1
El torneo
El aire era frío. Lorenzo inspiró profundamente. Montado en Folgore sentía crecer la tensión. Su querido corcel, de lomos color carbón, lustroso y brillante, traicionaba su nerviosismo golpeando con los cascos el pavimento de la plaza. Giraba sobre sí mismo y Lorenzo lo contenía con esfuerzo.
Un murmullo se elevó como una plegaria desde las gradas y desde los palcos de madera. Los suspiros llovían desde las galerías y los balcones, desde las ventanas y los porches. Los ojos de Lorenzo buscaron los de Lucrecia. Ese día, la noble Donati llevaba un atuendo magnífico: la sobreveste era de color añil y parecía difuminarse en sus iris de obsidiana. La gamurra de color gris perla estaba salpicada de gemas e insinuaba con vehemencia la curva del pecho. Envuelta en una estola de piel de zorro blanca que le rodeaba los hermosos hombros claros, Lucrecia lucía en un peinado bellísimo la masa rebelde de cabellos negros que parecían olas de un mar nocturno.
Lorenzo se preguntó si ese día lograría rendirle honores.
Se llevó la mano al echarpe que le rodeaba el cuello. Lucrecia lo había bordado para él con sus propias manos. Inspiró el perfume de aciano y le pareció un abrazo celestial.
Por un momento, su mente corrió hacia los instantes anteriores: la llegada al torneo; su hermano Giuliano, espléndido con su jubón verde, y por último su compañía de doscientos hombres, vestidos con los colores de la primavera como si quisieran apaciguar el ánimo guerrero de una ciudad que hasta el día anterior estaba anegada de sangre y corrupción. Una ciudad que Piero de Médici, su padre, aunque con la salud socavada y devorado por la gota, había logrado, con esfuerzo y admirable compromiso, salvar de las familias rebeldes, aquellas que conspiraban en la sombra contra los Médici y que, en varias ocasiones, habían tendido trampas y emboscadas. Había entregado a Lorenzo una república cansada, agotada, al borde del colapso, que luchaba por encontrarse a sí misma.
Pero ese día, suspendida entre la sangre y el tormento, había llegado la fiesta de la justa, el torneo celebrado en honor a los esponsales de Braccio Martelli, buen amigo de Lorenzo; un evento que había costado la fortuna de diez mil florines, que lavarían temores y resentimientos al menos por algún tiempo.
Lorenzo miró ante sí: vio la barrera de madera que corría hasta el lado opuesto de la plaza. Y al fondo, encerrado en su armadura de placas metálicas, Pier Soderini. La estrecha celada pareció aún más amenazante con la visera ya caída. El brazo se inclinó para sostener la larga lanza de madera de fresno.
La multitud rugía ahora; las voces sonaban ensordecedoras en el embudo de la plaza Santa Croce.
Lorenzo comprobó una última vez su escudo. Vio, reflejados en un charco, los colores de los Médici que adornaban la gualdrapa de su corcel: los cinco roeles rojos, y un sexto en lo alto con el lirio, concesión del rey de Francia como símbolo de nobleza. Campaban amenazadores como un estandarte infernal.
Toda aquella responsabilidad y aquella espera lo estaban haciendo enloquecer.
Se encajó la visera mientras el mundo frente a él se transformaba en una línea gélida. Puso lanza en ristre y picó espuelas.
Sin dilación, su caballo partió más veloz que un vendaval y se arrojó como una marea palpitante y viva contra Pier Soderini.
Lorenzo sentía los poderosos músculos del caballo agitarse, la gualdrapa salpicada de barro sacudiéndose en el aire. Apuntó con la lanza. Soderini apenas acababa de salir cuando él ya había recorrido casi la mitad de la distancia. Levantó el escudo para protegerse mejor y cruzó la larga lanza de madera de fresno esperando dar en el blanco.
La multitud contenía el aliento.
Desde el palco de madera, Lucrecia clavaba sus ojos en Lorenzo. No tenía miedo; solo quería grabar en su mente ese momento. Sabía cuánto se había preparado su amado para aquel torneo y conocía su extraordinario valor. Lo había demostrado ya. Y aunque se había prometido a Clarice Orsini, la noble dama romana que su madre había elegido para él, aquel día no le importaba en absoluto. No se preocupaba tampoco de esconder su pasión por él.
Como tampoco se preocupaban ni Florencia ni su gente, que miraban a la pareja de amantes con indulgencia, si no con alegría, porque no podían soportar que el hombre designado para dirigir el señorío, con la complicidad de su madre hubiera elegido como esposa a una romana, aunque fuera de noble linaje.
