Eres para mí (Quinteto de la muerte 2)

Sandra Heys

Fragmento

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CAPÍTULO UNO

Era la primera entrevista de trabajo de su vida, por lo tanto, estar nerviosa era algo natural. Lo raro era que quien la iba a entrevistar la conocía desde los cinco años y era el padre de su mejor amiga, por lo que lo había llamado tío por casi dieciocho años.

Además, tenía claro que la entrevista era casi un trámite, ya llevaba unos seis años trabajando con sus tíos, los de verdad, en la contabilidad del taller de mecánica propiedad de la familia Soublette. Había sido solo en los meses de vacaciones, pero conocía la empresa por dentro mejor que los mismos dueños. Y tenía ideas, muchas ideas para mejorarla.

Finalmente, sus tíos lo habían dicho: que el taller ya era demasiado grande para una contabilidad externa como la que ellos llevaban, que Soublette e Hijos necesitaba una buena modernización de sus sistemas, mejores controles sobre sus inventarios, una estructura de costos más apropiada para los servicios del taller. Soublette e Hijos necesitaba muchas cosas y una persona que supiera cómo hacer todas esas cosas.

Soublette e Hijos la necesitaba.

Pero eso no quería decir que no estuviera nerviosa por su primera entrevista de trabajo.

Además, había que tener en cuenta que, si trabajaba en el taller, lo haría con muchas personas que la conocían tanto tiempo como su tío Cristian. Isabel, su mejor amiga, de partida. Su tía Catalina, la mamá de Pamela, otra de sus amigas. Y Jaqueline, la tía de Pamela.

El taller estaba lleno de recuerdos de su tío Ismael, recientemente fallecido. Tampoco era su tío verdadero, era solo uno de los más antiguos empleados del taller. Pero para ellas, el Quinteto de la Muerte, como se hacían llamar con sus amigas Isabel, Lorena, Pamela y Francisca, siempre fue un querido tío y lloraron amargamente el día que falleció.

Y, por último, estaba él.

—Adrianita, pasa —pidió Cristian Soublette apareciendo detrás de la puerta de su oficina—, disculpa, estaba tratando un tema con un proveedor.

—No se preocupe, don Cristian —dijo Adriana muy formal—, no esperé mucho.

—¿Don Cristian? —preguntó el hombre alto, delgado, rubio y risueño—. ¿Y de cuándo soy don Cristian? Siempre me has dicho tío.

—Desde que intento que sea mi jefe y me permita, además de la práctica, realizar acá mi proyecto de título —respondió Adriana inalterable, pero finalmente no pudo resistir la sonrisa cariñosa que el hombre le dirigía y terminó sonriendo ella también.

Se sentaron a cada lado del escritorio y Adriana dejó sobre el mueble una carpeta de color azul. Respiró profundo y trató por todos los medios de mantenerse serena y profesional, algo que le costaba mucho. Es decir, lo primero, porque lo segundo lo sería, aunque la vida se le fuera en ello.

—Bien, señorita Valenzuela.—Cristian sonrió más abiertamente—. Cuénteme su proyecto.

Adriana comenzó a hablar del pobre sistema de información administrativa que tenían en ese momento y cómo era imposible obtener rápidamente el costo de un determinado repuesto o suministro y saber si lo tenían en existencia o no, y de cómo este hecho repercutía seriamente tanto en las ventas directas como en los servicios del taller.

—Don Eugenio y la señora Fabiola, sus actuales contadores…

—Tus tíos…y estos son de verdad, no como yo…

—Están de acuerdo conmigo —siguió Adriana sin tomar en cuenta lo que decía Cristian, que evidentemente trataba de desconcentrarla como hacía siempre—en que los servicios que ellos le ofrecen dejaron de ser suficientes para su empresa, hace mucho tiempo, don Cristian.

—Tengo una sobrina postiza, se llama Adriana, igual que usted —interrumpió el hombre en apariencia serio—, pero ella es mucho más simpática, no tan seria y concentrada.

—Por eso —Adriana seguía contra viento y marea exponiendo su proyecto—, si usted acepta que yo realice mi práctica profesional y mi proyecto de título, obtendrá como resultado un sistema informático propio, que controlará…

—Bueno, eso sí, mi Adrianita es un poco controladora.

—… los aspectos contables y administrativos de la empresa, ayudando a estandarizar los precios de los servicios. Don Eugenio está de acuerdo en figurar como supervisor de mi práctica.

—Mi Adrianita no necesita un supervisor de práctica, ella sabe que todo lo que hace está bien.

—¡Tío Cristian! —exclamó Adriana, molesta por las constantes interrupciones del hombre y sus intentos de desconcentrarla—, es igual a Isabel. Siempre usa esas técnicas distractoras para ganarme en lo que sea.

—Creo, cariño, que es más apropiado decir que Isabel se parece a mí, dado que soy su padre —concluyó Cristian, feliz por haber conseguido que Adriana se saliera de su personaje de mujer profesional—. Y mi Franny no se queda atrás. Es un diablillo esta Fran, no sé de quién lo sacó.

—Eso es solamente ella. Cara de ángel y mente de criminal, siempre lo he dicho.

—Sí, Adri, tienes toda la razón. En fin, Isabel ya me había comentado alguna de tus ideas. Yo no tengo claro esto de la tecnología. ¿Harías tú los programas? Me habló de un compañero tuyo…

—Javier. Él no haría práctica acá, solo el proyecto. Yo sé computación y programación, pero no lo suficiente. Javier y Alonso, otro compañero, harían la parte de la programación. Ellos estudian Informática y ya está hablado en la universidad para que hagamos un proyecto conjunto.

