Créditos
Título original: Something Wonderful
Traducción: Carme Geronès i Planagumà, cedida por Penguin Random House
Grup Editorial, S.A.U.
1.ª edición: noviembre, 2015
© Eagle Syndication, Inc., 1988
Publicado originalmente por Pocket Books,
una división de Simon & Schuster, Inc.
© Ediciones B, S. A., 2015
para el sello B de Bolsillo
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9019-747-9
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
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EPÍLOGO
Dedicatoria
A Christopher Brian Fehlig.
Tú eras el adorable sobrinito que quería.
Ahora eres un hombre que admiro
y respeto como amigo.
Agradecimientos
Mi especial agradecimiento a Melinda Helfer por su apoyo y estímulo durante la redacción de esta novela.
Y a Robert A. Wulff, que con su capacidad y generosidad me permitió concentrarme en mi trabajo y dejar en su mano todo lo demás.
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1
La voluptuosa rubia apoyó un codo en la cama y tiró de la sábana para cubrirse los senos. Frunciendo levemente el ceño observó al misterioso y atractivo joven de dieciocho años que se encontraba de pie ante la ventana de su habitación, el hombro apoyado en el marco, contemplando los jardines de la parte posterior de la mansión donde tenía lugar la fiesta de cumpleaños de su madre.
—¿Qué puede ver fuera que le interese más que yo? —le preguntó lady Catherine Harrington, envolviéndose en la sábana y acercándose también a la ventana.
Jordan Addison Matthew Townsende, el futuro duque de Hawthorne, parecía no oírla mientras seguía con la mirada fija en la espléndida propiedad que iba a heredar a la muerte de su padre. Al recorrer con la vista el laberíntico seto, vio cómo su madre salía de entre los matorrales, echaba una mirada furtiva a su alrededor, se arreglaba el canesú del vestido y ponía un poco de orden a su oscura cabellera. Un instante después, asomó por encima de los mismos matorrales lord Harrington, ajustándose el pañuelo del cuello. El eco de sus carcajadas llegó hasta la ventana que Jordan mantenía abierta.
Una leve mueca cínica ensombrecía la juventud y el atractivo del rostro de Jordan, que observaba a su madre y al nuevo amante de esta mientras se dirigían hacia el cenador. Unos minutos después su padre surgió de detrás del seto, quien, tras mirar a uno y otro lado, ayudó a salir de los matorrales a lady Milborne, su querida de turno.
—Queda claro que mi madre ha encontrado un nuevo amante —dijo Jordan, sarcástico.
—¿De veras? —preguntó lady Harrington, mirando también por la ventana—. ¿Quién es?
—Su marido. —Jordan se volvió hacia ella para observar si detectaba en su bello rostro algún atisbo de sorpresa. Al comprobar que seguía inmutable, sus propios rasgos dibujaron una expresión irónica—. Sabía que estaban en el laberinto y eso es lo que explica ese súbito e insólito interés por mi cama, ¿verdad?
Lady Harrington asintió, incómoda ante la implacable mirada de aquellos ojos grises tan fríos.
—Se me ha ocurrido —dijo acariciando el firme torso de Jordan— que podría ser divertido... ejem... juntarnos también nosotros. De todas formas, el interés por su cama no es algo súbito, Jordan, pues le he deseado mucho tiempo. Ahora que he visto que su madre y mi marido se lo pasan bien juntos, me ha parecido que podía intentar tomar lo que me apetecía. No creo que con eso haga daño a nadie.
Jordan no respondió, y los ojos de ella escrutaron su hermético semblante mientras decía con una tímida y coqueta sonrisa:
—¿Le sorprende?
—Ni mucho menos —contestó él—. Estoy al corriente de los asuntos amorosos de mi madre desde los ocho años, y no creo que jamás pueda sorprenderme la conducta de una mujer. En todo caso, lo que podía haberme sorprendido es que usted no se las hubiera ingeniado para montar una «fiestecita familiar» con los seis allí en los setos —concluyó con intencionada insolencia.
Lady Harrington soltó un sonido ahogado que tenía algo de risa y de horror.
—Pues usted sí me ha sorprendido a mí.
Con gesto perezoso, Jordan sujetó su mentón y observó aquel rostro con una mirada excesivamente dura, excesivamente experimentada para su edad.
—No sé por qué, pero me cuesta creerla...
Sintiéndose algo violenta, Catherine apartó la mano del pecho de él y se ajustó mejor la sábana con la que se cubría.
—La verdad, Jordan, no sé por qué me mira como si yo fuera un ser despreciable —dijo con una expresión que reflejaba un gran desconcierto y un cierto resentimiento—. Usted no está casado y, por tanto, no se da cuenta de lo insoportable y aburrida que es la vida que llevamos todos nosotros. Sin algún devaneo que nos librara del tedio, todos estaríamos ya medio locos.
Ante el tono trágico de la voz de ella, el humor distendió un poco la expresión de Jordan y sus firmes y sensuales labios dibujaron una sonrisa burlona.
