1.ª edición: octubre, 2017
© 2017, Elizabeth Urian
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa
del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
ISBN DIGITAL: 978-84-9069-886-0
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Contenido
Portadilla
Créditos
La familia
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Epílogo
Agradecimientos
Promoción

Prólogo
Londres, 1888.
—Phillipa, ten la amabilidad de sentarte. Quiero hablar contigo. —Las palabras sonaron con exquisita dulzura, tal como acostumbraba a dirigirse a ella. No fue eso, en cambio, lo que llamó su atención, sino más bien la formalidad con la que la habían hecho ir al despacho.
Se le erizó la piel.
La joven miró primero a su tío Jeremy para, acto seguido, voltear el rostro hacia sus tías Edith y Odethe. Ambas mujeres descansaban en el sofá de caoba bermellón, de un tono muy similar al papel pintado que cubría las paredes del despacho. A sus espaldas, una gran estantería llena de libros de encuadernación antigua dominaba la estancia —compuesta por muebles oscuros— y una chimenea de mármol blanco con ornamentos dorados resaltaba como pieza central.
No se dejó impresionar por esa elegancia. Estaba habituada a ella.
—¿Qué ocurre?
—Nada malo —respondió su tutor—. Solo he pensado que te haría bien contar con la presencia de tus tías.
No obstante, que le tomara la mano derecha y se la estrechara con afecto no aplacó sus dudas.
—Por supuesto —barbotó, todavía desconcertada, pues desconocía el motivo por el que había sido llamada justo después del desayuno.
Phillipa se acomodó en una de las sillas tapizadas y este lo hizo tras el antiguo escritorio. Esperó a que él comenzara.
—La semana pasada tuve una conversación muy interesante con lord Northey, cuya familia procede de Dorset. Es el heredero del condado. —Phillipa asintió a modo de respuesta, no muy segura de adónde pretendía llegar. Para ella, el caballero en cuestión no era más que otro de los aristócratas con los que coincidía en las reuniones a las que su familia la arrastraba en plena temporada social—. Al parecer, le dejaste una muy buena impresión.
Phillipa tardó en asimilar las palabras y cuando al fin lo hizo no pudo evitar sonar suspicaz.
—¿Yo? No será por mi belleza… —bromeó, ya que se consideraba una joven falta de eso mismo. Su rostro no era solo anodino, sino que carecía de cualquier rasgo que la hiciese mínimamente hermosa.
Ella se aceptaba tal cual era. Con aquella broma solo pretendía que todos rieran y distender así el ambiente, si bien su tía Edith le echó una dura mirada de reproche.
—Cada uno es como es —señaló la duquesa—. La belleza se encuentra en el alma.
—Y está en poder de cada uno apreciar ese rasgo —replicó el marido, mirándola con devoción—. Yo lo hice con tu tía y desde entonces soy el hombre más afortunado del mundo.
—Pero bien que te costó doblegarte —declaró Phillipa, que conocía su historia a la perfección. Le encantaba escuchar el modo en el que ambos habían llegado a enamorarse, pasando del odio a un sentimiento que parecía crecer día a día.
—Por suerte, reaccioné antes de cometer un error irreversible y actué en consecuencia. Jamás podré estar más agradecido porque mi querida Edith me correspondiera.
Su esposa le obsequió con una sonrisa cargada de adoración que hizo que Phillipa suspirara de envidia.
Su presentación en sociedad no había despertado demasiado revuelo entre los posibles y aceptables candidatos —un detalle que tampoco esperaba—. Además, el duque de Dunham se encargaba de mantener a raya a los lores solo interesados en su dote, por lo que sus opciones eran escasas —lo cual resultaban ser excelentes noticias, ya que no estaba preparada para casarse. No todavía—. Eso, sin embargo, no significaba que no pudiera soñar de vez en cuando con enamorarse y vivir una vida llena de amor y felicidad.
—Jeremy, cuéntale a Phillipa sobre la visita de lord Northley —le pidió Odethe.
No fue grosera, aunque tampoco resultó gentil. La mujer solía comportarse con demasiada solemnidad y una pizca de severidad incluso estando rodeada de familia. Solo tenía veintisiete años, si bien aparentaba más debido a su expresión adusta, a su recogido demasiado tensado y a su vestido negro. Odethe Burton seguía llevando un luto riguroso incluso tras haber pasado más de un año desde el fallecimiento de su esposo.
—Por supuesto, prima. ¿Acaso crees que voy a olvidarme de la pedida de matrimonio?
Sorprendida, Phillipa sintió cómo el calor abandonaba su cuerpo. Sus piernas flaquearon, incluso sentada. Le costó articular la voz, si bien al final fue incapaz de terminar la pregunta.
—¿Estás diciendo que…?
Su tío asintió con una sonrisa pintada en los labios.
—Lord Northley dijo que no pareces una joven atolondrada. Al parecer estuvisteis hablando sobre el brote de cólera que sufrió Londres a mediados de siglo y de cómo han ido cambiando las medidas higiénicas en la ciudad.
