Créditos
Título original: Hannibal: Fields of Blood
Traducción: Mercè Diago y Abel Debritto
1.ª edición: febrero 2014
© Ben Kane, 2013
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Depósito legal: B. 2.870-2014
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-743-1
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Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Mapas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Nota histórica
Glosario
Nota del autor
Dedicatoria
Para Arthur, Carol, Joey, Killian y Tom:
compañeros de clase en Veterinaria hace media vida,
que siguen siendo buenos amigos.
Mapas
Capítulo 1
1
Galia Cisalpina, invierno
El terreno era llano en su mayor parte, campos de cultivo que suministraban el grano a la ciudad cercana. Los brotes de trigo verde de un palmo de altura proporcionaban la única nota de color en los campos helados. Todo lo demás había quedado de un blanco grisáceo debido a la fuerte helada. Las nubes bajas apenas ofrecían contraste. Ni tampoco las murallas de Victumulae que se alzaban a lo lejos, grises e imponentes. Junto a la carretera que conducía a las puertas había una pequeña arboleda que casi pasaba desapercibida.
Entre los árboles había una figura alta y larguirucha envuelta con una capa de lana. Tenía el rostro afilado y la nariz torcida y unos ojos de un verde sorprendente. Unos rizos negros le asomaban de la gorra de fieltro que le cubría la cabeza. Recorría sin parar el terreno con la mirada, pero no veía nada. La situación era la misma desde que enviara al centinela a por un poco de comida. Hanno no llevaba mucho tiempo vigilando, pero ya se le habían entumecido los pies. Profirió un juramento. El frío no iba a disminuir. El hielo no daba muestras de derretirse y así estaba desde hacía varios días. Sintió una punzada de nostalgia. Era un entorno muy distinto al hogar de su infancia en la costa norteafricana, que no había visto desde hacía casi dos años. Recordaba con claridad las gigantescas murallas de arenisca de Cartago, encaladas para que el sol rebotara en ellas. La magnífica ágora y, más allá, los elaborados puertos gemelos. Exhaló un suspiro. Su ciudad era bastante cálida incluso en invierno. Y hacía sol casi todos los días, mientras que aquí el único rastro que había visto de él durante una semana había sido el destello ocasional de un disco amarillo pálido por entre los resquicios de las tinieblas que cubrían el cielo.
El chillido característico hizo que Hanno inclinara la cabeza. En contraste con el tenue blanco grisáceo de la nube, un par de grajillas hicieron un amago y giraron mientras perseguían a un buitre hambriento y enfadado. La estampa familiar de las aves pequeñas que acosan a una grande le resultó irónica. «Nuestra tarea es mucho más ardua que la de ellas —pensó con expresión sombría—. Para darse cuenta de que está en manos de Cartago, Roma tiene que derramar más sangre que nunca.» En el pasado Hanno habría dudado de que aquello pudiera llegar a pasar. Su pueblo había sido derrotado con contundencia por la República en una guerra amarga e interminable que había acabado hacía una generación. El conflicto había sembrado el odio hacia Roma en el corazón de todos los cartagineses, pero no parecía que hubiera manera de vengarse del enemigo. Sin embargo, en el último mes la situación había cambiado de forma radical.
Solo un loco habría creído posible conducir a un ejército a lo largo de cientos de kilómetros de Iberia a la Galia Cisalpina, cruzando los Alpes al comienzo del invierno. Sin embargo, espoleado por su deseo de derrotar a Roma, Aníbal Barca había hecho precisamente eso. Envalentonado por una alianza con las tribus locales, el general de Hanno había machacado al gran ejército romano enviado para combatirle. Como consecuencia de ello, todo el norte de Italia estaba expuesto al ataque y, contra todo pronóstico, Hanno, al que habían tomado como esclavo cerca de Capua, había huido para unirse a Aníbal. Gracias a ello, se había reencontrado con su padre y sus hermanos, que lo creían muerto desde hacía tiempo.
Ahora cualquier cosa le parecía posible.
A Hanno le gruñó el estómago, lo cual le recordó que tenía la misión de encontrar comida y obtener información. No estaba ahí para observar a la fauna local ni para cavilar sobre el futuro. Su falange de lanceros libios, escondidos detrás de él donde la maleza permitía ocultarse mejor, necesitaban provisiones tanto como él. También tenía otro objetivo. Rastreó con la mirada la línea del sendero embarrado que discurría más allá de su escondrijo por entre el frágil trigo verde y directo a la entrada principal de la ciudad. Había aberturas recientes en los charcos helados más cercanos, lo cual ponía de manifiesto que a lo largo de la mañana alguien había cabalgado con fuerza hacia la ciudad. El centinela se lo había contado. Hanno estaba convencido de que había sido un mensajero que llevaba noticias a Victumulae del acercamiento de un ejército cartaginés.
Una débil sonrisa asomó a sus labios al pensar en la alarma que la noticia habría provocado.
Desde la sorprendente victoria de Aníbal en el río Trebia, todos los romanos a ciento cincuenta kilómetros a la redonda temían por su vida. Habían abandonado granjas, pueblos e incluso ciudades pequeñas; presos del terror, los habitantes habían huido a cualquier sitio provisto de unas buenas murallas y una guarnición para defenderlos. El pánico generalizado había beneficiado a los cartagineses. Exhaustos al comienzo por la angustiosa travesía de los Alpes y luego por la batalla encarnizada contra el doble ejército consular, necesitaban urgentemente descansar y recuperarse. Aun así, cientos de hombres —heridos o no— habían muerto debido a las inclemencias del tiempo que siguieron a la contienda. De los treinta y pico elefantes solo quedaban siete. Con su astucia característica, el general Aníbal había ordenado a sus debilitadas fuerzas que no se movieran. Todas las tareas militares no imprescindibles se habían interrumpido durante una semana. Las fincas y granjas abandonadas habían resultado ser una bendición y habían bastado unos cuantos hombres acompañados de mulas para llevarse comida y suministros.
Sin embargo, las provisiones habían durado poco. Igual que los alimentos que les habían ofrecido sus nuevos aliados galos. La cantidad de grano que consumían al día treinta mil hombres era ingente, motivo por el que los cartagineses habían levantado el campamento la semana anterior. En aquel preciso instante, estaban marchando sobre Victumulae. Se rumoreaba que el grano almacenado tras sus murallas les alimentaría durante semanas. La patrulla de Hanno era una de las varias enviadas a hacer un reconocimiento preliminar del terreno. Solo tenía que regresar si encontraba pruebas de una emboscada enemiga; de no ser así, podía esperar en las proximidades hasta que la fuerza principal llegara a la ciudad, lo cual podía ser al día siguiente o al otro.
Le había alegrado ver que en el campo apenas había rastro de vida humana. Aparte de un enfrentamiento con el enemigo, del que habían salido victoriosos, y de una noche pasada en un agradable pueblo galo, había sido como viajar por una tierra poblada de fantasmas. La caballería de Aníbal, que se encontraba mucho más avanzada que las unidades de infantería, había traído noticias más interesantes. La mayoría de los supervivientes de la reciente batalla estaban escondidos en Placentia, situada a unos setenta y cinco kilómetros al sureste. Otros habían huido hacia el sur, fuera del alcance de los cartagineses, mientras un número desconocido de ellos había ido a refugiarse a lugares como Victumulae. A pesar de que era inevitable que la ciudad sucumbiera a la superioridad de las fuerzas de Aníbal, Hanno se había arriesgado a acercarse más que cualquier otra unidad de caballería. Quería saber a cuántos defensores se enfrentarían cuando llegara el ataque y quizás incluso asestar un golpe a una patrulla enemiga. Así quizá volviera a ganarse la confianza de su general.