—Pobrecita Catherine —dijo, lacónico, acariciándole la mejilla con los nudillos—. ¡Qué desgraciadas son ustedes, las mujeres! Desde el día en que nacen, no tienen más que pedir algo para que sea suyo, de modo que no han de luchar por conseguir nada, y suponiendo que existiera algo que no les fuera dado con facilidad, tampoco se les permitiría pelear por ello. No dejamos que estudien y les prohibimos el deporte, y así no ejercitan la mente ni el cuerpo. Ni siquiera pueden aferrarse al honor, pues a pesar de que el honor de un hombre está en su mano, ustedes tienen el suyo entre las piernas y lo pierden ante el primer hombre que las posee. ¡Qué injusta es la vida con ustedes! —concluyó—. No me extraña que sean tan aburridas, amorales y frívolas.
Carherine vaciló un momento, desconcertada ante aquellas palabras, sin saber muy bien si lo que pretendía Jordan era ridiculizarla.
—Tiene usted toda la razón —respondió luego con un gesto de indiferencia.
Él la miró lleno de curiosidad.
—¿Se le ha ocurrido alguna vez intentar cambiar todo esto?
—No —admitió ella sin rodeos.
—La felicito por su sinceridad. Una virtud poco corriente entre las de su sexo.
A pesar de que tenía solo dieciocho años, la extraordinaria atracción que despertaba Jordan Townsende en las mujeres era la comidilla del mundo femenino. Catherine contemplaba la mirada cínica de aquellos ojos grises y se sentía atraída hacia él como si se encontrara ante un potentísimo imán. Su mirada reflejaba una comprensión, un sentido del humor y una experiencia imposibles de encontrar en gente de su edad. Eran más aquellos detalles que su atractivo aspecto o su patente virilidad lo que empujaba a las mujeres hacia él. Jordan entendía a las mujeres; la comprendía a ella, y pese a dejar claro que no la admiraba ni aprobaba su conducta, la aceptaba tal como era, con todas sus debilidades.
—¿Nos metemos en la cama?
—No —respondió él gentilmente.
—¿Por qué?
—Porque considero que no me aburro tanto como para desear acostarme con la esposa del amante de mi madre.
—No tiene... usted una gran opinión de las mujeres, ¿verdad? —preguntó Catherine, sin poder remediarlo.
—¿Debería tenerla?
—Yo... —Se mordió el labio y luego movió la cabeza con gesto negativo—. No. Me imagino que no. Pero algún día tendrá que casarse para tener hijos.
De repente un destello de humor iluminó la mirada de Jordan, quien se apoyó de nuevo en el marco de la ventana y cruzó los brazos.
—¿Casarme? ¿Lo dice en serio? ¿Así se hacen los hijos? Y yo que creía que...
—¡Ya está bien, Jordan! —exclamó ella riendo, cautivada por su forma de bromear—. Va a necesitar un heredero legítimo.
—Pues cuando me vea obligado a comprometerme para conseguir un heredero —replicó con humor cínico— voy a escoger a una cándida muchacha recién salida de la escuela que responda a todos mis antojos.
—¿Y cuando ella empiece a aburrirse y a buscar otras diversiones, qué hará usted?
—¿Cree usted que llegará a aburrirse alguna vez? —preguntó en tono acerado.
Catherine observó con atención sus anchos y musculosos hombros, el cóncavo pecho, la perfecta cintura, y pasó luego la mirada por sus duras y marcadas facciones. Aquel cuerpo cubierto por una camisa de hilo y un ceñido pantalón de montar irradiaba potencia y sensualidad contenidas. Catherine levantó las cejas y sus verdes ojos expresaron cierta complicidad al decir:
—Quizá no.
Mientras ella se vestía, Jordan se volvió de nuevo hacia la ventana para contemplar indiferente a los elegantes invitados que se habían reunido en los jardines de Hawthorne para festejar el cumpleaños de su madre. Para un forastero, aquel día Hawthorne tenía sin duda el aire de un deslumbrador y lujuriante paraíso lleno de espléndidas y despreocupadas aves tropicales que exhibían sus mejores galas. Para Jordan Townsende, de dieciocho años, el panorama carecía de interés y de belleza; conocía demasiado lo que ocurría dentro de aquella casa en cuanto se habían retirado todos los invitados.
A pesar de su juventud, no creía en la inherente bondad de nadie, ni siquiera en la suya. Él poseía casta, atractivo y riqueza; pero estaba también hastiado de la vida, era comedido y cauto.
Con los codos apoyados en el escritorio del despacho de la casa de su abuelo, la barbilla entre ambos puños, Alexandra Lawrence observaba la mariposa amarilla posada en el alféizar de la ventana. Luego se volvió hacia el hombre de pelo blanco sentado frente a ella.
—¿Qué decía, abuelo? No le he oído.
—Te he preguntado por qué hoy te parece más interesante una mariposa que Sócrates —dijo el afectuoso anciano, dirigiendo una sonrisa cariñosa a la joven de trece años de pelo castaño y rizado como el de su madre y ojos verdeazulados como los suyos. El abuelo pegó unos golpecitos al volumen de las obras de Sócrates que utilizaba para la instrucción de la muchacha.
Alexandra le dirigió una encantadora sonrisa de disculpa pero no le negó que se había distraído, pues, como solía repetir aquel hombre sabio: «Una mentira es una afrenta al alma humana y también un insulto a la inteligencia de la persona a la que uno miente.» Alexandra habría hecho lo que fuera por no ofender a aquel bondadoso hombre que le había inculcado su propia filosofía de la vida y proporcionado conocimientos de matemáticas, filosofía, historia y latín.
