1
Hester dejó que pasara el coche de punto, cruzó Portpool Lane y entró en la clínica para prostitutas enfermas y heridas.
Ruby la vio y se le iluminó el rostro.
—¿Está la señorita Raleigh? —preguntó Hester.
Ruby dejó caer los hombros.
—Sí, señora, pero no tiene buen aspecto. Creía que estaba hecha para este trabajo, ¿no?, pero esta mañana cualquiera hubiese dicho que la habían dejado plantada en el altar. Llora sin parar, es algo increíble.
Hester quedó atónita. Josephine le había dicho que no tenía novio ni intenciones de abandonar la enfermería.
—¿Dónde está? ¿Lo sabe? —preguntó.
—Ha venido una mujer que había recibido una buena paliza, cubierta de sangre. Imagino que estará atendiéndola —contestó Ruby—. Aunque de eso debe de hacer una media hora.
—Gracias.
Hester se adentró en el pasillo por la puerta del fondo, preguntando por Josephine cada vez que topaba con alguien. Finalmente la encontró en la antigua despensa donde ahora guardaban las medicinas y demás provisiones, moviéndose entre las estanterías, contando y clasificando. Era una muchacha bonita, aunque tal vez su rostro tuviera demasiado carácter para ser convencionalmente guapa. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas, la mirada perdida y los labios tan apretados que se le veían los músculos de la mandíbula y el cuello. Ni siquiera oyó entrar a Hester.
Hester cerró la puerta para asegurarse la máxima privacidad antes de hablar. Como siempre, fue directa. La medicina no es un arte que permita andarse con demasiados rodeos.
—¿Qué sucede? —preguntó con amabilidad.
Josephine se dio un susto y se volvió hacia Hester, pestañeando deprisa mientras las lágrimas incontrolables le resbalaban por el rostro.
—Perdón. Enseguida estaré bien.
Era obvio que la avergonzaba haber sido sorprendida dando rienda suelta a su aflicción cuando su cometido era aliviar el sufrimiento de los demás.
Con suma ternura, Hester apoyó una mano en el brazo de Josephine.
—Algo debe de ir muy mal para que esté tan disgustada. Ha visto heridas espantosas y cuidado a agonizantes. Algo que le haga padecer tanto no se resolverá en unos minutos. Cuénteme de qué se trata.
Josephine negó con la cabeza.
—En esto no puede ayudarme —respondió, con un nudo en la garganta—. Tengo que trabajar, en serio...
Hester no le soltó el brazo.
—Nadie puede hacer nada —prosiguió Josephine, tratando de zafarse.
Hester titubeó. ¿Sería impertinente insistir? Aquella joven le gustó desde el principio, pues era como si volviera a verse a sí misma y además conocía a la perfección los pesares y la soledad de los comienzos en aquella profesión. Había sentido una impotencia abrumadora cuando las cosas dejaban de tener remedio, dando paso a la realidad física de la agonía y la muerte, cuando lo único que se puede hacer es mirar. Todo eso se sumaba a los sinsabores normales de la juventud y la vida.
—Cuéntemelo de todos modos —dijo amablemente.
Josephine vaciló pero enseguida se irguió, aunque no sin esfuerzo. Tragó saliva y sacó un pañuelo para sonarse la nariz.
Hester aguardó, manteniendo la puerta cerrada. Nadie más podría entrar sin disponer de una llave.
—Mi madre murió hace mucho tiempo —comenzó Josephine—. Mi padre y yo estamos muy unidos. —Respiró hondo y procuró adoptar un tono de voz sereno, casi impasible, como si estuviera contando cifras para hacer un cálculo, algo sin la menor carga personal—. Desde hace poco más de un año asiste a una iglesia Inconformista. Hizo varios amigos entre la congregación. Encontró un grado de calidez que lo atrajo mucho más que el ritual de la Iglesia de Inglaterra, que le resultaba... frío. —Volvió a tragar saliva.
Hester no la interrumpió. Hasta ahí no había nada raro, y mucho menos desastroso. Jamás se le había ocurrido pensar que a Josephine le importara la religión que abrazase su padre mientras fuese más o menos cristiana. Una buena enfermera, y Josephine lo era, debía mostrarse pragmática y no poner objeciones a esa clase de cosas.