Se puso a cavilar sobre lo mal que estaba la situación actual. Desde que Aníbal reuniera a un gran ejército y lo empleara para tomar Saguntum, reiniciando así las hostilidades con Roma, Hanno no había hecho más que anhelar acompañar al general en aquella lucha. ¿Qué cartaginés ardiente no habría querido vengarse de Roma por lo que le había hecho a su pueblo? Después de reunirse con su familia, la situación pintaba bien. Aníbal había honrado a Hanno situándolo al mando de una falange. Pero todo se había torcido poco después. A Hanno se le aceleraba el pulso al recordar cuando contó a Aníbal lo que había hecho durante una emboscada a una patrulla romana unos días antes de la batalla del Trebia. Aníbal se había enfurecido de un modo aterrador. Hanno había estado a punto de ser crucificado. Igual que Bostar y Sapho, sus hermanos, por no haber intervenido. Desde entonces, la desaprobación de su general resultaba evidente hasta para un ciego.
En aquella emboscada había dejado en libertad a dos soldados de caballería romanos: Quintus, su amigo del pasado, y Fabricius, el padre de Quintus. «Quizá fuera una estupidez —pensó Hanno—. Si los hubiera matado y punto, la vida habría sido mucho más sencilla.» Sin embargo, con la intención de limpiar su nombre, se había ofrecido voluntario para todas las patrullas siguientes, para todas las misiones arriesgadas. Hasta el momento, ninguna había servido de nada. Aníbal no había dado muestras de haberse percatado. Resentido, Hanno movió los dedos en el interior de las botas de cuero para intentar recuperar la sensibilidad. Fracasó en el intento, lo cual lo enojó todavía más. Ahí estaba, no solo con las extremidades congeladas sino sus partes también, en una misión condenada al fracaso. ¿Qué posibilidades tenía de determinar la fuerza del enemigo en Victumulae? ¿De tender una emboscada a una unidad enemiga? Dada la proximidad del ejército de Aníbal, las posibilidades de que enviaran a algún legionario al otro lado de las murallas de la ciudad eran prácticamente nulas.
Hanno contuvo su descontento. La motivación para comportarse de aquel modo había sido buena. A pesar de ser el hijo del amo de Hanno, Quintus había entablado amistad con él. Habría estado mal matarlo, encima teniendo en cuenta que había salvado la vida de Hanno en dos ocasiones. Estaba en deuda con él, pensó Hanno. Cuando llega el momento, hay que saldarla, independientemente del riesgo de recibir un castigo. Había sobrevivido a la ira de Aníbal como consecuencia de ello, y luego a la batalla, ¿o no? Aquello era la prueba fehaciente de que había hecho lo que debía, que por el momento gozaba del favor de los dioses. Luego Hanno había tenido el detalle de presentar sacrificios generosos a Tanit, Melcart, Baal Safón y Baal Hammón, las deidades cartaginensas más importantes, para agradecerles su protección. Alzó la mandíbula. Con un poco de suerte seguiría gozando de su protección. Quizá su plan de recabar información diera los frutos deseados.
Observó Victumulae con interés renovado. Unas finas volutas de humo brotaban de las chimeneas de los lugareños, única señal desde aquella distancia de que la ciudad no estaba abandonada. Las defensas eran impresionantes: detrás de una profunda zanja se habían erigido unas altas murallas de piedra con torres a intervalos regulares. A Hanno no le cabía la menor duda de que en las almenas también habría catapultas. Ahí, él y sus hombres no tenían ninguna posibilidad de éxito. A lo largo del lado este de Victumulae discurrían las curvas sinuosas del Padus, el gran río que hacía que esa región fuera tan fértil. Al oeste había más campos de cultivo; Hanno distinguía la silueta de una gran casa de campo con los consiguientes anexos. Sintió una punzada de esperanza. ¿Acaso había alguien en el interior? No era descabellado pensar que así fuera. Estando tan cerca de las murallas un terrateniente obstinado podría seguir sintiéndose protegido, quizás hubiera retirado todos los objetos de valor de la casa pero había decidido quedarse hasta que avistara al enemigo. Hanno tomó una decisión rápidamente. Valía la pena intentarlo. Avanzarían al amparo de la oscuridad y, aunque todo resultara en vano, al menos quizás encontraran algo de comida. Si esa estrategia fallaba, habría agotado todas las vías posibles.
Vaciló. Su plan implicaba la posibilidad de revelar su presencia a los defensores. Si se daban cuenta de que la falange mermada estaba sola, quizás atacaran. Lo más probable es que aquello acabara con su vida y con la de sus soldados. «Eso no pasará», se dijo. Sin embargo, ¿encontrarían algo útil? Combatió la decepción que acompañaba su falta de inspiración. Ya se le presentarían más oportunidades. Quizá se cubriera con algo de gloria al tomar la ciudad. Si no era entonces, pues quizá fuera en otra batalla. Aníbal volvería a darse cuenta de que era digno de confianza.
Las horas hasta el anochecer se hicieron eternas. Los soldados de Hanno, que sumaban menos de doscientos, estaban cada vez más contrariados. Hacía días que sentían frío y desánimo, pero hasta el momento habían podido encender una hoguera todas las noches. Hoy Hanno se lo había prohibido. Sus hombres tenían que conformarse con cubrirse con las mantas a modo de capas adicionales y patear arriba y abajo en el interior de la arboleda. Confiando en encontrar provisiones en la casa de campo, apaciguó a los soldados permitiéndoles comerse el último rancho. Pasó la tarde moviéndose entre ellos tal como Malchus, su padre, le había enseñado. Haciendo bromas, compartiendo parte de su rancho de carne curada y llamando por el nombre que se había molestado en memorizar a unos cuantos.
Los lanceros, ataviados con túnicas rojas y cascos cónicos de bronce como los que se había acostumbrado a ver por Cartago desde su más tierna infancia, eran casi todos veteranos, lo bastante mayores para ser su padre. Habían servido en más campañas de las que Hanno era capaz de imaginar; habían seguido a Aníbal desde Iberia, cruzado los Alpes hasta el corazón del enemigo, travesía durante la cual habían perdido a más de la mitad de sus hombres. Hacía apenas unas semanas, a Hanno le había parecido una tarea ingente dirigir esa tropa. Había recibido cierta instrucción militar en Cartago, pero nunca había dirigido a una unidad del ejército. Sin embargo, había tenido que aprender rápido cuando Aníbal lo había nombrado comandante de aquellos hombres, lo cual había sucedido después de que, siendo esclavo, Hanno consiguiera huir hacia el norte con Quintus. Desde entonces había liderado a los libios en una emboscada y luego durante la cruenta batalla del Trebia. Todavía quedaban quienes le lanzaban miradas desdeñosas cuando pensaban que no les veía, pero daba la impresión de haberse ganado la aceptación, e incluso el respeto, de la mayoría. En una afortunada jugada del destino, había salvado la vida de Muttumbaal, su segundo al mando, durante el reciente choque con el enemigo. Ahora Mutt lo respetaba, lo cual, sin duda, ayudaba a la causa de Hanno. A medida que la luz iba difuminándose en el cielo, se dio cuenta de que aquellos eran los motivos por los que sus quejas no se habían convertido en algo más amenazador.
Aguardó hasta que su mano no fue más que una silueta borrosa delante de su rostro para dar la orden de moverse. La mayoría de la gente se acostaba en cuanto caía la noche. Si había alguien en la casa, seguro que seguiría esa costumbre. Con unos gruñidos audibles de satisfacción, sus soldados salieron pesadamente de la arboleda. Alzaban y bajaban los enormes escudos circulares o arrojaban las lanzas arriba y abajo para desentumecer los músculos rígidos por el frío. Las cotas de malla que muchos habían quitado a los muertos del Trebia tintineaban. Las sandalias crujían sobre el barro helado. De vez en cuando se oía una tos amortiguada. Las órdenes que bramaban los oficiales hacían que los hombres se colocaran en formación: veinte de ancho, veinte de largo. No tardaron en estar preparados. El aire, denso por el aliento que exhalaban los soldados, se tornó tenso. Hanno veía a lo lejos los diminutos círculos de luz roja que se desplazaban lentamente a lo largo de las murallas: los legionarios que habían tenido la mala suerte de que les tocara guardia aquella noche. Sonrió. Los romanos de la muralla no tenían ni idea de que él y su falange estaban ahí fuera observándoles en la oscuridad, que sus antorchas les proporcionaban luz suficiente para trazarse un camino hasta la casa de campo.
—¿Preparados? —siseó.
