Prólogo
La catedral de Santa Maria del Fiore se cernía sobre la ciudad. Parecía desafiar al cielo. Catalina avanzó corriendo hacia aquella maravilla. Su tía temía que la pudiera asustar aquella construcción imponente, pero no fue así en absoluto. Apuntó sus grandes ojos hacia la cúpula rojiza, como si quisiera medir su altura.
—¿Cuánto mide de alto, tía? —preguntó, contemplando embelesada la obra maestra de Filippo Brunelleschi.
Clarice observó a la pequeña.
—Desde la base hasta la linterna de la cúpula mide más de doscientas brazas —respondió.
Catalina abrió enormemente los ojos.
—¿Tanto?
Su tía asintió.
El sol brillaba en el cielo. La catedral parecía capturar los rayos y amplificar su propia magnificencia, envolviéndose en una nube de polvo dorado.
Catalina todavía no había terminado. Le encantaba preguntar. Las preguntas no le costaban trabajo. Las respuestas, en cambio, eran algo totalmente diferente, pensaba. Pero ella era una niña y no conocía las respuestas, o al menos eso era lo que creían los adultos. Y por eso aprovechaba para preguntar lo que quería.
—¿Y quién la construyó? —inquirió.
—Un gran artista.
—¿Cómo se llamaba?
—Filippo Brunelleschi. Y era el arquitecto más hábil y extraordinario que recuerda la historia. De hecho, ni siquiera era arquitecto, porque se trataba de un orfebre. Fue él quien resolvió el problema de la cúpula.
—¿Qué quieres decir? —Catalina dejó escapar una leve risilla. Otra pregunta. Le gustaba ese juego.
—Que durante más de cien años, la catedral estuvo sin cúpula; en cierto modo, permanecía descubierta...
—Y entonces ¿qué pasó? —instó la niña a su tía; aquella historia empezaba a interesarle muchísimo.
—Los encargados de la Obra del Duomo, que supervisaban la selección de proyectos para la ejecución de una cubierta, evaluaron dos propuestas magníficas: una de Lorenzo Ghiberti, y la otra, de Filippo Brunelleschi. La primera la apoyaba la familia Strozzi, y la segunda, los Médici, la familia a la que pertenezco yo.
—Y también yo, ¿no es cierto? —preguntó Catalina. Estaba segura, pero le gustaba que la tranquilizaran. Su tía asintió.
—Exactamente.
—¿Me cuentas el final de la historia?
—Ganaron los dos, Ghiberti y Brunelleschi. Por eso, los de la Obra del Duomo decidieron asignarles a ambos la dirección de los trabajos de la construcción de la cúpula. Pero era Filippo el que tenía las ideas más eficaces y revolucionarias.
—¿Y qué más pasó entonces? —insistió Catalina.
—Después de unos años, durante los cuales Lorenzo y Filippo estuvieron trabajando codo con codo, aunque fue este último el que encontraba casi todas las soluciones para erigir una cúpula con una envergadura de más de cien brazas de altura, el gran orfebre decidió quedarse en su casa a causa de una enfermedad.
—¿Y era verdad?
—¿El qué?
—Que estaba enfermo.
Clarice se echó a reír.
—¡Eres muy despierta!
—¿A que sí? —dijo Catalina, arqueando la ceja con un gesto de inocente malicia que hizo reír aún más a su tía.
—Sí.
—Entonces ¿era cierto? —La pequeña no dejó escapar el tema.
—Naturalmente que no. Como ya te habrás figurado, Filippo solo intentaba encontrar la manera de que Lorenzo pusiera de relieve toda su incompetencia. Estuvo lejos de los andamios hasta que algunos representantes de la Obra del Duomo fueron a buscarlo a su casa porque los trabajos no marchaban según lo previsto. Cuando las familias más importantes de la ciudad le rogaron que volviera, quiso que la dirección de las obras dependiera totalmente de él.
—¿Y lo logró?
—¿A ti qué te parece?
Catalina no tuvo dudas.
—Seguro que sí, puesto que era el que los Médici habían elegido.
Clarice se quedó boquiabierta.
