Mariposa de fuego (Mariposas negras 2)

Concha Álvarez

Fragmento

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PRÓLOGO

«Los ángeles caídos serán desterrados del Purgatorio, la Tierra, si incumplen los preceptos de Dios. Perderán las alas y arderán en el fuego del averno, condenados a ser sombras por toda la eternidad». Libro II, Cap.1, Vers. 2 del Libro de los ángeles defensores de Dios.

Gerard prefería no sentir nada a esa insufrible soledad que le pesaba sobre los hombros desde la niñez y presionaba su cuello como una soga.

El encargo de Lucien le había proporcionado la oportunidad de librarse de Gabriel y adormecer esa sensación que lo volvía vulnerable. Quizás habría aceptado, si no se la hubiera brindado Gabriel, pero cada día le costaba más seguir adelante. Durante mucho tiempo, odiar a Denis le había proporcionado un motivo para vivir. Ahora, incluso ese motivo se había desvanecido gracias a Lucien. Su hermano le había jurado por la memoria de su madre y acompañado de numerosas advertencias que, si intentaba acercarse a Denis o a Sara, le arrancaría las alas, pluma a pluma. Sus amenazas no le importaban, pero su querido hermano ignoraba que había perdido sus ansias de venganza al darse cuenta de que Sara no era Casandra y Denis solo un humano enamorado. Destruirlos ya no supondría ninguna diversión. No reconocería ni ante Lucien ni ante sí mismo que en el fondo los envidiaba. Hubiera dado las alas por ser el destinatario de ese amor. Él nunca experimentaría algo similar. Ni siquiera de niño supo qué era ser amado. Recordar su infancia aumentó su malhumor. El orfanato, el hambre, la suciedad eran recuerdos amargos. Sus hermanos nunca comprendieron la lucha interior que lo carcomía por dentro. No podía confiar en nadie, porque tarde o temprano lo traicionarían. Sus ganas de disfrutar de los placeres de la vida no venían impuestas por un carácter mundano, sino por todas las necesidades a las que lo habían sometido en su más tierna infancia. Había aprendido con apenas tres años que la calle tenía sus propias leyes, unas leyes imposibles de romper. El pago por incumplirlas era un cuerpo repleto de verdugones y un estómago vacío. Pero sus queridos hermanos nunca entendieron esa parte de él. Se habían criado entre encajes, amor y cuidados. Mientras que Gerard solo recibió desprecio y burlas. Ser el hijo bastardo de un conde y una criada que murió al darle a luz supuso un duro aprendizaje. Ni siquiera cuando se convirtió en un hombre se libró de las miradas despreciativas; sin embargo, las que no soportaba eran las compasivas. Por eso, cuando apareció Casandra, para él fue como un rayo de luz en su vida. Una esperanza para su salvación. Ella no lo miraba de ninguna de esas maneras, solo con admiración y deseo. Creyó que le facilitaría un trozo de pastel de esa tarta que todos llamaban felicidad, pero los monstruos no pueden ser felices.

Apuró la copa y se sirvió otra y, esta vez, sus pensamientos se desviaron al viejo comandante. Gabriel haría lo imposible por saber por qué no había perdido las alas después de matar a un inmune. Él se hacía la misma pregunta. La diferencia entre ambos residía en que a Gerard le daba igual si se trataba de un castigo o un milagro. No se dejaría diseccionar en un laboratorio para que lo averiguara aquella panda de lunáticos.

Contempló a la rubia que movía las caderas encima del escenario. Bebió de un solo trago el whisky de tercera categoría que le quemó las entrañas mientras miraba el perfecto cuerpo de la bailarina. Cuando la música terminó, la chica se bajó del escenario y se acercó a él.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó.

—El que tú quieras, preciosa.

—Te llamaré Lucifer —rio como si pronunciara una broma que solo ella entendía—. Me gusta lo esotérico —aclaró, y bebió de su copa. El pintalabios de la rubia marcó el filo del vaso.