Pero ese día no había tiempo para perderse en tales argumentos. Las fosas nasales de los caballos desprendían vapor azul en el aire helado, las placas de acero templado de las armaduras resplandecían, banderines y banderas se agitaban en un derroche de color.
Y, finalmente, llegó el impacto.
Fue un fragor de trueno, una embestida de madera y acero. La lanza de Lorenzo halló una fisura invisible en la guardia de Pier Soderini y lo golpeó en la placa pectoral de la coraza. La lanza de fresno se hizo pedazos y, por efecto del golpe, Soderini se vio lanzado hacia atrás y arrancado de la silla de montar.
Aterrizó con gran estruendo en la plaza mientras Lorenzo proseguía su carrera. Folgore galopó indómito para luego detenerse en el límite de su trayectoria, encabritándose y agitando las patas en una tempestad de bufidos.
Cuando Lorenzo llegó al final del recorrido, la gente estalló en un grito de estupor con un instante de retraso, como si Folgore les hubiera robado tiempo a todos gracias a su proverbial velocidad. Inmediatamente después, la multitud rugió de entusiasmo y lanzó gritos de júbilo. Los partidarios de Médici chillaron hasta partirse la garganta, los hombres le dedicaron un atronador aplauso y las mujeres se deshicieron en sonrisas y suspiros.
Lorenzo todavía no daba crédito. No se había dado cuenta de lo que había ocurrido, puesto que todo había sucedido con tal rapidez que los había tomado por sorpresa a todos, y a él el primero.
Asistentes y escuderos se estaban ya apresurando a prestar los primeros auxilios a Pier Soderini, quien, por otro lado, debía de hallarse aún entero, puesto que se estaba poniendo en pie. Se había quitado el casco y, con el rostro colorado, meneaba la cabeza, un poco por incomodidad y otro tanto por incredulidad.
¡Lo había golpeado de lleno!
Lucrecia se llevó al pecho la mano y su hermoso rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente.
Lorenzo se quitó el yelmo y los guantes de hierro. Tocó casi instintivamente el echarpe. Sintió el perfume de ella, embriagador y ligero, y, sin embargo, lleno de promesas.
Sentía hacia aquella mujer un amor ardiente, una pasión que intentaba expresar a través de torpes sonetos. Muchos juzgaban que aquellas composiciones eran magníficas, pero él sabía que ni todas las palabras del mundo serían capaces de hacer justicia a lo que albergaba su pecho.
Se sentía tan vivo... Cuando los ojos de Lucrecia se posaron en él, le pareció que lo bendecían aquellas largas pestañas de color ónice y aquellos iris que parecían querer atrapar la sombra. No había nada más hermoso. Nada de lo que él tuviera memoria.
La gente pareció captar aquel sutil juego de miradas y gestos y estalló en un segundo aplauso todavía más abrumador que el primero.
Florencia lo amaba. Y también Lucrecia. Ella no le dedicó más que un instante, pero Lorenzo se sumergió en aquel suspiro de infinito que era su mirada, y comprendió. Comprendió que la amaría solamente a ella y que, aunque su madre ya hubiera elegido para él a una esposa romana, una dama noble que garantizaría alianzas y acuerdos útiles para la familia, él guardaría su corazón para una sola mujer: Lucrecia.
Mientras estaba absorto en tales pensamientos, el heraldo comunicó el resultado de la batalla.
Con aquel éxito, obtenido de manera tan evidente, Lorenzo era proclamado vencedor del torneo. Nobles amigos y dignatarios parecían no esperar otra cosa. Braccio Martelli fue el primero en saltar del palco y felicitarlo. Corrió hasta el lugar en que los escuderos lo ayudaban a bajar del caballo y le retiraban el peto y los quijotes, preparándolo para recoger el aplauso que la multitud le otorgaba.
Braccio estaba tan contento que empezó a cantar su nombre.
La multitud respondió.
Giuliano, el menor de los dos Médici, sonreía desde la tribuna más alta. Era alto y elegante, de rasgos sutiles y refinados, bien diferentes de los de su hermano mayor, más fuertes y marcados.
Lucrecia dejó escapar un grito de admiración y, aún no satisfecha de haber causado suficiente escándalo, simuló un beso y lanzó a su campeón un pañuelito de lino finísimo.
Lorenzo lo tomó en sus manos. La esencia de aciano casi lo embargaba. La ciudad se cerró en un abrazo en torno a su hijo predilecto.
Sin embargo, en toda aquella animada multitud, una extraña figura se sacudía, oscilante como la antena de un insecto.
Tenía la figura y las facciones cambiantes de un joven, de hermoso aspecto por añadidura. Pero algo en la sonrisa que le curvaba los labios sutiles y rojos de sangre desentonaba de modo horrible.