—Has aprendido bien la lección —dijo asombrada.
—Es todo mérito tuyo, tía.
—¿Lo crees así de verdad?
—Por supuesto que sí.
—Pues entonces, muy bien. Ahora que ya sabes cómo fueron las obras de la cúpula, ¿qué me dices si volvemos a casa? ¿Me equivoco o tienes que estudiar latín?
—Buf.
—¡Ánimo! ¿Cómo piensas llegar a ser una auténtica Médici si no estudias?
—¡De acuerdo, de acuerdo! —dijo la pequeña, levantando sus manitas e imitando la expresión que a menudo adoptaba su tío cuando hablaba con Clarice, sabiendo que de ninguna manera podría imponerse—. Pero antes, ¿podemos contemplar la cúpula un poco más?
—Está bien —respondió su tía, acariciándole la cabecita.
Luego también ella alzó la mirada y quedó absorta contemplando la gran cúpula de Santa Maria del Fiore.
Era realmente hermosísima.
AGOSTO DE 1536
1
El delfín
Había gritado hasta arderle la garganta.
Se había llevado las manos al pecho cuando un dolor profundo lo desgarró; un fuego líquido que quemaba el alma. Había dejado caer la copa de agua cristalina, que se hizo pedazos.
Y ahora, Francisco tenía los ojos vidriosos. La cabeza caída sobre el hombro. Las manos blancas colgaban desmadejadamente a los lados de los brazos del sillón, con los dedos blancos y fríos. El rostro era una máscara gélida: aún hermoso, pero esculpido con un rigor que únicamente admitía un solo nombre.
No podía responder a los gritos que le llamaban.
Estaba muerto.
Alguien golpeaba la puerta de su aposento. Era un puñado de soldados; intentaban forzarla. Los golpes resonaban sordamente. Al enésimo intento lograron abrirla.
Monsieur Raymond de Polignac, capitán de la segunda compañía de los piqueros de Francia, se precipitó en la habitación del delfín, seguido por algunos de sus hombres y un par de sirvientes. Cuando vio a Francisco postrado en el sillón, dejó caer el sombrero de ala ancha y pluma blanca.
—Vuestra alteza... —murmuró con voz quebrada.
Una de las sirvientas gritó. Raymond le hizo señas a un piquero, que se llevó de inmediato a las dos mujeres fuera de los aposentos del delfín.
Raymond contempló el sencillo sillón forrado de terciopelo azul y pensó en su rey, que había perdido a su hijo predilecto. Sacudió la cabeza. Se acercó a Francisco y le cerró con delicadeza los párpados. Luego recuperó su sombrero de pluma y se lo llevó al pecho.
Suspiró.
Miró la luz del sol que se filtraba en rayos dorados entre las cortinas de brocado apenas entreabiertas. El aire ya se iba impregnando del aroma de la muerte.
La guerra había llegado hasta allí. Carlos V de Habsburgo había invadido con sus tropas la Provenza y había alcanzado Tournon-sur-Rhône. Ahora, sin embargo, cuando aquel verano húmedo, infestado de mosquitos y sudor, había empezado a debilitar a los soldados, agotándolos y enfermándolos, estaba sopesando volver a Saboya. No solo eso. Francisco I, rey de Francia, había convertido su propio reino en tierra quemada. Habían incendiado los campos y envenenado los pozos. La campiña se había vaciado y allí ya no crecía nada. La tierra estaba siendo asesinada por su propio soberano, con el único objetivo de que fuese la muerte quien recibiera al ejército del emperador de Austria y España.
—Dadme un momento. Escribiré al rey. Entregaréis la carta directamente en manos de su majestad, que en estos momentos se encuentra en Lyon —ordenó al guardia que estaba con él—. Le explicaré lo que ha ocurrido. Entretanto, llamad a los médicos y a los cirujanos. Me encargaré de interrogarlos hasta esclarecer la causa de la muerte. Nadie debe saber lo que ha pasado hasta nueva orden mía. A Francia le aguardan días negros.
