Los hijos del fuego

Fragmento

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Contenido

Portadilla

Créditos

Plano

Dedicatoria

Citas bibliográficas

ACTO PRIMERO. MARIÑA Y SIMÓN

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ACTO SEGUNDO. AURORA Y ESPINOSA

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ACTO TERCERO. EL SECRETO DE MARIÑA

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ACTO CUARTO. LAS TRES CONFESIONES

Primera

Segunda

Tercera

ACTO QUINTO. TRES

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Plano

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Dedicatoria

Para Marta,

la ciudad que más quiero.

Ojalá te pudiera dedicar su fuego, su color,

y la luz de la ría cuando el sol se pone tras las islas...

21.

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Citas bibliográficas

¿Cómo estás, señor? ¿Por qué solitario,

sin más compañía que las tristes ideas

y los pensamientos que debieron morir

con quienes te absorben? Lo que no tiene cura

habría que olvidarlo: lo hecho, hecho está.

WILLIAM SHAKESPEARE,

Macbeth, acto III, escena 2.ª

—No se empeñe. La información que proporciona un libro suele ser objetiva. Quizá pueda estar planificada por un autor malvado para inducirle a errar, mas nunca es falsa. Es usted quien hace una lectura falsa...

ARTURO PÉREZ-REVERTE, El club Dumas

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Tuvimos que correr... Lo recuerdo perfectamente porque, por muchos años que se empeñen en pasar, los días de entonces no se olvidan de cualquier forma: era o ellos o nosotros. Y aquellos malnacidos tiraban a matar...

Hoy, a la luz de esta vela prendida en medio de la noche, veo que se acerca el momento. Mis huesos van siendo ya más del camposanto que de las paredes que guardan esta casa, y comprendo que es tiempo de tomar una decisión. Más ahora, cuando nuestra mala memoria se empeña en recordar con fuerza gloriosas batallas que jamás tuvieron lugar, y los que no estuvieron allí deciden honrar los nombres de héroes que, a decir verdad, nunca se comportaron como tales. Ni mucho menos. Tan solo ocurre que hoy nadie lo sabe, porque nadie estuvo allí. Y porque tampoco a nadie le importa un carajo, la verdad...

Pero ¿y yo, que sí estuve? Yo, que sé mejor que nadie todo cuanto sucedió, ¿qué haré yo? ¿Permitir, tal vez, que el paso del tiempo fortalezca un orgullo alimentado en un pasado de leyenda que jamás existió? Podría hacerlo, sí. Callarme, y dejar que la farsa avance... Pero sucede que nadie como yo conoce el verdadero significado de la palabra quebranto. Y el mío, mi propio quebranto, está grabado a fuego. No es de los que se borran, tampoco de los que se pueden ignorar.

En la compañía de aquella decepción que desde entonces vive conmigo, nunca he dejado de recordar, noche tras noche, lo ocurrido en aquellos días, ya más de cincuenta años atrás. Ni tampoco a ella... Y recuerdo, recuerdo perfectamente que nada más fue un instante. Apenas nada, un relámpago de fuego, lo que tarda una bala de cañón en pasar quemando el aire a la vera de uno. Pero no es menos verdad que ese fue el «instante», el momento exacto en que se deciden las cosas. El tiempo de ponernos en pie. Para vivir. O para morir.

Lo sé porque yo sí estuve allí, y era a mí a quien todos aquellos hombres disparaban. Los de uno y los de otro bando... Nos estaban disparando, malditos desgraciados, a mí y a mis vecinos, y fuimos nosotros los que tuvimos que correr bajo aquella lluvia de fuego. Aunque por aquel entonces era poco más que un niño, lo recuerdo todo perfectamente. Por eso sé que las cosas jamás fueron así, como ahora nos las pretenden contar una y otra vez. No negaré que también cometimos errores, es cierto. Pero tampoco es menos verdad que aquella vez no tuvimos elección. ¿Cómo demonios íbamos a saber que lo que estábamos haciendo era sacarnos de encima unas cadenas para ponernos otras mucho peores? Nuestro pecado fue dejarnos engañar, ganar la libertad para perderla justo a continuación. Luchamos como leones, y como perros nos encadenamos para acabar arrojando nosotros mismos la llave en lo más profundo de la ría... Por mucho que duela, por poco que nos guste, verdad no hay más que una. Esa, y no otra, esa es la que hay que contar. Antes de que desaparezca en el tiempo, antes de que ya nadie más la recuerde.

Y yo... Yo recuerdo que tuvimos que correr.

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ACTO PRIMERO. MARIÑA Y SIMÓN

ACTO PRIMERO

MARIÑA Y SIMÓN

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—¿Qué coño se supone que es esto? —pregunta el hombre, sin apartar la mirada del pequeño cofre de madera.

