Título original: Scent of Jasmine
Traducción: Rosa Borrás
1.ª edición: marzo 2014
© Ediciones B, S. A., 2013
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ISBN DIGITAL: 978-84-9019-757-8
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1
Charleston, Carolina del Sur, 1799
—Piensa en las Highlands —dijo T. C. Connor a su ahijada Cay—. Piensa en la tierra de tu padre, en la gente de allí. Él era el terrateniente, lo que significa que tú eres la hija del terrateniente, lo que significa...
—¿Crees que mi padre querría que hiciera lo que me estás pidiendo? —preguntó Cay, con los ojos sonrientes bajo sus espesas pestañas.
T. C. permanecía tumbado en su lecho, entablillado de la rodilla a la cadera. Se había roto la pierna pocas horas antes y el mínimo movimiento provocaba en él una mueca de dolor. Aun así, dedicó a Cay una leve sonrisa.
—Si tu padre supiera lo que estoy pidiendo a su preciosa hija, me ataría a un carro y me arrastraría a través de las montañas.
—Iré yo —dijo Hope desde el otro lado de la cama—. Con el carruaje y...
T. C. posó su mano sobre la de ella y la miró cariñosamente. Hope era la única hija de Bathsheba e Isaac Chapman. Su preciosa y joven madre había muerto hacía años, no así el viejo cascarrabias de su padre, a quien nunca había modo de satisfacer. T. C. Connor siempre se había declarado simple «amigo de la familia», pero Cay había escuchado cuchichear a las mujeres que entre él y Bathsheba había habido algo más que una simple amistad. Se rumoreaba incluso que T. C. podía ser el padre de Hope.
—Eres muy amable ofreciéndote, cariño, pero... —Dejó la frase a medias por no decir una obviedad. Hope se había criado en una ciudad y jamás había montado a lomos de un caballo. Solo había viajado en carruaje. Y, además, a los tres años se había caído por las escaleras y su pierna izquierda no había sanado bien. Bajo sus largas faldas, llevaba un zapato con un alza de cinco centímetros.
—Tío T. C. —insistió Hope, pacientemente—, lo que le pides a Cay es imposible. Mírala. Va vestida para un baile. Difícilmente podrá cabalgar con ese vestido.
T. C. y Hope miraron a Cay, que parecía iluminar la habitación con su sola presencia. Cay apenas tenía veinte años y, aunque jamás había gozado de la belleza clásica de su madre, era francamente hermosa. Bajo unas pestañas extraordinariamente largas asomaban unos ojos de un azul oscuro, aunque su rasgo más característico era su espesa cabellera cobriza, ahora recogida y con algunos rizos sueltos que le suavizaban la marcada mandíbula que había heredado de su padre.
—Quiero que vaya directamente del lugar de encuentro al baile —dijo T. C., y al intentar incorporarse, tuvo que reprimir un gemido—. Tal vez yo pueda...
Hope le dio un ligero empujoncito en el hombro y T. C. se dejó caer de espaldas sobre el colchón. Hope le enjugó el sudor de la frente con un paño frío.
Sin aliento, volvió a mirar a Cay. El vestido que llevaba puesto era exquisito. Raso blanco revestido de tul y cubierto de centenares de minúsculas cuentas de cristal dispuestas en intricados dibujos. Se adaptaba perfectamente a su figura y, conociendo a su padre, Angus McTern Harcourt, debía de haber costado más de lo que T. C. ganaba en un año.
—Hope tiene razón —admitió T. C.—. No puedes reemplazarme. Es demasiado peligroso, especialmente para una jovencita. Si al menos estuviera aquí Nate... O Ethan o Tally.
Al oír nombrar a tres de sus cuatro hermanos mayores, Cay se sentó en la silla contigua a la cama.
—Cabalgo mejor que Tally —dijo, refiriéndose al hermano que apenas le llevaba un año—. Y disparo tan bien como Nate.
—Adam —dijo T. C.—. Si estuviera aquí Adam...
Cay suspiró. No podía hacer nada tan bien como el mayor de sus hermanos. En realidad, solo su padre podía compararse con Adam.
—Tío T. C. —intervino Hope con voz cautelosa—, lo que haces no está bien. Intentas provocar a Cay para que haga algo que está totalmente fuera de su alcance. Ella...
—Tal vez no tanto —repuso Cay—. En realidad, lo único que tengo que hacer es cabalgar guiando un caballo de carga y pagar a un par de hombres. Eso es todo, ¿verdad?
—En efecto —respondió T. C. mientras trataba de incorporarse de nuevo—. Cuando encuentres a los hombres, les das la bolsa de monedas y, a Alex, el caballo cargado. Los hombres se marcharán y tú te irás con tu yegua al baile. Es bastante sencillo.
—Tal vez pueda... —comenzó Cay, pero Hope le hizo un ademán de que callara.