—Me explicó que hacen un montón de buenas obras —prosiguió Josephine tras soltar un suspiro—, tanto aquí, en Inglaterra, como en el extranjero. Necesitan dinero para suministrar alimentos, medicinas, ropa y demás entre quienes se hallan en circunstancias desesperadas.
Escrutó el semblante de Hester en busca de aprobación.
—Se diría que es algo muy cristiano —dijo Hester para llenar el silencio—. ¿Acaso no lo usaban para eso?
Josephine se mostró sorprendida.
—¡Sí, claro! Seguro que sí. ¡Pero pedían mucho! No paraban de insistir para que les diera más. No es un hombre acaudalado, pero siempre hablaba bien, vestía bien... No sé si entiende lo que quiero decir. Tal vez creían que era más rico de lo que realmente es.
Hester comenzó a comprender adónde conduciría todo aquello.
Josephine la miraba de hito en hito, como si se aferrara a una esperanza a pesar de lo que había dicho. Prosiguió con voz temblorosa.
—Le pedían dinero una y otra vez y a él le daba vergüenza rehusar. No es fácil admitir que no puedes permitirte dar más, sobre todo cuando te dicen que hay gente que pasa hambre y tú eres consciente de que puedes comer cada vez que quieras, aunque sea una comida sencilla.
Hester veía el sufrimiento que traslucía el rostro de la joven, sus ojos, las manos apretando el pañuelo. Estaba asustada, avergonzada y atormentada por la compasión.
—¿Insistían en que les diera más de lo que podía permitirse? —preguntó Hester en voz baja.
Josephine asintió, apretando la mandíbula con fuerza para dominar la emoción que crecía en su fuero interno.
—¿Es muy abultada la deuda? —prosiguió Hester.
Josephine asintió de nuevo, volviendo a adoptar una expresión de impotencia. Bajó la vista, evitando la mirada condenatoria que esperaba ver en los ojos de Hester.
De repente, un recuerdo desgarrador asaltó a Hester: el de su propio padre tal como lo había visto antes de marcharse a Crimea, una docena de años antes, cuando aquella muchacha era una niña. Había estado muy orgulloso de ella, viéndola emprender tan noble empresa. Olió otra vez el salitre del viento, oyó las gaviotas chillando y el crujir de cuerdas cuando el peso del barco tensaba las amarras al subir y bajar con la marea.
Aquella fue la última vez que lo vio. El motivo de su endeudamiento era diferente del de John Raleigh aunque también estuviera vinculado a la compasión y el honor, pero el sufrimiento que su deuda infringió a su familia fue el mismo. A él también lo habían presionado, para luego engañarlo. La vergüenza que sintió le llevó a quitarse la vida. Hester estaba entonces en Crimea, cuidando a hombres a quienes no conocía, y su familia se había enfrentado a esa pesadumbre sin ella. Su madre había sido incapaz de soportarlo y murió poco tiempo después, tras recibir la noticia de la muerte de su segundo hijo en Crimea.
Hester había llegado a Inglaterra para enfrentarse al dolor del único hermano que le quedaba y a su ira por no haber estado allí cuando tanto la necesitaban, en lugar de dedicar su tiempo y su compasión a desconocidos.
Todavía se mantenían distantes, tan solo se mandaban tarjetas por Navidad y alguna que otra carta formal y poco espontánea.
Hester conocía el pesar, la culpabilidad, la impotencia y la carga letal de las deudas mucho más de cerca de lo que Josephine Raleigh podía imaginar.
Cayó en la cuenta de que no había escuchado la respuesta de Josephine a su última pregunta. Se sintió tonta.
—Perdón —dijo con amabilidad—. Estaba pensando en una persona a quien amaba... que también sufrió una situación parecida. No tuve ocasión de ayudarlo porque estaba en Crimea con el ejército. No regresé a casa hasta que fue demasiado tarde. ¿Asciende a mucho la deuda?
—Sí —contestó Josephine en voz baja—. Más de lo que él puede pagar. Le daría todo lo que tengo pero ya es demasiado tarde. No puedo ganar suficiente para...
Se calló. No tenía sentido explicar lo que era obvio. Y, además, la comprensión no cambiaría las cosas en absoluto.
Las ideas se agolpaban en la mente de Hester, buscando algo que decir que pudiera ser de ayuda, dando vueltas a sus dolorosos recuerdos, la impotencia de saber que es demasiado tarde, el ansia de hacer retroceder el tiempo y hacer las cosas de otra manera.