—En resumen, harías acá la práctica por ocho semanas, pero el supervisor sería tu tío Eugenio. Con esos antecedentes y otros que puedas recabar, tú, Javier y Alonso construirían un sistema informático que controlaría la contabilidad, las remuneraciones, los inventarios y los costos de los servicios. ¿Cuánto me saldría todo eso?

—Tendría que comprar computadores buenos e invertir en la capacitación del personal, pero el sistema en sí mismo no tendría un costo real, aunque usted obtendría solo el usufructo, ya que la propiedad intelectual seguiría siendo nuestra.

—¿Y eso es negociable? Es decir, preferiría pagar el sistema y que fuera mío.

—La verdad es que nosotros no lo habíamos pensado. —Sin quererlo, Adriana volvió a hablar con su tono profesional. No lo notó, pero Cristian sí y sonrió disimuladamente—. Siempre creímos que conservaríamos el derecho del sistema y después lo comercializaríamos por nuestra cuenta.

—Creo que hay detalles que tendremos que conversar. De momento, estoy de acuerdo con todo y me gustaría que empezaras ya a trabajar. Catalina está un poco sobrepasada.

—Es que se hace todo a mano, don Cristian, y la señora Catalina tiene que realizar tareas repetitivas que perfectamente se podrían automatizar con ayuda de los procesadores y planillas. Es decir, por mientras, hasta que esté listo el sistema.

—¿Qué pasa a futuro? Hacen este sistema y si después cambia algo en el taller, ¿no sirve?

—Eso es lo bueno del sistema personalizado que pretendemos crear. Cuando cambien las necesidades de la empresa, cambiamos parte del sistema y listo.

—Bien. —Cristian sonrió paternal—. Creo que está todo dicho, dejo en tus capaces manos la modernización del taller.

—Muchas gracias, no se va a arrepentir.

***

Durante las semanas que siguieron, un largo y caluroso verano, Cristian Soublette supo que Adriana tenía razón, aunque también estaba equivocada.

Tenía razón porque fue evidente que tener una persona más trabajando en la parte administrativa del taller reportó grandes beneficios tanto para el trabajo en sí, como para la otra trabajadora administrativa, Catalina Martínez, que bruscamente vio disminuidas sus horas de trabajo, tanto por el apoyo de Adriana en sus funciones, como por la automatización que estaba siendo llevada a cabo paulatinamente.

Estaba equivocada porque era Adrianita después de todo y tenía un carácter endemoniado. Discutía todo el día con Juan y con otros mecánicos. También tomaba decisiones que le competían a él como gerente de la empresa y las daba como cien por ciento ciertas, discutiendo incluso con él cuando osaba dar una contra orden.

La única que la toleraba era Isabel. Claro que no era que la tolerara, sino más bien que sabía cómo manejarla. Todos lo sabían, hasta Cristian, despistado como era, y trataba de recurrir siempre a su hija para solucionar cualquier conflicto con Adriana.

Considerando todo, la contratación de la muchacha había sido un acierto.

Cuando ella terminó oficialmente su práctica, siguió yendo todos los días para trabajar en el sistema. Pero también seguía ayudando a Catalina cuando ella no conseguía entenderse con el computador, contestaba el teléfono y ayudaba en lo que podía, por lo que, al término de marzo, Cristian le pagó su primer sueldo oficial.

Anteriormente le había dado algo de dinero para la movilización y la incluyó en las colaciones que daba a sus trabajadores, pero ese día la llamó a su oficina al terminar la jornada.

—Adrianita, ¿Juan te dio mi recado? —le preguntó cuando ella llegó.

—En efecto —respondió Adriana apretando los labios—, por lo que le entendí, me buscaba.

—Claro —replicó el hombre mirándola extrañado—. ¿Cómo es eso de por lo que le entendiste? Adri, ¿por qué…?

—No me habló exactamente. —Adriana interrumpió a Cristian intentando contener su enojo. Después de todo, su querido tío no tenía la culpa de que Juan fuera un idiota, el único error que cometió fue contratarlo en primer lugar, y nombrarlo jefe de taller a la muerte del tío Ismael en segundo. Claro que como la alternativa era Ricardo, que sería un espanto de jefe, o Mario, que llevaba menos de dos años en la compañía, su yo profesional la obligaba a aceptar que había sido la decisión correcta. Era su yo personal el que tenía problemas con eso.

—¿Entonces? —Cristian incentivaba su respuesta después de algunos minutos en silencio.

—Perdón, ¿qué? —Adriana se fue por otros caminos y perdió totalmente la noción de lo que le decía su tío… jefe… cliente… tío… ¡Dios, qué le pasaba!

—Que si Juan no te habló, cómo supiste que te buscaba.

—Murmuró entre dientes algo que sonó como «Cristian» y otra cosa que parecía «buscar», así que asumí que me buscaba. Estaba en la bodega, haciendo inventario.

—Voto por unir a la parlanchina de mi hija con el silencioso Juan y promediarlos, de tal manera que Juan hablara más e Isa, menos —comentó Cristian desesperado y risueño.

—Yo no tengo problemas con Isabel, es Juan el que me molesta.

—Adri, cariño, no sé por qué ustedes se llevan tan mal teniendo la misma mejor amiga, pero, por favor, trata de no ser tan… bueno, tú con él. Juan ha tenido su cuota de dificultades en la vida y es asombroso lo que ha conseguido con tan poco que recibió.

—¿Qué quiere decir con eso de no ser tan yo? —Adriana intentó no sonar tan enfadada, pero sabía que fracasaba por mucho que le costara admitirlo.

—Justamente a esto, Adri querida. Sabes que las adoro, a todo el Quinteto. A ti, Pame y Lore no las querría más si fueran mis hijas, pero tenemos que admitir que tienes muy mal genio.