Hope se había levantado y, brazos en jarras, observaba a T. C., aún tendido en la cama.
—T. C. Connor, lo que estás haciendo con la mente de esta pobre chiquilla es una maldad. Le estás enredando las ideas hasta el punto de hacerle olvidar los hechos... Si es que alguna vez los ha tenido presentes.
Hope tenía casi treinta años, nueve más que Cay, pero la trataba como si aún estuviera en la edad de saltar a la cuerda.
—Entiendo lo que me está pidiendo —protestó Cay.
—No, no lo entiendes. —Hope alzaba cada vez más la voz—. Todos ellos son delincuentes. Todos y cada uno de ellos. Esos dos hombres a quienes vas a pagar... —Miró a T. C—. Dile de dónde los sacaste.
—De la car... —murmuró T. C., pero la mirada de Hope le obligó a aclararlo mejor—. De la cárcel. Los contraté justo al salir de la cárcel. Pero ¿dónde si no iba yo a encontrar hombres que hicieran lo que necesitaba que hicieran? ¿En la iglesia? Hope, olvidas que el que importa de verdad en todo esto es Alex. Es Alex quien...
—¡Alex! —Hope se llevó las manos a la cabeza y desvió la mirada. Cuando volvió a fijarla en el hombre tendido en la cama, estaba roja de ira. No era especialmente bonita y el rostro colorado flaco favor hacía al conjunto—. No sabes nada de ese Alexander McDowell. Antes de ir a verlo a la cárcel ni siquiera lo conocías.
Cay abrió los ojos como platos.
—Pero yo creía...
—Tú creías que nuestro querido tío T. C. lo conocía, ¿verdad? Bueno, pues no es así. Nuestro padrino sirvió en el ejército con el padre del tal Alex y con tu padre, y...
—Y ese hombre me salvó la vida varias veces —la interrumpió T. C., claramente molesto—. Nos protegió cuando estábamos tan verdes que ni siquiera sabíamos cómo cubrirnos cuando nos disparaban. Mac fue como un padre, o un hermano mayor para todos nosotros. Él...
—¿Mac? —preguntó Cay, que por fin empezaba a atar cabos—. ¿El hombre al que estás ayudando a escapar de la prisión es el hijo del Mac que siempre nombra mi padre?
—Sí —respondió T. C., volviéndose hacia Cay—. Tu padre posiblemente no estaría donde está de no haber sido por Mac.
—Cuéntale qué hizo su hijo —le instó Hope, todavía roja como un tomate—. Dile a Cay qué hizo ese hombre para que lo metieran en la cárcel.
Al ver que T. C. no contestaba, Cay dijo:
—Pensé que él...
—¿Qué? ¿Que le detuvieron por ir borracho? ¿Por caerse de morros en un abrevadero de caballos?
—¡Hope! —exclamó T. C. con voz severa, y Cay observó que su rostro también había enrojecido... Exactamente igual que el de Hope—. Estoy convencido de que...
—¿De que puedes embaucar a Cay para que haga lo que tú quieres sin contarle la verdad?
—¿Qué hizo? —preguntó Cay.
—¡Asesinó a su esposa! —prácticamente gritó Hope.
—Oh... —fue lo único capaz de decir Cay, con los ojos abiertos como platos. Tres estrellas cubiertas de diamantes relucían en su cabello a la luz de las velas.
Hope se sentó en la silla que había junto a la cama y miró a T. C.
—¿Se lo cuentas tú o se lo cuento yo?
—Parece que se te da muy bien referir los detalles morbosos, así que adelante.
—Tú no estabas aquí —empezó Hope—, de modo que no viste las desagradables noticias que traían los periódicos. Alexander Lachlan McDowell llegó a Charleston hace tres meses, conoció a la preciosa e inteligente señorita Lilith Grey y se casó con ella de inmediato. El día siguiente a la boda, le rebanó el cuello.
Cay se llevó la mano a la garganta, horrorizada.
Hope miró a T. C., que le devolvió la mirada.
—¿He dicho alguna mentira? ¿He exagerado algo?
—Son las palabras exactas de los periódicos —admitió T. C. fríamente.
Hope miró a Cay.
—A ese hombre, a Alex, lo encontraron por casualidad. Alguien lanzó una piedra con una nota atada contra la ventana del dormitorio del juez Arnold. La nota decía que la nueva esposa de Alex McDowell estaba muerta y que la encontrarían junto a su marido en la suite del ático del mejor hotel de la ciudad. Al principio, el juez pensó que se trataba de una broma macabra, pero cuando el doctor Nickerson aporreó su puerta y le dijo que había recibido la misma nota, el juez salió con él a investigar. —Hope miró a T. C.—. ¿Quieres que siga?
—¿Acaso puedo detenerte?
