El rey tahúr

Carlos Aurensanz

Fragmento

Capítulo 1

1

Año del Señor de 1188

Un pañuelo húmedo de lino anudado al cuello le protegía la nariz y la boca, pero no conseguía impedir que el polvo blanquecino que flotaba por todas partes se le metiera hasta la garganta, haciéndole toser a cada instante. Una capa parduzca le cubría la piel, el jubón, las sandalias y el cabello, y le obligaba a limpiarse los ojos enrojecidos con el dorso de la mano para retirar de las comisuras la molesta mezcla de lágrimas y partículas de caliza.

El joven Nicolás, sin embargo, estaba acostumbrado a aquello. Desde que tenía memoria, quizá con siete años, había acompañado a su padre al tajo en aquella villa que les había acogido tras su llegada de Auxerre, en el lejano ducado de Borgoña. Así, el polvo de piedra había sido su compañero inseparable: había teñido de blanco, gris u ocre su cabello claro, y había impregnado, mezclado con la nostalgia y la melancolía, cada una de las historias que Pierre, su padre, le contaba en su niñez en las largas noches de invierno al calor de la lumbre.

Su familia procedía de una estirpe de canteros borgoñones que había desarrollado la misma labor durante generaciones, poniendo su experiencia y su oficio al servicio de abades, obispos y nobles que, durante la última centuria, rivalizaban en la cercana Île-de-France a la hora de alzar al cielo las más hermosas construcciones, a mayor gloria de Dios. En los oídos de Nicolás resonaba el nombre del abad Suger, para quien habían trabajado sus dos abuelos, labrando los sillares con los que se levantaba la nueva y al parecer imponente abadía de Saint Denis, cercana a la ciudad de París. Al principio no comprendía qué había llevado a Pierre y a Marie, su madre, a abandonar aquellas tierras del norte que les garantizaban el sustento, y no tuvo la oportunidad de hacerle aquella pregunta a su padre, porque una cabria mal anclada en la cantera había acabado con su vida cinco años atrás, cuando él contaba tan solo once.

Había transcurrido mucho tiempo antes de que Marie fuera capaz de hablar de su esposo sin que el tormento del recuerdo le impidiera siquiera pronunciar su nombre. Para entonces, durante el trabajo menos duro en el taller de cantería o en las breves pausas para el almuerzo, otros oficiales de la cuadrilla de su padre ya le habían revelado algunos detalles. Al parecer, sus dos abuelos mantenían una prolongada rivalidad en las obras de Saint Denis, y el desencuentro había llegado tan lejos que la justicia había tenido que mediar para dirimir sus pleitos. Sin embargo, Pierre y Marie habían crecido juntos, ajenos a las disputas de sus padres. El muchacho trabajaba desde edad temprana junto a su progenitor, y Marie cada día le llevaba el almuerzo al tajo al suyo. Ni la enemistad entre ambos ni la categórica prohibición por parte de las familias de cruzar siquiera una palabra habían conseguido separarlos, y los encuentros, por necesidad furtivos, se habían hecho continuos durante la adolescencia de ambos. La para él incomprensible oposición familiar había hecho de Pierre un muchacho rebelde y desafecto, aunque no por ello había descuidado su trabajo y su aprendizaje en la cantera y en los talleres donde se ultimaban sillares y dovelas. Los dos jóvenes comenzaban a asimilar que no había futuro para su relación cuando la evidencia del embarazo de Marie vino a marcar para siempre su existencia.

No hacía demasiado que ella misma le había contado lo que sucedió a continuación. Por entonces Pierre había oído hablar de la demanda de canteros con experiencia que empezaba a haber en tierras relativamente alejadas del ducado de Borgoña y de la propia Île-de-France y, antes de que la gestación se hiciera patente, tomaron la decisión de abandonar a sus respectivas familias para compartir juntos un futuro tan incierto como esperanzador. No fue un robo lo que Pierre cometió al encinchar el mulo que habría de acompañarlos en su aventura, pues lo tomó a cuenta del salario que se le debía en la obra de Saint Denis. Sí lo fue el hecho de introducir en las alforjas las herramientas propias de su oficio, lo más valorado por un cantero y algo que pocos alcanzaban a poseer en propiedad. En descargo de su conciencia mascó la idea de que aquella era la herencia que su padre jamás le dejaría porque, si algo vislumbraban ambos con claridad, era que el viaje que emprendían no tendría retorno.

Recordaba bien el día en que su madre le había revelado los detalles de su pasada existencia. Las lágrimas corrían por las mejillas de Marie al hablarle del sufrimiento, de la sensación de traición a los de su sangre que experimentaron al ver cómo la distancia reducía el tamaño de los imponentes muros de la nueva abadía de Saint Denis. Sabían que no la verían terminada. Sus pasos les llevaron hacia el sureste, quizá por el deseo inconsciente de contemplar por última vez su villa natal de Auxerre en las tierras de Borgoña, cuna de los mejores escultores y canteros del reino. Después, espoleados por la cercanía del invierno, se encaminaron hacia el sur, en un viaje que duró meses, durante los cuales Pierre desempeñó su trabajo en varios prioratos y abadías de la orden monacal nacida en Cluny, algunos de los cuales empezaban a alzar sus muros en lo que parecía una decidida expansión hacia tierras meridionales. Su meta era algún lugar de la Aquitania de clima benigno, cualquier próspera ciudad donde se estuviera iniciando la construcción de un nuevo templo, un monasterio quizás, y su experiencia fuera bien valorada y retribuida. Pero aquel invierno resultó duro, los trabajos de construcción se habían detenido en todos los lugares que atravesaban, y Pierre hubo de dedicarse a tareas menores a cambio tan solo del sustento. Fue el deseo de huir de aquel clima extremo lo que les condujo hacia su primer destino, cerca del gran océano. Alcanzaron Burdeos al principio de la primavera con la intención de unirse a los trabajos de construcción de la magnífica catedral que alzaba ya sus muros en el centro de la ciudad.