Cuando habló, lo hizo con voz ronca.
—Supongo que esas personas piden a todos los miembros de la congregación que piensan que están en condiciones de dar.
Josephine tragó saliva.
—Sí... Me figuro que sí.
Unos pasos se acercaron por el pasillo, titubearon y enseguida se alejaron.
—Quizás haya algo deshonesto en este asunto —prosiguió Hester—. Si no lo hay, tendría que haberlo. Tal vez haya una presión... un... No lo sé. Preguntaré a mi marido. Es policía. A lo mejor podemos hacer algo al respecto.
El rostro de Josephine mostró consternación.
—¡Oh, no! Por favor... ¡A mi padre le daría mucha vergüenza! Sería bochornoso. —Tragó saliva y se atragantó—. Lo haría parecer renuente a dar caridad a quienes están mucho más necesitados que nosotros. Sería...
—¡Josephine! —interrumpió Hester, notando que se ponía colorada—. No tengo intención de ser tan torpe. Por supuesto que se sentiría humillado.
Josephine negó con la cabeza.
—Usted no lo entiende...
—Sí que lo entiendo —contestó Hester antes de sopesar si eso era realmente lo que quería decir—. El hombre en quien estaba pensando hace un momento era mi padre. Creo que murió de vergüenza. Averiguaré qué podemos hacer sin tener que mencionar su nombre, se lo prometo.
Josephine seguía sin estar segura.
—¿Cómo lo hará? Pensaría que lo he traicionado.
—No se enterará de nada —prometió Hester otra vez—. ¿No cree que él querría que nadie más sufriera lo que está sufriendo él? Es más, me sorprendería que él fuese el único miembro de la congregación que se encuentra en esta situación. ¿A usted no?
—Supongo que sí. Pero ¿cómo lo hará?
—No lo sé. Quizá no lo tendré muy claro hasta que lo intente —admitió Hester—. Pero hay que poner fin a esto.
Josephine esbozó una sonrisa.
—Gracias.
Hester le sonrió.
—¿Dónde está esa iglesia y cómo se llama el hombre que la preside?
—Abel Taft. La iglesia está en la esquina de Wilmington Square y Tardley Street —contestó Josephine frunciendo el ceño—. Pero usted vive en la orilla sur del río, ¡a kilómetros de allí! ¿Cómo explicará su presencia en una iglesia tan lejana?
Hester sonrió más abiertamente.
—Por su fama de auténtico y activo cristianismo, claro —contestó, no sin cierto sarcasmo.
A Josephine se le escapó la risa y lágrimas de gratitud le arrasaron los ojos. Se sacudió bruscamente, irguió la espalda y se alisó la falda del vestido gris.
—Tengo trabajo que hacer —dijo, más serena—. Voy muy retrasada.
Había ocasiones, sobre todo en invierno, en que Monk encontraba que sus deberes como comandante de la Policía Fluvial del Támesis eran más arduos de lo normal. Las cuchillas de hielo provocadas por el viento que soplaba sobre al agua podían atravesarlo casi todo, excepto los chubasqueros. Azotaban la piel del rostro y la gruesa tela húmeda de las perneras de los pantalones se congelaba.
Aquel atardecer de finales de primavera, empero, era templado y sobre el agua brillante se extendía un cielo azul casi sin nubes. La brisa era agradable, la marea estaba alta y, por consiguiente, no se percibía el hedor del fango de las riberas. Pasaban embarcaciones de recreo con sus banderines al viento y sus risas, que flotaban en el aire hasta la orilla, donde un organillo tocaba una canción popular de un espectáculo que estaba en cartel. Se presentía la cálida promesa del verano. Era un momento perfecto para terminar una patrulla en el río y pensar en regresar a casa.
Monk siempre había tenido facilidad para manejar barcas. Era una de las habilidades de su pasado olvidado, aunque el recuerdo de cómo había aprendido lo había borrado una herida sufrida en un accidente de carruaje poco antes de conocer a Hester, nueve años atrás, en 1856. La mente es capaz de borrar toda suerte de cosas que al parecer el cuerpo recuerda.
