Título original: Deathhouse Gates
Traducción: Enric Tremps y Miguel Antón Rodríguez
1.ª edición: septiembre 2017
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49, 08021, Barcelona (España)
Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-785-6
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Dedico esta novela a dos caballeros: David Thomas Jr., que me dio la bienvenida a Inglaterra presentándome a cierto agente literario, y a Patrick Walsh, el agente a quien me presentó. A lo largo de los años han demostrado en más de una ocasión su fe en mí, y por ello doy las gracias a ambos.
Agradecimientos
Debo reconocer con la mayor gratitud el apoyo de las siguientes personas: el personal del Café Rouge (Dorking, no pares de servir café...); a la gente de Psion, cuyo extraordinario trabajo en las 5 Series sirvió de hogar al primer borrador de esta novela; Daryl y la tropa de Café Hosete, y, por supuesto, a Simon Taylor y al resto de Transworld. A mi familia y amigos: gracias por vuestra fe y vuestro aliento, pues sin ambos todo cuanto pueda lograr me sabría a poco.
Gracias también a Stephen y a Ross Donaldson por sus amables palabras; a James Barclay, Sean Russell y Ariel. Finalmente, me siento profundamente agradecido a todos los lectores que dedicaron su tiempo a hacer comentarios en varios sitios web: la escritura es una labor muy solitaria, y vosotros habéis logrado que lo sea menos.
Dramatis Personae
En la Senda de Manos
Gryllen: D’ivers
Icarium: Nómada mestizo jaghut
Iskaral Pust: Sacerdote supremo del templo de Sombra
Mappo: Compañero trell de Icarium
Messremb: Soletaken
Mogora: D’ivers
Ryllandaras: D’ivers, lobo blanco
Malazanos
Apsalar: Abrasapuentes del noveno pelotón
Azafrán: Visitante de Darujhistan
Baudin: Compañero de Felisin y Heboric
Bizco: Arquero
Blistig: Capitán de la guardia de Aren
Capitán: Dueño y capitán del Tapón de Trapo
Capitán Keneb: Refugiado
Cucaracha: Perro hengese
Chenned: Capitán del Séptimo Ejército
Duiker: Historiador imperial
Gesler: Cabo en la guardia costera
Felisin: Hija menor de la Casa Paran
Heboric, Toque de Luz: Historiador y antiguo sacerdote de Fener
Kalam: Abrasapuentes, cabo del noveno pelotón. Asesino que renegó de la Garra
Kesen: Primogénito de Keneb y Selv
Kulp: Mago del Séptimo Ejército
Lista: Cabo del Séptimo Ejército
Mallick Rel: Consejero del Puño Supremo de los ejércitos de Malaz en Siete Ciudades. Sacerdote de Jhistal
Minala: Hermana de Selv
Pella: Soldado en Solideo
Perla: Garra
Picadora: Zapador
Pormqual: Puño Supremo de Siete Ciudades, en Aren
Sawark: Capitán de la guardia en Solideo
Selv: Esposa de Keneb
Sepia: Zapador
Sulmar: Capitán del Séptimo Ejército
Torcido: Perro de los wickanos
Tormenta: Soldado de la guardia costera
Topper: Comandante de la Garra
Tregua: Capitán de la infantería de marina de Sialk
Vaneb: Segundo hijo de Keneb y Selv
Verdad: Recluta en la guardia costera
Violín: Abrasapuentes del noveno pelotón
Wickanos
Bastión: Tío de Coltaine y comandante
Coltaine: Puño del Séptimo Ejército
Menos: Niña hechicera
Nada: Niño hechicero
Sormo E’nath: Hechicero
Temul: Joven lancero
Espadas Rojas
Aralt Arpat: Sargento ehrlitano
Baria Setral: De Dosin Pali
Lostara Yil: Sargento ehrlitana
Mesker Setral: Hermano de Baria y Orto Setral. De Dosin Pali
Tene Baralta: Ehrlitano
Nobles de la Cadena de Perros (Malazanos)
Lenestro
Nethpara
Pullyk Alar
Tumlit
Seguidores del Apocalipsis
Bidithal: Mago supremo del Apocalipsis de Raraku
El toblakai: Guardaespaldas de Sha’ik y guerrero del Apocalipsis de Raraku
Febryl: Mago supremo de Sha’ik
Kamist Reloe: Mago, del ejército de Odhan
Korbolo Dom: Puño renegado y líder del ejército de Odhan
Leoman: Capitán del Apocalipsis de Raraku
L’oric: Mago del Apocalipsis de Raraku
Mebra: Espía en Ehrlitan
Sha’ik: Líder de la rebelión
Otros
Baran: Mastín de Sombra
Beneth: Dirige a los esclavos de Solideo
Bula: Tabernera
Ciega: Mastín de Sombra
Cotillion: Dios, patrón de los Asesinos
Cruz: Mastín de Sombra
Hentos Ilm: Una invocahuesos t’lan imass
Irp: Sirviente
Karpolan Demesand: Comerciante
Kimloc: Chamán tanno
La aptoriana: Demonio
Legana Estirpe: T’lan imass
Moby: Mono alado
Olar Ethil: Un invocahuesos de t’lan imas
Panek: Niño
Rellock: También llamado Sirviente
Rudd: Sirviente
Salk Elan: Pasajero de un barco
Shan: Mastín de Sombra
Tronosombrío: Dirigente de la Gran Casa de Sombra
Yunque: Mastín de Sombra
Prólogo
¿Qué ves en el emborronado horizonte,
que no pueda ocultar
tu mano alzada?
Los Abrasapuentes
Toc el Joven
Año 1163 del Sueño de Ascua
Año 9 del reinado de la Emperatriz Laseen
Año de la Criba
Una nube informe de moscas llegó tambaleándose a la plaza del Juicio, procedente de la avenida de las Almas. En su interior se apiñaban relucientes borrones negros que, a veces, enloquecidos, se desgajaban de la masa para caer en las losas de piedra y desperdigarse al vuelo.
Estaba a punto de concluir la Hora del Deseo, y el sacerdote trastabilló ciego, sordo y silencioso. Por honrar a su dios aquella jornada, el siervo del Embozado, señor de Muerte, se había unido a sus compañeros desnudándose; luego había ungido su cuerpo con la sangre de los asesinos ejecutados, sangre almacenada en las ánforas alineadas a lo largo de las paredes de la nave del templo. A continuación, los hermanos habían salido a la calle de Unta en procesión, dispuestos a saludar la llegada de los siervos de su dios, y habían realizado la macabra danza que señalaba el último día de la estación de la Podredumbre.
Los guardias que formaban en la plaza se apartaron para dejar paso al sacerdote, y luego se apartaron más, lejos de la nube y los zumbidos que lo seguían como estela a un barco. El cielo de Unta seguía más gris que azul, pues se alzaron en ese momento las moscas que habían llegado al alba a la capital del Imperio de Malaz. Las moscas ganaron la bahía, en dirección a las minas de sal y a las islas hundidas más allá del arrecife. La estación de la Podredumbre traía de la mano la pestilencia. Era inaudito pensar que era la tercera vez en los últimos diez años que se imponía aquella estación.
Imperaba en la plaza el zumbido de las moscas, quebrado el ambiente por aquella especie de tormenta de arenilla negra. En una calle, a lo lejos, aullaba un perro moribundo. Cerca de la fuente central de la plaza, la mula abandonada que se había derrumbado hacía unos instantes aún pataleaba débilmente. Las moscas se habían introducido en todos los orificios del animal, ahora hinchado de gases. A la tozuda mula apenas le quedaba una hora antes de morir. Al cruzar el sacerdote, las moscas alzaron el vuelo, formaron una densa cortina y pasaron a formar parte de la nube que lo envolvía.