Nicolás recordaba cómo su madre sonreía al evocar la primera vez que, juntos, habían visto el mar. Le contó que sintió las primeras patadas del pequeño ser que crecía en su vientre, sus patadas, sentada sobre un montículo de aquella playa, junto al estuario del río que atravesaba la ciudad.

Pero su viaje no había concluido. Al llegar a las inmediaciones del templo en construcción, dispuesto a establecer contacto con el maestro de obras en busca de trabajo, Pierre se tropezó con un grupo de hombres que reconoció como borgoñones por su acento, su vestimenta y sus expresiones. Resultaron ser canteros como él, escultores algunos, dispuestos a abandonar la ciudad, descontentos con las condiciones de trabajo que se les ofrecían. Hablaban de atravesar los Pirineos en busca de mejores oportunidades, siguiendo el camino del apóstol Santiago. Pierre se vio seducido por las historias épicas que le contaron, protagonizadas por monarcas cristianos de reinos para él desconocidos: Aragón, Navarra, León, Castilla, Portugal, todos en lucha contra los sarracenos; por la promesa de trabajo abundante y bien pagado en las muchas ciudades recién arrebatadas al moro, donde empezaban a levantarse cenobios para repoblar las tierras conquistadas, colegiatas y catedrales en los nuevos obispados, amén de nuevas fortalezas desde las que asegurar el avance cristiano; por las ventajosas condiciones que los monarcas otorgaban en sus fueros a los francos que acudieran a repoblar sus territorios; por el exotismo de lugares en los que judíos y moros convivían con quienes abrazaban la verdadera fe de Cristo. La promesa de llegar a ser hombres libres, dueños de sus propias tierras, parecía despertar grandes expectativas en aquel grupo de jóvenes decididos, y Pierre se dejó ganar por su entusiasmo.

Debían, sin embargo, formalizar algo antes de abandonar Burdeos, algo que constituía su más anhelado deseo, pero que habían retrasado hasta alcanzar el que creían su destino. Solo uno de aquellos hombres viajaba junto a su joven esposa, también encinta, y ambos se brindaron a acompañarlos durante la sencilla ceremonia en la que se desposaron. Marcel y Sophie, así se llamaban sus improvisados testigos de boda, flanquearon a Pierre y a Marie en el altar recién consagrado de la nueva catedral, algo que sus nuevos amigos consiguieron del cabildo en compensación por el trabajo desarrollado en los últimos años levantando aquellos mismos muros.

Fue así como, al finalizar la primavera del año del Señor de 1172, los ya nuevos esposos atravesaron los montes Pirineos y descendieron sus estribaciones hasta alcanzar la capital del pequeño reino de Navarra. En Pamplona quedaron algunos miembros del grupo, pero un número reducido decidió seguir camino a Zaragoza. Eran los más ávidos por alcanzar aquellos lugares desconocidos de los que les habían hablado donde, decían, se alzaban hermosos palacios árabes con una extraña arquitectura que jamás hubieran pensado poder contemplar, con trabajos de escultura que, según contaban, rozaban la filigrana. Marie, a pesar de su ya avanzado estado de gestación, decidió complacer a su esposo, en cuyos ojos observaba un brillo intenso ante tal posibilidad. Tomaron el camino del sur con la emoción de saber que entraban en tierras que poco antes habían estado en manos de los sarracenos, hasta que el rey Alfonso, llamado por ello el Batallador, se las había arrebatado para la Cristiandad unas décadas atrás. Transitaron el Camino Real hasta el único puente que atravesaba el mayor río que regaba aquellos reinos, el Ebro; y así alcanzaron la villa de Tudela, donde el rey Sancho de Navarra había establecido su corte de forma temporal.

Llegaron a la ciudad poco antes de la festividad de San Juan. Marie recordaba que su impresión fue grande al contemplar, mientras cruzaban a pie el puente de madera, la silueta del minarete de una mezquita musulmana, que se mantenía en pie reconvertido en campanario. Fue la primera imagen impactante de una ciudad que acabarían conociendo bien, pues en la siguiente jornada, a la hora de subir al mulo para continuar el camino hacia Zaragoza, una punzada intensa en el vientre la hizo encogerse de dolor.

Aquella mañana contemplaron por primera vez el edificio a medio levantar del priorato de Santa María de Tudela, donde Marie fue acogida por caridad. En realidad, solo el dormitorio de los monjes agustinos estaba terminado, además del refectorio y la sala capitular. Pero el recinto de lo que iba a ser el albergue de transeúntes estaba ya techado y, aun con la carpintería de las ventanas sin colocar, se veía ocupado por algunos necesitados. En una pequeña dependencia anexa, al abrigo de miradas indiscretas, había venido al mundo Nicolás, atendida la madre por la partera con quien contrajeron su primera deuda. Una partera descuidada y sin oficio, que dejó parte de las parias sin extraer y, como consecuencia, unas calenturas que tardaron semanas en desaparecer y que a punto estuvieron de acabar con la vida de la joven madre. Marie siempre se había mostrado convencida de que aquella era la razón por la que su vientre ya no había vuelto a concebir. La única compañía que tuvo en aquellos días fue la de Sophie, quien decidió junto a su esposo Marcel quedarse en la villa al menos hasta su también próximo alumbramiento.

