3600 a.C.: Jericó
—Nos están siguiendo, mi reina.
Hacía siglos que no era reina, pero sus dos leales sirvientes seguían refiriéndose a ella como tal. Ambos hombres la flanqueaban mientras se aproximaban a pie a la gran ciudad de piedra de Jericó.
Eran los únicos miembros de su guardia real que se habían negado a participar en la insurrección contra ella. Ahora, miles de años después de haberla liberado de la tumba en la que la había metido su traicionero primer ministro, estos antiguos guerreros de un reino perdido seguían siendo sus fieles compañeros y protectores.
Su compañía era lo más importante. Ella conocía una soledad que nunca podría describir por completo a otro ser, una soledad que hacía tiempo que había aceptado pero que temía que un día la destruyera.
Había muy poca cosa de la que precisara ser protegida. Ella era inmortal, y ellos también.
—Seguid caminando —ordenó en voz baja—. No os detengáis.
Sus hombres obedecieron. Estaban lo bastante cerca de la ciudad para oler las especias del mercado que estaba justo detrás de la muralla de piedra.
La mujer sobrepasaba en estatura a la mayoría, pero sus dos sirvientes eran con mucho más altos que ella. A su derecha caminaba Enamon, con su orgullosa aunque torcida nariz, rota en una antigua batalla entre tribus extinguidas tiempo atrás. Aktamu iba a su izquierda, con una redonda cara de niño fuera de lugar encima de un cuerpo esbelto y musculoso. Hoy iban disfrazados de comerciantes de Kush, con faldas de piel de leopardo que bailaban sobre sus largas piernas, con anchas bandas doradas sobre sus musculados pechos desnudos. Las túnicas azules que la envolvían le permitían mover con libertad los delicados brazos. El bastón que utilizaba era una farsa dedicada a los mortales: ella no se cansaba ni necesitaba reposar como estos.
En aquel momento, el camino estaba despejado de carros en ambas direcciones, de ahí que no fue sorprendente que alguien reparase en ellos desde delante de las puertas de la ciudad; no obstante, cuando Bektaten oyó a Enamon diciéndolo se dio cuenta de que aquella atención se prolongaba de una manera sospechosa.
Volvió la vista atrás y vio al espía.
Tenía la piel varios tonos más clara que la suya, del mismo color que quienes habitaban la ciudad que tenían enfrente. Estaba a una buena distancia en la ladera yerma de su izquierda, envuelto en túnicas en el claroscuro de la frágil sombra de un olivo. No intentó esconderse. Su postura y posición eran una advertencia, alguna clase de amenaza. Y sus ojos eran tan azules como los de los hombres con quienes había viajado durante siglos.
Tan azules como los suyos.
Eran ojos transformados por el elixir que había descubierto mil años antes. Un descubrimiento que había causado la caída de su reino.
«¿Es él? ¿Es Saqnos?»
Los recuerdos de la traición del primer ministro nunca se desvanecerían, por más tiempo que pisara la tierra. El asalto que había orquestado en sus habitaciones con miembros de su propia guardia, sus exigencias para que le entregara la fórmula que había descubierto casi por casualidad, la que había permitido que una bandada de pájaros sobrevolara el palacio en círculos infinitos sin cansarse jamás.
Saqnos, el apuesto y atento Saqnos. Bektaten nunca había presenciado algo semejante a la transformación que había sufrido tantos siglos atrás. Y las cosas empeoraron cuando Saqnos vio que sus ojos, antes castaños, se habían vuelto de un azul asombroso.
Que en esta tierra hubiera una sustancia capaz de suprimir la muerte, y que ella la hubiese consumido sin consultarlo con él, fueron los hechos que lo enloquecieron, volviéndolo sediento de poder.
Si se la hubiese pedido sin más, si no la hubiese traicionado, ¿se la habría entregado de buena gana?
No había manera de saberlo ahora.
Con las lanzas de sus propios hombres alzadas contra ella, se había negado.
Pese a la fuerza tremenda que le había dado la transformación, la guardia real contaba con suficientes hombres para subyugarla, de modo que la arrastraron a la tumba de roca que Saqnos tenía preparada para ella. Y durante esta humillación, el arquitecto de su caída saqueó sus aposentos e incluso su cámara privada en busca de cuantas ampollas de elixir pudo encontrar. Las distribuyó de inmediato entre sus soldados. Pero no encontró la valiosísima fórmula en sí, pues ella se había encargado de esparcir los ingredientes entre sus otros tónicos y polvos.
Fue entonces cuando el plan de Saqnos se fue al garete.
Tras descubrir que les había sido concedida la vida eterna, tras darse cuenta de que los habían vuelto inmunes a la mayoría de heridas fatales, aquellos soldados antaño leales depusieron las armas y abandonaron a su nuevo caudillo. ¿Qué necesidad tenían de tener un gobernante? ¿Qué necesidad tenían de disponer del refugio de un reino cuando podían explorar el mundo perpetuamente sin miedo al frío, al hambre o a la picadura del áspid?
«Saqnos...»
Pero el hombre que ahora los vigilaba no era él.
—Una vez dentro de las murallas, preparad el anillo —dijo Bektaten a media voz.
Visitaban con frecuencia aquel lugar. Los tomaban por comerciantes de la tierra de Kush y ellos nunca sacaron a nadie de ese error. Sus bolsas iban siempre repletas de flores y especias, que en su mayoría había arrancado ella misma en picos altos y peligrosos, tan azotados por vientos fuertes y lluvias torrenciales que ningún mortal podía alcanzarlos. Los demás visitantes del mercado no estaban al corriente de este particular.