—A mí también.

En los ojos de Gerard se apreció una enigmática sonrisa al pensar cómo reaccionaría si supiera lo cerca que estaba de un auténtico ser maligno.

—Lucifer, esta noche te enseñaré cómo de divertido es el infierno.

La curiosidad sobre lo que tenía que ofrecerle llamó su atención, pero la conversación se interrumpió a causa de la aparición de cuatro ángeles. Sus antiguos amigos se apoyaron en la barra para no llamar la atención del resto de clientes.

—Querida, deberá ser en otro momento —dijo Gerard, y la besó.

La joven lamentó que la situación acabara de aquella manera. Ese hombre le gustaba y hacía mucho que deseaba disfrutar y no fingir el placer. Se giró con la intención de descubrir qué había llamado la atención de su particular Lucifer. Llevaba el tiempo suficiente en ese mundo para advertir que los cuatro hombres de la barra habían acabado con su pequeña fiesta.

—Puedo llamar a…

—Será mejor que no lo hagas —le interrumpió Gerard, empujándola con suavidad hacia la salida.

Cuando la rubia desapareció, se mantuvo alerta, a la espera de ver qué harían sus cuatro amigos. Sin disimular cuáles eran sus intenciones, lo rodearon. Antes, ordenaron a todos los clientes y empleados de aquel antro que se marcharan.

—Gabriel quiere verte —dijo uno de ellos. Aparentaba unos cincuenta años humanos y sus subalternos lo llamaban Samuel.

—¿Por qué no ha venido él? —Su tono altanero enardeció al ángel.

—Acompáñanos o…

—… o piensas obligarme. ¿Crees que eso me preocupa?

El caído crujió uno a uno los dedos en una clara advertencia de que no se rendiría con facilidad. Pronto les enseñaría a esas marionetas de Gabriel que ya no obedecía ninguna orden divina. Con un gesto de la mano les indicó que actuaran. Se trataba de una provocación y, salvo el jefe de los ángeles, ninguno resistió la invitación del caído. Gerard era un gran soldado, había sido uno de los mejores. Después de varios golpes y zarpazos, dos de sus antiguos compañeros terminaron en el suelo. Ninguno de ellos reanudaría la pelea. Samuel esperó paciente, en la retaguardia, hasta asestarle un golpe definitivo que lo dejó inconsciente.

—¡Maldito bastardo! —gritó, dándole una patada en las costillas.

El único ángel que había aguantado el ataque de Chevalier desenvainó la espada de fuego dispuesto a cortarle las alas, pero Samuel gritó:

—¡Detente! El comandante lo quiere de una pieza.

***

Gabriel observó el paisaje de la campiña inglesa. Al arcángel nunca le habían gustado sus valles ni ese tiempo lluvioso y frío. Su único aliciente era que se trataba de un lugar tranquilo y solitario, lejos de los ojos curiosos de los humanos. La puerta se abrió y dos jóvenes ángeles lanzaron al suelo a Chevalier. El prisionero se levantó con dificultad sin decir una palabra.

—Me alegro de verte con tan buena cara —lo saludó el comandante.

Gerard esbozó una sonrisa y con la palma de la mano se limpió la sangre de la mejilla.

—Lamento no decir lo mismo —respondió el joven caído—, pero eso ya lo sabes.

El arcángel emitió una carcajada. Aquel infame aún mantenía su sentido del humor intacto y era tan ácido como recordaba. Lamentaba haber perdido a un guerrero de su valía; habría sido un buen oficial con el carisma suficiente para que los hombres le siguieran hasta el mismo infierno.

—Debemos averiguar por qué eres un hijo de puta con tanta suerte. ¿No crees?

Sus palabras obligaron a Gerard a mostrar una mueca desagradable en el rostro. Dos de los ángeles, que habían permanecido junto al comandante, avanzaron hacia él.