Condujo la patrullera de la policía hasta los pies de la escalinata del muelle, levantó los remos y saltó a tierra con la soga para amarrarla en la mano. La ató con holgura para que al bajar la marea no quedara demasiado tensa y subió los peldaños a fin de llevar a cabo en la comisaría las últimas comprobaciones de la jornada.
Habló brevemente con Orme, su segundo al mando, revisó todo lo demás y media hora después estaba de nuevo en el agua, pero esta vez como pasajero del transbordador que se aproximaba a la escalinata de Princes Stairs, en la orilla sur, a la altura de Rotherhithe.
Pagó el pasaje y ascendió la colina en dirección a su casa en Paradise Place, con el panorama del Pool de Londres a su espalda, mástiles y vergas negros recortados contra el cielo desvaído y el agua lustrosa como la seda.
Encontró a Hester en la cocina, trasegando algo en los fogones. Scuff, el en otro tiempo ladronzuelo que habían adoptado o, para ser más precisos, los había adoptado, estaba sentado a la mesa con una expresión esperanzada, aguardando la cena. El chico llevaba unos dos años viviendo con ellos y comenzaba a tratarlos con familiaridad, como si por fin aceptase que aquel era su hogar, de donde no lo echarían de regreso a los muelles si de pronto cambiaran de parecer.
Había crecido bastante. Había mucha diferencia entre el niño hambriento de once años, edad que él mismo había estimado, y el muchacho de trece que comía cada vez que tenía ocasión, fuese o no la hora de comer. Era varios centímetros más alto, comenzaba a tener un aspecto menos anguloso y ya no daba la impresión de que bastaría un golpe bien dado para romperle todos los huesos.
También estaba comenzando a adquirir una cohibida dignidad. En lugar de la desenfadada alegría de antaño, ahora recibía a Monk con una sonrisa pero permanecía sentado donde estaba, demasiado adulto ya para demostrar sus sentimientos.
Sonriendo para sí, Monk lo saludó con la misma pretendida indiferencia y fue a dar un saludo mucho más cariñoso y espontáneo a Hester. Hablaron de los acontecimientos del día. Scuff refirió lo que había hecho en la escuela, una experiencia con la que se iba familiarizando muy lentamente. No había sido tarea fácil. Siempre había sabido contar y conocía muy bien el valor del dinero. No obstante, leer y escribir eran harina de otro costal. El aprendizaje de esas capacidades resultaba mucho más dificultoso. Su niñez en los muelles y las calles adyacentes lo había vuelto escéptico, valiente y perfectamente capaz de cuidar de sí mismo. Era imposible perderlo en el puerto. Aprender cosas sobre otros países le seguía pareciendo un ejercicio sin sentido pese a que conocía sus nombres y los productos que enviaban al puerto de Londres, pues los había visto descargados. Sabía qué aspecto tenían esos artículos, cómo olían, cuán grandes o cuán pesados eran. Ahora bien, escribir correctamente sus nombres era algo muy distinto.
Una vez que hubo anochecido, cuando Scuff se había ido a la cama y ellos estaban en la sala, Hester contó a Monk el problema al que se enfrentaba el padre de Josephine Raleigh.
—Lo siento —dijo Monk en voz baja. Miró su rostro turbado, comprendiendo su profunda compasión por aquel hombre y tal vez también por la joven Josephine. Resultaba todavía más penoso que las personas que tanto habían abusado de él pertenecieran al núcleo de su fe—. Ojalá fuese un delito —agregó—. Pero aunque lo fuera no tendría relación alguna con el río, y esa es toda mi jurisdicción. ¿Quieres que hable con Runcorn para ver si nos sugiere algo?
El comisario Runcorn había sido tiempo atrás colega de Monk, luego su superior y después su enemigo. Ahora por fin habían entendido y superado sus diferencias y eran aliados.
Hester se quedó abatida, como si en esos últimos momentos hubiese sufrido un nuevo revés.
Monk no lo comprendió. Sin duda ella no habría supuesto que él hubiese podido intervenir.
—Hester... Lo lamento de veras. Es una vileza pero la ley no tiene manera de abordar algo así.
Hester lo miró un momento y se puso de pie cansinamente.
—Ya lo sé.
Hubo desafío en su voz, y un sufrimiento abrumador. Se volvió para marcharse, vaciló un instante y luego salió de la sala de estar para regresar a la cocina, con la espalda erguida pero la cabeza un poco inclinada.
