Créditos
Título original: The Graveyard of the Hesperides
Traducción: Gema Moral
1.ª edición: junio 2017
© Lindsey Davis, 2016
First published in Great Britain in 2016 by Hodder & Stoughton
a Hachette UK Company
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-762-7
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Contenido
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Mapa roma
DRAMATIS PERSONAE
ROMA. 25 de agosto, año 89 d.C.
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Notas
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DRAMATIS PERSONAE
DRAMATIS PERSONAE
En casa...
Flavia Albia: una novia feliz
Tiberio Manlio Fausto: muy convencional, su afortunado novio
Julia y Favonia: hermanas de Flavia Albia, organizan la boda
Por parte de la novia: demasiados parientes para mencionarlos a todos
Por parte del novio: el taimado tío Tulio, la desaliñada tía Valeria, la desdichada Fania Faustina, el grosero Antistio, tres niños lloricas
El fabuloso Estertinio: un citarista que extasía
Genio: el afamado cocinero (que no cocina)
Larcio: un capataz digno de confianza
Esparso y Sereno: dos obreros bobalicones
Trifo: un heroico vigilante
Lares y Penates: torcidos
y fuera de casa...
Julio Liberal: el próspero dueño de una taberna
El viejo Tales: un popular tabernero (fallecido, gracias a Dios)
Rufia: moza de taberna para todo (desaparecida misteriosamente)
Nipio y Natal: dos mozos de taberna libidinosos (que aparecen demasiado)
Artemisa y Orquiva: dos vírgenes (en serio) de Dardania
Menendra: una comerciante (que no parece honrada)
Nona: la mujer sabia (en su negocio, no preguntes)
Costo: la mejor apuesta para un sacrificio religioso
Paso, Erasto y Víctor: que realizarán el sacrificio con:
Nieve: una oveja (para el caldo del día siguiente)
Estaberio: un complaciente augur (pídele lo que quieras)
Silvino: un enterrador que no tiene mucho trabajo
Prisca: la abuela de todo el mundo
Gavio: uno de sus nietos, proveedor de mármol
Sus padres: muy orgullosos de él
Aglaya, Eufrósine, Talía: las Tres Gracias, muy grandes
Apio: mano derecha, honrado
Lépida y Lepidina: propietarias de un puesto de comida
Las macedonias: proporcionan otros servicios
Chía: una macedonia muy joven
Rodina: una madre ambiciosa
Morelo: oficial de la Cuarta Cohorte, burdo pero efectivo
Macer: de la Tercera Cohorte, igual de burdo pero menos efectivo
Juventus: [información confidencial censurada]
Manteca: abuela de las Tres Gracias
Una cena con pollo: probable
Los egipcios: mercaderes de productos muy solicitados
Rabirio: un criminal debilitado
Roscio: su pujante heredero (que se mantiene en segundo plano, pero no por mucho tiempo)
Galo: no quiere saber dónde están enterrados los cuerpos
ROMA. 25 de agosto, año 89 d.C.
ROMA
25 de agosto, año 89 d.C.
Ocho días antes de las calendas de septiembre
(a.d. VIII Cal. Sept.)
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Todo el mundo sabía que había una moza de taberna muerta y enterrada en el patio.
El Jardín de las Hespérides era una taberna típica, aunque bastante grande, situada en la esquina de una calle bulliciosa, con dos mostradores de mármol, cinco hornacinas para tinajas de comida, tres estantes llenos de jarras agrietadas, una lista de precios ilegible colgada en una pared desconchada y un desvaído fresco de mujeres desnudas que parecía pintado por un artista tímido que nunca hubiera visto a nadie desnudo. Las mujeres representadas en él formaban una nerviosa fila de tres, apiñadas bajo ramas nudosas de las que colgaban frutas deslucidas. Hércules se disponía a cumplir con su tarea de robar las manzanas, observado por una serpiente aburrida en lugar de Ladón, que debería de haber sido un temible dragón de cien cabezas que nunca dormían. Sin duda, la serpiente era más fácil de dibujar. Las legendarias manzanas de oro estaban tan picadas que yo personalmente no habría enviado a Hércules a trepar por el árbol para robarlas. Bajo tanta porquería, resultaba difícil saber si sencillamente era arte malo o si la pintura se estaba despegando de la pared.
