1.ª edición: noviembre, 2017
© 2017, Ebony Clark
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa
del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
ISBN DIGITAL: 9788490699096
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Para Valeria, cuya sonrisa me inspira cada día.
Y para los que nos dejaron y los que aún están…
De todos llevo algo en el corazón.
«El amor halla sus caminos, aunque sea a través de senderos por donde ni los lobos se atreverían a seguir su presa».
Ovidio, 43 AC—17 Poeta Latino
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Cita
Prólogo
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Segunda parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Agradecimientos
Promoción
Prólogo
Londres, febrero de 1885
El noble dejó los guantes sobre la esquina del aparador diseñado por Thomas Tweedy, una valiosa adquisición que el conde había logrado unos años antes en una reñida subasta y que presentaba detalles vinculados a la literatura de William Shakespeare. Una única muestra que evidenciaba su elegancia y buen gusto. Del mismo modo, evidenciaba que el conde lograba cuanto se proponía a cualquier precio. Esto complacía sobremanera al anciano sirviente, quien prodigaba al señor un respeto más cercano al afecto que podría sentir por un hijo.
—Se rumorea que el señor Gladstone declinará la oferta del condado que le ofrece Su Majestad, la Reina.
El hombre encogió los hombros con innata elegancia, manifestando con aquel sencillo gesto la opinión que le merecía la noticia.
—También se rumorea que Gladstone está buscando un digno sucesor como cabeza de su gabinete —añadió el anciano, consciente de que, a pesar de su fingida indolencia, su señor no era del todo inmune a los rumores que circulaban en los pasillos de Westminster.
—El señor Gladstone aún no es tan viejo para retirarse —replicó el conde, arqueando las cejas como si aguardara el siguiente argumento mientras clavaba su astuta mirada en la de su ayudante.
—Sin embargo, a la Reina le agradaría que fuera cuanto antes —sonrió el anciano—. Dicen que el antagonismo entre ellos se respira en cada ceremonia de apertura del Parlamento. Sobre todo, después del incidente acaecido con el mayor general Charles Gordon. Su muerte ha sido un duro golpe para nuestra soberana.
El conde de Surrey frunció el ceño. Conocía perfectamente las desavenencias entre la reina Victoria y su actual primer ministro. Así mismo, sabía que esas diferencias se hacían irreconciliables a medida que pasaban los años. William Ewart Gladstone era un excelente estadista y un gran hombre, con unos principios inquebrantables y un sentido del honor que le había inspirado en sus años como estudiante en el Eton College y posteriormente en Oxford, donde el propio Gladstone había cursado estudios en su juventud. Sin embargo, la visión de Gladstone acerca de los motivos de expansión del Imperio británico difería completamente la visión colonialista y ambiciosa de la Reina y su favorito, Benjamin Disraeli. La manifiesta oposición de Gladstone a la expansión del Imperio con fines conquistadores y las recientes noticias sobre el apoyo prestado a un nuevo proyecto de ley que implicaba un parlamento autónomo en Irlanda, le convertía en enemigo de los intereses de la Reina y de los sectores conservadores del Parlamento. Más allá de aquellas circunstancias que en sí mismas revestían gran importancia en el ámbito político, no veía que el tema pudiera suscitar su interés y la insistencia de su anciano sirviente.
—Milord, se rumorea que el señor Gladstone ha manifestado a sus amigos más cercanos que se sentiría honrado de tener a un sucesor de la categoría de Su Señoría.
—Por todos los Cielos… —Levantó la mano para detener el sermón—. Ya veo qué pretendes con toda esa retahíla de especulaciones. Mi madre ha vuelto a pedirte que me presiones, confiésalo.
—Milord...
—Basta, amigo mío. —Esbozó una sonrisa conciliadora con el fin de no mostrarse demasiado severo con aquel hombre que había sido más un amigo que un sirviente desde que tenía uso de razón—. Dije que no participaría en política y mantendré mi decisión. Lamento que el señor Gladstone quiera dejar su ministerio, si es que es cierto tal rumor. Personalmente, prefiero prestar mi servicio a la Reina en otras empresas que requieran menor diplomacia. Así que... ¿qué tal estoy?