Desde el lugar donde aguardaba acompañada, Felisin comprendió que el sacerdote del Embozado se acercaba directamente a ella. Este tenía millares de ojos, pero de algún modo estaba convencida de que todos la miraban a ella. El horror que sentía contribuyó poco a despejar aquel aturdimiento que cubría su mente como una mortaja; sabía que estaba ahí, en su interior, pero esa certeza parecía más el reflejo de un temor que el temor propiamente dicho, presente en su interior.
Si bien apenas recordaba la primera estación de la Podredumbre, tenía muy presente la segunda. No habían transcurrido ni tres años desde que había presenciado ese mismo día, a salvo entre los muros de la hacienda de su familia, en una casa recia con las contraventanas cerradas, corridas las cortinas, los braseros en el exterior, ante las puertas y, en lo alto de los muros erizados de vidrio, más braseros que despedían el humo acre de las hojas de istaarl. El último día de la estación y su Hora del Deseo le provocaban asco, la irritaban y la incomodaban, pero nada más. Por aquel entonces apenas había reparado en los innumerables mendigos y los animales extraviados que rondaban la ciudad, ni siquiera en los habitantes pobres que, después, fueron obligados a limpiar las calles durante días enteros.
Era la misma ciudad en un mundo diferente.
Felisin se preguntó si los guardias se acercarían al sacerdote cuando se dirigiera a las víctimas de la Criba. Ella y los demás de la línea estaban a cargo de la Emperatriz, eran responsabilidad de Laseen, y el trayecto del sacerdote podía verse como ciego y aleatorio, la colisión inminente producida más por el azar que por designio, aunque en los huesos Felisin tenía la sensación de que no era tal. ¿Se atreverían los guardias a dar un paso al frente, a guiar al sacerdote a un lado, a conducirlo por la plaza?
—Creo que no —dijo el hombre que se hallaba acuclillado a su derecha. Los ojos entornados, hundidos en las cuencas, despidieron un fulgor que muy bien pudo ser de diversión—. Te he visto pestañear, de los guardias al sacerdote, y del sacerdote a los guardias.
El hombretón silencioso que se encontraba a su izquierda se puso lentamente en pie, tirando de la cadena. Felisin hizo una mueca por el tirón de los eslabones cuando el hombre dobló los brazos a la altura del pecho. Este observaba al sacerdote sin decir una palabra.
—¿Qué quiere de mí? —preguntó Felisin en un susurro—. ¿Qué he hecho yo para llamar la atención de un sacerdote del Embozado?
El hombre acuclillado apoyó el peso en los talones, encaró el sol del atardecer y preguntó:
—Reina de los sueños, ¿es una muestra de la juventud egoísta lo que oigo salir de esos labios dulces y sensuales? ¿O solo se trata de los modos propios de la sangre noble, en torno a la cual gira el universo? Respóndeme, te lo ruego, veleidosa reina.
Felisin arrugó el entrecejo.
—Me siento mejor cuando te creo dormido... o muerto.
—Los muertos no se acuclillan, moza, yacen. El sacerdote del Embozado no viene a por ti, sino a por mí.
Felisin se volvió entonces hacia él. Más que un hombre, parecía un sapo de ojos hundidos. Era calvo y tenía el rostro surcado de tatuajes diminutos, negros, y de símbolos geométricos ocultos que asomaban a la superficie desde un segundo plano y que cubrían su rostro como si de un pergamino ajado se tratara. Iba desnudo, a excepción del taparrabos hecho jirones, cuyo tinte rojo lucía descolorido. Las moscas recorrían toda la extensión de su piel; por lo visto, no querían abandonarlo, y seguían danzando en su cuerpo. Felisin comprendió que no obedecían a los sombríos designios del Embozado. El dibujo del tatuaje lo cubría por entero, el rostro del jabalí superpuesto al propio, intrincado laberinto de caligrafía, y una mata de pelo rizado se extendía por sus brazos hasta cubrir también los muslos y las espinillas desnudas, mientras que las pezuñas estaban dibujadas en la piel que cubría los pies. Hasta ese momento, Felisin había estado demasiado absorta, demasiado asustada para prestar atención a quienes la acompañaban en la cadena. Aquel hombre era sacerdote de Fener, el Jabalí del Verano, y las moscas eran muy conscientes de ello, lo comprendían lo bastante bien como para alterar su enloquecedor revoloteo. Observó con mórbida fascinación el modo en que se apiñaban en los muñones que aquel hombre tenía en las muñecas; el tejido de las antiguas cicatrices era el único rincón de su cuerpo que Fener no había reclamado. Felisin reparó en que el recorrido de las moscas respetaba las líneas del tatuaje. Se desplazaban lo necesario para evitar tocarlo, lo cual no las impedía danzar a lo largo y ancho de su piel.
El sacerdote de Fener había permanecido encadenado por los tobillos al final de la línea. Todos los demás tenían grilletes alrededor de las muñecas. Tenía los pies cubiertos de sangre, y ahí las moscas volaban a su alrededor sin llegar a posarse. Vio que había abierto los ojos cuando las nubes taparon la luz del sol.
El sacerdote del Embozado había llegado al lugar en el que se encontraban. Se tensaron las cadenas cuando el hombre situado a su izquierda retrocedió todo cuanto pudo. La pared en la que recostaba la espalda estaba caliente, y sentía los ladrillos (decorados con escenas de pompa imperial) lisos a través de la túnica de esclava. Felisin contempló a la criatura cubierta de una nube de moscas, que permanecía de pie y sin decir palabra ante el sacerdote de Fener. No veía ni una pulgada de piel, nada de la persona que había bajo esa capa negra. Las moscas lo cubrían por completo y, bajo estas, vivía en una oscuridad que ni siquiera la luz del sol podía hollar. La nube que lo envolvía se extendió, y Felisin contrajo el cuerpo cuando innumerables patitas de insecto le subieron por las piernas en dirección a los muslos. Se ajustó la túnica al cuerpo y juntó ambas piernas con fuerza.
Habló el sacerdote de Fener, en su rostro ancho había dibujada una sonrisa carente de humor.
—Hace ya un buen rato de la Hora del Deseo, acólito. Vuelve a tu templo.
El siervo del Embozado no replicó nada; sin embargo, el zumbido que lo envolvía aumentó un tono, hasta que la música de aquel incesante aleteo reverberó en los huesos de Felisin.
El sacerdote entrecerró los ojos y mudó el tono de voz.
—Ah, ya veo. Es cierto que en tiempos fui siervo de Fener, pero ya no. Hace años que no, aunque es imposible borrar de mi piel la huella de Fener. Diría que si bien el Jabalí del Verano siente escaso amor por mí, aún siente menos por ti.
Felisin acusó una sacudida en su alma cuando comprobó que era capaz de entender las palabras pronunciadas por el zumbido de las moscas.
—Secreto... Mostrar... Ahora...
—Adelante —gruñó el antiguo siervo de Fener—. Muéstramelo.
Quizá Fener actuó en ese momento, mano soberana de un dios furibundo (Felisin recordaría ese instante, en el que volvería a pensar a menudo), o fue una broma más allá de su comprensión, pero en ese momento la oleada de horror que pugnaba por salir de su interior se liberó al fin, el aturdimiento de su alma rasgó su mortaja y las moscas salieron despedidas como en una explosión, dispersándose por doquier para dejar al descubierto a... nadie.
El antiguo sacerdote de Fener retrocedió como si lo hubieran golpeado, abiertos los ojos desmesuradamente. En la plaza, media docena de guardias dieron la voz. Las cadenas se tensaron cuando quienes formaban la línea forcejearon para liberarse. Las argollas de hierro en las paredes no cedieron, al igual que las cadenas. Los guardias se apresuraron hacia la línea, que retrocedió en señal de obediencia.