—Pensaba —admitió con un nostálgico suspiro— si existe una remota posibilidad de que me encuentre en el «estadio de la oruga» ahora mismo y pueda pasar dentro de poco al de la mariposa y ser bella...
—¿Qué tiene de malo una oruga? Al fin y al cabo —citó en broma—, «nada es bello desde todos los puntos de vista». —Sus ojos brillaban a la espera de que Alexandra captara la procedencia de la cita.
—Horacio —dijo ella enseguida, sonriendo.
El hombre asintió, satisfecho, y añadió:
—No debes preocuparte por tu aspecto, querida mía, pues la auténtica belleza surge del corazón y reside en los ojos.
Alexandra ladeó la cabeza, reflexionando, pero no recordó que aquello lo hubiera dicho ningún filósofo, antiguo o moderno.
—¿Quién lo dijo?
Su abuelo soltó una risita.
—Yo mismo.
La risa con la que respondió ella tintineó como unas campanillas y su alegre música impregnó la soleada estancia. Poco después, sin embargo, se puso seria.
—Papá está decepcionado porque no soy bonita. Lo veo cada vez que viene a visitarme. Tiene motivos para esperar que mejore mi aspecto, pues mamá es muy guapa y papá, además de ser apuesto, es primo en cuarto grado, por matrimonio, de un conde.
El señor Gimble, incapaz de disimular la aversión que sentía por su yerno y la dudosa afirmación de este en cuanto a una oscura relación con un oscuro conde, citó con gran acierto: «La cuna no cuenta donde no hay virtud.»
—Molière —exclamó Alexandra en el acto—. De todas formas —siguió, algo triste, volviendo a su preocupación anterior—, hay que admitir que el destino le ha jugado una mala pasada dándole una hija con un aspecto bastante corriente. ¿Por qué —prosiguió con aire taciturno— no soy alta y rubia? Sería mucho más atractiva que con este aspecto de gitanilla, como dice papá.
La muchacha volvió la cabeza para mirar de nuevo la mariposa, y el cariño y el goce llenaron de luz los ojos del abuelo, que pensaba que su nieta era algo fuera de lo corriente. Había empezado a enseñarle a leer y escribir cuando la pequeña tenía cuatro años, la misma edad de los niños del pueblo que acudían a sus lecciones, pero él mismo había descubierto que la cabeza de Alex era más fecunda que la de los demás, que la niña era más rápida y estaba más dispuesta a captar las ideas. Los hijos de los campesinos eran alumnos mediocres que pasaban unos años bajo su tutela y luego se iban a trabajar a los campos de sus padres, se casaban, se reproducían y reiniciaban el ciclo de la vida. Alexandra, en cambio, había nacido fascinada por el aprendizaje.
El anciano sonrió a su nieta; el «ciclo» no era algo tan negativo, pensaba.
De haber seguido él sus inclinaciones en su juventud y haber permanecido soltero y dedicado su vida al estudio en lugar de casarse, Alexandra Lawrence no habría existido. Y Alex era un regalo para el mundo. El regalo que le hacía a él. La idea le elevó el espíritu, aunque poco después le avergonzó, pues se le ocurrió que encerraba algo de orgullo. Sin embargo, le resultaba difícil contener el placer que le embargaba al contemplar a aquella niña de rizada melena sentada frente a él. En realidad era todo lo que él podía esperar y mucho más. Todo dulzura y alegría, inteligencia y espíritu indómito. Tal vez un exceso de espíritu y de sensibilidad, pues constantemente se volcaba en su frívolo padre, intentando complacerlo en las escasas visitas que este le hacía.
El abuelo se preguntaba cómo sería el hombre que la llevaría al altar, esperando que no tuviera nada que ver con el que se había casado con su propia hija. Esta nunca había poseído la profundidad de carácter de Alexandra, él la había malcriado y estaba dispuesto a admitirlo. La madre de Alexandra era débil y egoísta. Se había casado con un hombre idéntico a ella, pero a Alex le haría falta, y se merecía, un hombre mucho mejor.
Con su habitual sensibilidad, la muchacha se fijó en que súbitamente se había ensombrecido la expresión de su abuelo e hizo un esfuerzo por animarlo.
—¿No se encuentra bien, abuelo? ¿Otra vez la jaqueca? ¿Quiere que le dé una fricción en el cuello?
—Sí, un poco de dolor de cabeza —respondió el señor Gimble y, mientras metía la pluma en el tintero para escribir algo que un día iba a convertirse en Una completa disertación sobre la vida de Voltaire, Alex se había colocado detrás de él y sus pequeñas manos empezaban a aliviar la tensión que se había acumulado en los hombros y el cuello de su abuelo.
En cuanto las manos se detuvieron, el hombre notó el cosquilleo de algo que rozaba su mejilla. Enfrascado en su trabajo, se frotó con la mano el punto en el que había notado las cosquillas. Poco después, notó la misma sensación en el cuello y también se lo rascó levemente. El cosquilleo pasó luego a la oreja derecha y respondió por fin con una sonrisa al comprender que su nieta estaba pasando una pluma por su piel.
