Lista de personajes
Lista de personajes
(Los que están marcados con un * son personajes históricos)
Romanos/aliados
LUCIO COMINIO TULO: centurión veterano. Había pertenecido a la legión XVIII y ahora está en la V.
MARCO CRASO FENESTELA: optio de Tulo o segundo al mando.*
GERMÁNICO JULIO CÉSAR: nieto adoptivo de Augusto, sobrino de Tiberio y governador imperial de Germania y las Tres Galliae.
LUCIO SEYO TUBERO: noble romano, legado de los legionarios y enemigo de Tulo.*
MARCO PISO: uno de los soldados de Tulo.
METILIO: otro de los soldados de Tulo, y amigo de Piso.
CALVO: otro de los soldados de Tulo.
DULCIO y RUFO: más soldados de Tulo.
BASIO: primus pilus de la legión V.
TIBERIO CLAUDIO NERÓN: emperador y sucesor de Augusto.*
LUCIO ESTERTINIO: uno de los generales de Germánico.*
AULO CECINA SEVERO: gobernador militar de Germania Inferior.*
CAYO SILIO: governador militar de Germania Superior.*
LUCIO APRONIO: uno de los legados de Germánico.*
POTICIO: uno de los centuriones de Tulo.
FLAVIOo: hermano de Arminio.*
EMILIO: primus pilus de la legión I.
CARIOVALDA: jefe de la tribu de los bátavos y aliado de Roma.*
CEDICIO: prefecto del campamento y amigo de Tulo.*
PUBLIO QUINTILIO VARO: el difunto gobernador de Germania que cayó en una terrible emboscada tendida a su ejército en el 9 d.C.*
NERÓN CLAUDIO DRUSO: padre de Germánico y general que lideró numerosas campañas en Germania.
GAYO: soldado que debe dinero a Piso.
CNEO ELIO GALLO: soldado a quien los marsos toman prisionero.
ARIMNESTOS: médico griego del ejército.
Germanos/otros
ARMINIO: jefe de la tribu germana de los queruscos, cerebro de la emboscada tendida a las legiones de Varo y enemigo acérrimo de Roma.*
MAELO: mano derecha de Arminio.
DEGMAR: miembro de la tribu de los marsos y exsirviente de Tulo.
TUSNELDA: esposa de Arminio.*
MALOVENDO: jefe de la tribu de los marsos.*
HORSA: jefe de la tribu de los angrivarios.
IINGUIOMERO: tío de Arminio y aliado reciente, jefe de una facción muy numerosa de la tribu de los queruscos.*
GERULF: jefe de la tribu de los usipetos.
OSBERT: uno de los guerreros de Arminio.
GERVAS: guerrero usipeto que se alía con Arminio.
TUDRO: guerrero dolgubno.
SEGESTES: padre de Tusnelda, aliado de Roma y jefe de una facción de la tribu de los queruscos.*
ADGANDESTRIO: jefe de la tribu de los catos.
ARTIO: niña huérfana que Tulo rescata en Águilas en guerra.
SIRONA: mujer gala que está a cargo de Artio.
MACULA: perro callejero que Piso adopta.
SCYLAX: perro de Artio.
Prólogo
Prólogo
Otoño, año 15 d.C.
Cerca del fuerte romano de Vetera,
en la frontera con Germania
Unos rayos de sol se colaron entre el espeso manto de nubes otoñales e iluminaron el águila de la legión V, que brilló con un fulgor que muchos interpretaron como una señal de los dioses. Fuera o no una señal divina, lo cierto era que el resplandeciente animal atrajo hacia sí todas las miradas. El centurión veterano Lucio Cominio Tulo la contempló embelesado, ajeno al gélido viento del oeste. Era incapaz de apartar la vista de la esplendorosa ave dorada que sostenía en alto un aquilifer con la cabeza descubierta. Encaramada a dos rayos entrecruzados y con las alas engalanadas hacia atrás, el animal emanaba poder; era la viva imagen del espíritu de la legión y del sacrificio de sus soldados y, por ello, exigía reverencia y devoción.
«Tu sirviente soy. Siempre lo seré», juró Tulo al águila.
Como era habitual, no hubo respuesta.
No obstante, Tulo continuó observándola sin perder la esperanza. Al cabo de unos diez segundos, llegó la respuesta: en cuanto el aquilifer cambió de posición, el sol asomó de nuevo entre las nubes y el fulgor del animal le quemó los ojos. Sobrecogido, el centurión parpadeó y le juró otra vez que sería su siervo hasta la muerte, aunque no pudo evitar una punzada en el corazón mientras finalizaba su promesa silenciosa. A pesar de su lealtad inquebrantable hacia el emblema de la legión V, no era esta el águila que aparecía en sus sueños todas las noches y lo despertaba bañado en sudor y con el pulso acelerado.