—Eso me ha parecido muy gratuito —masculló el hombre cubierto de tatuajes.
Transcurrió una hora, una hora en la que el misterio, el espanto y el horror del sacerdote del Embozado se sumieron en el cúmulo de recuerdos de Felisin hasta convertirse en una capa más, la más reciente, cierto, pero no la última de lo que había pasado a convertirse en una pesadilla interminable. El zumbido de las moscas que había pronunciado aquellas palabras... ¿Era el propio Embozado quien había hablado? ¿Había el señor de Muerte echado a andar entre mortales? ¿Y por qué acercarse a un antiguo siervo de Fener? ¿Qué mensaje ocultaba la revelación?
No obstante, todas aquellas preguntas desaparecieron de su mente, cedió el aturdimiento y volvió la fría desesperación. La Emperatriz había acabado con la nobleza, había privado a las Casas y a las familias nobles de toda su riqueza y, después, las había acusado y encarcelado por alta traición hasta cubrirlos a todos de grilletes. Respecto al antiguo sacerdote situado a su derecha, y al enorme hombretón de su izquierda, estaba convencida de que ni uno ni otro podían llevar sangre noble en las venas.
Rio por lo bajo, lo cual llamó la atención de ambos hombres.
—¿Acaso te ha sido revelado el secreto del señor de Muerte, moza? —preguntó el antiguo sacerdote.
—No.
—¿Y qué te parece tan divertido?
Felisin sacudió la cabeza. Había esperado verme bien acompañada, ¿no te parece un pensamiento vuelto del revés? Ahí la tienes, la misma actitud que los campesinos ansiaban erradicar, el mismo combustible al que la Emperatriz ha prendido fuego...
—¡Niña!
Era la voz de una mujer que, a pesar de la edad, mantenía al mismo tiempo la arrogancia y cierto aire de desesperación. Felisin cerró fugazmente los ojos, luego se envaró y miró a lo largo de la fila a la anciana cadavérica que se hallaba más allá del bruto. La mujer llevaba puesto un camisón, raído y embarrado. De sangre noble, nada más y nada menos, pensó.
—Dama Gaesen.
La anciana extendió una mano temblorosa.
—¡Sí! ¡La esposa de lord Hilrac! Soy dama Gaesen... —Aquellas palabras parecieron surgir de un lugar recóndito, como si acabara de rescatarlas del olvido o hubiera olvidado quién era. Frunció el entrecejo bajo la capa de maquillaje que cubría sus arrugas y clavó en Felisin los ojos inyectados en sangre—. Yo te conozco —susurró—. Casa Paran. Eres la hija menor. ¡Felisin!
Felisin se quedó fría. Se volvió al frente para observar el patio donde los guardias permanecían apoyados en las picas, pasándose los frascos de licor y sacudiéndose las moscas que aún rondaban en el lugar. Había llegado un carro para llevarse a la mula, y cuatro hombres cubiertos de ceniza saltaron del carro cargados de cuerdas y garfios. Más allá de los muros que rodeaban la plaza se alzaban las agujas y los domos decorados de Unta. Echaba de menos las sombras que proyectaban sobre las calles, la vida que había llevado hacía apenas una semana, y a Sebry dándole voces mientras montaba su yegua favorita. Levantaría la mirada mientras conducía la yegua de un modo delicado, deliberado, para ver los árboles de hojas verdes que separaban los terrenos de monta de los viñedos de la familia.
A su lado, el bruto lanzó un gruñido.
—Por los pies del Embozado que esa zorra tiene su gracia.
¿De qué zorra habla?, se preguntó Felisin. Logró, no obstante, conservar la expresión a pesar de haber extraviado el consuelo que le proporcionaban sus recuerdos.
—Una riña entre hermanas, ¿verdad? —Calló el antiguo sacerdote de Fener unos instantes, para añadir secamente—: Me parece un poco exagerado.
El bruto gruñó de nuevo y se inclinó hacia delante, cubriendo a Felisin con la sombra que proyectaba.
—¿Y tú? Un monje exclaustrado. No sería propio de la Emperatriz hacer favores a ningún templo.
—No, no lo sería. Perdí la fe hace tiempo. Estoy seguro de que la Emperatriz hubiera preferido que siguiera encerrado en el claustro.
—Como si le importara —se mofó el bruto al acuclillarse.
—¡Tienes que hablar con ella, Felisin! —exclamó dama Gaesen—. ¡Una súplica! Tengo amigos ricos...
El gruñido del hombretón adquirió el tono de un ladrido.
—En esta misma fila, más adelante, encontrarás a tus amigos ricos.
Felisin se limitó a negar con la cabeza. Habla con ella, han pasado meses. Ni siquiera cuando murió Padre.
Siguió un silencio, que se alargó más de la cuenta, casi hasta poder equipararse al silencio que había existido antes de que empezaran a hablar.
—No vale la pena buscar la salvación en una mujer que se limita a cumplir órdenes —aseguró el antiguo sacerdote, tras aclararse la garganta y lanzar un escupitajo—. Señora, ni se te ocurra creer que esa, siendo la hermana de esta muchacha...
Felisin compuso una mueca y se volvió al antiguo sacerdote.
—¿Quieres decir que...?
—No quiere decir nada —gruñó el bruto, interrumpiéndola—. Olvida lo que pueda haber en tu sangre, lo que se supone que pueda haber según tu forma de ver las cosas. Esto es cosa de la Emperatriz. Quizá creas que se trata de algo personal, puede que quieras verlo así, por ser quien eres...
—¿Y quién soy? —rio Felisin—. ¿A qué Casa perteneces?
El hombretón sonrió.
—A Casa de Vergüenza. Pero ¿qué más da? Tampoco la tuya pasa por su mejor momento.
—Ya me parecía a mí —dijo Felisin, ignorando la dosis de verdad que había en la última aseveración. Miró fijamente a los guardias—. ¿Qué sucede? ¿Por qué seguimos aquí sentados?
—Ha pasado ya la Hora del Deseo —respondió el antiguo sacerdote tras escupir de nuevo al suelo. Levantó la mirada, los ojos bajo el saliente que formaban sus cejas—. Hay que levantar a los campesinos. Somos los primeros, niña, y tienen que dar ejemplo. Esto que sucede aquí en Unta pronto sacudirá a toda la nobleza del Imperio.
—¡Tonterías! —protestó dama Gaesen—. Nos tratarán bien a todos. La Emperatriz tendrá que tratarnos como corres...
El hombretón gruñó por tercera vez; fue una especie de risa, o al menos eso pensó Felisin.
—Si la estupidez fuera delito, señora, haría años que te hubieran arrestado —aseguró el bruto—. Tiene razón. Muchos de nosotros no llegaremos vivos a los barcos de esclavos. Este desfile por la avenida de la Columnata se convertirá en un baño de sangre. Pero recuerda —advirtió, entornando los ojos clavados en los guardias—, que al viejo Baudin no va a partirlo en dos ninguna turba de campesinos...
Felisin sintió una punzada de temor en la boca del estómago y contuvo un escalofrío.
—¿Te importa que no me separe de ti, Baudin?
El hombre bajó la mirada hacia ella.
—Un poco regordeta para ser mi tipo. —Y volviéndose, añadió—: Eres libre de hacer lo que quieras.
El antiguo sacerdote se acercó.
—Pensándolo bien, muchacha, esta rivalidad vuestra no parece un juego de niños. Lo más probable es que tu hermana quiera asegurarse de que tú...
—Es la Consejera Tavore —interrumpió Felisin—. Ya no es mi hermana. Renunció a nuestra Casa al ser requerida al servicio de la Emperatriz.