Aquellos viajes a Jericó la llenaban de alegría, pues interrumpían sus largos vagabundeos. Los vastos e imponentes paisajes que su inmortalidad le permitía visitar hablaban sus propios idiomas; había cierta música en el susurro del viento a través del follaje de junglas donde no moraban humanos, una armonía en los vientos encontrados que barrían las cimas de los montes. Pero los idiomas que se hablaban en Jericó, y sus cuentos de amores, muertes y ciudades recién nacidas eran una música sin la que ella no podría resistir. Y después de unos días recogiendo esas historias, de escuchar a mortales contando sus cuentos, regresaría a su campamento y las anotaría en sus diarios de papiro encuadernados en piel, toscos libros que había hecho con sus propias manos y guardado a lo largo de siglos de existencia, y que había jurado preservar para siempre.
Bektaten no permitiría que su amor por aquel lugar lo estropeara la súbita aparición de inmortales desconocidos, inmortales que no había creado ella.
Inmortales como el que los estaba siguiendo desde un promontorio de roca. O como el que estaba apostado junto a las puertas de la ciudad, observándolos sin miedo con una mirada penetrante.
«Nos están dando caza —pensó Bektaten—. Alguien ha oído decir que unos negros muy altos de ojos azules iban a visitar Jericó, y saben lo que somos y han venido aquí para estar al acecho de nuestra llegada.»
Mientras cruzaban las puertas para entrar en el túnel adyacente, Enamon aprovechó el resguardo de la sombra para seguir sus instrucciones. Alargó el brazo hacia un lado con la mano abierta para indicarle que se retrasara unos pasos detrás de ellos. Ella obedeció.
Enamon deslizó su morral de cuero hasta la parte delantera de su torso y luego extrajo un anillo de bronce hecho por la propia Bektaten. Se lo pasó a Aktamu, que enseguida desenroscó la pequeña joya, revelando el minúsculo hueco y el alfiler que contenía. Entonces Enamon sacó una pequeña faltriquera.
Bektaten los observaba de cerca.
Los pasos siguientes podían ser muy peligrosos para los tres, pero con tal de que el contenido de la faltriquera no les perforase la piel, todo iría bien.
Salvo que pronto tuviera que usar el anillo.
Una vez lleno el anillo, con la gema sujeta en su sitio, Enamon se lo dio a ella, que lo deslizó suavemente por un largo dedo oscuro.
Siguieron caminando como si no hubiese acabado de tener lugar el traspaso de un inmenso poder secreto.
Y entonces lo vio.
Estaba en la sombra de las torres rectangulares que se alzaban detrás de él, con el brillante resplandor del sol a sus espaldas. Las túnicas que lo envolvían hacían juego con las de los dos espías que había enviado a vigilar su llegada.
Saqnos.
El hombre que la había condenado a una vida inmortal bajo tierra. El hombre que, en su apremiante deseo de reproducir el elixir, había cosechado todas las plantas de Shaktanu, penetrando en las junglas a las que había prohibido la entrada a sus súbditos. La peste que había desatado había hecho caer una civilización que antes se extendía a través de los mares.
Mucho se había perdido por culpa del hombre que ahora tenía delante, cuya presencia la dejó sin habla. Y, sin embargo, no estaba furiosa.
¿Qué había esperado sentir al verlo de nuevo después de tanto tiempo?
Una vez fueron amantes. Y ahora, aunque le pesara, sentía una no deseada afinidad con él. «Ay, la soledad, la inenarrable soledad, cómo oprime el corazón.»
Había muy pocos como ellos. Muy pocos que hubiesen presenciado la caída de la primera gran civilización desde la Atlántida. Muy pocos que hubiesen conocido el vasto desierto cuando estuvo salpicado de árboles, relucientes charcas y animales, de los palacios diseminados y los templos de Shaktanu. Eso fue antes de la peste. Antes de que el calor del sol abrasara la tierra que antaño gobernó, empujando a los supervivientes hacia el Nilo, donde con el tiempo fundarían los imperios que ahora se llamaban Egipto y Kush.
Una gran ansia, un gran deseo de compañía anidó en su fuero interno en cuanto vio al hombre que había estado dispuesto a condenarla a las tinieblas eternas.
No tendría que haber sido ese su destino. Pues lo que comprobó en cuanto pusieron la lápida sobre la tumba fue que, sin la luz del sol, empezó a debilitarse lentamente. Poco después cayó en un dulce sueño que devino letargo hasta que Enamon y Aktamu la liberaron, exponiendo su cuerpo al sol otra vez.
Pero Saqnos no pudo haber sabido estas cosas en su momento. El elixir era demasiado nuevo para los dos. Saqnos había estado más que dispuesto a dejarla marchitarse hasta convertirse en polvo.
Y aun así, ahora no podía evitar verlo no ya como un amante o un primer ministro, sino como un hermano en la vida inmortal. Sí, así era. Era su alma gemela en la vida inmortal.
Saqnos se arrodilló delante de ella, le tomó la mano gentilmente y la besó.
¿Habría retrocedido una mujer mortal?
—Mi reina —dijo Enamon en voz baja.
Bektaten levantó la mano libre hacia un lado. «Quédate donde estás», decía el gesto.
—¿Te sorprende verme viva? —preguntó por fin—. ¿Cómo es posible que te sorprendas cuando me has dado caza hasta este lugar?
—«Dar caza.» Esa no es la expresión apropiada.
—Pues dime tú cuál es, Saqnos.
Todavía le sostenía la mano que acababa de besar. Un leve tirón bastaría para ponerlo de pie.
—Camina conmigo, mi reina. Camina conmigo para que...
—¿No dejé de ser tu reina cuando me metiste bajo tierra?
Ojalá pudiera dejarse convencer por la expresión afligida de Saqnos, la cabeza gacha, el remordimiento que parecía atenazarle el cuerpo recio. Pero no estaba convencida. Y adivinó sus verdaderos motivos: apartarla de sus hombres. Y de los suyos también. Esto último la intrigó.
—Hay mucho por reparar —susurró Saqnos.
—En efecto, el robo de mi creación.
—¿Tu creación? —preguntó Saqnos. Había ira en sus ojos, ahora, el remordimiento desvanecido en el acto—. Buscabas una medicina, no el secreto de la vida eterna. ¿Ya no concedes a los dioses el mérito por el accidente de tal descubrimiento?