—Un reloj —explica el otro.

—Eso ya lo veo yo. Lo que te estoy preguntando es qué cojones quieres que haga con él.

—¿Y yo qué coño sé? Puedes ponértelo en el pito, si te gusta. Yo tan solo te lo traigo porque a mi secretaria le ha parecido que sería un detalle bonito. Ya sabes, una muestra de nuestro agradecimiento, y todo eso.

El hombre, que todavía sostiene el cofre con el reloj en sus manos, clava sus ojos grises de zorro viejo en el otro, tampoco mucho más joven que él, y ambos se sostienen la mirada por unos segundos, el tiempo justo para llegar a convertir el momento en una situación tensa.

—Pues muy bien, puedes decirle a tu secretaria que me ha parecido muy bonito —responde al fin el primero, dejando la pequeña caja sobre el escritorio sin tan siquiera abrirla—. Pero tú y yo ya habíamos acordado el tipo de «detalles» que a mí me gustan, ¿no es así?

—Sí, así es —concede el otro, palmeándose la americana a la altura del bolsillo interior—. Ese otro detalle también lo tengo aquí. En billetes grandes, tal como me habías dicho.

—Bien —asiente satisfecho el zorro viejo—. Muy bien.

—Espero que no haya problemas. Esto es mucho dinero como para que después vengas a joderme con cualquier mierda...

El hombre de los ojos grises deja correr una media sonrisa afilada, arrogante.

—¿Problemas? Por favor, no me hagas reír, calamidad... Esta ciudad es mía, me pertenece. Desde la primera calle hasta el último solar. Aquí se hace lo que yo digo, y si no queremos que nos molesten, pues se monta un follón en cualquier rotonda, y venga, todos a mirar para otro lado.

Ambos sonríen, cínicos.

—Desde luego, eres un fenómeno, alcalde...

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18 de enero de 2017

Faro de Vigo, información local

LA POLICÍA PONE EN MARCHA LA LLAMADA «OPERACIÓN GANSO»

La ciudad de Vigo se une con su propia operación policial al entramado de acciones contra la corrupción urbanística.

AQUILES VEGA

Agentes de la Policía Nacional irrumpieron en la mañana de ayer, y de manera simultánea, tanto en las oficinas del Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento de Vigo como en la Delegación de la Xunta de Galicia, reclamando los expedientes de una serie de obras contratadas con distintas empresas, entre las que destaca por su volumen la constructora Rodas S. L. Esta acción ha marcado el inicio de la llamada Operación Ganso, impulsada por el Juzgado de Instrucción número 7 de la ciudad, y cuyo fin principal es el de investigar el complejo entramado de supuestos tratos de favor, cobro de comisiones y concesión irregular de obras que al parecer se venía dando por parte de las distintas administraciones a todo un grupo de empresas relacionadas con la construcción y promoción de obra pública.

La jornada de ayer continuó con una serie de registros diversos, tanto en las oficinas de Rodas como en otras empresas vinculadas con la trama, y por el momento el dispositivo se ha saldado con la detención de varios responsables y trabajadores de las distintas empresas. Desde el juzgado de instrucción pertinente todavía no se ha hecho ningún tipo de declaración oficial, si bien fuentes próximas a la fiscalía informan de que se siguen diligencias por los presuntos delitos de tráfico de influencias, prevaricación y cohecho...

15 de marzo de 2017

Faro de Vigo, información local

EL ALCALDE DE VIGO, CÉSAR ESCUDEIRO, INVESTIGADO POR UN PRESUNTO DELITO DE PREVARICACIÓN

A tan solo dos meses para el inicio de la campaña electoral, las situación se complica para el alcalde de Vigo, el socialista César Escudeiro, quien acaba de ser llamado a declarar por su presunta implicación en la trama de corrupción investigada en la Operación Ganso.

AQUILES VEGA

Apenas una semana después de que Rodas S. L., una de las principales constructoras de la ciudad, anunciara su situación de impago debido a las complicaciones derivadas de su implicación en la presunta trama de concesiones ilegales, y con todos sus empleados viendo cómo sus puestos de trabajo penden de un hilo, hoy se ha hecho público que finalmente el señor Escudeiro sí tendrá que acudir a declarar. Pero, en contra de lo que se había venido rumoreando hasta ahora, lo cierto es que ya no lo hará en calidad de testigo, sino esta vez ya como un imputado más en el proceso que investiga la mayor red de corrupción política en la historia de la ciudad, dentro de lo que la Unidad de Delitos Económicos y Fiscales de la Policía Nacional ha dado en bautizar como Operación Ganso.