Cay miró a uno y a otro y se encontró dos mandíbulas apretadas y dos pares de ojos que disparaban odio exactamente con la misma intensidad. Le dio por pensar en el momento en que regresara a casa y en lo mucho que se reiría con su madre al recordar cada gesto, cada palabra, cada detalle de lo ocurrido allí aquella noche. También se lo contaría a su padre, pero después de editar la historia cuidadosamente para obviar cualquier mención a «cárcel» y «asesinato».
—El juez y el doctor irrumpieron antes del alba en la habitación del tal Alexander McDowell y, junto a él, en la cama, yacía su nueva esposa. ¡Con el pescuezo rebanado!
Cay volvió a resollar mientras se llevaba la mano al cuello.
—Estaría dispuesto a jugarme la vida a que el hijo de Mac no cometió el crimen —afirmó T. C., con calma.
—Y eso está muy bien, pero la vida que estás arriesgando es la de Cay, ¡no la tuya! —le espetó Hope.
Cay los miró y dudó que aquellos dos volvieran a dirigirse la palabra.
—Entonces ¿lo vas a sacar de la cárcel para que se fugue?
—Ese es el plan, con la salvedad de que yo pensaba acompañarlo.
—En otra de sus largas y peligrosas aventuras —apuntó Hope, aún airada—. ¿Dónde pensabas ir esta vez?
—A las espesuras salvajes de Florida.
Hope se estremeció de disgusto.
Cay había oído hablar toda su vida de los viajes del tío T. C., que había formado parte de expediciones al lejano Oeste y visto cosas que ningún otro hombre blanco había visto jamás. Al tío T. C. le encantaban las plantas, cuyos nombres en latín parecía conocer, y se había pasado tres años aprendiendo a dibujar a fin de plasmar en el papel lo que veía. Ahora bien, mientras todos los demás se habían dedicado a elogiar aquellos dibujos, Cay y su madre siempre se habían guardado sus opiniones para sí. Para ellas, que compartían un especial talento para el arte, los cuadros de T. C. eran demasiado simples y muy poco ortodoxos. Entre los diversos maestros de dibujo que Cay había tenido desde los cuatro años, se encontraba el inglés Russell Johns. El artista había sido un tirano en el estudio y Cay había tenido que trabajar de firme para cumplir con sus expectativas, pero lo había logrado. «Si fueras un chico...», le había dicho él con aire nostálgico en muchas ocasiones.
Cay no se había dado cuenta de que había pronunciado las palabras en voz alta hasta que se percató de que T. C. y Hope la miraban fijamente.
—Estaba pensando en...
—El señor Johns —dijo T. C—. Tú último maestro —añadió con evidente envidia—. Cuánto desearía tener tu talento, Cay. Si pudiera dibujar tan bien y tan rápido como tú, pintaría el triple y todo sería bueno. ¡El escorzo me trae de cabeza!
Hope no sabía demasiado de Cay ni de su familia. De hecho, lo único que tenían en común era su interés por T. C., el padrino de ambas. A Hope, solo le habían contado una cosa de Cay: que «tenía que tomar una decisión» y que hasta que lo hiciese estaría en Charleston.
—¿Pintas?
T. C. soltó una risilla que le hizo estremecer de dolor. Y mientras intentaba recuperar el aliento, se frotó la rodilla por debajo de los vendajes.
—Miguel Ángel envidiaría su talento.
—No lo creo —replicó Cay, pero acompañó sus palabras con una sonrisa. Acto seguido bajó la mirada a las manos que reposaban sobre su regazo.
—¿Y quieres poner en peligro a esta encantadora jovencita para rescatar a un asesino? —preguntó Hope, mirando a T. C.
—No, ¡solo quiero que haga algo por un hombre que lo ha perdido todo! Si hubieras venido conmigo a la cárcel, como te supliqué, habrías visto su sufrimiento. Estaba más preocupado por lo que había perdido que por lo que le pudiera suceder.
Hope no se ablandó y Cay supuso que aquella era una discusión que ya habían tenido.
—Y una vez rescatado, ¿qué va a hacer ese hombre? —preguntó Hope—. ¿Pasarse el resto de la vida huyendo de la justicia?
—Como ya he dicho, el plan original era que Alex me acompañara a Florida con el señor Grady. —Miró a Cay—. El señor Grady es el jefe de esta expedición y llevamos planeando el viaje desde esta primavera. Yo tenía que ser el documentalista, dibujar y pintar lo que viéramos. El señor Grady me iba a contratar, por decirlo de algún modo, porque sabe que no soy capaz de dibujar personas ni animales. Solo me interesan las plantas. Cay sabe...
A Cay no le apetecía escuchar más elogios sobre sus dotes artísticas; le parecía superficial cuando estaba en peligro la vida de un ser humano.
—Y si no hay nadie allí para recibirle, ¿qué hará el hombre?
—Lo atraparán, lo devolverán a prisión y por la mañana lo habrán colgado —respondió T. C.
Cay miró a Hope buscando su confirmación, pero Hope se cuidó muy bien de hacer ningún comentario.