Monk estaba confundido. En cierto modo, Hester había cerrado una puerta entre ellos. ¿Qué había supuesto que podía hacer él? Hizo ademán de levantarse pero se dio cuenta de que no sabía qué decir y se dejó caer de nuevo en el asiento. Pensó en todos los años que hacía que la conocía y en las batallas que habían librado juntos contra el miedo, la injusticia, el peligro, la enfermedad, la pena... y entonces le sobrevino el recuerdo, no tanto como una marea sino como una ola que lo zarandeara y sumergiera. El padre de Hester se había suicidado a causa de una deuda que no había podido satisfacer. Hablaba tan poco de ello que Monk se había permitido olvidarlo.
Se levantó enseguida, sin saber todavía qué iba a decir, pero era imperativo que se le ocurriera algo. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido, tan torpe para olvidarlo?
La encontró en la cocina, de pie junto a los fogones, con una cacerola en la mano y la mirada perdida. No se movía. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
No había excusa válida que dar, pero aunque la hubiera, solo habría empeorado las cosas.
—Perdón —dijo Monk en voz baja—. Lo olvidé.
Hester negó con la cabeza.
—No tiene importancia.
—Sí que la tiene.
Hester se volvió y por fin lo miró.
—No, no la tiene. Además preferiría que no pensaras en él de esa manera. Pero sé cómo se siente Josephine, exactamente como si fuese yo quien estuviera reviviéndolo todo otra vez. Solo que yo no estaba cuando tenía que haber estado. Si hubiese estado aquí, a lo mejor habría podido hacer algo.
No habría podido, pero a Monk le constaba que ella no le creería. Pensaría que le mentía por instinto, para consolarla, aunque eso era algo que ninguno de los dos había hecho jamás. Siempre se habían enfrentado a la verdad, por más amarga que fuera; con cuidado, quizá lentamente, pero nunca habían mentido. Como al cortar carne con un bisturí, curar era posible.
—Veré si puedo averiguar algo sobre las personas implicadas.
Lo dijo sabiendo que era una promesa precipitada y que probablemente sería inútil, salvo para demostrarle que le importaba lo que la preocupaba.
Hester le sonrió, y Monk al instante se dio cuenta de que ella sabía exactamente lo que estaba haciendo y por qué. Sin embargo, eso no impedía que le estuviera agradecida por entenderla y no haber eludido ayudarla con una educada invención.
—El domingo iré a la iglesia —contestó Hester, enderezándose un poco y devolviendo la cacerola a su estante—. Ya va siendo hora de que Scuff aprenda algo sobre la religión. Es parte de nuestra tarea como... como padres —eligió la palabra deliberadamente, como probándola— enseñárselo. Lo que luego decida creer es cosa suya. Me parece que no iré a la Iglesia de Inglaterra. Buscaré una Inconformista. Scuff debería conocer alternativas, además.
—¿Quieres que vaya contigo? —preguntó Monk con aire vacilante.
Aquella era una de sus lagunas de memoria que nunca había intentado llenar. Le constaba que creía en muchas cosas, buenas o malas, de cien maneras distintas. Y tal vez lo más importante, comprendía que una vida entera no bastaba para responder a todas las preguntas que cada nueva situación planteaba. La humildad no era solo una virtud, era una necesidad. Pero no se había tomado la molestia de tomar en consideración una religión formal. En realidad no quería saber más, aunque lo haría si alguna vez sintiera el deseo de hacerlo.
Un vistazo al rostro de Hester fue suficiente respuesta.
—¡No, gracias! —dijo ella con vehemencia, como si que la acompañara fuese lo último que deseara. Acto seguido sonrió—. Pero gracias de todos modos.
Scuff estaba sorprendido de lo fácil que le había resultado acostumbrarse a vivir en casa de Monk en Paradise Place. De vez en cuando soñaba que todavía seguía en el puerto, durmiendo donde encontrara un lugar resguardado de la lluvia y el frío, y donde no lo pisaran ni tropezaran con él. ¡Se había acostumbrado incluso a estar calentito y limpio la mayor parte del tiempo!
Todavía tenía hambre. Lo único que había cambiado allí era que ahora comía con regularidad además de entre horas cuando podía, y no tenía que procurarse la comida por sí mismo, fuere comprándola o robándola. También se había acostumbrado a que nadie se la robara.
