La fábrica de la luz

Fragmento

Creditos

Título original: The Factory of Light: Tales from My Andalucian Village

Traducción: Paula Vicens

1.ª edición: enero, 2014

© 2014 by Michael Jacobs

© del prólogo: Paul Preston, 2014

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 4.608-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-716-5

Maquetación ebook: Caurina.com

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Este libro está dedicado a mis ángeles de la guarda en Frailes,

y en particular al Sereno, Merce, el Caño,

Lolo, Alejandro, Paqui y Juan Matías

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Prólogo

Nota a la edición española

Prefacio

Primera parte

1

2

3

4

5

Segunda parte

1

2

3

4

Tercera parte

1

2

3

Epílogo

Agradecimientos

la_fabrica_de_luz-4.xhtml

Prólogo

Por lo general, cuando se habla de hispanistas británicos nos referimos a historiadores como John Elliott o Raymond Carr y, en segundo lugar, a periodistas como John Hooper y Giles Tremlett. No obstante, en lo literario existe otra tradición mucho más importante de autores británicos que han escrito sobre España: me refiero al rico legado de los escritores de libros de viajes. En efecto, existe una gran profusión de títulos, que empieza a finales del siglo xvii y llega hasta la década de los años cincuenta del siglo pasado, con autores como George Borrow, Richard Ford, Gerald Brenan y Laurie Lee, e incluye también una obra menos conocida, Paul Preston’s Voyages, Travels and Remarkable Adventures [Viajes, periplos y aventuras extraordinarias de Paul Preston], publicada en Londres en 1838. Esta literatura ha contribuido a perpetuar multitud de lugares comunes sobre una España romántica y salpicada de sangre, en la que el choque entre la pasión sexual desenfrenada y el puritanismo gélido y represivo da como resultado atrocidades y violencia. Citemos al otro Paul Preston, «A medida que nos adentramos en el país recordamos lo leído en el Gil Blas y el Quijote...», para ofrecer acto seguido los cuatro tópicos de rigor sobre corridas de toros y bandidos andaluces con instintos asesinos.

Digámoslo claro: todo escritor que pretenda despertar interés a la hora de reflejar la España contemporánea parte necesariamente de estos mismos parámetros.

Y, para colmo de males, poco queda de pintoresco en una España que, entre otras cosas, ha ido proveyéndose de una sofisticada infraestructura de autovías y trenes de alta velocidad, centrada en un proceso feroz de convergencia con el resto de Europa. Por eso, cuando en 1994 Michael Jacobs superó todos estos obstáculos en su libro Between Hopes and Memories: A Spanish Journey [Entre esperanzas y recuerdos: un recorrido por España], y sin ni siquiera despeinarse, nos vimos obligados a admitir que por fin nos hallábamos ante un escritor de la estirpe de Borrow, Ford, Brenan y Lee.

Cualquiera que haya sido lo bastante afortunado como para tener como guía a Michael Jacobs por la Alhambra o Segovia sabrá de su fabulosa capacidad para compartir sus conocimientos y su buen humor. Es un hombre que sobrelleva su erudición sin sobresaltos, y que tiene el don de hacer que la gente hable de sí (lo que le proporciona un material riquísimo para sus libros). En el ya citado Between Hopes and Memories, Jacobs nos ofrecía la receta única que convierte La fábrica de la luz en un libro de lectura fácil y asequible. Se trata de su destreza para describir en escenas y gentes la antítesis misma de los tópicos y estereotipos que los clásicos de la literatura de viajes por España se ocuparon de crear, sin dejar por ello de mostrar algo inequívocamente español.

Un cuarto de siglo más tarde, aquella «vereda solitaria», tan querida por los entusiastas de Lee o Brenan, y por la que el mismo Jacobs transita desde finales de los años sesenta, se ha convertido en una autovía asfaltada y bien iluminada que corre pareja a un campo de golfo protegido por una valla blanca. Michael Jacobs logra evocar los dos símbolos permanentes de la «España eterna» —el estremecimiento fúnebre de El Escorial y la sensualidad embriagadora de La Alhambra— con la misma eficacia que cualquiera de sus ilustres predecesores. Y, sin embargo, uno de los mayores atractivos de su prosa es su habilidad para incluir destellos de cómo esa «España eterna», con sus pastores y sus bucólicos rebaños, se ve de improviso afectada por la irrupción de pabellones industriales y humeantes camiones diésel.