—Aun así, sospecho que se trata de algo personal.
—¿Y por qué ibas tú a sospechar nada? —preguntó, frunciendo el ceño, Felisin.
—Fui ladrón en tiempos; luego, sacerdote; ahora, historiador. Conozco bien la posición tensa en la que se halla sumida la nobleza —respondió él, tras inclinarse de un modo irónico, teatral.
Felisin abrió lentamente los ojos y se maldijo a sí misma por su estupidez. Incluso Baudin, que no podía evitar escucharles, se había inclinado para ver qué cara ponía.
—Heboric —dijo el hombretón—. Heboric Toque de Luz.
—Tan ligero como de costumbre —aseguró Heboric, al levantar los brazos.
—Tú escribiste esa historia revisada —dijo Felisin—. Un delito de traición...
—¡Que los dioses nos perdonen! —exclamó Heboric, que enarcó las cejas para componer una expresión de burlona alarma—. ¡Una diferencia de opiniones puramente filosófica, nada más! Eso mismo dijo Duiker en mi defensa, que Fener lo bendiga.
—Pero la Emperatriz hizo oídos sordos —dijo Baudin, sonriendo—. Después de todo la llamaste asesina, y luego tuviste arrestos para añadir que hizo una chapuza.
—Veo que encontraste una copia ilegal.
Baudin pestañeó.
—Sea como fuere —continuó diciendo Heboric a Felisin—, supongo que tu hermana, la Consejera, planea llevarte a los barcos de esclavos en una sola pieza. La desaparición de tu hermano en Genabackis se llevó a tu padre... Eso he oído —añadió, sonriendo—. Mas fueron los rumores de traición los que dieron alas a tu hermana, ¿me equivoco? A limpiar el nombre de la familia y todo eso...
—Haces que no suene descabellado, Heboric —dijo Felisin, consciente de la amargura que destilaba su propia voz, cosa que ya no le importaba—. Tavore y yo teníamos opiniones distintas, y ya ves cuál ha sido el resultado.
—¿Opiniones respecto a qué?
Felisin no respondió.
De pronto, los integrantes de la fila se envararon. Los guardias se habían vuelto hacia la puerta occidental de la plaza. Felisin empalideció al ver que su hermana (la Consejera Tavore, heredera de Lorn, quien había perecido en Darujhistan) entraba a lomos del caballo, animal criado en los establos de Paran. A su lado iba la perenne T’amber, una hermosa joven cuya larga melena morena hacía honor a su nombre. Nadie sabía de dónde había salido, pero se había convertido en la ayudante personal de Tavore. Tras ellas marchaban una veintena de oficiales y una compañía de caballería pesada compuesta de soldados imbuidos de cierto aire exótico, extranjero.
—Menuda ironía —masculló Heboric, atento a los soldados de la caballería.
Baudin echó el cuello hacia delante y escupió al suelo.
—Espadas Rojas, los muy cabrones.
El historiador le dedicó una mirada divertida.
—Veo que has viajado mucho, Baudin. Has visto los diques de Aren, ¿verdad?
El otro se movió incómodo.
—Habré embarcado alguna que otra vez, monstruo. Además, corre el rumor de que llevan una semana o más en la ciudad —dijo, encogiéndose de hombros.
Hubo cierto revuelo entre los soldados de la Espada Roja, y Felisin vio que llevaban las manos cubiertas de guantelete sobre la empuñadura del acero que ceñían al costado, los yelmos puntiagudos vueltos a una hacia la Consejera. Tavore, hermana, ¿tanto caló en ti la desaparición de nuestro hermano? Cuánto debió de afectarte para que buscaras semejante recompensa... Y, entonces, para demostrar tu absoluta lealtad, tuviste que escoger entre Madre y yo para el sacrificio simbólico. ¿No te percataste de que el Embozado apostó por ambas opciones? Al menos Madre se ha reunido con su amado esposo... Permaneció atenta mientras Tavore se volvió a los guardias, para pronunciar unas palabras a T’amber, que dirigió su montura hacia la puerta oriental.
Baudin gruñó una vez más.
—Ánimo. Tenemos por delante un sinfín de horas interminables.
Acusar a la Emperatriz de asesinato era una cosa, otra muy distinta era predecir su siguiente movimiento. Si al menos hubieran prestado atención a mi advertencia. Heboric hizo una mueca cuando los empujaron a marchar y los grilletes volvieron a morder la piel de sus tobillos.
Las personas de talante civilizado se cuidaban mucho de exponer el blando bajo vientre de su salud mental; la decadencia y la sensibilidad eran las marcas de una buena educación. Para ellos resultaba más sencillo, más seguro, y ahí estaba el quid de la cuestión, después de todo: una declaración de mimada opulencia que quemaba la garganta de los pobres más que cualquier ostentosa demostración de riqueza.
Heboric había hablado ampliamente de ello en su ensayo, y podía admitir su amarga admiración por la persona de la Emperatriz y por la Consejera Tavore, instrumento de Laseen en todo aquello. La excesiva brutalidad de los arrestos llevados a cabo a medianoche; las puertas derribadas; las familias arrastradas de sus camas entre el griterío de los sirvientes... Todo aquello constituía la primera sacudida. Aturdidos por la falta de sueño, los nobles eran llevados a cuestas, encadenados, obligados a formar ante un juez beodo y un jurado de mendigos, a quienes se había arrestado igualmente en las calles. Era una burla total y absoluta de la justicia, capaz de acabar con la última esperanza de ver un comportamiento civilizado, rota la civilización en sí, y entre sus restos poco más que el caos del salvajismo.
Golpe sobre golpe, rendición de los estómagos saciados. Tavore conocía a los suyos, sabía de sus debilidades y no mostraba piedad alguna a la hora de sacar provecho de ellas. ¿Qué podía empujar a una persona a mostrarse tan ruin?
Los pobres salieron a la calle cuando se enteraron de lo sucedido, coreando a voces la admiración que sentían por la Emperatriz. Altercados cuidadosamente orquestados, el pillaje y la matanza que siguieron asolaron el distrito Noble; persiguieron a los pocos vástagos de la nobleza que no habían sido arrestados, suficientes para saciar la sed de sangre de la turba, que dispuso de un objetivo en que concentrar su ira y su odio. Luego siguió la vuelta al orden, para evitar que la ciudad acabara envuelta en llamas.
La Emperatriz cometió escasos errores. Había aprovechado la ocasión para arremeter contra los descontentos y los estudiantes neutrales, para cerrar el puño de la presencia militar en la capital, justificar la necesidad de más tropas para protegerse de los intrigantes nobles traidores. Los bienes aprehendidos costearían la expansión militar. Había sido una jugada muy precisa, a pesar de que no había constituido una sorpresa. Había despertado con la fuerza de un decreto imperial el cruel eco de la rabia que asolaba en ese momento todas las ciudades.
Amarga admiración. Heboric sentía la necesidad de escupir, algo que no había hecho desde sus tiempos de cortabolsas en el barrio del Ratón, en Ciudad Malaz. Veía el asombro escrito en la mayoría de los rostros de la fila. Rostros, muchos de ellos, tensos sobre el cuello del camisón, sucios cuando no mugrientos debido a los lugares donde habían permanecido encerrados, rostros que desposeían a sus dueños de esa armadura social constituida por la ropa a la que estaban acostumbrados. Pelo enmarañado, expresión aturdida, postura rota, todo cuanto la turba que se arracimaba al otro lado de la plaza ansiaba ver, deseando cobrarse venganza...