—¡Santo Cielo! —La exclamación de tía Odethe hizo que todas las miradas recayeran en ella. La mujer parecía horrorizada—. Esa no es una conversación apropiada para una dama —la riñó.
—Aunque debo decir que no es un tema muy agradable —opinó el cabeza de familia con prudencia—, nuestra querida Phillipa tiene unas inquietudes que nada tienen que ver con los bordados.
—Porque tú se lo permites —terció su prima con cierta acritud—. La animas demasiado con sus lecturas.
—¿Preferirías que se lo prohibiera?
—No voy a casarme con él —anunció Phillipa de golpe para evitar una discusión innecesaria—. Le agradezco a lord Northley su interés, pero no lo haré. Tío, me prometiste que tras mi presentación podría comenzar las clases en la escuela de enfermería.
—¡¿Cómo?! —Odethe reaccionó al acto—. Es la primera vez que escucho semejante despropósito.
«Por eso mismo te lo oculté», pensó Phillipa.
—Quiero ser enfermera —anunció con absoluta claridad, convicción y con la cabeza bien alta, lo que le valió una mirada reprobadora.
—No estoy muy seguro de querer eso para ti, Phillipa.
Ante semejante declaración de intenciones por parte del duque, Phillipa le lanzó una expresión cargada de reproche antes de levantarse y empezar a andar por la biblioteca como un animal enjaulado. En los últimos meses había soportado la vorágine de los preparativos de su presentación en sociedad porque sabía que tras ella podría hacer lo que en realidad deseaba.
La joven se detuvo a una pulgada del escritorio.
—Tío, me diste tu palabra.
—¡No puedes permitirlo! —intervino Odethe con vigor—. Phillipa pertenece a una familia decente. Su bisabuelo fue duque. Tú, primo Jeremy, eres duque. ¿Qué dirán nuestros conocidos? ¿Has pensado en su reputación?
—¿Reputación? —repitió Phillipa girándose hacia ella con los ojos abiertos de par en par. No estaba sorprendida por la beligerancia que mostraba su tía, tan apegada a las convenciones sociales como estaba, pero no podía tolerar que convenciera al único que podía dar al traste con todos sus sueños—. Ejercer de enfermera licenciada no es una deshonra, sino una profesión decente. Quiero ayudar a los más necesitados.
—Podrás hacerlo cuando estés casada. Las obras de caridad son una distracción apropiada para una dama —terció su tía Odethe.
—Eso no es lo yo deseo.
—Phillipa, tienes una pedida de matrimonio formal. Debes casarte.
—No —contestó con obstinación—. No lo haré ni aunque me arrastres por la iglesia.
Odethe lanzó un gemido.
—¡Insolente!
Phillipa no hizo caso.
—Florence Nightingale fue una joven de buena familia, y en lugar de casarse y tener hijos como se esperaba de ella, fue a la guerra de Crimea para fundar después su escuela de enfermería —replicó.
—¿Es esa mujer quien te ha metido semejante idea en la cabeza? —preguntó, indignada, mientras arrugaba el cejo.
Phillipa suspiró exasperada. ¿Acaso su tía permanecía ciega al mundo? Entonces tuvo que recordarse que en los últimos años había pasado por mucho: perdió a su madre, a su esposo, y ahora debía ocuparse ella sola de la crianza de sus dos hijas, las mellizas Marian Elizabeth y Grace.
Trató de no tener en cuenta sus protestas y se lo explicó todo con delicadeza.
—Eso no ha podido suceder porque ni siquiera la conozco en persona. Sucede que he leído mucho sobre ella y su historia me inspira. Yo quiero hacer mi propio camino, aunque el primer paso es ingresar en la escuela de enfermeras del Saint Thomas’s Hospital.
Odethe no reaccionó con la misma delicadeza que mostraba Phillipa.
—¡No me importa en absoluto quién sea o lo que hizo esa Florence! —Hizo aspavientos con las manos y sacó un pañuelo con el que secarse la cara—. ¿Jeremy?
El duque miró a una y a otra para finalmente posar los ojos sobre su esposa. Ella le dio su apoyo con un sutil asentimiento de cabeza.
—Odethe, creo que puedes retirarte. Yo me encargaré.
Esta se negó en redondo a marcharse.
—Por supuesto que no. No vais a excluirme de esta decisión. Tiene diecisiete años; no puedes hacer caso de sus delirantes fantasías.
—Te recuerdo que yo soy su tutor. Me corresponde a mí dar la última palabra.
Su respuesta consiguió airarla.
—Y yo te recuerdo que es más sobrina mía que tuya —argumentó retadora, con la espalda bien tiesa y la barbilla alzada.
Jeremy, en realidad, no era su tío, sino primo de su madre —que, junto a su padre, falleció cuando ella era pequeña— y de Odethe. Sin embargo, Phillipa siempre lo había llamado así.
—Está bien, está bien —intercedió Edith con dulzura—. Odethe, entiendo que estés preocupada, pero ¿acaso no confías en el buen hacer de Jeremy?