—Demasiado elegante, si me lo permite, milord.
—Creo que dejaré la capa —convino, observando con pesar que, de todos modos, el criado la acercaba para echársela sobre el antebrazo.
—Señor... Tengo la más absoluta certeza de que este asunto no hará especialmente feliz a la condesa...
El caballero encogió los hombros mientras recibía contra su voluntad las últimas atenciones de su ayudante personal, el fiel Edgard, quien en esos instantes trataba de ajustar una desgastada chaqueta sobre los prominentes hombros de su señor.
—Querido amigo, mi madre está demasiado distraída intentando burlar tu vigilancia para ocuparse de sus obras de caridad… —bromeó de bastante mejor humor que la noche anterior y preguntó en tono risueño—: ¿Crees de verdad que la condesa echará en falta mi humilde persona?
—Sin duda lo hará, milord. Está furiosa a causa de vuestras maquinaciones y embustes. Ha ordenado a Elli, la cocinera, que no vuelva a poner un plato de comida delante de usted a menos que ella lo ordene personalmente.
—¿Es cierto que ha hecho eso? —Fingió sorpresa, aunque era muy propio de la condesa acudir a tales argucias para salirse con la suya.
—En efecto, milord. Apoyada, o quizá debería decir inducida, por ya sabéis quién —añadió guiñándole un ojo con picardía.
Bastian Percy sonrió nuevamente. Empezaba a considerar seriamente que había hecho un pésimo negocio en los últimos meses de su vida, pues todos los habitantes de aquella casa, incluida la condesa, desobedecían sus órdenes con fascinante descaro.
—Me encargaré de ese asunto cuando regrese, Edgard —comentó mientras se apresuraba a coger su capa—. Y recuerda bien cuanto te he dicho: me he ausentado por un asunto de negocios y estaré de vuelta antes de que amanezca.
—Señor, sabe muy bien que esa excusa no tiene la menor credibilidad —advirtió el anciano.
—Edgard, somos una gran familia de embusteros, ya nos conoces —concluyó con optimismo. Su expresión se tornó algo sombría al dirigirse ahora con seriedad al hombre que había sido su fiel ayudante durante más de dos décadas. Clavó su mirada profunda en la del otro y tomó las arrugadas manos entre las suyas—. Dejo lo que más amo en tus manos, Edgard. No me falles.
—Descuide, señor. Defenderé este hogar con mi vida si es necesario.
—Gracias, amigo. —Lo abrazó en un repentino impulso de gratitud.
—Deprisa, señor... Oigo voces en el piso superior… —Le acompañó hasta la puerta y, antes de desaparecer, el hombre se dirigió al criado una vez más.
—Te prometo que cuando esto termine, amigo, no tendrás que enfrentar más la furia de la condesa —aseguró y, en respuesta, el anciano asintió con un gesto y le empujó hacia la salida.
—Aprisa, ya bajan... Su coche aguarda, milord.
***
Horace Bloody se detuvo frente a la mohosa pared, apartando de un empellón a un borracho que pretendía arrancarle unas monedas con la promesa de una canción. La vieja taberna se emplazaba en uno de los callejones más oscuros y peligrosos del distrito de Whitechapel. Colgaba sobre la puerta entreabierta un vetusto cartel de madera húmeda y raída, desprendido por uno de los bordes y apenas sujeto por el borde contrario con una soga deshilachada. En él rezaban las palabras que daban nombre al local, Crazy Dog. Era, sin duda, uno de los mayores centros neurálgicos de transacciones delictivas de todo Londres. Y, por ese motivo, debía reunirse con aquellos hombres en aquel lugar maloliente que despreciaba casi tanto como a las personas que encontraría en su interior. Empujó la pesada puerta, escuchando cómo chirriaban los goznes metálicos y servían al tiempo para anunciar su llegada. Unos cuantos borrachos que bebían y jugaban a las cartas en una de las mesas cercanas, giraron la cabeza hacia el recién llegado sin demasiado interés. Los observó, ocultando la repugnancia que le producían, recordando cuántas noches se había sentado en aquella u otra mesa próxima para planear alguna fechoría en compañía de aquellos rufianes. Él mismo no era mejor que aquellos ladrones mugrientos capaces de liquidar a su propia madre por unos chelines. Trató de no pensar más en ello y concentrarse en la misión que le ocupaba aquella noche. Saludó con un gesto distraído a los ocupantes de la mesa y se volvió al sentir unas manos que presionaban sus hombros con brusquedad para despojarle de la capa.