Bienvenido a la calle, pensó Heboric cuando los guardias los conminaron a moverse bajo la atenta mirada de la Consejera, envarada en la silla de montar, contraído el rostro delgado hasta convertirse en un sinfín de arrugas: la línea que dibujaban sus ojos, los corchetes de una boca recta que parecía carecer de labios... Maldición, no nació con mucho a su favor, ¿verdad? La mirada recaló en su hermana pequeña, en la moza que arrastraba los pies a un paso de él.
Observó a la Consejera Tavore con curiosidad, en busca de algún indicio (un destello de malicia, quizá), mientras ella, con gélida mirada, recorrió la fila y se detuvo unos instantes junto a su hermana. Aquella breve pausa fue lo único que delató su relación, un acto de reconocimiento, nada más. Luego la mirada pasó de largo.
Los guardias abrieron la puerta oriental a doscientos pasos de distancia, a unas varas de quienes encabezaban la fila. La antigua puerta dejó escapar un rugido, un estruendo quejumbroso que hizo dar un respingo tanto a los soldados como a los prisioneros, que reverberó contenido por la elevada muralla y espantó a una bandada de palomas, que alzaron el vuelo. El aleteo de estas se extendió como un manto como si de una suerte de ovación se tratara, aunque Heboric creyó ser el único capaz de apreciar en toda su magnitud aquella irónica muestra de humor de los dioses. Sin querer privarse del gesto, logró inclinarse a modo de reconocimiento.
El Embozado guarda sus secretos. Aquí, Fener, viejo puerco, comezón que nunca alcanzo a rascar. Mírame, anda, presta atención: observa en qué se ha convertido tu malogrado hijo.
Había una parte de la mente de Felisin que se aferraba a la cordura, que cerraba sus dedos con fuerza frente al huracán. Los soldados formaban en columna de tres en la avenida de la Columnata, pero la turba no cejaba en su empeño de burlarlos. Observó la situación con cierto cinismo mientras la golpeaban y atacaban, mientras la escupían. Tanto como aquella cordura que no se dejaba desplazar, un par de brazos fuertes la rodearon, brazos sin manos, los muñones cicatrizados, supurantes, brazos que la empujaron hacia delante, siempre hacia delante. Nadie tocó al sacerdote. Nadie se atrevió a hacerlo. Mientras, al frente, Baudin se perfilaba como una figura más aterradora incluso que aquella turba.
Mataba sin el menor esfuerzo. Arrojaba a un lado los cadáveres con desprecio, entre rugidos, gestos y señas. Incluso los soldados se lo miraban a cierta distancia tras los yelmos, volviendo la cabeza ante sus desafíos, las manos tensas en la pica o la empuñadura de la espada.
Baudin se carcajeaba, la nariz rota debido a un ladrillo certero, las piedras rebotando en su cuerpo, la túnica de esclavo hecha harapos, empapada en sangre y saliva. Aferraba a todo aquel que se acercara lo suficiente, lo retorcía, lo doblaba y lo partía en dos. La única pausa a su paso se produjo cuando sucedía algo al frente, cuando se abría una brecha entre los soldados, o cuando dama Gaesen trastabillaba. La cogía bajo los brazos sin demasiada delicadeza, y luego la empujaba hacia delante sin dejar de perjurar.
Una oleada de terror se extendió al frente de Baudin, un eco del horror que sacudió a la turba. Se redujo el número de atacantes, aunque los ladrillos no dejaron de volar formando una especie de barrera; algunos los alcanzaron, otros no.
Prosiguió la marcha por la ciudad. A Felisin le dolían los oídos. Lo había escuchado todo a pesar del estruendo, pero veía claramente, buscando y encontrando, demasiado a menudo, imágenes que sería incapaz de olvidar.
Las puertas se perfilaron en la distancia cuando se produjo la brecha más importante. Los soldados parecieron fundirse y la oleada de rabia extendió su manto de fuego en las calles, engullendo a los prisioneros.
Felisin oyó las palabras de Heboric cerca, mientras la empujaba.
—Esto se acabó.
Baudin rugió. Los cuerpos se arremolinaron, las manos lo desgarraron con sus uñas. Felisin perdió los últimos jirones de la túnica. Una mano se cerró sobre su cabello, tiró de él con fuerza y la obligó a torcer la cabeza. Escuchó aquellos gritos y comprendió al fin que partían de su propia garganta. Un aullido brutal se alzó a su espalda y sintió que la mano que tiraba de su pelo perdía fuerza, se movía de forma espasmódica para luego desaparecer. Más y más gritos coparon por completo sus sentidos.
Un único movimiento los envolvió a todos, empujándolos o tirando de ellos, no supo concretar. Apareció ante su mirada el rostro de Heboric, escupiendo jirones de piel ensangrentada. De nuevo se abrió un claro alrededor de Baudin, que se agachó profiriendo un torrente de maldiciones. Le habían arrancado la oreja derecha, y, con ella, pelo, piel y carne. El hueso de la sien relucía al desnudo, húmedo. Los cuerpos descuajeringados yacían a su alrededor, pocos de ellos se movían. A sus pies, dama Gaesen. Baudin la cogió del cabello y levantó su rostro. Aquel instante pareció congelarse en el tiempo, el mundo se redujo a un único lugar.
Baudin desnudó los dientes al romper a reír:
—No soy ningún noble llorica —gruñó encarando la multitud—. ¿Qué queréis? ¿La sangre de una mujer noble?
La muchedumbre rugió, extendiendo los brazos hacia él. Baudin rio de nuevo.
—Vamos a pasar, ¿me oís? —Se envaró, al tiempo que arrastraba la cabeza de dama Gaesen hacia arriba.
Felisin no supo si la anciana seguía consciente. Tenía los ojos cerrados, la expresión apacible, casi juvenil, bajo la mugre y los arañazos que cubrían su rostro. Puede que estuviera muerta. Felisin rogó que así fuera. Algo estaba a punto de suceder, algo que condensaría toda aquella pesadilla en una única imagen. La tensión se mascaba en el ambiente.
—¡Vuestra es! —rugió Baudin. Con la otra mano en la barbilla de la dama, torció el cuello de esta. Se partió con un ruido seco, el cuerpo se agitó, retorciéndose sobre sí. Baudin rodeó aquel cuello con la cadena, que tensó con fuerza; luego hizo un movimiento de sierra. Manó la sangre de la herida, hasta transformar la cadena en una especie de retorcido pañuelo.
Felisin contempló la escena presa del horror.
—Que Fener se apiade —murmuró Heboric.
La muchedumbre guardaba silencio aturdida, retrocediendo a pesar de la sed de sangre de la que había hecho gala. Apareció un soldado sin yelmo, lívido el rostro, la mirada clavada en Baudin. A su espalda, los yelmos relucientes y las anchas hojas de los Espadas Rojas relampaguearon sobre la turba cuando los jinetes se abrieron camino lentamente hacia ellos.
No hubo movimiento alguno a excepción de la cadena. Más allá de los jadeos de Baudin, nadie parecía respirar. Puede que hubiera disturbios a lo lejos, pero parecían a un millar de leguas de distancia.
Felisin observó cómo la cabeza de la mujer oscilaba de un lado a otro, en una burla de la vida humana. Recordó a dama Gaesen, arrogante, imperiosa, pasados los años de la belleza, buscando reconocimiento en su servilismo. ¿Qué otra opción? Muchas, claro que ahora ya no importaba. De haberse mostrado más dulce, de haberse comportado como una abuelita amable no hubiera habido la menor diferencia, no hubiera cambiado en absoluto el sordo horror de aquel instante.
La cabeza se separó del cuerpo con un gorgoteo. La dentadura de Baudin lanzó un destello mientras contemplaba a la muchedumbre.