—Alex, querida —dijo—, creo que por aquí circula un pícaro pájaro que pretende distraerme.
—Porque trabaja usted demasiado —respondió ella, y seguidamente besó su apergaminada mejilla y volvió a sentarse para concentrarse en Sócrates. Un momento después, no obstante, la distrajo un gusano que avanzaba poco a poco frente a la puerta de la casita con tejado de brezo—. Abuelo: si todo lo que existe en el universo sirve de algo para Dios, ¿por qué cree que creó las serpientes? Tan feas... mejor dicho, tan horripilantes.
Soltando un suspiro ante la interrupción, el señor Gimble dejó la pluma pero no pudo resistirse al encanto de aquella alegre sonrisa.
—Tendré que acordarme de preguntárselo cuando lo vea.
La idea de la muerte de su abuelo la entristeció un poco, pero el sonido de un carruaje que llegaba hizo que se levantara de golpe y corriera hacia la ventana.
—¡Es papá! —exclamó, contenta—. ¡Por fin ha vuelto de Londres!
—Ya era hora —refunfuñó el señor Gimble, pero Alex no le oyó.
Ataviada con su vestimenta favorita, pantalones de montar y camisa de campesina, corría hacia la puerta para echarse en brazos de su padre, que no era muy dado a las efusiones.
—¿Qué tal está mi gitanilla? —la saludó con poco interés.
El señor Gimble se levantó, se acercó a la ventana y observó, frunciendo el entrecejo, cómo el apuesto londinense ayudaba a su hija a subir en su lujoso y moderno carruaje. Lujoso coche, lujosa ropa, aunque una moral que dejaba mucho que desear, pensó el anciano, irritado, recordando que el aspecto de aquel hombre había deslumbrado a su hija Felicia desde aquella tarde en que llegó a casa de ellos porque se le había estropeado el carruaje cerca de allí. El señor Gimble le ofreció cobijo, y por la tarde, contra su voluntad, accedió a las súplicas de su hija de salir a dar un paseo con él para poderle mostrar «la espléndida vista desde la colina, por encima del río».
Al caer la noche y ver que no habían vuelto, Gimble salió en su busca a la luz de la luna. Los descubrió al pie de la colina, junto al río, desnudos y abrazados. En menos de cuatro horas, George Lawrence había seducido a Felicia, convenciéndola para que abandonara los preceptos seguidos durante toda una vida.
Presa de un arranque de ira, Gimble abandonó la escena sin articular palabra, pero dos horas después volvía a la casa acompañado por el párroco. Este llevaba consigo el libro que iba a leer en la ceremonia de la boda. Gimble llevaba encima una escopeta para asegurarse de que el seductor de su hija iba a participar en la ceremonia.
Era la primera vez en su vida que llevaba un arma.
¿Y qué había conseguido para Felicia su justificada ira? Aquella pregunta ensombreció su semblante. George Lawrence le proporcionó una espaciosa y decadente casa que llevaba diez años cerrada, puso unos sirvientes en ella, y durante los nueve meses siguientes a la boda vivió a regañadientes con ella en aquella remota propiedad rural donde nació la pequeña. Poco después de que Alexandra llegara al mundo, George Lawrence volvió a Londres, donde se instaló y volvió a Morsham solo un par de veces al año para pasar quince días o tres semanas.
—Se gana la vida de la única forma que sabe —explicó en una ocasión Felicia a Gimble, repitiendo sin duda las palabras pronunciadas por su marido—. Es un caballero y, por lo tanto, no va a trabajar para ganarse la vida como hacen los hombres normales y corrientes. Sus orígenes y sus relaciones en Londres le permiten tratar con las personas adecuadas, y de ellas va sacando pistas sobre inversiones comerciales y sobre los caballos en los que hay que apostar en las carreras. Solo así puede mantenernos. Evidentemente, desearía llevarnos a Londres con él, pero en la ciudad todo está terriblemente caro y ni por asomo se atrevería a alojarnos en los sombríos y deprimentes sitios en los que vive él cuando se encuentra en la ciudad. Viene a vernos siempre que puede.
Gimble no veía muy clara la explicación de George Lawrence sobre lo de preferir permanecer en Londres, en cambio sí sabía por qué volvía a Morsham dos veces al año. Lo hacía porque Gimble le había prometido que iría a buscarle, con la escopeta que había pedido prestada, si no volvía como mínimo estas dos veces al año para ver a su esposa y a su hija. Sin embargo, tampoco veía por qué tenía que herir a Felicia con la verdad, pues le parecía feliz. A diferencia de las otras mujeres de aquel pequeño condado rural, ella se había casado con un «auténtico caballero» y, en sus insensatos cálculos, aquello era lo único que contaba. Le daba cierta categoría y así podía presentarse ante los habitantes de la zona con un majestuoso aire de superioridad.
Al igual que Felicia, Alexandra idolatraba a George Lawrence y el hombre se deleitaba en aquella ciega adoración durante sus breves visitas. Felicia le mimaba y Alex hacía lo que podía para que la viera como un hijo y una hija a la vez: se preocupaba por su falta de atractivo femenino y al mismo tiempo vestía pantalones de montar y hacía esgrima para poder practicar este deporte con él cuando apareciera.