—Querido señor Bloody...
Sonrió con fingido agrado y aceptó que la hermosa mujer se llevara el abrigo consigo, mientras otra joven lo tomaba del codo para arrastrarle junto a ella hacia un lugar más apartado.
—Pero mira a quién tenemos aquí... Si es el señor Horace Bloody...
—Hola, Tammy... Sigues igual de hermosa que siempre —la halagó, observando cómo la joven se inclinaba aún más hacia él para rozar su brazo con sus prominentes pechos.
—Adoro cuando hablas como un caballero, Bloody... No sabes cuánto me excita. —Sin pensarlo, la chica colocó una de sus manos sobre la ingle del hombre y la frotó con descaro. Al ver que no sucedía nada, retiró la mano, arqueó las cejas contrariada y añadió de mal humor—: Aunque odio que te portes como tal.
—No tengo tiempo para retozar contigo, Tammy. —La besó ligeramente en los labios y ella los abrió como si esperara que le introdujera la lengua en el interior de la boca. Sin embargo, el hombre se mantuvo a distancia, dejando bien claro que no podía distraerse con otros asuntos, por más que ella estuviera bien dispuesta a ello—. Pero eres mi ramera favorita, ya lo sabes.
—¡Vete al infierno, Bloody! —Lo empujó con despecho—. Hace meses que no vienes por aquí. ¿Crees que te voy a esperar eternamente?
Bloody rezó en su interior por que no. De hecho, recordaba cada revolcón con aquella puta con el mismo asco que si le hubiera hecho el amor a una bestia, ya que todas las veces ella se había comportado del mismo modo. Ocultó su desagrado y sacó unas monedas de su bolsillo para introducirlas en el escote de Tammy. Como por arte de magia, el enfado de ella se esfumó al sentir el contacto del frío metal entre los exuberantes pechos.
—Llévame donde O’Grady —ordenó con tono inflexible, y ella asintió haciendo pucheros con su boca roja como el granate, del mismo tono del cabello.
—Está furioso —le advirtió, conduciéndole a través de un secreto pasadizo junto al cuarto lavabo. Al llegar junto a un enorme tapiz descolorido que emulaba un bodegón de algún famoso pintor, la joven tocó sobre la tela con los nudillos. Un gruñido se escuchó al otro lado de la pared y, al poco, el tabique cedió a la firme presión ejercida por la mano de Bloody. La mujer le sacó la lengua y, en un descuido, le lamió con ella la oreja, dejando en ella su inconfundible rastro de saliva y ginebra. Reprimió el impulso de limpiarlo de inmediato con la manga de la chaqueta y se despidió de ella con un gesto. La ramera le lanzó un beso al aire con sorna antes de marcharse—. Ya te he dicho que estaba furioso.
Ignoró las carcajadas e irrumpió en la secreta reunión que se celebraba en el extremo opuesto de la estancia. Había ensayado perfectamente su papel y a esas alturas conocía bien los retorcidos planes que se tramaban entre aquellas sucias paredes. Así que se aproximó al grupo, reconociendo al instante a cada uno de ellos a pesar de la penumbra en que estaba sumida la habitación. Mentalmente, anotó los nombres, uno a uno... Todos excepto el de aquel que permanecía apartado del resto, sentado de espaldas al recién llegado, contemplando el débil crepitar de las llamas que consumían unos troncos en la vieja chimenea.