—Lo hago. Él abrió las puertas de su casa a mis hijas y a mí tras el fallecimiento de mi querido Solomon. Solo tengo miedo de que su juicio se vea alterado por los sentimientos que tiene por Phillipa. Nunca le ha negado nada.
Aquello era terriblemente cierto. Desde la muerte de la abuela de Phillipa, él la había tratado como si fuera su propia hija, queriéndola de igual modo que a su primogénito Aiden o a los que nacieron después: Joshua, Kenneth y Fergus. Jeremy se interesaba por los estudios de la joven, manejaba su dote para aumentarla, mantenían estimulantes conversaciones mientras paseaban juntos por Stanbury Manor y se retaban al ajedrez. Se había acostumbrado tanto a ella, a sus abrazos y a sus sonrisas, que le resultaba difícil aceptar la idea de dejarla ir.
Jeremy se masajeó la nuca con cansancio, meditando bien sus opciones. En un primer momento pensó que la oferta de lord Northley era una noticia espléndida. Sin embargo, eso significaba que Phillipa se casaría y se alejaría para siempre de su protección.
Ese pensamiento consiguió que su estómago ardiera. Su sobrina no estaba preparada para ello, pero ¿ser enfermera? ¿Era ese su destino? Por supuesto que no; ella merecía algo mejor.
—Tío, ¿vas a cumplir con tu palabra o vas a hacerme desdichada? —le presionó Phillipa con un tono suplicante al que era difícil resistirse.
—Y bien, Jeremy, ¿qué será? ¿Vas a permitirle el capricho o vas a asumir tu papel de tutor como corresponde?
Jeremy Gibson, duque de Dunham, tragó saliva. Fuera cual fuera su decisión iba a terminar encontrándose en problemas.
Capítulo 1
1898
—La hermana Milton la acompañará a la sala de reposo.
Con una mirada de entendimiento y un apenas perceptible movimiento de cabeza, la enfermera tomó de la cintura a Betsy y ambas salieron de la sala de curas dejando tras de sí la puerta abierta.
Phillipa suspiró con cansancio y se negó a adivinar lo tarde que era.
—Podría haber ido peor.
La voz de Martin la sobresaltó. Lo miró e intentó esbozar una sonrisa.
Sí, podría haber ido peor. Como por ejemplo que Betsy hubiera acabado muerta en lugar de solo presentar heridas superficiales en el brazo.
—¿Doctor?
Un policía se asomó a la sala y eliminó la posibilidad de que pudiera responderle.
—Solo es una herida superficial que curará en poco tiempo —informó Martin con voz muy profesional, acercándose a él.
«Sí, de eso no tardará en reponerse», pensó Phillipa. Lo que dudaba era que Betsy olvidara jamás el rostro iracundo de uno de sus clientes mientras trataba de acabar con su vida.
—Pero la señorita ha decidido quedarse con nosotras un tiempo para que atengamos sus otras hum… dolencias.
Los tres sabían a qué se refería, pero el agente tuvo el buen tino de asentir.
—Quizá sea lo mejor.
Lo era, por supuesto. Para todos.
—Lo acompaño a la salida, entonces —se ofreció Martin. Por el momento, su trabajo había concluido, aunque no su turno.
El agente de policía lo detuvo con un gesto.
—No se moleste, doctor, conozco el camino.
—Insisto. ¿Le importa, enfermera Baker? —preguntó Martin, siempre pendiente del protocolo cuando no estaban solos.
—En absoluto, vayan. Todavía me queda trabajo que hacer. —Lanzó una significativa mirada a la camilla y la mesa llena de vendas, baldes con agua ensangrentada y utensilios de curas que había que limpiar y esterilizar.
Ambos se despidieron y desaparecieron, dejando tras de sí el silencio que ella tanto valoraba y que la rodeó como una cálida y confortable manta.
Mientras se lavaba las manos con meticulosidad debía recordarse todo lo bueno de su trabajo. Y no porque lo necesitara; Phillipa amaba ser enfermera. No solo era un trabajo, sino parte indefinible de ella misma desde hacía ya muchos años. Además, esa noche, no solo había ayudado a curar un brazo lastimado. Sus esfuerzos habían dado fruto por fin y Betsy había aceptado ingresar para que la ayudaran a tratar la sífilis que padecía, motivo por el cual el cliente de la prostituta, después de descubrirlo, había pretendido asesinarla en un ataque de ira.
Trasladó el instrumental a la sala de esterilizar, donde permaneció más de media hora hasta que lo tuvo todo limpio y devuelto a su lugar original. La ropa iba directa a un cesto que recogerían por la mañana temprano. Solo faltaba devolver algunos ungüentos y frascos de cristal con medicamento y podría dar por concluida su jornada.
Su jornada. Hacía horas que tendría que haberla terminado. En esos momentos debería estar en su casa, arropada bajo las sábanas y soñando con salvar más vidas. Sin embargo, no la esperaba nadie allí, ya no. Parte de su vida y su motivación se encontraba entre esas paredes, pasillos y salas que conformaban el hospital St. George Women’s Charity. Gracias al esfuerzo de su esposo y de ella misma, el sueño de ambos se había hecho realidad.