—Teníamos un trato —dijo, ronco—. Aquí está lo vuestro, algo para recordar este día. —Al arrojar la cabeza de dama Gaesen a la turba, la siguió una estela formada de pelo y sangre. Los gritos respondieron al golpe seco que hizo al dar contra el suelo.
Aparecieron más soldados, respaldados por los Espadas Rojas, que se movieron con parsimonia, a empellones con los silenciosos espectadores. Se fue recuperando poco a poco la paz; en todos los lugares a excepción de en aquel se hizo con violencia y sin dar cuartel. La gente emprendió la huida cuando los soldados, a su vez, se abrieron paso a golpe de espada.
Cerca de trescientos prisioneros habían formado en fila en la plaza, y al volver la mirada, Felisin comprobó cuántos quedaban. Había grilletes con tan solo los brazos, pero otros, la mayoría, estaban vacíos. Menos de un centenar de prisioneros permanecían en pie. Había muchos en el empedrado, retorciéndose de dolor y gritando; los demás no se movían.
Baudin contempló a los soldados que se hallaban más cerca.
—Justo a tiempo, cabezas de hojalata.
Heboric lanzó un escupitajo y torció el gesto al clavar la mirada en el bruto.
—Supongo que pensaste que podrías librarte, ¿eh, Baudin? Si les dabas lo que querían... Lástima que no sirviera de nada, ¿verdad? Los soldados llegaron a tiempo. Ella podría haber seguido con vida.
Baudin se volvió lentamente, cubierto el rostro por una capa de sangre.
—¿Con qué fin, sacerdote?
—¿Eso es lo que piensas? ¿Que ella hubiera muerto de todos modos en una celda?
Baudin mostró los dientes y respondió:
—Odio hacer tratos con unos cabrones.
Felisin observó el brazo de cadenas que la separaban de Baudin. Hubo un millar de líneas de pensamiento que podría haber seguido, eslabón a eslabón, qué había sido en el pasado, y también en qué se había convertido; la prisión que había descubierto, la de dentro y la de fuera, fundidas como memoria vívida, pero lo único que pensó, lo único que salió de sus labios, fue:
—No hagas más tratos, Baudin.
Este entornó los ojos al mirarla; de algún modo, las palabras de ella, el tono de su voz, habían hecho mella en él.
Heboric la estudió con mirada inflexible. Felisin se volvió, medio desafiante, medio avergonzada.
Al cabo, los soldados, después de deshacerse de los cadáveres de la fila, los empujaron por la puerta en dirección al camino oriental, hacia el pueblo costero que tenía por nombre Desdicha. Allí aguardaba la Consejera Tavore y la mesnada que la acompañaba, al igual que los barcos de esclavos de Aren.
Los granjeros y los campesinos se alineaban a lo largo del camino, pero sin mostrar la locura que se había apoderado de los primos de la ciudad. Felisin vio en sus rostros una honda pena, sentimiento nacido de cicatrices muy diversas. Ignoraba de dónde provenía, y era consciente de que aquella ignorancia era lo único que los diferenciaba. También era consciente, con sus arañazos y heridas, en aquella indefensa desnudez suya, de que acababa de tomar la primera de sus lecciones.
LIBRO PRIMERO
Raraku
A mis pies nadó,
fuertes brazos, amplias brazadas,
barriendo la arena.
Pregunté a este hombre:
¿Por qué mares nadas?
A lo que respondió:
He visto valvas y demás
en este yermo suelo,
por eso nado por la memoria de esta tierra,
honrando, así, su pasado.
¿Es larga la travesía?, pregunté.
No sabría decirlo, respondió.
me habré ahogado mucho antes
de terminar.
Proverbios del insensato
Thenys Bule
Capítulo 1
Y acudieron todos a estampar
su paso
en el sendero,
para olfatear los vientos secos,
en su empalagosa demanda
a la ascensión.
La senda de las Manos
Messremb
Año 1164 del Sueño de Ascua.
Décimo año de la regencia de la Emperatriz Laseen
El sexto de los siete años de Dryjhna, el Apocalipsis.
Una bolita de polvo recorrió la cuenca en dirección al intransitable desierto de Pan’potsun Odhan. Aunque se encontraba a menos de dos mil pasos, parecía nacida de la nada.
Desde donde se encontraba, en el borde erosionado por el viento, Mappo Runt la siguió con sus implacables ojos color de arena, ojos hundidos en un rostro blanco y huesudo. Sostenía una cuña de cactus emrag en la mano encrespada, sin prestar mucha atención a las púas envenenadas que la cubrían mientras le hincaba el diente. El jugo recorrió su barbilla, tiñéndola de azul. Masticó con lentitud y aire pensativo.
A su lado, Icarium arrojó de un golpe una piedra por el borde del precipicio. Repiqueteó al caer en la base cubierta de guijarros. Bajo la andrajosa túnica de un caminante espiritual, cuyo color naranja se había desteñido bajo el sol abrasador, su piel grisácea se había oscurecido hasta adquirir una tonalidad olivácea, como si la sangre de su padre hubiera respondido a la antigua llamada de aquel yermo. Por el pelo negro y trenzado resbalaban gotas de sudor sobre la roca desblanquecida.
Mappo se sacó una púa de los dientes.
—Se te corre el tinte —comentó, observando el cactus antes de hincarle de nuevo el diente.
Icarium se encogió de hombros.
—Ya no tiene importancia. Al menos, aquí no.
—Mi abuela ciega no se hubiera tragado tu disfraz. En Ehrlitan no nos quitaron ojo. Tenía la impresión de llevarlos subidos a la chepa día y noche. Después de todo, la mayoría de los tannos son bajitos y patizambos. —Mappo apartó la mirada de la nube de polvo para observar a su amigo—. La próxima vez, intenta pertenecer a una tribu compuesta por tipos de dos varas de altura, ¿quieres? —gruñó.
El rostro curtido y anguloso de Icarium se contrajo para dar forma a una especie de sonrisa; fue un instante, puesto que en un abrir y cerrar de ojos recuperó su habitual expresión plácida.
—Quienes saben de nosotros en Siete Ciudades, seguro que saben de nosotros ahora. El resto es posible que se pregunten por nosotros, pero no podrán hacer mucho más. —Entornó los ojos para protegerlos del sol, y señaló la pluma con la cabeza—. ¿Qué ves, Mappo?
—Cabeza pelada, cuello largo y cubierto de pelo negro todo el cuerpo. A juzgar por lo que acabo de decir, podría estar describiendo a cualquiera de mis tíos.
—Sin embargo, eso no es todo.
—Una pata delante y dos detrás.
Icarium, pensativo, tamborileó sobre el puente de su nariz.
—Vamos, que no es uno de tus tíos. ¿Un aptoriano?
Mappo asintió lentamente.
—Faltan meses para la convergencia. Yo diría que Tronosombrío ha podido olerse lo que va a pasar y ha enviado a algunos exploradores.
—¿Y este?
Mappo sonrió, dejando al descubierto los imponentes dientes caninos.
—Se alejó demasiado. Ahora es la mascota de Sha’ik. —Terminó el cactus, secó sus manos en forma de espátula y luego se incorporó. Arqueó la espalda torciendo el gesto. Sin explicación aparente, aquella noche había tenido un sinfín de raíces bajo la arena, debajo de su petate, y los músculos a ambos lados de su columna coincidían con todos los recovecos de aquellos huesos desnudos. Se frotó los ojos. Le bastó con echar un rápido vistazo para apreciar el lamentable estado de suciedad en que se encontraba su ropa.
—Dicen que hay un abrevadero por aquí...
—Donde habrá acampado el ejército de Sha’ik.
Mappo gruñó.