De pie junto a la ventana, Gimble arrugó la frente ante aquel reluciente vehículo tirado por cuatro elegantes y esbeltos caballos. Era un hombre que escatimaba el dinero a su esposa e hija pero se desplazaba en un coche de lujo.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse esta vez, papá? —preguntó Alexandra, temiendo ya la inevitable hora en que tendría que partir de nuevo.
—Solo una semana. Voy camino de casa de los Landsdowne, en Kent.
—¿Por qué tiene que estar tanto tiempo fuera? —dijo la niña, incapaz de disimular su decepción, a pesar de que sabía que a él tampoco le gustaba estar alejado de ella y de su madre.
—Porque no tengo más remedio —dijo él, y cuando Alex empezó a protestar, George sacó una cajita del bolsillo—. Mira, te he traído un regalo de cumpleaños, Alex.
Alexandra lo miró con adoración y alegría, a pesar de que su cumpleaños había pasado meses atrás y no había recibido ni siquiera una nota de su padre. Aquellos ojos de color aguamarina brillaban cuando abrió la cajita y sacó de ella un relicario plateado en forma de corazón. Si bien el objeto era de latón y no tenía un encanto particular, la muchacha lo miraba en la palma de su mano como si fuera lo más preciado del mundo.
—Voy a llevarlo todos los días de mi vida, papá —murmuró antes de darle un fuerte abrazo—. Te quiero tanto...
El polvo se arremolinaba al paso de los caballos por las calles de la minúscula y soñolienta aldea mientras Alexandra iba saludando a quienes la veían, ansiosa de que todo el mundo supiera que había vuelto su maravilloso y apuesto papá.
No hacía falta que llamara la atención de aquella gente. Al atardecer, todos hablaban ya no solo del retorno sino también del color de la chaqueta de George Lawrence y de mil detalles más, pues la aldea de Morsham seguía con su rutina de los últimos cien años, una existencia dormida, tranquila y olvidada en aquel remoto valle. Sus habitantes eran personas sencillas, faltas de imaginación y trabajadoras que disfrutaban de lo lindo comentando el mínimo acontecimiento que pudiera producirse por allí para paliar la terrible monotonía de su existencia. Aún seguían hablando del momento en que, tres meses atrás, apareció un coche procedente de la ciudad en el que iba un hombre que no llevaba una sola capa sino ocho. A partir de aquel momento tendrían seis meses para comentar el maravilloso carruaje de George Lawrence.
Para un forastero, Morsham podía parecer un lugar más bien gris, habitado por chismosos campesinos, pero para una niña de trece años como Alexandra, aquella aldea y sus habitantes eran algo muy entrañable.
A su edad, creía en la inherente bondad de todos los seres creados por Dios y estaba convencida de que en la humanidad abundaban la sinceridad, la integridad y la jovialidad. Ella era amable, alegre e incorregiblemente optimista.
2
2
El duque de Hawthorne bajó lentamente el brazo, aún con la humeante pistola en la mano, y miró con expresión indiferente el inerte cuerpo de lord Grangerfield tumbado inmóvil en el suelo. Un marido celoso era un fastidio, pensaba Jordan, algo casi tan pesado como su inútil y frívola esposa. Además de sacar unas conclusiones que no tenían justificación alguna, insistían en discutir sus delirantes ideas al amanecer, con una pistola en la mano. Con la impasible mirada fija en su anciano adversario herido, a quien atendían los médicos y los padrinos, iba maldiciendo en su fuero interno a aquella joven bella y manipuladora que había provocado el duelo con su persecución sin tregua.
A sus veintisiete años, Jordan hacía mucho que había decidido que las aventuras con las esposas de otros reportaban muchas más complicaciones que gratificación sexual. Así pues, había decidido limitarse a las que tenían un marido que las dejaba en paz. Estaba claro que las había a montones y que casi todas estaban impacientes por acostarse con él. Los amoríos, sin embargo, formaban parte de la vida cotidiana de la aristocracia, y su reciente historia con Elizabeth Grangerfield, a la que conocía desde la niñez, no era más que esto: un inofensivo devaneo que había surgido a su vuelta de un viaje que había durado más de un año. La historia empezó con unas chanzas, con cierto trasfondo sexual, todo hay que decirlo, entre dos viejos amigos. La cosa no habría ido a mayores de no haber sido porque una noche de la semana anterior, Elizabeth se había colado por la puerta de su casa sin que el mayordomo de Jordan se diera cuenta y, al llegar este a casa, la encontró en su cama: desnuda, exuberante, incitadora. Normalmente la habría sacado de la cama y mandado para casa, pero aquella noche tenía la cabeza embotada por el brandy que había tomado con unos amigos y, mientras intentaba decidir qué hacer con ella, el deseo se impuso e insistió en aceptar aquella irresistible invitación.
Volviéndose hacia el caballo, que tenía atado a un árbol cercano, Jordan echó una ojeada hacia los débiles rayos del sol que surcaban el cielo. Aún podría dormir unas horas antes de iniciar la larga jornada de trabajo y compromisos sociales que había de culminar a última hora de la noche en el baile de los Bildrup.