Dieciséis años habían transcurrido desde entonces... Toda su vida. Una vida truncada cuando un dramático error en la cantera hizo que una piedra de decenas de arrobas aplastara las piernas y la cintura de su padre. Dios no le dio la oportunidad de salvarse. La cabria había elevado pesos como aquel, y aún mayores, en centenares de ocasiones. Pero aquel día las fijaciones cedieron y el contrapeso no fue suficiente para impedir que la estructura basculara sobre sí misma. Él lo había visto todo a pocas varas de distancia, y no sufrió la misma suerte porque un instante antes se había alejado de su padre en busca del odre de agua que permanecía a la sombra. Pierre alzó la vista tras un grito de advertencia y comprendió que la piedra y la cabria se desplomaban sobre su cabeza sin remedio. Con un salto propio de un felino trató de lanzarse a un lado, pero al caer al suelo las piernas quedaron atrás. En medio del estruendo y de la densa nube de polvo, Nicolás solo vio a Marcel arrojar la maza al suelo antes de lanzarse hacia su amigo. Al instante una decena de canteros y peones apartaban los maderos de la cabria y apalancaban la roca con barras de hierro, en medio de los terribles gritos de su padre, gritos que jamás podría olvidar. La vida se le escapó a Pierre en unos instantes, en medio de las lágrimas, los gritos de incredulidad, las imprecaciones y las blasfemias de los cofrades. Solo tuvo tiempo de señalar hacia él con la cabeza, incapaz de hablar, a la vez que clavaba la mirada en los ojos de Marcel. Y este asintió en señal de comprensión, llorando como un niño, a la vez que rodeaba a Nicolás con el brazo y lo apretaba contra su pecho cubierto de polvo, para impedirle contemplar los últimos estertores de su padre.

Era aquel mismo polvo el que ahora le hacía llorar de nuevo. O quizá fuera el recuerdo, doloroso e imborrable a pesar del paso del tiempo. Lo cierto era que estaba allí, si no ejerciendo su oficio propiamente, sí en una tarea muy relacionada y, quizá, más delicada. En medio de las voces y los ruidos del tajo sujetaba con firmeza el cincel con la mano izquierda al tiempo que, con ligeros y repetidos golpes de maza, iba eliminando el mortero bajo la enorme losa de mármol que pretendía desprender de su emplazamiento. La tarea era delicada y aburrida; un golpe mal dado podía malograr la pieza, y el ritmo cansino y el sonido monótono hacían que a su mente inquieta le resultara sencillo evadirse.

Con la muerte de su padre, el cielo mismo pareció haberse desplomado sobre sus cabezas. Marie se hundió en un pozo de negrura del que ni siquiera la presencia de su hijo parecía arrancarla. Atendía de forma eficiente pero maquinal las muchas tareas de la pequeña casa que les cobijaba, pero el futuro se presentaba incierto para ambos. A los once años Nicolás era tan solo un niño al que se acababa de privar de la oportunidad vital de aprender las artes de su oficio junto al padre. La desesperación de los primeros días no les había permitido comprender que Marcel estaba allí dispuesto a cumplir la promesa callada que le había hecho a Pierre. Y Sophie estaba junto a él. Y sus hijos.

Sophie había dado a luz apenas dos meses más tarde que Marie. Para entonces habían tenido tiempo de asentarse en el lugar, los hombres se habían incorporado a las obras de la colegiata y las dos familias ocupaban sencillas viviendas contiguas cedidas en renta por el cabildo, al igual que muchos otros pobladores francos que mes tras mes engrosaban el censo de la villa en construcción. Alvar nació ya en la pequeña casa, atendida la madre en aquella ocasión por una partera más atenta y experimentada. Martha llegó al mundo dos años más tarde y el pequeño Beñat lo hizo en el año de 1177, el mismo en el que circulaba por la villa la noticia del apresamiento de la reina Leonor de Aquitania por tropas de su propio esposo, el rey Enrique de Inglaterra.

Alvar y él se habían criado juntos. Pocos hermanos podían mostrar mayor afinidad que ellos, pues coincidían incluso en edad. Habían compartido los juegos de la infancia, los baños en el río, las carreras para contemplar con asombro el cortejo del rey Sancho cuando atravesaba el puente a su llegada a la ciudad. Juntos se habían incorporado a la cuadrilla de canteros de sus padres cuando apenas levantaban unos palmos del suelo, con solo siete años, ocho a lo sumo. Su tarea se limitaba entonces a alcanzar el agua a los oficiales, a llevar el almuerzo de Pierre y de Marcel al tajo en la pausa del mediodía, o a hacer recados entre la cercana obra y el taller. A medida que la fuerza de sus brazos fue en aumento, empezaron a familiarizarse con las herramientas del oficio. Poco a poco fueron capaces de distinguir un nivel, una escuadra, el baivel, los cinceles, bujardas, escodas, gubias o uñetas cuando los oficiales se los pedían, y el siguiente paso fue empezar a usarlos en pequeños trabajos sin importancia.

Nicolás jamás podría olvidar el momento, pocos días después de la muerte de su padre, en el que Marcel lo llamó aparte. Las palabras que salieron de su boca abrieron una ventana a la esperanza en medio del dolor, del estupor y del desconcierto en que se había visto sumida su existencia a tan temprana edad.

«A partir de ahora seré tu padre y tu maestro. Y Alvar es tu hermano, si no lo era ya», le dijo con la mano puesta encima del hombro y con emoción en la voz. A continuación, le entregó un pesado envoltorio de cuero que Nicolás no tuvo le necesidad de abrir. Eran las herramientas de su padre, su más preciada posesión.

Marcel había cumplido su palabra, nunca había establecido diferencias entre los dos y el paso de los años había afianzado una relación en la que el agradecimiento tenía una presencia continua y en la que, en cambio, estaba ausente la natural rebeldía de un hijo hacia su padre. Alvar y él habían entrado a formar parte de una de las cuadrillas de canteros que en aquellos años tallaban los sillares de lo que a todas luces iba a ser una colegiata soberbia, desproporcionada incluso para el tamaño de la villa que la albergaba. Llevaban cinco años trabajando en la cabecera del templo, y el duro esfuerzo diario los había convertido en muchachos robustos y de brazos ya poderosos, a pesar de no haber alcanzado aún la corpulencia que sin duda ganarían en poco tiempo. De igual manera habían adquirido la destreza necesaria para que todos los miembros de la cuadrilla los aceptaran como dos integrantes más. Marcel era sin discusión el jefe del grupo, formado en su mayor parte por canteros procedentes de su misma tierra, igual que muchos de los escultores que se habían hecho con el trabajo de labra de los primeros capiteles del presbiterio.