El corazón de Tulo siempre pertenecería al águila de la legión XVIII, la que fue su legión durante quince años, antes de ser derrotada y exterminada —junto con otras dos— por Arminio, jefe de los queruscos y antiguo aliado de Roma. Si bien Tulo había sobrevivido a la masacre con unos cuantos soldados, esa derrota era una herida abierta que continuaba provocándole gran sufrimiento. Su vida se regía por el deseo de vengarse de Arminio, pero mayor todavía era su deseo de recuperar el águila de la legión XVIII, un deseo que se había avivado tras la recuperación de una de las tres águilas perdidas.
El sonido de una tos a sus espaldas devolvió a Tulo al presente y al desfile. Detrás de él se desplegaban, a derecha e izquierda, las cohortes de la legión V, a cuya derecha se hallaban los soldados de la XXI, la otra legión de Vetera. El tercer vértice del cuadrado lo constituían los auxiliares del fuerte, formado por escaramuzadores y soldados de infantería y caballería. Únicamente estaban exentos del desfile los centinelas, los soldados ausentes por exigencias del servicio y los enfermos del hospital.
Los hombres aguardaban preparados, pero sin entusiasmo alguno. ¿Acaso podía culparles?, se preguntó Tulo mientras estudiaba sus rostros encogidos. A pesar del frío desgarrador, se había prohibido el uso de capas porque Germánico deseaba pasar revista a las tropas en todo su esplendor, con la armadura y las armas relucientes. El desfile tenía por finalidad celebrar el fin de la feroz campaña de Roma en Germania el mes anterior. Además de rendir tributo a algunos oficiales que habían destacado por sus acciones en campaña, el gobernador también homenajearía a algunos soldados por sus actos de valentía en la batalla. Aunque Tulo no era amante de las ceremonias, el desfile ayudaría a elevar la moral de los hombres, sobre todo después de las cuantiosas bajas sufridas durante el verano.
Una nueva ráfaga de viento le puso la piel de gallina en los brazos y las piernas. Lo último que deseaba el centurión era que sus hombres enfermaran, así que les ordenó que patearan el suelo y movieran el cuerpo sin dejar su sitio. Tulo hizo lo propio durante unos segundos para entrar en calor y, tras comprobar que no hubiera señales de Germánico, decidió aprovechar la ocasión para pasearse entre los soldados e intercambiar impresiones con los otros cinco centuriones de la cohorte.
La vida no había sido fácil para los soldados que sobrevivieron a la emboscada de Arminio, pues muchos habían sido transferidos a otras unidades y separados de sus compañeros. Tampoco Tulo había tenido las cosas fáciles, sobre todo a causa de Tubero, un malintencionado tribuno que se la tenía jurada. Tras ser despojado del rango de centurión veterano de la legión XVIII de la segunda cohorte, había sido degradado a simple centurión de una cohorte inferior, la séptima de la legión V, y tuvo que esperar cinco años a ser ascendido a su puesto actual, y todo ello gracias a Germánico, que supo reconocer su valía.
Después de la terrible emboscada del jefe querusco, Tulo también había sido separado de casi todos los hombres a los que había salvado, pero Cedicio, uno de los pocos oficiales de alto rango con los que tenía amistad, le aseguró que no todos habían sido transferidos a otras unidades, una bendición por la que daba gracias a los dioses día tras día. De sus antiguos soldados, Tulo sentía especial aprecio por su optio, Marco Craso Fenestela, un hombre delgaducho y pelirrojo, y por Piso y Metilio, dos valientes soldados con los que intercambió unas palabras antes de seguir avanzando por el resto de las filas.
Los hombres que conformaban su nueva centuria en nada se diferenciaban de los demás soldados que había tenido bajo su mando en el pasado, pensó Tulo mientras estudiaba sus rostros: un puñado de individuos destacaba sobre el resto y había un núcleo de buenos soldados, pero la mayoría eran reclutas normales y corrientes, aunque también tenía, como cabía esperar, un grupo de soldados holgazanes y descontentos que debía llevar con mano de hierro pero que, pese a todo, cumplían con su deber. En términos generales, era una unidad formidable que había servido con honor y no poco valor en la recién finalizada campaña de represalia contra los germanos. Tulo se sentía orgulloso de ellos, aunque en raras ocasiones lo admitía, ya que la escasez de alabanzas era más eficaz que la abundancia de elogios.
De pronto oyó el toque de las trompetas en las murallas del fuerte, a un cuarto de milla de distancia.
—¡Barbillas arriba! ¡Los escudos rectos y clavad las jabalinas! ¡Germánico está de camino! —ordenó Tulo.
—¿Crees que nos regalará algo, señor? —preguntó una voz desde las últimas filas.
—¿Quizás unas cuantas monedas? —aventuró un segundo soldado—. ¿O un poco de vino?
Muchos centuriones castigaban a los soldados si hablaban fuera de turno, pero Tulo estaba hecho de otra pasta: hacía frío y los hombres llevaban más de una hora esperando, así que consideró que las preguntas eran razonables.