—Y lo que quieres es que le lleve un caballo, ¿no?
—¡Sí! —exclamó T. C. antes de que Hope pudiera hablar—. Eso es todo. Pagar a los hombres que lo van a sacar de la cárcel, entregar el caballo a Alex y volver.
—Y ¿adónde irá él cuando yo haya hecho todo eso?
—Con el señor Grady. He dibujado un mapa para que Alex sepa dónde debe reunirse con la expedición. —Miró a Cay y añadió—: Imagino que ahora el señor Grady tendrá que buscarse a otro que documente, porque yo no puedo ir. Es una pena...
Cay sonrió, consciente de la insinuación.
—Aunque fuera un hombre, no es algo que yo quisiera hacer. Soy muy feliz viviendo cerca de mi familia en Virginia, y ahí es donde quiero estar. Lo de las aventuras, se lo dejo a mis hermanos.
—Como debe ser —opinó Hope—. Se supone que las mujeres no tienen que cruzar el país haciendo cosas de hombres. Y, por supuesto, se supone que no tendrían que salir al trote arrastrando un caballo para encontrarse con un asesino.
T. C. miraba a Cay con expresión solemne.
—Te conozco desde que eras pequeña y sabes que no te pediría que hicieras nada que te pusiera en peligro. Puedes ocultar el vestido bajo la enorme capa con capucha de Hope, y sé que sabes cabalgar. Te he visto saltar vallas que amedrentarían a muchos hombres.
—Si no lo hubiera hecho, mis hermanos se habrían burlado de mí —aclaró Cay—. Ellos... —Al pensar en sus hermanos, se preguntó qué harían ante una situación como esa. Tally ya habría ensillado, Nate habría hecho cientos de preguntas antes de salir, Ethan estaría haciendo el equipaje para sustituir a T. C. en la expedición y Adam...
—Ellos, ¿qué? —preguntó T. C.
—Ellos ayudarían a cualquier amigo de nuestro padre —dijo Cay, levantándose.
—No puedes hacerlo —insistió Hope, mirando a Cay desde el otro lado de la cama.
—¿Acaso no has dicho que tú irías si pudieras? —preguntó Cay.
—Sí —admitió Hope—, pero eso es distinto. Tú eres tan joven y... y...
—¿Infantil? ¿Mimada? ¿Rica? —preguntó Cay, entornando los ojos. Desde el primer momento había tenido la sensación de que Hope la tenía por demasiado joven, demasiado frívola, demasiado consentida y demasiado dispuesta a hacer cualquier cosa. Si bien era cierto que Cay no había tenido que pasar por los infortunios que Hope había vivido, como el accidente que la había dejado coja, la muerte de su madre y una vida dedicada a un padre viejo y cascarrabias, Cay también había sufrido algunos reveses en la vida. En su opinión, tener que vérselas con cuatro hermanos mayores y varones era motivo suficiente para ser una luchadora.
—Lo haré —añadió Cay, dedicando a Hope la mirada que solía usar para evitar que Tally le metiera una segunda rana por el escote.
—Gracias —dijo T. C., con lágrimas en los ojos. Le cogió la delicada mano y se la besó—. Gracias, gracias. Todo irá bien. Alex es un joven muy agradable y...
—Dudo que la familia de su esposa piense lo mismo —sentenció Hope.
T. C. la miró y ella se sentó en la silla. Sabía cuando había perdido la batalla.
—Tal vez debería cambiarme —dijo Cay.
—No, no, quiero que vayas así. Ve directamente al baile desde el punto de encuentro.
—Te proporcionará una coartada —dijo Hope. Parte de la rabia había abandonado su voz.
—Sí, así es. No creo que te pregunten dónde estuviste, pero... —dijo T. C.
Hope soltó un suspiro de derrota.
—Y mantén tu rostro oculto. No dejes que nadie te vea. Ni siquiera ese hombre.
—¿Habrá alguien persiguiéndole? —preguntó Cay, que empezaba a comprender para qué se había ofrecido.
—He estado planeándolo durante semanas, desde que está en la cárcel —dijo T. C.—, y creo que he considerado todas las posibilidades. Habrá tres fugas de prisioneros y solo tú sabrás dónde encontrar al hombre correcto.
—Debe de haberte costado mucho —dijo Hope.
T. C. movió la mano con ademán disuasorio. Aquel rescate le había costado todo lo que tenía, pero no iba a admitirlo ante ellas.
—¿Cuándo tengo que salir? —preguntó Cay, tragando saliva con dificultad al pensar en la noche que le esperaba.
—Hace unos veinte minutos.
—No quiere darte tiempo para que te lo pienses —intervino Hope.
—Mi doncella...
—La mantendré ocupada —dijo Hope—. No se dará ni cuenta de que le has dado esquinazo.
—Yo... Yo... Mmm... —balbuceó Cay.