Nicolás dejó el cincel y la maza y abrió y cerró con fuerza los puños, tal como había aprendido a hacer para desentumecer los dedos. La argamasa no era de calidad especialmente buena y pronto la losa estaría liberada, lista para ser reutilizada en la siguiente fase de la obra, aún por acometer. Sentía el familiar sabor del polvo en la boca. Bebió un trago del odre que colgaba a su lado y, al hacerlo, su mirada se alzó hacia lo alto. No pudo evitar la sensación de pequeñez que lo asaltaba cada vez que contemplaba aquellos soberbios pilares cortados a plomo que se alzaban entre andamios, cabrias, sogas y poleas hasta el lugar donde eran coronados por los nuevos capiteles labrados con motivos vegetales. Cuatro capillas, dos a cada lado, flanqueaban al ábside central, que desempeñaría la función de altar mayor. Del transepto solo se había alzado el muro de hastial sur, pero le resultaba suficiente para tratar de imaginar, estremeciéndose siempre, el aspecto futuro del conjunto una vez abovedado. Para ello faltaban décadas y, de momento, se había dotado a la cabecera de un cubrimiento provisional de madera. Se preguntaba si él mismo viviría lo suficiente para ver la obra concluida.

La construcción de la nueva colegiata de Santa María la Mayor de Tudela estaba resultando muy especial. Ni su padre ni Marcel habían visto alzar un templo de aquel tamaño sobre una antigua mezquita, tal como se estaba haciendo allí. El eje del primitivo recinto musulmán seguía una dirección aproximada de norte a sur, mientras que la colegiata miraba en su cabecera hacia el amanecer y habría de cerrarse en el futuro con los pies de la nave central mirando a poniente.

Cuando llegaron a la villa, el cabildo llevaba ya lustros adquiriendo casas y solares en el entorno de la mezquita para edificar el nuevo templo. Se habían comenzado las obras por la cabecera, ubicada fuera del anterior recinto construido y perpendicular a él. De esta forma el antiguo oratorio musulmán, reconvertido en iglesia y consagrado después de la conquista cristiana de la ciudad, podía seguir desempeñando su función hasta que la nueva cabecera se dedicara al culto. Eso había sucedido unos meses atrás, y ya había llegado el momento de demoler la fábrica de la mezquita, lo que permitiría avanzar en el trazado de la nave central y de las dos naves laterales sobre el solar liberado.

Los trabajos de cantería se habían detenido, pues la mano de obra disponible debía dedicarse a desmantelar la mezquita, piedra a piedra en algunos casos. Todo debería aprovecharse, pues el material escaseaba y resultaba caro, especialmente por su transporte a pie de obra. Por eso los viejos sillares tenían que desmontarse uno a uno; los modillones que sostenían los aleros, recuperarse para desempeñar la misma función en la nueva colegiata, igual que las columnas que sostenían los arcos y las losas de mármol del pavimento. Pero también se utilizaría la madera de la techumbre, aunque solo fuera para alimentar los hornos de cal que ya funcionaban y los que habrían de ser construidos. De igual forma, las tejas serían machacadas y reducidas a polvo con el que podría elaborarse nuevo mortero. Incluso el escombro compactado se utilizaría en el relleno de los muros.

Todos los canteros habían sido invitados a unirse a los trabajos de demolición, pues su experiencia era fundamental para recuperar aquellos elementos decorativos de la mezquita que pudieran resultar aprovechables. Había una circunstancia que agudizaba el problema de escasez de mano de obra: el cabildo había accedido a la petición de la comunidad musulmana para que aquellos de sus miembros que mostraran objeción en colaborar con el derribo de su antiguo oratorio fueran relevados temporalmente de la tarea. El concejo había intermediado para que así fuera, y el propio rey Sancho se había mostrado conforme. La mayor parte de los musulmanes se había acogido a la posibilidad que se les brindaba, pues no les suponía un menoscabo económico toda vez que también estaba en marcha la obra de la nueva mezquita que se levantaba en el barrio de la morería, extramuros del recinto fortificado.

Nicolás, por encargo de Marcel y del maestro de obras, acometía su tarea en la zona que antaño había sido el mihrab de la mezquita, la parte más noble y más profusamente decorada, reconvertida por ello para utilizarse en las últimas décadas como altar del templo católico. Los atauriques labrados que cubrían los muros eran de gran belleza, así como la decoración de la cúpula que, por desgracia, no se podría conservar. Nicolás lo lamentaba, pues era consciente de los meses, quizás años de trabajo que había detrás de aquellas filigranas verdinegras y doradas, por no pensar en la experiencia previa necesaria para ejecutarlas. Durante las últimas jornadas se estaba ocupando, junto a otros miembros de la cuadrilla, en levantar todas las losas de mármol pulido que cubrían el suelo, precisamente bajo aquella bóveda semiesférica repleta de caracteres cúficos cuyo sentido ignoraba. Quizá acudiera a Ismail, el viejo alarife musulmán que tanto había frecuentado la obra de la colegiata, para preguntarle por su significado. Mejor aún, podría llevarlo allí, un lugar al que seguramente ningún moro había tenido acceso desde la consagración; a punto de ser demolido, nadie tendría en cuenta su presencia. Quizá el anciano pudiera explicarle también los fundamentos de la técnica que utilizaban sus correligionarios para trazar aquellos magníficos atauriques.