«Aunque Charles no vivió lo suficiente para verlo con su propios ojos». Phillipa esbozó una mueca al pensarlo.
Algunas cosas habían ido tal como las imaginó para ella. Otras, no tanto. A pesar de las dificultades, era enfermera jefe por mérito propio. Gracias a la financiación de Jeremy Gibson —duque de Dunham—, a una considerable fracción de su dote y a la incansable labor junto a su difunto marido, había creado ese hospital para mujeres, situado no demasiado lejos de la zona portuaria londinense.
Allí nadie sabía la relación que la unía a su tío, ni por qué ella pertenecía a la junta directiva. Por supuesto, estaba enterada de lo mucho que se especulaba sobre ello, pero Phillipa prefería no darle demasiada importancia.
Por eso había luchado tanto, por un lugar así, al que pertenecer y en el que poder ayudar. Y mientras recorría los silenciosos pasillos echó una mirada ligera a su vestuario.
«El hábito hace al monje», pensó.
Pues en ese caso, el suyo la identificaba sin lugar a dudas como enfermera. Su impoluta cofia blanca, la camisa de rayas azules con sus puños y cuello almidonados y la falda del mismo color protegida por un delantal blanco que a esas horas no presentaba su mejor aspecto. Con esa indumentaria, no era posible prestarse a confusión en cuanto a su trabajo. Aunque no solía usarlo para pasear por los barrios y distritos más pobres como Whitechapel, Limehouse o Poplar, así como en las zonas de los puertos y muelles.
Su misión era poner en conocimiento de las mujeres el modo de prevenir las enfermedades, sobre todo las sexuales. Quería que supieran cómo defenderse de esos métodos de higiene tan insalubres y contagiosos. Que tuvieran el discernimiento suficiente para protegerse, así como también a sus hijos y familiares. Pero había una en especial que acaparaba todos sus esfuerzos: la sífilis.
A sus víctimas iba dedicado todo su empeño. Por supuesto, no era una tarea sencilla, aunque Phillipa no esperaba que lo fuera. Sin ir más lejos, esa misma noche se había producido un pequeño milagro al conseguir que Betsy se dejara ayudar. Si con su trabajo conseguía concienciar y salvar unas pocas vidas, todo valdría la pena.
Pasó de largo la sala de juntas y, poco después, una de las salas de reposo. Se paró a escuchar.
Silencio absoluto.
Saboreó ese momento porque sabía que, en solo unas horas, la rutina y la actividad diaria harían de esa sala un bullicio constante. Solo de imaginarlo sonrió. Ella no tardaría en estar allí de nuevo. Eso si no se encontraba recorriendo la parte más empobrecida de la ciudad.
A dos pasos de su destino, y a base de costumbre, Phillipa tanteó el juego de llaves en busca de la que necesitaba para abrir la habitación donde se guardaban las medicinas, ungüentos y diferentes pociones del hospital. Sin mirarlas siquiera podía escoger con acierto la adecuada.
Aceleró el paso. Y se detuvo al instante.
Desde el lugar donde se encontraba veía la puerta apenas entreabierta, un detalle completamente inusual y extraño. Había unas reglas básicas en ese hospital que toda enfermera debía saber y cumplir. Una de ellas era la de cerrar las habitaciones con llave, sobre todo si contenían material delicado y valioso.
¿Había sido ella la que había ido a buscar los remedios?, pensó. No, no había sido así. Phillipa dispuso la sala de curas mientras Martin se preparaba.
La hermana Milton. Sí, ella habría sido. ¿Un descuido, quizá? Sí, lo más seguro, pero debía buscarla para reñirla sobre ese imperdonable fallo. No en vano era la jefa de enfermeras.
Reemprendió el paso. La carga ya le pesaba en el brazo izquierdo.
Se detuvo otra vez cuando la separaba un paso de la puerta.
Vaciló. Tintineos dentro.
El corazón se le aceleró un instante mientras calibraba las opciones. Era demasiado tarde para que alguna enfermera del turno de noche revolviera entre las vitrinas que contenían los múltiples frascos llenos de soluciones y jarabes, pero quizá…
Empujó la puerta tratando de no hacer ruido. Seguro que había una explicación perfectamente normal.
Pero no la había.
En cuestión de segundos, tanto Phillipa como el intruso se quedaron paralizados. Ella, en el marco de la puerta; él, encorvado sobre un saco donde iba metiendo frascos de aspecto delicado.
La tenue luz que iluminaba el pasillo se reflejó en un rostro conocido que la observaba con mirada frenética.
—¿Ronnie? —Él seguía sin decir nada, estático—. ¿Qué estás haciendo aquí?
La pregunta resultaba del todo innecesaria, si bien fue lo único que se le ocurrió a Phillipa.
Quizá debía sentirse un poco asustada —y lo estaba—, aunque prevalecieron unos sentimientos mucho mayores que amenazaban con devorarla: traición, decepción y fracaso.
