A ti, que has elegido leer este libro y
no perderte en la pantalla del móvil.
1
El lado oscuro
Lo había intentado todo: la radio, mi canción favorita, el clásico pipipipí-pipipipí, silencio y vibración...
No existe, en el mundo, nada que vaya asociado al despertador y no se odie. Alguna gente (pija, de la que puede levantarse con tiempo y desayunar tostadas mientras lee la prensa) dice: «Yo es que acostumbro al cuerpo y me despierto de manera natural.»
Claaaaaaro, porque en noviembre, a las seis de la mañana, el amanecer llega justo en el minuto exacto que tú necesitas para levantarte, vestirte, desayunar y, si eso, peinarte. Todo a velocidad supersónica porque por la mañana siempre hay prisa... Pero sí, tienen razón, es verdad, tu cuerpo se acostumbra fácilmente y está todo tan bien pensado que, por si pasa lo que sea y tu cuerpo, a pesar de ser sabio, no se ha despertado solito, viene un coro celestial de pajaritos a susurrarte al oído. De hecho, si vas tarde, se encargan de vestirte como a la Bella Durmiente.
Pero la realidad es que yo, en aquella época, durmiente era, desde luego, y bella... Regular. Con antiojeras, pasable.
Cuánto cuesta levantarse pronto y más si es para ir a un trabajo que no te gusta. Pensaréis que soy una malcriada o que he vivido poco para que esto suponga un drama, pero hablo con conocimiento de causa: para mí es una de las peores torturas a las que puedes someter a alguien. No se lo deseo ni a mi peor enemiga, que es una chica que en el colegio era mi mejor amiga y en el instituto dejó de saludarme. No quiero dar nombres, pero un saludo, Mónica.
Desde luego, a la que no me lo deseo es a mí, porque en el espacio de mi vida que os voy a contar no es que no me gustase el trabajo, es que lo odiaba. Lo supe desde el primer minuto en el que entré por la puerta de esa oficina. «Ay, América, que te has equivocado.» Porque el principal problema es que el trabajo estaba bien... Pero para otros.
Yo lo había elegido basándome en dos motivos totalmente erróneos: amor y dinero. Y, avanzo desde ya: ese noviembre en el que me costaba levantarme celebraba un mes en ese lugar de tortura y había comprobado dos cosas. Una, que lo primero (el amor) se había esfumado. Y dos, que el alivio que pensé que sentiría al recibir la primera nómina nunca hizo acto de presencia. O sea, que no compensaba en absoluto. Peor, me gasté tanto en ropa para animarme por lo que estaba sufriendo que ese mes lo pasé regular económicamente. Ganaba más y era más pobre... La vida.
Así es como descubrí que yo no había nacido para trabajar en publicidad, a pesar de que mi madre dijese a menudo que tenía una habilidad innata, como el mejor de los vendedores, para convencerte de cualquier cosa, por insistente. Pero, claro, lo de que a pesar de ese don el trabajo no iba conmigo no lo supe hasta que me puse a ello.
Lo que había pasado es que me había cambiado de un trabajo en el que ejercía mi vocación, el periodismo, al «lado oscuro» (una denominación que no le he puesto yo y eso me da credibilidad porque es muy acertada). Lo hice porque me pagaban el triple. No compensaba, pero eso lo supe cuando era, legalmente, muy tarde.
2
Lo odiamos
Así que cada mañana intentaba una nueva estrategia con la alarma del despertador para no levantarme repentinamente con cara de pez dando su último suspiro, con los ojos superabiertos, un poco como cuando alguien despierta de golpe de un coma en las películas, buscando el aire.
Quería evitar montar un drama, o cambiar el género de esa película, que a menudo era de terror. A veces tenía hasta los diálogos, que daban mucho miedo, especialmente porque eran conmigo misma y porque si estaba muy desquiciada la conversación la mantenía en voz alta: «No, no, no, no quiero ir, no voy, me siento enferma.» «No tienes nada.» «Sí, tengo una pena muy grande.» Si alguien hubiese entrado en mi cuarto en este instante y me hubiese encontrado así, pálida, despeinada y hablando con una sombra, me habría dado el Goya sin pasar por la alfombra roja. O un premio TP, al menos.
Este original diálogo que bien podía haber sido como si un personaje de Almodóvar protagonizase el Expediente Warren solía producirse cada madrugada, inmediatamente después de sonar el maldito despertador, y le seguía mi intento por levantarme de la cama. Todo esto a cámara superlenta porque mi cuerpo y yo solo queríamos posponer la agonía. Y luego llegaba tarde y me agobiaba más, aunque a nadie podía haberle importado menos. Bueno, sí, quizás a mi jefe. Lo que yo hiciese le resbalaba por su traje de marca.