Un sutil cambio en la resistencia del mortero ante el último golpe con la escoda le indicó que la losa estaba a punto de desprenderse. Tomó entonces la maza de madera y golpeó con fuerza en el lado más estrecho de la pieza hasta que, en efecto, esta se desplazó un ápice. Llamó a dos de los peones que trabajaban en las inmediaciones y les indicó que estuvieran preparados para introducir cuñas bajo la losa mientras él, con exquisito cuidado, utilizaba una palanqueta para elevarla. Un instante después la pesada plancha descansaba apoyada de lado junto a las que ya se acumulaban fuera del mihrab, soportadas todas por un sólido caballete de madera.

Se levantó con las piernas y la espalda entumecidas. Tan solo restaban las losas que circundaban el recinto, todo el centro bajo la bóveda estaba ya desnudo, cubierto tan solo por restos de mortero. Lo atravesó para dirigirse al extremo opuesto en busca del odre para refrescarse y, al hacerlo, sintió que la superficie central cedía de forma apenas perceptible bajo su peso. Estuvo tentado de agacharse, pero vio que era una gruesa capa de arena procedente de la argamasa lo que se había hundido bajo su suela. Alzó el odre para beber y sintió un ligero mareo, sin duda provocado por el brusco movimiento tras estar tanto tiempo agachado, así que se limitó, como en otras ocasiones, a mantener la cabeza baja y la mirada fija en el suelo. Entonces lo vio. En el mismo lugar donde el piso parecía haber cedido un instante antes, se estaba formando un hoyuelo, como si la arena estuviera siendo tragada. Duró solo un instante, pero Nicolás quedó pensativo. Dio otro trago largo y dejó colgado el odre en su alcayata. El sol empezaba a declinar y la luz pronto escasearía, así que miró en derredor y vio lo que buscaba en uno de los andamios que se levantaban en el interior del templo. Llamó a los dos peones que acababan de ayudarle y juntos trasportaron un largo tablón hasta el altar, para dejarlo apoyado en los dos extremos cubiertos todavía por losas de mármol, de forma que atravesaba aquel espacio casi circular cerca de su centro.

Con un gesto indicó a los dos peones que ya no precisaba su ayuda. Miró en torno y vio que todos los que trabajaban cerca estaban ocupados en sus tareas, tratando de ultimar las labores del día. Nadie le prestaba atención, así que tomó la azuela y caminó sobre el tablón hasta el centro del recinto. Se agachó para observar el pequeño cráter que se había formado. Con las manos apartó los restos de mortero sueltos y, como suponía, descubrió una pequeña grieta por la que se deslizaba de forma apenas perceptible la poca arena que quedaba. Rascó con el filo de la azuela para quitar el resto de la argamasa y encontró ladrillos de adobe bajo ella. Dio la vuelta a la herramienta para usar el lado puntiagudo y asestó varios golpes, precisos y seguidos. De forma instintiva se afirmó sobre el tablón, seguro de lo que iba a suceder a continuación. Media docena de golpes más fueron suficientes para que aquellos adobes inestables se vinieran abajo con estrépito formando un hueco irregular de tres palmos de anchura. Nicolás comprendió que formaban parte de una bóveda, probablemente de alguna primitiva cripta construida bajo el mihrab. Quizá, sin embargo, se tratara tan solo de la bodega de alguna de las viviendas sobre las que se edificó la primera mezquita. Por el ruido de los ladrillos al caer intuyó que no era demasiado profunda, pero la luz escasa del ocaso le impedía ver el fondo en medio de la polvareda. Ignoraba por qué, pero el corazón le latía de forma desbocada. Miró de nuevo en torno a sí y supuso que el estrépito del desplome había quedado enmascarado por el resto de los ruidos de la obra, porque nadie miraba hacia él. Pensó en qué hacer a continuación. Sin duda lo correcto era dar aviso a maese Jaime, el maestro de obras, para que él tomara las decisiones oportunas ante aquel inesperado descubrimiento. Otra parte de él, más propia del muchacho curioso, decidido e intrépido en el que se había convertido, le decía que esperara hasta poder comprobar por sí mismo la importancia del descubrimiento. Permaneció agachado sobre el tablón, tratando de escudriñar el fondo a pesar de la nube de polvo que no terminaba de asentarse bajo la bóveda arruinada.

Quizá si no hubiera encontrado una manera sencilla de ocultar el hallazgo habría optado por dar cuenta de él, pero una pila de sacos de arpillera de los que se usaban para acarrear escombro parecía dispuesta allí con aquel fin. Desanduvo el camino sobre el tablón oscilante y se dirigió al rincón donde se encontraban. Tomó dos y volvió con ellos sobre la improvisada pasarela. Antes de tapar el boquete, asió los ladrillos de los bordes y trató de moverlos para comprobar su firmeza, pero parecían sólidamente trabados con la argamasa. Dispuso los dos sacos uno encima del otro, en forma de cruz, de forma que cubrían la práctica totalidad del orificio, y los sujetó con pequeños cantos. Después regresó hasta el andamio y esta vez cargó él solo con un tablón sobre el hombro, sin buscar la ayuda de nadie. Con esfuerzo, depositó uno de sus extremos junto al otro madero y dejó que descansara sobre el suelo. Recorrió toda su longitud y alzó la punta contraria para girarlo y disponerlo en paralelo al primero, sobre los sacos de arpillera. Después recolocó los dos desde los extremos para que cubrieran por completo el orificio.

Mientras se sacudía las manos para librarse del polvo, pensaba cómo prepararlo todo para descender allí en medio de la oscuridad de la noche.