—¿Qué dioses? Ha habido muchos. La caída de nuestro reino, Saqnos. ¿Cómo tienes previsto reparar eso?
—No puedes echarme la culpa de la peste.
—¿Cómo que no? Entraste en junglas de las que nadie regresaba. Sabíamos que dentro había enfermedades. Y sin embargo las destrozaste a machetazos.
—Porque no me dabas la fórmula.
—Porque la exigiste a punta de lanza.
Ahora fue imposible descifrar su expresión.
—Por favor, Bektaten. Camina conmigo.
Y así accedió a su petición de que dejara de llamarla «mi reina». ¿Tal gesto lo hacía merecedor de cierta obediencia? Tal vez sí.
—Solo unos pasos. Nada más.
Saqnos fue a tomarle la mano, la misma que lucía el anillo, y ella la retiró. De modo que caminaron hombro a hombro, sin tocarse, hacia el clamor del mercado. Aunque ella no se atrevió a salir de la sombra, pues los motivos de Saqnos todavía no estaban muy claros.
—Ya que me culpas de la caída de Shaktanu, ¿me darías ocasión de reconstruirlo? —preguntó.
—Es imposible reconstruir Shaktanu.
—No me refiero a resucitar templos con lo que ahora es arena del desierto.
—¿Templos de arena en el desierto? ¿Así es como te refieres a lo que destruiste? Nuestro imperio atravesaba los mares de maneras desconocidas para la gente de esta era. Trazamos mapas de las estrellas que ahora no son más que polvo. Tierras que siguen siendo desconocidas para la gente de esta ciudad eran nuestras colonias y nuestros puestos de avanzada y estaban pobladas por nuestros leales súbditos. ¿Y todo esto lo descartas como «templos en la arena del desierto»?
—No me reivindiques el pasado cuando te ofrezco el futuro —susurró Saqnos.
—Te escucho, Saqnos. Háblame de ese futuro mejor.
—Los pueblos de las tierras que nos rodean reclaman el control sobre lo que antes era Egipto. Pero lo he recorrido de punta a cabo. Reina un caos tremendo y hay guerras intestinas. Tenemos una oportunidad, Bektaten. La oportunidad de aprovechar su confusión para rehacer lo que perdimos.
—Es imposible rehacer lo que perdimos.
—Pues entonces hagamos algo nuevo. Algo más grandioso.
—¿Con qué fin, Saqnos?
—Poner orden.
—¿Orden? ¿Todavía te posee esa idea? ¿Tienes vida eterna y hablas de algo más grandioso? Esto es una locura. La misma locura que te volvió contra mí. Veo que no ha cambiado después de tantos siglos... No tengo palabras para describirlo. No tengo palabras para describirte.
—Esta ciudad, esta Jericó, no es más que un montón de arena comparada con lo que antaño tuvimos. Un gran imperio, un imperio gobernado por inmortales, personas con nuestros vastos conocimientos y experiencia, podría dar lugar a una nueva era.
—De modo que lo que buscas no es el orden sino el control.
—Fuiste reina. Sabes bien que no existe lo uno sin lo otro.
—¿Cómo es posible que hayas cambiado tan poco, Saqnos?
—¡No quiero cambiar! —respondió él.
—Entiendo. O sea que tu remordimiento por lo que me hiciste era puro teatro, tal como sospechaba. —Esta vez no inclinó la cabeza. Tampoco apartó la mirada. El enojo ardía en sus ojos. El enojo de quien se enfrenta a una verdad indeseada—. No me incluyas en tu sueño de un nuevo reino. Jamás volveré a ser tu reina.
—Bektaten...
—No te postres, Saqnos. Te degrada. Si deseas crear un ejército inmortal para adueñarte de Egipto, tienes todo lo que necesitas. No intentes conseguir mi apoyo para librarte de tu arrepentimiento. Me traicionaste. Ahora eso ya es historia. Es nuestra historia y nunca cambiará.
—No es verdad —dijo Saqnos, agarrándole la muñeca con fuerza—. No tengo todo lo que necesito. —Cólera, ahora, cólera que le hizo resoplar y mostrar el blanco de los ojos—. La fórmula... está adulterada. Estos hombres no durarán mucho. No tanto como hemos durado nosotros. Son fracti. Como mucho les doy doscientos años de vida. Después llegará su declive y me veré obligado a crear otros. Necesito el elixir puro. Lo necesito tal como tú lo hiciste.
De modo que por eso había querido apartarla no solo de sus hombres sino también de los suyos, a fin de que no oyeran su secreto. A fin de que no supieran que en algún lugar de esta tierra existía un elixir más poderoso y potente que el que Saqnos les había dado.
—Así pues, al cabo de mil años, buscas exactamente lo mismo que buscaste en el final de nuestro reino —contestó Bektaten—. Buscas lo que nunca te daré.
Saqnos de repente se apartó de ella y dio un grito estridente.
Vinieron desde ambos extremos del túnel, hombres iguales a los dos que los habían seguido hasta la ciudad. Seis en total, puñales en mano. En un instante, Enamon y Aktamu estuvieron rodeados. Saqnos se mantuvo al margen, dejando que sus hombres cumplieran sus órdenes.
Se centraron en arrebatar la faltriquera a Enamon, pero dos le agarraron los brazos por detrás para contener a Bektaten, quien ya había desenroscado la piedra de su anillo, revelando el minúsculo alfiler que contenía. Apenas se movió. Simplemente giró los nudillos de su mano prisionera hacia el antebrazo del hombre que intentaba retenerla.
El anillo le pinchó en la piel y dio un grito angustiado. Si el muguete estrangulador funcionaba como siempre, aquel hombre no tendría mucho tiempo para gritos.
Se apartó de ella trastabillando. Extendió un dedo acusador en su dirección y acto seguido el dedo se convirtió en ceniza. Sus grandes y aterrorizados ojos se ensombrecieron en el mismo instante en que su mandíbula se deshacía en polvo. A su alrededor, la refriega se detuvo. De repente, el hombre al que había envenenado no era más que un montón de túnicas y ceniza.
