Título original: Medici. Una famiglia al potere
Traducción: Natalia Fernández
1.ª edición: junio, 2017
© 2017 by Matteo Strukul, Newton Compton 2016
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-761-0
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A Silvia
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
FEBRERO DE 1429
1. Santa Maria del Fiore
2. Muerte de Giovanni de Médici
3. In cauda venenum
4. Las últimas voluntades
5. Rinaldo degli Albizzi
6. La perfumista
7. La fe y el hierro
AGOSTO DE 1430
8. Una conversación importante
9. El campo de batalla
10. El honor de la sangre
11. Triunfo
12. El campamento
13. Cosimo y Francesco
14. El acuerdo
SEPTIEMBRE DE 1430
15. La peste
16. Carros llenos de muertos
17. Una discusión nocturna
ABRIL DE 1431
18. Nobles y plebeyos
19. La pesadilla
20. Muerte de Niccolò da Uzzano
ABRIL DE 1433
21. Las últimas palabras
22. Filippo Brunelleschi
SEPTIEMBRE DE 1433
23. La acusación
24. Contessina
25. Belleza cruel
26. Los pormenores de un plan
27. Nocturno de fuego y sangre
OCTUBRE DE 1433
28. Cambiar el curso de los astros
29. La conjura
30. Reinhardt Schwartz
31. Farganaccio
32. La sentencia
ENERO DE 1434
33. Venecia
34. El accidente
35. Muerte en Venecia
36. La dama roja
SEPTIEMBRE DE 143
37. Plaza de San Pulinari
38. Las fuerzas de las partes se invierten
SEPTIEMBRE DE 1436
39. Filippo Maria Visconti
40. La cúpula terminada
41. Hacia una nueva guerra
42. Venenos y triunfos
FEBRERO DE 1439
43. Una elección difícil
44. El arzobispo de Nicea
45. Consejo de guerra
JULIO DE 1439
46. El encuentro de las Iglesias
47. La confesión
JUNIO DE 1440
48. Hacia el campo de batalla
49. Ponte delle Forche
50. El duelo
51. Vergüenza
JULIO DE 1440
52. El ahorcamiento
53. Piedad y venganza
54. Muerte de Lorenzo
SEPTIEMBRE DE 1453
55. Dulces esperanzas
Nota del autor
Agradecimientos
FEBRERO DE 1429
1
Santa Maria del Fiore
Alzó los ojos hacia el cielo. Parecían polvo de lapislázuli. Por un instante sintió que le subía el vértigo y se le agitaban los pensamientos. Luego, bajó los ojos y echó un vistazo a su alrededor. Vio a los albañiles que preparaban el mortero, mezclando la cal con la arena clara del Arno. Algunos de ellos estaban encaramados en paredes medianeras tomando un desayuno rápido. Trabajaban en turnos agotadores; incluso a menudo pasaban allá semanas enteras y dormían entre andamios de madera, placas de mármol, ladrillos y escombros.
A más de un centenar de brazas del suelo.
Cosimo se deslizó entre los puentecillos de madera: parecían los dientes negros y afilados de una criatura fantástica. Avanzó poniendo mucho cuidado en no pisar en falso. Aquella visión de una ciudad sobre la ciudad lo fascinaba al tiempo que lo dejaba aturdido.
Casi a la vez llegaba a la base de la cúpula en construcción lo que arquitectos y maestros de obra llamaban el tambor. La mirada huía a través de la estructura: en la plaza subyacente, el pueblo de Florencia miraba Santa Maria del Fiore con los ojos de par en par. Cardadores, comerciantes, carniceros, granjeros, prostitutas, hospederos y viajeros: todos parecían elevar una silenciosa plegaria para que el diseño de Filippo Brunelleschi se ejecutara de una vez. Aquella cúpula, que tanto habían esperado, finalmente tomaba forma, y en el logro de tal empresa parecía tener que ver aquel orfebre. Cosimo lo vio vagar como alma en pena entre las pilas de materiales y las columnas de ladrillo, con la mente absorta, casi ausente, y, sin embargo, asaltada por quién sabe cuántos cálculos. El rostro, iluminado por unos ojos tan claros que parecían gotas de alabastro brillantes sobre la piel blanca y salpicada de todo tipo de colores y materiales.