—Señor —dijo uno de ellos—, Sariel aguarda que le entreguemos al prisionero.

Gabriel asintió con cierta nota de resignación. Todos conocían los métodos interrogativos del arcángel. Tarde o temprano averiguaría las razones que habían llevado a Gerard a conservar las alas. En cierta manera, lamentaba que en dicho proceso, el joven que tanto le recordaba a él, no sobreviviera.

Seis horas más tarde, uno de sus subalternos entró en su despacho con la cara congestionada por la angustia. Se le veía impaciente y respiraba con dificultad.

—¿Por qué interrumpes mi estudio? —preguntó con furia, apenas contenida.

—Es el prisionero —dijo, tras un instante de vacilación.

—¿Sariel ha averiguado ya por qué mantiene las alas?

—Señor… bueno… el caso es que… —dudó el ángel.

—Habla —le ordenó a punto de perder la paciencia.

—Ha escapado —dijo, y tragó saliva, temeroso de la reacción de su superior.

—¿Cómo es posible? —gritó, y Gabriel golpeó la mesa con los puños—. ¿Y Sariel?

El ángel, avergonzado, bajó la cabeza a modo de respuesta.

—Ella, bueno… estaba… él y ella…

Gabriel no pidió ninguna otra explicación. Ese bastardo sabía muy bien cómo seducir a una mujer, incluso si esta era un arcángel. Su risa sustituyó a la rabia. El joven ángel, desconcertado por el comportamiento de su jefe, se retorció, todavía más nervioso, las manos. Mientras, el comandante colocaba las suyas tras la espalda y se acercaba a la ventana. Reconoció a su pesar que Chevalier siempre era un digno contrincante.

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I

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Una difícil decisión

«No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas».

Lucio Anneo Séneca

«Nunca cuentes nuestro secreto». Esas fueron las últimas palabras que su abuela pronunció antes de morir. De eso hacía más de cinco años y había cumplido su promesa. Nadie comprendería su don, un don maldito que la condenaba a ser un monstruo.

Faltaban dos semanas para Navidad. La mayoría de los escaparates colgaban los adornos navideños y las luces iluminarían las calles. Desde que faltaba su abuela y su madre había sucumbido a esa terrible enfermedad, eran días tristes para Alis. Se sirvió un café, observó a través de la ventana la lluvia y miró el reloj. No tenía mucho tiempo para preparar el desayuno de su madre. Había empeorado en los dos últimos años. Hasta el último ingreso en el hospital, mantuvo la esperanza de que algún tratamiento o fármaco la ayudara a mejorar, pero todos los médicos coincidieron en sus diagnósticos. Su enfermedad la consumía cada vez más deprisa. Había un tratamiento experimental, pero tan costoso que ni siquiera podía planteárselo. Le preparó las tostadas como le gustaban y un té fuerte. Seguía comprándole el periódico, aunque ya no sabía leer. Miró la fotografía que colgaba en la pared, se la hizo un amigo hacía cinco años. Estaba tan alegre que le entristeció pensar que ni siquiera la reconocía. A veces, tenía ciertos momentos de lucidez y se ilusionaba al creer que la recordaba, pero eran ya muy pocas ocasiones en las que recuperaba el entendimiento. Casi había terminado de vestirla cuando sonó el timbre.