Mientras decía aquello, monsieur de Polignac no perdió el tiempo. Se sentó al escritorio del delfín y redactó unas líneas con hermosa caligrafía. Metió las hojas en un sobre. Con la llama de una vela fundió el lacre y a continuación aplicó su sello.
Mientras sus piqueros salían y uno de ellos se dirigía a los establos para enviar a un mensajero a Lyon, monsieur de Polignac se quedó contemplando la muerte.
Había colocado la mano en el rostro del delfín. Luego le había cerrado los párpados por piedad hacia el pobre muchacho, pero no le movería ni un pelo hasta que llegaran los médicos. La habitación tenía que conservarse intacta, exactamente como la había encontrado.
No tenía ni idea del porqué de una tragedia así, pero no sería él quien impidiera que se determinaran con certeza las causas.
Se quedó en el centro de la habitación, inmóvil, con la mente naufragando en un mar de preguntas sin respuesta. ¿Se trataba de una muerte natural? En caso contrario, ¿quién podía haber querido asesinar al delfín? ¿Y con qué propósito? Pensándolo bien, cualquier posibilidad era válida.
Suspiró y se ajustó el jubón de terciopelo mientras los pálidos rayos del sol naciente se reflejaban en la espada que llevaba al cinto. Dio algunos pasos; los tacones de las botas parecían marcar el ritmo de la espera. Se quitó el guante izquierdo y lo sacudió con la derecha en la palma de la mano. Siguió dando paseos hasta que apareció por la puerta de la habitación Guillaume Maubert, cirujano personal del delfín.
Polignac lo miró con consternación sincera. Sus hermosos ojos claros reflejaban la amargura por lo que había ocurrido.
Se alisó el fino bigote con el índice de la mano derecha. Observó con curiosidad a aquel hombrecillo bajo y de mirada vivaz. Vio cómo le mudaba el semblante de inmediato, en cuanto se dio cuenta de lo que había pasado. Las mejillas rubicundas, el pelo revuelto y los ojos pequeños y vivos habrían inducido a engaño incluso al observador más atento, haciéndole creer que aquel hombre no estaba a la altura de su responsabilidad, pero Polignac era capaz de ver mucho más allá de las apariencias y sabía que detrás de aquel aspecto simple se escondía una mente brillante.
—Monsieur Maubert —dijo—, no voy a perder el tiempo en cortesías. Os agradezco vuestra diligencia. Las circunstancias que nos han llevado a encontrarnos no pueden ser más tristes. Lo que os pido es que os toméis todo el tiempo que haga falta para determinar con seguridad la causa de la muerte del delfín.
—¿Han avisado al rey? —preguntó el cirujano con un hilo de voz.
—Ya he enviado un despacho a Lyon.
—Muy bien. Entonces empecemos.
—Sobra deciros que este asunto tiene que llevarse con absoluta discreción, al menos hasta que sepamos las razones del deceso de Francisco más allá de toda duda razonable.
—Naturalmente.
Catalina sintió la brisa fresca en su rostro. En aquel agosto ardiente y húmedo, un paseo a caballo a primera hora de la mañana era un placer al que no quería renunciar. David, su amado ruano castrado, galopaba como una flecha entre los campos verdes y luminosos.
Lo había bautizado así en homenaje a la estatua de Donatello. Era una manera de enfatizar que era una Médici y una florentina, orígenes de los que estaba orgullosa a pesar de que muchos en la corte se obstinaban precisamente en definirla como una comerciante italiana.
Lo hacían despreciando que fuera la esposa de Enrique de Valois y, por lo tanto, duquesa de Orleans y princesa de Francia.
Pero a Catalina no le importaba en absoluto: sabía que en la corte la odiaban, y al mismo tiempo la temían. Incluso sus paseos a caballo como una amazona eran vistos con suspicacia por las damas del rey, empezando por la propia amante de este, madame d’Étampes.
La hermosa duquesa no ocultaba su desprecio por ella, mitigado tan solo por el hecho de que el soberano la había acogido con entusiasmo y algo de admiración desde el primer día en que la había visto, precisamente gracias a esa audacia suya.
