aquel hombre.
Para cuando nos despedimos, el tiempo no había mejorado; con todo, fuimos a darnos un baño a Punta Uva. Yo quería convencer a Carlos de que fuéramos a la costa del Pacífico en cuanto tuviera listo su artículo. Llovía demasiado para mi gusto, aunque mi deseo de escapar de allí se debía más a lo inquieto que me sentía desde que había visto a Martín Jiménez, que al tiempo.
Ni mis hijos ni mi mujer sabían nada de mi pasado, pues yo nunca había querido que se vieran involucrados en él. Después de 1977 había decidido hacerlo a un lado, y lo había conseguido.
Volví a verlo aquella noche. Nos dirigíamos al coche para salir a cenar, cuando él salió del bungaló principal. Esta vez fingió no habernos visto, aunque, al subir al vehículo, sentí su mirada fija en mí.
—¡Ese hombre me da escalofríos! —comentó Carlos mientras entrábamos en un pequeño restaurante iluminado con luces de neón.
—Estaba pensando exactamente lo mismo —murmuré.
Sólo Dios sabe qué hacíamos en un restaurante tan horrible ni por qué Carlos estaba preguntando por alguien que atendía al nombre de Johnny el Guapo. Comimos una cena mediocre y luego, mientras tomábamos té, llegó el amigo de Carlos, quien resultó ser un camello de las hierbas sagradas de los indios. Mi hijo quería probarlas con la excusa de hacerlo en aras de su investigación. No me pareció buena idea, pero sabía lo cabezota que era. Una vez que decidía hacer algo, nada podía yo hacer para que cambiase de opinión.
Mientras Carlos hablaba con el Guapo, quien, huelga decir, era una de las personas más feas que yo hubiese visto jamás, me quedé sentado en silencio, sintiéndome un tanto estúpido. No obstante, Johnny tenía una sonrisa de lo más afable, y no parecía un tipo peligroso. Su tez era muy oscura, y nos explicó que era hijo de madre nativa y padre colombiano. Nos sugirió que lo acompañáramos en coche hasta la casa de un amigo, donde cogería algo de maría.
A pesar de todo, me divertía bastante con aquella aventura. El camello tenía un gran sentido del humor y, antes de darnos cuenta, mi hijo y yo estábamos disfrutando de su compañía, partiéndonos de risa como si hubiéramos fumado hierba. Condujimos colina arriba hasta una granja, sólo para encontrarnos con que allí no había nadie.
En el camino de regreso al restaurante para dejar a Johnny, de repente éste nos indicó que detuviéramos el coche porque había divisado a su amigo, un español llamado Gerardo, quien subió encantado al vehículo para refugiarse del diluvio y venderle a Carlos seis dólares de maría.
Una vez en el hotel, la visión de los dos rottweilers volvió a ponerme nervioso, con lo que me resultó difícil conciliar el sueño. Traté de calmarme, echando mano de la razón y de la lógica, pero sin éxito. A juzgar por sus rasgos, era evidente que Martín Jiménez era de ascendencia alemana, aunque eso no lo convertía de ninguna forma en una amenaza. Pero nada conseguía aplacar mis temores, y sólo me consolaba la suposición de que, debido a la intensa lluvia, Carlos no tardaría en querer trasladarse a la costa del Pacífico.
Por desgracia, la mañana siguiente nos recibió con un sol radiante. Carlos entró en mi cabaña a darme prisa, puesto que ya había planificado minuciosamente el día. Por un lado, me alegró saber que iba a recopilar en un solo día toda la información que necesitaba para su artículo, pero el cambio de tiempo aniquilaba cualquier esperanza de que mi hijo quisiera dejar aquel lugar motu proprio.
Fuimos en coche hasta el camino que llevaba a la pequeña finca de Mauricio. Esta vez estaba en casa, con su novia. Tenía los permisos, pero nos advirtió que el trayecto no sería fácil y que duraría sus dos buenas horas. A pesar de todo, nos adentramos en la jungla. La flora y la fauna no dejaban de llamar la atención de Carlos, lo que demoró terriblemente nuestra marcha. Al cabo de tres largas horas, llegamos por fin a nuestro destino.
La aldea era muy pequeña, y los indios bribri vivían como lo habían hecho durante siglos. En cuanto nos vio llegar, Roberto salió a recibirnos efusivamente. Era el curandero de la tribu, y poseía conocimientos que habían pasado oralmente de un antepasado a otro desde hacía generaciones, por lo que conocía las propiedades medicinales y espirituales de cada planta de la selva.
Carlos dio una vuelta por el poblado con él, tomando fotos y notas. Cuando terminaron, Roberto nos invitó a pasar a su choza, donde nos sentamos en torno a una pequeña hoguera.
—Así que te gustaría saber lo que los dioses te tienen deparado, ¿eh? —le preguntó el indio a Carlos, quien asintió con nerviosismo.
El chamán tomó la mano de mi hijo y comenzó a cantar en una lengua desconocida. Transcurridos unos minutos, entró en trance y se puso a murmurar palabras que no comprendíamos. Su voz había cambiado, se había vuelto ronca y estridente. Mauricio parecía preocupado, pero no dijo nada.
—¿Qué dice? —susurré. Carlos también parecía estar en una especie de trance, probablemente a causa de la marihuana que había fumado hacía un rato.
—Graves peligros se ciernen sobre ti... Debes tener cuidado...
Aquello era lo último que yo deseaba oír. A continuación se hizo un silencio escalofriante. Sólo se oían los ruidos de la jungla, mezclados con las risas de algunos niños que había fuera de la choza.