Los hombres restantes, aquellos fracti, como Saqnos los había llamado, huyeron presas del pánico.
Y cuando ella se volvió hacia Saqnos, dio la impresión de que él también deseaba huir.
Con cuidado, Bektaten sacó la gema de donde la había guardado y la enroscó de nuevo en su sitio.
—Morarás en las sombras de reinos y nunca más en sus palacios reales —dijo en voz baja—. Si rehúsas esta orden, si alguna vez intentas reclutar un ejército de inmortales, te buscaré, Saqnos, y acabaré contigo. Que esta sea la última orden que oyes de tu reina.
Por un momento pareció que el antiguo primer ministro no iba a ser capaz de dejar de mirar las túnicas vacías y llenas de ceniza de su mercenario, apiladas en un charco del suelo. Entonces le sobrevino un miedo como ningún otro que hubiera conocido a lo largo de los siglos. Se echó a correr hacia las puertas de la ciudad.
Una vez se hubo ido, Bektaten notó que una mano se apoyaba en su hombro, luego otra. Enamon y Aktamu volvían a estar a su lado una vez más, alertándola en silencio de su constante presencia y su perdurable compromiso de acompañarla y protegerla en todo momento.
—Recoged la ceniza y las túnicas —dijo—. Y después id al mercado. Esta es una buena ciudad para la buena gente. Y hemos conseguido expulsar a sus invasores.
—Sí, mi reina —susurró Enamon.
PRIMERA PARTE
1
1914: Cerca de El Cairo
El joven médico nunca había conocido a una mujer tan cautivadora como la que estaba debajo de él. Su deseo era insaciable. Lo ansiaba de tal modo que parecía que ansiara la vida misma.
Cuando lo enviaron a su habitación por primera vez unos días antes, le aseguraron que su muerte era inminente. «Quemada de la cabeza a los pies», se habían lamentado las enfermeras. Habían sacado su cuerpo de debajo de los cajones del fondo de un vagón de mercancías. Imposible saber quién era ni qué distancia había recorrido en tren. Ni cómo demonios seguía estando viva.
Ahora bien, cuando apartó la mosquitera la encontró sentada en la cama, tan hermosa que casi resultaba doloroso mirarla. Sus rasgos indemnes tenían exquisitas proporciones. Su pelo rizado, con raya en medio, formaba una gran pirámide de oscuridad en cada lado de su cabeza. Palabras como «sino» y «destino» acudieron a su mente. Con todo, al instante se avergonzó por cómo se había excitado al ver los pezones bajo la sábana.
—Eres un hombre muy guapo —había susurrado.
¿Era un ángel caído? ¿Cómo explicar si no la milagrosa recuperación física? ¿Cómo explicar la total ausencia de dolor o desorientación? Y luego estaba lo de su acento: perfecto y refinado británico. Y cuando le había preguntado si tenía amigos, alguien con quien debiera ponerse en contacto, le había dado una respuesta de lo más extraña:
—Tengo amigos, sí. Y citas a las que acudir. Y cuentas que saldar.
Mas no volvió a mencionar a esos amigos en las horas siguientes a que él se la llevara de aquel pequeño puesto de avanzada casi fronterizo con Sudán. Horas en las que él se había arrojado a sus brazos, montando las ondulaciones serpentinas de su inmaculado cuerpo dorado.
Al principio ella había insistido en que fuesen a Egipto. Cuando él le preguntó si esos amigos que había mencionado podían encontrarse en la tierra de los faraones, respondió simplemente: «He tenido muchos amigos en Egipto, doctor. Muchísimos». Y su sonrisa lo volvió a desarmar una vez más.
En Egipto, declaró, le revelaría más cosas sobre su misterio.
En Egipto le daría ocasión de comprobar cómo podía resistir sin dormir, consumiendo grandes cantidades de alimento a todas horas sin ganar un gramo de peso. Cómo podía hacer el amor con una pasión devoradora que nunca la cansaba en lo más mínimo. Y tal vez también le daría una explicación al azul deslumbrante de sus ojos, tan poco frecuentes en una mujer de complexión mediterránea.
Pero ¿se atrevería a compartir con él el detalle más importante de todos?
¿Le diría su nombre?
—Theodore —le susurró él.
—Sí contestó ella—. Eres el doctor Theodore Dreycliff. Un buen médico británico.
A pesar del tiempo que habían pasado juntos, dijo estas palabras como si solo le resultaran vagamente familiares. Como si contuvieran datos que necesitara que le recordasen continuamente.
—No tan bueno en opinión de mis colegas, sin duda —dijo Dreycliff—. Un buen médico no abandona su hospital sin dar explicaciones. No se fuga de repente con una bella paciente.
Ella no recibió este comentario con la indulgente risita que él habría esperado de una de esas tremendamente aburridas mujeres con las que sus padres habían deseado casarlo en Londres. Se limitó a mirarlo en silencio. Tal vez en verdad no lo entendiera, o tal vez adivinase que en su historia había otras cosas que él tampoco le había contado.
Dreycliff no tenía buena reputación, eso estaba claro. Había hecho un buen trabajo en aquel pequeño puesto de avanzada en Sudán, pero había sido una terrible equivocación de juventud la que lo había desterrado allí años antes. Recién salido de la facultad de Medicina y ansioso por demostrar que era competente ante sus colegas más veteranos, no hizo las preguntas que debería haber hecho durante las primeras semanas de ejercicio. Como consecuencia faltó poco para que dejara lisiado a un paciente al prescribirle una cantidad obscenamente inapropiada de medicación.
«Inapropiada» no fue precisamente la palabra que emplearon sus colegas, no obstante. «Temeraria.» «Criminal.» El centro médico en cuestión se salvó de la ruina solo por la buena gracia de Dios. Clamaron contra él por anteponer su vanidad a las necesidades de un paciente. Y solo acordaron no denunciarlo a condición de que hiciera una de estas dos cosas: abandonar por completo la práctica de la medicina o abandonar Londres.