—No esperéis dinero, hermanos —sonrió ante los lamentos de protesta—. Esta centuria, esta cohorte, no ha hecho méritos suficientes para ello; sin embargo, no descartaría la posibilidad de algo de vino. —A los hombres se les iluminó el rostro y murmuraron su aprobación cuando les prometió que él mismo se lo regalaría—. Es un pequeño detalle por el buen trabajo de este verano —explicó Tulo mientras regresaba a su puesto, en el extremo derecho de la primera fila.
Todas las miradas estaban puestas en el sendero del fuerte, por el que se acercó un grupo de jinetes seguido de una cohorte de pretorianos, los guardaespaldas imperiales de Germánico. Cuando los primeros se hallaron a unos doscientos pasos, el prefecto del campamento hizo la señal acordada y Tulo y el resto de los centuriones veteranos dieron la orden correspondiente a los trompetas de cada cohorte: una fanfarria de bienvenida resonó en la fría mañana otoñal, que fue repitiéndose hasta interrumpirse con perfecta precisión en cuanto Germánico llegó a la tarima colocada en el cuarto vértice de la gran plaza de armas y los pretorianos ocuparon sus posiciones a ambos lados.
Un suspiro colectivo recibió al comandante, cuyo regio porte infundía respeto, incluso cierto temor. Tulo no tenía más remedio que reconocer que impresionaba verlo. Con su elevada estatura y complexión fuerte, Germánico era una figura imponente, incluso visto desde lejos. Llevaba una armadura tan reluciente que parecía pulida por los propios dioses. En la cintura lucía la banda roja de general, pero también era el gobernador de las Tres Galias y la Germania. Sus detractores decían de él —a sus espaldas— que era el chico guapo de la nobleza que jugaba a ser soldado, pero no era cierto. Provisto de grandes dotes de liderazgo, valentía y carisma, e implacable como las aguas del Rhenus, Germánico era un líder excelente.
En ocasiones menos formales, los legionarios le hubieran vitoreado, pero guardaron un silencio reverente mientras subía las escaleras de la tarima y era saludado por los altos mandos.
Tulo sonrió cuando el prefecto del campamento le ofreció asiento y lo rechazó. El general estaba a punto de dirigirse a las tropas, ¿qué tipo de comandante arengaría a sus hombres con las posaderas colocadas sobre una silla?, pensó Tulo con orgullo.
—Valerosos legionarios de las legiones V y XXI y valientes auxiliares de Roma —comenzó Germánico y sus palabras fueron transmitidas por el viento—. Magníficos soldados del Imperio, ¡yo os saludo!
—¡GER-MÁ-NI-CO! —aclamaron al unísono doce mil voces, incluida la de Tulo—. ¡GER-MÁ-NI-CO!
—En primavera, cruzamos el Rhenus con muchos soldados más; éramos cuarenta mil soldados imperiales con un único objetivo: adentrarnos en territorio enemigo para vengar a nuestros muertos —al general Varo y sus legiones—, todos ellos cruelmente asesinados por el traicionero Arminio y sus secuaces. Nuestro propósito era aplastar a las tribus que todavía se resisten a Roma, matar a Arminio y recuperar las tres águilas perdidas a manos del enemigo. —Germánico levantó la mano para acallar el clamor de los soldados—. En cierta medida, cumplimos el objetivo, puesto que aniquilamos varias tribus —los marsos, los catos y los brúcteros— y, además, hemos podido celebrar el retorno del águila de la legión XIX.
Los soldados gritaron entusiasmados y Germánico, todo un maestro controlando a las multitudes, dejó que dieran rienda suelta a su alegría.
No obstante, Tulo no pudo evitar sentir una punzada de amargura ante el trabajo inacabado. El centurión no descansaría hasta recuperar el águila de la legión XVIII y acabar con Arminio, el artífice de su pérdida y el responsable de la masacre de sus hombres. Su sangre por la de ellos, pensó mientras imaginaba a Arminio bajo su espada. El traidor —Arminio había sido aliado de Roma— pagaría por lo que había hecho.
—No obstante, a pesar del éxito obtenido y de la buena fortuna que acompañó a los soldados en el camino de regreso, todavía nos queda mucho por hacer —continuó Germánico cuando se mitigó el alboroto—. Por lo tanto, en primavera cruzaremos de nuevo el río para matar a Arminio y a sus malditos seguidores y recuperar las dos águilas restantes de una vez por todas. ¡Roma triunfará! —exclamó el comandante con el puño derecho en alto.
—¡RO-MA! VIC-TRIX! —aulló al principio un centenar de voces de la legión V, pero el alarido se propagó con rapidez y su eco resonó en el cielo como un gran clamor a los dioses—. ¡RO-MA! VIC-TRIX! ¡RO-MA! VIC-TRIX!
Germánico contempló satisfecho la escena. El general era muy listo, pensó Tulo. Sabía medir sus palabras y la devoción de los soldados aumentaría tras la presentación de las condecoraciones al valor y la posterior celebración, regada con vino abundante. Después de eso, Germánico contaría con el apoyo incondicional de sus tropas durante meses.