Sonrió. Había tanta hermosura en aquel claro amanecer... La brisa chispeante hacía más intensos y penetrantes los mil perfumes que llenaban el aire de una fragancia dulce y a la vez revitalizante. Entre ellos dominaban el del eucalipto y el de la lavanda silvestre. Catalina inspiró largamente, agradecida por esos momentos de soledad y de abandono a la seductora belleza de la naturaleza. Vio ante sus ojos los viñedos, como desfilando ordenadamente sobre las suaves colinas, y las aguas del Ródano, brillando en una franja de plata líquida bajo las luces diáfanas, pero ya vivas y vibrantes del cielo de color azul claro.
¡Qué hermoso era aquel campo salpicado de casas de teja roja y olivos majestuosos que amplificaban el encanto mediterráneo del territorio del Midi!
Pronto el sol estaría ya alto, y entonces tendría que retirarse a los grandes salones del castillo o buscar alivio en la frescura de las sombras.
Soñaba con beber cuanto antes un vaso de agua helada.
2
El conde de Montecuccoli
Después de estudiar el caso, monsieur Guillaume Maubert aventuró que la causa de la muerte del delfín podía ser natural. Sin embargo, no había podido excluir aún a priori otras hipótesis, incluso la del envenenamiento.
En cuanto escuchó aquellas palabras, el capitán Raymond de Polignac puso mucho cuidado en mantener la reserva más absoluta, y sin perder tiempo se las arregló para llevar a cabo él mismo algunas indagaciones rápidas y discretas. Tal vez todo acabara siendo una falsa alarma, pero prefería no correr riesgos.
Tampoco se había filtrado nada, en parte, porque el propio cirujano personal del delfín necesitaba tiempo para comprobar algunas de sus sospechas.
A esa hora, el rey tenía que haber recibido ya los despachos y haber salido a su vez de Tournon-sur-Rhône.
Entretanto, el capitán había descubierto que la tarde anterior Francisco había bebido agua helada con demasiado descuido. Hacía un calor terrible y había creído que de ese modo se refrescaría un poco. Al menos aquello era lo que le había contado un tal Gasquet, uno de sus pajes. Gasquet había añadido que el que había dado el mal consejo al delfín era uno de sus escuderos: Sebastiano di Montecuccoli, conde de Módena.
Gasquet había confesado que mientras estaba en el campo de Tournon-sur-Rhône esperando a su padre el rey, que debía llegar en unos días acompañado de soldados para movilizarse contra las tropas imperiales de Carlos V, el delfín había estado matando el tiempo jugando a pelota.
Precisamente, había estado jugando con Sebastiano di Montecuccoli. Después, acalorado y bajo un sol abrasador, cuando todos buscaban cobijo a la sombra de las carpas, se quedó a beber agua helada con el conde. Recordaba que había sido el propio escudero el que pidió que llenaran de agua fría dos grandes jarras. Y no solo eso: Montecuccoli había acompañado a Gasquet al pozo.
Por ello, ahora el capitán Raymond de Polignac estaba precisamente hablando con el noble para tener las cosas más claras.
No conocía a aquel individuo, pero en cuanto lo vio, le había causado una pésima impresión: le había parecido traicionero, con un comportamiento tan esquivo que le resultaba antipático de forma casi natural. Tenía rasgos suaves y ojos fríos, y no acababa de entender qué tareas llevaba a cabo para el delfín.
—Entonces, si he comprendido bien, ¿habéis llegado a la corte en el séquito de Catalina de Médici, esposa del duque de Orleans?
—Exactamente —respondió Montecuccoli. Tenía una sonrisilla irritante en el rostro, como si conociera con precisión las intenciones de Polignac. Jugueteaba con un mechón de cabellos castaños, enredándolo en el índice de la mano derecha. Su aspecto, por otro lado, era pulcro: la piel suave y clara, la mirada tranquila. Vestía un elegante jubón de terciopelo. En conjunto, su figura no tenía nada de extraordinario, eso era verdad.
—Y, sin embargo, más tarde os habéis convertido en escudero del delfín. —Y, mientras lo decía, Polignac era el primero en no dar crédito.
—Sí, podríamos expresarlo así.