Comparar La fábrica de la luz con Between Hopes and Memories resulta fascinante, y muestra a las claras por qué hace tiempo que ha llegado la hora de que España reconozca a Jacobs como el autor de primer orden que es: ambos libros comparten una intuición certera sobre cómo, a pesar de todos los cambios acontecidos en los últimos cincuenta años, lo esencial del espíritu español sigue ahí, vivo y coleando. En 1994, Jacobs nos decía que «España es un país constantemente definido y constreñido por metáforas». Partiendo de una cita del ensayista romántico Mariano José de Larra («Madrid es el cementerio...»), Jacobs elaboraba su propia metáfora, la idea de España como cementerio de ideas e ideales. Con sobrecogedora ironía y un humor muy fino, evocaba la atmósfera de un cementerio madrileño en el que sólo los muy ricos podían permanecer en sus tumbas más de una década, mientras que los huesos de los pobres eran donados a la ciencia o al arte, y acto seguido citaba a un amigo excéntrico, que le comentaba que la cremación solucionaría muchas cosas, pero que España «es un país donde se quema a la gente mientras aún vive». Con humor negro, aludía a la pérdida de los cadáveres de la inmensa mayoría de los grandes escritores del Siglo de Oro. No existe algo equiparable a la abadía de Westminster para sus restos. Hay un Panteón de Hombres Ilustres, sí, pero un guarda de seguridad bloquea la entrada y en cualquier caso dentro no hay hombres ilustres. El descuido ha sido responsable de la pérdida de los restos de Cervantes, Calderón y Lope de Vega.

Jacobs posee el maravilloso don de encontrar rincones exóticos en una ciudad conocida, y de resucitar con intensidad y colorido lo que ya había pasado al olvido. Un ejemplo perfecto fue su descripción del abigarrado mundillo de gamberros y travestis obsesionados con el sexo, las drogas y las modas, que durante la década de los ochenta pululaban por los bares del madrileño barrio de Malasaña: la «Movida», cuyo vestigio más duradero son las películas maravillosamente desvergonzadas de Pedro Almodóvar y Bigas Luna. En su nostalgia de la Movida y su añoranza de bares como el Universal, Jacobs recuerda su amistad con Alicia Ríos Ivars. Su evocación de Alicia —la personificación misma del movimiento surrealista— es el epitafio que todos querríamos que nos escribieran. En 1994, Alicia, energética y obsesiva, ya se había convertido en la filósofa que iba a erotizar la cocina española, viajar por el mundo llevando la buena nueva del chorizo y hacer sombreros comestibles en Madrid, que posteriormente eran fotografiados para convertirse en postales anheladas por muchos. Todo esto sucedió antes de que Alicia creara un proyecto mayor, el de ciudades hechas de comida, algo que ni siquiera Michael podría haber imaginado.

Viajero de raza, con el ojo avizor y el oído aún más atento si cabe, Michael Jacobs se ha servido de sus viajes para brindarnos libros llenos de satisfacciones. En Between Hopes and Memories, rememora un encuentro con Camilo José Cela en casa de éste, en las afueras de Guadalajara. Cela vivía en un lugar desangelado, «tan atractivo como un patio de prisión», que un psiquiatra acaba de desechar por no considerarlo apto para transformarlo en manicomio. El encuentro debía servir como toma de posiciones en el intento de retomar los pasos de Cela en su conocido Viaje a la Alcarria. Sin embargo, tras una visita a una colonia de leprosos y a un embalse vacío, Michael decidió abandonar el proyecto porque, tras hacer autostop, una persona amigable le había admitido en su coche. De igual modo, también abortó su intento de seguir los pasos de Azorín, que hizo la ruta de Don Quijote en carro en 1950: una visita a Lagunas de Ruidera en busca de la cueva de Montesinos acabó con Michael topándose, entre los desechos dejados por los domingueros y hedores a orines, no con el misterio milenario de Azorín sino con una «humedad muy desagradable». Una visita a la famosa Biblioteca Cervantina de El Toboso, célebre por contener ediciones históricas de El Quijote así como ejemplares firmados, le reveló —para solaz de los lectores británicos, todo sea dicho— que el ejemplar firmado por la señora Thatcher se encuentra archivado entre el de Hitler y el de Mussolini.