Eso, por la mañana, porque por la tarde la historia cambiaba. Ya por entonces había aprendido que, en publicidad, los eslóganes (o claims, que es como se llaman técnica y no paletamente) habían sustituido a refranes y dichos populares: «A quien madruga, Dios no le ayuda ni un poquito», «Cuanto antes llegues, más tarde te irás» y «No por mucho madrugar te va a poner tu jefe una reunión antes de las 7 como temprano». Así que me levantaba pronto para llegar tarde, porque total... Nunca iba a volver antes de la hora de cenar a mi casa.
Me había metido en un fregao que, como ya estaréis imaginando, me amargaba la existencia. Problema: la culpa era mía y solo mía; por dejarme llevar por el dinero... ¿Acaso había estudiado yo periodismo pensando que iba a ser rica como Carrie Bradshaw o sabía desde el principio que una columna mensual no paga unos Manolos? Quizás un poco sí, la verdad sea dicha, pero luego ya en la carrera todos y cada uno de mis profesores me quitaron la venda de ojos: iba a ser más pobre que todos mis amigos que dejaron de estudiar y ahora estaban haciendo trabajos no cualificados pero bien pagados.
Entonces, si lo había hecho todo por amor al arte o porque de verdad creía que era mi objetivo vital, ¿por qué ese cambio de mentalidad repentino? ¿Fue la crisis de los 26? ¿Qué había pasado aquí, era porque se me había antojado un iPhone y no tenía cómo pagarlo?
No creo que fuera nada de eso, pero recordemos que había tenido dos motivos para cambiarme a este trabajo, y uno de ellos fue hablar de más con quien no debía: Javi. Descartado el dinero como móvil, nos centraremos en el segundo y último sospechoso.
Javi es la primera persona de mi mundo que os voy a presentar y no me andaré con rodeos. Así se lo contaría a mis amigos: os aviso desde ya, a Javi lo odiamos.
En este punto (despertador sonando, yo no queriendo ir, primera nómina cobrada y gastada), lo odiábamos desde hacía cinco semanas. Ponle seis por no decir: desde que lo conozco; pero a mi favor diré que hasta tan atrás no podemos irnos ni echarme la culpa, que yo en enero no pude prever todo esto y juro por mi colección de zapatos de Zara que si pudiese viajar en el tiempo, de qué me iba a liar yo con él. Nunca. Never. 100% nada.
Porque, efectivamente, ¡demos paso a la chica cliché! Adelante chica cliché, cuéntanos tu historia: «Pues mira, es que antes de odiarlo, Javi había sido mi rollo.» Bravo, puedes retirarte.
Pero bueno, no, especifiquemos bien que resulta que llamarse «rollo» exige un compromiso también: era mi «persona con la que me liaba algunos fines de semana». Mejor.
Hago un paréntesis aquí para hablar de esto, como si no hubiese hecho ya veinte paréntesis en lo que llevamos de relato: se nos ha ido de las manos el tema parejil. Por culpa de la tele y algo de nuestra cosecha hemos introducido demasiadas etapas en una relación: empezamos remarcando con luces y signos de exclamación el momento de decir «te quiero». Después le añadimos que llamarse novios es ya un acto en sí mismo. Ahora resulta que ya no eres rollo si no has pasado una serie de pruebas olímpicas, y hasta la RAE se ha inventado «amigovios», que no lo usa nadie porque es como mi madre intentando evitar la palabra «follamigos», cuando una madre en realidad no quiere pensar ni en «folla» ni en «amigos» que se acuestan si uno de los dos no es su osito Flufi. Pero me da igual cómo lo llames, que hasta para eso hay que llegar a un estatus. Súmale a toda esta ecuación loca lo de la exclusividad y, mira, yo ya no sé si llamar «papá» a mi padre si no me enseña una orden judicial con prueba de ADN incluida.
Dicho esto, y sin poner etiquetas porque, por supuesto, nunca se habló de esto, con Javi llevaba liándome desde principios de año, y en septiembre él había estado en el momento justo con la persona menos indicada (yo). O más bien al contrario, porque me había dado mi típica crisis existencial de nuevo curso y tenía que haberme quedado solita compadeciéndome en lugar de contarle mi vida.
No me malinterpretéis, estoy segura de que en su cabeza todo estaba en orden y él creía que todo lo había hecho con la mejor intención: la culpa es mía por encariñarme. Si me conociese un poquito sabría que me encariño hasta de los perros guía que veo en el metro y de una patata que lleva conmigo tres años porque tenía algo así como boquita y ojos y ahí la tengo, con múltiples protuberancias y arrugadilla, pero con su sonrisa eterna. Si se lo hubiese contado, quizá me habría entendido un poco y habría salido corriendo sin mirar atrás. El resultado es que me hubiese evitado todo esto.