Capítulo 2

2

Nicolás se sentía cansado tras el esfuerzo de la jornada, pero era la víspera de la festividad de San Pedro y San Pablo y a la mañana siguiente no tendría que acudir al tajo. Normalmente se trabajaba de sol a sol, salvo los domingos, aunque numerosas festividades religiosas como aquella salpicaban el calendario y casi duplicaban el número de días anuales de asueto. Por otra parte, la jornada se alargaba en verano y era mucho más reducida en invierno, y eso si los trabajos de construcción no se interrumpían. Las heladas hacían imposible el buen fraguado del mortero de cal, así que los maestros de obras preferían suspender durante los meses más fríos las tareas que requerían su uso. Eso no significaba que todos los oficios detuvieran su labor, pues los picapedreros podían seguir extrayendo piedras; los canteros adelantaban el tallado de sillares, sobre todo piezas cilíndricas para los pilares cuyo diámetro se mantenía constante en toda su altura; los carpinteros quizá no pudieran construir cimbras que precisaban de medidas exactas a pie de obra, pero podían preparar listones, tablones y traviesas para los numerosos andamios, amén de nuevas cabrias, grúas o los mangos de nuevas herramientas; los ferreros no cesaban de forjar las piezas de hierro de esos mismos utensilios, así como los miles de clavos, grapas y tirantes que siempre eran necesarios. En los tiempos que corrían las fraguas nunca se enfriaban, pues también la amenaza de la guerra hacía necesaria la continua producción de armas para los hombres del rey y para sus mesnadas. Quién sabía lo que habría de durar aquel ritmo de vida, una existencia dura pero desprovista de excesivos sobresaltos. Pocos meses atrás había llegado la noticia terrible de la derrota de los cruzados y de la dolorosa pérdida de Jerusalén para la Cristiandad. El papa Gregorio se había apresurado a convocar a todos los príncipes cristianos a una nueva cruzada para recuperar los Santos Lugares y la reliquia de la Santa Cruz de manos del sultán Saladino. ¿Se sumaría el rey Sancho a la empresa? Eso supondría la leva de una numerosa hueste, algo que sin duda alteraría la relativa tranquilidad de la que se había gozado en los últimos tiempos. En cualquier caso, aquello no era algo que se pusiera en marcha en unos meses; las conversaciones entre los reyes podrían prolongarse años antes de atender la llamada del Papa, así que decidió desterrar de momento aquella preocupación de sus pensamientos.

Era una noche calurosa y Nicolás descansaba sobre el jergón que ocupaba la práctica totalidad de su pequeña alcoba. Aunque nada les faltaba, Marie y él vivían de forma humilde con el salario que cada semana entraba en casa en forma de unos pocos dineros de vellón, más o menos abundantes según la duración de la jornada.

Ansiaba alcanzar la habilidad necesaria para poder terminar sus propias piezas, como hacían los canteros de la cuadrilla de más experiencia. No dudaba de que Marcel se lo permitiría sin tardar, al igual que a su propio hijo Alvar. Pensaba que eso iba a suceder al cumplir los dieciséis, pero la ceremonia de dedicación de la cabecera del templo y el inicio del derribo de la mezquita habían detenido el labrado de nuevos sillares. Soñaba con poder usar algún día su propia marca de cantero, la misma que había usado su padre desde que llegara a la ciudad: un triángulo de base más corta que los lados, dividido en dos por una muesca central, que representaba de manera esquemática un nivel. La había grabado decenas de veces en trozos de piedra inservibles y lo hacía ya con rapidez y maestría, con unos pocos golpes de cincel. Pero solo podría ver su señal en los sillares asentados en los muros cuando se retomaran los trabajos constructivos, y antes había que acabar de demoler la vieja colegiata. El recuerdo del mihrab lo asaltó y le recordó el motivo de su vigilia. Aguzó el oído y escuchó el sonido acompasado de la respiración de su madre en la alcoba contigua. También llegaban hasta él los sonoros ronquidos de Marcel desde la casa vecina, y otros más amortiguados que supuso que serían los de Alvar. Sintió el aguijón del remordimiento por no haber compartido con su medio hermano aquel hallazgo, cuando eran muy escasos los secretos que existían entre ambos. Quizá era por el temor a que Marcel lo sorprendiera escabulléndose de su casa, o el deseo de no comprometerlo en algo banal, pero que podría acarrearles problemas en caso de ser descubiertos. Lo cierto era que aquella noche había decidido acudir solo a la obra.

Se levantó del jergón y se cubrió con el jubón sin mangas que descansaba en el tosco taburete. Se calzó las sandalias y caminó despacio hacia la estancia común que ocupaba la mayor parte de la vivienda. Avivó el rescoldo del hogar donde su madre había calentado el perol de la cena y prendió en él la mecha del candil que había dejado preparado. Lo introdujo en el recipiente de cerámica que habitualmente usaban para transportar el fuego de una casa a otra y desató el cabo de cuerda que mantenía cerrada por dentro la puerta de la casa. Salió a la calle y percibió el estimulante frescor de la noche. Como esperaba, se encontraba desierta, aunque pensó que no sería extraño toparse con rezagados de regreso de las tabernas que en los últimos tiempos habían abierto sus puertas. De hecho, aguzando el oído, entre el canto de los grillos podían distinguirse voces en la distancia que sin duda procedían de alguna de ellas en víspera de día feriado. Alzó la mirada y contempló la mole negra de la nueva colegiata, que sobresalía por encima de todos los tejados, recortada contra el cielo estrellado e iluminado por la luna menguante. Encaminó sus pasos hacia el templo, tratando de proteger con su cuerpo el recipiente que contenía el candil para ocultar su indiscreto resplandor.

Sabía que la guardia contratada por el cabildo hacía sus rondas periódicas para evitar los robos de material en la obra, pero sabía también que eran más amigos de empinar el codo en la taberna cercana que de atender a su obligación. En cualquier caso, una vez dentro del recinto estaría a salvo de cualquier mirada vigilante. El acceso, vaciada ya la vieja colegiata de sus valiosos objetos de culto para el derribo, era sencillo. Las puertas se habían extraído para su reutilización y para facilitar el tránsito de los obreros, de manera que el joven solo tuvo que retirar la pesada tabla que cubría uno de los vanos. Volvió a colocarla en el mismo sitio y, dándole la espalda, ya a salvo, se dirigió a la zona del altar con cuidado de no tropezar en el pavimento a medio levantar.