—Me sé defender.

—Atacas —corrigió el hombre sonriendo dulcemente— y, a veces, sin motivo. Y aunque no te pedí que vineras para hacer una sesión aficionada de psicología, este es un tema que sí quería tratar contigo, pero vamos en orden. Esto es lo primero.

Le extendió un sobre donde estaba escrito su nombre completo. Adriana lo miró con duda. Era el mismo sobre café que usaba el banco para el pago de las remuneraciones del taller. Como la muchacha no reaccionaba, Cristian le pasó un legajo de hojas blancas con el logo de la empresa en una esquina. Hojas que ella misma había insistido en mandar a hacer en una imprenta.

—Fabiola preparó esto para mí, en lo que ambos consideramos el último de sus servicios —le contó Cristian a la incrédula Adriana—. Tal vez el sueldo no es lo que esperabas, pero creo que es más de lo que podrías ganar en otra empresa con tu poca experiencia y sin título aún. También entiendo que este arreglo no va a ser definitivo, pero por un par de años puede funcionar para todos.

Entonces Adriana sí tomó el contrato de trabajo y el sobre con la remuneración del mes que terminaba y comprobó que su tío estaba equivocado. Era mucho más de lo que ella esperaba ganar siendo recién egresada de la universidad. Y, por cierto, mucho más de lo que otra empresa le pagaría.

—El acuerdo económico al que lleguemos por el sistema será aparte, esto es solo por tu trabajo en la contabilidad y administración del taller.

Adriana sacó un lápiz de su bolsillo y se dispuso a firmar, pero Cristian la detuvo antes que apoyara la punta sobre el papel.

—Hay un truco —sonrió culpable—, no es condicionante, pero sí agradecido. No con más ceros en tu sueldo, sino con muchos abrazos y besos de tu tío favorito.

—Dígame, entonces, tío Cristian —dijo Adriana sonriendo feliz, haciendo que sus oscuros ojos brillaran como el cielo tachonado de estrellas.

—Como sabes, después de la muerte de Ismael, nombré a Juan jefe del taller. Al comienzo él no quería porque pensaba que, con todas las ideas y planes que tenemos con Isa, incluyendo la modernización de los sistemas, lo correcto era contratar un ingeniero o alguien con más estudios.

—Técnicamente es correcto, pero…

—Pero es una posición de confianza. Es preferible… yo prefiero alguien en quien confíe y pueda prepararse, que alguien con muchos conocimientos que tenga que ganarse mi confianza. Por eso mismo, Isa, Coté y Franny estuvieron de acuerdo conmigo cuando les comenté de mi decisión.

—Por supuesto, don Cristian. Además, siendo usted el dueño, tiene todo el derecho a tomar ese tipo de decisiones.

—Me alegro de que estés de acuerdo. —Cristian sonreía, aguantando las ganas de reír ante la seriedad de Adriana, pero, sobre todo, ante sus palabras. Ya le gustaría que siempre se acordara de que el dueño del taller era él—. Entonces, querida niña, estarás también de acuerdo en que es necesario que Juan siga estudiando.

—¿Y él quiere? Porque déjeme decirle que ese hombre no tiene ni una gota de ambición.

—Lo sé. Su madre pudo buscar más, pero jamás habría encontrado un mejor nombre para él. Juan, un nombre sencillo para un hombre sencillo. Pero eso es lo que más me gusta de Juan. Su tranquilidad, su modestia. Eso fue justamente lo que lo impulsó a rechazar el ascenso en primer lugar. No creerse capacitado. A regañadientes y un poco obligado por Isa, aceptó el cargo y va a estudiar Administración de Empresas a partir de la próxima semana.

—Bien. Asumo que sus conocimientos técnicos en mecánica también requerirán un reforzamiento con el tiempo, pero es un buen punto de partida. —Ni queriendo, que no quería, Adriana podría deshacerse de su frialdad profesional para hablar de un tema que siempre le provocaba resquemores. Santo Dios, si el tema de su conversación era ese… ese… mecánico grasoso y horrible.

—Pero tengo dos problemas con los que necesito tu ayuda. Isa tiene las intenciones de ayudar a Juan, pero ella misma dice que en algunas asignaturas no va a poder, porque cuando estudió tenía que pedir tu ayuda.

—Solo en Costos, tío. Lo demás era por hacerme la pelota y mantenerme tranquila. Tendré mal genio, pero no soy idiota —concluyó la muchacha provocando una fuerte carcajada de su tío.

—Eso no importa, Adri, de todas maneras, prefiero pedirte a ti que ayudes a Juan en sus estudios. Tú eres la experta. Además, como él no está muy entusiasmado con el tema, creo que va a encontrar la forma de zafarse de ellos si es Isa la que lo obliga a estudiar.

—¿Obligarlo?

—No obligarlo, obligarlo, pero sí ser firme respecto del horario y su asistencia a clase. No quiero que tenga ninguna excusa, por lo que necesito que hagas un anexo al contrato. Verás, tanto el costo de su matrícula como el tiempo que tenga que dedicar serán compartidos, es el trato al que llegamos.

Siguieron conversando un rato más de los detalles del anexo de Juan, con Adriana tomando notas y, cómo no, discutiendo a cada rato las decisiones de Cristian. Pero finalmente llegaron a una conclusión y la muchacha fue a su oficina para redactar los documentos, más concentrada en la felicidad que le provocaba que fuera su oficina y que ahora pudiera hacer los cambios que deseaba en la decoración que en el último favor que le pidió su jefe.

—Y por lo que más quieras, Adri, por mí, por tu tía Coté, incluso por Aladín, ese gatito que tanto querías de niña, ten un poco más de paciencia con el pobre Juan.