—Preparados y con muchas ganas, señor —repuso Mutt, un hombre menudo con un semblante siempre triste. Era inevitable que su engorroso nombre se hubiera acortado a «Mutt».
—Avanzamos al paso. Haced el menor ruido posible. ¡No habléis! —Hanno esperó a que sus órdenes se transmitieran y entonces sujetó su escudo y la lanza y avanzó en la oscuridad.
Era difícil estar seguro, pero Hanno se detuvo a unos trescientos pasos, según sus cálculos, de las murallas de la ciudad. Indicó a Mutt que los hombres tenían que parar. Aguzó el oído cuando alzó la vista hacia las almenas. Más allá del alcance de las catapultas y fuera del ángulo de visión era muy poco probable que fueran descubiertos. Cuando oyó a los centinelas hablando entre sí, su esperanza de que pasaran desapercibidos quedó confirmada. Aun así, se le encogió el estómago por la tensión al acercarse a la casa en penumbra. Oyó el reclamo de un búho y se puso todavía más tenso. Hanno notó que se le erizaba el vello de la nuca pero intentó vencer el desasosiego. Los cartagineses no interpretaban ese sonido como un mal augurio. No había conocido esa superstición hasta que había vivido en casa de Quintus. De todos modos, le alegraba que sus hombres no estuvieran al corriente de esa creencia romana.
Avanzó con sigilo. La casa de campo emergía en la oscuridad, silenciosa como una tumba enorme. A Hanno se le encogió el estómago todavía más pero siguió adelante. A esas horas todas las casas de Italia estaban igual, se dijo. No ladraba ningún perro porque todos estaban dentro con sus amos. «Si es así —le gritó su demonio interior—, no vais a encontrar nada. Eres imbécil si piensas que habrán dejado comida. En el interior de Victumulae necesitarán hasta la última migaja.»
Al recordar los sermones que a su hermano mayor Sapho tanto le gustaba darle, Hanno apretó la mandíbula. Si lo que quería era recabar información, estaba haciendo lo correcto. Ahora no había vuelta atrás y entrarían y saldrían en un abrir y cerrar de ojos. Su plan era que Mutt y la mayoría de los hombres hicieran guardia en el exterior con la intención de estar alerta ante cualquier indicio de la cercanía de las tropas procedentes de la ciudad. Si eso ocurría, Mutt tenía que silbar de una forma determinada para avisar a Hanno a fin de que pudiera retirarse con discreción. Mientras su segundo al mando hacía guardia, cuatro grupos, formados por diez hombres cada uno, tenían que internarse en la propiedad. El que estaba liderado por Hanno entraría en la vivienda, mientras que los demás, encabezados cada uno por un lancero de confianza, registrarían los anexos de la granja en busca de provisiones.
Hanno se acercó sigiloso a una de las pequeñas ventanas de la fachada sur de la casa y miró por entre las estrechas rendijas de los listones de madera. El interior estaba oscuro como boca de lobo. Presionó la oreja contra las frías contraventanas. Aguzó el oído durante un buen rato pero no oyó nada. Más tranquilo, hizo romper filas a las cuatro hileras de hombres.
—Ve con cuidado, señor —susurró Mutt.
—Descuida. Recuerda que si hay algún rastro de tropas romanas, debéis retiraros. No quiero perder a hombres en un enfrentamiento sinsentido.
—¿Y tú, señor?
—Estaré justo detrás de vosotros. —Hanno le dedicó una sonrisa llena de seguridad—. A tu puesto.
Mutt hizo el saludo y se retiró. Hanno vio desaparecer de su vista a la mayor parte de la falange antes de hacer avanzar a su grupo. Las otras tres filas se movieron a su lado pues los lanceros los condujeron en paralelo a Hanno. Caminaron a lo largo de la pared oriental y se pararon al llegar a la esquina del edificio que daba al patio. Antes de quedar expuesto, Hanno lanzó un par de vistazos rápidos alrededor del ángulo enladrillado. La penumbra no le permitía distinguir los detalles, pero reconoció el trazado de los senderos adoquinados y de las plantas y árboles cuidados: el jardín de la casa de campo. A poca distancia, en dirección a la ciudad, había lo que parecían cobertizos, establos y un gran granero. No había ni rastro de vida. Sintiéndose más tranquilo, miró a los tres lanceros que iban en cabeza.
—Registrad todos los edificios. Coged solo comida. Manteneos alerta. Si encontráis resistencia, retiraos. No quiero heroicidades en la oscuridad. ¿Está claro?
—Sí, señor —susurraron.
Hanno dobló la esquina; detrás de él notaba a los soldados que le seguían. Se oyó un golpe metálico cuando una lanza rebotó en el casco del hombre que iba delante. Hanno lanzó una mirada furiosa por encima del hombro pero no se detuvo. Con un poco de suerte, el sonido no habría sido lo bastante fuerte para despertar a quien pudiera estar en el interior de la villa. Avanzó pegado a la pared en busca de la entrada principal. Estaba veinte pasos más allá. Era una típica puerta de madera pesada cuya superficie estaba tachonada de metal y se encontraba cerrada. Hanno presionó la madera con los dedos y empujó. No pasó nada, así que empujó un poco más. Sus esfuerzos no obtuvieron recompensa. El corazón se le empezó a acelerar. ¿Acaso había alguien dentro, o es que los inquilinos habían cerrado bien la puerta al marcharse?
Hanno notó el peso de la mirada de sus hombres en la espalda pero fingió no darse cuenta. Se encontraba entre la espada y la pared. Si intentaba abrir la puerta a la fuerza, despertaría a quien pudiera estar dentro, pero Hanno no quería marcharse. Si resultaba que no había nadie en la casa, entonces se habría rendido sin ni siquiera intentarlo. Se apartó de la puerta y alzó la vista para calcular la altura del tejado. Dejó el escudo y la lanza a un lado e hizo una seña a los tres soldados que tenía más cerca.
—Bogu, tú vendrás conmigo. —Cuando el más bajo del trío se acercó corriendo, Hanno señaló a los demás—. Vosotros dos podéis levantarnos. —Lo miraron sin entender—. Bogu y yo treparemos, saltaremos al otro lado y abriremos la puerta desde dentro.
—¿Voy yo en tu lugar, señor? —sugirió el mayor de la pareja—. Así te ahorro la molestia.
Hanno ni siquiera se planteó la propuesta. Tenía los ánimos encendidos.
—No, no tardaremos más de unos instantes.
Se le acercaron diligentemente y formaron un puente con las manos. Enseguida lo impulsaron hacia arriba. Extendiendo los brazos hacia delante para mantener el equilibrio, pasó la pierna por encima y se colocó sobre el tejado. La parte inferior de la coraza de bronce emitió un fuerte sonido metálico al chocar contra las tejas. «¡Mierda!» Cuando estaba medio levantado, se quedó paralizado. Durante unos instantes agónicos no oyó nada, luego el sonido de alguien que estaba por el patio. Una tos, un resoplido. «Ac-chi», cuando el hombre escupió. «Dichosos gatos —le oyó Hanno mascullar en latín—. Siempre merodeando por el tejado.»
Hanno aguardó con el pulso acelerado mientras el hombre regresaba a su puesto, justo debajo de donde él se encontraba. Debía de ser el portero, pensó. Lo cual posiblemente significara que el amo de la casa estaba presente. ¿Qué debía hacer? No tardó más que un instante en decidirse. Si se marchaba sin hacer nada más, tendría que lamentar toda su vida el haber desperdiciado la oportunidad de descubrir algo interesante para Aníbal. Además, ¿qué problema podía haber? Él y Bogu eran muy superiores a un esclavo entrado en años y bajo de forma. Probablemente el idiota ya habría vuelto a la cama.
Se inclinó hacia delante e indicó a Bogu que fuera con él.
Hanno advirtió a Bogu en silencio que la cota de malla no chirriase, y el soldado se juntó con él en el tejado sin apenas hacer ruido.
—He oído a un hombre abajo —susurró Hanno—. Yo iré primero. Tú sígueme.