Los hombres más próximos a aquel lugar eran los monjes agustinos que habitaban el priorato anexo a la colegiata. El dormitorio común era la estancia más cercana, pero estaba separado del templo por el grueso muro de la qibla de la antigua mezquita. Conocía a la perfección las dependencias que rodeaban el claustro porque desde niño las había recorrido durante su construcción. Junto al dormitorio, en el ala oriental, se encontraban la sala capitular y las dependencias privadas del prior Forto. Al corredor sur se abrían el refectorio y la cilla a pie llano y, sobre ellos, otras estancias que incluían graneros, palomares, y una amplia solana para secar hortalizas, salazones y plantas medicinales. Aprovechando la pendiente del terreno, se habían ubicado en un nivel inferior las cocinas, el lagar, el depósito de aceite y las bodegas, con salida independiente a la calle de abajo a través de una amplísima estancia abovedada que hacía las veces de almacén, habitualmente repleto de mercancías aportadas por los villanos en concepto de diezmo. El ala norte, donde se ubicaba de momento el mihrab, era la que lindaría con la nueva colegiata y, por fin, la parte orientada a poniente estaba ocupada por el albergue de transeúntes y peregrinos donde él mismo había venido al mundo, amén del amplio y luminoso scriptorium situado en la planta superior.

Por precaución permaneció atento a los sonidos procedentes del monasterio, pero todo era silencio, tal como se esperaba en las horas que transcurrían entre completas y maitines, según la regla canónica de San Agustín. Disponía de tiempo sobrado antes de que los monjes abandonaran sus lechos para la primera oración del día, varias horas antes del amanecer.

Sacó el candil del portallama y avanzó dentro de su haz de luz hasta el altar. Allí estaba el saco de tela con la soga que se había procurado antes de abandonar la obra. Contenía también varios cabos de vela bien despabilados, que dejó caer al suelo con la cuerda antes de incorporarse para decidir sus próximos pasos. Pensó que, después de todo, le habría venido muy bien la ayuda de Alvar para mover el tablón sin hacer ruido, pero ya no había remedio. Decidió ponerse manos a la obra y lo alzó por el borde. Con un giro sobre el extremo contrario lo desplazó del centro y, con cuidado, lo dejó apoyado contra el muro. Llevó el candil con él hasta el centro del segundo tablón y retiró los sacos que ocultaban la abertura. Agachado, acercó la luz y sobre el fondo se dibujó ampliado el contorno del orificio. La cripta no era demasiado profunda, pero sí lo suficiente para impedir la salida de alguien sin la ayuda de la soga una vez en el fondo. Deshizo el camino sobre el madero y cogió la cuerda. Desplazándose por el borde de la estancia, sobre las losas de mármol que aún estaban por levantar, se acercó al ventanal más próximo y ató el extremo a la reja que lo protegía. Lanzó el cabo en dirección al agujero y, satisfecho de su puntería, vio cómo se perdía en su interior. Tomó varios trozos de vela y los prendió antes de colocarlos en torno al orificio y también sobre el tablón, pegados con la propia cera fundida. Si el candil se apagaba por alguna circunstancia, solo tendría que ascender de nuevo y utilizar uno de ellos para recuperar la luz.

El corazón le latía con fuerza cuando, de espaldas al hueco, apoyó las dos manos sobre el tablón y dejó que las piernas se deslizaran en el interior. Empleó toda la fuerza de sus brazos para dejarse caer sujetándose a la cuerda, hasta que solo la cabeza asomó por el orificio. La soga se apoyaba sobre el borde del madero y su peso hizo que este se desplazara unos dedos, hasta encontrar el equilibrio. A partir de ahí tendría que sujetarse solo con un brazo para sostener el candil con el otro, así que enroscó las dos piernas en torno a la cuerda y comenzó a descender. No era algo que no hubiera hecho decenas de veces antes, para saltar tapias o para encaramarse a los árboles. Sin embargo, el cáñamo rugoso le lastimaba las pantorrillas y también notaba quemazón en la piel del brazo izquierdo, pero se obligó a mantener la presión para evitar caer bruscamente al fondo. Mientras reprimía un quejido apretando los dientes, pensó que definitivamente habría sido mejor contar con ayuda. Sintió un gran alivio cuando encontró apoyo para los pies en los ladrillos que se habían desplomado desde lo alto de la bóveda. Entonces soltó el cabo y levantó el candil. Se encontraba en una estancia circular de diámetro similar a la cúpula del mihrab. A su derecha arrancaba una escalera que ascendía pegada al muro, pero su abertura superior se encontraba obturada. Ascendió varios escalones hasta que se tropezó con un paramento tosco, sujeto por argamasa que se había escurrido por los lados, señal de que el cerramiento había sido realizado desde la parte exterior para bloquear el acceso. Comprendió que la estancia había permanecido clausurada durante mucho tiempo; la humedad y el aspecto enmohecido de los ladrillos que formaban las paredes y la bóveda así lo indicaban. Quizás eso mismo había sido la causa del desplome, pues la argamasa de unión entre las piezas de adobe aparecía desmenuzada por el paso de los años, de forma que una gruesa capa de arena, arcilla y cal cubría el pavimento. Miró con aprensión hacia el techo que lo cubría y comprobó que los ladrillos se sujetaban en algunos casos solo por la presión que ejercían unos contra otros, a falta de mortero en las juntas. El mismo aire parecía viciado allá abajo, y el olor a moho y el exceso de humedad hacían difícil respirar.