«Paciencia puedo tener, pero de pobre Juan, nada», pensó Adriana al salir de la oficina.

***

Papeles en mano, Adriana bajó al taller y caminó directamente hasta su objetivo. Respiraba profundamente, buscando ese lugar en su interior donde todo era calma, donde nada la afectaba, especialmente nada relacionado con el hombre alto, delgado y moreno que se inclinaba sobre una camioneta y reía con Mario, otro mecánico, mientras comentaban entre murmullos, por lo que estaba fuera de su alcance.

—Juan —llamó al llegar junto a los mecánicos.

—Adriana —masculló el aludido volteando apenas a mirarla.

—Necesito que firmes unos documentos.

—… ocupado —fue lo único que entendió la muchacha que le decía.

—Estamos trabajando a contrarreloj con esta camioneta, Adriana. —Mario sonrió con simpatía—. Tenemos que dejarla lista hoy y aún no descubrimos qué falla.

—Esto también es urgente y mucho más importante —alegó Adriana molesta, como siempre, por el mutismo de Juan.

—El trabajo es más importante —argumentó Juan mirándola por fin.

—No quiero tener una amigable charla contigo si es lo que crees —replicó, bruscamente, Adriana—. Yo también tengo mucho trabajo, pero esto es mi prioridad, ya que estoy siguiendo una orden directa de nuestro jefe. Si tienes algún problema, dirígete a él, de lo contrario, tienes cinco minutos para intentar parecer un humano normal y llegar a mi oficina.

Sin otra palabra, Adriana se encaminó nuevamente a las oficinas con sus tacos resonando en todo el taller, dejando a su paso caras de incredulidad por su innecesaria respuesta mordaz, aunque todos sabían que ni Juan le reclamaría ni ella pediría perdón. No estaba en la naturaleza de ninguno hacer algo distinto de lo que había ocurrido.

Al llegar a su oficina se sirvió una taza de café y lo bebió lo más rápido que pudo sin quemarse, aunque el ardor era bienvenido. Necesitaba, de alguna manera, justificar las lágrimas que asomaban a sus ojos.

Se había jurado, cuando supo que tendría esa oportunidad, que haría todo bien, que bajaría las revoluciones, sería paciente, como le había pedido su tío Cristian, como Isabel repetía por tantos años. Que Juan era tímido, que era extremadamente introvertido, y con su actitud agresiva no hacía sino espantarlo.

Pero es que estaba más que absolutamente harta de que él ni siquiera se dignara a mirarla. Ella muriéndose por él, y él ni le hablaba. Adriana sabía que con Lorena y con Pamela, no era tan locuaz… bueno, las saludaba, y eso era todo. Pero con Isa y con Fran no tenía ese problema. Es más, con ellas conversaba y mucho. Con Isabel incluso se sentaba a disfrutar de un café y no hablaban de trabajo. Y con Francisca… nunca lo admitiría, pero tenía auténticos problemas con su actitud con Francisca. La miraba con tanto cariño, le desordenaba el pelo, cosa que a ella parecía no molestarle a pesar de su insistencia en esos moños tan estirados que se hacía. Incluso tenían verdaderas sesiones informativas. Los había visto hablando y riendo en mitad del taller. Y aunque le doliera reconocerlo, sabía que Juan era el único hombre que no era familia, admitido en la habitación de Francisca.

Francisca siempre decía que Juan era como el hermano mayor que nunca tuvo, porque a pesar de ser toda una María tres cocos, Isabel no contaba como hermano cuando Francisca quería una opinión masculina respecto a cualquier cosa que se le ocurriera.

El peor momento en ese sentido fue ver a Juan abrazando a Francisca en el pasillo que llevaba a su dormitorio.

Había sido el martes de la semana anterior. Isabel le contó que Francisca llegó muy triste del teatro donde era bailarina y que él fue a visitarla después de terminar la jornada laboral, algo que resultaba muy sencillo, ya que la familia Soublette vivía en la última casa de la cuadra donde estaba el taller.

Pero, en lo que ella misma clasificó como «horror de horrores», fue testigo del tierno abrazo, beso en la frente incluido, y, después, receptora de la aparente frialdad del hombre cuando pasó a su lado y murmuró algo que sonó a Ana, por lo que asumió que trataba de decir su nombre.

Probablemente la visita hubiese terminado en guerra, tal y como se sentía Adriana en esos momentos, si no fuera por los ojos rojos de Francisca y su llanto contenido.

Por supuesto, su amiga se encargó de aplacarla contándole que había ido a la embajada francesa donde le aclararon que aún no podía postular a su amada academia en París porque se había equivocado al interpretar una norma de admisión que decía que el postulante debía tener 21 años cumplidos cuando presentara la solicitud, no al momento de ingresar, por lo que aún debía esperar dos años más, no uno como ella suponía.

—Adri —dijo Francisca sin mirarla—, yo a Juan lo adoro… como si fuera mi hermano —insistió por milésima vez.

—No sé por qué, si ni siquiera es capaz de hablar como Dios manda.

—Adri…

—¿Qué vas a hacer con la academia?

—Pensé en postular a alguna universidad acá, pero no voy a renunciar tan fácilmente…

Dejó que Francisca siguiera hablando mientras ella pensaba qué cocinaría esa noche, porque a pesar de la explicación de su amiga, sabía que necesitaba el consuelo de alguna exquisita comida.

Tenía la capacidad intelectual suficiente para comprender que el problema no era Francisca o Isabel, el problema era ella. Era gritona, criticona, antipática. Tal vez a una mujer hermosa como Isabel se le perdonara tales cosas, pero a ella, que era cualquier cosa menos bonita, no.