—¡Ve! —exclamó T. C.—. No lo pienses más y ¡ve! Cúbrete, no dejes que nadie te vea la cara, ni siquiera Alex, y después cabalga hasta el baile. Deja el caballo en la parte de atrás, así nadie comentará cómo has llegado al salón. Hope se encargará de eso.
Cay miró a Hope, que asintió levemente.
—Muy bien, pues, supongo que tendré que irme. No sé cómo voy a cabalgar con este vestido, pero...
—La capa lo cubrirá por completo —dijo T. C., rogándole con la mirada que no perdiera ni un segundo más hablando—. Mañana tendremos chocolate para desayunar y nos reiremos de todo esto.
—¿Me lo prometes? —preguntó Cay, sonriendo.
—Te lo juro.
Tras vacilar el tiempo suficiente para dirigir otra sonrisa a su padrino, Cay se recogió la falda y bajó corriendo por las escaleras. El corazón le latía desbocado, pero sabía que tenía que hacerlo. Iba a salvarle la vida a un hombre. Si se trataba o no de un asesino era algo en lo que no quería pensar. No, lo mejor era hacer el trabajo cuanto antes y pensar en ello después.
2
Sentada en la oscuridad a lomos de su yegua, Cay sintió deseos de hallarse en Virginia junto a su familia. Era otoño, de modo que allí haría más frío. ¿Habrían encendido un fuego en la salita? ¿Estarían sus hermanos en casa, o estarían fuera, haciendo... lo que fuera que hicieran los chicos? Ethan se había estado viendo con una de las hijas de Woodlock, pero Cay no creía que fuese a salir nada de aquello. Esa muchacha no era lo bastante guapa ni lo bastante lista para Ethan.
Cuando la yegua empezó a hacer corvetas, Cay se acomodó en la silla y se tranquilizó. Oculto entre los árboles de detrás y cargado hasta los topes, permanecía el caballo que Alexander McDowell se llevaría cuando llegara con los hombres que lo habían ayudado a escapar.
Miró alrededor, pero poco podía ver en la oscuridad de la noche. Le había resultado difícil dar con el lugar donde su tío le había dicho que debía encontrarse con el hijo de Mac. Ese era el único modo en que Cay podía pensar en él. Era el hijo del hombre que había ayudado a su padre y esa era la razón por la que ella estaba allí. Sabía que, si no se concentraba en eso, perdería la mirada en el campo oscuro y comenzaría a pensar que estaba a punto de encontrarse con un hombre que probablemente había cometido un asesinato.
Hope había bajado las escaleras con Cay, la había ayudado a ocultar el vestido bajo su amplia capa de lana y le había entregado el mapa que T. C. había dibujado para indicarle el camino.
—Aún no es demasiado tarde para decir que no —insistió Hope mientras le ataba la capucha.
Cay compuso como pudo una expresión de valor.
—Estoy segura de que irá bien. Además, tengo mis dudas de que ese hombre sea realmente un asesino.
—No has leído los artículos de los periódicos —dijo Hope bajando la voz—. El doctor y el juez la encontraron encerrada en la habitación con él, que dormía como un tronco. No era consciente de lo que había hecho. Ese hombre es la maldad en estado puro.
Cay tragó saliva con dificultad.
—¿Y qué explicación dio él de lo ocurrido?
—Que se había dormido tras tomar un vaso de vino.
—Puede que estuviera diciendo la verdad.
—Eres tan joven... —dijo Hope con condescendencia—. Ningún hombre se duerme en su noche de bodas.
—Pero quizá... —comenzó Cay, pero Hope la interrumpió.
—Cuanto antes te marches, antes volverás. Te estaré esperando en el baile. No iré tan elegante como tú, pero me pondré mi vestido de seda rosa. Búscame en la parte de atrás. —Hope apoyó las manos en sus hombros y la miró un instante—. Que Dios te acompañe —añadió, y le dio un rápido beso en la mejilla.
Al minuto siguiente ambas corrían hacia los establos donde esperaban los caballos. Hope ayudó a Cay a ajustar la voluminosa capa sobre el vestido y la parte inferior de las piernas, que quedaban al descubierto mostrando sus medias de seda. El vestido era estrecho y, al acomodarse en la montura, se deslizó hacia arriba por sus piernas.
—No importa lo que diga nuestro padrino; por favor, ten mucho cuidado con ese hombre —dijo Hope cuando, por fin, tuvo a Cay perfectamente cubierta sobre la silla.
—¿Quieres que te traiga algo? —preguntó Cay, tratando de romper la seriedad del momento.
—Con que vuelvas sana y salva será suficiente —respondió Hope sin un ápice de sonrisa, pero, al ver la cara de decepción de Cay, añadió—: Un marido. Ni demasiado alto ni demasiado bajo, ni rico ni pobre. Solo quiero un hombre capaz de aguantar a mi padre. —Sonrió—. Y que no se duerma en nuestra noche de bodas.