—Lamento el retraso, señores. Pero las reglas del juego no han cambiado. Aún tienen un encargo que hacerme, ¿me equivoco? —preguntó, lanzando la nota con su sello personal a los pies de los allí reunidos.
—Me temo que hay un nuevo jugador, Bloody. —Uno de los hombres sonrió maliciosamente, mostrando su negra dentadura y escupiendo ruidosamente en el suelo—. Permita que les presente.
Antes de que pudiera hacer nada para evitarlo, el hombre cuyo rostro ocultaba en las sombras rebeló su identidad, girando sobre los talones para enfrentar la mirada de Bloody. Sin mostrar sorpresa alguna, pues conocía de sobra el rostro de aquel miserable, Bloody torció los labios en una mueca de desprecio.
—Parece que nos encontramos de nuevo... Aunque esta vez, esa zorra entrometida no podrá salvar tu pellejo. —Se burló el otro y, sin mediar otra palabra, mostró el arma que llevaba oculta bajo la chaqueta y apuntó con ella el pecho de Bloody—. Te veré en el infierno, Bloody.
La detonación retumbó en sus oídos y, en cuestión de segundos, todo cuanto le rodeaba se volvió tan negro como los abismos a los que le condenaba aquel desgraciado.
Primera parte
Capítulo 1
Londres, 1883
Edwina apenas podía reprimir su lengua mientras escuchaba. Retorcía sus manos en el regazo y contaba mentalmente los hilos dorados que brillaban en el chaleco de Sir William, con el objeto de distraer su atención de aquel asunto tan molesto que, para su tormento, su padre había convenido tratar aquel día. Sin duda, el paso del tiempo había hecho mella inexorablemente en él hasta el punto de que hubiera perdido el juicio. O tal vez había tomado demasiado de aquel vino español que su recién adquirido prometido había enviado como obsequio. Su padre lo había llamado cava y vino espumoso y se cultivaba a partir de variedades blancas autóctonas de una región española denominada Penedés. Miró con resentimiento la copa antes de que sir William la alzara para apurar el contenido con evidente satisfacción, elogiando de inmediato la extraña, pero al mismo tiempo agradable sensación que le producían aquellas burbujas en la nariz. Edwina pestañeó con rabia, pensando que un obsequio tan extravagante debía provenir de un individuo de la misma naturaleza. Ni siquiera lo había probado por temor a que alguna sustancia oculta en su interior la obligara a decir las mismas tonterías que ahora escuchaba de labios de su padre. ¿Casarse? ¿Con alguien a quien no conocía y que pretendía comprar su afecto con ostentosos regalos? ¡Nunca aceptaría tal decisión! Clavó los ojos brillantes en el rostro del anciano. Sabía que no era prudente hacerle ningún reproche. Al menos, no esa noche. Sir William Alistair Brightow III, tenía algo muy importante que celebrar. Por cuarto año consecutivo, sus caballos habían recibido los mayores elogios durante la feria celebrada en Devon. Sir William acababa de ordenar que le sirvieran la novena copa de aquel maldito vino. Y no parecía tener intención de detenerse hasta caer completamente ebrio sobre la mesa. Como de costumbre, los sirvientes tendrían que trasladarle hasta sus aposentos y por la mañana sufriría una resaca terrible. Ni pensar en mencionarle nada sobre su desacuerdo con la decisión de desposarla con alguien de quien solo conocía el nombre. Lord Bastian Theodore Percy. Por todos los santos… ¿Qué clase de hombre podía tener un nombre como aquel? Solo uno arrogante y presuntuoso capaz de arrancar a un hombre de buena voluntad como su padre una promesa como la que había hecho sin su consentimiento. Se sintió desalentada. ¿Cómo había sido capaz de algo así? Aún no daba crédito.
—Edwina, eres mi hija mayor. Ya tienes edad de tener un marido, de darme nietos… ¿Acaso es tu deseo convertirte en una extravagante solterona como tu prima Olivia? No, señor. No permitiré que una hija mía sea el hazmerreír de la ciudad. Te casarás con él. No hay nada más que discutir.