Michael Jacobs sabe mostrar a la gente que se topa a su paso, de quien escribe con generosidad y afecto. Y también con una capacidad envidiable para captar su lado más estrafalario y estrambótico. Asimismo, no oculta cierta pena por todo aquello que la edad moderna ha destruido. Esto se observa mejor que nunca en La fábrica de la luz. En este libro, parece haber encontrado un pueblo por el que no pasa el tiempo, en el que la gente aún venera el santuario de su curandero local, el Santo Custodio, y al mismo tiempo se deja guiar por el increíble personaje del Sereno, un hombre capaz de convertir una lavadora en una almazara.

En su libro anterior, Michael lamentaba el precio a pagar por el AVE, el tren de la era espacial, cuyas vías habían dejado un rastro de devastación al arrasar tierras cultivables, ruinas neolíticas, antiguos bosques y reservas de águilas, linces, ciervos y buitres. Su tristeza no fue menor cuando, al llegar a localidad cordobesa de Lucena —ahora uno de los enclaves más prósperos de la región, aunque en su día Brenan describió a sus escuálidos habitantes en términos apocalípticos, equiparándolos a las víctimas del campo de Belsen—, descubrió que los pocos tesoros arquitectónicos se habían derruido para dejar paso a modernas monstruosidades. Y no menos estrambótico fue su recuento de la comunidad islámica del barrio granadino del Albaicín, controlado por un antiguo colaborador escocés de los Beatles que ahora se hacía llamar Sheikh Abdalqadir al-Murabit.

En Between Hopes and Memories, Jacobs celebraba el esperpento que es la España contemporánea, pero La fábrica de la luz va mucho más lejos. Aquí hablamos de un logro extraordinario: partiendo de un material auténtico, absolutamente auténtico, ha sabido crear una obra que parece pertenecer al ámbito del realismo mágico. Todo en este libro es real: Merce y su gran corazón; el Sereno, tan grande que parece inmortal; la perpetua proeza de lograr traer a Sara Montiel a Frailes; la inconscientemente sensual Paqui y tantos otros son descritos con afecto y de forma fehaciente. Y aun así dejan una huella mágica en el lector, pues Michael Jacobs ha convertido Frailes en una especie de Macondo español que García Márquez reconocería al instante.

Paul Preston

la_fabrica_de_luz-5.xhtml

Nota a la edición española

La fábrica de la luz apareció publicada en inglés hace casi siete años. El jienense pueblo de Frailes, lugar donde transcurren los hechos aquí narrados, ha dejado de ser la comunidad pequeña y aislada que conocí a mi llegada, cuando me convertí en el primer forastero que, con el tiempo, iba a fijar en él su residencia casi permanente. Ahora, por el contrario, alberga a un buen número de extranjeros, entre quienes, y como no podía ser menos, se cuenta el inevitable puñado de ingleses, atraídos por la oferta de vuelos baratos hasta la vecina Granada. Al mismo tiempo, una nueva generación de vecinos ha crecido de espaldas a algunos aspectos tradicionales de la vida local, como puede ser el culto a los curanderos.

Es mi intuición que, en una España cada vez más alejada de sus antiguas tradiciones, el auge del turismo rural, más vivo que nunca, se nutre en ocasiones del escapismo y de ciertas nociones más o menos asépticas de lo que es, o debería ser, la vida en el campo. En este sentido, me gustaría pensar que La fábrica de la luz retrata la vida rural española con un poquito más de tino y realismo que otros libros sobre el tema. No obstante, es también una visión profundamente personal de Frailes: una carta de amor a un pueblo que sigue hechizándome, aun a pesar de todos los cambios sufridos en los últimos tiempos.

En este libro se advierte en todo momento cierto sentido mágico que casi roza el lugar común, y una apología de la pureza que gobierna un mundo en el que la amistad, la hospitalidad y el amor por los placeres simples de la vida superan con mucho la ambición o el ansia de éxito. Una joven de Frailes, una de las pocas personas del pueblo que leyó este libro en su edición inglesa, me halagó sobremanera al afirmar que su lectura le había ayudado a apreciar aún más su patria chica. En honor a la verdad, debo confesar que el hecho de haber tenido la oportunidad de formar parte del pueblo me ha cambiado la vida, y ayudado a entender y disfrutar otros pueblos del mundo.