Polignac alzó una ceja. Esa manera de actuar, tan indolente y al desgaire, lo desconcertaba.
—¿Y habéis sido vos el que aconsejasteis al delfín beber una ingente cantidad de agua fría?
—Capitán, Francisco se estaba aburriendo y me pidió que jugáramos un partido de pelota. Se lo desaconsejé, puesto que parecía que el sol quisiera incendiar los campos. Pero no quiso atender a razones. Después del partido estábamos tan acalorados que el delfín ordenó a un paje que le llevara agua fresca para beber...
—Y vos acompañasteis al paje... ¿Cómo se llamaba? Gasquet... al pozo.
—Exactamente.
Polignac suspiró.
—De acuerdo —dijo—, tomo nota de cuanto me habéis dicho. Por ahora os pido que no os alejéis bajo ningún pretexto del campo de Tournon-sur-Rhône en los próximos días.
—¿Le ha ocurrido algo al delfín?
—Nada preocupante. Un ligero malestar. Estaba simplemente haciendo comprobaciones.
—Muy bien —asintió Montecuccoli, pero estaba claro que no creía una sola palabra de lo que le acababa de decir el capitán de los piqueros.
Raymond de Polignac se levantó. Le dio un apretón de manos al conde y, sin terciar más, se dirigió hacia la puerta.
Cuando vio a su primogénito en aquella palidez mortal, Francisco I lloró.
No era capaz de contener las lágrimas: no solo porque era su hijo predilecto, sino también por el pasado de dolor al que él mismo, hacía diez años, lo había empujado.
Y de aquella vergüenza y tormento, el soberano no se había curado jamás, alimentando un sentimiento de culpa frente a sus hijos, y a su primogénito en particular, del que ahora, ante aquella muerte cruel e injusta, no se liberaría nunca más.
Recordaba perfectamente cuando, después de haber firmado aquel ignominioso tratado en Madrid, había aceptado unas condiciones de rendición indignas, hasta el punto de que solo podía volver a Francia a cambio de dejar a sus propios hijos como rehenes. Así, Francisco y Enrique fueron entregados al emperador de Habsburgo, que en los tres años siguientes los tuvo pudriéndose en los calabozos del castillo de Madrid.
Después de aquel encarcelamiento, algo se había quebrado en el alma de Francisco. Para siempre. Y de nada sirvieron los esfuerzos de su padre para intentar curar aquella herida. Con la nueva guerra contra Carlos V, que iba transcurriendo a su favor, Francisco I esperaba poder vencer junto a su hijo y así recuperar su estima. Pero, por segunda vez, el destino se había burlado de él.
En cuanto leyó las líneas redactadas por Polignac, el rey montó a caballo y se lanzó al galope hacia Tournon-sur-Rhône.
Contemplar a su hijo ya pálido, con la piel verdosa, consumida por la muerte, lo había hecho volver a pensar en aquellos días de angustia y del terrible camino que lo había llevado a traicionar a sus hijos.
Y ese recuerdo, ahora, era el peor de los castigos.
Su único consuelo estaba vinculado a la manera en que el capitán Raymond de Polignac estaba llevando las averiguaciones sobre la muerte del delfín: aquel hombre era un soldado de gran valor y fidelidad, y no albergaba dudas acerca de que acabaría por desentrañar aquel misterio.
—Haced todo lo que podáis —dijo Francisco I—. Os daré toda la autoridad que necesitéis y os pido desde ahora que pongáis en el punto de mira a ese tal Montecuccoli. Su conducta es cuanto menos sospechosa, y en espera de ulteriores pruebas, algunos días en prisión no lo van a matar. En cuanto a la noticia de la muerte de mi hijo, no hay razón para silenciarla.
—¿Lo decís en serio, majestad?
—Sé lo que pensáis, capitán, y en principio estoy de acuerdo con vos. ¿Por qué alimentar el pánico y el odio? ¿Con qué fin, justo ahora que el ejército de Carlos V se encuentra estancado a causa del calor insoportable de este verano de fuego? Lo entiendo. Por otro lado, imaginad cuánta energía podría liberar un luto nacional. Francisco era muy querido, y dado que nada me lo devolverá, tanto da que se sepa. Naturalmente, dadme algunos días, el tiempo de que su madre lo vea y de que sus restos mortales se trasladen a Lyon. Haré que ese traslado tenga lugar hoy mismo.