No le gustaba, pero no había nada que hacer. Bueno, sí que había algo que hacer. Podía dejar de comer tanto y bajar de peso. Nunca sería bonita, pero al menos no sería gorda. Tal vez podría llegar a verse medianamente bien. Aprender a «sacarse partido» como decía su mamá. Pero odiaba tener que rendirse ante convenciones sociales tan denigrantes. O al menos eso pensaba ella. Estúpidas, estúpidas convenciones sociales.

Por otro lado, podía no ser tan mordaz, especialmente con Juan.

Por eso, cuando su tío Cristian le pidió que lo ayudara con los estudios, juró que sería menos agresiva. Juró que aprovecharía la primera oportunidad que tenía de estar realmente cerca del hombre que le había robado el corazón con una tímida sonrisa cuando ella tenía solo dieciséis años.

¿Y qué era lo primero que hacía? Claro, ser Adriana y bajar como una loca a gritarle. Pobre hombre, no le extrañaba nada que no quisiera verla ni en pintura.

Lo peor para ella era que no podía admitir ante nadie sus sentimientos por Juan. Con sus amigas, su Quinteto, Juan siempre era el mecánico grasoso y horrible, el idiota que no conocía la o por redonda, aquel tontón que no podía ni juntar dos sílabas, menos iba a saber hablar como corresponde con una mujer.

Por supuesto, tonta no era y tenía más que claro que todas sus amigas sabían que ese no era su verdadero sentir. Si decía esas cosas que a nadie más que a ella dañaban era por la frustración, el dolor de saber que no eran ciertas, especialmente lo de juntar dos sílabas. Lamentablemente, era ella la que le provocaba la incapacidad de comunicarse. Isabel había tratado de decírselo. Que era muy agresiva y que Juan, naturalmente tímido, se cohibía aún más.

Pero la cuestión que le preocupaba era otra. Si le interesara algo a Juan, él tendría que ser capaz de superar su timidez y al menos hablar con ella. ¿No?

Dos golpes en la puerta la sacaron de sus cavilaciones… y, a su mano, del paquete de galletas que había devorado sin notarlo. Bebió el último trago de café, cerró el cajón para esconder su pecado y se sacudió las manos y la boca.

—Adelante —pidió a quien tocaba.

—Permiso —balbuceó Juan, avanzando apenas un par de pasos.

—Por favor, pasa y toma asiento. —Tomó la carpeta que había abandonado al volver a su oficina y sacó un folio—. Lo primero, necesito que firmes esto. Es tu anexo por el ascenso a jefe de taller, con el aumento de sueldo.

—Pero…

—Es mi obligación informarte que está fechado hace seis meses. Aparentemente, mi tía Fabiola lo mandó cuando correspondía, pero nadie pensó que debía ser firmado y entregarte una copia.

—No quiero ese ascenso, no lo pedí y no lo quiero —replicó Juan en una de las frases más largas que le escuchara Adriana en la vida.

—Lástima porque ya lo tienes. —Adriana apretó las manos y los labios, cerró los ojos, respiró profundo y contó hasta diez—. Te entiendo, pero también entiendo a mi tío Cristian. Es una posición de confianza, no se puede traer a alguien ajeno al taller, y de todos los mecánicos tú eres el más capacitado. ¿A quién nombrarías tú? ¿A Ricardo Corazón de Hiena?

—Ricardo no es tan malo…

—Para ser el hijo del diablo en persona, no, no es tan malo. —Por fin, y por primera vez desde que entrara en la oficina, Juan la miró y sonrió.

—No es el hijo del diablo —corrigió Juan, ampliando un poco su sonrisa—, es el sobrino.

—¿Y eso lo molesta aún más, porque no va a heredar el reino del terror?

—Exacto.

—Ese es justamente el motivo de ser tú la persona más adecuada para este trabajo. —En ese momento, Adriana descubrió que la timidez era algo contagioso, ya que no podía ni despegar los ojos de los papeles en su escritorio.

—De acuerdo, ¿dónde firmo?

Adriana se lo indicó, le entregó una copia del anexo y archivó la otra. Tomó el segundo legajo de papeles.

—Este anexo está redactado con fecha de hoy y contiene todas las cláusulas relativas a tus estudios.

—¿Qué cláusulas? —preguntó Juan mirándola fijamente, de frente, entrecerrando los ojos.

—Don Cristian me dio instrucciones respecto de tu horario y permanencia en el taller, además de las acomodaciones económicas que hay que tomar en cuenta.

—Habla claro, Adriana, no tengo tiempo para perder con tu palabrería rebuscada.

—¡Ni yo tengo tiempo para perder con un mecánico grasoso e ignorante! —gritó Adriana poniéndose de pie, dejando que un montón de migas de galletas que estaban en su falda se escurrieran al piso.

—Paz, por favor —pidió Juan volviendo a su actitud evasiva—, lo siento. Estoy en una posición muy incómoda acá. Primero, tuve que salir corriendo con Isa para llevar a Ismael al hospital, después, ver como se consumía en tan poco tiempo que parece imposible que un mes antes hubiésemos ido al estadio y gritado como un par de locos. A continuación, tengo que asumir sus funciones «por mientras», así dijo don Cristian, para después enterarme que ese tiempo se alargará indefinidamente. Y ahora, que tengo que estudiar… francamente, me siento extorsionado.

—Bonita palabra, extorsionado. Y bien rebuscada, además. —Definitivamente era contagioso lo que fuera que tuviera Juan, ya que ella tampoco podía mirarlo. Parecía un juego, y el primero que fijara la vista en el otro perdería.

—Fea —masculló Juan de pronto. Adriana estuvo a punto de volver a gritarle—. Bueno, la palabra es bonita, o así la considera Fran. Pero lo que implica es horrible.

