Íbamos a ser reinas

Nuria Varela

Fragmento

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A todas las mujeres que en los peores momentos tuvieron

la generosidad de abrirme sus puertas y compartir,

no sin esfuerzo, su experiencia, sus preguntas, sus dudas,

sus reflexiones, sus miedos, sus ilusiones, sus lágrimas

y su fortaleza.

A Pilar Monteagudo, Isabel Crevillent, Isabel Blanco

—querida Isabelita—, María del Mar Rodríguez, Dolores Torres, Eva Díaz, Laura Gallardo, Amparo Arteaga, Mercedes López, María Gracia Díez, María Eugenia

de la Peña, María del Mar Martín y, muy especialmente,

a María Ángeles Anaya.

Para mi abuela

Contents
Contenido
Créditos
Portadilla
Dedicatoria
Cita 1
Cita 2
Prólogo
Nota de la autora
Nota de la autora a la edición de 2017
1-La violencia contra las mujeres
2-El miedo
3-El sexo
4-El poder
5-El maltrato psicológico
6-El maltrato judicial
7-El maltrato económico
8-El maltrato paterno
9-La edad, la pobreza y el alcohol
10-La violencia contra las mujeres jóvenes
11-La construcción de la masculinidad
12-La libertad
Anexos
Las cifras de la vergüenza
Cronología de los procesos judiciales del caso Juana Rivas
Bibliografía
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Si nos comprometemos hoy, todos unidos, unidas, a crear un mundo libre de violencia contra las mujeres y las niñas, lograremos detener el crimen más universal e impune de todos: la violencia física, emocional, económica y sexual que se comete contra la mitad de la población del planeta.

Conclusión del Foro Mundial contra la Violencia

Valencia, 2000

Nos es grato haber nacido mujeres y lo que queremos es vivir el placer de serlo. La libertad de pensar, de decir, de hacer y de ser lo que nosotras decidamos. Incluida la libertad de equivocarnos.

Librería de Mujeres de Milán

La utopía está en el horizonte:

cuando yo camino dos pasos

ella se aleja dos pasos.

Yo camino diez pasos

y ella está diez pasos más lejos:

¿Para qué sirve la utopía?

Sirve para eso: para caminar.

Eduardo Galeano

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Todas íbamos a ser reinas,

y de verídico reinar;

pero ninguna ha sido reina

ni en Arauco ni en Copán.

Gabriela Mistral

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PRÓLOGO

AVES DE RAPIÑA

Esto no es una lamentación, es el grito de un ave de rapiña.

Clarice Lispector

Finalizo la lectura de Íbamos a ser reinas de Nuria Varela, un libro como los hay pocos, una investigación seria, rigurosa y documentada sobre la violencia de género que no solo denuncia lo existente sino se aventura en indagar sus causas, haciendo un aporte sustancial a una temática incómoda y sistemáticamente eludida. No es frecuente, dada la enorme actividad que manifiesta el mundo editorial, calificar una publicación como urgente y como necesaria; pareciera que en la maraña de las numerosas páginas impresas, bien podríamos vivir sin tantas de ellas.

Sin embargo, en este caso vale la pena detenerse. Vale la pena escuchar. Muchas voces vendrán a inundarnos, testimonios dramáticos sin edad ni clase ni raza, que se unifican entre ellos por una sola razón: por provenir de los labios de una mujer. Pero no son historias de vida plasmadas al azar; la habilidad de la autora consiste en tomarlas y desmenuzarlas de tal modo que en el proceso va entregando elementos valiosísimos para comprender este fenómeno: nos remite a su origen —eterno, por cierto— y luego nos trae al presente, exhibiendo las trampas en que se envuelve la generación de esta violencia específica —en palabras de Nuria Varela: sus mentiras y complicidades— y a partir de ello, traza un virtual itinerario que permite imaginar y soñar con su fin. Una utopía válida. Por ello, afirmo sin pudores: sí, es esta una publicación urgente y necesaria.

Finalizo la lectura y permanezco inmóvil, en silencio, arrinconada en una esquina de la habitación, como si cualquier movimiento, el más mínimo, pudiese traerme el dolor de las otras, no solo a mis ojos, también a mi cuerpo, ese cuerpo en donde se materializa la desigualdad milenaria, allí donde han asestado la injusticia por un solo motivo: por ser el cuerpo de una mujer. En este instante, yo soy la castigada, la invisible, soy la maltratada. ¿Quién ha cavado estos agujeros? ¿Quién ha roto mi mirada? ¿Quién ha desoído mi respiración de espanto? ¿Quién ha cortado, golpe a golpe, los pedazos que me arman? Me repliego, muda, las palabras vuelan lejos, no las sujeto, como si me esquivasen desde el principio de los siglos, palabras vacías que se deletrean sonido a sonido perdiendo su significado. Como toda criatura marginada, expoliada, espiada y exiliada, me quedo sin lenguaje.

