1.ª edición: marzo, 2014
© 2014 by Antonio Elorza
© Ediciones B, S. A., 2014
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A Dora
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Nota del autor
Prólogo
PRIMERA PARTE. RELIGIÓN Y PODER
1. El molde de los piadosos antepasados
2. La génesis del Islam
3. Los Profetas armados
4. Recorrido de la yihad
5. Hisba. La síntesis de Ibn Taymiyya
SEGUNDA PARTE. DEL ISLAMISMO AL YIHADISMO
6. Una arqueoutopía
7. La mujer como emblema
8. La condena de Occidente
9. Anticapitalismo y globalización
10. El Estado: la obediencia a Alá
11. Yihadismo
TERCERA PARTE. UNA ALTERNATIVA
12. El Islam progresista
Conclusión
Glosario
Bibliografía
Nota del autor
Se respeta la grafía árabe para los conceptos, salvo en los casos en que la palabra ha sido escrita en determinados medios de modo incorrecto pero habitual, o se encuentra incorporada así a un uso internacional. Dada su incorporación fáctica al español, escribimos yihad, hiyab y sharía.
Prólogo
Hablar de Islam y de islamismos supone plantear de entrada una doble cuestión, de contenidos y de límites. El significado del Islam como religión no ofrece excesivas dificultades, salvo tal vez la necesidad de afrontar la desviación sugerida por aquellos que a efectos polémicos intentan desplazar el análisis desde su punto de partida inequívoco, Islam como sumisión del creyente a la divinidad, a la consideración lateral del Islam como paz. La delimitación del concepto de islamismo, y la posibilidad de que existan distintos islamismos, es ya más ardua, sobre todo al trazar las fronteras, primero, entre lo que viene calificándose de islamismo moderado o legalista y el islamismo radical, vivero de yihad. Y segundo, entre el islamismo en sentido propio, proyecto de conseguir o imponer que los colectivos musulmanes regulen sus creencias y comportamientos de acuerdo con la ley islámica, la sharía, y aquellas formas de pensamiento islámico que se presentan como diferentes, incluso con una vertiente modernizadora, pero que de modo consciente o inconsciente reproducen el enfoque dualista en relación con los valores y la crítica occidentales, dando además por supuesto que sus textos sagrados, y las normas derivadas de los mismos, mantienen una plena validez que les pone a salvo de toda crítica.
No hace mucho, una destacada figura del feminismo islámico respondía a una serie de preguntas en torno a los temas insoslayables cuando del Islam de hoy se habla. En primer término, sobre el velo: «Cada vez que oigo hablar de esta prenda me dan ganas de reír; son los europeos los que han hecho un problema de ese trozo de tela.» En sus palabras, salvo en Arabia Saudí y en Irán, la mujer musulmana es libre de usarlo o no, «mientras que en Francia o el Reino Unido se prohíbe en nombre del Estado laico». Es más, nos dice la socióloga, el problema es el miedo de los europeos. «¿Por qué los occidentales sienten miedo de una mujer que se cubre?», se pregunta. Para responder de inmediato a la propia pregunta: el hiyab les asusta porque expresa nada menos que el poder y la independencia de la mujer.
Otras cuestiones significativas salen a la luz en el curso del diálogo. Ante el integrismo islamista: «No me gustaría estar en la piel de un terrorista, porque tiene que decidir qué hacer para sobrevivir.» Olvida que peor es sin duda estar en la piel de la víctima asesinada por la bomba de un fanático. Lo que cuenta es la perspectiva adoptada, en este caso como en el anterior. El otro no existe, a pesar de ser un sujeto pasivo trágico (caso del terrorismo islamista), o si se le tiene en cuenta, es para subrayar su ceguera e incomprensión al abordar una cuestión, la del velo, que a su juicio, con sólo dos excepciones, no ofrece problema alguno y es además una afirmación de poder de género.
Pero esta apreciación encierra otro elemento de especial relieve, sobre todo si pensamos en que la autora ha estado en primera fila de la lucha contra las formas tradicionales de opresión en su sociedad: la reiterada connotación de que el Islam ofrece pautas de conducta, símbolos y un sistema de valores superiores a los de «los europeos», o de «Occidente». Aunque para dar forma a esa asimetría haya que falsear la realidad. La aplicación de la sharía al vestido de la mujer, bajo una u otra forma de coacción, no se restringe a Arabia e Irán, donde por lo demás la consideración como delito de la infracción se fundamenta sobre los textos sagrados, y en conjunto representa, no una afirmación de poder, sino de subordinación, tal y como prueba la multitud de textos islamistas en circulación por todo el mundo sobre el tema. Basta con repasar las páginas del Informe Stasi sobre el significado del velo entre los colectivos musulmanes de Francia para comprobarlo. Por otra parte, ni en Francia, ni en el Reino Unido, ni en Turquía está prohibido llevar el velo por la calle. Y de la denuncia de la incomprensión «occidental», a la afirmación de la propia superioridad, en el terreno de las relaciones hombre-mujer. A juicio de Fátima Mernissi, pues de ella se trata, en Occidente «las mujeres se creen libres», pero tropiezan con límites que ignoran, mientras que «en Oriente», la mujer está mejor situada porque conoce tales límites. Y cuenta además con el ejemplo del Profeta que «adoraba a su esposa», «da tanta importancia a lo femenino y no rechaza el poder de las mujeres». («Las citas de F. H. Mernissi», declaraciones al suplemento femenino de El Mundo, 15-9-2007.)