Los oficiales de alto rango fueron los primeros en ser condecorados. Para empezar, Cecina, el veterano comandante del bajo Rhenus que durante el regreso de la campaña había salvado a cuatro legiones de una terrible emboscada, recibió todos los honores que correspondían a un general victorioso: la corona de laurel de oro, el bastón de marfil, la túnica bordada y la toga violeta, que aceptó con evidente satisfacción. A continuación, Apronio, uno de los legados de la legión, recibió honores similares, mientras que Tubero —recién asignado legado de la legión V— fue premiado con una diadema de oro, para gran enojo de Tulo.
Si bien los soldados aclamaron a todos los altos mandos que fueron homenajeados, sus vítores fueron mucho más audibles cuando Germánico reconoció el valor de los centuriones y los oficiales de menor rango. Tulo contempló feliz a los más de doce hombres que fueron llamados por el comandante para recibir de sus manos torques de metales preciosos o las phalerae, unos adornos en forma de disco que se llevan colgados de un arnés en el pecho. Tras condecorar al último de ellos, Germánico hizo una pausa y un silencio expectante se impuso en la plaza. Había llegado el momento de honrar a los legionarios y auxiliares más valientes, pensó Tulo, que recorrió con la mirada los rostros ansiosos de sus soldados.
—Antes de rendir homenaje a los valerosos soldados de Roma, quisiera llamar a un último oficial —anunció Germánico y volvió a hacer una pausa. Esta vez, el silencio fue sepulcral, interrumpido únicamente por el silbido del viento.
Tulo aguardó intrigado junto al resto de los asistentes. Germánico iba a entregar una condecoración distinta de la de los centuriones, y ello se salía de todo protocolo.
—Centurión veterano Lucio Cominio Tulo, ¡preséntate! —resonó la voz de Germánico en el campo de entrenamiento.
Estupefacto, Tulo se preguntó si había oído mal mientras percibía las miradas de sus hombres, que le observaban deleitados sin dejar de murmurar.
«Mierda, no estoy soñando», dedujo.
Pasaron seis segundos y Germánico continuó esperando.
—Yo me acercaría a la tarima, señor —susurró Piso.
El centurión regresó al presente. Cohibido y preocupado por hacer esperar al general, dio un paso al frente con la espalda recta y el estómago encogido y se aproximó a la tarima seguido por la atenta mirada de miles de soldados.
A los diez pasos de rigor, se cuadró para saludar, la vista clavada en la cintura del general.
—¡Centurión veterano Lucio Cominio Tulo, séptima cohorte, legión V, señor! —se presentó.
La figura de Germánico todavía era más imponente sobre el estrado, cuya altura superaba con creces la de Tulo.
—Te has tomado tu tiempo, centurión mayor —comentó el gobernador con el ceño fruncido.
—Sí, señor —titubeó Tulo—. Me ha sorprendido que pronunciaras mi nombre. Mis disculpas.
—Disculpas aceptadas —respondió el general con el labio tembloroso.
«¡Se está riendo!», observó Tulo, que no supo si sentirse aliviado o enfadado.
Germánico volvió a adoptar una expresión formal.
—¡Soldados de Roma! Muchos ya conocéis a Tulo. Este veterano centurión lleva más de tres décadas sirviendo al Imperio. Hace seis años estaba en la legión XVIII cuando su unidad cayó, junto con otras dos, en la emboscada de Teutoburgo, en la que casi todos los soldados de Varo perdieron la vida o fueron tomados prisioneros, pero Tulo no, porque, al igual que los héroes de antaño, luchó sin tregua durante días, por mucho que los dioses parecían empeñados en que todos los romanos murieran en ese maldito bosque. Menos de doscientos hombres lograron escapar de la masacre, la mayoría solos o con un compañero, pero Tulo logró salvar a quince hombres. ¡Quince! Quince legionarios que sobrevivieron con el honor intacto para proseguir con la lucha.
Las palabras de Germánico fueron acogidas con nuevos vítores.
Tulo jamás se había sentido tan cohibido y albergaba la vana esperanza de que el discurso del general hubiera tocado a su fin, pero no fue así.
—Además, el centurión y sus hombres demostraron su lealtad durante los duros tiempos que siguieron a la muerte de nuestro divino padre Augusto, hasta el punto que Tulo incluso arriesgó su vida para salvar la mía —explicó Germánico sin adentrarse en el peliagudo asunto del sangriento motín del año anterior—. En la campaña que acaba de terminar, Tulo se ha distinguido por su valentía en más de una ocasión, sobre todo en la ardua batalla de los Puentes Largos, pero no es esta la primera ocasión en que muestra su madera de líder, tal y como corroboran las numerosas phalerae que cuelgan de su arnés. Tulo es un verdadero hijo de Roma al que sus soldados idolatran. ¡Le seguirían hasta el infierno si él se lo pidiera! También cuenta con el respeto de todos los centuriones, así como con la estima de los tribunos y legados de más de una legión. No hay mejor oficial que Tulo y no se me ocurre mejor representante que él de la virtus romana —sentenció Germánico extendiendo las manos hacia Tulo con las palmas abiertas a modo de reconocimiento.