Pronto, pensaba aquel espectador silencioso, toda aquella armonía terminaría hecha pedazos.
2
Riario
Su tío tenía toda la razón.
Y su tío pronto se convertiría en papa. No había duda alguna al respecto: era solo cuestión de tiempo.
Girolamo Riario miró al muchacho. Tenía unos profundos ojos azules y el pelo de color caoba. Dos labios sutiles dibujaban una sonrisa cruel en su rostro.
Intuía en él una pérfida crueldad, apenas oculta en rasgos atractivos, pero afilados hasta el punto de resultar cortantes.
Suspiró.
La sombra de un proyecto le consumía la mente: no estaba totalmente concebido y, en realidad, tenía mucho de hipótesis incierta, apenas anhelada y, con toda probabilidad, de difícil implementación. Aun así, no desesperaba.
La motivación era lo más importante que un hombre podría tener. Y el joven que estaba enfrente de él ya tenía bastante. Y de probada seriedad.
Girolamo se apartó un largo mechón de pelo. Sus ojos grises brillaron. Sabía que aquella pequeña serpiente poseía una inteligencia diabólica, y él no quería cometer ningún error por imprudencia excesiva.
—¿Estás seguro de todo lo que afirmas?
—No tengo ninguna duda, mi señor —respondió el muchacho.
—¿Y los has visto?
—Como ahora os veo a vos. Toda Florencia ha aplaudido aquellas miradas.
¡Ya! El amor de Lorenzo de Médici por Lucrecia Donati no era ciertamente un secreto. Y aunque pudiera resultar un inconveniente, no era tan reprobable. No abiertamente, en todo caso. Desde luego, a su tío no le agradaría. Y quizá tampoco al papa, pero eso no era una novedad, y una mirada era demasiado poco para una excomunión. Además, los matrimonios de conveniencia eran una costumbre, y el hecho de que Lorenzo alimentara un amor, fuera cortés o carnal, por la joven Donati no significaba nada. De hecho, su ciudad apoyaba abiertamente aquella infidelidad virtual.
«Malditos florentinos», pensó.
—¿Qué más has visto?
—Florencia, mi señor.
Girolamo enarcó una ceja.
—¿Florencia?
—La ciudad venera a ese hombre.
—¿Lo dices en serio?
—Me duele admitirlo, pero así es.
Riario suspiró. De nuevo. Tenía que hacer algo. Sí, pero ¿qué? ¿Estaba seguro de que la idea que acariciaba era tan ingeniosa?
—Habla con Giovanni de Diotisalvi Neroni.
—¿El arzobispo de Florencia, mi señor?
—¿Quién, si no?
—Naturalmente. Pero, si me lo permitís... ¿Con qué objetivo? —dijo amagando una sonrisa de las suyas.
La pregunta, por otro lado, era legítima. Girolamo se lo habría comido crudo. ¿Cómo osaba? Por otra parte, quedaba la curiosidad. ¿Qué hubiera podido responderle? Se devanó los sesos. Esa dichosa manía suya de hablar demasiado. ¿Por qué había nombrado a Giovanni de Diotisalvi Neroni? Había dicho esas palabras en espera de una inspiración, una sugerencia, un destello de genialidad.
Nada.
Sentía muchísima energía dentro de sí, pero era lo suficientemente inteligente para darse cuenta de que las ideas brillantes no eran lo suyo. No como le habría gustado. Las mejores eran aquellas que procedían, providentes y puntuales, de la mente diabólica de aquel muchacho. Ya lo había comprobado en el pasado.
De todas formas, Neroni podría tomarle el pulso a la situación. Sin duda, mejor que él, que se hallaba entre Savona y Treviso en espera de que su tío ascendiera al trono papal.
—Por lo menos conocer mejor los estados de ánimo de la nobleza y lograr entender las frustraciones de los enemigos de los Médici. —Un pensamiento lúcido, perfecto, nítido como el filo de un cuchillo.
—¿Me permitís una sugerencia? —prosiguió aquel infernal muchacho.
Riario asintió.
No sabía hasta dónde lo llevaría esa conversación, pero si llegara a idear un plan para quitarse de en medio a los Médici, un plan perfecto, impecable, entonces aquel sería un momento para recordar, ya que, para ser sinceros, era justamente todo lo que andaba buscando.
—Te escucho —alentó.
El joven pareció concentrarse.
—Bien, la idea de tantear el terreno es fascinante, mi señor... Brillante, me atrevería a decir...
—¡Al grano! —atajó Riario.