Sin duda, cuando la taberna estaba abierta la atendían mozos que servían con gran lentitud y chicas guapas que hacían todo el trabajo. Arriba había una habitación que se usaba para citas; la pareja la llevabas tú mismo o podías pagar a alguien del personal.
De su dueño, un famoso personaje local, un tipo horrible, se creía que había asesinado a la mujer, desaparecida hacía años, y que luego había enterrado el cadáver en el patio, donde los clientes se sentaban al fresco bajo una pérgola. Los habituales se referían a la tragedia con total naturalidad, añadiendo los detalles escabrosos solo cuando querían entablar conversación con recién llegados que pudieran invitarlos a beber. Cualquier persona cabal opinaba que se trataba de una leyenda. Sin embargo, resultaba extraño que la leyenda especificase que el nombre de la moza en cuestión era Rufia.
Unos seis meses antes de que yo entrase por primera vez en aquella taberna, el antiguo propietario había fallecido. El nuevo decidió realizar mejoras. Había estado años esperando a que muriera su predecesor, de modo que no le faltaban ideas. En su mayor parte eran horribles. Una empresa de reformas lo convenció de que necesitaba adecentar el patio; al fin y al cabo, la taberna llevaba el nombre del jardín más famoso del mundo. Le aseguraron muy en serio que debía mejorar aquella zona fría, húmeda y poco atractiva mediante la colocación de una deliciosa fuente que invitara a los bebedores a quedarse allí. Afirmaron que resultaría muy fácil hacerlo. Y si quería ser realmente auténtico, incluso podía plantar un manzano...
El propietario picó. Suele ocurrir.
Le prometieron un buen precio por un trabajo puntual. En su negocio, eso significaba que le cobrarían de más, que los trabajos se eternizarían y que provocarían el caos hasta que, después de semanas de permanecer cerrada al público, el desesperado dueño de la taberna acabaría aceptando un canal que perdería agua en un jardín en el que ya no habría espacio para poner mesas. El árbol, si llegaba a plantarse, se secaría el primer verano.
Hasta ahí, todo normal.
Poco después de que el antiguo propietario apurase su última copa en este mundo, la dueña de la empresa de reformas también murió. Soy investigadora privada y ella había sido clienta mía. Unos cinco meses después, el hombre con el que había empezado a convivir decidió que, hallándose cerca de los cuarenta, había llegado la hora de encontrar su primer trabajo. Tal vez temía que no le saliera barato mantenerme a base de salchichas de Lucania. Puede que también se hubiera percatado de que yo, que sí tenía trabajo como informante, sospechara a mi vez que él pretendiese vivir del cuento. Fuera como fuese, y dado que conocía al heredero de mi antigua clienta, le compró la casa vacía, junto con su decrépito negocio de construcción y su empresa en decadencia. Parecía una locura, aunque de hecho tenía sus razones, porque era de esa clase de hombres. Además, como señaló mi familia, para haberse juntado conmigo tenía que ser valiente.
Cuando Manlio Fausto compró el negocio, se encontró con el encargo del Jardín de las Hespérides en los libros. En aquel momento, era el único encargo que tenían sus peones. Se acercaban despreocupadamente a la taberna cada dos semanas con una carretilla llena de materiales de baja calidad, permanecían allí la mitad del día y luego volvían a desaparecer. El cliente estaba indignado, como suele ocurrirles a las personas que pretenden reformar su propiedad. No se había dado cuenta de que el negocio había estado a punto de cerrar debido a un fallecimiento y a que el heredero era un fabricante de quesos al que no le interesaba en absoluto; tuvo la inmensa suerte de que mi amado acabara siendo el nuevo propietario. Aunque Fausto no había trabajado en su vida, ahora era magistrado. Sabía organizar las cosas. Para empezar, hizo saber a los peones que él mismo en persona iba a supervisar su trabajo.
Después Fausto se fue a ver al dueño de la taberna, que se asombró al recibir la visita de un hombre de buenas maneras que vestía una túnica limpia y le entregaba unos planos revisados, además de un presupuesto actualizado y un nuevo plazo de finalización. Para colmo, el final de la obra se establecía a finales de agosto, que era ese mismo mes.
Puede que no le entusiasmara tanto recibir una factura por el trabajo hecho hasta entonces. Yo había ayudado a confeccionarla. No era perfecta, porque nadie había llevado un registro, pero demostraba cómo se iban a hacer las cosas en adelante. El tabernero convino en que se le había advertido. No discutió el precio. Solo quería reabrir la taberna y vender bebidas.
Fausto se estaba probando a sí mismo. Por mi parte, también me sentí más segura. Jamás habría vivido a sabiendas con un aprovechado, aunque es un error fácil de cometer. Yo misma había tenido varias clientas que me necesitaban para librarse de las garras de unos holgazanes. Los holgazanes saben cómo parecer atractivos y también cómo aferrarse a ti.
Sin embargo, tal como yo esperaba y deseaba, mi nuevo compañero se estaba aplicando. Al mes de empezar a vivir juntos, Fausto se encontraba del todo ocupado. Como magistrado, un edil plebeyo, tenía un trabajo duro, y así seguiría hasta que terminara su año en el cargo, en diciembre. Al parecer se estaba labrando un nombre entre los ediles que había junto al templo de Ceres. Lo nunca visto. Cuando lo conocí, se lo pasaba en grande adoptando disfraces harapientos para recorrer las calles y atrapar a los delincuentes en persona. Ahora se ocupaba también de los preparativos de los Juegos Romanos, una gran fiesta organizada por los ediles que tendría lugar en septiembre. Patrullar los mercados, baños, tabernas y burdeles en persona era opcional (disponía de ayudantes que se ocupaban de eso), pero dirigir los juegos, no.
Fausto también había decidido reformar la casa aneja al negocio de construcción, donde pensábamos vivir. Así que tenía tres trabajos. Algunos días apenas nos veíamos.
Estábamos enamorados. Yo quería verlo a todas horas. Así que, una mañana en particular en que él se encontraba en el Jardín de las Hespérides, llené un pequeño cesto con exquisiteces y se lo llevé a la hora de comer. Sí, estaba trabajando en una taberna, pero se encontraba cerrada debido a las obras. Además, me había convencido a mí misma de que solo yo podía preparar a mi hombre un almuerzo adecuado, dispuesto del modo que a él más le gustaba; Fausto lo aceptó, poniendo ojitos y murmurando palabras tiernas. No llevábamos mucho tiempo juntos. Nos acomodaríamos. Seguramente a la semana siguiente ya estaríamos ignorándonos.
Sin embargo, en ese momento seguíamos babeando el uno por el otro, y estábamos sentados juntos en una de las mesas de la taberna, con unos huevos duros y unas olivas en una servilleta. Bebíamos del mismo vaso. Yo le limpiaba el aceite de oliva de su firme mentón y él aceptaba mis atenciones. Le gustaban. No le importaba que nos viesen, aunque sus obreros se rieran.
Dedicábamos casi toda nuestra atención el uno al otro, pero éramos personas observadoras. Ambos realizábamos trabajos que dependían de la perspicacia que demostrásemos. Fue una estupidez por parte de dos obreros confiar en que podían salir a hurtadillas del patio sin que nos diéramos cuenta de que, entre los escombros que se llevaban en una cesta colgada de una pértiga, asomaban cosas interesantes. Habían encontrado unos huesos.
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—¡Alto ahí! —ordenó Fausto tranquilamente y, aun así, con el tono de quien espera que se lo obedezca. Se le daba bien. Lo había intentado conmigo unas cuantas veces, pero se había dado por vencido. A mí nadie me daba órdenes.
Sus peones se detuvieron de mala gana y se quedaron quietos, con la pértiga todavía sobre los hombros. Uno de ellos era un hombre joven llamado Esparso, al que los otros siempre le asignaban las peores tareas. Él lo soportaba, aceptándolo como su papel en esta vida. El otro era Sereno, un veterano bizco y de piernas arqueadas. Aunque era de baja estatura, había conseguido ajustar la pértiga de modo que todo el peso recayese sobre Esparso.
Fausto terminó el huevo duro que se estaba comiendo. Yo me lamí el aliño de la ensalada de los labios. Sin prisas, nos levantamos ambos para acercarnos a ellos. Fausto les indicó que depositaran en el suelo el capazo con escombros y quitaran la pértiga. Agarró las asas del capazo con fuerza y volcó el contenido en el suelo del patio, sacudiéndolo con energía para que se esparcieran los restos al caer. Luego empezó a remover piedras, viejos mosaicos y trozos de ladrillos que habían quedado enterrados bajo la superficie del patio en alguna obra anterior. Pacientemente, Fausto extrajo los huesos y los colocó a un lado. No era la primera vez que lo veía buscar pruebas. Era muy meticuloso.
El capataz se acercó con expresión inocente. Seguramente estaba observando a Esparso y a Sereno cuando intentaban llevarse el botín de manera subrepticia. Todos ellos sabían a la perfección lo que había allí. Sabían que deberían haberlo mencionado en lugar de tratar de ocultar los huesos entre la basura. Les gustaba tener un pretexto para perder el tiempo de cháchara, pero si se suspendía la obra, tal vez no les pagaran.
Fausto se incorporó. Me lanzó una mirada burlona.
—Creo que son huesos humanos —dijo—. Al parecer hemos encontrado a la famosa Rufia.
—Bueno, tú tienes demasiado trabajo para ponerte a investigar. Será mejor que me ocupe yo —repuse, con resignación y curiosidad a la vez, lo que constituye una mezcla peligrosa, como saben muy bien quienes se dedican a mi profesión.
Mi tesoro sonrió.
—¡No esperes que te pague por ello!
—Oh, ¿acaso tu esposa te escatima con la paga para tus gastos?
—Es una tirana. No me da nada.
—Búscate una nueva —le aconsejé.
Ambos sonreíamos. La cuestión de nuestro matrimonio exigía aún más tiempo y esfuerzos de este hombre tan ocupado. Él quería que celebráramos una boda formal. Yo le había dicho que lo olvidara. Fui de lo más grosera, pero no conseguí nada. Mi terquedad era bien conocida, pero sabía hasta qué punto él podía ser obstinado cuando se empeñaba en una cosa. Estaba organizando la boda de todas maneras. No era de extrañar que el muy idiota se sintiera agotado tan a menudo.
Y ahora ocurría esto.
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Tiberio Manlio Fausto, mi nuevo y valiente amante, tenía treinta y siete años, era ancho de espaldas, pero no demasiado corpulento, con los ojos grises, astuto y callado. Se raspaba bien el cuerpo con el estrigilo, cuando no llevaba una túnica cubierta de polvo de obra. Era plebeyo, pero procedía de una familia que había hecho dinero: jamás había tenido que vender pescado ni batir cobre. Hasta hacía poco había vivido tranquilamente con un tío propietario de varios almacenes, de cuyos negocios Fausto intentaba ahora obtener dinero. Necesitábamos efectivo para iniciar nuestro nuevo negocio. Yo aún tenía que averiguar por qué quería ser contratista de obras, una decisión que parecía haber tomado por su cuenta, y por qué se había convencido de que podía dedicarse a eso. Pero era un hombre interesante y estaba convencida de que podía aprender a hacer cualquier cosa y tener éxito en cuanto decidiera emprender.
Yo constituía una mezcla más difícil y compleja. Crecí en Britania, huérfana de padres desconocidos. Según la ley romana, tal como me han asegurado los abogados, los expósitos siempre tienen el rango de ciudadanos. Roma no tolera que se le nieguen sus derechos a una sola personita libre solo porque sus padres la hayan perdido o abandonado. Los míos seguramente murieron durante la rebelión de Boudica. Nadie conocía su identidad.
Así pues, yo era libre por derecho, lo que en el Imperio romano resultaba de vital importancia. Debería haberme consolado con esta idea cuando era niña y revolvía en la basura en busca de comida, esquivando golpes crueles. Por desgracia, en aquella época yo no lo sabía. Según mi experiencia, ser un expósito es como ser esclavo.
En un principio me acogieron unos rudos vendedores de coles del centro de Londinium (una ciudad donde «rudo» significa repelente y el «centro» son los bajos fondos, aunque las coles tienen consistencia), pero intuí que tendría problemas y huí. Por supuesto, me recogió el dueño de un burdel. Justo a tiempo, me vieron y me sacaron de la calle Marco Didio Falco y Helena Justina, él un adusto informante de rango medio y ella la encantadora hija de un senador. Ellos me trajeron a Roma, ciudad de maravillas.
Así pues, había visto algunas de las mejores y también de las peores cosas de la vida. Ahora ocupaba una posición difícil, en la que no podía dar por supuesta la aceptación de los demás. Sí, había nacido libre, me había adoptado una familia de rango medio y me había educado la hija de un senador, pero tenía la mirada y el temperamento de una niña de la calle, e incluso corría el rumor de que era una druida. El hecho de que trabajase como investigadora privada, igual que mi padre, causaba aún más temor entre los presumidos. Roma estaba llena de presumidos. Durante los últimos doce años, desde que emprendiera mi propio camino en el mundo, había intentado mantener la cabeza gacha y que ellos no se fijaran en mí. Como informante, mi nombre seguramente figuraba en alguna lista de los vigiles, lo que nunca es bueno.
Fausto había llevado una vida del todo distinta como chico rico de la gran ciudad. Años atrás había estado casado por poco tiempo. Su ex mujer, Laia Graciana, me despreciaba. Yo la aborrecía. Teníamos opiniones opuestas sobre lo que Fausto merecía, opiniones que jamás podrían concordar. Ella no entendía mis sentimientos hacia él; estaba celosa de la franca atracción que él sentía hacia mí. En un momento caprichoso, le sugerí a Fausto que invitase a la altiva Laia a nuestra boda, si la celebrábamos, puesto que seguía formando parte, indirectamente, de su círculo social. Esto estuvo a punto de disuadirlo de la idea de la boda.
También yo había estado casada cuando era mucho más joven, pero me quedé viuda al morir mi marido en un accidente. No esperaba encontrar a nadie más. Hasta que Fausto se introdujo poco a poco en mi vida.
Otro estupendo concepto de la ley romana es que define el matrimonio como el acuerdo entre dos personas para vivir juntas. Así que, en cuanto Fausto trajo sus fardos a mi apartamento y se quedó conmigo, volví a ser una esposa. Su esposa. Todo parecía ir bien. Él estaba tranquilo; yo, en cambio, un poco nerviosa.
Mi madre, Helena, nunca había sentido la necesidad de celebrar una ceremonia de boda. Yo esperaba seguir su ejemplo. ¿Quién necesitaba montar un espectáculo? Según mi madre, era mejor ahorrarse el dinero y gastarlo en buenos libros y buena comida. En sus primeros tiempos, Helena y Falco difícilmente podían permitirse ni lo uno ni lo otro, igual que Fausto y yo.
Además, mi madre me dijo que era mejor evitar los horribles regalos de boda. Ella había pasado por un infeliz primer matrimonio en el que los espantosos regalos habían resultado proféticos. Según sus propias palabras, había enviado la notificación del divorcio con el mismo mensajero que aún no había acabado de repartir las notas de agradecimiento por un montón de horrendos jarrones.
Helena Justina es una mujer con conciencia, que siempre escribe notas de agradecimiento, aunque deteste el regalo o tenga ya tres juegos de manicura. Que es, por supuesto, la cantidad que tiene, porque es madre de tres hijas; a veces, sin embargo, parece haber tenido seis, porque tanto Julia como Favonia y yo misma olvidábamos a menudo lo que le habíamos regalado en su anterior aniversario o por las Saturnales, y repetíamos el presente. Ella se limitaba a decir: «¡Oh, no importa, este es mucho más bonito!», como si lo pensase de verdad. Era todo un modelo de madre, como solía señalar nuestro padre. Esa era su idea de la disciplina: «Más vale que seáis como vuestra madre, granujas, o ya os podéis largar de casa.»
Me consideraba afortunada por que Falco y Helena me hubiesen adoptado. Ellos me proporcionaron seguridad, educación, comodidades e independencia. Humor. Sentido de la rebelión. También de la lealtad. Falco me había enseñado la profesión con la que me ganaba el sustento. Ambos alentaron mi incontrolable curiosidad.
Mi excelente entrenamiento como informante me permitiría descubrir lo que le había ocurrido a Rufia, la moza de la taberna desaparecida. Puede que no sea lo que uno desee para su hija, pero pregúntate a ti mismo por qué. Pensé en ello cuando empecé a vivir con Fausto. ¿Implicaba la habilidad de abordar el misterio de un puñado de huesos desenterrados en un patio, que una informante no podía ser una amiga de confianza? ¿O una elegante compañera? ¿O una útil contribuyente a la bolsa común de la casa? ¿O una hija cariñosa? ¿O una esposa fiel? ¿O incluso una buena madre? Aunque, desde luego, esto último no entraba en mis planes, si los productos del boticario resultaban efectivos.
Por encima de todo, la tarea de un informante es hacer el bien; facilitamos que se haga justicia. Esperaba encontrar a quienes hubiesen querido y se hubieran preocupado por Rufia, para proporcionarles explicaciones y quizá consuelo. Si alguien le había causado la muerte, se lo haría pagar.
Cuando vimos por primera vez lo que suponíamos que eran los restos de la moza de la taberna, Fausto y yo cerramos la cesta del almuerzo y discutimos sobre la manera de proceder. Ahora estábamos solos. Les habíamos ordenado a los peones que dejaran lo que estuvieran haciendo; Fausto los envió de vuelta al Aventino para reanudar su trabajo de la tarde reformando la casa de la vía Loreti Minoris. Yo no había participado gran cosa en todo aquello, así que aún me resultaba difícil considerarla «nuestra» casa. Fausto me había dicho que ya decidiría si viviríamos allí una vez que la viera reformada. Pero yo ya sabía que accedería. Mientras tanto, nos habíamos instalado en mi apartamento y, como la mayoría de las personas en Roma, pasábamos tanto tiempo como era posible fuera de él.
Allí estábamos, sentados en uno de los toscos bancos de madera de la taberna que habíamos sacado de una pila que había guardados para acurrucarnos juntos y compartir el almuerzo. El asiento era viejo y estaba gastado y astillado. Tal vez el dueño de la taberna comprara un nuevo y bonito mobiliario de jardín cuando se terminara la obra, aunque lo dudaba. La Hespérides nunca había sido de esa clase de locales.
Era una taberna ordinaria. La mayoría de los parroquianos se quedaban de pie en la calle, seguramente junto al mostrador principal, que era largo y daba la vuelta a la esquina. Por supuesto, los recipientes, tazas y platos no se lavaban nunca. Para tomar algo sentado, había que entrar por un hueco abierto ex profeso en el mostrador hecho de trozos de mármol, pasar entre las mesas del interior y la zona de servicio, tal vez echar un vistazo a la ilegible lista de bebidas pintada en la pared junto al estante de jarras, intercambiar unas palabras con quien estuviera sirviendo y recorrer un pasillo muy corto con una oscura escalera, para acabar saliendo al supuesto jardín, no muy ventilado.
El jardín era más grande de lo que se pudiera pensar. Un rústico enrejado separaba unas mesas de otras, permitiendo algo de intimidad. No vi rastro alguno de plantas trepadoras, pero de los postes burdamente tallados del enrejado colgaban dos jaulas de pájaros vacías. Un toldo daba sombra a una parte. Había un laurel medio seco en un gran tiesto al que le faltaba parte del borde. Yo aún no tenía muy claro qué clase de clientes habrían utilizado aquel patio interior. En Roma, solemos relacionarnos en la calle.
El dueño de la taberna nunca había aludido al misterio del jardín, pero nuestro capataz, Larcio, nos había contado los rumores públicos con una sonrisa.
—Se supone que el sitio está encantado. Dicen que hace años enterraron ahí a una moza de taberna asesinada.
Fausto le había dirigido una mirada gélida. Sus trabajadores y él aún no se conocían bien, pero al parecer iban adaptándose. Ellos se habían dado cuenta de que Fausto distaba de ser un alma cándida. Cuando se presentaba en la obra, pronto les demostraba que entendía perfectamente lo que estaban haciendo y que quien no se llevara bien con él podía perder su trabajo.
—No tendrás miedo de los fantasmas, ¿verdad, Larcio? —preguntó Fausto con aspereza.
Larcio no se molestó en responder.
—Me resulta difícil de creer —continuó Fausto, representando el papel de severo edil que no toleraba los chismorreos— que los clientes se hayan pasado décadas apurando aquí sus tragos, sabiendo que había un cadáver justo debajo de sus sandalias.
—Nadie recuerda gran cosa de ella. —Larcio parecía pensar que eso lo justificaba—. Siempre ha sido «la moza de taberna desaparecida».
Pues había dejado de serlo. La habíamos encontrado.
Tenía la suerte, además, de que la hubiéramos encontrado nosotros.
Así pues, después de que se fueran los peones, Fausto y yo meditamos sobre lo que podíamos hacer. Discutimos si debíamos decírselo cuanto antes al dueño, pero decidimos mantenerlo en secreto por el momento. Yo iniciaría discretas averiguaciones sobre Rufia: quién era, por qué la gente creía que había tenido un triste final, cuándo había ocurrido este, sobre quiénes habían recaído las sospechas en un primer momento, qué nuevos sospechosos podíamos identificar. No me pregunté la razón por la que no se había armado un auténtico revuelo en su momento, porque ya lo sabía. A la gente no le gusta involucrarse. Nadie quiere problemas. Los habituales siempre son reacios a hacer saltar la liebre, pues temen que como consecuencia de ello les cierren su taberna favorita. La «fidelidad» puede justificar muchas cosas. Es penoso, pero así piensa la gente.
Antes de irnos de allí aquella tarde, echamos un último vistazo a los huesos. Era un revoltijo con el que no se podría armar un esqueleto entero. Seguramente habría más huesos enterrados, si no se habían descompuesto por completo. Desde luego, eran viejos, aunque no había manera de saber cuánto. De no ser por la mención previa a Rufia, podríamos haber creído que un antepasado muy antiguo había vivido allí antes incluso de que se fundara Roma. De haber sido personas piadosas, podríamos haberlos recogido en una vasija y enterrado de nuevo en un auténtico cementerio, aunque, para ser sinceros, la mayoría de las personas los habrían arrojado en el muladar más cercano y se habrían alejado a toda prisa.
Fausto tiró del toldo para bajarlo y envolverlos en él. El toldo estaba rígido, casi seguro que a causa del moho, pero de todos modos Rufia no iba a quejarse. Dejamos los huesos allí, poniendo mucho cuidado en que el patio quedase bien cerrado. La puerta trasera daba a un angosto callejón y siempre se dejaba atrancada para impedir que entrara alguien a robar herramientas o materiales. Fausto bloqueó el acceso del pasillo al patio con una vieja y pesada puerta (en todas las obras hay puertas viejas que no encajan en ningún sitio, no me preguntéis por qué), y luego apiló delante sacos y maderos. Por suerte le ayudó un vigil, que posiblemente se había enterado de lo ocurrido, porque lo encontramos en la taberna; había llegado temprano.
Mejor así. No cabía la menor posibilidad de mantener el hallazgo en secreto. Una pequeña multitud de morbosos mirones ya se había congregado en la calle.
Fausto hizo uso de su autoridad como edil para ordenar a los curiosos que se dispersaran. No consiguió impresionarlos. Lo ignoraron por completo, y existía el riesgo de que otros se les unieran. Fausto sacó partido a la situación con un anuncio:
—Imagino que habréis oído decir que se han encontrado unos restos humanos. Estoy enterado de los rumores sobre la desaparición de una moza de taberna hace algunos años. Puede que no exista ninguna relación. Pero cualquiera que tenga información pertinente debería comunicárnoslo. —Al decir esto, me incluía, pero ahora era su esposa, de modo que no se molestó en presentarme, como si fuera una especie de apéndice. Y este apéndice estaba que trinaba y se lo iba a demostrar más tarde en casa—. Ahora, por favor, marchaos y ocupaos de vuestros asuntos con tranquilidad.
De haber estado abierta la Hespérides, no habría conseguido que la gente se fuera. Dadas las circunstancias, algunos se alejaron de mala gana, pero sencillamente para desplazarse hasta la Medusa o la Rómulo, que estaban en la misma calle, y seguir mirando desde allí.
En bien del interés público, volvimos a entrar y, ayudados por el vigil, desbloqueamos el pasillo interior para acceder a los huesos y llevárnoslos.
Después, teniendo en cuenta que lo sabía ya un montón de gente, fuimos a informar al dueño de la taberna.
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Los pedantes seguramente se preguntarán dónde se produjeron estos hechos. La gente muy pedante con ideas fijas sobre la narrativa preguntarán incluso por qué no lo he mencionado antes. Mira, cada uno escribe a su manera, legado. Voy a redactar las notas del caso como a mí me apetezca.
¡Sigamos! El Jardín de las Hespérides se encontraba en la región VI, la Alta Semita, o Camino Alto. Ocupaba una esquina del Vicus Longus, que es una prolongación del famoso Argileto, la ruta principal que conduce hacia el norte desde nuestro espléndido y nuevo foro imperial. Este último, el foro de tránsito de Domiciano, añadiría cierto lustre cuando se terminara, porque el Argileto siempre había tenido muy mala reputación, sobre todo la zona llamada la Subura. Supuestamente era famosa por sus zapateros y libreros, pero en la Subura florecía todo tipo de comercio, y cuando digo todo me refiero a todo en absoluto.
La Hespérides, la Medusa y la Rómulo se hallaban en un sucio enclave llamado las Diez Tiendas. Desde luego, había tiendas, como sugería su nombre, Decem Tabernae,1 pero abundaban las tabernas y casas de comidas, algunas con burdeles tan discretos en la planta superior que daban la impresión de vender solo vino y hojas de col rellenas. No engañaban a nadie. En aquel barrio no había templos a ninguna divinidad virginal.
El Jardín de las Hespérides tenía todo el aspecto de una taberna popular, aunque no tan bulliciosa como sus vecinas más cercanas, la ensordecedora Cuatro Lapas, la estridente Descanso del Soldado y la absolutamente horrible El Sapo Marrón, donde las prostitutas bisexuales se ofrecían abiertamente desde los bancos de la calle. Las Diez Tiendas ocupaba el extremo sur de la colina del Viminal, la más pequeña de las antiguas siete colinas de Roma, un aburrido montículo por el que se solía pasar de largo, con carreteras a ambos lados que llevaban a lugares más interesantes.
El propietario de la Hespérides vivía en la calle de la Manzana Silvestre, en un apartamento alquilado sobre el taller de un alfarero, justo al doblar la esquina desde su taberna. Podía irse a casa a comer. Por lo que había podido ver de la Hespérides y su menú diario, seguramente lo prefería. Esa proximidad implicaba que no cabía esperar que pudiéramos guardar un secreto; de hecho, casi seguro que sus excitadísimos vecinos se habrían apresurado a ir a la vuelta de la esquina para contarle lo que había ocurrido. Por suerte para nosotros, no estaba en casa; lo encontramos metiendo el elevador del cerrojo de la puerta para entrar. Aún no había hablado nadie con él, lo que en teoría nos daba la ventaja de la sorpresa.
En mi opinión, poco se sorprendería, si sabía algo sobre Rufia. Sin duda, debería haber sospechado que los obreros encontrarían algo. Y puesto que el esqueleto parecía incompleto, era inevitable que una investigadora curiosa como yo se preguntara si el dueño de la taberna no habría intentado encontrar las pruebas y sacarlas de allí antes de que empezase la obra. Le pregunté a Fausto; no tenía conocimiento de ninguna obra anterior, pero él no estaba a cargo del proyecto en sus inicios. Le pedí que interrogara a su capataz al respecto. Dócilmente me prometió que así lo haría.
El dueño era un tal Publio Julio Liberal, como ya sabíamos por el contrato firmado p