Tras una breve pausa, su nombre retumbó con fuerza en el campo de entrenamiento.
—¡TU-LO! ¡TU-LO!
Tulo reconoció las voces de sus hombres y se le encogió el corazón. Estaba seguro de que eran ellos, hubiera apostado lo que fuera, pero de pronto el cántico fue retomado, para su gran sorpresa, por el resto de la legión V y, seguidamente, por la XXI. Incluso los auxiliares se unieron al griterío.
—Tulo —dijo Germánico con un tono imperativo que era imposible de ignorar.
El centurión levantó la cabeza y se encontró con la mirada del general.
—¿Señor?
—Con diez mil hombres como tú, Roma podría conquistar el mundo.
—Gracias, señor —respondió Tulo azorado, con emoción contenida.
Cuando se mitigaron los vítores de los soldados, Germánico alzó la mano para ordenar silencio.
—Por todo ello y, en reconocimiento a su valeroso servicio al Imperio, ¡Tulo es ascendido a centurión de la segunda centuria, primera cohorte, legión V!
—¡TU-LO! ¡TU-LO!
De no ser por la tremenda algarabía y por el viento que le helaba la cara, Tulo hubiera jurado que estaba soñando.
—Es un gran honor, señor —respondió dedicando al general el mejor de sus saludos.
—El honor es mío, Tulo —replicó Germánico solemne—. En primavera precisaré otra vez de tus servicios para derrotar a Arminio y a sus aliados y recuperar el águila perdida de tu legión.
—Cuenta conmigo, señor —contestó Tulo, henchido de orgullo.
PRIMERA PARTE
PRIMERA PARTE
Invierno, año 15 d.C.
CERCA DEL FUERTE ROMANO
DE VETERA,
EN LA FRONTERA GERMANA
1
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Tulo paseaba por el asentamiento cercano a Vetera, su campamento. Si bien lucía el sol en el cielo azul, era un gélido día de invierno con un aire tan frío que resultaba doloroso respirarlo. Una espesa capa de nieve adornaba de blanco tanto los tejados de las casas como los estrechos pasajes que las intercalaban, mientras una pátina de nieve marrón medio derretida cubría las calles. Todas las personas, fueran civiles o militares, iban abrigadas con una capa para protegerse del frío y los perros deambulaban con el cuerpo encogido, como almas en pena. Sin embargo, a pesar de las inclemencias del tiempo, Tulo estaba de buen humor. Era su día de descanso y, en el fuerte, todo iba como una seda; pero no era ese el único motivo. Desde que había regresado del otro lado del Rhenus hacía tres meses, su vida había transcurrido de forma lenta y fácil, diríase incluso que tediosa.
De todos modos, una vida aburrida era mejor que vivir bajo la amenaza constante de un posible ataque —tanto de día como de noche—, tal y como había sucedido a lo largo del verano. Tulo borró de su mente los recuerdos sangrientos de la campaña. Ese día había decidido disfrutar de una jornada relajada. En primer lugar, iría a las nuevas termas del asentamiento para darse un baño y un masaje y, a continuación, disfrutaría de la buena comida y la bebida de su taberna favorita: «El Buey y el Arado.»
Sonrió al pensar en la dueña, Sirona. De origen galo, era una mujer alegre y de gran corazón dotada de una buena figura y de un temperamento equiparable al de un centurión. Tulo la había cortejado de forma intermitente durante años, pero al final se había rendido ante sus desplantes continuos. Había decidido que Sirona era una causa perdida y que un hombre debía conservar el amor propio. A pesar de todo, mantenían el contacto porque Sirona se ocupaba de Artio, la hija putativa de Tulo. Además, aunque hubiera cesado en sus intentos de cortejo, la llama de la pasión seguía viva en su interior.
A su regreso de Germania tres meses atrás, los hados le habían acompañado y Sirona le dio la bienvenida en el puente con una sonrisa capaz de iluminar la más oscura de las cavernas. Envalentonado por semejante recibimiento, Tulo se lanzó de nuevo al ataque, pero cometió dos errores imperdonables: el primero, consumir una cantidad ingente de vino para hacer acopio de valor y, el segundo, tratar de besar a Sirona en ese estado. Todavía recordaba la sonora bofetada que le había propinado. Tuvieron que pasar diez días hasta que el humillado Tulo fue autorizado a regresar a la taberna y veinte más hasta que logró recuperar cierta cordialidad con Sirona.
«A más prisa, menos velocidad», musitó Tulo y dio un puntapié a un montículo de nieve impoluta. El centurión había llegado a la conclusión de que era más fácil ir a la guerra que comprender a las mujeres.
—Centurión —saludó un legionario que pasó por su lado.