Entonces recuerdo que existe el grito. Que puedo gritar. No lamentarme, que en eso nos hemos pasado la vida, de pura niebla se convertiría el firmamento si juntásemos los lamentos dispersos de cada una, opacaríamos al sol para siempre y nos gusta tanto el sol. Tampoco silenciarme, de ello ya tenemos bastante, sílabas opacas cayendo a un vacío que no controla mi boca. Ni llorar. La hora del llanto ya se heló, copó todas las vasijas. Rebasó la peor de las lluvias precipitadas.

¡Ni una lágrima más! Es la hora del grito. El grito: el más feroz llamado, el más ronco y sonoro alarido. Es la hora del alba, aquella que escucha a las aves de rapiña, también la del atardecer y la del mediodía porque estas aves se las arreglan para ser siempre escuchadas. Buitre o águila, aves carnívoras de sangre caliente, pico robusto y garras fuertes, aves cuyo bello plumaje desafía a otras, a aquellas de color pardo, verdoso y amarillento, que anidan en la tierra y se dejan coger con facilidad. Es que sus gritos contagian, toda ave que las escucha anhelará vociferar junto a ellas, ni la más desértica se mantendrá indiferente, se levantarán, dejarán sus nidos, olvidarán la oscuridad —ese oscuro rotundo que les impide recordar las formas y los colores—, la intemperie no las acobardará, por unos momentos no le temerán al desamparo, y el aire impenetrable se volverá transparente. Entonces, emprenderán el vuelo. Un caos el cielo con tanto grito. Un jolgorio.

Será el comienzo del deseo.

Le robaremos el verso a Neruda y gritaremos con una sola voz: sube a nacer conmigo, hermana. Porque siempre, siempre se puede volver a nacer.

Marcela serrano

Diciembre de 2001

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NOTA DE LA AUTORA

Quien bien te quiere te hará llorar y otras

grandes mentiras de la historia

Estaba delante de mí, las muletas apoyadas en el sillón, una muñeca vendada y las lágrimas paseándose por sus mejillas sin que ella les hiciera caso, como si fuese algo natural, como pestañear. Apenas me miraba a los ojos mientras desmenuzaba recuerdos. De pronto susurró: «estoy enamorada, le quiero». Han pasado veinticuatro años, no recuerdo su nombre, pero no he podido olvidar su cara. Era una mujer muy menuda, bajita, morena de piel y cabello. Apenas se movía, y, sin embargo, permanecer un rato a su lado hacía que te sintieras nerviosa. Sus ojos estaban hundidos, remarcados por un contorno azulado. Tristeza en estado puro.

Hacía poco más de un mes que aquella mujer sin aliento de vida había llegado al centro de acogida para mujeres maltratadas de la Federación de Asociaciones de Mujeres Divorciadas y Separadas. Su presidenta, Ana María Pérez del Campo, me había dicho: «Los maridos españoles matan más que ETA.» Era 1993 y en 1993, ETA mataba mucho. Yo me enfrentaba a mi primer reportaje sobre violencia de género. Era un tema que me preocupaba y no acababa de entender. Veía cómo morían mujeres ante la impasibilidad de todo el mundo. Apenas se reseñaban en la prensa, como mucho en las páginas de sucesos.

Comprobé la frase de Ana María. Era verdad. En España morían, mueren, decenas de mujeres a manos de sus maridos, compañeros, novios o amantes sin que se considere un problema de Estado.

Comencé a trabajar y cada día era peor. Cuando salí por primera vez del centro de acogida llevaba el estómago revuelto. Cuantas más veces crucé la puerta de aquella casa, más dudas tenía. Aquella mujer, aún coja por la última paliza de su marido y que se movía por el centro apoyándose en sus muletas, con temor, sin asomarse siquiera a la puerta, con ojos huidizos, marcada en todo el cuerpo, ¿cómo me podía decir que estaba enamorada?