Pero mira, he dicho que lo odiamos, así que no me parece mal cambiar el chip y que toda la mierda recaiga sobre él. Fue su culpa. Punto.
3
Surfero en tierra firme
El caso es que yo ya tenía trabajo. Bueno, «trabajo», si somos sinceros. ¿Conocéis Onda Noticias? Es una de las radios más importantes del país y me veo en la necesidad de remarcarlo porque cada vez menos gente pone la radio y mucho menos si no suena electrolatino. Juan Magán, bandido, que me robas los oyentes.
Pues yo, que llevaba tres años licenciada, periódicamente me apuntaba a algún cursito, y así esta prestigiosa radio, abanderada de las causas sociales, mediante un vacío legal que se estaba prolongando siglos, me hacía un contrato en prácticas y jamás me contrató de verdad.
Vamos, que yo pagaba para que me tuviesen allí... Con 26 años, todavía «aprendiendo». Así, hasta que hicieran una inspección de trabajo y se viesen obligados a depositarme en la calle, porque ese vacío legal no era tan vacío ni tan legal.
Cobraba el sueldo mínimo y con eso y con la paga que aún me daban mis padres aún me daba para vivir con Gloria, la pirada de mi compañera de piso. A ella también la odiamos, aunque no lo suficiente como para buscar otra compañera u otro piso. Soy de ese tipo de personas que prefiere evitar los conflictos, y dar los rodeos que haga falta para ello, aunque el conflicto se pase toda la semana ocupando junto a su novio el salón y la tele.
Que es, precisamente, lo que pasó aquella fatídica tarde de septiembre en la que llegué inusualmente pronto a casa y más quemada que de costumbre. En un par de semanas tenía que pagar de nuevo 600 euros por un curso que ni siquiera iba a hacer de verdad (como si tuviese tiempo); era la tercera vez que me apuntaba para que pudiesen hacer el apaño y mantener mi puesto, y en la radio, como siempre, todo eran promesas: «Cuando en enero pase el ERE queremos que seas la primera a la que contratemos.» Pero ya habían pasado dos eneros y nada cambiaba. Al menos, es verdad que podía ser la primera contratada, porque hacía décadas que los únicos cambios de personal llegaban con diferentes oleadas de becarios como yo.
Ay, septiembre, mi mes de las dudas. Con una nube negra —metafórica— sobre mi cabeza y viendo que ni siquiera podría ocupar mi mente viendo Telecinco porque había dos seres ocupando la tele, me metí en mi habitación y allí apareció Javi, con un puntito verde junto a su nombre al abrir Facebook. Estaba conectado y eso era justo lo que yo quería/necesitaba: conectar con alguien. En realidad, si pudiese ser, con él.
Debía de estar tan apático como yo, porque me abrió ventana:
—¡Hola!
—¡Holi!
Este era mi saludo y a la vez mi grito de guerra, pero esta vez tuve la sensación de que daba a entender que era más alegre de lo que sentía en realidad. Pero todo se magnifica en las redes sociales, como las risas que nunca suenan.
—¿Qué haces?
—Pues, al parecer, nada.
—¿Y eso? —Como veréis, unas conversaciones superprofundas las que teníamos.
—Porque mi compañera y el novio llevan tres días haciendo maratón de «Juego de Tronos» y no tengo ni tele, ni salón, ni acceso al aire acondicionado.
—En el McDonald’s hay aire.
—...
No se me ocurría mejor respuesta para un tío con esas salidas tan inesperadas. ¿Y a mí qué me importaba el McDonald’s ahora?
Menos mal que se explicó:
—Que me apetece un McFlurry, ¿te bajas?
Me lo pensé. ¿Me apetecía un McFlurry que acabaría, posiblemente, en casa de Javi otra vez?
—Solo si te pides también un Big Mac, que es lo que me apetece a mí.
—Hecho.
—¿En el de Gran Vía que parece todo lujoso?
—A y veinte, ahí.
A mi favor diré que no me cambié ni nada porque era jueves, estaba cansada física y emocionalmente y porque la verdad es que llevaba un vestido vaquero que me había comprado en las ultimísimas rebajas. Era la típica prenda que quieres estrenar ya porque el verano que viene ya será vieja y, seamos sinceros: me daba un aspecto poco cuidado pero favorecedor. Epic win.
Llegué pronto, que es algo que me gusta hacer —excepto a mi trabajo— aunque luego me desespere cuando los demás llegan tarde. Sabiendo que era el caso, lo esperé apoyada justo en la barandilla más famosa de la calle y posiblemente de todo Madrid. En la que solían pasar las horas los heavies del Madrid Rock.
Yo no había vivido sus mejores tiempos (aunque de vez en cuando los veía pulular por ahí); conocí el local cuando ya era una tienda de ropa que parece un after y que suele oler a ambientador con plástico chino, y no cuando convivían allí CD y vinilos.