Qué triste satisfacción había sacado de su maldita hipocresía. Poco les importaba que causara perjuicio a un paciente en algún remoto rincón del mundo, siempre y cuando las consecuencias no viajaran a lo largo y ancho del imperio hasta su puerta.
«Cuánta vanidad», pensó en su momento.
Así fue como terminó ejerciendo la medicina en lo que sus antiguos compañeros de universidad llamaban burlonamente el África más negra. Había llegado siendo otro hombre, descarado y arrogante, pero también consentido y mimado. África lo había cambiado, le había mostrado los puntos flacos y los límites del Imperio británico, las milagrosas experiencias para las que la Iglesia cristiana de su juventud no tenía explicación y ni siquiera nombre.
Igual que ella. En efecto, era más fácil pensar en ella como en una experiencia que como en una persona.
La palabra «persona» era demasiado común para describir la mágica imposibilidad de que estuviera viva.
Y sin embargo, mientras yacían con sus miembros desnudos entrelazados, ella con una expresión radiante de dicha, los pensamientos de Theodore seguían ocupados por el segundo y tal vez definitivo escándalo que seguramente había desencadenado su repentina ausencia del hospital.
Una modesta suma de dinero había bastado para salvarle el pellejo la primera vez, cubriendo su viaje a Sudán y los gastos cotidianos durante los meses posteriores a su llegada. Ahora no sabía con certeza cuál sería el coste para su reputación profesional. Ni si se lo podía permitir. Imposible regresar con su familia. Una vez sumados todos los gastos de aquel viaje, le quedaría muy poco de lo que vivir. El alquiler de dos automóviles; uno para las tiendas y las provisiones, otro para ellos dos, y un conductor para cada uno. Suficiente comida y agua para unos cuantos días. O no, si el apetito de su bella compañera no empezaba a disminuir en algún momento. Y dinamita. Varios cartuchos de dinamita de un aspecto amenazador.
Pero ella le había prometido, les había prometido a todos, que lo que encontrasen al final de aquella travesía por el desierto bastaría para pagar todas sus deudas, presentes y futuras.
En la tranquilidad que siguió, la portezuela de la tienda vibraba con el viento del desierto. Distinguió las lejanas risas de los conductores, a los que les había dicho que se mantuvieran a una distancia respetuosa de la tienda. Por el momento habían obedecido.
—Teddy —susurró ella, y le acarició la mejilla con las puntas de los dedos.
Él se sorprendió tanto con aquel contacto repentino que se sobresaltó.
—Pronto te diré mi nombre —volvió a susurrar.
Se sentía como un niño tonto por taparse los oídos con los dedos. Pero nunca hasta entonces había estado tan cerca de una explosión. No sabía a qué atenerse.
Su bella compañera no daba muestras de tener miedo mientras observaba cómo desaparecían los conductores entre las crestas de más arriba, con las mechas de dinamita en las manos.
Delante de ellos había una isla de chapiteles de arenisca erosionada. Formaban una especie de caja en torno a un gran montículo de arena dorada. Teddy sabía muy poco sobre las excavaciones arqueológicas en Egipto, aparte de que esparcían por el paisaje una red de tiendas. Allí no había rastro alguno de una de tales excavaciones.
Estaban a dos días en coche de El Cairo. En medio de ninguna parte, al parecer. Sin embargo, ella los había conducido allí con absoluta confianza, simplemente observando las estrellas. Y ahora, mientras los hombres correteaban por la arena, con las mechas encendidas abandonadas a sus espaldas, el cuerpo de ella se enroscó con una tensión casi sexual.
Teddy apretó más los dedos en sus oídos.
Los hombres, todavía corriendo, se los taparon con las manos. La explosión provocó una reluciente onda expansiva a través de la arena y sus pies. Una columna de humo se elevó en el aire. Ella se puso a dar palmas y a sonreír como si la dinamita contuviera una magia tan poderosa como la que él percibía emanando de ella.
Una vez el humo se aclaró, Teddy vio que un lado del montículo había desaparecido. La explosión había atravesado una puerta de piedra cuyos restos hechos pedazos quedaron esparcidos como dientes cariados.
Aquel territorio no lo había cruzado nadie en siglos, mas ella había sabido la ubicación exacta de aquel templo enterrado.
Los egipcios se alejaron.
¿Hacían bien en tener miedo?
Recientemente los periódicos habían publicado muchas habladurías. El magnate de una poderosa compañía naviera británica había descubierto la tumba de una momia llena de inscripciones que declaraban que aquel había sido el último lugar de descanso de Ramsés el Maldito. En su interior también se habían hallado muebles romanos y una estatua de la que se afirmaba que representaba a Cleopatra, la última reina de Egipto.
Todo aquel asunto era pura locura, sostuvieron los periodistas. Ramsés II había gobernado dos mil años antes del reinado de Cleopatra. Y su cuerpo estaba en el Museo de El Cairo. ¡Todo el mundo lo sabía!
No obstante, cuando el hombre que había descubierto la tumba murió de repente entre sus paredes antes enterradas, los rumores sobre antiguas maldiciones tomaron la delantera a las discusiones académicas. El cuerpo de la momia se había enviado a Londres, según lo último que había leído, a petición de la hija del difunto arqueólogo. Su nombre era Stratford, ahora lo recordaba. ¿Dónde la habría puesto?, se había preguntado. ¿En la sala de estar? ¡Qué macabro! Era evidente que no temía una maldición por parte de la momia.
Tal vez no fuese una maldición lo que los hombres que lo rodeaban temían ahora, sino a la mujer que los había llevado hasta aquel lugar.
El farol que llevaba Teddy apenas penetraba la oscuridad del interior. Ella caminaba tan adelantada como podía sin salir del halo de luz. Pero tenía ganas de adentrarse en la oscuridad, y él se percató. Aquella tumba, incluso en la negrura más absoluta, ella la conocía como la palma de su mano.