—De acuerdo. Ahora bien, si, como vos justamente sostenéis, Giovanni de Diotisalvi Neroni, arzobispo de Florencia, está en condiciones de identificar la familia más potente y contraria a los partidarios de los Médici, podría entonces ser aconsejable azuzarlos para que se esfuercen en planificar una conspiración contra Lorenzo; un proyecto criminal para conseguir su exilio y el de su hermano. La sangre no es nunca una buena idea, pero el confinamiento, el alejamiento, como ya ocurrió con su abuelo Cosimo, podría ser la solución ideal.
—¿Estás convencido? —preguntó Girolamo.
—Totalmente. Ved, mi señor: Lorenzo es, en cierto sentido, inseparable de su propia ciudad. Si se le arrebata, se le arrebata todo el poder posible. Y luego, digamos la verdad: su padre, Piero, es un cobarde y ha debilitado mucho su posición. Lorenzo podría darnos problemas, pero si actuamos ahora que es joven e inexperto, nos podría dar bastante juego, y ello abriría camino a una familia que pueda prestar más atención a vuestras pretensiones y a las de los vuestros.
—Ingenioso, mi joven amigo. Ingenioso pero vago, puesto que, me pregunto, ¿cuáles podrían ser las acusaciones que podrían llevar al confinamiento del que hablas?
—En verdad, mi señor, las acusaciones podrían ser muchas, pero solo una estaría en condiciones de desacreditarlo hasta el punto de legitimar la aplicación de la pena. —Aquel muchacho hablaba como un hábil político y causaba en Girolamo la desagradable sensación de que lo hubieran parido del vientre de una criatura demoníaca.
—¿Y cuál sería? —Su voz traicionó la más incrédula impaciencia.
—Alta traición —respondió sin titubeos el muchacho.
Girolamo Riario levantó una ceja.
—Veréis, mi señor. Hay en Florencia un artista que aún no es famoso, pero que con certeza está dotado de un temperamento extraordinario. A decir verdad, también es ingeniero e inventor. No existe en el mundo un hombre de tales inteligencia e ingenio. Es aún muy joven, naturalmente, pero muy pronto dará que hablar. Si pudiéramos demostrar o, mejor, si pudiera hacerlo una familia aliada nuestra, que Lorenzo y ese hombre colaboran con la idea de inventar un arma de tal potencia que resulte letal para cualquier estado y que se podría utilizar para agredir los reinos circundantes y, en consecuencia, pusiera a la ciudad de Florencia en una posición tal que todos la odien y la teman... Pues bien, llegados a ese punto, creo que no tendremos dificultad alguna en arruinar a los Médici y hacernos con la ciudad mediante una familia amiga. Podremos, con toda probabilidad, acusar a Lorenzo de alta traición e incluso de herejía, por su ciega confianza en la guerra y en la ciencia en una medida que va más allá de los límites impuestos por la Iglesia.
En ese punto el muchacho se detuvo.
Girolamo continuó mirándolo fijamente, con los ojos abiertos de par en par por el estupor.
Luego dijo:
—¡Magnífico; magnífico, muchacho! Se trata, naturalmente de un plan complejo y lleno de incógnitas, pero que precisamente por eso al menos hay que considerarlo. Vete, pues, y pon en marcha nuestro proyecto. No tengas prisa. Tenemos tiempo. Los míos aún tienen que llegar al poder. Entretanto, busquemos a esa familia. Luego uniremos los elementos que nos permitan inmovilizar a los Médici. Cuando estemos en la cima de nuestro poder, entonces atacaremos. Y lo haremos de tal modo que los Médici no podrán volver a levantarse. Dile a tu madre que he apreciado mucho las sugerencias de su hijo. Y para refrendar esta afirmación mía, te ruego que aceptes una muestra de mi estima imperecedera. —Y, así diciendo, Girolamo Riario extrajo del cajón de una mesa de caoba una bolsita de terciopelo de color azul violáceo y se la lanzó al muchacho.
Ludovico Ricci la recogió al vuelo; un inconfundible tintineo sonó con claridad.
—Sois muy generoso, mi señor.
Dicho esto, giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
—Una última cosa, Ludovico.
El muchacho se detuvo y se volvió hacia su señor.
—¿Cómo se llama el genio del que me hablaste?
—Leonardo da Vinci —respondió el joven Ricci.
3
Lucrecia y Lorenzo
—Tiene ojos grandes y carácter fuerte. Creo que te gustará y que sabrá secundarte en cada deseo tuyo, hijo mío. Y lo que es todavía más importante: podrá garantizarte alianzas y amistades que hasta hoy te estaban vedadas, y sabe Dios cuánta falta le hacen a nuestra familia esos ardides. —Lucrecia era un torrente de palabras; ponía por las nubes a Clarice, como si fuera el heraldo de una nueva vida en Florencia.