El canto de los martillos lo despertó de aquel enésimo momento de desorientación. Los herreros estaban trabajando. El aire recogía las mil voces de sugerencias e instrucciones. Cosimo inspiró largamente; luego dirigió la mirada hacia abajo, a los pies del octógono. El gigantesco cabrestante concebido por Filippo Brunelleschi giraba sobre sí mismo sin cesar. Los dos bueyes encadenados caminaban plácidamente en un círculo mudo. Avanzaban dando vueltas guiados por un muchacho joven y con aquel movimiento de rotación ponían en funcionamiento ruedas dentadas y engranajes colocados en el tambor del cabrestante, de manera que levantaban bloques de piedra con su peso infinito y los elevaban a alturas que nunca hubieran alcanzado con otro procedimiento.
Brunelleschi había ideado máquinas increíbles; las había diseñado, había llamado a los mejores artesanos y, haciendo trabajar sin descanso a sus obreros, había logrado en un tiempo mínimo un arsenal entero de maravillas que permitían levantar y colocar en puntos precisos losas de mármol y partes de la estructura de madera de los andamios, decenas de sacos de arena y mortero.
Cosimo habría querido gritar para liberar toda la alegría y satisfacción al ver el ritmo admirable con que avanzaban las obras. Nadie había logrado imaginar una cúpula para la planta octogonal de la tribuna, ¡nadie! Sesenta y dos brazas de longitud eran una infinidad y Filippo había diseñado una cúpula con una arcada superior a esa medida, sin la ayuda de ningún soporte visible. Nada de contrafuertes externos ni arcos de madera incorporados en la estructura, como había propuesto su antecesor Neri di Fioravanti. Había dejado con la boca abierta a los de la Obra de la Catedral, que se habían encargado de la ejecución de la cúpula.
Brunelleschi era un genio o un loco. O tal vez las dos cosas. ¡Y los Médici habían asumido ese genio y esa locura! Cosimo, el primero. Sonrió por aquella audacia y reflexionó sobre el significado que tal objetivo tendría no solamente para la ciudad, sino para su persona. A juzgar por lo que sucedía allí arriba, había que estarse quieto, especialmente viendo aquel astillero en continuo crecimiento, una especie de Torre de Babel enloquecida que contaba entre plataformas y andamios una infinita masa de artesanos: carreteros, albañiles, cordeleros, herreros y también posaderos, vendedores de vino e, incluso, un cocinero con un horno para cocer el pan que se servía, durante las pausas, a los trabajadores. Algunos de ellos estaban encaramados a los andamios de madera, otros trabajaban sobre las tarimas de mimbre que, alzadas sobre los tejados de alrededor, casi daban la sensación de ser nidos de pájaros, como si los hombres hubieran pedido ayuda a las cigüeñas para llevar a cabo aquella empresa titánica.
—¿Qué pensáis, señor Cosimo?
La voz delgada, pero firme, era la de Filippo.
Cosimo se dio la vuelta y se lo encontró delante, flaco como un fantasma, con los ojos saltones. Llevaba una túnica roja y nada más. La mirada líquida, una mezcla de orgullo y hostilidad que certificaban su carácter rebelde y violento que, de repente, se dulcificaba cuando se hallaba ante un espíritu grande.
Cosimo no sabía si pertenecía o no a ese grupo, pero lo que estaba claro es que era el primogénito de Giovanni de Médici, fundador de la familia que había contribuido sin reservas a la financiación y a la realización de la obra y que había dado el apoyo más importante a la candidatura de Brunelleschi.
—Magnífico, Filippo, magnífico. —Su boca estaba preparada para poner voz a la incredulidad que albergaban sus ojos—. No esperaba ver un avance similar.
—Estamos muy lejos de acabar; eso quiero dejarlo claro. Lo que más cuenta, señor, es que se me deje trabajar.
—Mientras estén los Médici entre los primeros mecenas de esta maravilla, no tienes nada que temer. En esto tienes mi palabra, Filippo. Hemos comenzado juntos y juntos terminaremos.
Brunelleschi hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Intentaré completar la cúpula según los cánones clásicos, como estaba proyectado.
—No tengo ninguna duda, amigo mío.