Con mucho cuidado para que la coraza o el extremo de la vaina no tocaran las tejas de barro, Hanno avanzó de rodillas. Miró hacia abajo al llegar al vértice del tejado. El patio era típico y se parecía al de la casa de Quintus. Unos pasadizos cubiertos discurrían alrededor del espacio rectangular. Los bordes estaban salpicados de arbustos decorativos y estatuas. El resto de la superficie, dominada por una fuente central ahora en silencio, estaba llena de árboles frutales e hileras de parras. No se veía ni un alma.
Satisfecho, Hanno se acomodó en la pendiente del tejado que iba hacia dentro. Enseguida se dio cuenta de que para descender sin peligro tenía que sentarse. Aquello implicaba que la coraza volvería a chocar contra las tejas y alertaría al portero. Solo había una solución: levantarse, bajar caminando por el tejado, coger velocidad, llegar al borde del tejado y saltar. Informó a Bogu de su plan y le ordenó que lo siguiera de inmediato. Hanno esperaba caer una altura similar a la de él y aterrizar en el suelo de mosaico. Rodar y levantarse de un salto, desenvainar la espada y matar al portero antes de abrir el pórtico para dejar entrar a sus soldados.
No se esperaba aterrizar encima del portero, que había vuelto a salir fuera.
Ni tampoco que no fuera portero, sino un veterano legionario, un triarius, con armadura de pies a cabeza.
Hanno se percató de que algo iba mal cuando cayeron de golpe formando un revoltijo de extremidades. Por desgracia, él fue quien fue a parar con la cabeza contra el suelo. El casco amortiguó buena parte del golpe, pero no evitó que se quedara aturdido durante unos instantes. Con un dolor considerable, Hanno intentó situarse. El puñetazo que le asestó el triarius enfurecido no fue de gran ayuda, volvió a echarle la mandíbula hacia atrás y a punto estuvo de chocar otra vez con el casco contra el suelo. Consiguió librarse de las manos que lo sujetaban y levantarse. El triarius hizo lo mismo. Bajo la luz parpadeante que emitía la lámpara de un hueco en la pared, la pareja se escudriñó mutuamente, los dos igual de asombrados ante lo que veían.
«¡En nombre de Baal Hammón! ¿Qué está haciendo aquí un legionario? —pensó Hanno, intentando no sucumbir al pánico—. Seguro que no está solo.»
—¡Bogu! ¡Baja aquí!
—¡Por todos los dioses, eres uno de los hombres de Aníbal! ¡Despertad, despertad! ¡Nos atacan! —bramó el romano.
Hanno echó una mirada a la puerta. Se le cayó el alma a los pies. No había solo un pestillo sino un cerrojo bien grande. Volvió a dirigir la mirada al triarius. Llevaba un puñado de llaves colgado del cinturón dorado. Maldiciendo, Hanno sacó rápidamente la espada. Su única posibilidad era matar rápidamente al romano y dejar entrar al resto de los hombres.
El triarius volvió a llamar a sus compañeros y sacó el gladius.
—¡Escoria gugga!
No era la primera vez que le llamaban «rata insignificante», pero a Hanno le dolió el insulto. A modo de respuesta, lanzó una estocada salvaje al vientre de su oponente. Se rio cuando el triarius intentó esquivarla sin suerte.
—¿Escoria? Apestas más que una puerca.
Una serie de golpes fuertes en el tejado presagiaron la llegada de Bogu. El lancero fue lo bastante sensato como para saltar lo más lejos posible del triarius, que profirió un juramento. No podía luchar contra un enemigo a cada lado. Sin embargo, en vez de correr, retrocedió con valentía hacia la arcada que enmarcaba la entrada, con lo que impidió que los dos cartagineses se acercaran a la puerta.
Al oír voces en el patio, Hanno se dio cuenta de que no tenía mucho tiempo para reaccionar.
—¡A por él, Bogu! —gritó. Cuando el lancero avanzó, Hanno hizo un amago al pie izquierdo del triarius, pero cuando el romano intentó apartarse, Hanno alzó la mano derecha y golpeó el rostro de su contrincante con la empuñadura del arma. Le partió la nariz al hombre con un crujido audible. El triarius profirió un grito agónico y se tambaleó hacia atrás mientras le salía sangre por la nariz. Hanno lo siguió como una víbora a un ratón. Como un rayo. Clavó con todas sus fuerzas la hoja en el cuerpo del romano justo por encima de la cota de malla. Le astilló las vértebras de la columna vertebral y se la hincó casi hasta el guardamano. Al triarius se le desorbitaron los ojos, le salió una espuma sanguinolenta por la boca abierta y murió.
Hanno retiró la espada gruñendo por el esfuerzo. Cerró los ojos para protegerse de la lluvia de sangre que le vino encima. El cuerpo cayó al suelo y él se agachó para arrebatarle desesperado el puñado de llaves. Hanno miró hacia atrás y se arrepintió de haberlo hecho. Había por lo menos una docena de triarii, medio desnudos algunos, cruzando el patio a toda prisa.
—¡Mantenlos a raya! —le gritó a Bogu. Giró rápidamente hacia la puerta. La estaban aporreando desde el otro lado.
—¿Señor? ¿Estás bien? ¡Señor! —preguntaban sus hombres. Hanno no desperdició aliento contestando. Primero, descorrió el pestillo. Eligió una llave, la introdujo en el gigantesco cerrojo e intentó girarla hacia la izquierda. No funcionó. La giró en la dirección contraria. No sirvió de nada.
Desesperado, eligió otra llave. Las sandalias resonaban contra el mosaico. Gritos airados al descubrirse el cadáver. Bogu lanzó un grito de guerra. Luego, el choque de armas a menos de seis pasos detrás de él. Cerca. Estaban muy cerca. Hanno maniobró la llave, incapaz de introducir el grueso extremo en el orificio. Tuvo que hacer un gran acopio de fuerzas para no gritar. Se obligó a serenarse y consiguió introducirla en el cerrojo. Encajaba mejor que las dos anteriores y se animó. La giró a la izquierda pero no funcionó. Imperturbable, Hanno había empezado a girarla hacia la derecha cuando oyó que alguien emitía un grito ahogado de dolor.
—¡Estoy herido, señor! —siseó Bogu.
Hanno cometió el error garrafal de girar la cabeza para mirar. En ese preciso instante, dos triarii le atacaron a la vez. Bogu arrojó la lanza al que iba sin scutum, pero eso permitió que el otro se le echase encima. Presionando el escudo contra el lancero, el triarius inmovilizó a Bogu contra la pared. Hanno se dio cuenta de que no lo hacía para matarlo sino para permitir que los camaradas romanos cargaran contra él. Se giró demasiado tarde. Intentó encajar la llave en la cerradura, pero tardó mucho. Al cabo de un instante algo le golpeó en la nuca. Empezó a ver las estrellas. Su mundo se convirtió en un túnel que se extendía ante él. Lo único que veía era su mano soltando lentamente la llave. Una llave que no había girado lo suficiente para abrir la cerradura. Oía los gritos de los soldados a lo lejos mezclados con los de los triarii. Tenía ganas de gritar «ya voy», pero la voz no le respondía. La fuerza también le había abandonado y Hanno no podía hacer nada para evitar que le fallaran las rodillas.
Entonces la oscuridad lo envolvió todo.
Hanno se despertó tosiendo y resoplando cuando le vaciaron una marea de agua helada en la cabeza. Cuando intentó resituarse le embargaron el temor y la ira. Estaba tumbado boca arriba en un frío suelo de piedra, pero no tenía ni idea de dónde. Hizo un esfuerzo para levantarse pero tenía los brazos y las piernas atados. Intentó que el peor dolor de cabeza de su vida no le afectara y parpadeó para quitarse el agua de los ojos. Le observaban dos hombres —triarii por el aspecto que tenían— con una mueca desdeñosa en la cara. Por encima de ellos el techo bajo de una celda. Le entraron palpitaciones del pánico que sentía. ¿Dónde demonios estaba?
—¿Has disfrutado de la siestecita? —preguntó el hombre que tenía a su izquierda, un tipo de aspecto sospechoso con un ojo bizco.
—Ya has estado ido el tiempo suficiente —añadió su compañero con un tono de falsa atención—. Pero ahora ha llegado el momento de charlar un poco.