Pero Lorenzo no estaba convencido. Para nada. Es cierto que entendía la razón de Estado, no era tonto; pero, por otro lado, lo que se decía de su futura esposa no lo fascinaba en absoluto. Parecía una mujer piadosa, meticulosa, atenta: virtudes con seguridad nada despreciables, pero que no eran las que le interesaban a él. ¿Cómo iba a poder estar de acuerdo?
Trató de llevar, al menos en modesta medida, tales dudas al oído de su madre. Lo hizo con toda la diplomacia y cortesía de que era capaz.
—Madre... Lo que decís me hace feliz, naturalmente, y os estoy infinitamente agradecido por todo lo que habéis hecho. Por otro lado, me pregunto si creéis que Clarice posee también cualidades como la inteligencia o el atractivo propios de las jóvenes de su edad...
Al escuchar esas palabras, Lucrecia le dedicó una mirada gélida a su hijo. Era una mujer elegante, pero fría. Los rasgos de su rostro exhibían una dureza que sabía ser implacable cuando era necesario.
—Mi querido Lorenzo, prefiero hablar ahora y hacerlo una sola vez, para no tener que volver a tocar este tema. Conozco tu extraña obsesión por Lucrecia Donati. No digo que la muchacha no valga esas miradas, pero que quede claro: deben desaparecer. Y rápido. Sé de tu temperamento y, peor aún, conozco el suyo. Esa chica lleva el fuego dentro, pero eso no te aportará ningún bien, puedes creerme. Sin contar que, de hoy en adelante, ya no podrás concederte más evasiones. Clarice está viniendo desde Roma y es una Orsini: hablamos de una de las familias más antiguas y nobles, y ya solo eso la hace irresistible. Sé que Florencia necesitará tiempo para aceptarla, pero si eres tú el que comienza, el resto vendrá por añadidura. No quiero historias en ese sentido. A su debido tiempo podrás incluso pensar en concederte alguna distracción... Después de todo, yo misma sé algo de eso; he aceptado en nuestra familia a una hija de otra mujer y he perdonado a tu padre todo lo que ha hecho. Pero debes meterte una cosa en la cabeza. Tu padre tiene una salud frágil y sufre una enfermedad que ya no le permite ser más el hombre que era. Ahora ha llegado tu momento, y no puedes pensar en sustraerte al liderazgo de la República. Y el poder sobre Florencia pasa por el matrimonio con Clarice Orsini. Por lo tanto, cuanto antes lo vayas asimilando, mejor será para todos nosotros.
Lorenzo entendía de sobra las razones concluyentes de su madre y conocía también los mil problemas y los muchos peligros que había tenido que afrontar, en Roma primero y en Florencia después, para concretar el acuerdo entre los Médici y los Orsini, superar las barreras de clase y entrar en la gracia de la nobleza capitalina. A su vez, la sensualidad irrefrenable de Lucrecia Donati, las miradas, la figura, la manera de vestir y caminar..., todo en ella era pura fascinación, seducción, misterio y aventura. Pero sabía que su madre no quería ni oír hablar de eso.
—Mantendré la cabeza en su sitio y estaréis orgullosa de mí —dijo—. Tendré cuidado con los enemigos y tendré a gala las enseñanzas de mi padre, y de mi abuelo antes que él, y por lo tanto el sentido de la medida que es la materia prima con la que plasmar el decoro y el consenso. Pero nadie me podrá pedir nunca que olvide a Lucrecia Donati.
Su madre suspiró. Clavó su mirada una vez más en los ojos de su hijo.
—Mi único bien... Lo entiendo, y créeme cuando digo que lo único que quiero es tu felicidad. Estoy contenta de escucharte pronunciar esas palabras, y nadie dice que debas olvidar a tu Lucrecia. Pero prepárate a honrar a Clarice Orsini como esposa, porque el destino de Florencia está ligado a ella. Y todavía te digo más: esfuérzate para que la propia ciudad la acoja como se merece. No me cuesta nada imaginar que este aire de desconfianza y frío que sopla en su contra es fruto de tu comportamiento imprudente. Intenta, por lo tanto, templar y convencer a nuestra gente de que la celebren como a una reina. Será tu señora, y como tal deberás tratarla. Tienes que entender que una alianza entre Roma y Florencia es tanto más necesaria ahora, ya que si bien es verdad que el buen papa Pablo II está a nuestro favor, no sabemos si lo estará su sucesor. Y tenemos que estar preparados. Pero con la familia Orsini de nuestro lado, tal vez, y digo tal vez, tendremos más posibilidades incluso en el caso de que el nuevo nombramiento, cuando quiera que sea, no sea demasiado favorable para nosotros. ¿Me entiendes?