No era que fuese huérfano, pero después de que su padre falleciera su madre no había podido mantener sola a sus varios hijos. El nuevo hombre que tomó no tuvo inconveniente en quedarse con las niñas pero no estuvo dispuesto a dar alojamiento al hijo de otro hombre, de modo que por la supervivencia de sus hermanas, que apenas eran poco más que bebés, Scuff se había marchado para cuidar de sí mismo.
Había conocido a Monk cuando este acababa de ser destinado a la zona portuaria, y lastimosamente ignorante de cómo desenvolverse allí. Por el precio de un ocasional bocadillo y una taza de té bien caliente, Scuff se había hecho cargo de él, enseñándole unas cuantas cosas.
Juntos habían arrostrado algunas aventuras muy desagradables. Durante una de ellas, en la que Scuff estuvo demasiado cerca de morir asesinado, había pasado unas pocas noches en el hogar de Monk. Después aquello se fue prolongando. Gradualmente, poco a poco, se había habituado incluso a Hester. Era demasiado mayor para necesitar una madre pero de vez en cuando no le importaba fingir lo contrario. En realidad, no estaba seguro de que Hester deseara ejercer de madre. Más bien parecía una muy buena amiga, aunque, por supuesto, con mucha autoridad. Él nunca se lo diría, pero lo intimidaba más que el propio Monk. Nunca se amilanaba ante nadie. Necesitaba que Scuff la vigilara en sus andanzas, incluso más que Monk.
Tendría que haber desconfiado más cuando Hester decidió de repente llevarlo a comprar un traje nuevo, un traje completo con la chaqueta y los pantalones a juego, y un par de camisas blancas. No dejaba de ser cierto que la ropa que tenía le quedaba bastante pequeña. Había crecido mucho últimamente. Sin duda se debía a toda esa comida y a tener que irse a la cama temprano. Pero aun así, todavía podría haberle durado unos meses más.
Tal vez debería haber sospechado cuando, el mismo día, Hester se compró un sombrero nuevo. Estaba decorado con flores y la hacía más guapa. Scuff así se lo dijo y acto seguido se sintió torpe. Quizás había sido un comentario demasiado personal. Pero pareció complacida. Quizá lo estuviera.
Lo comprendió todo de súbito el sábado por la noche.
—Mañana por la mañana iré a la iglesia —le dijo Hester mirándolo de frente y sin siquiera pestañear—. Me gustaría que me acompañaras, si no te importa.
Scuff se quedó paralizado, como si hubiese echado raíces en el suelo de la cocina. Luego se volvió hacia Monk, que estaba sentado a la mesa leyendo el periódico. Monk levantó la vista y sonrió.
—¿Tú irás? —preguntó Scuff un tanto nervioso. ¿Qué significaba aquello? ¿Se trataba de algún tipo de ceremonia? ¿Promesas y cosas por el estilo?
—No puedo —contestó Monk—. Tengo que ir a la comisaría de Wapping. Pero estaré de vuelta para la cena dominical. Todo irá bien. Quizá te parezca interesante. Haz lo que Hester te diga, y si no te dice nada, imítala.
Scuff sintió que el pánico se adueñaba de él.
—No tienes que hacer nada en absoluto —le aseguró Hester—. Tan solo acompañarme para que no tenga que ir sola.
Scuff soltó el aliento; un suspiro de alivio.
—Sí, claro —concedió.
La mañana del domingo se pusieron en marcha relativamente temprano. Primero cruzaron el río y luego tomaron un ómnibus para recorrer una distancia considerable. Scuff se preguntó por qué iban tan lejos cuando había otras iglesias mucho más cerca. Eran bastante evidentes. Aparte de tener torres que podías ver desde medio kilómetro como mínimo, muchas de ellas tocaban campanas para asegurarse de que no te pasaban por alto. En un par de ocasiones tomó aire para decírselo a Hester, que iba sentada a su lado muy erguida y con la mirada al frente. No parecía en absoluto la misma de siempre, de modo que cambió de parecer y se abstuvo de preguntar. Optó por elegir entre otras varias preguntas que le acudían a la mente.
—¿Dios solo vive en las iglesias? —dijo en voz muy baja. No quería que los demás pasajeros del ómnibus le oyeran. Seguramente sabían la respuesta y quedaría como un estúpido.