Mientras hablaba con Cosimo, la mirada de Filippo se dispersaba en mil direcciones: hacia los albañiles que preparaban el mortero y ponían los ladrillos uno sobre otro y, luego, hacia los herreros que martilleaban sin descanso y hasta los carreteros que transportaban en carros sacos de mortero abajo a la plaza. Con la mano izquierda estrujaba una hoja de pergamino en la que había dibujado uno de tantos bocetos. En la derecha, un cincel. Quién sabe qué pretendía hacer con él.
Pero daba lo mismo.
Después, tal como había aparecido, Brunelleschi se despidió haciendo un gesto con la cabeza y desapareció entre las vigas de madera y las estructuras de la cúpula interna, engullido por aquella obra colosal e inquietante, temblorosa de energía y rebosante de vida. A Cosimo solamente le quedaba la visión imponente de los arcos de madera entre las voces que resonaban a su alrededor al subir la enésima carga, izada con el cabrestante.
De pronto oyó una voz áspera lacerando el aire.
—¡Cosimo!
Se dio la vuelta, apoyándose en el andamio, y vio a su hermano Lorenzo avanzar en su dirección.
No tuvo siquiera tiempo de saludarlo.
—Nuestro padre, Cosimo, nuestro padre se muere.
2
Muerte de Giovanni de Médici
En cuanto entró, Contessina se reunió con él, con sus bellos ojos oscuros anegados de lágrimas. Llevaba un vestido simple, negro, y un fino velo, casi impalpable.
—Cosimo... —murmuró. No fue capaz de decir nada más, como si todas sus fuerzas estuvieran concentradas en detener el llanto. Quería ser fuerte para su amado esposo. Y le salió bien. Él la estrechó en un abrazo.
Un instante después, ella se deshizo del abrazo.
—Ve con él —le dijo—; te está esperando.
Se volvió hacia Lorenzo y, por primera vez en ese día, lo miró de verdad a la cara. Su hermano lo había seguido desde que habían bajado del andamio para llegar a los pies de la catedral de Santa Maria del Fiore y, a una velocidad vertiginosa, a la Via Larga, en la que despuntaba el tejado del Palacio de los Médici.
Castigaba los labios con sus dientes blancos. Cosimo se dio cuenta de lo abatido que estaba. De una belleza que parecía, por lo general, impermeable a la fatiga, en aquel momento tenía el rostro contraído y los ojos verdes y profundos estaban cercados de negro. «Tenía que haber reposado», pensó. En los últimos días, desde que su padre había acusado la enfermedad, Lorenzo había supervisado con mayor ahínco, si cabe, los asuntos del Banco, trabajando sin cesar. Hombre de acción y pragmático, menos dotado para el arte y las letras pero, ciertamente, de ingenio rápido y vivaz, su hermano era de los que, en caso de necesidad, estaba preparado para hacerse cargo de todas las angustias y cargas familiares. Cosimo, en cambio, junto con algunos representantes de la Obra de la Catedral, se había dedicado al control y la verificación del estado de los trabajos en la cúpula de Santa Maria del Fiore. A él le habían sido confiadas, en familia, la estrategia y la política, y ambas pasaban, en gran medida, por la magnificencia del mecenazgo y del arte. Y aunque el comité para la realización de la cúpula era plural y formalmente se refería solo a la Obra, no había en Florencia nadie que no supiera hasta qué punto Cosimo había apoyado e impulsado la candidatura, que luego resultó ganadora, de Filippo Brunelleschi. Siempre había sido él quien gestionaba, mayormente, las arcas familiares para la realización de esa maravilla que se estaba construyendo.
Cosimo abrazó a su hermano.
Después entró.
La habitación estaba llena de brocados oscuros. Habían retirado las cortinas de las ventanas de modo que todo el ambiente quedara inmerso en una luz débil, casi evanescente. Los candelabros de oro salpicaban la estancia. El olor a cera hacía que el aire fuera irrespirable.
Cuando vio a su padre, con los ojos ya apagados y suavizados por la muerte, Cosimo comprendió que no había nada que hacer.
Giovanni de Médici, el hombre que había llevado la familia al peldaño más alto de la ciudad, estaba abandonándolo. Su rostro, tan firme y decidido, parecía repentinamente encapotado con un impalpable y gris velo de debilidad, una sombra de consciente renuncia que lo convertía en una frágil imitación del hombre que había sido. Esa visión golpeó a Cosimo más que cualquier otra cosa. Le parecía imposible que a Giovanni, fuerte y decidido hasta hacía pocos días, pudiera devorarlo la fiebre de una manera tan agresiva y violenta.