Hanno intuyó que aquello le causaría mucho dolor. Aguzó el oído. No se oía pelea. Ningún enfrentamiento con armas. Se le cayó el alma a los pies. Mutt y sus hombres se habían marchado, si es que él estaba todavía en la casa de campo.
El primer hombre soltó una risa desdeñosa al ver lo que intentaba hacer.
—Aquí nadie te ayudará. En el interior de Victumulae estamos a salvo.
Un gemido. Hanno dirigió la mirada rápidamente a la izquierda. Bogu yacía a unos pasos de distancia. La gran mancha de sangre que tenía en la túnica a la altura del vientre y la herida en la parte inferior de la pierna derecha no presagiaban nada bueno.
«Solo estamos yo y Bogu.» Hanno lanzó varios insultos fuertes en cartaginés.
Otro bufido desdeñoso.
—Te estás preguntando por qué tus hombres no derribaron la puerta, ¿no?
Eso era precisamente lo que Hanno estaba pensando, pero no lo puso de manifiesto. No tenía intención de hacerles saber que hablaba latín.
—Se largaron en cuanto hicimos sonar la alarma —dijo el segundo soldado a su compañero—. No dábamos crédito a nuestra suerte. Debieron de pensar que enviarían refuerzos desde la ciudad. Cabrones estúpidos.
A Hanno le embargó una gran fatiga. «Se limitaron a cumplir mis órdenes», pensó.
El segundo hombre lo miró con lascivia.
—¡Si hubieran sabido que el sonido de las trompetas eran todos los refuerzos que íbamos a recibir!
Hanno se sintió enfermo de solo pensarlo. Cerró los ojos pero la patada que recibió acto seguido en las costillas le hizo abrirlos enseguida de dolor. Intentó esquivar la siguiente patada pero le golpeó en la espalda. Se preparó para la siguiente.
—Basta —espetó una voz—. Yo decido cuándo y cómo hay que castigar a este y al otro gusano.
El sonido de los hombres poniéndose firmes.
—Sí, señor. Disculpa, señor.
—Levantadlo.
Hanno notó que unas manos lo sujetaban por las axilas y lo levantaban. El entorno era desalentador: una estancia cuadrada y revestida de losas de piedra sin ventanas. Las tres pequeñas lámparas emitían luz suficiente para que se viera la humedad que caía por las paredes y la mesa que había a un lado y que contaba con un despliegue aterrador de instrumentos de metal, todos ellos afilados o con una hoja de aspecto cruel. Un brasero encendido prometía una mayor variedad de dolor. Bajo la mirada impasible y silenciosa del oficial que había entrado, le levantaron los brazos a Hanno y colgaron la cuerda que le rodeaba las muñecas de un gancho que oscilaba desde el techo. Cuando la cavidad de sus hombros soportó todo el peso de su cuerpo, el sufrimiento de Hanno alcanzó una nueva dimensión. Desesperado, intentó bajar los pies. El suelo estaba agónicamente cerca, lo rozaba con la punta de las sandalias, pero era incapaz de sostenerse más de un instante. Alzó la vista jadeando de frustración y dolor.
Para Hanno fue una sorpresa mayúscula reconocer al oficial bajo y robusto que tenía delante: mandíbula cuadrada, bien afeitado, de unos treinta y cinco años. Era el hombre que había estado bajo su espada durante la lucha contra una patrulla romana hacía más o menos una semana. El enemigo al que había dejado vivir para salvar la vida de Mutt. «Tenía que haberlo matado.» Hanno se sintió fatal por siquiera pensar tal cosa. Hacerlo habría supuesto la muerte de ese hombre, pero también la de Mutt. Él seguiría siendo prisionero y básicamente se enfrentaría a un torturador distinto. Hanno se dio cuenta de que el hombre no daba muestras de haberle reconocido. Existía la posibilidad remota de que aquello le resultara ventajoso. Se aferró con fuerza a esa esperanza.
El oficial le dedicó una sonrisa distante.
—Espantoso, ¿verdad? Considérate afortunado por no haberles dicho que te ataran las manos detrás de la espalda, porque se te habrían dislocado los hombros en cuanto te hubieran colgado. —Frunció el ceño al ver que Hanno no respondía—. No entiendes ni una palabra de lo que digo, ¿verdad? —Hanno no respondió—. Colgad al otro —ordenó el oficial.
Hanno observó con rabia contenida cómo levantaban a Bogu, que gemía, y lo colgaban a su lado. Al final el lancero enfocó la mirada e intentó sonreír pero le salió una mueca.
—Sobreviviremos —susurró Hanno.
—No pasa nada, señor. No hace falta que me mientas.
Las palabras que iba a pronunciar Hanno no pasaron de su garganta. Bogu volvía a tener la túnica empapada de sangre a consecuencia de la herida del vientre. Los dos iban a morir en aquel cuarto. Bogu lo sabía. Él lo sabía. Fingir no tenía ningún sentido.
—Que los dioses nos dispensen una muerte sin percances.
—¡Silencio! —exclamó el oficial. Chasqueó los dedos—. Id a buscar a ese esclavo gugga del que me hablasteis antes.
—Sí, señor. —El soldado bizco se encaminó a la puerta.
—No hace falta ningún esclavo, hablo latín bastante bien —declaró Hanno.
El oficial consiguió disimular su sorpresa.
—¿Cómo es que hablas mi idioma? —gritó.
—De niño tuve un tutor griego.
El oficial arqueó las cejas.
—¿Con que un gugga culto, eh?
—Muchos de nosotros tenemos estudios —repuso Hanno con rigidez.
Una mirada de sorpresa.
—¿Tu hombre también habla latín?
—¿Bogu? No.
—Entonces hay diferencias de clase, igual que aquí —reflexionó el oficial, lanzando una mirada desdeñosa a los soldados—. De todos modos, no tienes acento griego cuando hablas latín. Es más parecido al de los nativos de Campania.
Entonces Hanno fue quien se sobresaltó. Aunque no era de extrañar que hablara como Quintus y su familia.
—He vivido en el sur de Italia —reconoció.
El romano se le acercó más. Empujó a Hanno entre los hombros para que se balanceara hacia delante, sin tocar con la punta de los dedos. Los brazos se le echaron hacia atrás en las cavidades y Hanno aulló de dolor.
—¡No me mientas! —gritó el oficial.
Desesperado por aliviar la presión que soportaba en los hombros, Hanno empujó hacia abajo haciendo la máxima fuerza posible con las piernas, aunque apenas consiguió dejar de balancearse y evitar que volviera a desgarrarle aquella agonía.
—Es-es verdad. Me capturaron en el mar entre Cartago y Sicilia con un amigo. Nos vendieron como esclavos. A mí me compró una familia de Campania. Viví cerca de Capua más de un año.
—¿Cómo se llama tu amo? —exigió el oficial con la rapidez de un rayo.
Hanno recuperó parte de su orgullo.
—Yo no tengo amo.
El puñetazo que recibió en el plexo solar le dejó sin aire en los pulmones; más dolor cuando sus hombros soportaron todo su peso. Una arcada involuntaria hizo que le ascendiera un poco de fluido del estómago.
El oficial aguardó un momento para plantarse delante del rostro púrpura de Hanno, que resollaba.
—Dudo mucho de que tu amo te concediera la manumisión para que te largaras y te alistaras al ejército de Aníbal. Si no es el caso, eso significa que sigues siendo su esclavo. ¿Entendido?
De nada servía protestar, pero Hanno estaba furioso.
—El hecho de que me apresaran unos piratas no me convierte en un puto esclavo. Soy un hombre libre. ¡Un cartaginés!
Recibió otro fuerte puñetazo a modo de recompensa. Hanno vomitó el líquido que le quedaba en el estómago. Le supo mal no mancharle los pies al oficial, pero el romano había retrocedido considerablemente. Aguardó con paciencia a que Hanno terminara.
—Si te han vendido a un ciudadano romano, eres su esclavo te guste o no —le susurró al oído—. No pienso discutir al respecto y, si tienes tres dedos de frente, tú tampoco. ¿Cómo se llama tu amo?
—Gaius Fabricius.