En las últimas horas, la jueza Celia Torres, magistrada del Juzgado de Instrucción número 7 de Vigo, ha admitido a trámite la petición del fiscal de delitos económicos, el señor Siro Iglesias, y añade el nombre de César Escudeiro a la lista de investigados, convocándolo para declarar en las próximas semanas. En rueda de prensa celebrada esta misma mañana, el alcalde ha negado de manera categórica cualquier implicación en la supuesta trama, aclarando que todo es parte de un montaje. «Como no podía ser de otra forma», ha dicho.

22 de marzo

Faro de Vigo, información local

EL PARTIDO POPULAR PRESENTA UNA MOCIÓN DE CENSURA CONTRA EL ALCALDE DE VIGO

Suso Mosqueira, portavoz del grupo municipal en el ayuntamiento, presenta una moción de censura contra el alcalde socialista, César Escudeiro, motivada por su presunta implicación en la trama corrupta que se investiga en la Operación Ganso.

AQUILES VEGA

Acompañado por todos los miembros del grupo municipal, el portavoz del Partido Popular de Vigo, Suso Mosqueira, ha presentado a primera hora del día de hoy una moción de censura en el Registro del Ayuntamiento de Vigo con el propósito de destituir de su cargo al actual alcalde, el socialista César Escudeiro. Tal como el propio Mosqueira ha explicado en la rueda de prensa convocada a continuación, la decisión viene motivada por la reciente inclusión del actual alcalde en el sumario de la Operación Ganso, ya no en calidad de testigo, sino ahora como investigado. En palabras de Mosqueira, «tras este último escándalo, la permanencia del señor Escudeiro al frente de la alcaldía resulta de todo punto inaceptable».

Por su banda, César Escudeiro acaba de declarar que la moción nada más es un nuevo paso en la campaña de desgaste que, de modo invariable, viene orquestando la oposición desde el comienzo de su mandato. Asegura que «todo esto no es más que la enésima maniobra desesperada por parte del señor Mosqueira, quien, una vez más, pretende ganar con trampas lo que no ha sido capaz de ganar en las urnas». Del mismo modo, explica que su reciente imputación no le preocupa en absoluto, ya que «como se verá al final, yo nada tengo que ocultar», y añade que continuará en su puesto «peleando y dejándome la piel por mis vecinos, hasta que sean ellos mismos quienes decidan lo contrario». «Mi permanencia en el cargo es un clamor popular», ha declarado.

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—Bueno, pues aquí estamos.

—Sí... Bonito, ¿verdad?

Apreté los labios y miré a mi alrededor. Desde mi posición no podía ver más que un mar de cabezas. La plaza abarrotada de curiosos, visitantes o vecinos, y todos con ganas de jaleo.

—Pues no sabría qué decirte, Mariña... No acabo de entender qué le ves tú de bonito a una concentración masiva de personas, para más complicación recién llegadas desde otro siglo la mayoría de ellas. No siendo el inminente peligro de una avalancha humana, claro...

—¡Oh, venga, Simón! No empieces otra vez, ¿quieres? Tampoco estaría de más que por una vez en tu vida pensaras en positivo.

—¿Pero qué dices? Parece que no me conozcas, Mariña. Yo siempre pienso en positivo.

—¿Ah, sí? —respondió ella arqueando una ceja, escéptica.

—Por supuesto. Lo que pasa es que aquí hay tanta gente que no me queda espacio ni para los buenos pensamientos. Bastante tengo con pensar en que no me roben la cartera.

Y desde luego no estaba mintiendo...

La Puerta del Sol estaba llena de gente, desde la cúpula del Hotel Moderno hasta la cola del Sireno, en lo alto de su pedestal. Un mundo de personas que, como cada primer domingo después del 28 de marzo, se concentraba en la plaza para contemplar la representación popular, el teatrillo que constituía el acto central de la fiesta de la Reconquista, en rememoración de aquel día heroico de 1809 en que los antiguos habitantes de Vigo expulsaron de la ciudad a las tropas napoleónicas.

—Venga, hombre —insistió—, anímate un poco. Y presta atención, no vayamos a cruzarnos con algún conocido y no lo saludemos.

—¿Cruzarnos con algún conocido, dices? —repetí, arqueando las cejas—. A ver, Mariña, lo raro sería no hacerlo. ¿Tú has visto cómo está esto? Por lo poco, aquí debe de estar la población mundial al completo. Un poco de suerte, e igual nos encontramos a la Santa Compaña, a la selección española del Mundial 82 y, quién sabe, puede que hasta nos demos de narices con Elvis, vete tú a saber.