Cuando terminé el reportaje solo una idea me daba vueltas en la cabeza: nos habían engañado. La Historia, la que se escribe con mayúsculas y también la que se escribe con minúsculas, se había tejido para robarnos la dignidad. El ideal de amor romántico y la institución familiar loada por la Iglesia católica y el Estado nos estaban matando. Han sido siglos de organización del mundo basándose en una pareja formada por un hombre que trabaja, gana dinero, disfruta del ocio y tiene vida pública junto a una mujer que trabaja en la casa familiar, no es propietaria de bienes, dedica su vida al cuidado de su marido y sus hijos, no tiene apenas ocio y no participa en la vida pública. Tantos siglos encerradas, despreciadas, minusvaloradas son como un ancla que nos impide vivir en libertad aun cuando las mujeres participemos desde hace décadas en el trabajo retribuido, no tengamos hijos, disfrutemos del ocio y comencemos a abrirnos espacios en la vida pública. La autoridad masculina y el reparto del poder están enraizados y apenas son cuestionados. La incorporación de las mujeres a los puestos de responsabilidad se está realizando con las mismas reglas del juego. Las estructuras permanecen inalterables.

Miles, millones de mujeres tenían, tienen, destruida su autoestima por parejas que les recuerdan todos los días cuál es su sitio: «Tú qué sabrás.» Millones de mujeres tenemos maltrecha la autoestima como mujeres, por una sociedad que cuestiona lo incuestionable: los derechos humanos de todos los seres humanos, hombres y mujeres.

Este libro nace de aquella mirada de tristeza, del trabajo de diez años buscando respuestas a aquel «estoy enamorada». El resultado es el testimonio de las mujeres silenciadas, maltratadas por sus parejas y por una sociedad que ni siquiera escucha sus opiniones y análisis. Junto a sus palabras, algunas reflexiones que quisiera ayudaran a desmontar las mentiras, a desenmascarar a los cómplices que sustentan la violencia contra las mujeres. A lo largo del libro, en cada frase, quiero depositar todo mi cariño hacia esas mujeres a las que sin ninguna razón les están robando, les han robado la vida, estén vivas o enterradas, y todo mi desprecio hacia quienes se consideran propietarios de la dignidad de otros seres humanos.

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NOTA DE LA AUTORA

A LA EDICIÓN DE 2017

Quince años después...

Novecientos diez asesinatos más

«No nos veían ni muertas», repite a menudo mi amiga Teresa Meana. Y Teresa, como casi siempre, tiene razón. Eso era lo que ocurría con las mujeres en España cuando escribí Íbamos a ser reinas. Desde entonces, hace ya quince años, los cambios se han sucedido, especialmente en el ámbito legal. En este espacio de tiempo, tres leyes, las conocidas popularmente como Ley Integral Contra la Violencia de Género, Ley de Igualdad y Ley de Dependencia han conseguido hacer del español un marco jurídico aceptable para las mujeres. Pero un marco jurídico adecuado —o al menos, en camino de serlo—, no significa una sociedad adecuada. Los cambios legales no han traído de la mano la erradicación de la violencia de género que esperábamos.

Lo más importante de lo ocurrido en estos quince años es que 910 mujeres han sido asesinadas por los hombres de los que se enamoraron. En los quince años que más se ha trabajado, legislado y, supuestamente, sensibilizado socialmente sobre la violencia de género, en el espacio de tiempo en el que continuamente se han reclamado medidas rotundas, urgentes y adecuadas para erradicar esta barbarie, nos faltan 910 mujeres. Mujeres que no pertenecían a bandas criminales, ni eran delincuentes, ni vivían situaciones de riesgo voluntario. Nos faltan 910 mujeres con nombres y apellidos; con sueños, ilusiones, proyectos de vida; con familias y amistades. Novecientas diez mujeres entre las que había jóvenes y muy jóvenes, mayores, ancianas, ricas, pobres, universitarias, que apenas sabían leer y escribir, amas de casa, profesoras, abogadas, médicas, limpiadoras... Todas distintas, todas únicas, todas irreemplazables. Novecientas diez mujeres que solo tenían en común ser mujeres y haber iniciado una relación de pareja con un maltratador. Unas lo habían denunciado, otras no; unas habían luchado por su libertad con todas sus fuerzas, otras estuvieron muchos años atenazadas por el miedo; unas eran madres, otras no; unas habían pedido ayuda y relatado su tortura, otras permanecieron en silencio, avergonzadas, aisladas, chantajeadas... Ninguna disfrutó del derecho básico a vivir una vida libre de violencia. Ninguna tuvo derecho a la vida porque esta democracia europea del siglo XXI continúan ninguneando a las mujeres y alimentando maltratadores.