—Por descontado que te entiendo —respondió Lorenzo con tono molesto—. Sé perfectamente que Pío II estaba detrás del nombramiento de Filippo de Médici como arzobispo de Pisa y que ese resultado fue posible gracias a las presiones del abuelo Cosimo. Así como no tengo dudas de que el actual arzobispo de Florencia, en cambio, está en contra de nosotros... Los hechos lo han demostrado ampliamente. Soy yo, por lo demás, el que impedí que el atentado de la calle Careggi se llevara a cabo, ¿lo recordáis? —Lucrecia asintió—. Y el arzobispo de Florencia era el que estuvo en todo momento detrás de aquel acto atroz. Por ello resulta del todo claro que no espera más que un escándalo para poder crucificarme... —Lorenzo se interrumpió un instante. Luego prosiguió—: Escucha, madre. Quiero que una cosa quede clara: no tienes que temer por lo que respecta a mi conducta. Seré un marido ejemplar y un esposo atento, pero no me pidas que la ame. Eso no podré hacerlo. No de manera inmediata, al menos. Conozco mis deberes y no tengo ninguna duda sobre lo despiadados que son mis enemigos. Por otra parte, creo que tengo alguna influencia sobre la gente, gracias a mi carácter. El otro día, en el torneo en honor a Braccio Martelli, tuve la impresión de que el pueblo, e incluso una parte de la nobleza, estaban conmigo. No quiero renunciar a lo que soy, en definitiva. Hay en mí un fuego que, bien gobernado, puede ser de alguna utilidad para nuestra familia, esto al menos has de admitirlo.
—Abrázame —dijo Lucrecia al escuchar esas palabras—, y no pienses siquiera por un instante que me has decepcionado. Todo lo que te dije es por tu propio bien y porque siento un gran respeto hacia ti, hasta el punto de que creo que tú y solo tú, hijo mío, puedes conducir a los Médici a la gloria que merecen, continuando la obra de tu padre y, más aún, la de tu abuelo Cosimo, que tanto te quiso en vida.
—Y que tanta falta me hace —concluyó Lorenzo. Se acercó a su madre, que se había levantado del sillón, y la abrazó con tal arrebato que casi le pareció hacerlo con una amante.
4
Leonardo
Leonardo inspiró el aire fresco de aquella mañana de febrero.
Con los largos cabellos rubios alborotados por el viento, miraba los campos de tierra marrón, incrustados de placas iridiscentes producto de la helada.
Había en la naturaleza un poder tan extraordinario que le cortaba la respiración cada vez que la contemplaba.
Se sentía muy pequeño, insignificante, hasta el punto de experimentar un sentimiento de prodigio y gratitud por todo aquello que cada día el mundo parecía regalarle.
Aun así, a los hombres todo aquello parecía no importarles.
Incluso él se encontraba trabajando para la guerra, para aquella cruel e insensata pelea que quería que los seres humanos se enfrentaran unos contra otros en nombre de un objetivo vergonzante: la conquista del poder y del territorio.
Porque solo aquello ya era la negación de la libertad de los demás: una vergüenza. Por esa razón había decidido trabajar para Lorenzo de Médici, ya que, en él, hacía un tiempo, había descubierto la mirada de un hombre inteligente y tenaz, y no de un tirano o de un señor de la guerra. Desde el comienzo de su colaboración, Lorenzo le había pedido que trabajara para los Médici, perfeccionando sus propios conocimientos y sus experimentos, en la construcción de máquinas bélicas que se utilizarían solo con fines defensivos. Jamás, le había dicho, se usarían sus armas para agredir a otra ciudad. Siguiendo las enseñanzas de su abuelo y su padre, Lorenzo estaba convencido de que el futuro de Florencia residía en la paz y en la prosperidad, en el arte y en la literatura. No desde luego en el conflicto.
Por lo tanto, en esas condiciones, Leonardo había aceptado prestar sus servicios a beneficio de los Médici. Siguió estando en el taller de Andrea del Verrocchio porque tenía todavía mucho que aprender, especialmente en todo aquello que en ese momento representaba la mayor de sus pasiones: la pintura. Sin embargo, gracias a sus ideas de ingeniería bélica percibía cien florines mensuales y lograba vivir con mayor tranquilidad y también, a decir verdad, ir apartando algo para invertir y tener algún día un taller propio.