Tulo olvidó a Sirona por un momento y recordó la ceremonia de homenaje del mes anterior. Todavía le costaba creer que Germánico le hubiera concedido el rango de segundo centurión de la primera cohorte, pero así era. Años atrás, cuando Tulo había dirigido la segunda cohorte de la legión XVIII, semejante ascenso le hubiera parecido factible, pero la ignominia de haber sobrevivido a la emboscada de Arminio había dado al traste con su carrera militar. No obstante, Germánico había visto algo en Tulo y le había ascendido por encima de todos los centuriones de la legión, excepto el primus pilus.
El fragoroso clamor de los soldados cuando el gobernador anunció la noticia le había llegado a lo más hondo del corazón y el mero recuerdo del momento le hizo sentirse cohibido de nuevo. Tulo miró en derredor, pero nadie lo observaba y rio para sí. La herrería se encontraba a cierta distancia y el herrero estaba demasiado absorto en su martilleo, bajo la atenta mirada de su aprendiz, como para prestar atención a nadie, al igual que el tonelero que colocaba los flejes de hierro del barril o el carpintero que maldecía la sierra que se le había resbalado de las manos y le había rascado los nudillos. Tampoco le prestaron ninguna atención los transeúntes que pasaron por su lado envueltos en sus capas y con la capucha puesta, presurosos por llegar a su destino cuanto antes.
Incluso el pequeño muchacho descalzo que se le acercó estaba demasiado absorto en su propio cometido.
—¿Una moneda, señor? —suplicó.
En circunstancias normales, Tulo lo habría mandado a paseo con un improperio, pero las mejillas hundidas, la piel enrojecida y las piernas de palillo del muchacho despertaron su compasión. La edad lo había ablandado, pensó Tulo mientras rebuscaba en el monedero no solo un as de bronce, sino también un denarius de plata.
—Come algo caliente y cómprate una capa o unos zapatos. —El sol se reflejó en las monedas cuando las lanzó en el aire.
—¡Que los dioses te bendigan mil veces, señor! —replicó el chaval, feliz, pero mientras recibía la limosna miró de reojo a la izquierda.
Tulo siguió la mirada del chiquillo y masculló una maldición. Apoyado contra la pared de una tienda había otro chico, pero este estaba bien alimentado y triplicaba en tamaño al niño que Tulo tenía delante. Por su sonrisa burlona adivinó que había sido testigo de la limosna y, en cuanto se alejara, robaría el dinero a Dos Palillos, que no podría defenderse.
Enfadado, Tulo se acercó en dos zancadas, lo empujó contra la pared y le sujetó la cabeza con su vitis o vara de vid.
—¡Yo no he hecho nada, señor! —imploró.
—¡Pero estabas a punto de hacerlo, gusano! Ibas a robarle el dinero que le he dado, ¿verdad? —interrogó Tulo señalando con la cabeza a Dos Palillos, que contemplaba la escena con los ojos como platos.
—¡No, señor! ¡Ay! —Sus protestas se tornaron en un aullido de dolor cuando Tulo le golpeó la barriga con la vitis.
—¡No me mientas! —Tulo le dedicó la misma mirada férrea que intimidaba hasta al más duro de los soldados y el muchacho bajó la vista—. Si alguien le pone la mano encima a este niño o le roba el dinero, y me refiero a ti y a tus miserables amigos, te buscaré y te juro por todos los dioses que maldecirás el día que naciste. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor —respondió el pilluelo con una voz muy aguda—. No me acercaré a él, te lo juro por mi madre.
Tulo bajó la vitis y permitió que el chico se escabullera; huyó sin atreverse a mirar atrás.
Tulo esperó a que desapareciera de su vista y se volvió hacia Dos Palillos, que lo miraba con veneración, como si fuera un héroe.
—Gratitud, señor. Aquel chico es un elemento de cuidado, siempre...
—No compartas ese dinero con nadie —interrumpió Tulo, que prefería mantener las distancias.
—No, señor, si puedo ayudarte en algo... —La voz de Dos Palillos perdió fuelle, al igual que su confianza. Dejó caer los hombros.
Tulo sabía que las intenciones del muchacho eran buenas y le dio una palmada en la espalda, pero los chiquillos como Dos Palillos abundaban tanto como las estrellas en el cielo y no podía ayudarlos a todos, ni tampoco quería, porque entonces no le dejarían en paz cada vez que se acercara al asentamiento, puesto que Dos Palillos les contaría a todos lo espléndido que había sido; o quizá no, ya que cuanta menos gente lo supiera, más posibilidades tendría de conservar el dinero.
Al pensar en los chiquillos que habitaban las calles, Tulo se llevó la mano al monedero y comprobó que siguiera intacto. En su interior albergaba una cantidad apreciable de monedas, pues el reconocimiento de Germánico había ido acompañado de un generoso donativo. Azuzado por el recuerdo de encuentros recientes con la muerte, Tulo tenía ganas de gastar el dinero, pero todavía no sabía en qué. Su armadura y equipo eran de buena calidad y no necesitaban un cambio. Sus botas de media caña solo tenían dos años y, aunque el cinturón que llevaba estaba bastante gastado, le tenía cariño. Por otro lado, la vitis era como una extensión de su brazo derecho y tenía previsto que le acompañara hasta la vejez.