Por muy exagerado que mi comentario le pareciese a ella, tampoco iba tan descaminado. Allí había gente por todas partes, y, a pesar de que la plaza estaba ya de bote en bote, tanto por abajo, desde las calles del Príncipe o de Policarpo Sanz, como por la de Elduayen, en la parte alta de la plaza, el río de gente no dejaba de fluir en dirección a la Puerta del Sol. Tampoco se veía una ventana a la que no hubiera alguien asomado, desde el edificio Simeón hasta el del Moderno, desde la Casa de la Cultura hasta la de Pardo Labarta. Todo el mundo iba vestido de paisano o de época, con un pequeño en brazos, con una hoz de madera, o armados incluso con cacharros que, con mayor o menor fortuna, intentaban replicar antiguas armas del siglo XIX. Con todo, tampoco esta vez estaba Mariña por darme la razón.

—Eres incorregible... Pues mira —señaló apuntando con el mentón hacia el centro de la plaza—, yo ya he encontrado a alguien.

—Vaya, qué sorpresa... —respondí por lo bajo, sin el más mínimo entusiasmo—. ¿Y de quién se trata, si se puede saber?

—De Tristán.

—¿Quién?

—Tristán —repitió, como si solo hubiera un único «Tristán» en todo el planeta y yo tuviera que conocerlo.

Viendo que seguía sin identificar a nadie entre la multitud, Mariña resopló para, justo a continuación, tener la gentileza de concretar un poco más.

—Tristán —aclaró, señalando a un hombre de edad bastante avanzada, unos cuantos metros más allá de donde nosotros estábamos—, el señor Taboada.

—¡Ah, claro, el señor Taboada! —repetí, imitando con grandilocuencia su voz.

Se volvió para observarme.

—No tienes ni idea de quién es, ¿verdad?

—Ni la más remota.

Volví a echarle un nuevo vistazo.

—Me suena el nombre, pero no, no caigo... ¿Quién es, un viejo amante, tal vez? Porque lo de viejo resulta evidente. Ahora, lo de amante...

—¡Oye! —Mariña me reprendió con un puñetazo que quise interpretar como cariñoso—. Venga, va, deja de decir chorradas, y acompáñame, que vamos a saludarlo.

—¿Que te acompañe? —pregunté temiéndome lo peor—. ¿Adónde?

—Ahí —señaló—, ahí delante.

—¿Ahí? —repetí, observando en la dirección en que ella comenzaba a tirar de mí—. ¿Pero tú te has vuelto loca? Por el amor de Dios, Mariña... ¡Si ahí debe de haber un millón de personas, por lo menos!

—Sí, y alguna más también —respondió, despreciando lo sensato de mi apreciación al tiempo que volvía a tirar de mí, esta vez con más fuerza—. Venga, vamos. ¡Y deja de comportarte como un crío, por favor!

Avanzábamos, no sin todas las dificultades del mundo, hacia el lugar en que se encontraba el tal señor Taboada cuando Mariña volvió a detener el paso bruscamente, apenas ya a un par de metros del hombre.

—Espera.

—¿Y ahora qué ocurre, que has cambiado de idea? Pues nada, mujer, damos la vuelta y nos vamos para casa, no te preocupes. Si es lo que tú quieres yo sabré aceptarlo...

—Calla, no seas bobo. Fíjate, creo que no llegamos en un buen momento.

Tenía razón. Un vistazo rápido bastó para comprobar que, en efecto, el momento no era el más indicado para acercarnos al señor Taboada.

Separados por apenas unos centímetros, el hombre al que Mariña se refería como Tristán mantenía una conversación intensa con otra persona, alguien situado de espaldas a nosotros. Desde nuestra posición nada más alcanzábamos a ver que se trataba de alguien alto y más joven que el señor Taboada. Parecía elegante, de esa gente que se viste de manera informal (eso que ahora llaman casual), pero dejando claro en todo momento que aquí los guapos son ellos. En realidad, a primera vista no había mucho en el diálogo entre aquellos dos hombres que llamara de manera especial la atención de la gente que los rodeaba, ajenos a sus palabras. Pero una mirada más atenta delataba enseguida el hierro de la situación. Un gesto casual por parte del tipo alto nos permitió ver que se trataba de alguien notoriamente más joven que Tristán, a quien ahora se dirigía con firmeza. Llevaba el pelo empapado en gomina, peinado hacia atrás, con una maraña de ricitos ridículos cayéndole sobre el pescuezo, y mantenía su frente echada hacia delante y la mirada clavada en los ojos del viejo. Por el contrario, el otro, vestido de manera mucho más discreta y corriente, apenas le devolvía la mirada de vez en cuando, observando con incomodidad a su alrededor la mayor parte del tiempo. Supongo que para compensar esa falta de atención, el más joven mantenía amarrado con fuerza el brazo de su interlocutor, detalle que contribuía a darle un aire más amenazador al cuadro.