—De acuerdo —respondió el capitán.
—Una cosa más.
—Os escucho, majestad.
—Dejemos que el nombre de Montecuccoli se filtre como el de un posible sospechoso. Tengo la impresión de que, si lo hacemos así, serán los propios ciudadanos los que se encargarán de delatar otros actos suyos.
—Está bien. Me permito señalaros que se trata de un hombre carente de escrúpulos y que es seguro que algo oculta. No parece mostrarse especialmente prudente, pero quizá no tiene nada que temer.
—¿Por inocencia cierta o por confianza en sus propias capacidades?
—Eso es lo que habremos de discernir. Otra cosa, majestad...
—Os escucho.
—Montecuccoli ha confesado que estaba en la corte de Francia en el séquito de Catalina de Médici.
Francisco I miró a su capitán con incredulidad. Se calló, incapaz de pronunciar palabra alguna.
—Comprendo —dijo con gravedad—. No temáis, estaré listo para verificar cualquier hipótesis. En cuanto regrese a Lyon, o sea, mañana, veré a Catalina y hablaré con ella a ver si saco algo en claro.
—Muy bien. Y... majestad... No quisiera insinuar nada, pero con la muerte de Francisco... —Polignac titubeó.
—Enrique se convierte en delfín de Francia, y por lo tanto ella junto con él. ¿Es eso lo que queríais decir?
—Sí.
El rey suspiró.
—Entonces —dijo— esperemos que Catalina tenga una buena explicación.
3
La inquietud del rey
El rey estaba visiblemente preocupado.
La noticia de la muerte del delfín, y de su probable asesinato, había causado inquietud en Francia: Francisco era muy querido, y la propia Catalina lo adoraba. La reina madre llevaba días encerrada en sus aposentos. El rey intentaba alejar el dolor con largos paseos a caballo.
La guerra proseguía, pero aquel verano ardiente parecía ser el enemigo más traicionero y cruel para las tropas imperiales al mando de Antonio de Leyva y Ferrante Gonzaga: los hombres sucumbían a puñados y la falta de victorias se hacía sentir, hasta el punto de que los franceses confiaban en que el repliegue de los invasores estaba cercano.
Fue cuando, con angustia y amargura, Catalina se vio convocada por el rey en persona.
Aquella mañana, aún postrada por la muerte de Francisco, se había puesto un vestido blanco en señal de luto, siguiendo la costumbre francesa. Su piel, de natural pálido, y los cabellos de color castaño oscuro la convertían en el mismísimo retrato de la melancolía y la consternación.
Entró en la sala con toda la humildad y modestia de que era capaz, ya que sabía que lo que le había acontecido a Francisco la hacía por una parte más fuerte, pero, por otro lado, también la debilitaba, en cuanto que era sospechosa. Era ella, después de todo, la primera que se beneficiaba de aquella muerte, que la convertía en delfina de Francia.
Cuando vio a Francisco I, vestido de negro con un magnífico jubón de terciopelo ornamentado con botones de oro, la barba de color castaño oscuro, rizada y largamente descuidada, se inclinó en una reverencia tan profunda que por unos instantes se le cortó el aliento.
—Basta, basta, ma fille, ¿qué son todas esas formalidades? —dijo con afecto el rey—. Mejor abrázame, ya que sé bien el afecto que sentíais por Francisco. —Y yendo a su encuentro, estrechó a Catalina contra su pecho.
Ella no lograba contener las lágrimas, puesto que era cierto: adoraba a Francisco. Se había casado con Enrique, sí, pero su marido había dejado a la vista demasiado pronto todas sus imperfecciones: era tímido y nervioso, y sobre todo se dejaba gobernar por una ramera que era la que llevaba la voz cantante. Diana de Poitiers, la mujer más hermosa de Francia, quizá del mundo, era su dueña y amante, y Catalina había descubierto con gran dolor lo difícil que sería la vida en la corte. Eso, por supuesto, no le había impedido amar a Enrique, que era hermoso, joven y fuerte. Pero Francisco estaba hecho de una pasta diferente. Era un hombre de honor y de principios.