Ronnie era un proyecto personal de su esposo que ella se aseguró de enderezar. Se trataba de un joven de casi veinte años al que sacó de la calle para darle una nueva oportunidad. Un ladrón de poca monta que preparó y reformó para un trabajo digno y respetable. A pesar de su muerte, Charles lo había conseguido, o eso creía hasta entonces.
Apoyada en la fe que su esposo le tenía, Phillipa consiguió un puesto de camillero para él en ese hospital. Hasta ese mismo momento, le había parecido un joven dispuesto a trabajar duro para ganarse un sueldo de forma honrada.
—Ronnie —repitió—. ¿Qué…?
—Yo no quería —interrumpió él con cierta vacilación en la voz—, pero necesitaba…
—¿Es dinero? ¿De eso se trata? —preguntó ella—. Si es el caso, deberías haber hablado conmigo.
El temblor de manos movió el saco y su interior tintineó. Fue en ese momento cuando vio con claridad las vitrinas abiertas y casi vacías.
Trató de razonar con él.
—Lo que has hecho está mal, Ronnie. Esto que sustraes es propiedad del hospital, para ayudar a mujeres que lo necesitan.
—Yo lo necesito.
Eso podría querer decir cualquier cosa.
—¿Estás enfermo? ¿Alguien que tú conoces? Si es así, podemos tratar de ayudarte, no es necesario que lo… —iba a decir «robes», pero prefirió cambiar un poco el término— tomes prestado.
Adelantó un paso y dejó su carga. Trataba de transmitir serenidad, quizá así pudiera razonar con él.
—Tengo que irme. Tengo que salir. —El temblor en sus manos se agudizó.
Phillipa se debatía entre el miedo y la necesidad de impedir que se llevara cientos de libras envueltas en un saco.
—Ronnie, sé sensato. No puedes llevarte esto —le advirtió, para después cambiar de táctica—. Sé que no querías y no estoy enfadada. —Se acercó un poco más, hasta casi tocarlo, alargando la mano hacia la bolsa—. Podemos dejar esto aquí y hablar con tranquilidad…
—¡No!
El grito la tomó por sorpresa, al igual que la mirada incendiaria del camillero, que soltó su botín para agarrar sus muñecas.
Phillipa no pudo esconder un gemido a caballo entre la sorpresa y el dolor. Ronnie la sujetaba con dureza. Sentía sus manos como unas garras que constreñían sus delicados miembros y evitaban la circulación de la sangre.
—Po-por favor. —No sabía qué suplicaba, pero cada vez tenía más miedo de esos ojos fijos en ella, rayando la locura.
—¡No dejaré que me impida llevarme lo que es mío!
—¡No es tuyo! —replicó sin tener en cuenta que era mejor estar callada—. La policía te detendrá por esto y puedes ir a la cárcel. ¿Acaso no lo comprendes?
—¡Nadie me encerrará! —vociferó—. Lo juro. Ni usted ni nadie.
La soltó de golpe, empujándola, lo que la hizo caer de espaldas. Phillipa sintió el golpe duro del suelo, pero no se permitió perder el conocimiento.
—Tranquilo, Ronnie, tranquilo. —Intentó calmarlo, pero se daba cuenta de que era una empresa destinada al fracaso.
Calibró la posibilidad de levantarse y echar a correr, quizá incluso arrastrarse al exterior de la habitación.
Como si Ronnie hubiera sido capaz de descifrar sus esperanzadores pensamientos, o quizá espoleado por sus intentos de tranquilizarlo, se lanzó encima de ella, pero Phillipa, movida por un instinto, lanzó una pierna al aire mientras gritaba. El lastimero sonido masculino le indicó que había dado en el blanco. No le importaba dónde mientras le permitiera zafarse.
—¡Que alguien me ayude!
Ahora el pánico ya impregnaba cada poro de su piel y una parte de ella suplicaba en silencio que alguien hubiera oído los gritos, acaso Frank, que, con toda seguridad, mataba el tiempo sentado en el recibidor del hospital, charlando con Mildred, la enfermera de recepción.
Sin mirar atrás, trató de incorporarse, pero una mano la tomó por el tobillo y la tiró de nuevo.
—¡Nadie va a detenerme! —gruñó Ronnie de nuevo.
La arrastró unos palmos y Phillipa cometió el error de girar la cabeza para mirarlo. Los ojos de ambos se encontraron y ella supo que debía chillar más.
—¡¡¡Socorroooooo!!!
De inmediato, las manos toscas y duras del hombre alcanzaron su cuello y ella sintió, por primera vez en su vida, cómo el aire la abandonaba. Sin embargo, fue solo un instante, porque, acto seguido, se encontró libre y resollando, tratando de aspirar la más insignificante partícula de aire.
Unas manos suaves la dejaron sentada contra la pared mientras otra le acariciaba el pelo. Se atrevió a echar un vistazo y contempló a Ronnie en el suelo, rojo de ira, inmovilizado por Martin y por otro doctor.
Con un hondo suspiro, cerró los ojos, celebró que todo hubiera terminado y un solo pensamiento se instaló en su cerebro.