Vio que su madre estaba a su lado, sosteniéndole la mano entre las suyas. Piccarda tenía un rostro aún hermoso, aunque ahora esa compuesta hermosura estaba hecha pedazos: las largas pestañas negras, perladas de lágrimas, los labios apretados cerrando una boca roja como el filo de un puñal ensangrentado.
Murmuró su nombre y luego se calló, porque cualquier palabra habría resultado inútil. Cosimo volvió la mirada a su padre y pensó de nuevo en aquella enfermedad, que se manifestó de repente, sin ninguna causa aparente. Al posar por fin los ojos en él, como si hasta entonces no se hubiera dado cuenta de que su hijo había entrado en la habitación, Giovanni tuvo un destello de viveza. Si bien estaba físicamente minado, no tenía intención de rendirse. En ese preciso momento, el estado de ánimo que siempre lo había distinguido del resto lo obligó a reaccionar, quizá por última vez. Logró incorporarse sobre los codos y sentarse en la cama, jadeando entre los almohadones de pluma que las manos amorosas de Piccarda habían dispuesto para que estuviera más cómodo. Alejó a la mujer con un gesto desdeñoso de enojo y le hizo una seña a Cosimo para que se acercara a la cabecera.
Aunque había vuelto a prometerse a sí mismo que sería fuerte cuando llegara el momento, Cosimo no fue capaz de contener las lágrimas. Luego se avergonzó de aquella debilidad y se enjugó los ojos con el dorso de la mano derecha.
Se aproximó a su padre.
Giovanni tenía una última cosa que decirle antes de irse. Extendió las manos hacia él mientras Cosimo lo aferraba por los hombros. Clavó los ojos oscuros en los de su hijo. Brillaban como botones de ónice en el reflejo de la luz trémula de las velas que proyectaban destellos en la habitación ahogada en la penumbra. La voz del patriarca salió ronca y triste como el agua de un pozo.
—Hijo mío —murmuró—, prométeme que harás todo para comportarte con sobriedad en la escena política; que vivirás con moderación; como un simple florentino. Y que, no obstante, no dejarás de actuar con firmeza cuando sea necesario.
Las palabras fueron un río, aunque vertidas de manera limpia, pronunciadas con los últimos vestigios de vida que Giovanni pudo encontrar en aquel instante supremo.
Cosimo lo miró, perdiéndose en las pupilas oscuras y brillantes del padre.
—Prométemelo —le instó Giovanni con postrero fervor.
Los ojos penetrantes casi sometían a los del hijo y la curva de la boca dibujaba una expresión llena de fuerza y gravedad.
—Lo prometo —respondió Cosimo, con la voz quebrada por la emoción, pero sin vacilar.
—Ahora puedo morir feliz.
Según lo decía, Giovanni cerró los ojos. El rostro se le distendió, finalmente, puesto que había esperado demasiado en su duelo contra la muerte a fin de poder pronunciar esas palabras a su adorado hijo.
Expresaban todo aquello que él había sido: su devoción hacia la ciudad y su pueblo, la mesura y la discreción, sin ostentación de riqueza y de abundancia de medios, y, naturalmente, también su implacable y obstinada capacidad de decisión.
La mano se enfrió y Piccarda estalló en llanto.
Giovanni de Médici había muerto.
Cosimo abrazó a su madre. La sintió frágil e indefensa. Las lágrimas le humedecían el rostro. Entonces, mientras le susurraba que fuera fuerte, se deshizo del abrazo y se acercó a su padre para cerrarle los párpados y apagar para siempre aquella mirada que había animado la vida.
Lorenzo ordenó llamar al cura para que oficiase el último rito.
Después, cuando Cosimo salía de la habitación, lo alcanzó. Dudó un momento antes de hablar, por miedo a molestarlo, pero Cosimo le hizo una seña con la cara dándole a entender que estaba listo para escucharlo.
—Habla —le dijo—. ¿De qué se trata que no puede esperar?
—A decir verdad —comenzó Lorenzo—, tiene que ver con nuestro padre.
Cosimo levantó una ceja.
—Sospecho que alguien lo ha envenenado —dijo Lorenzo con los dientes apretados.
Aquella repentina revelación lo golpeó con la fuerza de un mazazo.