Hester pareció sorprenderse y al instante Scuff deseó no haber preguntado. Si prestaba atención, seguramente lo averiguaría, además.
—No —contestó Hester—. Está en todas partes. Creo que lo que ocurre es que prestamos más atención dentro de las iglesias. Es como aprender en el colegio. Puedes escuchar una lección en cualquier parte pero el colegio hace que resulte más fácil. Lo hacemos todos juntos.
—¿Tenemos un maestro?
Aquella parecía una pregunta razonable.
—Sí. Lo llamamos ministro.
—Ya veo. —Eso era un poco preocupante—. ¿Me hará preguntas al final?
—No. No, no permitiré que haga eso —respondió Hester. Parecía muy segura. Scuff se relajó un poco.
—¿Por qué tenemos que aprender?
—No tenemos que aprender, pero a mí me gustaría.
—Ah.
Scuff guardó silencio durante más de medio kilómetro.
—¿Nos hablará sobre el cielo? —preguntó finalmente.
—Así lo espero —contestó Hester. Ahora lo estaba mirando, sonriente. Scuff se animó.
—¿Dónde está el cielo?
—No lo sé —dijo Hester con franqueza—. Dudo que alguien lo sepa.
Esa no era una respuesta muy buena.
—¿Entonces cómo vamos a llegar hasta allí?
Hester se quedó perpleja.
—¿Sabes qué? Eso es algo que a todos nos gustaría saber, pero no tengo ni idea. Quizá nos lo dirán si vamos a la iglesia a menudo y prestamos más atención.
—¿Tú quieres ir al cielo?
—Sí. Igual que todo el mundo. Es solo que muchos de nosotros no deseamos de verdad hacer lo necesario para ir.
—¿Por qué no? Eso es una tontería —señaló Scuff.
—No reflexionamos sobre ello lo suficiente —contestó Hester—. A veces pensamos que es demasiado difícil para que merezca la pena tomárselo en serio ya que de todos modos no conseguiremos llegar.
Scuff se quedó meditando en silencio unos minutos mientras el ómnibus subía una cuesta y aminoraba la marcha. Los caballos sin duda tuvieron que esforzarse un poco.
—Si tú no vas, creo que yo tampoco quiero ir —dijo al cabo.
De pronto Hester pestañeó como si estuviera a punto de llorar, solo que Scuff sabía que no era así porque Hester nunca lloraba. Luego le apoyó una mano en el brazo un momento. Scuff notó su calor incluso a través de la manga de su chaqueta nueva.
—Creo que deberíamos ir los dos —le dijo Hester—. De hecho, deberíamos hacerlo los tres.
Scuff se quedó pensando, dando vueltas a otras preguntas que haría en otra ocasión, hasta que el ómnibus se detuvo en la parada donde se apearon. Caminaron unos cincuenta metros por la acera hasta un templo. En realidad no era una iglesia normal, como la que él hubiese esperado, pero Hester parecía bastante segura, de modo que entró con ella por las grandes puertas abiertas.
En el interior había filas de asientos, todos muy duros, con el tipo de respaldo que te obligaba a sentarte muy derecho aunque no quisieras. Ya había una multitud de personas. Todas las mujeres que veía llevaban sombreros: grandes, pequeños, con flores, con cintas, de colores pálidos, de colores oscuros, pero ninguno muy llamativo, sin rojos, rosas ni amarillos. Todos los hombres vestían trajes oscuros. Debía de ser un uniforme.
Solo llevaban un momento allí cuando un hombre muy apuesto se les acercó sonriendo. Tenía el pelo rubio y ondulado, un poco canoso en las sienes. Tendió la mano, mirando un instante más allá de Hester. Acto seguido, al darse cuenta de que no la acompañaba un hombre, retiró la mano e hizo una contenida reverencia.
—Mucho gusto, señora. Me llamo Abel Taft. Permítame darle la bienvenida a nuestra congregación.
—Gracias —respondió Hester calurosamente—. Soy la señora Monk.
Se volvió para presentar a Scuff y se produjo un momento de tenso silencio. El corazón de Scuff casi dejó de latir. ¿Quién iba a decir que era? ¿Un golfillo que ella y Monk habían recogido de la orilla del río y que solo atendía al nombre de Scuff?