Icarium se levantó, consciente de nuevo de la inmensa corpulencia de su compañero (era grande incluso para tratarse de un trell), los anchos hombros cubiertos de pelo negro, la musculatura nervuda de los brazos largos y el millar de años, que hacían cabriolas como una cabra alegre tras la mirada de Mappo.
—¿Podrás seguir el rastro?
—Si quieres.
—¿Cuánto hace que nos conocemos, amigo mío? —preguntó Icarium tras torcer el gesto.
—Mucho —respondió Mappo con mirada acerada, antes de encogerse de hombros—. ¿Por qué lo preguntas?
—Reconozco la desgana cuando la escucho. ¿La perspectiva te perturba?
—Cualquier potencial roce con los demonios me perturba, Icarium. Tímido como una liebre es Mappo el Trell.
—Me mueve la curiosidad.
—Lo sé.
Aquella inverosímil pareja volvió al lugar donde había acampado. Se encontraba entre dos agujas elevadas de roca erosionada por el viento. No tenían prisa. Icarium se sentó en la roca desnuda y procedió a engrasar el arco largo, en su empeño por evitar que la madera se secara. En cuanto quedó satisfecho por el estado del arma, se volvió hacia la espada larga de un solo filo y desenvainó la antigua arma de la funda de cuero con remaches de bronce, para pasar después la piedra de afilar por la hoja.
Mappo desmontó la tienda de piel y después la plegó como pudo antes de introducirla en la abultada bolsa de cuero. Después hizo lo propio con los enseres de cocina; para finalizar, guardó el petate. Hizo un nudo a los correajes y se echó la bolsa al hombro, para volverse, a continuación, al lugar donde le aguardaba Icarium, con el arco encordado a la espalda.
Icarium asintió. Y así ambos, el medio jaghut y el trell, tomaron el sendero que descendía a la cuenca.
Las estrellas refulgían radiantes en lo alto. Desprendían la suficiente luz sobre la cuenca para teñirla de plata. Los mosquitos habían desaparecido al morir el calor del día, habían cedido su lugar a los ocasionales enjambres de mariposas nocturnas y a los lagartos rhizan que se alimentaban de ellas.
Mappo e Icarium se detuvieron a descansar en el patio de unas ruinas. Las paredes de ladrillo habían acusado la erosión, y no eran más que salientes de piedra que llegaban a la altura de la espinilla, en disposición geométrica alrededor de un antiguo pozo ya seco. La arena que cubría las losas del patio era muy fina y llevada por el viento; resplandecía débilmente a los ojos de Mappo. Matorrales retorcidos se aferraban con las raíces a los bordes.
Pan’potsun Odhan y el desierto sagrado de Raraku, que lo delimitaba a poniente, servían ambos de hogar a un sinfín de restos como aquellos, vestigios de civilizaciones desaparecidas en la noche de los tiempos. En sus viajes, Mappo e Icarium habían encontrado elevados túmulos funerarios, colinas de cima alta y llana, levantadas capa sobre capa de ciudad, situadas en una accidentada procesión a lo largo de cincuenta leguas de distancia entre las colinas y el desierto, prueba evidente de que un pueblo próspero y floreciente había habitado en tiempos aquel erial seco y azotado por el viento. En el desierto sagrado había nacido la leyenda de Dryjhna, el Apocalipsis. Mappo se preguntó si las calamidades que se habían abatido sobre los habitantes de las ciudades de la región habían contribuido de algún modo a la leyenda que hablaba de una época de destrucción y muerte. Aparte de alguna que otra hacienda abandonada, como, por ejemplo, el lugar en el que habían acampado, muchas ruinas mostraban signos de haber sufrido un violento final.
Sus reflexiones seguían una derrota conocida, y eso hizo que se le agriara la expresión. No todos los pasados yacen a nuestros pies, y no estamos más cerca aquí y ahora de lo que hemos estado nunca. Tampoco tengo motivos para creer en mis propias palabras. Y también apartó de la mente esa línea de pensamiento.
Cerca del centro del patio se alzaba una solitaria columna de mármol rosáceo, erosionada y estriada en la parte que recibía los vientos provenientes de Raraku, vientos que soplaban de forma incesante hacia las colinas Pan’potsun. La cara opuesta de la columna conservaba el tramado en espiral esculpido por artesanos muertos tiempo ha.
Al acceder al patio, Icarium se había dirigido directamente a la columna, cuya altura superaba las dos varas, donde examinó sus costados. El gruñido dio a entender a Mappo que había encontrado lo que andaba buscando.
—¿Y esto? —preguntó el trell al tiempo que dejaba la bolsa de cuero en el suelo.
Icarium se acercó a él, limpiándose el polvo de las manos.
—Cerca de la base hay marcas de garras diminutas. Los buscadores andan tras la pista.
—¿Ratas? ¿Más de un grupo de ratas?
—D’ivers —admitió Icarium, asintiendo.
—Me pregunto quién será.
—Probablemente, Gryllen.
—Mmm. Qué desagradable.
Icarium observó la llanura que se extendía a poniente.
—Habrá otros. Tanto soletaken como d’ivers. Aquellos que se sienten cercanos a la Ascendencia, y aquellos que no, pero que a pesar de todo buscan el Camino.
Mappo suspiró sin apartar la mirada de su viejo amigo. En su interior pugnaba el temor. D’ivers y soletaken, gemelas maldiciones del cambio de forma, la fiebre para la cual no hay cura. Se reúnen aquí, en este lugar.
—¿Es buena idea, Icarium? —preguntó en voz baja—. En busca de nuestro eterno empeño nos vemos caminando en una convergencia de lo más desapacible. De abrirse las puertas, encontraríamos nuestro paso obstaculizado por una cohorte de individuos sedientos de sangre, alborotados todos por estar convencidos de que las puertas ofrecen la Ascendencia.
—Si existe tal camino, tal vez encuentre allí las repuestas que busco —dijo Icarium, la mirada puesta en el horizonte.
Las respuestas no constituyen una bendición, amigo mío. Créeme, por favor.
—Aún no me has explicado qué harás cuando las encuentres.
Icarium se volvió a él con una fugaz sonrisa.
—Soy mi propia maldición, Mappo. He vivido durante siglos, pero ¿qué sé yo de mi propio pasado? ¿Dónde están mis recuerdos? ¿Cómo puedo valorar mi vida si carezco de ellos?
—Hay quienes considerarían esa maldición como una bendición —aseguró Mappo con cierta tristeza pasajera en la expresión de su rostro.
—Yo no. Esta convergencia supone una oportunidad. Podría proporcionarme las respuestas que busco. Para obtenerlas, espero no tener que echar mano de las armas, pero lo haré si es necesario.
El trell suspiró por segunda vez.
—Pronto se pondrá a prueba tu resolución, amigo mío. —Se volvió al suroeste—. Seis lobos del desierto nos siguen el rastro.
Icarium desenvolvió el arco de cuerno y lo encordó con un rápido y fluido ademán.
—Los lobos del desierto jamás persiguen a la gente.
—No —admitió Mappo. Faltaba una hora para que asomara la luna. Observó a Icarium colocar seis largas flechas con punta de piedra y entrecerró los ojos encarando la oscuridad. Sentía el miedo en la nuca. Los lobos aún no eran visibles, pero de todos modos percibía su presencia—. Son seis, pero son uno. D’ivers.
Sería preferible que fuera un soletaken. Enfrentarse a una criatura es ya bastante desagradable, pero tener que hacerlo a más...
Icarium arrugó el entrecejo.
—Poderoso, pues, para adoptar la forma de seis lobos. ¿Sabes de quién podría tratarse?
—Tengo mis sospechas —admitió Mappo.
Ambos guardaron silencio mientras aguardaban.