Unas arañas con cientos de miles de pequeños cristales iluminaban el salón repleto de espejos en el que, al son de un vals, bailaban los invitados vestidos con satén, seda y terciopelo. Se habían abierto los balcones que daban a la terraza para que entrara la fresca brisa y pudieran pasear a la luz de la luna las parejas que querían disfrutar de un rato de intimidad. En el exterior se encontraba una pareja, cuya presencia quedaba en parte oculta por las sombras, al parecer poco preocupada por el sinfín de conjeturas que desencadenaba su ausencia en el salón.
—¡Es vergonzoso! —exclamó Leticia Bildrup ante el grupo de elegantes jóvenes y mujeres que conformaba su séquito personal, y dirigiendo una despiadada mirada condenatoria, cargada de envidia, en dirección a las puertas que había cruzado un momento antes la pareja, añadió—: Elizabeth Grangerfield se está comportando como una meretriz persiguiendo a Hawthorne cuando su propio marido sigue postrado en la cama a raíz del duelo de esta mañana con él.
Sir Roderick Carstairs miró a la enojada Leticia Bildrup con su típica expresión cáustica y burlona, la que conocía y temía toda la aristocracia.
—Tiene toda la razón, preciosidad. Elizabeth debería seguir su ejemplo y perseguir a Hawthorne en privado y no en público.
Leticia le miró con altivez, en silencio, aunque sus suaves mejillas se sonrojaron de forma manifiesta.
—Cuidado, Roddy, que está perdiendo la capacidad de distinguir entre lo que divierte y lo que ofende.
—Ni mucho menos, querida mía, al contrario, me esfuerzo por ofender.
—A mí no me compare con Elizabeth Grangerfield —le espetó Leticia, furiosa—. No tenemos nada en común.
—¿Ah, no? ¿Acaso no quieren las dos a Hawthorne? Lo que, por cierto, me permite compararla con muchísimas otras que podría citar ahora mismo —dijo sir Roderick señalando hacia la atractiva pelirroja que bailaba en aquellos momentos con un príncipe ruso—, por ejemplo, Elise Grandeaux. Si bien la señorita Grandeaux parece haberles ganado la partida a todas, ya que es la nueva amante de Hawthorne.
—¡No es verdad! —exclamó Letty, clavando la vista en la garbosa pelirroja que, según contaban, había cautivado al rey de España y a un príncipe ruso—. ¡Hawthorne no está atado a nadie!
—¿De qué va eso, Letty? —preguntó una de las jóvenes, apartándose un poco de sus pretendientes.
—Va de que él ha salido a la terraza con Elizabeth Grangerfield —saltó Letty.
Ya no hacía falta aclarar quién era «él». Entre la flor y nata, todo el mundo sabía que «él» era Jordan Addison Matthew Townsende, marqués de Landsdowne, vizconde de Leeds, vizconde de Reynolds, conde de Townsende de Marlow, barón de Townsende de Stroleigh, de Richfield y de Monmart, así como duodécimo duque de Hawthorne.
Todas las jóvenes soñaban con «él», con aquel hombre apuesto, moreno, terriblemente atractivo, que poseía el encanto del propio diablo. Entre las jovencitas de la aristocracia se comentaba que aquellos ojos grises entornados eran capaces de seducir a una monja o dejar clavado a un enemigo. Las de más edad estaban de acuerdo en lo primero pero discutían lo segundo, pues era de dominio público que Jordan Townsende había acabado con cientos de franceses, y para ello no había utilizado sus seductores ojos sino su mortífera habilidad con la pistola y el sable. Ahora bien, independientemente de la edad de las damas, todas se ponían de acuerdo en un punto: una sola mirada hacia el duque de Hawthorne bastaba para saber que era un hombre de buena cuna, con elegancia y estilo; un hombre pulido como un diamante. Y a menudo también duro como esta piedra preciosa.
—Roddy dice que Elise Grandeaux es su amante —le dijo Letty, señalando con la cabeza a la espectacular joven con melena digna de Tiziano que parecía no haberse percatado de la salida del duque de Hawthorne con Elizabeth Grangerfield.
—¡Tonterías! —exclamó una joven debutante de diecisiete años que reparaba mucho en el decoro—. De ser su amante, él no la habría traído aquí. No podría hacerlo.
—Podría y lo haría —puntualizó otra joven con la vista fija en los balcones que acababan de cruzar el duque y lady Grangerfield, impaciente por alcanzar a ver fugazmente de nuevo al afamado conde—. Mamá dice que Hawthorne hace lo que le viene en gana y que le importa un comino lo que opinen los demás.
En aquellos momentos, el objeto de aquella y de otras muchas conversaciones en el salón se había apoyado en la balaustrada de la terraza y observaba los brillantes ojos azules de Elizabeth con una clara expresión de fastidio.
—Estás arruinando tu reputación aquí, Elizabeth. Si te quedara algo de sentido común, te irías a pasar unas semanas al campo con tu «convaleciente» esposo y esperarías a que se hubieran apagado los comentarios sobre el duelo.
Ella encogió los hombros intentando en vano mostrarse tranquila.
—Los comentarios no me afectan, Jordan. Ahora soy condesa. —La amargura le hizo un nudo en la garganta—. No importa que mi marido me lleve treinta años. Mi familia posee ya otro título, que es lo que deseaba.