—¿Qué dices? ¿Cómo puedes hacer una afirmación de ese estilo? —Mientras pronunciaba aquellas palabras agarraba a Lorenzo por el cuello.
Su hermano había previsto una reacción como aquella y le sujetó las muñecas.
—Aquí, no —exclamó con voz ahogada.
Cosimo entendió inmediatamente. Estaba comportándose como un perfecto idiota.
Dejó caer los brazos a los lados.
—Salgamos. —No añadió nada más.
3
In cauda venenum
En el jardín el aire todavía era frío.
Era veinte de febrero y, a pesar de que no faltaba tanto para la primavera, el cielo parecía no querer privarse de su tinta color estaño, al tiempo que un viento gélido soplaba un hálito de muerte sobre el Palacio de los Médici.
El chorro de la fuente, en el centro del hortus conclusus, fluía gélido, rebotando plateado en la fontana. En la superficie del agua afloraban carámbanos de hielo.
—¿Te das cuenta de lo que dices?
Cosimo estaba furioso. No solo estaba trastornado porque acababa de perder a su padre de esa manera, sino que ahora tenía que afrontar las vulgares trampas de una conspiración. ¿Qué más quería? Su padre era un hombre poderoso y, con los años, se había hecho muchos enemigos, sin contar con que Florencia era lo que era: por un lado la esencia misma de la magnificencia y del poder, y, por otro, un nido de serpientes y traidores, donde las familias más poderosas, ciertamente, no habían visto con buenos ojos el ascenso de un hombre que, rozando la veintena, había logrado construir un imperio financiero y había abierto bancos no solo en Florencia, sino en Roma y en Venecia. Peor aún: su padre no había querido nunca renegar de sus raíces populares y, lejos de establecer su casa donde las familias nobles, había elegido quedarse con la gente común, cuidándose mucho de no ocupar cargos políticos. Las veces en las que había entrado en el Palacio de la Señoría se podían contar con los dedos de una mano.
Cosimo negó sacudiendo la cabeza. En el fondo de su corazón percibía claramente las buenas razones que le asistían a Lorenzo; pero si las cosas estaban como él decía, ¿quién podía haber cometido un delito semejante? Y, sobre todo, ¿cómo había podido llegar el veneno hasta la mesa de su padre? Buscó con sus profundos ojos negros los del hermano, claros y vivos. Su mirada sugería mil preguntas y dejó que se deslizara por un momento por la suya, para obligarlo a hablar.
—Me he preguntado si hacía bien diciéndotelo, puesto que lo que tengo hasta ahora son, sobre todo, sospechas —continuó Lorenzo—. Solo tengo una prueba de tales afirmaciones. Pero la muerte de nuestro padre ha sido tan repentina que me deja más de una duda.
—Sobre ese punto tienes toda la razón. Pero ¿cómo puede haber ocurrido? —preguntó Cosimo, exasperado—. Ese veneno, si es verdad lo que dices, tiene que haberlo traído alguien de casa. Nuestro padre no ha salido recientemente y, aunque así fuera, lo cierto es que no consumió ni alimentos ni bebidas fuera de aquí.
—Me doy cuenta. Por eso tengo una sospecha, como acabo de decirte. Por otro lado, enemigos no le faltaban. Y entonces, cuando pensaba que todo era una locura urdida por mi mente, he encontrado esto.
Entre sus manos Lorenzo hizo aparecer un racimo de bayas de color oscuro. Eran preciosas y parecían perlas negras: seductoras e irresistibles.
Cosimo no entendía nada; su mirada traslucía interrogantes.
—Belladona —dijo Lorenzo—. Es una planta de flores oscuras y frutos venenosos. Se encuentra en los campos, con frecuencia cerca de antiguas ruinas. Lo cierto es que he encontrado este pequeño racimo aquí, en nuestra casa.
Cosimo quedó consternado ante aquella revelación.
—¿Te das cuenta de lo que dices? Si es así, quiere decir que alguien en esta casa trama algo contra nuestra familia.
—Razón de más para no pasar por alto ninguna sospecha.
—Ya —convino Cosimo—. Estoy absolutamente de acuerdo, pero esto no nos impedirá llegar al meollo de este asunto que, de revelarse cierto, añadiría tragedia a la muerte. Espero que lo nuestro sean solo elucubraciones, porque si no fuera así, Lorenzo, te juro que mataré al responsable con mis propias manos.