Frailes, octubre de 2009

la_fabrica_de_luz-6.xhtml

Prefacio

El viaje a la Sierra Sur

En el cielo de un pueblo del sur de España, en plena sierra virgen, entre olivos, luce una estrella enorme. Su resplandor me guía hacia una casa situada más en lo alto que el resto, aislada, semioculta detrás de un almendro, misteriosamente pálida en la noche invernal. Ladran los perros a lo lejos y el reloj del Ayuntamiento suena con un repique distante, como de caja de música. La calle se convierte en un sendero accidentado al final del cual, y al otro lado de una puerta abierta, aguarda, silencioso, un asno. Estoy en el umbral de la que un día será mi casa. La estrella incandescente resulta ser un adorno navideño luminoso adosado a un armazón en la empinada cuesta rocosa de arriba. El asno es viejo y está enfermo, y flota en el aire un tufo penetrante a cabra. La realidad, sin embargo, no aplaca la sensación que he tenido tantas veces desde que vine a este desconocido rincón de Andalucía. Tengo la impresión de que cada paso que doy obedece a una fuerza sobrenatural.

A veces creo que he estado viajando hacia aquí desde que era un niño. Ya en la escuela me obsesioné con España, y en mi primera escapada a ésta quedé convencido de haberme embarcado en una búsqueda épica. Deambulando solo, abrumado por la soledad del paisaje, tuve el presagio de una vida viajando hacia un horizonte lejano de olivos. Volví a España tras la muerte de Franco, y luego me dediqué a escribir sobre viajes. Empecé a pasar en España temporadas cada vez más largas, hasta que acabé viviendo, en buena medida, de mis viajes por España y mis investigaciones sobre ella. Pero mi vida allí parecía destinada a ser una vida de desarraigo, yendo de región en región y de grupo en grupo de amigos. Entonces, algo cambió. En el intento de contar ese puñado de años me encuentro recordando aquel día de otoño de 1997 en que descubrí el pueblo de Frailes y a su extraño espíritu guardián.

Era el 15 de octubre, mi cumpleaños, pero parecía que todo estuviera en mi contra. Iba en tren de Praga a Budapest. Llevábamos retraso y una nueva normativa sobre visados, que yo desconocía, había entrado en vigor minutos antes de nuestra llegada, más tarde de lo debido, a la frontera eslovaca. Acabé en una comisaría de Eslovaquia en compañía de una pareja de airados ancianos australianos. El hecho de estar ya seguro de que iba a perderme la fiesta de cumpleaños en Budapest de aquella tarde empezaba a parecerme sólo una molestia sin importancia. Era mucho peor la perspectiva de tener que pasarme varias horas escuchando las opiniones religiosas de aquellos australianos. Eran, según me explicaron sin ningún pudor, milenaristas,1 y el hecho de estar retenidos en Eslovaquia probablemente les impediría embarcar en un crucero especial cuyos pasajeros compartían la creencia de que «Dios estaba a punto de revelarse de un modo que nos haría reflexionar a todos acerca de nuestra vida». Los que nos vigilaban, tan indiferentes a nuestros problemas personales como al destino del universo, no tardaron en marcharse de la habitación, dejándome a mí solo con las historias de rascacielos que se derrumban y otras catástrofes inminentes de los australianos. Entonces, sin motivo aparente, la pareja sacó España a colación.

¿Había oído hablar de la región de Andalucía?, me preguntaron. Asentí con la cabeza, esperando escuchar los habituales elogios exagerados sobre la magia de la Alhambra, el color y la pasión del flamenco o la sensualidad de las calles fragantes de jazmín y azahar. En vez de eso se pusieron a hablarme de una provincia andaluza muy alejada de tales estereotipos. Se pusieron a hablar de Jaén.

Jaén era la zona de Andalucía que menos conocía yo. Viviendo como había vivido una vez en la distante Sevilla, la consideraba, más que una parte de Andalucía en sí, una zona de transición entre la España central y la meridional. Conservaba de ella imágenes contradictorias de vastas extensiones de olivares, espectaculares montañas con pinares que casi parecían alpinas y un puñado de ciudades amuralladas que evocaban la austeridad castellana. Como los moros, que la llamaban Jeen, la «ruta caravanera», yo consideraba Jaén un lugar de paso, a la ida o a la vuelta del verdadero sur.

—Jamás olvidaremos nuestra estancia en Jaén —prosiguió el marido.