Fue precisamente en una de esas miradas alrededor cuando Tristán Taboada reparó en nuestra presencia, todavía inmóviles a unos cuantos metros de ellos. Incómodo, se deshizo de la mano del otro y, con un ademán que a mí me pareció mucho un «¡Vete al carajo!», dio por resuelta la conversación para acercarse a nosotros. Despreciado, el tipo elegante aún le dedicó al viejo una mirada rápida, tan severa como incómoda, antes de echar también él a andar y perderse entre la muchedumbre.

—Hola, Mariña —saludó con cariño al llegar, justo antes de darle un beso; a tan poca distancia, los años se revelaban mucho más evidentes: aquel hombre debía de andar cerca de los ochenta—. Qué alegría más grande verte. ¿Cómo estás, querida?

—Bien, Tristán, bien. ¿Y tú, cómo va todo? —Mariña dejó correr uno o dos segundos para compartir una mirada cómplice con el viejo—. ¿Hay algún problema?

—¿Problema? —repitió él, arrugando un poco la frente; miró hacia atrás, y dejó escapar una sonrisa lánguida al comprender—. Oh, lo dices porque me has visto charlando con este... —se mordió el labio—, con este colega, ¿verdad?

—Sí. Espero que nos disculpes, pero la verdad es que no hemos podido evitar ver como...

—No —despreció con un gesto de la mano—, pierde cuidado. El señor Maceo y yo tan solo estábamos comentando un par de cuestiones referidas a su nuevo cargo. Algo acerca de un asunto en el que somos..., ¿cómo te diría yo? Ligeramente discordantes —respondió, recuperando una sonrisa más flemática que sincera.

—Vaya, ese Maceo... ¿Era Gonzalo Maceo? —preguntó Mariña, observando en la dirección en la que el tipo aquel había desaparecido.

Pero el viejo no respondió. De pronto se quedó mirando a Mariña, sonriendo en silencio al tiempo que entornaba los ojos.

—Oh, claro, por supuesto. Tú... Tú ya lo conoces, ¿no es así?

—No —respondió Mariña secamente.

Tristán se la quedó mirando, extrañado.

—¿No? Ah...

—No personalmente, quiero decir. He leído algo sobre él —puntualizó—, en el periódico, estos días. Por eso deduzco que el cargo al que te refieres será el de nuevo director del Museo Quiñones de León...

—En efecto, querida mía. Ahí lo tienes, recién llegado a la ciudad, como quien dice, y ya enchufado. ¡El nuevo jefazo de Castrelos, qué te parece! Qué asco de política, mi niña... —apuntó el señor Taboada en una mezcla de malestar y resignación—. Pero vaya, no malgastemos el tiempo hablando de asuntos que no valen la pena, pequeña, ¡que hoy es día de fiesta! Mejor es hablar de cosas hermosas. Como, por ejemplo, tú. Qué, ¿acaso tenemos alguna novedad que compartir con un viejo amigo? —preguntó con expresión pícara, posando ahora su mirada en mí.

Esta vez fue Mariña la que sonrió.

—Pues sí, mucho me temo que sí. Tristán, deja que te presente a mi chico: este es Simón Varela.

—Un placer —saludé, tendiéndole la mano.

—Simón es arquitecto.

—¿Ah, sí?

—Sí. Y aquí donde lo ves, si no fuera tan despistado —añadió sin quitarme la vista de encima—, ya habría caído en la cuenta de que tú eres el Cronista Oficial de la ciudad.

Touché.

—¿Usted es...?

—Bueno, eso es lo que van afirmando por ahí las malas lenguas —respondió el viejo volviendo a sonreír—. O por lo menos mientras el alcalde no diga lo contrario. Que en esta ciudad tan llena de curvas y cuestas todo puede ser...

Reconozco que con aquello sí que no contaba. Por eso me sonaba el nombre.

Mi profesión me ha enseñado a valorar y respetar la historia de mi ciudad. Y no hay espejo donde a ella le guste más mirarse que en su propia arquitectura. Todo lo que tenga que ver con su historia, con sus edificios y con su memoria, ha sido siempre de mi mayor interés. Así, en los últimos días no había habido más que una noticia relacionada con la arquitectura local. Una gran noticia. Tal como el alcalde en persona había anunciado en una multitudinaria rueda de prensa celebrada hacía poco más de un mes, uno de los edificios más singulares y emblemáticos del paisaje vigués estaba a punto de ser, por fin, rescatado de la ruina: la Panificadora. Tras más de siete lustros de abandono, llegaba la promesa de un nuevo futuro para el antiguo complejo industrial que, pese a todo, seguía en pie en pleno centro de la ciudad (si bien cada día con más dificultad), en la manzana comprendida entre las calles Falperra, Cachamuíña y Santiago.