Alis había conseguido una asistencia gratuita a través de los servicios sociales. Se llamaba Alaiha. Era una mujer pakistaní que apenas hablaba su idioma. Le dibujó las instrucciones que esa mañana debía seguir para atenderla, mientras mordisqueaba una tostada. Se las entregó y se apresuró a salir o perdería el tren que la llevaría a la ciudad y el autobús de la facultad. Vivir en Anglesey hacía todo mucho más complicado. En ese pueblo de Gales no había hospitales, ni institutos y, menos aún, universidades. Tan solo existían un viejo faro, unos acantilados, playas solitarias habitadas por gaviotas y un cementerio con antiguas tumbas olvidadas. Desde niña soñaba con convertirse en médico, un sueño que no cumpliría. Ahora, se conformaba con ahorrar lo suficiente para estudiar el segundo año de enfermería, si terminaba el primero sin sucumbir agotada al empleo de camarera en el restaurante en el que trabajaba tras las clases. En su mochila guardaba el uniforme. Odiaba esa falda plisada, el delantal y la blusa. La encargada le pidió que vistiera de manera más insinuante. Según su jefa, una chica guapa, joven y libre como Alis atraería a muchos clientes masculinos al restaurante. Algunos de esos clientes intentaban propasarse y nunca dejaban mejores propinas que los que no se fijaban en su escote. Sin embargo, no había conseguido ningún otro trabajo y los ahorros de la abuela se habían dilapidado en gastos médicos. Se bajó del autobús de un salto. Las viejas zapatillas de deporte ya no la protegían del agua y notó la humedad en los dedos.

Marian la esperaba en las escaleras del edificio de enfermería. Resistía la lluvia bajo un paraguas naranja que destacaba sobre cualquier otro. El pelo rubio caía a su espalda en una gruesa trenza. La saludó con la mano cuando la vio acercarse, intentando sortear los charcos más grandes.

—¡Joder! ¿Te has dormido? —preguntó, malhumorada.

Llegarían tarde a clase y ya tenían varias notas de impuntualidad. Marian, en un gesto de solidaridad con Alis, siempre la esperaba.

—No me he dormido —se defendió—. Olvidas que tengo que coger un tren y un autobús. Además, Alaiha se ha retrasado. Ya sabes que no puedo dejar sola a mi madre.

Marian suavizó su gesto enfadado al escuchar las palabras de Alis. Cerró el paraguas y se adentraron en el edificio. Su amiga llevaba una carga tan pesada que, a veces, ni siquiera ella soportaba escuchar su triste existencia. Eso le recordó que tenía que contarle una noticia que solucionaría, en parte, sus problemas. Se dieron prisa en ocupar los asientos en el aula; mientras empezaba la clase Marian sacó de su bolsillo una tarjeta.

—Alis, esto es para ti —dijo con un entusiasmo infantil. Su amiga la miró sin comprender y Marian le explicó—: Es una empresa que contrata a chicas para trabajar.

—¿Una empresa de qué? —preguntó con desconfianza en la voz.

—Espero que no te enfades —vaciló Marian. Alis arqueó una ceja. Conocía la poca cordura que habitaba en el cerebro de su amiga. Sus intenciones eran buenas, pero era mucho más seguro razonar sus ideas antes que lanzarse de lleno a ellas—. Es una empresa de contactos —terminó por confesar.

—¿Qué? —preguntó incrédula—. ¿Quieres que me haga prostituta?

—¡No seas tonta! ¡Claro que no! —exclamó Marian ofendida, y bajó la voz para que ningún compañero de clase la escuchara—. Ofrecen un servicio a gente que no consigue una cita y tienen que asistir a una boda, bautizo o cualquier reunión familiar y están hartos de que todos tengan a una chica guapa a su lado menos ellos.

—¿Dónde has conseguido esto? —preguntó Alis también en voz baja.

—Mi prima trabaja para ellos en Liverpool. Me dijo que lo intentara, pero yo no sirvo para fingir que alguien me importa ni que me cae bien. Pensé que este trabajo te ayudaría este mes.

—Gracias —se obligó a decir, avergonzada.

Le ofendía que pensara que era capaz de venderse con tal de ganar dinero. El problema, reconoció a su pesar, era que tenía razón. Debía conseguir cuatrocientas libras para final de mes o no podría pagar el alquiler. Su madre había sufrido otra recaída y la paga del restaurante sufragó todos los costes médicos. Se guardó la tarjeta en el bolsillo del anorak y abrió la libreta. Alis no dejaba de darle vueltas a la idea de Marian, mientras la voz monótona y cansada de la profesora relataba los pormenores de los músculos y nervios que formaban una pierna.