Me pregunté si habrían visitado las ciudades renacentistas de Úbeda y Baeza o hecho senderismo por las umbrías montañas de las Sierras de Segura y de Cazorla, o pasado siquiera un rato en el nido de águilas que es el castillo convertido en hotel donde el general De Gaulle escribió parte de sus memorias.2 Una vez más, sin embargo, los había juzgado mal. Resultó que no habían estado en ninguno de los lugares de Jaén a los que acuden los turistas.

—No tuvimos tiempo para hacer turismo —intervino la esposa—. Nuestro hijo estaba enfermo, ¿sabe usted? Nació con una enfermedad rara degenerativa; pensábamos que moriría, no había cura para lo que tenía.

»Fue entonces cuando empezamos a interesarnos por el curanderismo. Nunca habíamos creído del todo en la medicina convencional. Depositamos nuestra confianza en Dios. Y Dios acudió en nuestro auxilio. Quiso que conociéramos a una mujer española que se había criado en una granja aislada, en Jaén. Sus padres habían emigrado a Alemania, y ella acabó casándose con un turista australiano y vivía en Sydney. Siempre estaba hablando de España. En la zona montañosa donde había nacido, solía decirnos, no había médicos. Si alguien se ponía enfermo, la única solución era ir al curandero. Recordaba que los curanderos acostumbraban a garabatear algo en una hoja de papel de fumar que luego depositaban en la palma del enfermo, como si fuera una receta. Muchos de aquellos curanderos eran probablemente unos charlatanes. Pero una vez cada década o así, aparecía alguien tan especial, tan solicitado, que era considerado por todos un «santo».

En aquel momento el marido la interrumpió para sacarse una billetera que llevaba bien metida en el bolsillo del traje. Forcejeó un momento mientras yo esperaba para ver qué sortilegio estaría a punto de hacer. Pero se limitó a enseñarme una foto de pasaporte muy arrugada y coloreada a mano de un hombre decididamente siniestro. Tenía las facciones anchas, con el flequillo rapado y unos ojos hundidos de mirada penetrante bajo unas cejas pobladas que parecían pegadas, como las de un disfraz de pantomima. De no ser por aquel leve detalle absurdo, hubiese podido describírsele como una mezcla de gángster estadounidense y de líder de alguna secta derechista que aboga por la reimplantación de la misa tridentina.3

—El santo Custodio —anunció el marido con reverencial sobrecogimiento—. Era el mejor de todos los curanderos. Murió hace unos catorce años, pero he guardado su foto en todas las billeteras que he tenido.

—En el preciso instante en que nuestra vecina española nos enseñó su foto —dijo la esposa, reanudando el relato—, supimos que era el hombre que podría curar a nuestro hijo. Teníamos poco dinero por aquel entonces, así que tuvimos que ahorrar una temporada. Luego volamos a Inglaterra. Fue en 1958 y nos llevó tres días llegar. Después fuimos a Madrid en tren y, en cuanto cruzamos la frontera de España, pensé: «¡Oh, Dios mío! ¿Qué estamos haciendo aquí?» Era como haber vuelto a la Edad Media. Y eso fue antes de que llegáramos a Jaén, donde tuvimos que acabar el viaje en burro. ¿Se lo imagina?

—Pero cuando llegamos a esa diminuta aldea de montaña en la que vivía el santo Custodio —dijo el marido—, nos embargó una extraordinaria sensación de paz, como si hubiésemos vuelto a un lugar más que conocido. Resultaba lo más normal subir hasta allí en burro. Tampoco el santo Custodio pareció desconcertado en lo más mínimo cuando le hablamos por intermedio de un intérprete que había viajado con nosotros desde Australia. ¿Y sabe qué? No tuvimos que decirle ni una sola palabra sobre el estado de salud de nuestro hijo. Vio al pobre chico sentado en la silla, detrás de su madre, casi incapaz de moverse, y dijo con absoluta seguridad: «Ya puedes bajarte, serás capaz de caminar.» Y el chico lo hizo, y estaba curado.

—Es increíble —comenté educadamente, diciéndome para mis adentros cuántas más de aquellas lunáticas incoherencias tendría que soportar—. ¿En qué parte de Jaén fue? —pregunté, aunque no me interesaba la respuesta.