—No tiene ningún sentido lamentar lo pasado —respondió Jordan, haciendo un esfuerzo por contener su impaciencia—. Lo hecho, hecho está.
—¿Por qué no pediste mi mano antes de irte a luchar en esa estúpida guerra en España? —preguntó Elizabeth con voz ahogada.
—Porque —respondió él sin piedad— no quería casarme contigo.
Cinco años antes, Jordan se había planteado sin mucha reflexión que en un futuro remoto tal vez podía pedir su mano, pero ni antes ni ahora había sentido deseos de casarse y ninguno de los dos aclaró las cosas antes de que él partiera para España. Un año antes de su regreso, el padre de Elizabeth, resuelto a añadir otro título al árbol genealógico familiar, insistió en que se casara con Grangerfield. Cuando Jordan recibió la carta en la que ella le explicaba que se había casado con Grangerfield, no tuvo la sensación de haber perdido algo importante. Por otra parte, conocía a Elizabeth desde la niñez y la apreciaba. Tal vez si se hubiera encontrado allí en aquellos momentos, la habría convencido para que se enfrentara a sus padres y rechazara el compromiso con el viejo Grangerfield. Aunque tal vez no. Al igual que casi todas las mujeres de su clase, a Elizabeth le habían inculcado ya de pequeña que tenía el deber de casarse siguiendo los deseos de sus padres.
De cualquier modo, Jordan estaba fuera. Dos años después de la muerte de su padre, a pesar de que no tenía un heredero que asegurara la sucesión, Jordan, con grado de oficial en el ejército, se marchó a España a luchar contra las tropas napoleónicas. En un primer momento, su valor y su arrojo frente al enemigo respondían a la insatisfacción de su propia vida. Más tarde, al madurar, la destreza y la experiencia adquirida en innumerables y sangrientas batallas le mantuvieron vivo y le confirieron la fama de astuto estratega e invencible adversario.
Cuatro años después de haber salido hacia España, renunció a la graduación militar y volvió a Inglaterra para asumir de nuevo los deberes y responsabilidades del ducado.
El Jordan Townsende que había vuelto a Inglaterra hacía un año era muy distinto del joven que había salido hacia el extranjero unos años antes. Muchos de esos cambios quedaron patentes en la primera ocasión en que entró en un baile tras su regreso: en contraste con los pálidos rostros y la monótona languidez que caracterizaba a los caballeros de su clase, Jordan lucía una piel bronceada, su cuerpo exhibía vigor y músculo, sus movimientos, energía y autoridad; y, pese a que seguía siendo evidente el encanto del célebre Hawthorne en la sonrisa que dibujaban de tarde en tarde sus labios, mostraba ahora el aura del hombre que se ha enfrentado al peligro, que ha disfrutado con él. Un aura que a las mujeres les parecía terriblemente excitante y le hacía infinitamente más atractivo.
—¿Eres capaz de olvidar lo que habíamos sido el uno para el otro? —preguntó Elizabeth, levantando la cabeza y, sin darle tiempo a reaccionar, se puso de puntillas y le besó, presionando con ansiedad su cuerpo entregado, maleable, contra el de Jordan.
Este le cogió los brazos para apartarla y casi le hizo daño.
—¡No seas tonta! —exclamó, cáustico, apretando aún más los dedos en sus brazos—. Éramos amigos y nada más. Lo que ocurrió la semana pasada fue un error. Se acabó.
Elizabeth intentó acercarse de nuevo a él.
—Conseguiré que me quieras, Jordan. Sé que soy capaz de lograrlo. Hace unos años tú me querías. Y me quisiste la semana pasada...
—Quería tu delicioso cuerpo, cariño —bromeó él adoptando a posta un tono malévolo—, pero nada más. Eso es todo lo que he querido de ti. No pienso matar a tu esposo en un duelo por ti, de forma que puedes olvidarte de ese plan. Tendrás que buscar a otro estúpido para que compre tu libertad a punta de pistola.
Elizabeth palideció, sorbió sus lágrimas, pero no negó que se había planteado que él pudiera matar a su marido.
—No quiero mi libertad, Jordan, te quiero a ti —dijo ella con la garganta obstruida por las lágrimas—. Puede que tú me hayas considerado tan solo como una amiga, pero yo estoy enamorada de ti desde que tenía quince años.
Hizo aquella confesión con tanta humildad, con tanta desesperación y amargura que cualquier persona, excepto Jordan Townsende, habría visto que decía la verdad y sentido lástima por ella. No obstante, Jordan hacía mucho tiempo que se mostraba escéptico en lo referente a las mujeres. Así pues, respondió a su dolorosa revelación ofreciéndole un pañuelo blanco como la nieve.
—Sécate los ojos.
Los cientos de invitados que observaron poco después con mirada furtiva su regreso al salón se fijaron en que lady Grangerfield parecía nerviosa y abandonaba enseguida el baile.
Al duque de Hawthorne, por el contrario, se le veía tranquilo e imperturbable como siempre al dirigirse a la bella dama que ocupaba la plaza más reciente en la larga serie de amantes del duque. La carismática pareja entró en la pista irradiando un potente magnetismo. La ágil y frágil gracia de Elise Grandeaux era el complemento ideal de la elegancia y la osadía que rezumaba Jordan; la explosión de color de ella hacía resaltar la oscuridad en él, y cuando se movían al unísono siguiendo el compás del baile se convertían en dos espléndidos seres que parecían hechos el uno para el otro.