Resulta difícil pensar que semejante lectura del texto coránico y de la biografía del Profeta sea inocente. Entre otros versículos del Corán, si queremos olvidarnos de los hadices, el 4, 34 (superioridad del hombre por decisión de Alá, deber de obediencia femenina) y el 2, 223 (la mujer como campo labrado para el hombre) definen inequívocamente la legitimidad del poder masculino. Y en cuanto a su esposa preferida en la etapa de Medina, Aisha, una entre varias, la temprana edad en que tiene lugar el matrimonio, algo propio tal vez de su momento histórico pero que difícilmente puede ofrecer un modelo de «enamoramiento» frente a los usos occidentales, sobre todo porque el islamismo ortodoxo sigue propugnando, e imponiendo cuando alcanza el poder, caso de Irán, el seguimiento del citado ejemplo. Y de paso, nuestra socióloga no olvida lanzar dos alusiones peyorativas al cristianismo, «un monoteísmo que va contra todo lo femenino» (ejemplo, añadiríamos, la Virgen María) y que considera el poder de las mujeres como «algo demoníaco».
La importancia de tales manifestaciones viene dada por el hecho de que no proceden de un ulema tradicionalista ni de un portavoz del integrismo, como sería una declaración de la también marroquí Nadia Yassine. Su cuadro mental corresponde, sin embargo, en el fondo y en la forma, al estilo del pensamiento islamista, en su variante modernizadora, al presentarse ante el lector como un ejercicio de crítica imparcial en busca de valoraciones objetivas, con una terminología que intenta situarse en el ámbito de las ciencias sociales. Sólo que el núcleo duro de la reflexión no se ve afectado por ese tinte de superficie. Su eje consiste en el trazado de una relación asimétrica, en la cual son asignados por vía de evidencia a las sociedades musulmanas los valores positivos, en tanto que Europa u Occidente, visto como un todo sin fisuras ni matices que no comprende, malinterpreta o mira con injustificada desconfianza a todo lo musulmán. En un segundo paso, ineludible para que la construcción asimétrica se sostenga, hace falta dar contenido al enfoque maniqueo anterior, simplificando y falseando los datos de la realidad (velo como símbolo de poder femenino, la libertad de uso en las sociedades musulmanas, su prohibición en Francia o Inglaterra, la exaltación de la mujer y su poder en el Corán, caos occidental en las relaciones entre los sexos por culpa del materialismo), o rehuyendo un análisis imprescindible (tema del integrismo o del terrorismo islamista). Y punto de llegada: el Islam en su pureza como modelo, y el mundo occidental, con especial referencia al cristianismo, como su antagonista, tan inferior como agresivo.
Es obvio que el pensamiento de la autora mencionada resulta más complejo. Pero sus valoraciones citadas reflejan inconscientemente el enfoque y las claves del pensamiento islamista. Responde éste siempre a una dualidad fundamental: la confrontación entre el Islam y Occidente, de extrema sencillez en los planteamientos básicos, lo cual facilita su aceptación por amplias masas de creyentes. Sólo hace falta desplegar mediante un relato repetido una y mil veces el contenido latente en cada uno de los polos, el positivo encarnado por el Islam, con el respaldo de Dios, y el negativo por el Occidente laico, centrando la visualización del conflicto en un número muy reducido de puntos de contradicción: civilización espiritual frente a materialismo, fe en un dios único frente a razón, soberanía de Alá frente a soberanía del hombre —en el límite califato contra democracia—, sharía contra inmoralidad y, a modo de emblema, pudor femenino garantizado por el vestido de cubrimiento (hiyab) frente a degradación de la mujer no musulmana como símbolo sexual y objeto de fornicación.
La firmeza y la simplicidad de cada planteamiento aportan las garantías de una adhesión del creyente que asume la integración de su persona en un espacio de sacralidad, regido por el ideal de pureza, contrapuesto al museo de horrores exterior. La sencillez en los puntos nodales del discurso islamista favorece un tipo de vinculación personal con el círculo del bien, la comunidad de los creyentes, y de oposición tajante al círculo de enemigos, en sus distintas expresiones, de cuya «religación», por encima de toda duda o cuestionamiento, emerge un llamamiento ineludible a resolver la contradicción «en la senda de Alá». De ahí una última exigencia, no menos insoslayable: acometer las acciones necesarias para alcanzar el equilibro (hisba) de un orden social de pureza islámica, donde rija el precepto coránico de «ordenar el bien y prohibir el mal». El recurso a la represión y a la violencia frente a los transgresores resulta entonces legítimo e inevitable.