—¿A qué padre? —preguntó Cay, y en ese preciso instante se dio cuenta de que estaba más nerviosa de lo que creía. Iba a disculparse, pero Hope se echó a reír.
—Al cascarrabias, por supuesto. Con el otro, no tengo problemas... Salvo que no me obedece. ¡Vamos, vete!
Cay espoleó la yegua y cabalgó hacia el oeste, en dirección al lugar donde debía encontrarse con el asesino.
Ahora, continuaba a lomos de su montura, esperando. Ya deberían haber llegado, pero no veía ni oía nada. ¿Habría salido algo mal? ¿Se habría frustrado la fuga? Cayó en la cuenta de que sabía muy poco sobre el plan que había trazado el tío T. C. Tendría que haberle hecho más preguntas. Tendría que haber sido más como su hermano Nate, a quien le encantaba resolver rompecabezas. Le gustaba descubrir quién había hecho el qué y por qué. En aquel oscuro silencio, pensó en la primera vez que Nate había resuelto un enigma que había tenido en ascuas a toda su familia y a quienes trabajaban para ella. La harina de la cocina desaparecía a una velocidad alarmante, pero nadie admitía ser el responsable.
Cay sonrió al recordarlo, pero en ese instante un sonido a su derecha la obligó a tirar de las riendas para retener la yegua. Había atado bien el otro caballo a un árbol, a unos cincuenta metros de ella, y aunque mirara hacia allí, no podía ver nada.
Sus sentidos, sin embargo, le decían que algo había cambiado.
—¿Quién anda ahí? —gritó.
De la oscuridad emergió un hombre alto, con barba y de aspecto mayor, tan cerca de ella que la muchacha tiró de las riendas con intención de huir. Pero él la agarró de la pantorrilla y, al hacerlo, quedó al descubierto la seda que le recubría la pierna y un pedazo de vestido. Las cuentas de cristal brillaron incluso en la negrura de la noche.
—¡Maldición! —exclamó el hombre con fuerte acento escocés—. Vaya mujer inútil. Esto es demasiado para un solo hombre. Ya me puedo dar por muerto. —Hizo una pausa y continuó—: ¿Va usted a una fiesta, señorita?
Ella se sacudió la mano del hombre de la pierna y miró hacia abajo con todo el desdén que fue capaz de mostrar. Había pasado varios veranos en Escocia con sus primos y había comprendido el insulto que él le había lanzado, motivo por el cual no podía por más que pensar que era un patán desagradecido.
Ni siquiera se molestó en señalar dónde se encontraba el otro caballo. Si estaba tan seguro de que era una mujer inútil y se podía dar por muerto, sería capaz de encontrar perfectamente solo el caballo.
El hombre se quedó ahí plantado, mirándola boquiabierto, pasmado. Cay pensó que probablemente estaría sorprendido de que una joven como ella hubiera entendido aquella jerga tan espesa. El tipo dijo algo en voz muy baja que sonó a: «Eres una McTern», pero no estaba segura.
Cay ni siquiera se sorprendió al escuchar un tiro. Era obvio que el plan de T. C. se había torcido. Los hombres a los que se suponía que debía pagar no se habían presentado y el grosero escocés había aparecido solo. Y, desde luego, ahora sí iba a estarlo, pensó ella mientras espoleaba a la yegua.
Mientras cabalgaba, iba notando cómo el vestido se le subía por las caderas. A ese paso, llegaría al baile en unas condiciones terribles. La capucha de la capa se le había caído de la cabeza y sentía que el pelo perfectamente peinado se iba soltando de las agujas. Se alegró de haberse puesto las estrellas de diamantes en el corpiño. Su padre se las había regalado cuando cumplió dieciocho años y habría detestado perderlas, especialmente en una situación tan incómoda.
Tras ella, oyó un caballo acercarse a toda prisa. Al volverse, vio que era el escocés. A pesar de la espesa cabellera que le cubría parte de la cara, fue capaz de adivinar unos ojos encendidos de rabia.
—¡Tápate, niña boba! —le gritó.
—¡No es momento de recatos! —replicó ella, y hundió los talones en los hijares de la yegua, que aceleró. Siempre le había encantado montar y había pasado gran parte de su vida a lomos de un caballo. Competir con sus hermanos, y ganarles, era uno de sus pasatiempos favoritos.
—¡Así no verán que ya eres una muchacha! —gritó él mientras intentaba seguirla de cerca. Pero su caballo iba tan cargado con lo que debía llevar a la expedición, que no podía mantener el ritmo. Aun así, el hombre seguía forzándolo, lo que hizo que Cay empezara a sentir pena por el animal.
—Tenemos que separarnos —dijo ella, haciendo girar la yegua hacia la izquierda. Cay no conocía muy bien los alrededores de Charleston, pero tenía buena orientación y, además, veía las luces en la distancia. Iría directamente a casa de T. C. a empaquetar su ropa para volver a casa por la mañana. Ya había tenido suficientes emociones para una sola visita.