Cosimo suspiró. Sintió que aquellas estúpidas amenazas sonaban vacías y que le transmitían un sentimiento de impotencia y frustración que casi no era capaz de retener.
—No debe de ser difícil hacerse con un veneno como ese, ¿no crees? En una ciudad como Florencia... —preguntó, no sin preocupación, puesto que era bien amargo constatar lo fácil que era atentar contra la vida de cualquiera en esa ciudad. Y con lo que era probable que heredase, de ahí en adelante tenía que estar doblemente atento.
—Cualquier buen boticario puede conseguir este tipo de substancias y preparar algún medicamento o alguna poción.
Cosimo dejó que su mirada se extendiera por el jardín a su alrededor. Estaba desnudo y gris, igual que la mañana invernal. Las plantas trepadoras formaban sobre los muros telas de araña oscuras e inquietantes.
—De acuerdo —dijo entonces—. Haremos lo siguiente: tú serás el que esté sobre la pista del envenenamiento; en casa no diremos nada. Alimenta tus sospechas, dales forma. Si de verdad hay un hombre que ha asesinado a nuestro padre, entonces quiero mirarlo a los ojos.
—Lo haré, no tendré paz hasta que el rostro de esa serpiente tenga nombre.
—¡Que así sea! Ahora regresemos.
Lorenzo asintió.
Tras decirlo volvieron a casa, con el negro presentimiento de aquella revelación abrumando sus corazones.
4
Las últimas voluntades
En esos días tuvo lugar el velorio.
Los representantes de las familias principales de Florencia acudieron a rendirle homenaje a Giovanni. Hasta aquellos que en vida lo habían considerado un enemigo acérrimo. Entre ellos, naturalmente, estaban los Albizzi, que desde siempre habían capitaneado Florencia. Rinaldo había llegado con aquella mirada suya llena de desdén y arrogancia. Sin embargo, no pudo evitar esa visita. Durante dos días, el Palacio de los Médici había sido un desfile de personalidades.
Ahora que todo había acabado y que los funerales se habían celebrado de manera espléndida pero comedida, Cosimo, Lorenzo y sus mujeres se encontraban en uno de los grandes salones del palacio para oír las últimas voluntades de Giovanni.
Ilarione de Bardi, el hombre de confianza de la familia, en el que Giovanni depositaba toda su confianza, acababa de romper los lacres y se aprestaba a dar lectura a las últimas voluntades de Giovanni. Lorenzo tenía el rostro ceñudo. Parecía absorto en sus pensamientos. Seguro, pensaba Cosimo, que estaba progresando en sus investigaciones. Pronto hablarían para analizar los avances que hubiera hecho. Entretanto, Ilarione había comenzado la lectura.
—«Hijos míos y únicos herederos: no he considerado necesario escribir testamento porque hace muchos años que ya os he nombrado directores del Banco teniéndoos a mi lado para todo lo concerniente a la administración y a la actividad general. Sé perfectamente que he vivido todo el tiempo que Dios ha tenido a bien, en su bondad de querer asignar el día de mi nacimiento, y creo que no me equivoco al decir que muero contento, porque os dejo con bienestar, con salud y, ciertamente, capaces de vivir en Florencia con el honor y la dignidad que os conviene y confortados con la amistad de mucha gente. Siento que puedo decir que la muerte no me resulta grave porque, de manera inequívoca y clara, tengo conciencia de que nunca he ofendido a nadie. Aun más, siempre que me fue posible hice el bien a cuantos lo necesitaban; y os exhorto a hacer lo mismo. Si queréis vivir seguros y ser respetados, os recomiendo observar las leyes y no escamotear nada de lo que debáis a otros, puesto que si no lo hacéis así, estaréis lejos de evitar que se susciten en torno a vosotros envidias y peligros. Os digo esto porque debéis recordar que vuestra libertad acaba donde empieza la de los otros y porque lo que incita al odio no es lo que se le da a un hombre, sino lo que se le quita. Tened, pues, cuidado en vuestros asuntos, ya que de ese modo recibiréis mucho más de todos aquellos que, ávidos y deseosos de apropiarse del patrimonio ajeno, acaban por liquidar el propio y se encuentran al final en una vida sumida en la desolación y el afán. De ahí que siguiendo esas pocas reglas de sentido común estoy seguro de que, a pesar de los enemigos, las derrotas y las desilusiones que de todas maneras afectan a la vida de cada uno de nosotros, he logrado preservar mi reputación intacta en esta ciudad y, cuando fue posible, incluso la hice crecer. No tengo duda de que si seguís estos pocos y simples consejos, también mantendréis y aumentaréis la vuestra. Sin embargo, si os empeñáis en comportaros de otro modo, entonces, con toda certeza, predigo que vuestro fin será uno solo, que no puede ser más que el de los que se han arruinado a sí mismos y han empujado a su propia familia a indescriptibles desventuras. Hijos, os bendigo.»