Esas habían sido sus palabras, por primera vez severas y autoritarias desde que Edwina podía recordar.
—Pero no puedo hacerlo, padre. Ni siquiera lo he visto una vez, ¿cómo sé que podré amarle? —Le había preguntado con desesperación y rabia.
—Paparruchas románticas. Te casarás con él y me darás esos nietos —había respondido, dando por finalizada la discusión.
Cierto que lo había visto de espaldas en una ocasión, durante una fiesta en casa de los Greenweech. Oculta tras las cortinas, había observado su amplia constitución y su abundante cabello oscuro. Su propia hermana, Emma, no le había quitado la vista de encima. Ella y Sarah Greenweech no habían dejado de alabarle durante toda la velada y Edwina había podido escapar del salón con la excusa de tomar el aire, justo en el momento en que él giraba sobre los talones para presentar sus respetos a las muchachas. En aquel instante, y aunque no había contemplado abiertamente sus facciones, había decidido que lord Percy era un hombre arrogante y presuntuoso al que solo le importaba salirse con la suya. Por suerte, ambos no habían coincidido esa noche más que durante un desagradable episodio que Edwina deseaba borrar de su memoria para siempre. Así pues, no le conocía, no lo amaba… ¿Acaso era tan difícil comprender que no quisiera por esposo a alguien de quien no sabía más que las exageradas virtudes que Emma y Sarah Greenweech le atribuían? Claro que no. Ellas no eran más que dos jovencitas irreflexivas que perdían la compostura al menor cumplido. Por supuesto, no consideraban un defecto importante que su fama de libertino y aventurero provocara los rumores más escandalosos en las veladas de Almack’s, ni que quienes le conocían le atribuyeran un carácter horrible, ni que fuera el caballero más arrogante y desvergonzado que había tenido el infortunio de casi conocer. Por supuesto que no, la reputación de aquel caballero quedaba en segundo plano comparada con todas sus riquezas y posesiones. Emma y Sarah Greenweech no eran más que dos jovencitas soñadoras que imaginaban al conde como el príncipe azul de sus disparatadas fantasías. Edwina odiaba que se comportaran así y en reiteradas ocasiones había intentado inculcar algo de sentido común en la hermosa cabeza cubierta de rizos de su hermana. Le había explicado que una mujer debía tener más aspiraciones en la vida que convertirse en esposa y dar a luz media docena de hijos para criarlos en la misma ignorancia sexista que ella detestaba. «Debes tener tus propias ideas, Emma», le había dicho. ¿Cómo podía entonces contravenir las suyas propias aceptando aquel compromiso impuesto por su padre? Sin amor, sin una cultivada amistad sobre la que construir una base sólida para aquel matrimonio… Sir William había sido tajante al respecto:
—No necesitas amarlo, querida hija. Solo has de respetarle.
Y así debía ser. Y todo por culpa de aquellas viejas arpías… Lady Elizabeth y su decrépita corte de ancianas casamenteras… Apenas habían percibido el interés que Edwina despertaba en el joven Charles Duncan, habían difundido el rumor de que ambos mantenían una aventura secreta. Aquel odioso rumor no había tardado en llegar a oídos de su padre.
—No dejaré que te fugues cualquier día con ese joven sin fortuna —había advertido.
Por supuesto que aquella idea jamás había cruzado la mente de Edwina. El señor Charles Duncan era sumamente atractivo, el hombre más encantador y apuesto que había conocido. Pero no era una jovencita insensata y sir William podía estar seguro de que su virtud nunca había estado más a salvo. Era una mujer. Y tenía derecho a tomar sus propias decisiones. Escoger al hombre al que entregaría su corazón para el resto de sus días era una de ellas. Deseaba aprender más sobre la vida, sobre el mundo y los lugares exóticos que la señorita Hudson, enfermera de vocación, describía en las cartas que enviaba a su fiel amiga Amelia… Aún le quedaban muchas cosas por hacer antes de unir su destino a algún noble estirado que trataría de convertirla en una esposa y madre aburrida. Por nada del mundo permitiría que lord Percy echara sus planes por tierra. Y estaba decidida a demostrárselo en cuanto tuviera ocasión. Sonrió con expresión maliciosa, pensando en lo mucho que disfrutaría vengándose por la humillación sufrida durante aquel absurdo juego infantil unos días antes. ¿Cómo era posible que apenas unos minutos en compañía del conde de Surrey provocaran en ella aquella profunda animadversión? Las imágenes la asaltaron, logrando que un intenso rubor tiñera de nuevo sus pálidas mejillas...