«Dios, espero que no se entere mi tío».
***
A esa misma hora, en Glasgow.
La lluvia, el frío y la humedad no hacían mella en él. No podían. Tenía una misión e iba a llevarla a cabo, pues bien sabía de la importancia del devenir de esa sociedad si no intervenía.
Se arrebujó más contra la pared en un intento de evitar que el agua lo calase por completo, aunque fuera inevitable. Justo detrás tenía el paraguas, pero era importante no utilizarlo; no quería que lo vieran. De hecho, lo prefería así. El repiquetear del agua y los ocasionales truenos hacían propicio el éxito de su cometido. No había nadie en las calles que pudiera intervenir, así que se había escondido en un portal, lo bastante alejado de una farola para evitar ser detectado si por casualidad pasaba un vehículo o alguien estaba lo bastante loco como para aventurarse en esa noche de perros.
Sus manos enguantadas se movieron en sus bolsillos, y una de ellas tocó el botecito de cristal en el fondo, reconfortándolo. El líquido que contenía estaba en los estadios finales de desarrollo y le era tan preciado como un hijo a una madre. En él había invertido horas de trabajo, de sueño y parte de sus esperanzas. Casi dos años de planes que culminaban con esa prueba crucial. Las ratas y pequeños animales no le servían. Necesitaba una persona viva y lo más sana posible para ver, aunque fuera de lejos, los resultados. Era su gran obra, y estaba dispuesto a lo que hiciera falta para llevarla a cabo. Y por fin, esa noche, iba a dar el paso definitivo.
Pensó en escoger un lugar cualquiera, al azar, pero después se impuso la lógica. Lo único esencial era no utilizar Londres como escenario. Por eso Glasgow le pareció tan oportuno. Estaba lejos y nadie sería capaz de relacionarlo con la ciudad que lo vio nacer y crecer. Aunque no solo eso. Conocerla le permitía ciertas libertades y experiencias que en otro punto del país sería no imposible, pero sí complicado.
Por supuesto, todo había ido a pedir de boca. Había mentido en los lugares donde trabajaba alegando la muerte de un familiar muy cercano, por lo que se había pasado el último mes instalado en la habitación de una pensión modesta. En ese tiempo había vuelto a familiarizarse con las calles, puesto que la ciudad había cambiado en esos años de ausencia.
Después de eso, el siguiente paso había sido elegir quién acogería el cáliz de la salvación. Algunos se atreverían a tratarla como a una víctima, pero se equivocarían. Ese sujeto tendría el honor de ser la primera; con quien empezaría todo. Cuando llegase a su fin y comprendieran, la gente la adoraría. Querrían saber de su sacrificio. También quién fue y como llegó hasta allí.
Tenía que ser mujer, por supuesto. Ellas daban vida y él se la quitaba. Dios podía estar satisfecho. La opción más plausible había sido una prostituta, pero al pronto la descartó. En un inicio era indispensable hacerlo bien. Ya tendrían ocasión de ser elegidas, aunque más adelante. Esas mujeres estaban llenas de dolencias que podían poner en entredicho el primer y definitivo resultado. Necesitaba una lo bastante joven para resistir el embate de la solución que le suministraría, y también lo bastante madura para que el cuerpo la traicionase.
Para ello había obviado la parte más miserable de la ciudad y se había centrado en las calles que había pisado hacía más de treinta años. En ellas habitaba gente modesta, como lo fueron sus padres, luchando día a día por sobrevivir en un mundo cruel e inhóspito, trayendo niños al mundo y sin la certeza de que estos pudieran llegar a hacerse mayores.
La casualidad había hecho que diera con ella y supo casi al momento que era la adecuada. Por lo que sabía, era una madre soltera que trabajaba sin descanso como costurera para dar de comer a su único hijo y a otra mujer —bien podía tratarse de una hermana por el parecido—. Había comprobado sus rutinas y siempre eran las mismas. Salía temprano, volvía justo cuando las campanadas daban las tres y salía de nuevo una hora y media después. No pisaba el hogar hasta exactamente las once y cuarto de la noche, lo que apenas tardaría en suceder. La iglesia que había unas calles más al norte había repiqueteado la hora en punto hacía no tanto.
Como si la hubiera conjurado con el pensamiento, se oyeron unos pasos rápidos que se acercaban. En otras circunstancias, ni él ni otro ser humano los hubieran percibido, dada la incesante lluvia, pero había estado esperándola y aguzando el oído. Solo tenía que sorprenderla en el momento preciso. No le hacía falta ni un callejón, no ese día. El agua sería su aliada.
Cuando la sombra pasó por su lado, el hombre se abalanzó sobre la no tan desprevenida figura femenina. El paraguas se desprendió de la mano cuando esta se abrió en un acto reflejo, y la mujer corrió para tratar de recuperar lo que podía utilizar como arma. Ambos sabían que gritar era un acto inútil, pues nadie la oiría —aunque de ser así, quedaba en entredicho si recibiría auxilio—. Por ello, lucharon bajo el aguacero: él tratando de dominarla y ella resistiendo con todas sus fuerzas. Sin embargo, la mujer, menuda y agotada por la dura jornada, apenas fue rival, incluso sin dejar de luchar ni un instante por su vida.