—Nunca he oído hablar de él.
Hanno se esperó otro puñetazo pero no llegó.
—Su mujer se llama Atia. Tienen dos hijos, Quintus y Aurelia. Su finca está a medio día de camino de Capua.
—Continúa.
Hanno describió los detalles de su vida en la finca de Quintus, incluida su relación con Quintus y Aurelia y la visita a Cayo Minucio Flaco —un noble de muy alto rango— a su casa. No mencionó a Agesandros, el capataz que le había amargado la vida, ni la búsqueda de su amigo Suniaton.
—Bueno, ya basta. A lo mejor fuiste esclavo en Capua. —El oficial adoptó una expresión calculadora—. ¿O sea que huiste al enterarte de que Aníbal había entrado en la Galia Cisalpina?
Hanno no tenía ninguna intención de fingir que había escapado como un lobo en la noche.
—No. Quintus, el hijo de mi amo, me dejó ir.
El oficial puso cara de no creérselo.
—¿Dónde estaba su padre mientras pasó todo eso? ¿Y su madre?
—Fabricius se había marchado con el ejército. Atia no tenía ni idea de lo que Quintus tramaba.
—¡Menudo rufián! No me gustaría tener un hijo así. —El oficial negó con la cabeza—. De todos modos, eso es irrelevante. Lo más importante es descubrir por qué tú y tus hombres merodeabais de noche por la casa de campo.
Daba igual que el oficial lo supiera, pensó Hanno.
—Esperaba encontrar a alguien que supiera cuántos defensores hay en la ciudad.
—¡Pues ya lo encontraste! —cacareó el oficial—. Pero no pienso decírtelo.
«Imbécil.»
—¿Estabais reconociendo el terreno para Aníbal? —Hanno asintió—. Dicen que su ejército se dirige hacia aquí. ¿Es cierto?
—Sí.
Se produjo una pausa.
—¿Cuántos soldados tiene?
—Unos cincuenta mil —mintió Hanno. El rostro del oficial adoptó una expresión airada y Hanno sintió una alegría siniestra—. Cada día llegan más galos a alistarse a su ejército. —En cuanto hubo pronunciado estas palabras, Hanno se dio cuenta de que había provocado demasiado al oficial. El siguiente puñetazo fue el más fuerte que le había propinado. Notó un dolor tan intenso que perdió la conciencia. La recobró cuando el oficial le dio un bofetón en la cara.
—¿Esto duele? Pues no es nada comparado con el sufrimiento que te espera. Cuando mis hombres hayan acabado contigo no serás más que un cascarón.
Hanno siguió con la mirada la del oficial en dirección a la mesa. Se le revolvió el estómago. ¿Cuánto faltaba para que se pusiera a suplicar clemencia? ¿Para orinarse encima? ¿Le procuraría el romano un final rápido si mencionaba que le había perdonado la vida? Le embargó la vergüenza. «¡No pierdas el amor propio!»
—Bazofia romana —graznó Bogu en un mal latín—. Espera. Ya verás... lo que es el dolor que Aníbal te causará. Aníbal... mejor general que cualquiera... de los vuestros.
Hanno lanzó una mirada de advertencia a Bogu pero fue demasiado tarde.
—¡Calentadme un hierro! —ordenó el general a gritos. Se acercó airadamente a Bogu y le asestó un puñetazo en el vientre justo donde tenía la mancha de sangre.
Bogu rugió de agonía y el oficial se echó a reír.
—Déjalo en paz. ¡Está herido! —gritó Hanno.
—Lo cual significa que será más fácil hacerle hablar. Cuando ese cerdo muera, te seguiré teniendo a ti.
Hanno se sintió aliviado al instante, pero se sentía culpable por el hecho de que Bogu sufriera primero. Tal vez el lancero lo hubiera hecho precisamente por eso.
—¡Traedme al esclavo gugga! Necesito entender lo que dice este pedazo de mierda herido y no me fío de lo que diga el otro.
El soldado bizco salió rápidamente.
El oficial se situó junto al brasero, dando golpecitos con el pie con impaciencia hasta que el segundo legionario anunció que el hierro ya estaba candente. Ayudándose de un trozo de tela grueso, el romano cogió el extremo frío del instrumento y lo sostuvo en el aire. A Hanno se le puso la piel de gallina. El extremo era de un color rojo anaranjado brillante. Intentó liberar las muñecas, pero lo único que consiguió fue hacerse más daño.
—Así quizá deje de sangrar —caviló el oficial.
A Bogu se le desorbitaron los ojos del horror cuando el romano se le acercó con toda tranquilidad, pero Hanno sintió una profunda admiración por él al ver que no decía ni una sola palabra.
El oficial fruncía el ceño concentrado mientras retorcía el hierro en la herida que el lancero tenía en el vientre.
Bogu emitió un chillido largo y ensordecedor.
—¡Cabrón cruel! —bramó Hanno, olvidando su propio dolor.
El oficial se giró amenazando a Hanno en la cara con el extremo todavía ardiente. Aterrado, se echó hacia atrás con la punta de los dedos hasta que no pudo más. Sonriendo, el romano se lo acercó a un dedo del ojo derecho.
—¿Tú también quieres un poco de esto?
Hanno fue incapaz de responder. Seguía muy pendiente de los gritos de Bogu, pero necesitaba hacer un gran acopio de fuerzas para quedarse quieto. Ya notaba que los músculos de la pierna protestaban y empezaba a tener calambres en los dedos de los pies. En el plazo de unos cuantos segundos el globo ocular se le reventaría por el hierro candente. «Gran Baal Safón —rezó—, ayúdame.»
La puerta se abrió y entró el soldado bizco. Le seguía un hombre de tez oscura vestido con una túnica deshilachada. Con aquel pelo negro y rizado y la piel morena, podría haber sido cualquiera de los miles de cartagineses compañeros de Hanno. El oficial se giró y bajó el hierro.
—Por fin. —Miró con dureza al esclavo—. ¿Hablas latín?
—Sí, señor. —El esclavo miró a Hanno y a Bogu. Un atisbo de emoción asomó a sus ojos castaños pero enseguida lo disimuló.
—Bien. Quiero que traduzcas todo lo que dice este desgraciado. —El hierro se acercó a Bogu antes de que el oficial lo dejara en el brasero y eligiera otro—. ¿Qué envergadura tiene el ejército de Aníbal? —El esclavo tradujo. Bogu masculló algo—. ¿Qué ha dicho? —exigió el oficial.
—Es mayor que cualquier ejército que Roma pueda formar —dijo el esclavo con recelo.
—¡Por todos los dioses, este también es demasiado imbécil como para decirme la verdad! —El oficial se agachó y presionó el hierro contra el corte superficial que Bogu tenía en el muslo izquierdo. Más chisporroteo. Más rugidos de dolor. Bogu apartó la pierna, pero no tenía fuerzas suficientes para evitar que el romano le siguiera con el metal candente.
—¡Está formado por cincuenta mil hombres! —gritó.
El esclavo repitió sus palabras en latín.
El oficial miró enseguida a Hanno que se habría encogido de hombros si hubiera podido.
—Es lo que te dije. —Pensó que el romano se había tragado el anzuelo, pero su ceño fruncido indicaba otra cosa.
El oficial se puso a rebuscar entre el instrumental de la mesa. Soltó una exclamación de placer cuando alzó una barra de hierro cuyo extremo tenía forma de «F». La blandió ante Hanno con actitud triunfante.
—¿Ves esto? La F es de fugitivus. No sobrevivirás a nuestra pequeña sesión, pero con esta marca no habrá forma de olvidar lo que eres durante el tiempo que te quede de vida.
Hanno observó cada vez más consternado cómo introducía la barra de hierro en el centro del brasero. En una ocasión había visto a un esclavo huido al que habían marcado de ese modo. La F abultada en la frente del hombre le había hecho sentir una enorme repulsión. Ahora iba a correr la misma suerte. Se retorció en sus ataduras para ver si lograba soltarse, pero lo único que consiguió fue que un nuevo tormento le embargara en los brazos y los hombros.
El oficial tomó otra barra de metal candente y volvió a acercarse a Bogu.