—Muy al sur —me respondió el marido—. Cerca de la frontera con Granada. De hecho no vimos mucho de la zona. Pasamos todo el tiempo en una granja próxima a la del santo Custodio. Pero fuimos un par de veces al pueblo. Tenía un nombre gracioso, algo así como Frailes, que quiere decir «monjes». No recuerdo mucho de él, aparte de que tenía un cine. Pensé lo raro que era que hubiese un cine en un lugar tan apartado.

Apenas escuchaba lo que él y su mujer me decían. Tenía suficiente, quería estar en Budapest. Cuando por fin los guardias fronterizos regresaron a la habitación para decirnos que podíamos irnos y que el próximo tren estaba a punto de salir, me pareció un milagro mayor que el del santo Custodio, cuyo nombre, como el de Frailes, no tardó en írseme de la cabeza.

Casi dos años más tarde, cuando volví a oír hablar de Frailes, estaba sentado en la oficina de la agencia andaluza de alojamiento rural de Sevilla. Buscaba desesperadamente, en el último momento, algo que alquilar con unos amigos durante el mes de agosto. Hubiese aceptado contento cualquier alojamiento de Andalucía, pero la secretaria seguía negando con la cabeza: todas las casas apropiadas estaban ocupadas. Cuando ya me iba, sonó el teléfono y la mujer me indicó por señas que esperara. «Es una llamada de Jaén», me susurró. Unos minutos más tarde me estaba diciendo que habían añadido una nueva casa a su catálogo, y que estaba a las afueras de un pueblo llamado Frailes, «a medio camino entre Jaén y Granada». La casa había sido antiguamente un balneario y me recomendaba encarecidamente que la alquilara.

El nombre del pueblo me resultaba familiar, pero no sabía por qué. Mirando el mapa que tenía delante, caí en la cuenta de que debía haber pasado por allí hacía unos cuantos años, yendo de camino al sur por una estrecha carretera mal asfaltada. Recordé vívidamente el paisaje montañoso espectacularmente deshabitado, pero no recordaba ni Frailes ni ninguna de las otras humildes poblaciones por las que podía haber pasado de camino hacia Alcalá la Real, capital de la comarca de la Sierra Sur.

—Tendrá que decidirse pronto —me insistió la secretaria viéndome dudar ante la perspectiva de alquilar una casa que no había visto en un pueblo que no conseguía recordar.

Continué dudando varios minutos, pero al final me di por vencido, porque una voz interior me había empujado a tomar una repentina e irrevocable decisión.

—Me la quedo —le dije a la mujer con inusitada determinación.

Y de este modo, apenas un mes más tarde, en el coche de unos amigos ingleses, me encontraba de nuevo en la carretera de montaña de Jaén. En las semanas transcurridas había decidido leer todo lo posible sobre la comarca en la que ciegamente me había comprometido a pasar el verano. Poco fue lo que encontré, sin embargo. Aparte de Alcalá la Real, con sus elocuentes vestigios de la antaño invencible fortaleza con su iglesia abacial, la zona, conocida oficialmente como la Sierra Sur de Jaén, por lo visto llevaba mucho tiempo sin salir en las guías de viajes y, ni que decir tiene, apartada de la historia. Una tierra de nadie entre la España musulmana y la cristiana, una tierra que se había despoblado mucho en los últimos siglos debido a las emigraciones masivas. En lo que a Frailes se refiere, saqué de una enciclopedia del siglo xix que había sido un pueblo fundamentalmente de pastores y carboneros antes de convertirse, a partir de 1830, en modesto balneario. Sin embargo, no descubrí nada acerca de lo que había sido del pueblo en los últimos tiempos.

En una Andalucía donde el «turismo rural» se estaba extendiendo hasta los más remotos rincones, la completa falta de información sobre Frailes y sus alrededores me resultó egoístamente esperanzadora. Aislado de las carreteras principales como lo había estado de las corrientes de la Historia, el lugar ofrecía la promesa de una España rural que todavía no había sido convertida en denominación de origen ni embellecida. Es más, me di cuenta mientras me adentraba en las montañas del sur de Jaén de que me atrevía a permitirme la suprema y menos plausible fantasía del viajero: fantaseaba con llegar a un mundo perdido.

Todo parecía alentar mis expectativas. La brisa suave, inusitadamente fresca para una tarde de agosto, se había llevado el polvo y la calima que nos habían acompañado buena parte del día. A eso de las cinco, después de dejar atrás el último edificio alto de los alrededores de la moderna Jaén, los colores eran tan puros y tan intensos que uno tenía una extraña sensación de irrealidad, como de estar teniendo una visión. La desierta carretera secundaria se estrechaba a medida que subía, describiendo curvas cerradas entre cultivos en terrazas que sólo podían trabajarse, incluso entonces, con un burro y un viejo arado.