Sin embargo, el hombre giró con ella y, el hecho de que casi la echara del camino, la obligó a recurrir a todos sus años de experiencia para mantener a la yegua en su rumbo.
—¿Qué cree que está haciendo? —gritó Cay.
—Salvarte la vida —gritó él—. Si vuelves a la ciudad, te detendrán.
—Nadie sabe que nos hemos visto. —Miró por encima del hombro. Había oído un tiro, pero no había visto a nadie.
—Te han visto.
—¡No es cierto! —gritó ella.
Para su sorpresa, él agarró la brida de la yegua y tiró tan fuerte que casi la hizo caer de la silla. Si Cay hubiera llevado una vara en la mano, le habría atizado con ella.
—Tienes que venir conmigo.
—¡Ni hablar! ¡Es un delincuente!
—Y ahora tú también. O me sigues o te arranco del caballo y te tiendo sobre mi silla.
Cay sintió la tentación de comprobar si era capaz de hacerlo. Se le veía muy delgado bajo las ropas harapientas y ella era mucho más joven que él, pero aun así seguramente tendría fuerza suficiente para arrastrarla.
—De acuerdo —dijo Cay al fin, y él aceleró en el acto, aparentemente convencido de que ella lo seguiría. Cay sintió el impulso de dar media vuelta y alejarse, pero oyó otro tiro en la distancia, de modo que le siguió. Tal vez él conociera algún lugar seguro para esconderse. ¿Acaso no sabía esa clase de cosas la gente que acababa en prisión?
Cabalgó tras él más de un kilómetro, y de pronto le pareció que lo perdía en la oscuridad. Miró alrededor mientras detenía la yegua, pero no vio ni señal de él. Oyó el silbido de un pájaro, pero también unos cuantos sonidos más. Al instante, oyó los cascos de un caballo sobre el camino y, cuando el hombre apareció, a pesar de la cantidad de pelo que le cubría el rostro, supo que estaba enojado.
Maravillada ante tal ingratitud, condujo su yegua hacia los arbustos del margen del camino y desmontó.
—Pensaba que ibas a seguirme para demostrar que tienes seso, pero no, eres tonta de remate.
—No tolero que emplee esos términos conmigo. Cuando vuelva...
—Calla, niña —gruñó él, y acto seguido la tomó por la cintura y la obligó a apearse.
Cay estaba a punto de protestar cuando oyó que se acercaban los caballos. Bajó la cabeza y notó que el brazo del hombre se deslizaba sobre ella. Apestaba, y se preguntó si tendría piojos y otros parásitos. Si los tenía, ella jamás conseguiría eliminarlos de su melena cobriza.
Cuatro caballos con sus jinetes se detuvieron no muy lejos de allí, y ella contuvo la respiración esperando que se fueran.
—Te digo que era esa joven pelirroja que está en casa de T. C. Connor. Le vi la cara cuando miró hacia atrás —dijo uno de los hombres en voz alta.
Cay resolló.
El escocés le tapó la boca con la mano. Lo tenía muy cerca, su largo cuerpo presionaba el suyo y uno de sus hombros reposaba sobre el de ella, manteniéndola pegada al suelo.
Ella movió la cabeza para librarse de su mano. Él la retiró, pero le dirigió una mirada de advertencia para que permaneciese callada.
—¿Una chica? —preguntó otro hombre—. ¿Por qué iba una chica a ayudar a escapar a un asesino?
—Probablemente ella sea la razón por la que mató a su esposa, y ahora estarán huyendo juntos. Todo el mundo sabe que se casó con la señorita Grey por dinero.
—Qué estupidez haber matado a una mujer tan bella.
—Parecéis dos gallinas cotilleando. Creo que tendríamos que ir a casa de Connor a ver si la chica está allí. Si no está, supongo que tendremos que hacerle algunas preguntas.
Y con esto, volvieron grupas y se marcharon.
Cay hizo inmediatamente ademán de ir hacia el caballo, pero el hombre la agarró por los bajos de la capa y volvió a tenderla en el suelo.
—¿Dónde te crees que vas?
—A casa de mi padrino, a advertirle.
—¿Quieres decir a casa de T. C.?
—Pues claro.
—Si vuelves, te capturarán y te meterán en la cárcel por haber ayudado a un asesino fugitivo.
Ella le miró fijamente mientras él se incorporaba.
—Supongo que eso significa que no piensa mover un dedo para proteger a su benefactor, ¿no es cierto?
Tras soltar una risotada para dar a entender que Cay era la persona más necia de toda la tierra, el hombre se levantó y echó a andar hacia su caballo.
—Connor puede cuidar de sí mismo. Por lo que he escuchado de él, se ha enfrentado a indios, osos y barcos llenos de piratas. Creo que se las puede apañar con un puñado de vecinos que buscan a una niña bonita para aterrorizarla.