***
Residencia de Sir Hannibal Greenwich, una semana antes...
El grupo que se había congregado de pronto a un lado del espacioso salón había logrado cautivar su atención más allá de la conversación política que se mantenía en su propia esquina con aquellos caballeros presuntuosos. El juego era la Gallina Ciega. Sin embargo, la oscura mirada del hombre recordaba a la de un lobo hambriento persiguiendo su presa. La contempló con cierta fascinación. Una joven de extraña belleza, con unos rasgos que no eran en absoluto delicados y que denotaban el carácter decidido de su poseedora. Estudió la pequeña nariz, el mentón erguido y los cabellos castaños sujetos con dificultad por unas horquillas en la nuca. Por desgracia, no podía encontrar su mirada, pues aquel pañuelo blanco que otra joven había anudado con destreza tras su cabeza, le privaba de tal inequívoco placer. Un grupo de jóvenes imberbes merodeaban alrededor de la muchacha, quien los mantenía a raya agitando una mano en el aire mientras con la otra recogía con delicadeza un pliegue de su sencillo vestido de muselina, alzando ligeramente el borde para mostrar apenas la punta de sus lustrosos botines y así evitar pisarlo en un descuido. Las demás jóvenes se mostraban tan ruidosas como excitadas y no cesaban de reír con aquellos sonidos celestiales que pretendían conquistar el corazón de algún apuesto pretendiente. Bastian entrecerró los párpados al descubrir cómo uno de los jóvenes se aproximaba a la joven más de lo que aconsejaba el decoro y las circunstancias. Sin pensarlo, se abrió paso entre los integrantes del grupo en un par de amplias zancadas, situándose a espaldas de la joven y apartando con una sola mirada al impertinente que pretendía sobrepasar los límites de la corrección con aquella joven confiada. Se inclinó sobre ella, aspirando con disimulo el agradable aroma de aquellos cabellos que habían sido condenados a la prisión de su austero moño. Sintió el impulso de despojarla de las convenientes horquillas y enredar algunos mechones entre los dedos, pero se contuvo al escuchar la suave risa de ella.
—Señor Duncan... No puede permanecer oculto toda la noche —advirtió con un deje que en cualquier otra joven habría sido una muestra de coquetería pero que, en ella, tan solo evidenciaba el hecho de que pensaba descubrirle a pesar de sus intentos por confundirla. La boca de Bastian se torció en la comisura izquierda justo antes de que sus labios se aproximaran a la pequeña oreja de la mujer. Pudo escuchar como algunas de las damas que coreaban y reían, murmuraban con nerviosismo, fingiendo estar escandalizadas por la cercanía entre ambos.
—Estoy aquí —susurró acariciando con su aliento el cuello despejado de la joven y provocando en ella un involuntario estremecimiento que la obligó a detenerse en seco, como si acabara de percatarse de su error. Sin apartarse, añadió divertido—: Sin duda, tengo ante mí a la gallina más hermosa de los corrales de Inglaterra.
—¿Señor Duncan...? —Ella se llevó la punta de los dedos hasta el lazo que anudaba el pañuelo, en un ademán nervioso por desprenderse de aquello que le impedía ver la identidad del caballero. Bastian apresó sus dedos en el aire y se inclinó de nuevo para hablarle reservadamente al oído.