—¿Quiénes son estos hombres, señor? —se atrevió a preguntar el esclavo.
El oficial se quedó quieto.
—Son soldados de Aníbal. Los hemos apresado fuera de las murallas.
—¿Aníbal? —repitió el esclavo lentamente.
—¡Eso mismo, imbécil! —El oficial alzó el hierro con gesto amenazante y el hombre retrocedió asustado.
«Apuesto algo a que el corazón le ha dado un vuelco al enterarse —pensó Hanno—. Igual que a mí. Espero que los dioses traigan pronto a nuestro ejército a estas puertas. Y que este monstruo y sus secuaces sufran una muerte lenta.» Pero sabía que su familia y sus camaradas llegarían demasiado tarde para Bogu... y para él.
Había llegado el momento de prepararse para la muerte lo mejor posible.
Capítulo 2
2
Exterior de Placentia
Durante el pánico inicial que había reinado tras la derrota del Trebia, Quintus y su padre no habían sido más que dos de los muchos que habían huido para refugiarse en el interior de la ciudad amurallada. Sempronio Longo, el cónsul que había dirigido al ejército romano en la batalla y que había evitado la matanza de diez mil legionarios, había llegado poco después. Igual que Publio Cornelio Escipión, el segundo cónsul, cuya capacidad directiva en el campo de batalla había acabado tras resultar herido en un choque inicial en el río Ticinus. Placentia se había llenado enseguida hasta los topes. Tras solo dos días y en medio de una gran consternación, Longo había ordenado que se abrieran las puertas. El cónsul había mantenido la calma. A casi todos los hombres del interior los habían hecho marchar al exterior. Bajo el mando directo de Longo, la mitad de sus hombres había hecho guardia mientras el resto construía un gran campamento de marcha. Como era uno de los pocos soldados de caballería que había regresado, a Quintus enseguida lo enviaron a patrullar. Su misión consistía en alertar a sus compañeros sobre la aparición de tropas cartaginesas en los alrededores.
El primer día había sido el peor con diferencia. Él, su padre Fabricius y unas dos veintenas de jinetes —rezagados de muchas unidades— habían reconocido más de ocho kilómetros al este de Placentia, territorio que ahora estaba bajo control enemigo. Afectado todavía por la carnicería que había provocado el ejército de Aníbal, Quintus estaba histérico y otros de la patrulla estaban aterrados. Fabricius había sido la excepción: tranquilo, alerta, comedido. Su ejemplo había servido de inspiración a Quintus y, al cabo de un rato, había contagiado a los demás. El hecho de que no vieran a la caballería enemiga había ayudado. Se corrió la voz de que Fabricius era un buen líder y en días subsiguientes todos los jinetes romanos que llegaron a Placentia se colocaron a su mando. Había sido duro con ellos, les había insistido en que hiciera patrullas dos veces al día, además de varias horas de instrucción. Quintus no había recibido ningún trato especial. En todo caso, Fabricius había sido más duro con él que con los demás. Había acabado siendo normal que a Quintus se le asignaran más misiones. Suponía que era la forma como su padre demostraba su disconformidad con el hecho de que hubiera liberado a Hanno y del viaje al norte sin permiso para alistarse al ejército, así que apretaba los dientes, hacía lo que le ordenaba y se callaba. Esa mañana, a Fabricius le habían llamado de forma inesperada para que se reuniera con los cónsules, lo cual suponía un grato descanso de la dura rutina diaria para Quintus y sus compañeros. Tendrían que ir a patrullar, pero no hasta la tarde. Quintus decidió aprovechar la ocasión al máximo.
Acompañado de Calatinus, un hombre fornido y el único de sus amigos que había sobrevivido al Trebia, fue a pasear por Placentia. Sin embargo, enseguida se les pasó el buen humor y las ganas de aventura. Se suponía que la mayoría de la tropa vivía fuera de las murallas, pero las calles estrechas estaban tan abarrotadas como siempre. Desde los ciudadanos de a pie a los oficiales pasando por los soldados que se abrían paso a empujones entre la multitud, todo el mundo presentaba un aspecto desgraciado, hambriento o enfadado. Las llamadas de los tenderos tenían un tono amargo y exigente que rechinaba en los oídos, al igual que los berridos incesantes de los bebés hambrientos. El número de mendigos parecía haberse duplicado desde la última vez que Quintus había estado en el interior de las murallas. Hasta las prostitutas medio desnudas que les lanzaban miradas lascivas desde los escalones desvencijados que subían a sus miserables apartamentos cobraban el doble de lo normal. A pesar del frío, el olor a orina y excrementos lo impregnaba todo. Algunos alimentos se habían terminado y lo que quedaba se vendía a precios abusivos. El vino se había convertido en un privilegio de los ricos. Se rumoreaba que enseguida empezarían a llegar provisiones por el río Padus desde la costa, pero todavía no había pasado. Helados, muertos de hambre e irritables, la pareja abandonó la ciudad. Evitaron las hileras de tiendas por si Fabricius había regresado y se dirigieron al extremo sur del campamento que ahora albergaba al ejército maltratado de Longo. Por lo menos estirarían las piernas cruzando toda aquella extensión de terreno.
Tomaron el camino más corto, la via principalis, o central, que dividía el campamento en dos. A menudo tuvieron que apartarse para dejar paso a una centuria de legionarios que salían de las hileras de sus tiendas en dirección al sur. Calatinus se quejaba, pero Quintus lanzaba miradas subrepticias de admiración a los soldados de infantería. Antes siempre había mirado con desprecio a ese tipo de soldados pero ya no. No eran los imbéciles escarba-tierra que arrastraban los pies a los que se referían los soldados de caballería. Los legionarios eran la única sección del ejército que había salido airosa contra Aníbal, mientras que la caballería tenía mucho por hacer si quería recuperar el honor perdido en el Trebia.
La zona central que albergaba los pabellones de los cónsules daba a la via principalis y estaba marcada por un vexillum, una bandera roja en un mástil. El terreno que se extendía ante el grupo de tiendas desperdigadas era un hervidero. Aparte de los guardas normales, había mensajeros a caballo que iban y venían, grupos reducidos de centuriones enfrascados en conversaciones y un grupo de trompetistas a la espera de órdenes. Hasta un par de comerciantes había conseguido montar un puesto en el que vendían pan recién hecho y salchichas fritas con las que sin duda habían pagado el precio de la entrada al oficial encargado de la puerta.
—Ni rastro de tu padre. —Calatinus le dedicó un guiño sin disimulos—. Estará enfrascado en una conversación con Longo y el resto de los oficiales de alto rango, ¿no? Preparando la mejor táctica posible.
—Es probable. —Quintus estaba otra vez de mal humor—. De la cual no sabré nada hasta que llegue el momento de ponerla en práctica.
—¡Igual que el resto de nosotros! —Calatinus le dio una palmada tranquilizadora en el brazo—. La situación podía ser peor. Hace semanas que Aníbal nos deja tranquilos. Nuestra posición aquí es fuerte y los barcos pronto empezarán a ascender el Padus. Antes de que nos demos cuenta, tendremos refuerzos. —Quintus esbozó una sonrisa forzada—. ¿Qué ocurre? —Calatinus inclinó la cabeza—. ¿Todavía temes que tu padre te obligue a volver a casa?
Un soldado que estaba cerca les dedicó una mirada curiosa.
—¡No hables tan fuerte! —masculló Quintus, acelerando el paso—. Sí, lo temo. —Cuando se había reunido con Calatinus después del Trebia, su amistad se había intensificado. Habían hablado mucho y le había contado todo lo referente a Hanno, y el enfado de Fabricius ante la llegada inesperada de Quintus poco antes del primer enfrentamiento en el Ticinus.
—No va a obligarte a marchar. No puede. ¡Necesitamos el máximo de hombres! —Calatinus vio que Quintus se sonrojaba—. Ya sabes a qué me refiero. Eres un soldado de caballería bien preparado y ahora son lo que más escasea. Independientemente del crimen que hayas cometido a ojos de tu padre resulta irrelevante en estos momentos. —Calatinus sacó pecho—. ¡Tú y yo somos un material muy valioso!