En estos quince años, 910 hombres han sido educados en el desprecio a las mujeres hasta el punto de considerarse propietarios de sus vidas y con derecho a asesinarlas. Novecientos diez hombres fueron alimentados con violencia y tratados como ciudadanos, algo que ellos nunca hicieron con sus víctimas.

¿Quién sabe cuántas mujeres en este mismo instante, están sufriendo y viviendo con miedo sin haber encontrado aún la fuerza, el apoyo o los medios necesarios para salir de su horror cotidiano? ¿Cuántos «buenos ciudadanos» con los que trabajamos, tomamos café o incluso a los que admiramos, porque destacan en su profesión están torturando a sus parejas ante la impasibilidad de familiares y vecindario? Según la macroencuesta sobre violencia de género de 2015, seiscientas mil mujeres se encuentran en la actualidad en situación de violencia lo que significa que seiscientos mil hombres torturan habitualmente a sus parejas y, sabemos que pueden ser muchas más, puesto que las cifras no son exactas en lo que a violencia de género se refiere. Aún hoy se mantiene una bolsa oculta del 73 por ciento, lo que significa que, como mínimo, el 73 por ciento de los actos de violencia de género permanece impune en España.

Buena parte de las reflexiones escritas en este libro hace quince años podrían ser retocadas, por ejemplo, ya hay corporaciones municipales o incluso gobiernos autonómicos que convocan un minuto de silencio cuando una mujer es asesinada; también, que se han multiplicado los estudios, análisis y cursos sobre violencia de género para profesionales de la psicología, para todos los actores del ámbito judicial, para las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, etc. Además, se han redactado protocolos sanitarios de actuación para la detección de violencia en la atención primaria, y se han consensuado códigos de autorregulación para los medios de comunicación y el ámbito publicitario. Así mismo se han escrito montones de decálogos sobre cómo informar con profesionalidad sobre la violencia ejercida contra las mujeres.

Incluso en este tiempo, por fin, buena parte de los periódicos han decidido no aceptar anuncios de prostitución en sus páginas. Todo eso es cierto, sí, pero el fondo, el «móvil del crimen» de la violencia de género apenas se ha modificado. Como si de un bucle infinito se tratara, la desigualdad entre mujeres y hombres alimenta y favorece la violencia de género y su impunidad y, al mismo tiempo, el ejercicio de la violencia o la amenaza de la misma, es un dispositivo político que mantiene dicha desigualdad. La violencia de género conjuga, simultáneamente, magnitudes estremecedoras con el desdén mediático y social; está normalizada y naturalizada y desprestigia a la víctima exonerando al maltratador. Ningún otro tipo de violencia combina todos estos aspectos.

Señala el ex delegado del Gobierno para la violencia de género, Miguel Lorente, que según los datos de diferentes organismos y organizaciones internacionales, recogidos por Datagrave y ESRI, el terrorismo yihadista llevó a cabo en 2016 un total de 1.441 atentados en todo el planeta, ocasionando 14.356 víctimas. La violencia machista, solo en el ámbito de las relaciones de pareja, cada año asesina alrededor de 42.500 mujeres, tal y como recoge el «Informe Global sobre Homicidios» de Naciones Unidas (2013). Una cifra que se mantiene constante año tras año y no depende de circunstancias pasajeras ni coyunturales, sino de las ideas amparadas por la cultura machista. Sin embargo, el porcentaje de población española que considera la violencia de género como un problema grave es del 1,6 por ciento según indica el barómetro del CIS de febrero de 2017. ¡El 1,6 por ciento! Además, los familiares de las mujeres maltratadas solo interponen el 1,16 por ciento de las denuncias. Lejos de situarse claramente en contra de la violencia de género, la sociedad en su conjunto, bien por acción o por omisión, continúa siendo cómplice de los violentos y pasiva frente a las víctimas. Es el éxito del machismo, normalizar la violencia contra las mujeres y convencer de que el masculino es neutro cuando en realidad, solo lo que afecta a los hombres tiene importancia aún en el siglo XXI.

Este libro nació, hace quince años, de las conversaciones con mujeres víctimas de violencia de género en contextos de pareja. En la edición que ahora presentamos, se conserva la misma estructura y se mantienen todos los testimonios de la primera edición pero se han actualizado cifras e

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