Taft se volvió para mirar a Scuff a los ojos.
Scuff estaba paralizado, con la boca seca como el polvo.
Hester sonrió, con la cabeza un poco ladeada.
—Mi hijo William —dijo, tras un levísimo titubeo.
Scuff se encontró sonriendo tan abiertamente que le dolía la boca.
—Mucho gusto, William —dijo Taft con formalidad.
—Mucho gusto —respondió Scuff, con la voz rasposa—. Señor —agregó por si acaso.
Taft también seguía sonriendo, como si tuviera la sonrisa pegada en la cara. Scuff había visto expresiones parecidas otras veces, cuando la gente intentaba venderte algo.
—Espero que nuestro oficio le resulte inspirador, señora Monk —dijo Taft afectuosamente—. Y, por favor, no dude en preguntar lo que guste. Confío en verla a menudo y tal vez llegar a conocerla un poco mejor. Verá que el ambiente de nuestra congregación es agradable. Hay personas muy simpáticas.
—Seguro —contestó Hester—. Ya me lo han dicho.
—¿En serio? —Taft dejó de alejarse de ella, con su atención súbitamente renovada—. ¿Puedo preguntar quién?
Hester bajó los ojos.
—Me parece que los incomodaría que lo dijera —contestó con modestia—. Pero me fue dicho con suma sinceridad, se lo aseguro. Me consta, por lo menos, que llevan a cabo una obra verdaderamente cristiana a favor de quienes no son tan afortunados como nosotros.
—En efecto, así es —dijo Taft con entusiasmo—. Me encanta verla tan interesada. Será un placer informarla mejor después del oficio.
Hester lo miró sin reserva.
—Gracias.
Scuff se quedó turbado. Nunca la había visto comportarse así. Por descontado, muchas mujeres miraban a los hombres de aquella manera, ¡pero Hester no! ¿Qué le pasaba? No le gustó nada aquel cambio en ella. Estaba perfecta siendo tal como era.
Hester lo condujo hacia un par de sillas cerca del fondo de la sala y se sentaron bastante apretujados mientras las demás personas se movían un poco para hacerles sitio. Desde luego había más gente de la que se hubiese figurado que quisiera estar allí. ¿Qué iba a ocurrir que fuera merecedor de tantos empujones, por no mencionar el vestirse de punta en blanco y perder el tiempo una radiante mañana de domingo? ¡El sol brillaba en la calle y casi nadie tenía que ir a trabajar!
Comenzó a prestar atención en cuanto se inició el oficio religioso. El señor Taft llevaba la voz cantante, diciendo a todo el mundo cuándo debía levantarse, cantar o recitar oraciones por el bien de los demás. Lo único que ellos tenían que hacer era decir amén al final. Parecía rebosar de entusiasmo, como si aquello fuese la mar de emocionante. Gesticulaba con los brazos y tenía el rostro encendido. Podría haber sido su fiesta de cumpleaños y todos ellos sus invitados. Scuff había visto una, una vez, la de un niño rico cuyos padres habían alquilado una embarcación de recreo. Había cintas de colores por doquier y una banda que tocaba música. Cuando se detuvo en uno de los muelles, Scuff se acercó a mirar.
En aquella iglesia también había música, alguien tocaba el órgano y todo el mundo cantaba. Al parecer, se sabían la letra. Incluso a Hester le bastaba con echar un vistazo al libro de himnos que sostenía abierto para que él también lo viera, pero Scuff no había oído nunca aquellas melodías y se perdía con facilidad.
Hester le daba un discreto codazo de vez en cuando, o le apoyaba la mano en el brazo, para advertirle de que iban a levantarse o a sentarse de nuevo. Se fijó en que miraba mucho a su alrededor. Pensó que Hester miraba a los demás para saber qué había que hacer e imitarlos. Luego se dio cuenta de que en realidad ya lo sabía, que solo sentía interés, casi como si estuviera buscando a una persona en concreto.
Cuando el oficio terminó y Scuff supuso que ya podían irse a casa, Hester se puso a conversar con las personas que tenía en derredor. Eso fue un verdadero fastidio pero no le quedó más remedio que aguardar pacientemente. Camino de casa le preguntaría para qué se hacía todo aquello. ¿Por qué quería Dios algo que parecía tan inútil? ¿Acaso la verdadera razón era otra por completo, co