—Eso es algo que se repite —dijo Leticia Bildrup a sus amigas mientras observaban fascinadas a la pareja—. Hawthorne siempre consigue con la mujer que está con él la apariencia de la pareja perfecta.
—Pero no va a casarse con cualquiera, por muy buena pareja que hagan —comentó la señorita Morrison—. Mi hermano me ha prometido que va a traerlo de visita a casa esta semana —añadió en tono triunfal.
Pero su alegría se torció con el comentario de Leticia Bildrup:
—Según mamá, se va a Rosemeade mañana.
—¿Rosemeade? —repitió la otra, perpleja, hundiendo los hombros.
—La propiedad de su abuela —le aclaró Leticia—. Está en el norte, más allá de un pueblucho de mala muerte llamado Morsham.
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—¡Eso realmente supera toda imaginación, Filbert! —dijo Alexandra al viejo sirviente que entraba en su alcoba con una brazada de leña.
Entrecerrando los ojos, Filbert miró a la muchacha de diecisiete años tumbada boca abajo en la cama, vestida como solía, con pantalón ceñido de montar y blusa de color claro.
—Es algo tan desconcertante... —insistió Alexandra en un tono que ponía de manifiesto su desaprobación.
—¿De qué se trata, señorita Alex? —preguntó el hombre acercándose a la cama. Vio extendido ante ella, sobre el cobertor, algo blanco que sus miopes ojos dieron por supuesto que tenía que tratarse de una toalla o de un periódico. Forzando un poco más la vista sobre el blanco objeto, distinguió en él unas pequeñas manchas negras y aquello le llevó a la correcta conclusión de que se trataba de un periódico.
—Aquí pone —le dijo Alexandra, señalando con el dedo el periódico fechado el 2 de abril de 1813— que lady Weatherford-Heath dio un baile al que asistieron ochocientas personas, seguido por una cena en la que se sirvieron cuarenta y cinco platos, ¡ni más ni menos! ¿Se imagina qué despilfarro? Además —siguió Alex, apartándose unas oscuras y rizadas mechas de la nuca, con aire distraído, mientras su mirada iracunda se clavaba en el periódico que le dañaba la vista—, el artículo sigue y sigue con la cantinela de los que asistieron a la fiesta y la ropa que lucían. Fíjese en esto, Sarah —añadió, levantando la vista y sonriendo a Sarah Withers, que había entrado en la habitación sin hacer ruido para guardar la ropa de cama recién lavada y planchada.
Hasta la muerte del padre de Alexandra hacía tres años, Sarah había mantenido el cargo de ama de llaves, pero a causa de las penurias económicas que vivían a consecuencia de dicha muerte, había quedado eximida de sus responsabilidades, al igual que el resto del servicio, a excepción de Filbert y Penrose, demasiado viejos para encontrar un nuevo empleo. Ahora Sarah acudía a la casa una vez al mes, junto con la hija de unos campesinos, para ocuparse de la ropa y de los trabajos de limpieza más duros.
En un forzado tono de falsete, Alexandra leyó para Sarah:
—Acompañaba a la señorita Emily Welford el conde de Markham. Esta llevaba un vestido de seda de color marfil con incrustaciones de perlas y de diamantes. —Con una risita, Alex cerró el periódico y levantó la vista hacia Sarah—. ¿Usted cree que a alguien le pueden interesar esas paparruchas? ¿A quién le importa el vestido que pueda ponerse alguien, que el conde de Delton acabe de llegar de pasar una temporada en Escocia o que «se rumorea que siente un especial interés por una dama de belleza y recursos considerables»?
Sarah Withers levantó las cejas y dirigió una mirada de censura al atuendo de Alex.
—Algunas jóvenes se preocupan por sacar el mejor partido de su aspecto —respondió a modo de indirecta.
Alexandra aceptó la bienintencionada pulla con alegre y filosófica indiferencia.
—A mí no me bastarían unos polvos ni una tela de satén morada para tener el aspecto de una gran dama.
Las esperanzas de salir del «capullo» en forma de clásica belleza rubia que Alex había alimentado durante tanto tiempo no habían cristalizado ni mucho menos. Al contrario, su corto y rizado pelo seguía teniendo un tono castaño oscuro, el mentón se mantenía poco prominente y rebelde, la nariz continuaba respingona y el cuerpo, esbelto y ágil como el de un chiquillo. A decir verdad, el rasgo realmente destacable en ella eran los grandes ojos de color aguamarina y las oscuras pestañas que dominaban el rostro, un rostro que últimamente tenía más color a causa de las horas que pasaba trabajando y montando a caballo bajo el sol. De todas formas, ya no se inquietaba lo más mínimo por su aspecto; tenía otras cuestiones más importantes en la cabeza.
Tres años antes había muerto su abuelo y poco después su padre, con lo que Alex se había convertido en el sentido técnico, si bien no exacto, en el «hombre de la casa». Recaían en sus jóvenes manos las tareas de cuidar de sus dos ancianos criados, llevar a buen puerto el exiguo presupuesto familiar