Fueron mis padres los que me contaron la historia un día que pasamos por allí, porque al parecer durante un tiempo habían vivido fascinados con ellos, hasta que la tele, la mágica tele, un día les resolvió las dudas. Quiénes eran y qué hacían allí.
Para ellos eran seres casi mitológicos, especialmente para mi padre, que solo los conocía de oídas: fue mi madre la que, durante el mes que había estudiado mecanografía en la calle Jacometrezo, los vio al pasar y pensó que qué chiquitos tan curiosos. Curioso es que alguien estudie mecanografía en el siglo XXI, pero eso ya son cosas de ella. Mi teoría es que ella pasaba de la máquina de escribir y que en realidad aprovechó el mes que se vino a Madrid para recordar sus tiempos mozos: había venido desde Burgos, donde vivían desde los veintipocos y adonde se trasladaron desde la capital cuando a mi padre le dieron un trabajo en la Pascual... Allí nací yo. No en la Pascual, sino en Burgos, su segundo y mi primer hogar.
Así que treinta años después, aprovechando que su hija querida (única, para más señas) estudiaba en Madrid y había que visitarla, habían pasado por ese enclave mítico. Ambos me contaron emocionados que esos seres extraños que nos habíamos cruzado en Gran Vía eran, en realidad, superestrellas: los heavies del Madrid Rock eran tan importantes como el oso y el madroño o como comerte un bocata de calamares en Navidad. No les pidieron foto porque no llevaban la cámara encima y ninguno sabía usar la del móvil.
A mí también me picó la curiosidad y gracias a internet descubrí más sobre estas leyendas vivas: eran (son) gente pacífica, aunque a algunos les asusten sus estilismos, son dos, gemelos, no se les conoce trabajo y empezaron a sentarse en esa barandilla en solidaridad por el despido de los empleados de la tienda de música, ahora pasan el rato y protestan contra el capitalismo.
Lástima que esa tarde no estuviesen ahí, porque desde que supe más de ellos siempre miro en su dirección, para comprobar que todo sigue en orden... Quizá les dolía la cabeza del sonido atronador que salía de la tienda de ropa, a mí casi me estallan los tímpanos en los diez minutos que estuve esperando a Javi.
Dato a tener en cuenta: la gente de publicidad solo llega pronto a sus citas con los clientes. El resto no lo merecemos.
Porque, ah, claro, Javi trabajaba en publicidad, en la que sería mi futura agencia. Y llegó tarde pero, ay, guapísimo.
Javi era (es, porque en contra de mis deseos sigue vivo) uno de esos seres humanos despreocupadamente bellos. Un surfero en tierra firme, por su forma de vestir, con sudaderas de Hollister, vaqueros sin forma definida y pelito algo largo pero siempre brillante. Y castaño, en un país donde o eres rubio o moreno, nada de medias tintas. Creo que la barba no había hecho acto de aparición por su cara en la vida: ni estaba ni se la esperaba y eso acentuaba la sensación de que en realidad podría ser un adolescente. Que hubiese empezado a utilizar expresiones como «mazo» o «flipa» porque a los modernos les hacía gracia su sonido retro tampoco ayudaba con lo de la edad. Pero, en contra de las apariencias, tenía 26. Como yo. Por desgracia, no debíamos de coincidir en nada más.
Cuando llegó a Gran Vía llevaba puesto un polo de palmeras, bermudas vaqueras deshilachadas, zapatillas blanco nuclear y pelo a medio secar. En Madrid, en septiembre aún es pleno verano y no ha empezado la temporada de secador.
Porque, no lo olvidemos, Javi era creativo en una agencia de publicidad internacional, una de las más innovadoras del momento, y su estilo descuidado podía engañarte a primera vista (o a segunda, como era mi caso, que llevaba meses enmarañada en su red), pero todo estaba estudiado al milímetro, peinado a golpe de cepillo y secador incluido.
No tenía 16 años, pero sabía bien cómo aparentar ser el quarterback del equipo del instituto y ese veranito, que lo había pasado en Tarifa con los colegas, le había dejado la piel morena. A mi lado, que había adquirido bronceado camionero por el único rayo de luz que entraba por la ventana de mi puesto en la redacción, parecía que éramos una muestra de tonalidades de piel, como los que tienen en el Leroy Merlin en la zona de pinturas. Blanco crudo con degradado a beige, gama «América». Dorado con chispas de sol, gama «Javi». Cuestión de gustos.
No me saludó con un beso ni nada porque, repito, no éramos rollo ni similar, así que se acercó a mí y me dijo, rollo casual, «¿Qué pasa?», y nos dirigimos juntos al McDonald’s.
4
La tarde de [Mc]au