Por lo que se había explicado en la misma rueda de prensa, parecía ser que finalmente el ayuntamiento se había decidido a comprar la antigua fábrica de pan para su recuperación. Entre los distintos espacios a los que la restauración daría cobijo, además de un nuevo auditorio, un conjunto de salas de exposiciones, e incluso una nueva Biblioteca Municipal, la antigua fábrica, verdadera joya de la arquitectura industrial gallega inaugurada en el año 1924, también albergaría la sede del nuevo Archivo Municipal, dando por fin solución a la demanda de espacio y medios que tanto tiempo llevaba reclamando su director: el señor Tristán Taboada.

—Pues permita entonces que le dé mi enhorabuena, señor.

El viejo me observó sin comprender.

—¿Por?

—Por el asunto de la Panificadora. Creo que se trata de una noticia estupenda, tanto para la arquitectura de la ciudad como para los vecinos en general.

—Ah, eso... —respondió separando su mano de entre las mías.

Tal vez me equivocara, pero juraría haber detectado cierta incomodidad en su voz. Mariña también lo notó.

—¿Ocurre algo, Tristán?

El anciano volvió a mirar hacia atrás, a sus espaldas.

—No —respondió al fin—, no. No me hagáis caso, nada más es que ese asunto está dándome bastante más trabajo del que esperaba...

—¿Y eso? Yo creía que se trataba de una buena noticia.

—Sí, sí, claro que sí. De hecho, no se imagina usted la de años que hemos pasado peleando por conseguirlo —afirmó mientras recuperaba una sonrisa ligera—. Tan solo es que toda la preparación del traslado me está resultando mucho más complicada de lo que en un principio había pensado, y...

—¿El traslado? —le interrumpí, sorprendido—. ¿No es un poco pronto para eso? Quiero decir, las obras todavía no han hecho más que empezar, apenas unos días atrás. O, vamos, eso es lo que he leído en los periódicos...

—Sí, por supuesto. Pero, como comprenderá usted, ahora que sabemos que ya no hay marcha atrás, cuanto antes empecemos a trabajar, mejor. El Archivo Municipal tiene un volumen más que considerable, por lo que su traslado requiere tiempo. Mucho tiempo, y aún más organización. Al fin y al cabo, nunca sabe uno lo que puede acabar encontrándose al revolver en esas viejas cajas...

Se quedó callado por un instante, la mirada perdida en el suelo.

—Pero sí —nos confirmó al cabo de un rato, dibujando nuevamente una sonrisa en su cara—, claro que es una buena noticia. Para todos...

—¡Bibliotecario!

Alguien gritaba frente a nosotros. Esta vez fuimos Mariña y yo los que buscamos a las espaldas del señor Taboada, mientras él, que ya había reconocido la voz, dejaba correr una mirada resignada, de nuevo el gesto incómodo en su expresión. Por el mismo lugar por donde había llegado la llamada se nos acercaba ahora una estrafalaria comitiva. Una pareja de soldados napoleónicos escoltaban a un tercer hombre, también enfundado en traje de época.

—¡Bibliotecario! —repitió el tipo vestido de paisano del XIX, en casaca negra, chaleco azul, y cubierto por un sombrero gigantesco—. Por fin te encuentro, hombre. No sabes el tiempo que llevo buscándote. ¿Se puede saber dónde demonios te metes?

Tristán Taboada dejó escapar un suspiro sumiso.

—Hola, alcalde.

Tengo que admitir que hasta ese momento no había caído en la cuenta de que era él. ¿Cómo reconocerlo, vestido de semejante guisa, y casi por completo oculto bajo un sombrero que bien podría ser recalificado como suelo urbanizable? Pero luego comprendí. Caracterizado como Vázquez Varela, regidor de la villa en tiempos de la ocupación francesa, César Escudeiro, actual alcalde de la ciudad, acababa de hacer su entrada en nuestro pequeño foro.

—¿Qué puñetas haces, Tristán? ¿Es que ya no recuerdas que tenemos trabajo que hacer?

—Por supuesto que sí —respondió sin demasiado entusiasmo—. Tan solo estaba aquí, charlando un rato con unos buenos amigos.

No fue hasta ese momento que el alcalde reparó en nuestra presencia.

—¿Unos amigos, dices? —preguntó, mudando el tono reprobatorio con el que hasta entonces se había dirigido al señor Taboada por uno mucho más zalamero—. ¡Ah, pues si son amigos tuyos, entonces también son amigos míos! ¿A quién tengo el gusto de saludar, señorita? —volvió a preguntar al tiempo que tomaba la mano de Mariña entre las suyas, inclinándose ligeramente ante ella.

—Esta es Mariña Dafonte, César. La hija de la difunta doña Isabel Llobet.