Cuando la luz del farol alcanzó los relucientes tesoros que había más adelante, Teddy dio un grito ahogado. Ella se detuvo y aguardó a que la alcanzara, hasta que el resplandor llenara el espacio con la potencia de una docena de velas.
Con los nervios de punta, giró sobre sí mismo, buscando un sarcófago u otro indicio de que hubiera una momia disecada descomponiéndose en aquel lóbrego lugar. Pero lo único que veía eran montones de monedas. Una caja fuerte de tesoros fabulosos. Y su bella compañera caminaba entre ellos sin prisas, limpiando el polvo y la arena de encima de los centelleantes montones con delicados gestos de la mano. También había estatuas de diversos tamaños, alineadas contra las paredes de piedra sin ninguna elegancia. Las habían llevado allí apresuradamente, según parecía, para protegerlas.
—¿Cómo sabías que todo esto estaba aquí? —preguntó él.
—Porque ordené a mis soldados que lo trajeran —contestó ella.
La carcajada de Teddy fue seca, incrédula. Entonces se fijó en el rostro de la estatua que tenía más cerca. Se le cortó la respiración y perdió todo sentido de un mundo ordenado y racional.
—Has sido muy bueno conmigo, Teddy —dijo la mujer—. ¿Puedo esperar más amabilidades de tu parte a cambio de una porción de estas riquezas?
Teddy intentó contestar. Solo fue capaz de emitir un sonido áspero que le recordó una ocasión en la que le faltó poco para asfixiarse con un trozo de bistec.
Ahora tenía su aliento en el oído, sus esbeltos brazos curvándose alrededor de él desde atrás. Sus labios húmedos le acariciaban el cuello. Vivos, respirando. La estatua que lo miraba a través de la parpadeante luz del farol guardaba un parecido exacto con ella, igual que todas las estatuas escondidas en aquella cripta. El mismo rostro proporcionado; el mismo pelo negro azabache y la misma piel olivácea. Solo el color de los ojos era distinto. En las estatuas eran oscuros, no azules, pero tenían el mismo generoso tamaño y parecían llenos de vida e inteligencia incluso debajo de las capas de polvo.
—Un hombre moderno miraría esta cripta y me acusaría de saquear mi propio reino en sus horas finales. De no haber tenido fe en mi amante. Ninguna fe en que la batalla de Accio fuese a detener el avance de Octavio.
Octavio. Accio. Una mujer que no dormía y no podía morir. La mujer que tenía delante y detrás de él. Viva, viva, viva...
—Esto no es... —intentó decir el médico—. Imposible. Esto es... imposible.
—Nadie sabía tan bien como yo que la mayor protección de un imperio reside en su riqueza, no en su ejército. Fueron las riquezas las que nos granjearon la paz con Roma durante años. Riquezas y cereal. De modo que esto tendría sentido para esos historiadores, ¿no? Que en las horas finales de mi reino, en mis horas finales como reina, hiciera poco más que acaparar tesoros.
»Pero estarían equivocados, ¿sabes? Muy equivocados. Una vez quedó claro que era imposible detener a Octavio, una vez que decidí entregar mi vida a la mordedura del áspid, no soporté la idea de que mis retratos terminaran destruidos a manos de sus soldados. Que escribieran mi historia como la de la reina ramera, si querían, pero delante de Isis no rendiría mi semblante para que lo descuartizaran las hordas romanas.
No eran solo las estatuas, reparó Teddy. Eran las monedas, eran los tesoros. Ella aparecía en todas aquellas monedas. Y todas habían permanecido ocultas en aquella cripta durante más de dos mil años.
—Pregúntame otra vez, Teddy —susurró ella—. Pregunta cómo me llamo.
—¿Cómo te llamas? —susurró él.
—Cleopatra —contestó ella—. Me llamo Cleopatra. Y es mi deseo que me muestres todos los placeres de este nuevo mundo, de modo que pueda compartirlos contigo. ¿Te gusta la idea, Teddy?
—Sí —susurró Teddy—. Sí, Cleopatra.
Fue una historia extraordinaria, la que ella contó. Una historia de inmortales, despertares y terribles y trágicos accidentes.
Habló de su muerte como de un gran lago de negrura del que de súbito la sacaron.
Hasta que fue descubierto, el barro del delta del Nilo conservó su cuerpo. Durante las décadas siguientes yació en el Museo de El Cairo, dentro de una vitrina, catalogada con una triste etiqueta que rezaba: MUJER DESCONOCIDA, ÉPOCA TOLEMAICA. A partir de entonces, un sinfín de historiadores y turistas habían arrimado sus rostros al cristal sin darse cuenta de que estaban contemplando la misma figura que había embelesado a César y Marco Antonio.
Y entonces, dos meses antes, había sido reconocida en la muerte, reconocida por un hombre de su antiguo pasado que volvía a merodear por la tierra.
¡Ramsés! Así pues, eran ciertos los artículos de los periódicos acerca de la tumba recientemente descubierta, cuyo momificado ocupante había dejado rollos que sostenían que era, en realidad, Ramsés II, uno de los más importantes faraones de Egipto. También los muebles romanos del interior, o el cuento imposible sobre un consejero inmortal que había servido y aconsejado a muchos de los grandes soberanos de Egipto durante miles de años. Todo ello, tan rotundamente descartado por académicos e historiadores, era absolutamente verdad, y la mujer que tenía delante era la prueba viva, resucitada de ello.
Ramsés II. Seguía pisando la faz de la tierra incluso ahora, sostenía ella. En Londres, tal vez. O quizá en alguna otra parte, Cleopatra no lo sabía. Lo que sí sabía era esto: lo había despertado el sol después de que se descubriera su tumba y enviaran su cuerpo a Londres. Entonces, tras reconocerla en el Museo de El Cairo, la había despertado mediante el mismo elixir que le había otorgado vida inmortal, un elixir robado a una sacerdotisa hitita loca durante su reinado como faraón de Egipto.