La arrastró hacia el portal que lo había cobijado hasta entonces.
—Shhh. Shhh —susurró quedo junto al oído mientras su brazo reducía los suyos y la sostenían unos palmos por encima del suelo. Con la mano libre tapaba su boca—. No quiero hacerte daño.
Como era de esperar, ella no lo creyó y siguió insistiendo en dar patadas para tratar de liberarse, en vano. Al no tener sujeción firme bajo sus pies, todavía era más improbable lograrlo. Aun así, como se trataba de una superviviente, esta tiró de las mermadas fuerzas que le restaban y logró alcanzar el pequeño cuchillo que siempre guardaba bajo sus ropas para esos casos y que pocas veces había tenido que utilizar. Embistió a ciegas y dio de lleno.
El gemido de dolor sonó alto y claro, pero la noche no acompañaba a ese pequeño golpe de suerte. El hombre, enfadado, lanzó un puñetazo en la boca del estómago femenino, y ella se dobló en dos hasta casi perder el conocimiento. El hombre se palpó la parte superior del muslo y arrancó el arma sin piedad. Por suerte, las capas de ropa habían mitigado la profundidad, pero solo podía saberlo con certeza cuando se examinara en la soledad de su habitación alquilada. Con el dominio de la situación recuperado, comprobó que la mujer estaba consciente, ya que no podía suministrarle el líquido de otro modo. En caso contrario, llegaría a los pulmones y se ahogaría.
—Espero que esté satisfecha —siseó—. No me creyó cuando le dije que no quería matarla y me ha herido sin necesidad. Ahora deberá pagarlo.
Con la mano libre, tanteó a la mujer, que se revolvió de asco cuando sintió las manos en sus muslos. Lejos de querer abusar de ella en ningún sentido físico, el hombre metió mano para sacar la bolsita que, estaba seguro, tenía atada a la liga. Sabía que a las costureras se les pagaba a diario por el trabajo terminado porque su madre también lo había sido. Ella también se la ataba a la liga.
—No. —La súplica llegó amortiguada.
—Eso es como recompensa por todos los quebraderos de cabeza que me ha dado.
La verdad era otra. No necesitaba el dinero de esa pobre desdichada. Era una excusa. Cuando la liberara, quería que la mujer se centrara en el dinero perdido en lugar de lo que pretendía hacer a continuación. Como no tendría sentido para ella, podría pasarlo por alto en caso de acudir a las autoridades, cosa poco probable. No obstante, no quería arriesgarse.
A tientas tocó la botellita de su bolsillo y quitó el tapón con el dedo. Acurrucado junto a su cuerpo, la obligó a abrir la boca y le hizo tragar el líquido. Ella se revolvió y tuvo arcadas, pero el hombre siguió sujetándola con firmeza y rezando para que no acabara devolviendo la medicina. Cuando estuvo seguro de que había logrado su cometido, habló:
—Ahora voy a soltarla, pero va a ser muy buena, ¿verdad? —Esperó a que asintiera—. Tengo una pequeña pistola en mi bolsillo —lo cual era una completa mentira— y, además, su cuchillo. Si cuando la suelte no se marcha corriendo y se atreve a mirar hacia aquí siquiera una vez, va a morir de verdad. ¿Me cree?
Ella volvió a asentir, y se sintió magnánimo cuando la liberó.
La vio correr calle abajo olvidando a su paso, incluso, el paraguas que yacía abierto a un lado. Con paciencia volvió a cerrar el bote y lo guardó. Se aseguró de que no había nadie a la vista, aunque ya no lo preocupaba demasiado. Al fin y al cabo era de noche y la lluvia dificultaba cualquier tipo de reconocimiento. Abrió su propio paraguas y caminó de vuelta a su refugio con una pequeña molestia en el muslo.
Sin embargo, mientras se alejaba, sabía que no todo estaba terminado en aquella ciudad. Todavía le quedaba por hacer de vigilante unos días más y seguir la evolución de la mujer.
Cinco días después dejó Glasgow para siempre con una certeza y el corazón más ligero. La costurera había muerto.
Capítulo 2
Desde la cama, sin llegar a incorporarse, se masajeó las muñecas doloridas por el forcejeo con Ronnie sin saber qué hora era, puesto que las cortinas estaban echadas. Solo las débiles llamas del carbón de la chimenea le permitían ver los esbozos de la habitación. A pesar de sus temores iniciales, consiguió conciliar el sueño tan pronto su cabeza tocó la almohada, olvidándose de lo ocurrido durante unas horas.
En aquel momento se sentía descansada y con la mente lúcida, pero en su interior se había instalado un pequeño temor desconocido hasta entonces. A pesar de ello, había asegurado que se encontraba bien, en especial a su tío, que era el más preocupado de todos. No era tan tonta como para menospreciar el incidente de la noche anterior, ya que en un momento de pánico llegó a creer que el chico terminaría matándola, aunque solo fue durante unos segundos. Sin embargo, se dijo a sí misma que el ataque no serviría para asustarla lo suficiente para echar por tierra su labor.