Nos encontramos, por consiguiente, ante lo que el sociólogo Dariush Shayegan calificó de «esquizofrenia cultural», en este caso con la noción de cultura empapada de religiosidad. En los procesos de modernización de las sociedades contemporáneas, a partir del siglo xix, colectivos y grupos sociales adscritos a una mentalidad y a una organización del poder tradicionales ven tambalearse sus sistemas de valores, sus mitos, y por supuesto, la preeminencia religiosa, cultural y política de que disfrutaban. Ante esa coyuntura crítica, no faltan sectores sociales que buscan, incluso agónicamente, ajustarse a los cambios, y sobrevivir por medio de una «occidentalización» más o menos instrumental. El Japón de la Era Meiji, el renacimiento turco bajo Kemal Atatürk, los movimientos nacionalistas y socialistas en el mundo árabe, serían ejemplos de esa voluntad de mutación proyectada sobre sociedades tradicionales. Tales corrientes, conviene subrayarlo, no faltaron en el movimiento reformista musulmán, y las mismas siguen siendo, desde su implantación minoritaria, una prueba de que es tan falso el juicio condenatorio sobre el Islam como religión atada a planteamientos reaccionarios y antidemocráticos, como la exaltación opuesta de sus contenidos fundacionales en tanto que modelo perfecto de organización social. Sin embargo, la sacralización del mensaje originario, con la idea de una edad de oro en tiempos del Profeta y el rechazo de la innovación doctrinal en el sunnismo, proporcionaron la base para un despliegue muy eficaz de esa esquizofrenia cultural, que a partir de una satanización de las formas de vida occidentales, proporcionaba a las elites islámicas la imagen de un mundo de pureza, incompatible con los usos de la modernidad, donde habían de recobrar su poder, y no sólo eso, estarían en condiciones de reemprender la tarea fijada por el Mensajero de Alá de convertir a la Tierra en dâr al-islâm. Antes de que la globalización sirviera de marco idóneo para poner en marcha esa aspiración, la explotación del mundo no europeo por el colonialismo y el imperialismo, sucesivamente, sirvieron para que la utopía arcaizante del islamismo asumiera el aspecto nada desdeñable de un proyecto de emancipación económica y política.
El concepto de «islamismo» tiene por contenido la pretensión de alcanzar un pleno reconocimiento de la práctica del Islam, en su dimensión religiosa, así en las sociedades donde los musulmanes son mayoría, como donde constituyen la minoría de la población. Las reivindicaciones islamistas en países occidentales intentan presentarse con frecuencia bajo esa cobertura. «Islamismo» en el último siglo conlleva «islamización», entendida como constitución de un orden social donde bajo una u otra fórmula jurídica —de ahí las diferencias entre el Irán de Jomeini, Arabia Saudí o la utopía salafí de los talibanes—, impere sin restricciones la ley coránica, y en consecuencia los comportamientos, los usos, los símbolos, respondan al criterio de «ordenar el bien y prohibir el mal». Una vez dicho esto, hay islamismo e islamismos, siempre con un fuerte denominador común, cuyo estudio será el punto de convergencia de los trabajos que integran el presente volumen.
Nuestra propuesta interpretativa difiere, en consecuencia, del lugar común que ve en el llamado «islamismo moderado» una oferta doctrinal y política cuyo fomento hay que asumir a modo de antídoto contra el «Islam radical», inclinado hacia la violencia y el terror. Por supuesto, existe entre el «islamismo moderado» y el «yihadismo» una divisoria clara, sobre la licitud o ilicitud del recurso al terror, y eso es de gran importancia, pero tal separación no impide la existencia de puntos comunes, entre otras cosas porque el segundo arranca del primero y comparte en buena medida sus posiciones político-religiosas, desde la puesta en tela de juicio o la instrumentalización de la democracia en muchos de sus portavoces o la concepción de la mujer hasta la defensa de la idea de «resistencia» en el enfrentamiento con una civilización occidental a la que ambos condenan sin paliativos. De ahí la pertinencia de un análisis pormenorizado de la deriva islamista, al que debe seguir necesariamente su comparación con los postulados del yihadismo, forma extrema del Islam radical.
Lo contrario de «islamismo radical» no es «islamismo moderado», sino pensamiento musulmán progresivo o progresista, lo cual nos remite a una pléyade de corrientes de pensamiento de carácter minoritario, pero de gran coherencia ideológica, que desde el primer cuarto del siglo xx se enfrentan al principio de incompatibilidad entre Islam y racionalidad occidental. Por lo mismo, estiman perfectamente posible desarrollar planteamientos sociales y políticos modernos sin poner en cuestión el rigor de su creencia religiosa. Es el supuesto que planteó Ali Abderraziq, teólogo de al-Azhar, en su libro El Islam y los fundamentos del poder, de 1925: «Ningún principio religioso impide a los musulmanes competir con las demás naciones en todas las ciencias sociales y políticas. Nada les prohíbe destruir el sistema anticuado que les degradó y adormeció. Nada les impide edificar su estado y su sistema de gobierno atendiendo a las últimas creaciones de la razón humana y sobre la base de los sistemas cuya solidez ya ha sido experimentada, aquellos que la experiencia de las naciones designó como mejores.»
Abderraziq sostenía que a la muerte del Profeta,