Aquella mañana, mientras estaba sumido en esos pensamientos, había visto llegar a Lorenzo con su cohorte de guardias. Los caballos galopaban por el camino de tierra y pronto alcanzaron la cima de la colina, justo donde se encontraba él, entre cipreses, mirando los campos arados y las invisibles corrientes del viento que soplaba frío y cortante.
En cuanto llegó, Lorenzo bajó del caballo. Llevaba puesto un magnífico jubón verde oscuro y una capa del mismo color. Sus rasgos marcados otorgaban a su mirada una determinación nada común, encendiéndole una luz tan intensa que cada acción suya parecía provista de una vitalidad más que única.
Le estrechó la mano con un vigor y una gratitud contagiosos. Leonardo sintió la habitual y vibrante amistad y una sinceridad casi desarmante. Haría bien en no decepcionar a un hombre como aquel, pensó. Sin embargo, se mostró confiado, porque ese día le tenía reservada una gran sorpresa.
—Amigo mío —dijo Lorenzo—, veros me proporciona desde siempre una gran alegría, ya que percibo con claridad la sensación de estar a punto de asistir a un milagro inminente.
—No se exceda, señor, que sois demasiado generoso; de todas maneras, veremos si lo que tengo reservado para vos estará en realidad en condiciones de sorprenderos.
—No tengo ninguna duda al respecto.
Mientras los hombres de Médici desmontaban del caballo, Leonardo comenzó a explicar su proyecto.
—Mi gran señor —empezó a hablar, volviéndose hacia Lorenzo—, como podéis ver, he confeccionado algunos espantapájaros en estos días pasados con el fin de optimizar el resultado de esta simulación.
Mientras hablaba señaló unos cuantos monigotes dispuestos a varios cientos de pasos del punto en que se encontraban.
—Ahora —continuó—, coincidiréis conmigo en que uno de los soldados fundamentales de todo ejército es el arquero. Todos recordamos cómo se ganó la batalla de Anghiari: sin los formidables arqueros genoveses que desde las laderas de las montañas se deslizaron hacia la vertiente del ejército de Astorre Manfredi, pulverizándolo, quizás hoy no estaríamos siquiera aquí conversando. —Dejó que las palabras hicieran su efecto. Era un hábil orador y no se le escapaba la importancia de las pausas. Estaba dotado de una teatralidad capaz de enfatizar al máximo un descubrimiento o un proyecto. La presentación se organizaba con el mismo cuidado que la propia obra. Tenía que suscitar curiosidad y atención, garantizando a la narración el ritmo propicio. Luego continuó—: En cualquier caso, como sabemos, la ballesta es un arma antigua y tiene como objetivo aumentar, cuando sea posible, el alcance y la potencia del arco, del cual representa, de hecho, una evolución. Su eficiencia, unida a la potencia y precisión, es la primera de sus virtudes.
Al decir aquello, Leonardo se había acercado a una mesa que había dispuesto en el claro en el que se hallaban. Con un gesto no exento de teatralidad, levantó una tela de lino grueso y dejó al descubierto unas ballestas de madera pulida.
—Hablamos, por lo tanto, de un arma sofisticada y absolutamente estratégica. Por otro lado, su eficiencia se está perdiendo gradualmente con la construcción de modelos cada vez más potentes, tanto que el procedimiento de recargar se está volviendo tan complejo que compromete la eficacia del arma. La introducción de los arcos de acero, de hecho, ha mejorado, sin duda, las prestaciones, pero ha comportado innegables problemas en el uso. Los arcos son tan difíciles de tensar que ya el arquero no es capaz de poner la cuerda en la posición de carga, ni siquiera con las dos manos, por lo que se ven obligados a recurrir a las palancas, los tornos y trinquetes. Una locura que implica una dramática pérdida de tiempo, y que expone, entre otras cosas, al arquero a un constante peligro para su propia vida.
—Sin contar —dijo Lorenzo— con que toda la dotación de dispositivos externos que el arquero ha de llevar consigo ralentiza su movilidad en el campo.
—Precisamente. Añado que no es por tanto posible perder un tiempo precioso en recargarla.
Leonardo hizo otra pausa, dejando a sus interlocutores en espera de explicaciones; luego fue directo al grano.
—Por ese motivo, hoy os muestro lo que yo he llamado la «ballesta veloz». Se trata, en esencia, de una ballesta cuyo sistema de carga es mucho más rápido. Como podéis ver, la cureña de la ballesta está dividida en dos partes. La inferior, unida a una fuerte bisagra, puede abrirse fácilmente... —Leonardo cogió una de las ballestas colocadas en la mesa y, con un movimiento desenvuelto, abrió literalmente en dos la cureña del arma—. Y a través de un sistema de palancas en su interior puede acercarse la tuerca de la cuerda en posición de reposo, para luego encajarla y volver a desplazarla en la posición correcta de carga.