Y ahora estaba muerto.
Por eso sus lágrimas eran sinceras, porque surgían de un sufrimiento que rozaba la desesperación. Ahora el rey era el único aliado que le quedaba.
—Su majestad, no tenéis idea de cuánto lo echaré de menos —dijo simplemente.
Francisco I suspiró. Luego, con no poca incomodidad, se soltó de aquel abrazo y miró a Catalina a los ojos con un velo de honda tristeza, ya que no tenía ninguna gana de hablar con ella de Montecuccoli pero, por otro lado, no se podía sustraer a esa obligación.
Catalina entendió perfectamente que había algo que no iba bien; por ello, sin más demora, fue directa al grano:
—Hay algo que os angustia, mi señor, algo que va más allá de la muerte de vuestro hijo. Lo leo en vuestros ojos, por tanto decidme lo que queráis y yo os responderé.
Francisco I sacudió la cabeza.
—Qué inteligente sois, Catalina, hija mía; para vos soy un libro abierto. Lo admito, es como decís; por ello os lo contaré todo. Entretanto, pongámonos cómodos al menos. —Y mientras pronunciaba aquellas palabras, el rey señaló dos confortables sillones forrados de terciopelo azul y adornados con lirios de oro, el escudo real de Francia.
Mientras Catalina se sentaba, el rey comenzó su relato:
—Veréis, hija mía; hace unos días, cuando supe de la muerte de mi querido hijo Francisco, escuché unos rumores que me han helado el corazón.
—¿Aludís a las habladurías sobre un asesinato?
—Exactamente eso, Catalina. El problema es que no se trata en absoluto de habladurías. Permitidme ser más claro: ha sido el cirujano personal del delfín, monsieur Guillaume Maubert, el que sostiene que la muerte, en apariencia natural, podría ser, en realidad, un asesinato bien camuflado.
Al escuchar esas palabras, Catalina se llevó una mano a la boca. Cerró los ojos. Empezaba a entender adónde los iba a llevar aquella conversación.
Y tuvo miedo.
El rey asintió con indulgencia, como si supiera lo que ella estaba pensando.
—Así es —dijo—, y bien lo sabéis: Guillaume Maubert no es un hombre que haga afirmaciones con ligereza. Pero hay todavía más. Para fortuna mía, un buen soldado, el capitán de la cuarta compañía de piqueros, Raymond de Polignac, ya había comenzado a investigar la muerte de Francisco. De modo que cuando llegué a Tournon-sur-Rhône para abrazar a mi hijo por última vez, él me informó de sus sospechas.
—¿Y sobre quién recaen tales sospechas? —preguntó Catalina con lágrimas en los ojos.
El rey suspiró.
—Parece que un tal Sebastiano di Montecuccoli, conde de Módena, de alguna manera hizo que Francisco bebiera agua helada en cantidades exageradas tras un extraño e imprevisto partido. Solo de pensarlo me cuesta contener la rabia... —La voz del rey temblaba de emoción y de resentimiento—. De cualquier forma, nadie sabe si Montecuccoli aprovechó esa ocasión para poner en el recipiente de Francisco algún veneno. Lo que pese a todo sí puedo deciros, Catalina, es que cuando el capitán Polignac pidió a Montecuccoli que especificara su papel en la corte, este no dudó un instante en decir que había llegado con vuestro séquito. Una afirmación que se apoyaría en sus evidentes orígenes italianos.
Catalina se quedó horrorizada. Por un instante no supo qué responder, dada la falsedad de esa afirmación. Su rostro palideció, y después la cólera y la indignación se apoderaron de ella.
—Nunca he tenido en mi séquito o a mi servicio a este señor. No conocía el nombre, ni mucho menos su identidad, hasta que vos lo habéis mencionado. No sé quién es Montecuccoli. Digo más: a mis ojos no es más que el hombre que me ha arrebatado a mi querido Francisco. Y vos sabéis bien cuánto lo apreciaba, lo buenos amigos que éramos, tanto o más que mi marido, que me ignora casi desde el día de la boda... Y mejor lo dejo aquí.