Había tardado siglos en conocer las calles, las familias y las problemáticas en las que estas se veían envueltas. Sabía dónde se encontraban las tabernas repletas de estibadores y las prostitutas más populares. No obstante, su trabajo no era más fácil ahora que cuando empezó. La gente era esquiva y le costaba confiar en ella, incluso las mujeres más necesitadas de su ayuda. Por supuesto, parte del problema radicaba en la condición social de la propia Phillipa y a que no la veían como una igual. Para el East End no era más que una enfermera viuda y fea, pero no era difícil reconocer su educación por el modo de hablar y de expresarse.
Phillipa podía haberse convertido en carne de cañón para vulgares rateros o para ladrones que asaltaban a punta de navaja, mucho más agresivos. Por ello, desde un principio, su tío Jeremy se aseguró de buscarle escolta. Además, sabía que pagaba un sobresueldo a la policía para que hicieran sus rondas por los lugares que ella frecuentaba. Jamás se lo había admitido, pero Phillipa lo conocía lo suficientemente bien como para saber que no le permitiría realizar sus salidas sin garantías.
—Es la hora de levantarse —se dijo en voz alta para darse ánimos—. Todavía hay mucho por hacer. —Tenía obligaciones que no iba ignorar, ni siquiera aquel día. Las acciones de Ronnie no podían paralizarla.
Salió de la cama, escondiéndose de inmediato en su bata de lana color rosa, una prenda que encargó cierto día en un alarde de vanidad, pues estaba confeccionada con volantes, encajes y un cinturón de seda. Phillipa era práctica en la mayor parte de su guardarropa, que adecuaba a su profesión, con formas sencillas y colores sobrios. Las blusas, las faldas o las chaquetas estaban pensadas para moverse por la ciudad y por los muelles sin miedo a ensuciarse. Un claro ejemplo de ello eran sus zapatos: feos a la par que cómodos. No obstante, a pesar de sus gustos pocos recargados, poseía algunos vestidos de la mejor calidad para no disgustar a su tía Odethe durante las reuniones familiares, puesto que ella creía que una mujer de su posición debía esmerarse en la apariencia.
Con la ayuda de su doncella estuvo preparada en poco tiempo y, aunque la hora del desayuno ya había terminado, pidió que le prepararan un té bien caliente y algo de comida que llevarse al estómago vacío. Necesitaba recuperar fuerzas para encarar las siguientes horas: el ambiente seguía siendo frío y le esperaba una buena caminata.
Se miró al espejo de cuerpo entero antes de abandonar la habitación. Sus pómulos habían perdido el color y bajo sus ojos se observaban unas arruguitas que atribuyó al susto recibido.
Comenzó a bajar las escaleras que descendían hasta la planta baja con aire decidido, si bien se detuvo cuando iba por la mitad. Vio a un desconocido apoyado en una de las paredes del estrecho recibidor que, al escucharla, levantó el rostro y se la quedó mirando. Phillipa reemprendió la bajada y le imitó, observando de arriba abajo su traje gris, que constaba de unos pantalones, una chaqueta y un chaleco más oscuro, de donde colgaba una cadena dorada de reloj que, con total seguridad, tendría guardado en el bolsillo. La camisa blanca estaba almidonada y la corbata bien anudada.
Ella nunca juzgaba a las personas por su apariencia y menos cuando Dios se encargaba de recordarle a diario que jamás sería bella. Para ello solo debía mirarse al espejo. Tampoco lo hacía respecto a la clase social, puesto que como enfermera se debía a todos por igual, sin importar si se trataba de un mendigo o de un rey. Sin embargo, no pudo evitar pensar en la calidad de las ropas del desconocido, que no era mala, aunque tampoco la mejor.
Llegó a la conclusión de que se trataría de un policía que venía a verificar su testimonio dado la noche anterior. Entonces, ¿por qué ninguna de sus sirvientas la había avisado?
—¿Quién es usted? —«¿Y qué hace en mi casa?», quiso añadir, si bien la buena educación le hizo replanteárselo.
—Buenos días, señora Baker, mi nombre es Sebastian Field. —Acompañó sus palabras con una inclinación de cabeza—. Es un placer estar a su servicio.
Nada de sargento o inspector. La curiosidad de Phillipa aumentó y fue entonces cuando su mente pareció empezar a razonar con claridad: ¿había dicho «servicio»?
—No recuerdo haberlo contratado —aseveró rebuscando en su memoria.
—Por lo que sé, lo han hecho por usted. Frank ha sido despedido y yo he ocupado su lugar.
La voz sonó tan profunda como segura. Tanto, que Phillipa no pudo evitar fijar la vista en su boca, pareciéndole dura y firme. Sin poder evitarlo se estremeció y no precisamente de miedo, sino porque se trataba de un hombre atractivo, de rostro curtido, cabello bien peinado y mirada penetrante.
Se reprendió por pensar así. Menuda grosería e insensatez