Sintió el impulso de acercarse a la joyería, algo que jamás había hecho antes, y echó un vistazo a las piezas expuestas. Casi todas eran sencillas y económicas: pulseras de bronce con la forma de la cabeza de un carnero, un falo o un pequeño gladius, todos ellos amuletos típicos de los legionarios, así como collares de piedras pulidas para las mujeres. Los objetos más caros estaban dispuestos atrás, más cerca de la mirada vigilante del joyero. Tulo vio que en el interior de la tienda había más piezas, pero se resistía a entrar, ¿qué sabía él de joyas? Se inclinó hacia delante para examinar mejor unos pendientes de perla, una pulsera de cornalina y varios collares de plata, pero ignoraba lo que le gustaba a Sirona y su orgullo le impedía entrar a preguntar, por lo que se dispuso a alejarse frustrado de la joyería.
—¿Señor? —inquirió tras él el dueño, un galo de espaldas anchas y barba blanca—. ¿Puedo ayudarte en algo, señor?
Tulo se volvió hacia él, sintiéndose tan incómodo como si le hubieran pillado robando.
—Busco un regalo para una dama amiga.
—Seguro que dentro encuentras algo que te guste, te lo prometo. ¿Por qué no entras?
Tulo hubiera preferido enfrentarse a una pared de escudos germanos, pero deseaba hacerle un regalo a Sirona y tenía menos posibilidades de ser visto o reconocido en el interior de la tienda que en la calle. Podía imaginarse los comentarios de los demás centuriones si lo veían allí: «¿Comprando un regalito para tu amante, Tulo?» o «Sirona por fin te ha hecho un hueco en su cama, ¿eh?»
Tulo agachó la cabeza para evitar chocar contra el dintel de la puerta. El interior de la tienda era mayor de lo que parecía por fuera. La estancia alargada estaba llena de armarios y vitrinas y en la parte de atrás había varias mesas ocupadas por artesanos trabajando.
—No tengo mucho tiempo —se excusó Tulo, pues sospechaba que el joyero era experto en no dejar escapar a ningún cliente hasta que comprara algo.
—Ya me imagino que tu tiempo es oro, señor. Es un honor para mí que hayas cruzado el umbral de mi tienda —respondió el joyero con una reverencia.
Tulo enarcó una ceja. Su armadura y atuendo indicaban claramente que era un oficial, pero el anciano no tenía motivos para pensar que fuera algo más que un optio veterano o un simple centurión. A pesar de ello, decidió actuar con cautela. Si el joyero llegaba a sospechar su rango, triplicaría el precio de todos los objetos de la tienda.
—Te advierto que llevo un monedero ligero. No cobraremos la paga hasta dentro de bastante tiempo —advirtió Tulo.
—Dispongo de piedras preciosas para todos los gustos, señor —replicó el joyero con increíble diplomacia—. ¿Cuánto tenías previsto gastar?
Era una buena maniobra, pensó Tulo, pero ambos podían jugar a ese juego.
—Primero muéstrame la mercancía y ve diciéndome los precios. ¿Qué tal si empiezas por esas pulseras?
—Claro, señor —contestó el joyero sin poder disimular del todo su decepción.
«Lo sabía —pensó Tulo—, este granuja quiere desplumarme.»
Sus sospechas se confirmaron cuando le mostró la refinada colección de pulseras de plata, oro, ágata, coral rojo y ámbar y los precios resultaron ser exorbitantes. Lo mismo sucedió con los pendientes y los collares.
—¡Basta! —ordenó Tulo cuando el joyero se dispuso a enseñarle una diadema con filigranas de oro e incrustaciones de piedras preciosas—. ¿Quién te has creído que soy? ¿Un legado?
El joyero sonrió con astucia.
—No, señor, un centurión que acaba de ser ascendido a la primera cohorte.
—¿Me has reconocido? —inquirió Tulo perplejo.
El joyero lo contempló sorprendido.
—¡Pero si eres famoso, señor! Todo el mundo en el asentamiento sabe quién eres y que sobreviviste a la emboscada tendida a Varo y sus legiones. Eres un héroe, señor.
Tulo notó que le ardían las mejillas y no le gustó nada.
—No te creas todo lo que te digan.
—Has sido condecorado por Germánico, señor.
—No hice más de lo que hubiera hecho cualquiera —respondió Tulo con sequedad.
—Como digas, señor. —A pesar de su afán por vender, el tono del joyero denotaba respeto—. Evidentemente, una persona de tu categoría tiene derecho a un buen descuento en mi tienda.
Dicho esto, el anciano redujo un tercio o más el precio de las piezas por las que Tulo había mostrado mayor interés.