Francisco I consideró aquellas palabras; luego insistió por simple diligencia, ya que quería estar absolutamente seguro de lo que decía Catalina.
—¿Estáis segura de que no me escondéis nada? Perdonad si lo vuelvo a preguntar una vez más, pero tengo que hacerlo, ma fille.
—Su majestad, mi palabra es una sola. Si ya no os fiais de mí, si la sospecha llega hasta el punto de poner en duda la fidelidad y la sinceridad que siempre os he demostrado, entonces no temáis, podéis pedir en este mismo momento que me corten la cabeza.
Catalina sostuvo la mirada del rey con tal firmeza y un brillo tan cegador que la verdad resplandeció en toda su evidencia.
El rey dejó escapar un suspiro de alivio. Había percibido un rayo en los iris de Catalina, y a menos que fuera una impostora sublime, estaba claro que estaba diciendo la verdad. Por otro lado, no podía ocultarle la perplejidad que albergaba en lo más hondo de su alma: la quería bien, y sabía que enfrentarla a sus propias deficiencias sería la mejor manera de reforzar la posición de aquella mujer joven, sagaz y valiente.
—Catalina, vuestras palabras son un bálsamo. Sé que mi hijo Enrique tiene inconvenientes, pero no seré yo quien lo critique. Conozco mis debilidades, y confieso que sería la persona menos indicada para llamarlo al orden en sus obligaciones. Enrique me odia, entre otras cosas...
—No es verdad, su majestad.
—Es así... Desde que lo abandoné como rehén en las cárceles de Madrid. Ni siquiera puedo culparlo. Y, sin embargo, lo que ahora cuenta es la descendencia. No quisiera parecer cínico, Catalina, pero ya sé qué se dirá a partir de ahora en la corte: que Enrique y vos sois los primeros que vais a salir beneficiados de la trágica muerte de Francisco. Ahora sois vosotros los delfines de Francia. No quiero saber con cuánta frecuencia Enrique os visita en vuestros aposentos, pero por vuestro bien y vuestra seguridad, os aconsejo que le deis un hijo pronto. Yo os protegeré siempre, Catalina, porque veo en vuestros ojos esa inteligencia y sensibilidad que están entre las principales virtudes que admiro en una mujer, pero estáis tan cerca del trono que ya no os podéis permitir seguir ahí sin un hijo...
—Su majestad... —intentó intervenir Catalina.
—No me interrumpáis, ma fille. Lo que os estoy diciendo es que deis a luz un hijo. Y hacedlo lo antes posible. Solo así podréis estar a salvo de las artimañas de Diana de Poitiers. Tened mucho cuidado, Catalina. Clemente VII murió hace ya dos años. Francisco, que os quería bien, tampoco está. Yo soy el único amigo que os queda, y tenéis que concedérmelo, convendréis conmigo que os estoy hablando con franqueza extrema. Pero si lo hago es precisamente porque os quiero mucho; quizá porque veo en vos la hija que nunca tuve. Vuestro conocimiento de la filosofía y de la astrología me sorprende, así como la pericia y la resolución que demostráis montando a caballo durante las cacerías, hasta el punto de que parecéis una nueva Artemisa. Y lo mismo pienso sobre vuestro buen gusto y la sobria elegancia que desde siempre os caracteriza. ¡Pues bien! Ya está dicho. Pero si creéis que eso bastará para salvaros, entonces sois una ingenua. Puesto que no creo que sea el caso en absoluto, encontrad la manera de que Enrique vuelva a vuestro lecho. Hacedle saber también que un hijo reforzará su posición como sucesor. Cuento con seguir aún algunos años en el trono, pero es inútil tapar el sol con un dedo. ¿Me he explicado bien?
Catalina asintió. Habría querido decir muchas cosas, pero entendía perfectamente que no tenía sentido replicar. Además, en su genuina dureza, aquel discurso tenía muchos más m