Su reencuentro fue lo contrario a su primer encuentro dos mil años antes, cuando los viejos sacerdotes de Alejandría le habían contado historias sobre un sabio consejero inmortal a quien había despertado del sueño eterno el bisabuelo de la propia Cleopatra. Ella se rio de aquellos sacerdotes y exigió que la llevaran a la cripta de aquel supuesto inmortal. Al ver la momia marchita que contenía, ordenó que abrieran los postigos de la tumba para que la luz del sol inundara aquel lugar. Su desdén por los antiguos mitos se convirtió en asombro cuando aquel baño de luz celestial devolvió piel y cabellos y hermosas facciones a la forma exánime que descansaba sobre la losa.
¡Los cuentos resultaron ser verdad! Y el hombre al que había despertado, Ramsés el Grande en persona, ejerció como consejero jefe y amante durante años a partir de entonces.
Y después llegó su traición.
Había aprobado su aventura con César, incluso le había aconsejado que se dejara llevar. Pero en Marco Antonio había entrevisto las simientes de la perdición de su reina. Por eso, cuando ella fue a pedirle el elixir en vísperas de la batalla de Accio, no para ella sino para su amante, a fin de que pudiera crear un ejército inmortal para detener el avance de Octavio, Ramsés se había negado. Y ella, desesperada, había acabado entregándose a la picadura del áspid.
¿Y a h o r a?
El Ramsés de aquel nuevo siglo había empezado a relacionarse con un grupo de aristócratas londinenses, amigos y parientes de Lawrence Stratford, el hombre que descubrió su tumba y murió poco después. Este grupo había viajado a Egipto. Ella no sabía por qué motivo en concreto. Solo sabía que cuando Ramsés se topó con su cuerpo en el museo le sobrecogió una profunda pena y llevó a cabo un acto que nunca antes había realizado.
Vertió su valioso elixir sobre los restos de su cadáver. Después, al parecer huyó, abandonándola a la locura y la confusión que se adueñaron de ella en aquellos primeros días. Una locura a la que aludía en términos muy generales.
Teddy no la presionó.
Pero estaba claro, terriblemente claro, que Ramsés había huido horrorizado por lo que había hecho, que la había abandonado al cuidado de un miembro de su grupo de viajeros, el conde británico Elliott Savarell. Aquel hombre tenía un hijo, Alex, pero cuando Cleopatra llegó a la parte de la historia en la que este desempeñaba un papel, volvió a adoptar un aire distante y distraído. Pronunció su nombre dos veces... Alex... Alex Savarell. Como si su mera mención la abrumara. Como si aquel sonido le pusiera un peso en la lengua.
¿Era enojo o culpa o congoja lo que sentía cuando recordaba a ese hombre, al conde londinense? Allí había gato encerrado, eso seguro. Algo entre ella y ese tal Alex que bastaba para distraerla incluso ahora.
Y había otras lagunas en la historia, otros momentos en los que las pausas devenían prolongados silencios que sugerían un fallo de la memoria o torrentes de sentimiento ante los que se negaba a rendirse. Y Teddy se daba cuenta de que en esos primeros días de locura, de no saber quién era en verdad, había cobrado vida.
Y que así fuese.
No era un ser que se rigiera por las leyes de la naturaleza. ¿Cómo iba él a atreverse a imponerle las del hombre?
—¿Y el accidente? —preguntó Teddy finalmente—. ¿El que te causó tan graves quemaduras?
Fue lo primero que dijo en una hora. El viento por fin había amainado, y el aire ya no alejaba la cháchara excitada de los hombres que estaban cerca de su tienda. Claro que estaban excitados. Ella había prometido darles un porcentaje de los tesoros a los que los había conducido a lo largo de toda la jornada.
—Un accidente, sí —dijo Cleopatra—. Fue un accidente terrible.
Y no diría nada más.
De modo que había terminado mal. Terriblemente, quizá. Dos finales trágicos con aquel inmortal Ramsés, y no deseaba hablar de ninguno de ellos. Pero en aquellas primeras horas tras su milagrosa curación, había aludido a una venganza. Y ahora comprendía que ante cualquier cosa que le pidiera, él se volcaría en cuerpo y alma.
—¿Deseas volver a ver a esas personas? —preguntó Teddy, a sabiendas de que existía una posibilidad muy real de que ella deseara hacerles daño.
Por un instante, ella se quedó mirándolo. Teddy quiso creer que lo estaba aquilatando, juzgando si era un digno compañero ahora que le había revelado la verdad. Pero le constaba que era poco probable y eso lo apenó. Lo apenó creer que estaba mirando a través de él hacia su propia historia.
—Con el tiempo —susurró ella—. Ya llegará el momento.
—¿Y qué deseas hacer ahora?
—Deseo estar viva, Teddy. —Su sonrisa le produjo tanto placer como el contacto de sus dedos recorriendo su columna vertebral—. Deseo estar viva contigo.
Jamás otras palabras le habían causado tanto regocijo.
2
Venecia
Ramsés tenía la impresión de estar viviendo en un sueño. Nunca había contemplado una ciudad más espléndida. Miró por la ventana al otro lado del Gran Canal, con su infinita hilera de palacios enfrente; levantó la vista hacia el luminoso cielo azul de la tarde y después la bajó una vez más hacia el agua verde oscuro. Relucientes góndolas negras se deslizaban raudas, atestadas de europeos y americanos vestidos de vivos colores que miraban con asombro y entusiasmo las mismas maravillas que lo tenían cautivado y sin habla. Cuántos sombreros exuberantes, cargados de plumas y flores. Y en las orillas los mercados de flores con sus radiantes tenderetes polícromos. Ah, Italia. Ah, el paraíso. Sonrió, maravillado ante su incapacidad de aprender idiomas modernos lo bastante deprisa como para desenvolver un tesoro de palabras que pudiera describir tanta belleza. Existían nombres deslumbrantes para el rojo desvaído y el verde oscuro de aquellos edificios, para sus puentes y balcones decorativos, nombres para las épocas de la historia y los estilos que los habían alumbrado.