—Ah, por supuesto... —afectó su expresión el alcalde—. En su momento lamentamos profundamente la pérdida de su madre, señorita. Doña Isabel era una de las mujeres más queridas, admiradas y respetadas de nuestra ciudad.

—Gracias —respondió secamente Mariña, retirándole la mano.

—No hay de qué. Sepa que si hay algo en lo que yo le pueda servir no tiene más que pedirlo. ¿Y usted —preguntó observándome ahora a mí—, usted es...?

—Simón Varela, arquitecto —respondí estrechando con fuerza la mano del alcalde—. Mi madre ya murió hace mucho tiempo, pero por mí no se prive: puede usted servirme en todo cuanto le plazca siempre que le plazca, que yo estaré encantado. Nada más tiene que pedirlo, ya sabe.

—Disculpe... —respondió desconcertado—, ¿cómo dice?

Sonreí.

—Nada —respondí, desechando la chanza—. Comentábamos con el señor Taboada la buena noticia de la Panificadora.

—Ah —sonrió también él—, ese tema...

Al momento comprendí que, esta vez sí, mi comentario había acertado de lleno en la satisfacción del alcalde. Por un segundo incluso tuve la sensación de que estuviera sacando pecho, hinchado por el mayor de los orgullos.

—Sí —continuó—, por supuesto que es una buena noticia. Créame, el asunto de la Panificadora era un verdadero clamor ciudadano.

—Hombre, tanto como un clamor...

—¡Un clamor, caballero, se lo digo yo! Por fin, su recuperación será un lujo para todos los vecinos. Un lujo —matizó, con esa mezcla de suficiencia y pedantería que tantas otras veces le había visto exhibir en público— que siempre les ha pertenecido, por supuesto...

—Claro, claro...

—Pues ya que me sacan ustedes el tema —continuó, igual de orgulloso pero con un poco más de arrogancia—, les diré que esa no es la única novedad que tengo para compartir con mis vecinos. Y más en un día tan especial como este. ¿Verdad, bibliotecario?

Pero el señor Taboada, a quien el alcalde se empeñaba en llamar «bibliotecario», no respondió. Se limitó a dejar correr un mohín incómodo. En su lugar, fue Mariña la que habló.

—¿Más novedades? Caramba, señor alcalde, hay que ver... ¡Está usted que no para! —Su voz sonaba cargada de cinismo—. Primero su imputación en la Operación Ganso, luego la moción de censura... Me pregunto qué será lo siguiente.

Sabía que el alcalde nunca había sido santo de especial devoción para Mariña, pero, vaya, pensé que aquello era tenerlos muy bien puestos.

—Sí, todos estamos al día de la actualidad local..., ¿verdad, señorita?

Si realmente fuera cierto eso de que las miradas matan, Mariña habría necesitado reanimación asistida allí mismo.

—Pero sucede —continuó— que hoy no es día para tratar cierto tipo de temas, amiga mía, sino para que hablemos de la Reconquista. De manera que ahora, si me disculpan, tengo un discurso que pronunciar.

Mariña frunció el ceño.

—¿Usted? —preguntó extrañada, indiferente al desaire del alcalde—. ¿Va a pronunciar usted el discurso del Vázquez Varela?

—Así es —confirmó soberbio el regidor—. ¿O qué se cree, que voy vestido de esta guisa porque no he encontrado a tiempo mi ropa de los domingos?

—Pero... No lo entiendo —dijo desconcertada—, de ese parlamento siempre se encarga uno de los actores.

—Este año, no —respondió tajante el alcalde—. Este año tengo una noticia muy importante que compartir con mis vecinos. Y todo gracias al buen hacer de nuestro común amigo el señor Taboada. ¿No es así, bibliotecario?

—Alcalde, yo no creo que...

—Una noticia —siguió el señor Escudeiro, ignorando por completo el comentario del cronista— que cambiará para siempre nuestra concepción acerca del verdadero significado de la Reconquista.

—César —insistió Tristán—, debo advertírtelo una vez más. Yo no estoy de acuerdo con esto. Te dije que todavía no era nada seguro, y tú sabes de sobra que las consecuencias podrían ser muy serias. De no estar en lo cierto, estaríamos cometiendo un error irreparable.

Esta vez fue al viejo Taboada a quien el alcalde fulminó con la mirada. Por completo contrariado, todavía tuvo tiempo de dedicarnos un vistazo rápido, tan incómodo como furioso, antes de agarrar por el brazo al viejo erudito y ponerse los dos de espaldas a nosotros.

Pese a lo bajo de la voz con la que el alcalde se dirigía a Tristán, la corta distancia que los separaba de nosotros hacía imposible no oír la conversación.