—¿No es necesario tener referencias para trabajar en esta empresa? —susurró Alis.

—Sí, eso dicen —contestó, y le guiñó un ojo—: Mi prima les ha mentido. Y no hacen demasiadas preguntas sobre tu edad si eres guapa.

—¿Cuánto le pagan a tu prima por acompañar a un cliente?

—Cien libras por cita —contestó Marian con una sonrisa—. Tú pones la ropa y demás complementos, pero yo te prestaría lo que necesites.

—Pero… —dudó.

—Sé lo que piensas —le susurró de nuevo Marian al oído—. Nadie puede tocarte. No hay nada sexual en todo esto. De todas maneras, mi prima toma precauciones. En su bolso lleva todo un equipo de autodefensa y tú harás lo mismo.

—Señorita Holstein y señorita Ferregan —dijo la señora MacGregor. Se ajustó las gafas sobre la nariz y esperó a que sus alumnos le prestaran atención antes de decir—: Veo que a ninguna de las dos les interesa mi clase. Espero con emoción leer el trabajo que traerán la semana que viene sobre el sistema cardiovascular y los nuevos avances al respecto.

—Señora MacGregor… —protestó Marian.

La cara seria de la profesora acalló sus protestas. En cambio, Alis no escuchó qué le decía, no dejaba de pensar en la tarjeta de Young Contact.

Dos horas más tarde, recogía dos mesas y servía cinco cafés con cuatro tartas de manzana. Gracias a un cliente de apenas cinco años, que había derramado su batido de fresa, fregaba el suelo. Al terminar su turno se encaminó a la biblioteca. El silencio le agradaba. Agotada, abrió el libro de anatomía, dispuesta a empezar el trabajo de la señora MacGregor. Media hora después, ni siquiera recordaba haberlo abierto. Era incapaz de concentrarse y solo pensaba en esa empresa de contactos. «¡Es una locura, Alis ni se te ocurra hacerlo!», se regañó. La verdad era que estaba desesperada. Cerró de un golpe el cuaderno y llamó al número de la tarjeta.

—Young Contac, ¿en qué puedo ayudarle? —respondió una voz de mujer, demasiado sensual para que la mente de Alis no imaginara ciertas escenas.

—Buenos días, una amiga me ha facilitado este número. Me ha dicho que buscan personal para trabajar.

—Sí, es correcto —contestó la mujer al otro lado de la línea—. Si está interesada en formar parte de nuestra empresa envíenos una fotografía y sus datos personales al siguiente correo electrónico: youngcontac@youngcontac.es. ¿Lo ha anotado?

—Sí, he anotado todos los datos —respondió Alis.

—Una vez lo recibamos, nos pondremos en contacto con usted y, si es aceptada, le explicaremos las condiciones, salario y horarios de trabajo.

—Gracias.

—Gracias a usted por llamarnos. Buenos días.

Alis colgó el teléfono sin saber muy bien dónde se metía. Durante unos minutos, escuchó el sonido alocado de su corazón. Su instinto le advertía que ese trabajo solo le daría problemas, pero su mente lo acalló alegando que tendría muchos más si no pagaba el alquiler. Emitió un suspiro y decidió que guardaría sus escrúpulos en el fondo de su mente.

Necesitaba ayuda para conseguir el empleo. Lo más atractivo que había en su armario era una camisa de cuadros. Las manos de Marian harían el milagro de transformarla en una mariposa y desterrar a la crisálida en la que se había convertido. Decidida, avanzó hacia su nuevo destino.

***

La madre de Marian le abrió la puerta. Anna Ferregan había asistido al mismo colegio y también al instituto en el que estudió la suya. Era una mujer d

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