Ah, aquella gran tierra, aquella espléndida tierra, y aquella época inmejorable que podía nutrir tan densas metrópolis, donde plebeyos y nobles por igual disfrutaban de semejante belleza con tan poco esfuerzo. Deseaba ver más, deseaba ver el mundo entero y, sin embargo, nunca marcharse de allí.
La brisa del Adriático se estaba llevando el calor de la tarde. La ciudad había despertado de su siesta. Había llegado el momento de que él saliera también.
Cerró los postigos verdes y regresó al magnífico dormitorio que para él era en sí mismo mágico, un tesoro. Reyes y reinas se habían alojado en aquellas habitaciones pintadas al fresco con mucha alegría, o al menos eso le habían dicho.
—Es apropiado para ti, querido —le había dicho Julie—. Y el precio es una nimiedad.
Su Julie se entregaba a él con toda confianza.
La Stratford Shipping, la gran corporación que había heredado de su padre, volvía a funcionar bajo la mirada atenta de su arrepentido tío, y Julie había asegurado a Ramsés que siempre tendrían oro a espuertas. Pero ninguna cantidad de oro podría haber comprado aquel nivel de lujo en la época de Ramsés.
Suelos con motivos de madera tan duros y lustrosos como la piedra, mesitas de noche y tocadores de marquetería bordeados de brillante latón, y espejos, ah, los enormes espejos. Allí donde miraba se veía a sí mismo esbozando una sonrisa en aquellos amplios espejos oscuros, como si su doble viviera y respirase en el otro lado del cristal.
Aquella era una época gloriosa, no cabía duda alguna, y la culminación de muchos siglos gloriosos durante los que él había dormido en su tumba en Egipto, ajeno al tiempo, ajeno a la conciencia sin soñar siquiera que tales maravillas le estuvieran aguardando.
Ramsés el Maldito, que había cerrado los ojos antes que presenciar la caída sin remedio de Egipto. Ramsés el Maldito, que había sabido que una vez que lo enterraran lejos del sol se quedaría impotente para luego descomponerse, descomponerse interminablemente, hasta que lo sacaran a la luz desprevenidos mortales de una época futura.
Bien podría haber reflexionado allí sobre todo esto en paz y tranquilidad para siempre, lo que se había perdido y lo que ahora lo cautivaba allí donde mirase.
Pero Elliott Savarell, el conde de Rutherford, y su amada Julie lo estaban aguardando, y aquella ciudad lo aguardaba, lo aguardaba para que volviera a recorrer sus encantadores canales secundarios hasta la piazza San Marcos, donde entraría una vez más en la iglesia que casi lo llevó a arrodillarse la primera vez que la vio. Por todos aquellos parajes había visto iglesias llenas de estatuas y pinturas de inimaginable perfección, pero ningún santuario consagrado lo había subyugado como San Marcos.
Presuroso, terminó de arreglarse, ajustándose la corbata negra al cuello y poniéndose los gemelos de oro que le había regalado Julie. Se pasó el cepillo de mango nacarado por el abundante pelo castaño. Y aplicó una ínfima cantidad de colonia a su rostro recién afeitado. En el espejo vio a un hombre moderno, un europeo de piel morena y radiantes ojos azules, y ni rastro del soberano que había sido para miles de súbditos en una época que no pudo haber imaginado esta.
—Ramsés —susurró en voz alta—. Nunca jamás vuelvas a sumirte en ese pasivo y desesperanzado sueño. Nunca. No importa lo que este mundo te ofrezca o te haga. Recuerda este momento y este dormitorio en Venecia, y jura que tendrás el coraje de enfrentarte a lo que esté por venir.
Bajó con desenvoltura por la amplia escalera de mármol y cruzó el bullicioso vestíbulo del hotel hasta los embarcaderos.
En cuestión de segundos el botones de librea tuvo una góndola a su disposición.
—Piazza San Marcos —dijo al gondolero de ropas coloridas al tiempo que le daba un puñado de monedas—. Y si me lleva deprisa...
Se recostó, levantando la vista hacia los edificios una vez más, procurando recordar los nombres de los puentes que más admiraba. ¿Eran moriscos? ¿Eran góticos? ¿Y cómo se llamaban los postes bellamente torneados de los balcones? Balaustres. Cuántas palabras le pasaban por la cabeza, con sus infinitas connotaciones: decadente, barroco, grandeza, rococó, monumental, perdurable, trágico.
Ideas, conceptos, historias, relatos sin fin sobre el ascenso y caída de reinos e imperios, de tierras remotas más allá del amplio mar, y terrenos montañosos y reinos de hielo y nieve; todos aglomerados a las mil maravillas.
Semejante mundo precisaba un montón de palabras para ser definido, seguro. Y embelesado como estaba, su mente divagó hacia el pasado, remontándose hasta su barcaza de recreo en el Nilo tanto tiempo atrás, con sus preciosas doncellas desnudas a los remos y la brisa que acariciaba el ancho río, donde las gentes sencillas se juntaban en ambas orillas para inclinarse ante el paso de su faraón. Qué despacioso el ritmo sin el tictac y las campanadas de los relojes, qué eternas parecían la arena dorada y las zonas de oscuro légamo fluvial con sus campos verdes primorosamente atendidos. Palmeras balanceándose contra un cielo perfecto, y los límites de todo eso podían conocerse con mucha certeza. Ahora parecía que el sueño fuese aquel tiempo de antaño, y no aquellos importantes y grandes palacios que se alzaban delante de él.
—No, nunca vuelvas a retirarte en el sueño —susurró para sí mismo.
La estilizada embarcación negra alcanzó el muelle y en un periquete estuvo adentrándose entre el gentío de la gran plaza cuadrada, en busca del restaurante donde iba a reunirse con su amada y el mejor amigo de ambos. Los turistas abarrotaban l