Tulo rio para sus adentros, divertido ante la estrategia del joyero y convencido de que, a pesar de todo, sacaría un buen margen. Siguiendo su instinto, se centró en las joyas que habían llamado su atención al principio y se decidió por una sencilla pero elegante pulsera formada por cuatro hebras de plata. Tras un breve pero intenso regateo, consiguió rebajar el precio a la mitad sin que el joyero pareciera demasiado descontento. Tulo también estaba satisfecho y no deseaba malgastar más tiempo regateando.
—Tu amiga estará muy contenta —aseguró el joyero mientras introducía la pulsera en una bolsita de suave piel de cabra—. Quizá puedas venir a visitarnos algún día con ella.
Tulo gruñó, pues ni siquiera sabía si Sirona aceptaría el regalo. En cualquier caso, la pulsera era una estrategia preferible a abordarla físicamente.
De pronto se oyó en el exterior el chasquido inconfundible de la colisión de dos cabezas. Tulo echó un vistazo: dos hombres que caminaban en direcciones opuestas habían chocado entre sí. Ambos gritaron e insultaron al otro y negaron toda responsabilidad en el accidente. Tulo no les prestó mayor atención, puesto que ninguno de ellos era un soldado, pero cuando estaba a punto de pagar, reconoció una cara familiar. Era un rostro que no veía desde hacía meses y que no esperaba ver a ese lado del Rhenus.
—¿Degmar? —gritó—. ¿Eres tú?
El guerrero marso se volvió sorprendido hacia la tienda. Se trataba de Degmar, no cabía duda alguna. Tulo lo hubiera reconocido en cualquier parte, pero en lugar de saludarle, el joven huyó como una exhalación hacia un callejón de enfrente.
—Ten. —Tulo depositó de un manotazo unas monedas sobre el mostrador, agarró la pulsera y salió por la puerta.
—¿Señor? —inquirió confuso el joyero, cuya voz siguió a Tulo hasta el otro lado de la bulliciosa calle. El conductor de un carro tirado por bueyes lo maldijo cuando se vio obligado a frenar en seco para no atropellarlo, pero al percatarse de que era un oficial, se tragó el improperio.
Degmar no era más que una oscura sombra al otro extremo del pasaje y Tulo maldijo para sus adentros. El joven le llevaba mucha ventaja y era imposible que le alcanzara y mucho menos que lo localizara en el laberinto de callejuelas. A pesar de ello, Tulo se adentró unos pasos en el callejón. El hedor penetrante de heces y orina le hizo desistir. Frustrado, echó un escupitajo. Degmar había desaparecido y mancharse las botas de mierda y orina solo conseguiría ponerle de peor humor.
Apretó contra sí el regalo de Sirona y se dirigió a la taberna. Seguía de buen humor, pero se sentía inquieto. ¿Qué hacía Degmar en Vetera y por qué había huido de él?
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Para gran alivio y satisfacción de Tulo, Sirona se mostró muy complacida con la pulsera y su actitud hacia él cambió de forma notable: no solo se mostró más cariñosa, sino que le permitió besarla en la mejilla al marcharse. Feliz como un chiquillo tras su primer beso, Tulo regresó al campamento sin volver a pensar en Degmar, pero a la mañana siguiente le volvió el recuerdo del encuentro con su antiguo sirviente.
En la primavera anterior, Tulo había ayudado a rescatar a la familia de Degmar antes de que su aldea fuera destruida por las legiones. La peligrosa misión había sido un éxito, pero la despedida entre Tulo y Degmar había sido tensa. El centurión estaba convencido de que jamás volvería a ver al guerrero marso, pues Degmar odiaba Roma y todo lo que representaba. Por eso le resultaba tan extraña su presencia en el asentamiento. Tulo deseaba conocer la opinión de Fenestela al respecto. Habían compartido media vida juntos en el ejército y confiaba plenamente en él.
Dado que tenían alojamientos contiguos, las visitas eran constantes, ya fuera para transmitir una orden o comentar los problemas con intendencia o los altos mandos, aunque no solo se reunían para intercambiar noticias y cotilleos del campamento, sino también para tomar un bocado o una copa de vino juntos.
—Somos como un viejo matrimonio —repetía Tulo a menudo.
—Pero sin la diversión bajo las sábanas —replicaba Fenestela con su sarcasmo habitual.
A la mañana siguiente, Tulo acudió temprano a la puerta de Fenestela. A esa hora, el optio ya había obligado a levantarse a los soldados bajo terribles amenazas para que hicieran sus abluciones antes del desayuno. Normalmente, Fenestela compartía la primera comida del día con otros oficiales de su rango, mientras que Tulo tendía a desayunar por su cuenta.
El centurión pensó que si Fenestela no estaba solo, hablaría con él en el umbral de la puerta.
Fenestela sonrió al descubrir quién era su visita.
—Pasa —dijo, invitándole a entrar.
—¿Estás solo?
—Sí, ¿por qué? —preguntó con el ceño fruncido.
Tulo entró sin responder y echó un vistazo a la estancia, que estaba vacía. Al igual que él, Fenestela era un homb