Las hileras de olivos, que convierten la mayoría de la provincia de Jaén en una interminable manta de dibujo repetitivo, no tardaron en fragmentarse en una escarpada y raída mezcla de prados resecos, grupos de cerezos y de almendros, encinares, extensiones de color ocre pedregosas salpicadas de hierbajos y picos blancos tan pintorescos como las montañas de un grabado japonés, tan monumentales como el lienzo de un paisaje del Oeste americano.

En medio de aquel paisaje eminentemente vacío, la aislada granja blanca, el improvisado cobertizo de calamina para las cabras y el distante brillo de la torre de radar que coronaba el enorme perfil blanco de la Sierra de la Pandera fueron las únicas cosas creadas por el hombre susceptibles de llamarnos la atención hasta nuestra llegada al pequeño municipio de Valdepeñas. Los grandes edificios sin atractivo de los años setenta en adelante, contradecían un carácter que me pareció detenido en el tiempo, como un puesto de avanzada colonial de la época franquista, contradecían su carácter antiguo. Nos perdimos por aquellas calles apenas señalizadas antes de salir otra vez a los hermosísimos alrededores, donde, casi enseguida, nos desviamos de la carretera recién arreglada a una todavía más estrecha, llena de hoyos y con un letrero oxidado que rezaba: «FRAILES, 15 km.»

Recorrimos un valle oculto. La línea de piedras que era el lecho de un río seco fue quedando cada vez más abajo a nuestros pies a medida que ascendíamos, pasando por delante de un perro guardián que ladraba atado a una solitaria caseta, del oscurecido revoque de los muros en ruinas de una casa de campo y luego, mucho más abajo, de la caída a plomo por la que seguramente se había precipitado una cascada de agua impresionante en temporada de lluvias. Al final, cuando el último árbol dejó paso a una cima pelada que amarilleaba y la carretera empezó a descender, doblamos una curva y vimos frente a nosotros un paraíso.

El entusiasmo por la vastedad del panorama iba unido a una profunda sensación de paz. No era una belleza matizada de terror sino de una sensación de tremendo alivio por haber alcanzado una meta largamente esperada. De la composición del paisaje irradiaba una armonía de orden divino. Al oeste, las lejanas torres y muros de la fortaleza de Alcalá flotaban como un espejismo medieval contra un fondo anaranjado de colinas y montañas, mientras que al este una pálida luna asomaba por encima de las laderas cubiertas de olivos, enmarcada por el distante perfil elíseo de Sierra Nevada.

Y en el centro, tranquilo en su manto protector verde de árboles y sembrados, estaba el pueblo hacia el cual me había visto arrastrado, concluí de inmediato, por otras razones que por mera suerte. Razones que todavía me esfuerzo por comprender.

1 El milenarismo es la doctrina según la cual Cristo volverá para reinar sobre la Tierra durante mil años, antes del último combate contra el mal, de la condena del diablo a perder toda su influencia para la eternidad y del Juicio Final. (Esta nota, así como las restantes, es de la traductora.)

2 El castillo de Santa Catalina, fortaleza árabe que domina la ciudad es desde hace décadas el Parador Nacional de Turismo de Jaén, reconstruido en su aspecto original, sobrio y fortificado. Se dice que De Gaulle escribió parte de sus memorias durante una larga estancia o que allí los Reyes Católicos recibieron en audiencia por primera vez a Cristóbal Colón.

3 Ritual del rito romano de la misa de la Iglesia católica tal como se especifica en las ediciones sucesivas del misal hasta 1962. El calificativo «tridentina» se debe a su origen, ya que fue tipificada, reformada y uniformizada por iniciativa del Concilio de Trento.