Media docena de sombras surgieron de una penumbra que les era propia, a menos de treinta pasos de distancia. Al acercarse a veinte pasos los lobos se dispersaron para dar forma a un semicírculo, encarados a Mappo e Icarium. El fuerte olor del d’ivers llenó por completo la quietud del ambiente. Una de las esbeltas criaturas echó a andar hacia ellos, pero se detuvo en cuanto Icarium tensó el arco.
—No son seis, sino una —murmuró Icarium.
—Lo conozco —aseguró Mappo—. Es una lástima que él no pueda decir lo mismo de nosotros. Se siente inseguro, pero ha adoptado una forma sangrienta. Esta noche, Ryllandaras caza en el desierto, y me pregunto si es nuestro rastro el que persigue.
—¿Quién hablará primero, Mappo? —preguntó Icarium.
—Yo —respondió el trell, dando un paso al frente. Aquello requeriría de astucia e ingenio. Cometer un error podía resultar fatídico. Moduló el tono de voz seco y bajo—. Andamos muy lejos de casa, ¿no te parece? Tu hermano Treach estaba convencido de que te había matado. ¿Cómo se llamaba ese abismo? ¿Dal Hon? ¿O fue en Li Heng? Por aquel entonces erais chacales d’ivers, creo recordar.
Ryllandaras habló en sus mentes en un tono crepitante, la voz de alguien que hacía tiempo desde la última vez que había hablado.
Me veo tentado a medir mi agudeza con la tuya, N’Trell, antes de matarte.
—Puede que no valga la pena —replicó Mappo con cierta desenvoltura—. Con las compañías que he estado frecuentando, es posible que me falte tanta práctica como a ti, Ryllandaras.
Los ojos azules del lobo que marchaba en cabeza relucieron al recalar la mirada en Icarium.
—Poca agudeza puedo ofrecerte —admitió en voz baja el medio jaghut—. Estoy perdiendo la paciencia.
Insensato. El encanto es lo único que podría salvarte. Dime, arquero, ¿confías tu vida a los ardides de tu compañero?
—Por supuesto que no —respondió Icarium, sacudiendo la cabeza—. Comparto la opinión que tiene de mí.
Ryllandaras pareció confundido.
Es cuestión de conveniencia, pues, que ambos viajéis juntos. Carecen de confianza los compañeros que desconfían unos de otros. La apuesta debe ser elevada.
—Me aburro, Mappo —dijo Icarium.
Los seis lobos arquearon la espalda a la vez, medio retrocediendo.
Mappo Runt e Icarium. Ah, ya vemos. Sabed que nada tenemos en vuestra contra.
—Terminada la lucha de ingenios, solo te queda ir a cazar a otra parte, Ryllandaras —dijo Mappo, cuya sonrisa desapareció por completo—, antes de que Icarium haga un favor a Treach. —Antes de que desates todo cuanto me he propuesto evitar, pensó—. ¿Me he explicado con claridad?
Nuestra pista... converge —dijo el d’ivers—, en el rastro de un demonio de Sombra.
—No, de Sombra no. Ya no —respondió Mappo—. De Sha’ik. Ya no duerme el Sagrado Desierto.
Eso parece. ¿Nos prohíbes cazar?
Mappo se volvió a Icarium, que bajó el arco y se encogió de hombros.
—Si deseas desgarrar con la mandíbula a un aptoriano, tú mismo. A nosotros solo nos interesa cruzar el lugar.
En tal caso, pues, nuestras mandíbulas se cerrarán sobre la garganta del demonio.
—¿Estás dispuesto a convertir a Sha’ik en tu enemigo? —preguntó Mappo.
El lobo que iba en cabeza inclinó la testa.
Ese nombre nada significa para mí.
Ambos viajeros vieron alejarse a los lobos, que desaparecieron de nuevo ocultos en la penumbra de la hechicería. Mappo sonrió lobuno, y luego suspiró mientras Icarium, a su lado, se encogía de hombros, poniendo voz a sus pensamientos.
—Lo hará. Y pronto.
Los soldados de la caballería wickana lanzaron gritos de alegría cuando condujeron a sus monturas de amplios lomos por las pasarelas del transporte. La escena en el muelle del puerto imperial de Hissar era caótica, una masa de hombres y mujeres indómitos de la tribu, el destello de las lanzas de punta de acero refulgiendo sobre las trenzas negras y los casquetes rematados en punta. Desde el lugar en el que se encontraba en la embocadura del muelle, Duiker observó a tan estrafalaria compañía con algo que iba más allá del simple escepticismo, y también con una turbación que iba en aumento.
Junto al historiador imperial se encontraba el representante del Puño Supremo, Mallick Rel, con las manos gordezuelas y fofas cogidas sobre la panza, la piel del color del cuero aceitado y el olor a perfumes de Aren. Mallick Rel no tenía aspecto de ser el consejero jefe del comandante de los ejércitos de Malaz en Siete Ciudades. Era sacerdote Jhistal de Mael, dios ancestral de los mares, y su presencia allí con objeto de dar la bienvenida oficial, en representación del Puño Supremo, al nuevo Puño del Séptimo Ejército, era precisamente lo que parecía ser: un insulto calculado. Claro que, pensó Duiker, el hombre que se hallaba a su lado había alcanzado en muy poco tiempo una elevada posición de poder entre las personalidades del Imperio de aquel continente. Un millar de rumores corrían entre los soldados acerca del sacerdote tranquilo y educado, y del arma que empuñaba sobre el Puño Supremo Pormqual. Todos aquellos rumores no eran más que susurros, ya que el camino que había llevado a Mallick Rel al lado de Pormqual había estado plagado de las misteriosas desdichas que habían sufrido todos aquellos que se habían entrometido en su paso, eso por no llamarlas fatídicas desgracias.
El lodazal político entre los ocupantes de Malaz en Siete Ciudades era tan opaco como potencialmente mortífero. Duiker tenía la sospecha de que el nuevo Puño comprendería poco de los velados gestos de desprecio, por carecer de la educación más civilizada de los ciudadanos más amansados. La duda que tenía el historiador era, pues, cuánto tiempo aguantaría Coltaine, del clan Cuervo, en el puesto.
Mallick Rel frunció los labios y exhaló despacio el aliento.
—Historiador —dijo con el leve acento gedorian falari que caracterizaba su voz sibilante—. Me complace mucho contar con tu presencia. También despierta mi curiosidad. Añoro la corte de Aren, y... —Sonrió sin mostrar la dentadura teñida de verde—. ¿Se trata de una medida de precaución, motivada por la distancia?
Palabras como el azote del oleaje, la informe afectación e insidiosa paciencia del dios Mael. Esta es mi cuarta conversación con Rel. Oh, ¡cuánto me desagrada esta criatura! Duiker se aclaró la garganta.
—Poca atención me presta la Emperatriz, Jhistal...
La risa suave de Mallick Rel le recordó el cascabeleo de una serpiente.
—¿Desatendido historiador o desatendida la historia? Amargura por los consejos dados o rechazados, ignorados. Tranquilidad, no hay crimen que se acerque volando de las torres de Unta.
—Me complace oír eso —murmuró Duiker, preguntándose por la fuente de información del sacerdote—. Sigo en Hissar por una investigación —explicó al cabo—. El precedente de embarcar prisioneros a las minas de otaralita en la isla se remonta a los tiempos del Emperador, aunque generalmente reservara tal destino a los magos.
—¿A los magos? ¡Ja, ja!
Duiker asintió.
—Efectivo, cierto, pero también impredecible. Las propiedades específicas de la otaralita como amortiguadoras de la magia siguen considerándose misteriosas. Aun así, la locura se apoderó de la mayoría de esos hechiceros, aunque se desconoce si fue de resultas de la exposición al polvo de mineral o a la privación de sus sendas.
—¿Hay algún mag