Ahí la voz de Ilarione se interrumpió. Piccarda estaba anegada en lágrimas. Era un llanto silencioso, aunque las mejillas estaban marcadas con surcos húmedos. Se llevó un pañuelito de lino finísimo a los ojos y los secó. No pronunció palabra alguna, ya que ella desde el principio quería que la voluntad y el discurso de Giovanni permanecieran en el ambiente, esculpiendo una visión que tenía que convertirse en un código de comportamiento para los hijos.
Luego Ilarione formuló la pregunta más obvia, pero también la más apropiada.
—Y ahora que he leído lo que se me pidió, os pregunto: ¿qué tenemos que hacer respecto al Banco?
Fue Cosimo el que tomó la palabra:
—Convocaremos en Florencia a todos los administradores de nuestros bancos en Italia con el objetivo de que vengan a rendir cuentas de la situación de cada uno de ellos. De esa parte y por el momento te ruego que te ocupes tú mismo, Ilarione.
El hombre de confianza de los Médici hizo un gesto afirmativo con gravedad.
Después se despidió.
Piccarda miró a Cosimo con firmeza, como siempre hacía cuando tenía que decirle algo importante. Lo había esperado en la biblioteca de la casa.
Estaba sentada en un elegante sillón forrado de terciopelo. Las brasas en la chimenea crepitaban y, de vez en cuando, alguna chispa se elevaba, como una brillante luciérnaga, hasta el techo artesonado.
Piccarda llevaba el largo cabello del cálido color de la piel de las castañas, recogido en una cofia bordada y ornamentada con perlas, de un tejido de hilo de oro y piedras preciosas. Gracias al intenso color añil, el sobrevestido azul forrado en piel resaltaba, por contraste, con los tonos suaves de sus ojos oscuros y se ceñía a la cintura con un magnífico cinturón de plata. Los pliegues de las muñecas lucían de manera discreta pero evidente la notable cantidad de precioso tejido que se había utilizado en la confección del vestido. Las amplias mangas terminaban en la muñeca con un bordado también de plata y estaban cortadas de tal modo que mostraban la manga del vestido de terciopelo brocado de color gris, que, con seguridad, había exigido una larga elaboración.
A pesar de las duras jornadas transcurridas, Piccarda estaba espléndida y decidida a hablar para que a su hijo le quedara claro lo que tenía que hacer. Cosimo no era, por cierto, estúpido, pero mostraba un amor por el arte y la pintura que, a su juicio, no siempre casaba bien con la herencia que acababa de recibir. Y Piccarda no podía consentir errores o malentendidos. Tenía que estar segura de que Cosimo había comprendido lo que le esperaba.
—Hijo mío —le dijo—, tu padre no podía haber sido más claro y afectuoso con sus palabras. Y, sin embargo, también tengo por seguro que a punto de fallecer no te habrá ahorrado recomendaciones de otra naturaleza. Florencia es como un semental salvaje: magnífica, pero con necesidad de que la domen. Cada día. Encontrarás en sus calles personas dispuestas a ayudarte y a apoyar tu trabajo, pero también bárbaros y ociosos dispuestos a cortarte el cuello y enemigos sofisticados que intentarán aprovecharse de tu buen corazón y de tu honestidad.
—Madre mía, no soy un novato —protestó Cosimo pensando en lo bien que estaba aprendiendo esa verdad.
—Déjame continuar. Sé perfectamente que no lo eres y que has desempeñado un papel importante en el crecimiento de esta familia, pero ahora las cosas se complican, hijo mío. Estoy convencida de que sabrás encontrar tu propio camino y, mientras sea respe