—Yo lo veo de otra manera —refutó Adriana, que volvió a sentarse para evitar cualquier tentación, como estirarse a lo largo de su escritorio, agarrarlo por la pechera y golpearlo con la perforadora.

—Si puedes hacerme verlo de buena manera, te mereces el Nobel de la Paz.

—Ellos, todos los Soublette —Adriana perdió el juego y lo miró, aunque él aún la evadía—, te consideran parte de su familia. Y si fuera así, ya habrías sacado la ingeniería, antes que Isa incluso, y ocuparías su lugar, mientras ella buscaba un trabajo en la Ferrari o alguna otra escudería de la fórmula uno.

—Isa considera la fórmula uno una pérdida de tiempo.

—Al lado del taller, cualquier cosa es una pérdida de tiempo para Isa.

—Eso es totalmente cierto. —Juan soltó un enorme suspiro de resignación—. Bien, veamos esas cláusulas.

—A partir del lunes, tu horario es de nueve de la mañana a tres de la tarde, de lunes a sábado…

—Pero las clases son a las siete de la tarde —indicó Juan, molesto—, no voy a tener día libre. Y no voy a completar todas las horas legales.

—A partir de las tres y media tienes que subir a estudiar acá, hasta las seis, y a esa hora te vas al instituto. —Adriana siguió, ignorando su interrupción—. Considerando la modalidad de tiempo compartido para los estudios, calza totalmente el número de horas.

—¿Y qué es eso de estudiar acá? ¿Acá dónde?

—Acá, acá. —Adriana comenzó nuevamente con el juego de evadir sus miradas, ya que Juan sí la estaba mirando. Demasiado—. En la mesa que compramos ayer con Isabel y que se va a colocar en esta oficina, junto a un librero que voy a llenar para que tengas acceso a toda la literatura especializada que conservo de mis estudios.

El brusco movimiento de las manos de Juan obligó a Adriana a mirarlo. Se mesaba el pelo y se restregaba el rostro. El moreno rostro que ahora estaba más pálido que la luna llena.

—Lo siento si te molesta —Adriana siguió hablando evidentemente enojada. Lástima si él no quería pasar dos horas y media en su compañía. Su jefe, porque ahora le convenía pensar en su querido tío como jefe, lo había dispuesto así, y a ambos no les quedaba más que aceptarlo—, pero es lo que hay y es tu culpa además. Don Cristian, tu jefe para más referencia, dice que si deja que tú hagas el horario y dispongas de tus estudios como te plazca, va a ser una auténtica pérdida de tiempo y dinero. Y que si Isa se hace cargo, vas a encontrar la forma de convencerla y probablemente termines faltando a clases incluso. De todas las personas que trabajamos en esta empresa, yo soy la única que no va a tolerar tus tonterías y que cuenta con la formación para ayudarte con los estudios. Si te molesta, te aguantas, porque no es y jamás será la molestia que me provocas a mí. Segundo punto. El taller va a cancelar la totalidad de tu matrícula anual y descontará en doce cuotas aproximadamente el 40% de la misma…

—¡Eso sí que no!

—La cantidad exacta se determinará una vez que pueda liquidar el aporte del Estado a la capacitación de los trabajadores. El saldo resultante se dividirá en dos partes exactas, pagada una por la empresa y la otra por ti.

—¡No, no y no! —gritó Juan golpeando la mesa.

—Respecto de tu jornada libre, lamentablemente no podrá ser otra que el sábado en la tarde, aunque don Cristian confía en que puedas asignar algunas horas a tus estudios.

—¿Es que no me escuchas? Dije que no.

—Como nunca te dignas a hablar conmigo, no pienso escucharte ahora. Firma, dame mi copia y retírate de mi oficina —replicó Adriana pasándole los papeles—. Mañana tráeme la documentación del instituto para disponer del pago.

—¿Pero es que tú eres sorda? ¡Te dije que no! —exclamó Juan golpeando el escritorio de Adriana e inclinándose peligrosamente sobre ella.

Pero Adriana, ni tímida ni tranquila, se puso de pie, dio gracias porque sus tacos acortaban en mucho los casi veinte centímetros que Juan le sacaba y le plantó la cara.

—¡Jamás me digas sorda ni nada que se le parezca! —gritó—. Firma los papeles y haz lo que te digo. Si tienes algún problema, presenta tu queja por escrito y se analizará… si es que sabes escribir. Y de una vez, ándate de mi oficina.

—¿Es esto, acaso, una dictadura? —preguntó Juan entre dientes.

—¡Por supuesto!

Juan la miró por un tiempo demasiado largo. Adriana casi pierde el segundo juego del día, aquel que consistía en mirarse fijamente. Al final, fue él quien se movió, tomó un lápiz, firmó y caminó hasta la puerta.

—Permiso para retirarme, mi general —dijo cuadrando los hombros. Llevó una mano a su frente para imitar un saludo militar.

Adriana no le contestó, se limitó a sentarse y concentrar su mirada en el computador, aunque no entendía nada de lo que decía y ciertamente escribía puras tonteras mientras digitaba a toda velocidad, hasta que escuchó la puerta cerrándose suavemente.

Se inclinó en su silla, llevó las manos a los ojos y suspiró.

Iban a ser dos años muy, muy largos.

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CAPÍTULO DOS

—Lunes número uno de ciento cuatro —murmuró Adriana antes de salir de su oficina.

Eran exactamente las tres treinta de la tarde y de Juan ni rastro. Mientras bajaba la escalera, calculaba cuántos lunes, y todos los otros días, tendría que rebajar a su cuenta regresiva producto de las vacaciones, feriados y demás en el estilo.