—Escucha, bibliotecario, y escúchame bien, porque esta es la última vez que te lo repito. —César Escudeiro hablaba con rabia, mordiendo cada una de las palabras que salían por su boca—. Ese hijo de puta me ha declarado la guerra, ¿lo entiendes? ¡La jodida guerra! Lleva años tocándome los cojones, pero lo tiene crudo si cree que con esto puede acabar conmigo.

—Pero César...

—¡Ni peros ni hostias, Taboada! Al fin y al cabo ese soplagaitas no es más que un meapilas, así que si quiere jugar sucio, ahí será donde le demos. Donde más le duele. Y para eso te necesito aquí, conmigo. ¿Quieres que te haga un jodido plano, o te queda claro ya?

Intimidado, el señor Taboada no hizo más que asentir en silencio.

—Más te vale —concluyó el alcalde—. Te recuerdo que en esta historia todos tenemos mucho que perder. ¿Estamos? Pues venga, andando.

Se giró ligeramente, de nuevo hacia nosotros. Y, para nuestra grandísima sorpresa, el rostro del alcalde volvía a lucir ahora la mayor de las cordialidades, sin rastro de toda aquella furia que, apenas un segundo atrás, empapaba cada una de las palabras que escupía en la oreja del anciano.

—Señorita, caballero, si nos disculpan...

—Claro, por supuesto... —respondí, todavía sin salir de mi asombro.

—Pero, por favor —añadió, volviendo a girarse una vez más—, ustedes no se vayan: quédense aquí y, si prestan atención, verán como hoy cambia para siempre la historia de nuestra ciudad. Nos vamos, bibliotecario.

Los dos hombres echaron a andar, con aquella pareja de soldados franceses, supongo que en realidad escoltas del alcalde, abriéndoles paso entre la multitud. Consciente de que algo iba mal, Mariña intentó una última comunicación con el viejo, antes de que este se perdiera entre la gente.

—¡Tristán!

El señor Taboada giró la cabeza, y todavía alcanzó a responder:

—No te preocupes, no pasa nada. Enseguida estoy con vosotros.

Y desapareció, sumergido en el mar de cabezas, en dirección al escenario en medio de la plaza.

Apenas tuvimos tiempo de intercambiar tres o cuatro miradas desconcertadas, sin saber muy bien ni qué decir ni mucho menos qué demonios había sucedido, cuando sentimos que la gente comenzaba a gritar y aplaudir. César Escudeiro acababa de aparecer en el centro del escenario. Estaba rodeado por los miembros de la compañía que montaba el teatrillo de la Reconquista, en realidad vecinos todos del Casco Vello de la ciudad, que ahora, como siempre, se preparaban para representar los mismos papeles que cada uno de ellos llevaba interpretando año tras año. Allí estaba el heroico Cachamuíña; el gordo e incompetente comandante Chalot; Almeida, el teniente portugués; la hermosa Aurora; el valiente Carolo... Todos, excepto el vecino que siempre interpretaba a Vázquez Varela. En su lugar, esta vez estaba él: en el centro del escenario, rodeado por todos los demás, el alcalde aguardaba en pie. Un pequeño emperador, visiblemente orgulloso de la acogida que su propia puesta en escena suscitaba entre el populacho. César Escudeiro, el actual alcalde, convertido en Vázquez Varela, el histórico regidor. En segundo plano, un par de metros más atrás, Tristán Taboada, intentando disimular el malestar que todo aquello le producía. Sin demasiado éxito, la verdad. Llevaba la incomodidad escrita en la cara, y yo hubiera apostado lo que fuera a que habría preferido estar en el mismísimo infierno antes que allí, en aquel escenario, ante la mirada atenta de los millares de personas que abarrotaban la Puerta del Sol.

—¡Vecinos!

Como si hubieran estado esperando algún tipo de señal por fin recibida, toda la plaza explotó en una voz atronadora.

—Mira —le dije a Mariña, intentando que mi voz sonara sobre el estruendo a nuestro alrededor—, esto sí que es un clamor...

El sonido de los gritos y de los aplausos fue a mezclarse con el explotar de los tambores, los petardos y los disparos de fogueo con los que toda la gente vestida de época respondía a la llamada de su alcalde, confundiéndolo todo, llamada y respuesta, en un jaleo ensordecedor. Como el gran caudillo que en ese momento sentía que era, el alcalde alzó los brazos y así los mantuvo, inmóviles en el aire, pidiendo silencio desde la más autocomplaciente de las sonrisas.

—¡Buenas tardes, vecinos!

Todavía continuó el griterío un poco más hasta que, poco a poco, el nivel de decibelios empezó bajar. Sintiendo que por fin era ya el dueño de toda la atención, César Escudeiro comenzó a hablar:

—¡Buenas tard

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