—Supongo. —Quintus deseó sentirse realmente seguro. Sin embargo, animado por el buen humor de Calatinus, consiguió apartar el asunto de sus pensamientos.
Al llegar al extremo sur del campamento, subieron una escalera que conducía a la parte superior de los terraplenes de tierra, que tenían diez pasos de alto y seis de profundidad. La cara exterior del muro estaba coronada con ramas afiladas y más allá había un foso profundo. Las fortificaciones eran sólidas pero a Quintus no le apetecía ponerlas a prueba. El recuerdo de su derrota a manos de Aníbal era demasiado crudo. La moral estaba baja, sobre todo la de él. Desasosegado, escudriñó el horizonte con todas sus fuerzas. Hacía días que no se avistaban fuerzas enemigas, pero eso no significaba que hoy fuera a ser igual. Quintus se sintió aliviado al ver que no había vida en el terreno accidentado que se extendía desde la ciudad hasta la gruesa franja plateada que formaba el río Padus. En la carretera que iba hacia Genua y más allá había unos muchachos que llevaban ovejas y cabras a pastar, así como un viejo con una mula y un carro lleno de leña que renqueaba hacia la puerta principal. La zona más llana que quedaba a su izquierda estaba llena de legionarios entrenando. Los oficiales bramaban, silbaban y blandían las varas de sarmiento. En parte, a Quintus le habría gustado observar a los soldados de infantería. Pero sobre todo quería olvidarse de luchas y guerras, al menos durante unas horas. Lanzó una mirada a Calatinus.
—¿Ves algo?
Calatinus encogió sus anchos hombros.
—Me alegra decir que no.
Todo estaba como debía estar. Satisfecho, Quintus observó las nubes de aspecto amenazador que surcaban el cielo con rapidez. Un viento penetrante de los Alpes las transportaba rápidamente hacia el sur, seguidas de otras más oscuras. Se estremeció.
—Antes del anochecer nevará.
—Seguro —convino Calatinus con irritación—. Y si es tan fuerte como el otro día, nos quedaremos atrapados en el dichoso campamento durante un par de días.
De repente a Quintus se le ocurrió una travesura.
—Pues entonces vayamos de caza mientras podemos.
—¿Has perdido la cabeza?
Quintus lo pinchó con el dedo.
—¡No me refiero a ti y a mí solos! Reuniremos más a o menos a diez hombres. Los bastantes para que sea seguro.
—¿Seguro? —preguntó Calatinus con expresión incrédula, pero le devolvió el golpe a Quintus—. No estoy muy convencido de que quede algo que sea seguro, pero no se puede vivir eternamente asustado. ¿En qué estás pensando, un ciervo, quizá?
—Si Diana nos ayuda, sí. ¿Quién sabe? Quizá veamos algún jabalí.
—Ahora sí que me has convencido. —Calatinus ya estaba a media altura de la escalera que habían utilizado para subir por el terraplén—. Si tenemos carne suficiente, podemos intercambiarla por vino.
Quintus le siguió más animado al pensar en esa posibilidad.
Al cabo de un rato Quintus se planteó si no se habría precipitado. Él y sus compañeros, diez hombres en total, habían cabalgado varios kilómetros por el bosque situado al este de Placentia. Encontrar el rastro reciente de una presa había resultado ser mucho más difícil de lo que imaginaba. A pesar de la protección que les otorgaba la mezcla de hayas y robles, las inclemencias del tiempo habían convertido el terreno en un gran bloque de hielo. Había abundantes rastros antiguos, pero en muchos puntos era imposible ver marcas nuevas dejadas por animales salvajes. Habían hecho un avistamiento: un par de ciervos, pero las criaturas asustadas habían huido antes de que cualquiera de ellos consiguiera acertar el tiro con el arco.
—Vamos a tener que volver dentro de poco —masculló Quintus.
—Sí —dijo Calatinus—. Tu padre nos cortará la cabeza si no llegamos a tiempo para la patrulla.
Quintus hizo una mueca. Tiró de las riendas del caballo.
—Mejor que nos marchemos ya. Diana no está de buen humor. No creo que cambie.
Quienes les oyeron, soltaron un gruñido para mostrar su acuerdo y llamaron a gritos a los que se habían alejado cabalgando. Nadie se opuso a la sugerencia de Quintus de regresar a Placentia. Todos estaban helados hasta los huesos y por nada del mundo deseaban perderse la comida caliente que les servirían antes de la patrulla de la tarde.
Los senderos eran tan estrechos que tenían que cabalgar en fila de uno. Quintus iba en cabeza, seguido de Calatinus. Las chanzas frívolas que habían llenado la primera parte de la cacería se habían ido convirtiendo en un lamento ocasional sobre lo frío y hambriento que estaba un hombre en concreto, o sobre lo mucho que le apetecía pasar una noche en una taberna junto al fuego, bebiendo hasta el amanecer. Si había una prostituta atractiva con la que irse arriba, mucho mejor. Quintus había oído ese tipo de conversaciones cientos de veces, así que le entraban por un oído y le salían por el otro. Daba la impresión de que su caballo sabía qué camino seguir y así él podía abstraerse en sus pensamientos. Pensó en la carta que había escrito Fabricius, a la que había añadido una nota al pie, y esperaba que su madre la hubiera recibido. Su hermana Aurelia lamentaría la muerte de Caius Minucius Flaccus, su prometido, pero por lo menos sabría que él y su padre estaban vivos. Que algún día regresarían.
Más contento, empezó a soñar despierto sobre su hogar, cerca de Capua. Él y su padre estaban ahí con Atia, su madre, igual que Aurelia. La familia estaba recostada en divanes alrededor de una mesa repleta de platos suculentos. Una ijada de cerdo asado. Salmonete frito con hierbas aromáticas y besugo al horno. Salchichas. Aceitunas. Pan recién horneado. Verduras. Casi podía estirar la mano y tocar la comida. Quintus notó cómo la saliva se le acumulaba en la boca. Una imagen de Hanno entrando en la sala con una fuente de ave de caza con una salsa espesa de frutos secos le vino a la cabeza y parpadeó. ¿Estaba viendo visiones? Con ayuda de los dioses, volvería a comer con su familia, pero Hanno no estaría presente. El cartaginés había pagado su deuda pero ahora pertenecía al bando enemigo. A Quintus no le quedaba la menor duda de que Hanno lo mataría si tenía la oportunidad. Él, Quintus, habría hecho lo mismo llegado el momento. Elevó una oración para que nunca llegara ese día. No era pedir demasiado no volver a ver a Hanno.
Estos pensamientos funestos hicieron que su buen humor fuera pasajero. Con una ojeada amarga a cada lado, Quintus llegó a la conclusión de que estaban a medio camino del campamento. El tiempo pasaría rápido, se dijo, pero su estratagema no era convincente. Todavía quedaba mucho por recorrer. Tenía los pies helados en las sandalias. El brasero de la tienda en el que quizá pudiera entrar en calor antes de la patrulla le parecía estar lejísimo.
Tardó unos instantes en percatarse del sonido tenue de un silbido.
Entonces volvió a oírse y el martilleo entrecortado de un pájaro carpintero que se encontraba a cierta distancia quedó interrumpido. Un mirlo emitió un chillido de alarma y luego otro. Quintus empezó a notar el sudor en la frente. Había hombres cerca. Al fin y al cabo Diana no los había abandonado, porque el viento le soplaba en la cara, así que él había oído a quien silbaba en vez de lo contrario. Se giró y alzó la palma de la mano hacia Calatinus para indicarle que parara.
Su amigo, que estaba veinte pasos por detrás, miró hacia el frente.
—¿Ciervos? —preguntó con tono esperanzado.
—¡No! ¡Tenemos compañía! ¡Diles a los demás que se callen la boca! —Calatinus abrió la boca sorprendido, pero entonces asimiló las palabras de Quintus. Se giró montado en el caballo—. ¡Silencio! Hay alguien ahí. ¡Callad!
Más silbidos. Quintus escudriñó los árboles que tenía delante para ver si veía algún tipo de movimiento. Agradecía los espacios amplios entre los troncos desnudos y la falta de maleza, lo cua