En ese punto se oyó un resorte, y Lorenzo y los suyos vieron con gran asombro cómo la cuerda ya estaba perfectamente tensa y lista para lanzar un dardo.
Sin perder más tiempo, Leonardo colocó una flecha y apuntó el arma en dirección a uno de los monigotes sujetos a las ramas de los árboles frente a ellos.
Apretó el gatillo y el dardo se disparó. Silbó en el aire y fue a clavarse, con un chasquido siniestro y mortífero, en la cabeza del monigote, atravesándola de lado a lado.
Lorenzo no fue capaz de contener una ola de entusiasmo. Los guardias que estaban con él se quedaron boquiabiertos. Toda la operación de carga del dardo no había llevado más que unos pocos segundos y, mientras ellos mantenían la mirada absorta en el espantapájaros ensartado, Leonardo ya había vuelto a cargar el arma y disparado un segundo dardo.
Otro silbido y otra cabeza atravesada por la punta de hierro de la flecha.
—¡Alucinante! —comentó Lorenzo, extasiado, y sin poder ser capaz de resistirse a la fascinación de aquella increíble ballesta, cogió una de la mesa.
Abrió y cerró la cureña, cargando el arma sin tocar nunca la cuerda y sin usar ningún objeto externo: era sencillamente increíble.
—El proceso de carga es rapidísimo de esta manera, ¿no os parece, mi señor? —preguntó Leonardo.
Por toda respuesta, el dardo que disparó Lorenzo fue a plantarse a la altura del corazón del tercer monigote.
—¡Bien hecho, mi señor! —exclamó el comandante de los guardias que habían acompañado a Lorenzo en aquel paseo matutino.
—Maravilloso, Leonardo —exclamó el joven Médici—. ¡Vos sois un genio y el orgullo de nuestra ciudad! Este proyecto vuestro convierte la ballesta en un arma no solo potente y veloz, sino en una de las más eficientes y peligrosas.
—Perfecta para una defensa eficaz, en caso de ataque —subrayó Leonardo, y una sombra le tiñó de negro los ojos azules. Fue solo un instante, pero Lorenzo la vio claramente.
—Es verdad, amigo mío. Cada promesa mía es una deuda. La usaremos solamente para defendernos de eventuales ataques enemigos.
Leonardo asintió. Necesitaba oírselo decir.
Es cierto que las palabras eran aire, simples fórmulas, pero las palabras de un hombre como Lorenzo podían hacer temblar la tierra. Leonardo lo sabía bien, y sentía aún más gratitud hacia su amigo porque estaba seguro de que, a pesar de su juventud, no permitiría que el temperamento, que por cierto no le faltaba, o la vehemencia propia de su edad cedieran a la tentación de la violencia o la agresividad.
Sonrió, pensando que él no era ciertamente mucho mayor; de hecho, tenía incluso algunos años menos que Lorenzo, pero a él la guerra, el conflicto, el campo de batalla... nunca le habían interesado. Sabía defenderse cuando era preciso, pero pelear no entraba entre sus prioridades. Le parecía, también, que era algo tan estúpido e inútil que no era capaz siquiera de entender por qué no lo comprendían los señores de los estados vecinos.
Sin embargo, daba lo mismo: Florencia, Imola, Forlì, Ferrara, Milán, Módena, Roma, Nápoles, Venecia... Todos esos territorios veían en la guerra y en el enfrentamiento un modo ineludible de reafirmar su propia existencia. Parecía como si tuvieran una necesidad desesperada de conflicto para perpetuarse a sí mismos.
Sacudió la cabeza.
Bien, había vuelto a pasar; se había abismado en sus propios pensamientos.
Pero justo cuando volvía en sí, Lorenzo lo abrazaba, dándole las gracias.
—Leonardo —le decía—, vuestra amistad y colaboración me honran y celebran cada día la gloria de Florencia. Seréis recompensado por vuestros inmensos servicios. Ahora os invitaré a regresar a la ciudad conmigo. Mis hombres se ocuparán de traer de vuelta vuestras muestras, y si sois lo suficientemente generoso para conversar con mis ingenieros, os encargaré la fabricación de al menos doscientas de esas increíbles ballestas.
—Llevaos esta de mi parte —le respondió Leonardo, entregándole una—. Es la mejor y la más hermosa de todas las que he hecho hasta ahora.
—No podría haber nada mejor —exclamó Lorenzo, y su voz reveló todo el orgullo y la alegría por el regalo—. Ahora, de todas formas, volved conmigo a la ciud