Desde el comienzo supo que sería una prueba titánica eso de obligar a Juan a estudiar, pero tener que bajar a buscarlo era demasiado. Especialmente porque no había cruzado ni un saludo desde el día en que discutieran en su oficina.

Llegó al taller y lo vio con un cliente. Uno que era particularmente difícil de tratar y que siempre atendía porque era el único lo suficientemente paciente como para lidiar con él. Como excusa era buena. Y mucho. Pero Adriana no se amedrentaría ante la primera dificultad.

La suerte estuvo de su parte cuando el cliente se despidió de Juan y se alejó hacia su vehículo. Adriana caminó rápidamente para alcanzarlo antes que comenzara otro trabajo.

—Juan —llamó antes de llegar a su lado. Automáticamente, los hombros del joven se hundieron—. Juan —repitió Adriana porque él no había dejado de caminar.

—Voy a la ducha y subo, general —replicó Juan sin girarse a mirarla.

Adriana se devolvió sobre sus pasos sin detenerse ante nada hasta llegar a su oficina. Cuando, unos quince minutos después, Juan llegó con el pelo húmedo y con la fresca fragancia del jabón, ella ya había dispuesto de un libro, un cuaderno y un lápiz sobre la mesa. Le indicó que se sentara y comenzara a leer el libro.

—Es algo básico de teoría administrativa —explicó—. Si no entiendes algo, me preguntas. Yo voy a seguir trabajando.

—Sí, mi general —respondió Juan antes de meterse de cabeza en el libro.

Faltando diez minutos para las seis, Juan guardó el libro y se puso de pie.

—Permiso para retirarme, mi general —murmuró sin mirarla, aunque Adriana no se dio cuenta, ya que ella tampoco lo miraba.

—Faltan diez minutos aún —dijo mientras seguía digitando como si nada.

—Necesito tomar un café y comer algo antes de irme, gene…

—Hasta mañana entonces.

Al día siguiente, Adriana nuevamente tuvo que bajar a buscar a Juan. En esa ocasión, estaba con Isabel discutiendo quien sabe qué cosa.

—Si tengo que bajar todos los días a buscarte, voy a terminar llevándote de una oreja. No me hagas perder más tiempo —soltó de carrera, antes de volverse furiosa y caminar hasta su oficina. Lo que no impidió que escuchara su respuesta.

—Sí, mi general —Juan respondió suavemente, por lo que solo lo escucharon Adriana e Isabel, quien cometió el terrible crimen de reír, especialmente al ver como Juan se cuadraba a sus espaldas, en un perfecto saludo militar.

Cuando el mecánico llegó a la oficina de la contadora, golpeó y entró cuando se lo indicaron. Fue hasta su lugar y, antes de tomar el libro, tuvo que escuchar nuevas instrucciones.

—Si tienes algo que investigar de tus clases o alguna tarea, hazlo. De lo contrario, sigue con el mismo libro que leías ayer. En el termo hay café y un sándwich al lado. Cualquier cosa me preguntas, yo voy a seguir trabajando.

—Como diga, mi general.

Por supuesto que Juan no notó los labios apretados de Adriana. Ni Adriana notó que Juan ni siquiera se dignaba a mirarla.

Exactamente a las seis de la tarde, Juan cerró el libro y se puso de pie.

—Permiso para retirarme, mi general.

—Cierra la puerta cuando salgas —replicó Adriana y siguió trabajando como si nada.

El tercer día, Adriana no tuvo que bajar a buscar a Juan, ya que él se presentó con el pelo húmedo y fragante. La muchacha solo repitió las instrucciones y siguió trabajando. Nuevamente, a las seis exactas, Juan pidió permiso para retirarse. En esa ocasión, Adriana solo movió la cabeza a modo de despedida.

La incómoda rutina duró hasta la mitad de la segunda semana. Juan tenía que hacer una tarea y no sabía ni por donde partir, por lo que Adriana recibió, por primera vez, una pregunta directa.

—¿Dónde puedo encontrar algo del método científico?

Adriana se puso de pie, rebuscó entre los libros y sacó dos, incluso le pasó un cuaderno de sus apuntes y terminó con el consabido «cualquier cosa, me preguntas, yo sigo trabajando».

Una media hora después, Juan volvía a interrumpir su labor. Quería que revisara el trabajo antes de ir en búsqueda de algún computador para pasarlo en limpio.

—Que tonta soy, debí haber pensado en uno para ti —respondió Adriana poniéndose de pie—. Escríbelo acá mientras archivo estas facturas, después lo reviso. Mañana viene Javi a instalar los equipos nuevos, voy a pedirle que de los antiguos te arme uno.

—No es…

—Claro que sí. En el taller se va a disponer de un computador en red, yo quería otro en tu oficina, pero no se puede y de momento nos vamos a tener que conformar con uno refaccionado acá. Lo hablaré con Javi mañana.

—Pero…

—¿Qué haces ahí todavía? —espetó Adriana impaciente al ver que no se movía. «Nada nuevo bajo el sol», pensó, respirando profundamente antes de tomar las facturas y caminar hasta la oficina exterior donde estaban los archivadores.

Cuando volvió, presenció una escena que no supo si amar u odiar. Juan digitaba a dos dedos y con una velocidad tan espantosamente baja que terminaría tres días después. Algo en su corazón se removió y una tierna sonrisa se dibujó en su rostro cuando vio lo concentrado que estaba Juan y como recorría el teclado buscando las letras, con la lengua entre los dientes y su sonrisa satisfecha cada vez que conseguía terminar una frase.

—Déjame, sigo yo —indicó Adriana con más brusquedad de la que pretendía, a medida que se acercaba a su escritorio—. Tú, díctame, que no entiendo tu letra.