la_fabrica_de_luz-7.xhtml

Primera parte

Bajo la protección del santo Custodio

la_fabrica_de_luz-8.xhtml

1

No estaba del todo seguro de haberlo oído bien cuando se presentó como «Custodio». ¿Era ése su verdadero nombre o tal vez era el guarda de la casa que había alquilado y no su propietario? No conocía a nadie en España que se llamara así, pero tampoco había conocido a ningún portero español con aquel aspecto. Alto y atlético, con una sonrisa confiada si no completamente natural, daba la impresión de ser un joven profesional de éxito, aficionado al deporte y con tendencia a propagar las virtudes de una saludable vida al aire libre. Su modo de comportarse también se adecuaba a su imagen y lo hacía diferente de los andaluces de pueblo confiados por naturaleza y de trato fácil con quienes había hecho tratos previamente. Apenas habíamos intercambiado las cortesías preliminares de rigor y ya estaba pidiéndonos a mis amigos y a mí que pagáramos por adelantado el alquiler de la casa... que era bien suya, como no tardamos en confirmar. En pocas palabras, Custodio no tenía nada, aparte de su inusual nombre, que encajara en mi visión quimérica de un exótico e independiente mundo rural firmemente anclado en el pasado.

Pero Frailes tampoco satisfizo de entrada mis expectativas ni se correspondía con mi idílica primera impresión del pueblo visto de lejos. El camino por la carretera de Jaén resultó algo decepcionante e incluso banal. Una incongruente casa grande y moderna con pinta de chalé suizo señalaba la entrada del pueblo que, como se vio enseguida, se estaba expandiendo descontroladamente y se había visto afectado negativamente por el desarrollo urbanístico. Las viviendas enjalbegadas tradicionales destacaban como supervivientes con cicatrices al lado de casas nuevas achaparradas con particularidades pretenciosas y desproporcionadas. A muchos otros edificios, algunos aparentemente terminados e incluso habitados, los habían dejado a medio hacer y se les veían las entrañas de ladrillo, los bloques de hormigón y los armazones metálicos.

La feria anual de agosto acababa de terminar y estaban desmontando las luces y un carrusel de un reseco descampado de las afueras, al norte de Frailes. Pasadas dos cajas de ahorros, una fábrica de aceite y un destacado letrero que indicaba el camino a La Raya Pub, unos cuantos viejos con boina y bastón miraron pasar nuestro coche sentados en los bancos de un parque de cemento. El parque quedaba al pie de un barranco parcialmente cubierto de edificios construidos directamente en la roca. En aquella fase de nuestro paso por el pueblo todavía tenía yo la esperanza de que no tardaríamos en desembocar en una vieja plaza sombreada y rodeada de acogedores cafés. Pero a medida que la calle principal continuaba entre feas casas alicatadas por un lado y un arroyo prácticamente seco cegado por basura y un caos de vegetación espinosa por el otro, abandoné esta mínima esperanza por completo. Habíamos llegado a la otra punta del pueblo y todo lo que se veía era un letrero que echó por tierra cualquier idea fantasiosa que todavía pudiera albergar acerca de una España rural sin cambios: «El bar Lady Diana», rezaba.

Por un momento barajé la posibilidad de que la colonización británica de Andalucía hubiese llegado a un lugar tan recóndito como Frailes. Pero parecía bastante improbable que algún extranjero, de la clase que fuese, pudiera desear quedarse en un pueblo tan poco pintoresco como aquél. En el bar, en cualquier caso, no había signo alguno de vida, a diferencia de en el pub Guaneiro, que estaba unos cientos de metros más allá, en medio de una desordenada dispersión de farolas, chalés y edificios en obras que se iban comiendo los campos de la periferia. Coches aparcados de cualquier manera, adolescentes de paseo y por lo menos un borracho de mediana edad se habían congregado allí atraídos por los ritmos latinos a todo volumen acordes con el tablero que colgaba fuera pintado con una imagen de palmeras y una puesta de sol tropical. Mientras pasábamos en coche por delante, desconcertados por la idea de que el supuestamente tranquilo retiro rural en el que íbamos a pasar el resto del verano pudiera estar cerca, se nos pasó la calle. Al cabo de cinco minutos estábamos otra vez en el Guaneiro y enfilábamos un camino desigual que quedaba entre el bar y un gran pedestal de cerámica que daba la bienvenida a los visitantes procedentes del sur con estas palabras: «Bienvenidos a Frailes, un paraíso interior.»

Perritos como ratas descomunales y enfurecidas corrían hacia nuestro coche mientras íbamos entre campos de maíz, de tomates y melonares camino de un enclave boscoso del que sobresalía una torre blanca que sugería un balneario de inspiración morisca y tiempos pasados más elegantes. En la entrada de la propiedad había una placa que la describía como «casa rural» y agradecía la ayu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos