Título original: Devil in Spring
Traducción: María José Losada Rey
1.ª edición: junio 2017
© Ediciones B, S. A., 2017
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
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ISBN DIGITAL: 978-84-9069-765-8
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Para Carrie Feron, por su increíble bondad, su trabajo duro y su visión, y por dar alegría a mi vida y a mis libros
Prólogo
Evangeline, duquesa de Kingston, sacó a su nieto de la bañera en la habitación infantil y lo envolvió con una suave toalla blanca. El bebé gorjeó y tensó sus robustas piernas para ponerse en pie en su regazo. Al mismo tiempo, exploró la cara de su abuela con las manos mojadas, intentando agarrarse a su pelo.
—Sé bueno, Stephen —dijo Evie entre risas, con cariño, e hizo una mueca cuando la criatura se aferró a la doble hilera de perlas que le rodeaba el cuello—. Oh, ya sabía yo que no debería haber venido a la hora del baño con el collar puesto. Demasiada te... tentación. —Siempre había tenido un ligero tartamudeo, aunque resultaba muy leve comparado con lo que había sido en su juventud.
—Excelencia —exclamó la joven doncella, Ona, corriendo hacia ella—. Debería haber sacado yo al señorito Stephen de la bañera. Pesa mucho. Es sólido como un ladrillo.
—No hay ningún problema —aseguró Evie, besando las rosadas mejillas del bebé mientras intentaba que soltara las perlas.
—Su excelencia es muy amable al echar una mano con los niños en el día libre de la niñera. —La doncella recogió con suavidad al bebé de los brazos de Evie—. Si usted tiene cosas que atender, cualquiera de las criadas estará encantada de ayudarme.
—No hay na... nada más importante que mis nietos. Me gusta pasar tiempo en la habitación de los niños... Me recuerda la época en la que mis hijos eran pequeños.
Ona se rio cuando Stephen le agarró la cofia de volantes.
—Voy a echarle los polvos de talco y a vestirlo.
—Yo ordenaré las cosas del baño —dijo Evie.
—Su excelencia, no debería. —Era evidente que la doncella trataba de lograr imprimir a su tono un equilibrio eficaz entre severidad y súplica—. Lleva un elegante vestido de seda, debería estar sentada en el salón leyendo un libro o bordando. —Cuando Evie abrió la boca para protestar, Ona añadió de forma significativa—: la niñera me mataría si supiera que le he permitido hacer todo esto.
Jaque mate.
Sabiendo que la niñera pediría la cabeza de ambas, Evie hizo un gesto de resignación.
—Llevo delantal —murmuró, incapaz de reprimirse.
La doncella salió del cuarto de baño con una sonrisa de satisfacción para llevarse a Stephen a la nursery.
Aún de rodillas sobre la alfombra, delante de la bañera, Evie se llevó la mano a la espalda para deshacer los lazos del delantal de franela. Pensó con pesar que no era tarea fácil satisfacer las expectativas de la servidumbre sobre cómo debía comportarse una duquesa. Estaban decididos a impedir que hiciera cualquier cosa más agotadora que revolver el té con una cucharilla de plata. Pero, aunque tenía ya dos nietos, seguía estando en forma y esbelta, y era perfectamente capaz de levantar a un resbaladizo bebé de la bañera o de entretener a los niños en el jardín. Incluso la semana anterior le había reprendido el jefe de jardineros por subirse a un muro de piedra para recuperar unas flechas de juguete de la calle.
Mientras buscaba con obstinación el nudo del delantal, escuchó pasos a su espalda. A pesar de que el visitante no hizo ningún otro sonido y no mostró ninguna señal de identidad, supo quién era antes de que se arrodillara detrás de ella. Unos fuertes dedos apartaron los suyos y notó que el nudo se soltaba con habilidad.
Un sedoso y ronco murmullo le acarició la sensible piel de la nuca.
—Veo que hemos contratado a una nueva niñera. Delicioso... —Las experimentadas manos masculinas se movieron por debajo del faldón que acababan de aflojar y se deslizaron con la suavidad de una pluma desde la cintura hasta sus pechos—. Una moza con curvas. Estoy seguro de que lo harás muy bien aquí.
Evie cerró los ojos, inclinándose hacia atrás entre aquellos muslos separados. Una boca tierna y diseñada para el pecado y las tentaciones vagó por su cuello con ligereza.
—Probablemente debería advertirte —continuó la seductora voz— que te mantengas alejada del amo. Es un infame libertino.
Evie esbozó una sonrisa.
—Eso he oído. ¿Es tan malo como dicen?
—No. Es todavía peor. En especial cuando se trata de mujeres con el pelo rojo. —Le quitó un par de horquillas del peinado hasta que la larga trenza le cayó sobre el hombro—. Pobre chica, me temo que no voy a poder dejarte en paz.
Evie se estremeció de placer mientras sentía cómo la besaba en el lateral del cuello.
—¿C... cómo debo tratarlo?
—Con frecuencia —dijo él entre besos.
A ella se le escapó una risita al tiempo que se retorcía entre sus brazos hacia él.
Incluso después de treinta años de matrimonio, a Evie le daba un vuelco el corazón cada vez que veía a su marido, antiguo lord Saint Vincent y actual duque de Kingston. Sebastian había madurado hasta convertirse en un hombre magnífico, con una presencia que intimidaba y deslumbraba a la vez. Desde que heredó el ducado, diez años atrás, había adquirido el barniz de dignidad que correspondía a un hombre de su considerable poder. Sin embargo, nadie podía mirar aquellos notables ojos azules, claros y vivaces, capaces de mostrar el mayor ardor y el más frío hielo, sin recordar que una vez había sido el libertino más pervertido de Inglaterra. Evie podía dar fe de que todavía lo era.
El tiempo había tratado amablemente a Sebastian, y siempre lo haría. Era un hombre atractivo, delgado y elegante, con el cabello dorado rojizo y canoso en las sienes. Un león en invierno, al que nadie se enfrentaría salvo que lo hiciera bajo su propio riesgo. La madurez le había dado un aspecto de fría e incisiva autoridad, y transmitía la sensación de que lo había visto y experimentado todo, de forma que rara vez —o nunca— se le podía pillar por sorpresa. Pero cuando algo le divertía o le importaba, su sonrisa era a la vez irresistible y estaba llena de encanto.
—¡Oh, eres tú! —exclamó Sebastian en tono de leve sorpresa, como si estuviera reflexionando para sí acerca de cómo había terminado de rodillas sobre la alfombra del baño con su esposa entre los brazos—. Estaba preparado para corromper a una frágil niñera, pero tú eres un caso más complicado.
—Puedes corromperme igual —aseguró Evie con tono divertido.
Él sonrió al tiempo que deslizaba su resplandeciente mirada por los rasgos de Evie, alisándole hacia atrás los rizos que se le habían escapado del peinado. Los años habían aclarado el intenso rubí de sus cabellos hasta un suave tono melocotón.
—Mi amor, llevo intentándolo desde hace tres décadas. Pero a pesar de mis delicados esfuerzos... —le rozó los labios con erótica dulzura— todavía tienes la inocente mirada de la tímida florero que se fugó conmigo. ¿No puedes tratar de parecer al menos un poco hastiada? ¿Desilusionada, quizá? —preguntó, riéndose de los esfuerzos de Evie y la besó de nuevo, esta vez con una juguetona presión sensual que hizo que se le acelerara el pulso.
—¿Por qué has venido a buscarme? —preguntó Evie con languidez, echando la cabeza hacia atrás mientras él deslizaba los labios por su garganta.
—He recibido noticias sobre tu hijo.
—¿Cuál de ellos?
—Gabriel. Está relacionado con un escándalo.
—¿Por qué es tu hijo cuando estás satisfecho con él y el mío cada vez que mete la pata? —preguntó Evie cuando Sebastian le quitó el delantal y empezó a desabrocharle la parte delantera del corpiño.
—Porque soy un padre virtuoso —replicó él—, así que, por lógica, su mal hacer tiene que venir de ti.
—Sabes q... que es e... exactamente al revés —le informó ella.
—¿Lo sé? —Sebastian la acarició lánguidamente mientras sopesaba sus palabras—. ¿Soy malo? No, cielo, eso no puede ser cierto. Estoy seguro de que es por ti.
—Por ti —afirmó ella con decisión antes de que se le acelerara la respiración cuando sus caricias se volvieron más íntimas.
—Mmm... Esto tiene que quedar claro de una vez por todas. Te voy a llevar directamente a la cama.
—Espera, quiero saber más sobre Gabriel. ¿El escándalo tiene algo que ver con... con esa mujer? —Todo el mundo sabía de forma más o menos pública que Gabriel estaba manteniendo una aventura con la esposa del embajador de Estados Unidos. Evie había desaprobado la relación desde el principio, por supuesto, y esperaba de todo corazón que concluyera pronto. Pero habían pasado ya dos años.
Sebastian levantó la cabeza y la miró con el ceño algo fruncido. Suspiró.
—Se las ha arreglado para poner en peligro a la hija de un conde. Una de las Ravenel.
Evie frunció el ceño, pensando que el nombre le resultaba muy familiar.
—¿Qué sabemos de esa familia?
—Trataba con el viejo conde, lord Trenear. Su esposa era una mujer muy frívola y superficial. La conociste en una exposición de flores y te habló sin cesar de su colección de orquídeas.
—Sí, la recuerdo. —Por desgracia, no le había gustado nada aquella mujer—. ¿Tuvieron una hija?
—Mellizas. Este año es su primera temporada. Al parecer, pillaron in fraganti al idiota de tu hijo con ella.
—Se parece a su padre —concluyó Evie.
Sebastian se levantó con un grácil movimiento y tiró de ella. Parecía sentirse muy insultado.
—A su padre no le pillaron nunca.
—Salvo conmigo —replicó ella con aire de suficiencia.
—Cierto. —Sebastian se echó a reír.
—¿Qué significa exactamente in fraganti?
—¿Su definición literal? «En el mismo momento en el que se está cometiendo el delito o realizando una acción censurable.» —La tomó en brazos con facilidad—. Creo que te haré una demostración práctica.
—Pero... ¿qué pasa con el e... escándalo? ¿Qué le ocurrió a Gabriel con esa chica de los Ravenel...?
—El resto del mundo puede esperar —declaró Sebastian con firmeza—. Te voy a corromper por enésima vez, Evie, y quiero que por una vez prestes atención.
—Sí, señor —replicó ella recatadamente, rodeando con los brazos el cuello de su marido mientras la llevaba al dormitorio.
1
Londres, 1876
Dos días antes...
Lady Pandora Ravenel estaba aburrida.
Muy aburrida.
Aburrida de estar aburrida.
Y la temporada londinense apenas acababa de empezar. Tendría que soportar cuatro meses de bailes, veladas, conciertos y cenas antes de que el Parlamento cerrara las puertas y las familias de la nobleza pudieran regresar a sus mansiones en el campo. Habría al menos sesenta cenas, cincuenta bailes y solo Dios sabía cuántas veladas.
No iba a sobrevivir.
Hundió los hombros y se reclinó en la silla para mirar la escena que se desarrollaba en el atestado salón de baile. Había caballeros vestidos formalmente de negro y blanco, oficiales con uniforme y botas, y damas envueltas en seda y tul. ¿Por qué estaban allí? ¿Qué podían decirse los unos a los otros que no se hubieran dicho en el último baile?
Era la peor clase de soledad, pensó de mal humor: ser la única persona que no se lo estaba pasando bien de esa multitud.
En algún lugar del montón de parejas que bailaban el vals se encontraba su hermana melliza, danzando con elegancia en brazos de un esperanzado pretendiente. Hasta ese momento, Cassandra había encontrado la temporada casi tan aburrida y decepcionante como ella, pero se mostraba mucho más dispuesta a participar en el juego.
—¿No preferirías moverte por el salón y hablar con la gente en vez de quedarte en un rincón? —le había preguntado Cassandra antes de llegar al baile.
—No, al menos cuando estoy sentada puedo pensar en cosas interesantes. No sé cómo eres capaz de soportar la compañía de esa gente tan tediosa durante horas.
—No todos son tediosos —había protestado Cassandra. Pandora la había mirado con escepticismo—. De los caballeros que has conocido hasta el momento, ¿hay alguno al que te gustaría ver de nuevo?
—Conocido uno —había replicado ella con aire sombrío—, conocidos todos.
Cassandra se encogió de hombros.
—Hablar hace que las noches pasen más rápido. Deberías probar.
Por desgracia, a Pandora se le daba fatal charlar. Le resultaba imposible fingir interés cuando algún pomposo patán comenzaba a presumir de sí mismo y de sus logros, de lo buenos que eran sus amigos con él y de lo mucho que lo admiraban. Ella no sería capaz de tratar con paciencia a ninguno de esos nobles, ya en la decadencia, que querían una chica joven como compañera y cuidadora, o un viudo que buscaba, obviamente, un buen linaje con el que reproducirse. La idea de que la rozaran siquiera, incluso con las manos cubiertas por guantes, le ponía la piel de gallina. Y la idea de mantener una conversación con ellos le recordaba lo aburrida que se encontraba.
Clavó la mirada en el brillante suelo de madera, tratando pensar qué palabras podía formar con las letras de la palabra «aburrida»: burrada, rabuda, brida, arriba...
—Pandora... —Era la nítida voz de su chaperona—. ¿Por qué estás otra vez sentada en un rincón? Déjame ver tu carnet de baile.
Pandora levantó la mirada hacia Eleanor, lady Berwick, y le entregó de mala gana la pequeña tarjeta en forma de abanico.
La condesa, una mujer alta que poseía una extraordinaria presencia y una columna vertebral que competía en rigidez con un palo de escoba, desplegó las cubiertas de madreperla del carnet de baile y examinó con una mirada de acero las finas páginas color crema.
Estaban todas en blanco.
Lady Berwick apretó los labios como si se los hubieran cosido.
—Deberías haberlas rellenado.
—Me he torcido el tobillo —replicó ella sin mirarla a los ojos. Fingir una lesión menor era la única manera de poder estar sentada a salvo en un rincón y, al mismo tiempo, evitaba cometer un grave error social. De acuerdo con las reglas de la etiqueta, cuando una dama se negaba a bailar por culpa de la fatiga o de una lesión, no podía aceptar ninguna invitación durante el resto de la noche.
—¿Es así como piensas devolver la generosidad de lord Trenear? —La desaprobación era patente en la helada voz de la matrona—. Todos esos vestidos nuevos y sus costosos complementos... ¿Por qué le has permitido que los adquiriera para ti, si ya tenías pensado no aprovechar la temporada?
Ya que estaba, Pandora se sentía mal por ello. Su primo Devon, lord Trenear, había heredado el título el año pasado, después de que su hermano muriera, y había sido muy amable con ella y Cassandra. No solo les había pagado los vestidos necesarios para afrontar la temporada, también había previsto unas dotes lo suficientemente sustanciales como para garantizar el interés de cualquier soltero interesante. Estaba segura de que sus padres, que habían fallecido hacía ya algunos años, habrían sido mucho menos generosos.
—No tenía intención de no aprovechar la temporada —murmuró—. Aunque no sabía lo dura que iba a ser.
En especial en lo referente a bailes.
Algunas danzas, como la marcha real y la cuadrilla, eran abordables. Incluso podía enfrentarse a un galop, siempre y cuando su pareja no girara demasiado rápido. Pero el vals presentaba un peligro en cada paso... literalmente. Ella perdía el equilibrio cada vez que la hacían dar una curva cerrada. Además, también se veía despojada del sentido de la orientación en la oscuridad, cuando no podía depender de la visión para orientarse. Lady Berwick no conocía su problema y, por razones de orgullo y vergüenza, no pensaba decírselo. Solo Cassandra conocía su secreto y la historia que había detrás, de hecho, llevaba años ayudándola a ocultarlo.
—Solo te resulta dura porque quieres —repuso lady Berwick con severidad.
—No entiendo por qué tengo que hacer todo esto para pescar a un marido que nunca me va a gustar.
—El hecho de que te guste o no tu marido es intrascendente. El matrimonio no tiene nada que ver con sentimientos personales. Es una mera unión de intereses.
Pandora se mordió la lengua, a pesar de que no estaba de acuerdo. Hacía aproximadamente un año que su hermana mayor, Helen, se había casado con el señor Rhys Winterborne, un galés de baja cuna, y vivían la mar de felices. Y también estaban enamorados su primo Devon y su esposa, Kathleen. Era posible que fuera poco frecuente encontrar el amor en el seno del matrimonio, pero no resultaba imposible.
Aun así, Pandora no lograba imaginar ese tipo de futuro para ella. A diferencia de Cassandra, que era una romántica incurable, ella nunca había soñado con casarse y tener hijos. No quería pertenecer a nadie y, sobre todo, no quería que nadie le perteneciera. No importaba cuánto intentara obligarse a desearla, sabía que nunca sería feliz con una vida convencional.
Lady Berwick se sentó a su lado con un suspiro, con la espalda tan rígida que quedaba paralela al respaldo de la silla.
—Ha comenzado el mes de mayo. ¿Recuerdas lo que te comenté al respecto?
—Es el mes más importante de la temporada, en el que suceden todos los grandes acontecimientos.
—Exacto. —Lady Berwick le entregó de nuevo el carnet de baile—. Espero que después de esta noche hagas un esfuerzo. Se lo debes a lord y a lady Trenear, y también a ti misma. Y del mismo modo me atrevería a decir que después de todos mis esfuerzos para mejorar tu predisposición, me lo debes también a mí.
—Tiene razón —reconoció Pandora en voz baja—. Lo siento, de verdad que lo siento. Lamento todas las molestias que le he causado. Pero a mí me ha quedado muy claro que no estoy destinada a nada de esto. No quiero casarme con nadie. He hecho planes para ganarme la vida por mí misma y vivir de forma independiente. Con un poco de suerte, tendré éxito, y nadie tendrá que preocuparse más tiempo por mí.
—¿Te refieres a ese juego de mesa sin sentido? —preguntó la condesa, con cierta inflexión de desprecio en la voz.
—No es un juego sin sentido. Es real. Me han dado la patente. Pregúntele al señor Winterborne.
El año anterior, Pandora, que siempre había adorado los juegos y entretenimientos de mesa, había diseñado su propio juego. Con el apoyo del señor Winterborne, había inscrito la patente con la intención de producirlo y distribuirlo. El señor Winterborne poseía los grandes almacenes más importantes del mundo, y ya le había dicho que le haría un pedido de quinientos ejemplares. El juego tenía el éxito garantizado, aunque solo fuera porque no había prácticamente ninguna competencia. En Estados Unidos, y gracias a los esfuerzos de la empresa Milton Bradley, estaba floreciendo una industria basada en juegos de mesa, pero en Gran Bretaña todavía se encontraba en pañales. Pandora había desarrollado dos juegos más y estaba casi preparada para pedir las patentes. Algún día ganaría el dinero suficiente para trazar su propio camino en la vida.
—A pesar del aprecio que le tengo al señor Winterborne —aseveró lady Berwick—, comete un error al alentar esta locura.
—Él piensa que tengo lo que hace falta para llegar a ser una excelente mujer de negocios.
La condesa se retorció en la silla como si le hubiera picado una avispa.
—Pandora, eres hija de un conde. Ya sería atroz que te casaras con un comerciante o el dueño de una fábrica, pero que tú misma te conviertas en ello es impensable por completo. No te recibirían en ningún lugar. Estarías condenada al ostracismo.
—¿Por qué a cualquiera de estas personas —echó un rápido vistazo a la multitud que llenaba el salón— le debe importar lo que yo quiero hacer?
—Porque eres una de ellos. Un hecho que, seguramente, les gusta tan poco como a ti. —La condesa negó con la cabeza—. No soy capaz de entenderte, muchacha. Tu cerebro siempre me ha parecido como esos fuegos artificiales que giran de esa manera alocada.
—Girándulas.
—Sí, esas mismas. Que giran lanzando chispas, llenas de luz y de ruido. Haces juicios sin molestarte en averiguar los detalles. No es malo ser inteligente, pero si se es en exceso acaba produciendo, por lo general, el mismo resultado que la ignorancia. ¿Por qué crees que puedes pasar por alto la opinión de todo el mundo? ¿Esperas que la gente te admire por ser diferente?
—Por supuesto que no. —Pandora jugueteó con su carnet de baile en blanco, abanicándose con él tras abrirlo y cerrarlo varias veces—. Pero podrían, al menos, tratar de ser tolerantes.
—Tonterías, niña, ¿por qué habrían de hacerlo? La inconformidad es consecuencia del interés en ocultar algo. —A pesar de que era obvio que a la condesa le hubiera gustado soltarle un sermón en toda regla, cerró la boca de golpe y se levantó—. Continuaremos esta discusión más tarde. —Lady Berwick se volvió y lanzó una penetrante y avinagrada mirada hacia el extremo opuesto del salón.
En ese momento, Pandora percibió un sonido metálico en la oreja izquierda, como cuando vibra un hilo de cobre; algo que le solía ocurrir cuando se ponía nerviosa. Para su horror, sintió que los ojos comenzaban a picarle por las lágrimas de frustración que los inundaban. ¡Oh, Dios santo! Eso sería la humillación absoluta: la torpe y excéntrica florero, lady Pandora, llorando en un rincón del salón de baile. No, eso no iba a ocurrir. Se puso en pie tan rápido que la silla casi cayó hacia atrás.
—Pandora —la llamaron con urgencia desde algún lugar cercano—. Necesito que me ayudes.
Perpleja, se volvió justo cuando Dolly, lady Colwick, la alcanzaba.
Dolly, una vivaz chica de cabello oscuro, era la menor de las dos hijas de lady Berwick. Las familias habían trabado amistad después de que lady Berwick se hubiera comprometido a enseñar etiqueta y comportamiento a Pandora y Cassandra. Dolly era guapa y muy querida, además de haberse comportado con amabilidad con ella cuando otras jóvenes se habían mostrado indiferentes o le habían hecho objeto de burla. El año anterior, durante su primera temporada, Dolly se había convertido en la debutante más destacable; en los eventos siempre se veía rodeada por multitud de caballeros solteros. Se había casado hacía muy poco tiempo con Arthur, lord Colwick, que, a pesar de ser unos veinte años mayor que ella, disponía de una fortuna considerable y heredaría un marquesado.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pandora, preocupada.
—Antes de nada, debes prometerme que no le dirás nada a mi madre.
Pandora sonrió con ironía.
—Sabes de sobra que jamás hablo con ella si puedo evitarlo. ¿Qué ha ocurrido? —repitió.
—He perdido un pendiente.
—Oh, bueno... —repuso Pandora con simpatía—. Eso le podría pasar a cualquiera. Yo me paso el día perdiendo cosas.
—No, no lo entiendes. Lord Colwick sacó los pendientes de zafiros de su madre de la caja fuerte para que me los pusiera esta noche. —Dolly movió la cabeza para enseñarle el pendiente con un contundente zafiro que todavía colgaba en una de sus orejas—. El problema no es que lo haya perdido —continuó con tristeza—, sino dónde desapareció. Me alejé de la casa durante unos minutos con uno de mis antiguos pretendientes, el señor Hayhurst. Lord Colwick se pondrá furioso si llega a enterarse.
Pandora abrió los ojos como platos.
—¿Por qué has hecho eso?
—Bueno... Es que el señor Hayhurst siempre ha sido mi pretendiente favorito. Y el pobre muchacho tiene el corazón roto desde que me casé con lord Colwick. Me persigue insistentemente, así que tuve que aplacarlo con un rendezvous. Fuimos a un cenador que hay un poco más allá de las terrazas de la parte trasera. Estoy segura de que se me cayó el pendiente cuando estábamos en el sofá. —Las lágrimas hicieron brillar sus ojos—. No puedo regresar a buscarlo, he estado ausente demasiado tiempo. Y como mi marido se dé cuenta de que lo he perdido... No quiero ni imaginarme lo que puede pasar.
Hubo un momento de expectante silencio.
Pandora miró por las ventanas del salón de baile, donde los cristales reflejaban las fulgurantes luces. Fuera estaba muy oscuro.
Le bajó por la espalda un escalofrío de inquietud. No le gustaba salir de noche, y menos sola. Pero Dolly parecía desesperada y había sido siempre muy amable con ella. No podía negarse.
—¿Quieres que vaya a ver si lo encuentro? —se ofreció a regañadientes.
—¿Lo harías? No tardarías nada en ir al cenador, recuperar el pendiente y regresar de nuevo. Es fácil de encontrar, solo tienes que seguir el camino de grava que hay entre el césped. Por favor, por favor, mi querida Pandora, te debo la vida.
—No es necesario que me lo ruegues —dijo Pandora, entre perturbada y divertida—. Haré todo lo que esté en mi mano para encontrar ese pendiente. Sin embargo, Dolly, ahora que estás casada, no creo que debas tener más encuentros con el señor Hayhurst. El riesgo es demasiado alto, y no creo que él lo valga.
Dolly le dirigió una mirada de pesar.
—No me disgusta lord Colwick, pero jamás me hará sentir como el señor Hayhurst.
—Entonces ¿por qué no te casaste con él?
—Porque el señor Hayhurst es el tercer hijo y jamás heredará el título.
—Pero es el hombre que amas...
—No seas tonta, Pandora. El amor es para las muchachas de clase media. —Dolly escudriñó la estancia con una mirada de ansiedad—. Nadie mira —anunció—. Si eres rápida, puedes salir ahora mismo.
¡Oh, sí! Iba a ser tan rápida como una liebre. No pasaría más tiempo del necesario en el exterior por la noche. Ojalá pudiera decirle a Cassandra que la acompañara; su hermana siempre era una conspiradora dispuesta a secundarla. Sin embargo, para Cassandra sería mucho mejor continuar bailando; así lady Berwick estaría distraída.
Recorrió un lateral del salón de baile de forma casual, sin participar en ninguna conversación sobre la ópera, los jardines o la «última novedad». Cuando pasó por detrás de la espalda de lady Berwick, medio esperaba que su dama de compañía se volviese y la pescara como a un salmonete. Por fortuna, lady Berwick continuó observando a las parejas que bailaban en la pista, dando al ambiente un colorido caos de faldas tornasoladas y piernas enfundadas en pantalones oscuros.
En lo que a ella respectaba, su salida del salón de baile pasó absolutamente desapercibida. Bajó corriendo la enorme escalinata y atravesó la sala de balcones hasta llegar a una galería iluminada que se extendía a lo largo de la fachada de la mansión. Había filas de retratos en las paredes; generaciones de aristócratas la miraban mientras recorría el suelo taraceado.
Al llegar a la puerta que conducía a la terraza trasera, se detuvo en el umbral y miró hacia el exterior como haría un pasajero en la barandilla de un barco en alta mar. La noche era oscura, fresca y profunda. Odiaba abandonar la seguridad de la casa, pero se sintió más tranquila al ver la procesión de antorchas de aceite que, colocadas en unos cuencos sobre altos postes de hierro, iluminaban los jardines, alineadas junto al camino que recorría el extenso césped.
Pandora se centró en su misión y se deslizó por la terraza hacia la hierba. Una espesa arboleda de abetos escoceses inundaba el aire con su agradable e intenso aroma. Eso ayudaba a enmascarar el olor que desprendía el Támesis, que discurría paralelo al borde de los terrenos de la propiedad.
Desde el camino que había junto al río, llegaban las voces masculinas y los poderosos martillazos de los obreros que reforzaban los andamios para el espectáculo de fuegos artificiales. Al final de la velada, los invitados se reunirían en la terraza trasera y a lo largo de los balcones de la planta superior para ver la pirotecnia.
El sendero de grava serpenteaba alrededor de una enorme estatua del antiguo dios del río de Londres, el Padre Támesis. Enorme y robusta en su construcción, la gran figura estaba reclinada en un pedestal de piedra, sujetando descuidadamente un tridente con la mano. Estaba completamente desnuda, salvo una tela, lo que hizo pensar a Pandora que mostraba una imagen muy estúpida.
—¿Au natural en público? —se preguntó con ligereza mientras pasaba junto a la estatua—. Se puede esperar de una escultura clásica, pero usted, señor, no tiene excusa.
Continuó su camino hasta el cenador, que quedaba parcialmente protegido por un seto de tejo y una profusión de hortensias. La edificación, abierta por los lados y con paredes a media altura que unían la mitad de las columnas, estaba levantada sobre una base de ladrillo, y decorada con paneles de vidrio de colores. La única iluminación era una pequeña lámpara de estilo marroquí, que colgaba del techo.
Subió vacilante los dos escalones de madera y accedió al interior de la estructura. El mobiliario se limitaba a un sofá con el respaldo de rejilla, que parecía haber sido atornillado a las columnas más cercanas.
Mientras buscaba el pendiente perdido, trató de subir el borde de la falda para que el vestido no se ensuciara. Llevaba sus mejores galas, un modelo de iridiscente seda tornasolada, que parecía plateado desde un ángulo y color lavanda desde otro, realizado especialmente para los bailes de la temporada. Por delante, el diseño era sencillo; tenía un corpiño liso y bien ajustado y el escote bajo. Una red de intrincados pliegues en la espalda desembocaba en una cascada de seda que se agitaba y brillaba cada vez que se movía.
Después de mirar debajo de los cojines, se subió al asiento. Rebuscó en el espacio que quedaba entre el sofá y la pared curva. Esbozó una sonrisa de satisfacción cuando apreció un brillo en el borde de la moldura que adornaba la unión entre la pared y el suelo.
La cuestión ahora era cómo recuperar la joya. Si se arrodillaba en el suelo, regresaría al salón de baile tan sucia como un deshollinador.
El respaldo del sofá estaba tallado siguiendo un patrón de adornos y florituras, pero con espacios lo suficientemente grandes como para meter la mano. Pandora se quitó los guantes y los guardó en el bolsillo oculto del vestido. Luego se subió las faldas, se arrodilló sobre el asiento y metió el brazo por uno de los huecos, sin detenerse hasta llegar al codo. Sin embargo, las yemas de sus dedos no llegaban al suelo.
Se inclinó más hacia el espacio, empujando también la cabeza, y sintió un ligero tirón en el peinado, seguido por el tintineo de una horquilla al caer al suelo.
—Maldición... —susurró. Inclinó el torso y retorció los hombros para adaptarse a la abertura, bajando la mano hasta que pudo cerrar los dedos en torno al pendiente.
Sin embargo, cuando trató de incorporarse, se encontró con unas dificultades inesperadas. Las tallas de madera del sofá parecían haberse cerrado a su alrededor como si fueran las mandíbulas de un tiburón. Retrocedió con fuerza, hasta que sintió que el vestido se enganchaba y oyó que se rompían unas puntadas. Se quedó inmóvil. No iba a poder regresar al salón de baile con el vestido roto.
Se esforzó para llegar a la parte trasera del vestido, pero se detuvo de nuevo al oír que la frágil seda comenzaba a romperse. Quizá si se deslizaba un poco hacia delante y trataba de inclinarse en un ángulo diferente... Pero la maniobra solo sirvió para quedarse atrapada más firmemente y que los dentados bordes de madera se le clavaran en la piel. Después de forcejear y retorcerse durante un minuto, Pandora se quedó quieta, salvo por los compulsivos movimientos de sus pulmones.
—No es posible que esté atascada —murmuró—. No puede ser. —Intentó moverse sin éxito—. ¡Oh, Dios! Sí, estoy atascada. ¡No! ¡No!
Si la encontraban así, significaría su ruina más absoluta. Ella encontraría la manera de vivir con ello, pero el hecho acabaría afectando a su familia, y arruinaría la temporada de Cassandra, lo que resultaba inaceptable.
—¡Cáspita! —Estaba tan desesperada y frustrada que soltó la peor palabra que conocía.
Al momento, se quedó rígida de horror al oír que un hombre se aclaraba la garganta.
¿Sería un sirviente? ¿Un jardinero?
«Por favor, Dios, por favor, que no sea uno de los invitados.»
Escuchó unos pasos en el interior del cenador.
—Parece estar teniendo algunas dificultadas con el sofá —comentó el desconocido—. Por lo general, no recomiendo meter la cabeza, ya que tiende a complicar el proceso. —La voz contenía una ronca y fría resonancia que consiguió enervarla de una forma muy agradable. Notó que se le ponía la piel de gallina.
—Estoy segura de que todo esto debe parecerle muy divertido —dijo ella con cautela, intentando conseguir echar un vistazo a aquel hombre a través de la madera tallada. Estaba vestido de gala. Sin duda se trataba de un invitado.
—De eso nada. ¿Por qué me iba a parecer divertido encontrarme a una joven posando boca abajo sobre un mueble?
—No estoy posando. Se me ha quedado enganchado el vestido. Le quedaría muy agradecida si me ayudara a liberarme.
—¿Del vestido o del sofá? —preguntó el desconocido, sonando muy interesado.
—Del sofá —replicó ella, irritada—. Me he quedado enredada en estos... —vaciló, preguntándose cómo debía llamar a las elaboradas curvas de madera y los recovecos tallados en el respaldo del sofá— recocurvas —concluyó.
—Volutas de acanto —dijo el hombre a la vez. Pasó un segundo antes de que él preguntara—: ¿Cómo las ha llamado?
—Da igual —repuso ella con evidente disgusto—. Tengo el mal hábito de inventarme palabras, pero se supone que no debo decirlas en público.
—¿Por qué?
—Porque la gente puede llegar a pensar que soy un tanto excéntrica.
La tranquila risa le hizo sentir mariposas en el estómago.
—En este momento, querida, inventarse palabras es el menor de sus problemas.
Pandora parpadeó al escuchar el casual término cariñoso, y se tensó cuando él se sentó a su lado. Fue suficiente esa cercanía para que oliera su fragancia, una especie de aroma ambarino con esencia de cedro, envuelto en el frescor de la tierra húmeda. Olía como un bosque caro.
—¿Va a ayudarme? —le preguntó.
—Es posible. Si antes me dice qué estaba haciendo en el sofá.
—¿Es necesario que lo sepa?
—Sí —aseguró él.
Pandora frunció el ceño.
—Quería alcanzar algo.
Él apoyó un largo brazo por el borde del respaldo del sofá.
—Me temo que tendrá que ser más específica.