—No es necesario.

—Si el trabajo fuera para la próxima semana, no lo sería, pero como quedan veinte minutos para terminarlo, revisarlo y que comas algo antes de ir a clases, claro que lo es. Ya, muévete.

—Como diga, mi general —murmuró Juan cediendo el asiento a Adriana.

Después que Juan saliera de su oficina (pidiendo permiso para retirarse, por supuesto), Adriana se despaturró sobre la silla. Sus manos temblaban, los dedos dolían y su cabeza palpitaba.

Hacer un trabajo sobre el método científico había sido un juego de niños. Tener a Juan de pie a su lado, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, con su voz ronca y pausada dictando dicho trabajo había sido la prueba más dura de su vida.

Tomó la taza y bebió el último trago de café. Un café servido por Juan, entregado por él, rozando apenas las puntas de sus dedos, dejándola a ella en un estado calamitoso.

Por dos semanas siguieron aproximadamente así. Él llegaba puntualmente a las tres y media de la tarde y se ponía a estudiar o a hacer una investigación, trabajo o tarea. Como no sabía mucho de manejar procesadores y menos planillas electrónicas, Adriana se tomó una tarde para enseñarle al menos lo básico. Cuando faltaban unos quince minutos para las seis, Juan le pasaba a Adriana lo que fuera que necesitara revisión, bebían café y comían algo mientras ella leía. Eran quince minutos de relativa calma. Relativa, porque Adriana hacía lo que mejor se le daba, según ella: corregir a alguien. Y si ese alguien era Juan, mejor. Después, él pedía permiso para retirarse, sumiendo a Adriana en el mutismo absoluto una vez más.

Al cabo de un mes, Juan tuvo la primera ronda de pruebas. Los resultados lo dejaron muy satisfecho, lo mismo que a su jefe y a su mejor amiga. Adriana, por su parte, encontró tantos defectos en las evaluaciones que declaró un milagro las calificaciones obtenidas.

—Como usted diga, mi general —aceptó Juan cuando ella terminó su discurso no motivacional.

El mecánico se sentó tranquilamente, sin alegar nada, lo que molestó mucho a Adriana. «Ni siquiera se sabe defender», pensó mirándolo de reojo, concentrado como siempre en sus tareas.

Esa tarde, la interrupción fue mucho antes y peor aún, no directamente relacionado con sus estudios.

—Necesito pedirte un favor —dijo Juan de pronto, interrumpiendo la letanía de Adriana: repetir una larga lista de motivos por los que no podía gustarle un tipo tan simplón como Juan. De hecho, simplón encabezaba la lista.

—Tú dirás —respondió Adriana sin mirarlo.

—Es… complicado…

—Suéltalo de una vez, no tengo tiempo para perder.

—Lo siento, se lo pediría a Isabel si pensara que ella puede ayudarme.

—Dime —pidió Adriana, girando para mirarlo. Nada pudo despertar más su curiosidad ni su espíritu competitivo que la posibilidad de hacer algo que Isabel no podía.

—Es… bueno, vi mi liquidación de sueldo y…

—Te parece excesivo el descuento de tu matrícula.

—Al contrario. Pensaba que sería más.

—¿Tengo que demostrarte que mis cálculos son los correctos? —Adriana se irguió en su asiento, dispuesta para la batalla.

—No, es que… bueno, cuando hablamos de financiamiento compartido con don Cristian, acordamos que sería 90-10.

—Era 90-10… 90 el taller y 10 tú —explicó Adriana, creyendo saber para donde se dirigía la conversación.

Juan golpeó la mesa con el puño, se mesó el pelo y respiró profundamente. Adriana se admiró por el control que era capaz de ejercer sobre sus emociones. Un minuto estaba muy molesto y al siguiente era el mismo calmado y paciente mecánico de siempre.

—Yo me quedé tranquilo porque, según mis cálculos, el aumento de sueldo era aproximadamente el 90% de lo que costarían mis estudios y creí que, con la lógica retorcida que solo puede tener un Soublette, me estaban pagando los estudios de manera solapada. Y ahora me encuentro con que no, que me suben el sueldo y, además, me pagan los estudios.

—¿Y te estás quejando? —preguntó Adriana que no tenía ninguna clase de control sobre ella misma—, porque déjame decirte que me costó este mundo y el siguiente convencer a don Cristian de dejarte pagar la mitad.

—¿Cómo? —Juan se puso de pie, perdiendo nuevamente la calma. Incluso se acercó un paso más a Adriana—. ¿Qué quiere decir eso?

—Antes que don Cristian me pidiera hacer los anexos y todo, Isa me contó lo que él pretendía. Aunque solo de tus estudios, la muy rata, nada de mi implicación en ellos. Y me comentó que no sabía cómo conseguir que desistiera de pagar la totalidad de la matrícula, porque seguramente a ti no te iba a gustar nada. Ahora me doy cuenta de que me lo comentó porque suponía todo lo que iba a pasar.

—Soublette de cabo a rabo —masculló Juan entre tierno y exasperado.

—Y yo que pensaba que Fran era la más manipuladora por haber sido criada bajo el amparo de la abuela Anunciación.

—La abuela Inquisición le decía Ismael. —En ese momento, pasó algo totalmente ajeno a ellos. Por uno o dos segundos se miraron y sonrieron—. ¿No hay manera de aumentar mi pago?

—No esperarás que le mienta a mi tío Cristian, ¿o sí?

—No, pero… —Juan no se sentó, sino que se hundió en la silla—. En fin, eso es lo que me gano por tratar a las niñas como si fueran mis hermanas.

—Eso es lo que te ganas por quedarte tanto tiempo bajo el radar de Cristian Soublette y su manía

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