Mi cara de preocupación debía de ser tan evidente como la de Mauricio. De repente, Roberto abrió los ojos, volviendo en sí, y le ordenó a una jovencita que estaba sentada tranquilamente en la entrada de la cabaña que trajera una bandeja llena de fruta, que todos compartimos en silencio. Al cabo de un rato, Roberto nos entregó a Carlos y a mí sendos amuletos para espantar a los malos espíritus, indicándonos que debíamos llevarlos alrededor del cuello. Le dimos las gracias por su amabilidad a él y a otros miembros prominentes de la tribu, y salimos de regreso a casa de Mauricio.
—¿Mauricio, qué quiso decir Roberto realmente? —pregunté, bastante preocupado y molesto por la economía de palabras del chamán.
—No hace falta que se preocupen demasiado. El anciano habla con metáforas. Su medicina sólo nos sirve a nosotros, los indios; somos bastante supersticiosos —contestó, en un evidente intento por tranquilizarme.
—Bueno, mejor así —dijo Carlos—. El tiempo no es algo lineal. El peligro del que hablaba debe de haber sido el incidente con la serpiente. Además, ahora tenemos esto —apuntó, señalando su colorido amuleto con una sonrisa.
Yo estaba muy preocupado, pero no dije nada.
Antes de almorzar, fuimos a la playa de Cahuita a nadar y tomar el sol. Cahuita, que está tan sólo trece kilómetros al norte de Puerto Viejo, en el parque nacional que lleva su nombre, es un pueblo encantador e incomparable. Al este, junto a una bahía no demasiado pronunciada, se extiende a lo largo de dos kilómetros una playa de arena blanca en la que, a pesar de los daños provocados por el terremoto, aún se podía nadar y refugiarse a la sombra de las palmeras. Pasamos un par de horas zambulléndonos en las aguas turquesas y recordando anécdotas familiares, y pronto olvidamos el incidente de la mañana. Carlos me había prestado La espía que vestía de rojo, la exitosa novela de Aline, condesa de Romanones. Dama de sociedad y estadounidense de nacimiento, había trabajado para la CIA en Madrid, antes de casarse con Luis Figueroa, conde de Romanones. Carlos era un buen amigo de su hijo, Luis, conde de Quintanilla, y de su encantadora esposa, Inés.
¿Qué extrañas fuerzas se habían conjurado de repente para obligarme a rememorar mi pasado? ¿Acaso se trataba de lo que muchos escritores new age llaman ahora sincronicidad? Lo cierto era que ese libro hablaba de un período de mi vida que nunca había compartido con nadie.
En aquella época, yo no conocía a Aline. Según su libro, ella había llegado después de que yo hubiera regresado a Inglaterra. Lo sorprendente era que la descripción que hacía de su trabajo coincidía con lo que había sido el mío. Durante los años de la guerra, ella había conocido a casi toda la misma gente que yo, y, más adelante, habíamos tenido amigos en común y nos habíamos movido en los mismos círculos. Acabé conociéndola en Sevilla, en 1976. Mi primera visión de ella fue de su espalda. Jackie Kennedy, Fermín Bohórquez y Aline andaban a caballo delante del carruaje del marqués de Atienza, en el que íbamos mi esposa Pepita y yo. Llevaban puestas las típicas chaquetas cortas y sombreros cordobeses. Al oír el sonido de las campanillas de los arneses de nuestros cuatro caballos cartujanos tordos se volvieron y nos sonrieron. A Fermín lo conocía bien. Era íntimo amigo de nuestro anfitrión, el marqués. Las dos damas, por su parte, estaban rodeadas por una multitud, ya que todo el mundo quería ver de cerca a la primera dama de Estados Unidos.
Volvimos a encontrarnos esa noche. Tras una memorable corrida de toros en la Maestranza, fuimos invitados al Palacio de Pilatos, la casa del duque de Medinaceli, cabeza de una de las familias más antiguas y nobles de España. También estaban allí el príncipe Rainiero de Mónaco y la princesa Grace, que era increíblemente hermosa. Noté que ella y Jackie Kennedy, sentadas cada una a un lado del duque, parecían no caerse nada bien. La verdad era que ni siquiera se habían dignado saludarse.
Después de entrevistar a miembros de varias tribus de indígenas, Carlos parecía bastante satisfecho con el material que había reunido para su artículo. Creyó conveniente también escribir una especie de cuaderno de viajes de la zona, así que para la sección gastronómica decidimos probar el famoso plato local, el rondón,2 en el restaurante de la señora Edith, una oronda mujer madura de raza negra. Tenía tanto carisma que no le costó nada convencernos de que volviéramos esa misma noche para la cena de Nochebuena, sobre todo después de habernos hecho probar su suculento casado,3 su delicioso ceviche4 aromatizado con coriandro, y su renombrado postre, el «tres leches», hecho, efectivamente, con tres tipos distintos de leche.
De vuelta en el hotel, José nos informó de que un hombre que no había dejado dicho su nombre, nos había telefoneado desde España, y que volvería a llamar a las siete. Lo cierto era que, aparte de nuestros amigos de San José, creíamos que nadie conocía nuestro paradero. Lo inesperado siempre crea cierta inquietud, y esta vez no fue diferente. Pero a mí no me habían entrenado para perder la calma.
—¡Es Nochebuena! Abramos una botella de Dom Perignon —dije como si tal cosa, viendo el rostro de preocupación de Carlos.
Nos sentamos en el porche a beber el champán, delicioso y helado, que habíamos traído de Europa junto con el típico bizcocho navideño de Fortnum & Mason’s que José guardaba como oro en paño para la comida de Navidad. Sonreí al pensar cuánto amábamos las tradiciones nosotros, los ingl