—Me temo que no, querida —informó con picardía—. Su valiente pretendiente acaba de abandonar esta contienda para reclamar otra copa de vino a los sirvientes. Lo mismo que el resto, por cierto.
Por supuesto, no informó a la joven de que su presencia allí había influido considerablemente en que ambos quedaran repentinamente a solas. De hecho, le agradaba enormemente que fuera de aquel modo, pues desde siempre había huido de aquellas reuniones frívolas en las que las jóvenes casaderas derrochaban toda su gracia para pescar un buen partido. Se corrigió. Todas, excepto aquella, al parecer, pues parecía dispuesta a echar a correr en cualquier dirección opuesta a la suya sin importarle que la venda de los ojos la hiciera caer por algún balcón al exterior del salón de juegos. La sujetó por el codo, llevándola en un impulso hasta el balaustre de mármol del balcón por el que la joven habría estado preparada para saltar de haber tenido la menor oportunidad. Le apetecía averiguar si la conversación de aquella joven podría captar su interés del mismo modo que lo habían hecho sus hermosas facciones. Ella continuaba empecinada en deshacer el nudo de su venda, así que la obligó a girar sobre los talones para ayudarla. En el último instante, lo pensó mejor y fortaleció el nudo contra el cabello para sorpresa de la joven. Ella emitió un gritito ahogado al sentir cómo el pecho del hombre presionaba su espalda recta, empujándola suavemente hasta que su cintura quedó literalmente adosada en la orilla del balaustre.
—Señor, le ruego que me disculpe... Puesto que el juego ha terminado, no tiene sentido que continuemos esta farsa —musitó ella con un hilo de voz. Evidenciaba su preocupación por que alguien los hubiera visto dirigirse hacia el balcón sin otra compañía que la de la luna y los acordes que les perseguían desde el salón de baile. Bastian ignoró su protesta, tanto como ignoraba la opinión que mereciera a los demás su reputación. Sin embargo, comprendió en cierto modo que ella deseara proteger la suya de las habladurías. Apoyó las manos sobre el frío mármol, encerrando el cuerpo de la mujer en el poderoso arco de sus brazos. Involuntariamente, su cabeza se inclinó sobre la de ella, apenas ladeada en un infructuoso afán por descubrir el rostro de quien la había apartado del resto del grupo para estropear su diversión.
Bastian dejó que su barbilla reposara descuidadamente en la sien femenina. Desvió la mirada sobre los hombros y comprobó que los senos de ella se elevaban acompasadamente bajo la tela del vestido al ritmo de su agitada respiración. La inmediata punzada en su entrepierna, anunciando una erección como no sentía desde que le alcanzaba la memoria, le advirtió del peligroso terreno que pisaba. Ocultos a las miradas del resto y amparados por aquella conveniente penumbra, apenas rota por el débil haz de cristal que dibujaba reflejos plateados sobre el cabello de la muchacha, ella era un plato perturbadoramente apetecible. Tanto, que no pudo evitar que sus caderas presionaran —en un gesto que obedecía a su misma naturaleza de hombre y avergonzaba su condición de caballero— aquel trasero redondo que se alzaba contra su ingle como una inconsciente provocación que luchaba por ignorar sin éxito. Ella ahogó esta vez una exclamación, mezcla de espanto, deseo e indignación. Se revolvió con desesperación, tratando de apartarse. Pero la complexión del hombre superaba con creces su pequeña estatura y tan solo lograba, sin saberlo, excitarle aún más con cada diabólico movimiento de sus nalgas contra el miembro, henchido y a punto de rasgar las costuras de los elegantes pantalones negros.
—Señor, exijo de inmediato que se aparte… —balbuceó sin aliento, sorprendida por su propia reacción ante aquella proximidad que debía ser con toda seguridad pecado, pero que humedecía inevitablemente el centro de su deseo y la obligaba a apretar los párpados y las rodillas por temor a que el hombre lo descubriera. En un último intento por escapar, logró girar el torso hacia él y, como no podía verle por culpa del maldito pañuelo, se enfrentó a su agresor con la única defensa de sus argumentos. Aquello fue un tremendo error pues, en aquella postura, el hombre aún apretaba con mayor fuerza aquel objeto duro contra su pelvis, provocando un ligero mareo en Edwina. Se aferró a los brazos del desconocido, temiendo que se desmayaría antes de que sonara la última nota de la melodía que provenía del salón.