—Sí, pero... —Cay no quería perder el tiempo discutiendo con él—. Está bien, entonces me iré a casa.
—Y eso es...
—A Edilean, Virginia.
—¿Alguien en Charleston sabe que es ahí donde vives? —preguntó, mientras comprobaba los macutos que cargaba el caballo.
—Mucha gente del lugar conoce a mi familia. Mis padres han estado aquí varias veces y mis hermanos...
—Ahórrame la historia familiar. No puedes irte a casa porque es el primer sitio donde van a buscarte después de interrogar a Connor.
—¿No puedo volver a casa? —Cay se levantó sonriendo, se acercó a su yegua y, volviéndose hacia él, añadió—: No tiene ni idea de quién es mi padre, ¿verdad?
—Ahora no te puede ayudar. Sube al caballo e intenta que no se te vean las piernas. Me distraen de mi objetivo.
Cay no estaba segura de si aquello era un cumplido, pero si lo era, no le había gustado. Tenía muy frescas en su mente las imágenes que Hope le había descrito sobre lo que ese hombre le había hecho a su esposa.
—¿Adónde vamos? —preguntó Cay—. Mi padre conoce a mucha gente y podría...
El hombre agarró fuerte las riendas de su caballo para detenerse junto a ella.
—Tu padre fue criado para convertirse en el terrateniente del clan McTern, ¿no es así?
—Sí, así es —respondió ella, orgullosa.
—Entonces, será un hombre que protege a su familia, ¿no es cierto?
—Por supuesto. Es el mejor...
—Si sabes que es así, ¿qué pretendes? ¿Iniciar una guerra entre tu padre y la ciudad de Charleston?
—Claro que no.
—Si vuelves a casa y te escondes con tu padre, sin duda luchará hasta la muerte para protegerte. ¿Es que quieres ver a tu familia muerta?
—No —respondió ella, aguantando la respiración, consciente de que eso sería exactamente lo que harían su padre y sus hermanos—. No quiero eso, y cuando mi padre se entere de esto...
—Estoy seguro de que T. C. Connor procurará que no lo sepa. Lo que tenemos que hacer es encontrar un escondite hasta que pueda probar mi inocencia. Cuando yo sea libre, tú también lo serás.
—Pero... —empezó ella, pero calló para no decir que no estaba segura de que lo fuera—. ¿Cómo puede demostrar que no es culpable mientras deambula por los bosques de Florida?
—Tengo que dejar pasar el tiempo para que esta gente se calme. En el juicio, me di cuenta de que nadie iba a escucharme. Eran demasiados los que querían... —El hombre pareció enmudecer de pronto.
—¿A su esposa? —preguntó ella—. ¿La gente la quería?
—¿Crees que me casaría con una mujer a la que no quisiera nadie? —le espetó él.
—Su ingratitud me deja pasmada. Con lo que me he arriesgado por usted, y usted... —Cay contuvo la respiración. Decir lo que pensaba no iba a mejorar la situación—. ¿Qué dijo el médico?
—El malnacido murió de un infarto el día después de que Lilith... me dejara. Antes de que pudiera volver a verla, la habían enterrado.
—Si era tan querida y el doctor murió como consecuencia de la impresión que le provocó el asunto, no es de extrañar que la gente quiera colgarlo por haberla asesinado.
Alex pareció hacer caso omiso de la acusación de Cay.
—Yo haré algo más que colgar al que la mató —murmuró él—. Ahora sígueme y guárdate tu insolencia.
Mientras hacía lo que le decía, Cay se esforzaba por pensar en algún modo de salir de aquel aprieto. Si no podía volver con su padrino, ni ir con ninguno de los amigos de la familia, ni volver a casa, ¿qué podía hacer? ¿Cuánto tiempo se puede ser fugitivo de la justicia? Tal vez debería embarcarse hacia Escocia y vivir con la familia de su padre un tiempo. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Seis meses? ¿Un año? El escocés había dicho que quería que las autoridades de Charleston se «calmaran» y, después, pensaba encontrar al verdadero asesino de su esposa. ¿Tomaría eso mucho tiempo? ¿Y si realmente era el asesino? Eso significaría que jamás retirarían los cargos. Siempre estaría huyendo, con lo que ella también sería una forajida hasta el final de sus días.
Aún le seguía, pero sin dejar de pensar en volver grupas y regresar a Charleston. Sin embargo, recordar que los hombres del camino la buscaban, que sabían quién era y dónde encontrarla, bastó para disuadirla. También contribuyeron a ello las palabras del escocés sobre el modo en que reaccionaría su familia al conocer la situación. Si regresaba a Charleston, iba a casa de T. C. y se entregaba, la meterían en la cárcel sin dudarlo. No podía imaginar siquiera la ira que provocaría eso a su fami