—Me apartaría, querida... Pero me sujeta usted con tanto entusiasmo que cualquier diría que lo que pretende es precisamente el efecto contrario.
Su voz ronca por la pasión inundó los sentidos de Edwina, quien gimió y le odió porque decía la verdad y porque le hacía sentir aquella punción extraña y desconocida en el lugar donde jamás nadie había provocado sensación similar. Aflojó la presión sobre aquellos músculos que se adivinaban bajo la tela de la chaqueta y apretó los labios, furiosa.
—Señor, exijo de inmediato que me suelte... y deseo conocer la identidad de quien con tamaña desfachatez pretende ultrajar mi virtud —ordenó, imprimiendo a su voz toda la determinación que era capaz dadas las circunstancias.
—¿Por ese orden? —preguntó el hombre con un deje de burla, aunque concedió el primero de los deseos al escuchar unos pasos que se aproximaban.
—Señor... Este atropello es inaceptable. —Edwina se mostró altiva en cuanto recobró parte de su confianza, justo en el instante en que aquello que el hombre apretaba contra su pelvis se apartaba—. Ruego a Dios porque mi pobre amigo, el señor Duncan, no haya sido testigo de esta bochornosa escena.
—Por Dios, cuánta consternación por unos minutos de intimidad —ironizó.
—El señor Duncan no opinaría lo mismo —replicó, luchando otra vez en vano por retirar la venda de sus ojos.
—Tal vez —aceptó Bastian, con una sonrisa encantadora que ella no podía ver y que la habría enfurecido sin duda—. Aunque la opinión de ese mequetrefe presumido no me importa lo más mínimo, querida.
—Quizá le conceda mayor importancia cuando Duncan decida arrancar de su boca esa lengua desvergonzada, señor —le amenazó, escuchando el murmullo de una risa como única respuesta. Pataleó, indignada por la escasa credibilidad que aquel hombre concedía a sus tentativas de intimidarle.
—Mi hermosa señorita... Me enfrentaría una docena de veces a ese pavo real de Duncan por el mero placer de escuchar de sus labios otro alegato en su favor —se mofó, recorriendo con la nariz durante un segundo el perfil de la joven y riendo silenciosamente al ver cómo ella daba un delicioso respingo.
—Es usted peor de lo que sospechaba —concluyó Edwina, horrorizada y enfadada—. No solo es un insolente. Además, demuestra ser un sádico sin escrúpulos al que no le merece ningún respeto el honor de sus semejantes.
—Se equivoca, querida. Su virtud merece todos mis respetos —la corrigió, depositando un beso fugaz sobre la nariz que se elevaba bajo su boca, más que preparada para emitir su siguiente discurso—. Y también la vida de su aburrido pretendiente. Por ese motivo, le dejaré vivir un día más y no la obsequiaré con el cadáver del señor Duncan por esta noche.
—Ja, qué arrogancia la suya... De inmediato, exijo su nombre.
El hombre dio otra vuelta al nudo de la venda, apretándola y, con enigmática expresión, susurró en el oído de Edwina.
—Bastian Theodore Percy, conde de Surrey. A sus pies, querida… —Bastian desvió la mirada hacia el caballero que acababa de irrumpir a unos metros en el salón. Aquel juego había terminado, pues otro asunto, de un cariz completamente distinto, requería de inmediato su atención.
Edwina sintió el cálido aliento sobre su cuello y contuvo la respiración, notando al instante una ráfaga de aire que le indicaba que aquel hombre odioso acababa de desaparecer. Se arrancó la venda con brusquedad y, al instante, el señor Duncan se aproximó con paso vacilante hasta el balcón.
—Qué caballero tan impertinente —comentó al llegar hasta ella, apurand