Al descender de nuevo los escalones giró sobre sí mismo para observar la totalidad de la estancia. Las paredes aparecían desnudas y su regularidad solo se veía interrumpida por varias hornacinas horadadas en el muro a la altura del pecho. Todas ellas estaban abiertas y vacías, excepto la que ocupaba el extremo suroriental, justo bajo el muro de la qibla. Movido por la curiosidad, se acercó a ella y comprobó que estaba cerrada por dos portezuelas recubiertas por planchas metálicas repujadas. Mostraba una cerradura sin llave y un delicado tirador a su lado. Lo tomó entre los dedos y probó suerte, sabiendo que jamás podría averiguar el paradero de la llave que abría aquella puerta. Para su sorpresa, las dos hojas cedieron al instante, la madera que había sido su soporte se deshizo ante sus ojos y tuvo que dar un pequeño salto atrás para evitar que las planchas metálicas cayeran sobre sus pies.

Durante un instante permaneció en silencio, temeroso de que el estrépito pudiera haberse escuchado desde el exterior, pero comprendió que su inquietud era infundada. Sabía que la propia estructura de aquella bóveda hacía que el sonido reverberara en el interior, pero difícilmente lo dejaría escapar hacia fuera a través de aquel estrecho orificio. Alzó el candil para iluminar el interior de la hornacina y comprobó que estaba ocupado por una arqueta tallada. Aparecía cubierta por el mismo polvo de mortero que el resto de la estancia, pero se adivinaban relieves labrados con esmero. Dejó el candil a sus pies, tomó la arqueta con las dos manos y la bajó para depositarla junto a la luz. Era larga, casi dos palmos, y con una anchura todavía menor que su altura, ya escasa de por sí. Agachado junto a ella, pasó la mano por encima para despojarla de la gruesa capa de polvo que la cubría, pero este quedaba atrapado entre los relieves. Se le ocurrió que podía utilizar el extremo desmochado de la cuerda que permanecía a su lado como pincel. Al terminar el cepillado, descubrió que tenía entre las manos temblorosas una auténtica obra de arte tallada en marfil, cubierta de trabajadas filigranas que representaban motivos vegetales.

Trató de buscar bisagras que permitieran abrirla, pero no las encontró, de modo que sujetó la tapa por ambos extremos y tiró de ella hacia arriba. La cubierta quedó entre sus manos cuando el peso del cuerpo de la arqueta hizo que este cayera al suelo. Dejó la tapa a un lado y tomó el candil con la mano izquierda para iluminar el interior, ocupado por completo por lo que parecía una abultada bolsa de cuero de buena calidad, de la que se desprendía un acusado olor a rancio. Tiró de ella con cuidado y comprobó que el tacto era suave y untuoso, como si hubiera sido delicadamente engrasado para preservar el contenido de la humedad. Lo extrajo por completo y desató el cordoncillo trenzado que lo mantenía cerrado por uno de los extremos. Amplió la abertura con los dedos y palpó el interior. Las yemas se tropezaron con algo que le resultaba familiar y tiró con confianza. Un instante después tenía en las manos un rollo de pergamino de colores ocres, sujeto por el centro con una cinta de un desvaído color azulado y un sello estampado en un pegote de lacre.

Sintió una intensa excitación mientras trataba de imaginar el contenido de aquel pliego, que sin duda llevaba lustros allí. Alguien, en algún momento, seguramente antes de que él mismo naciera, se había tomado la molestia de depositar en esa estancia aquella valiosa arqueta antes de sellar la cámara y cubrir la superficie con losas de mármol para ocultar cualquier rastro de su existencia. La curiosidad le empujaba a desenrollar el pergamino. Disponía de tiempo, y él era uno de los pocos afortunados muchachos de su edad capaz de leer un texto escrito en latín, en romance, e incluso en la lengua de sus padres.

El precinto se deslizó con facilidad hacia un extremo. Tomó el borde con la mano izquierda y usó la derecha para desenrollarlo. A la luz del candil aparecieron ante él los extraños caracteres que, aunque le eran muy familiares, le resultaban también ininteligibles. El mismo tipo de caracteres que adornaban la cúpula del mihrab sobre su cabeza. Sintió una profunda decepción al comprender que aquel pergamino estaba escrito en árabe, pero al instante recordó su amistad con Ismail, que no tendría dificultad para traducirlo si se lo hacía llegar.

Eso, sin embargo, le planteaba un nuevo problema. Estaba allí llevado por la curiosidad y por el ímpetu de la juventud, pero no era un ladrón. No tenía intención de llevarse nada de lo que había en la cripta, aunque por aquella arqueta podría obtener, sin duda, una apreciable cantidad de morabetinos. Por un instante se dejó llevar por la ensoñación de ofrecer a su madre buenas mantas de lana, tejidos de calidad teñidos de escarlata o añil como los que adquirían los caballeros del rey para sus esposas; podrían permitirse el lujo de comer incluso carne de carnero varias veces por semana durante una temporada; hasta podría adquirir nuevos cinceles, bujardas, uñetas y gradinas para ampliar su instrumental y sustituir los que el uso y los continuos afilados acababan por dejar inservibles.

Suspiró con melancolía, pero dejó que el pergamino se enrollara de nuevo. Lo introdujo en la bolsa de cuero sin molestarse en encintarlo de nuevo y se incorporó con él en la mano. Estaba dispuesto a tomar prestado aquel escrito para satisfacer su curiosidad, pero devolvería la arqueta a su hornacina para dar cuenta del hallazgo a la vuelta al trabajo, tras la jornada de asueto. Ya encontraría la manera de hacer llegar después aquel pliego al cabildo...

Se levantó el jubón y metió el saquete en los calzones, sujeto a la cintura. Después tapó la arqueta y la devolvió a la hornacina. Echó un último vistazo en derredor para comprobar que nada importante le pasara desapercibido, pero allí no había nada más. Se acercó a la soga que colgaba de lo alto a través del agujero y entonces comprendió que no podía ascender con una sola mano. De nuevo encontró utilidad en el cabo deshilachado de la cuerda: ató uno de los cordeles sueltos al asa del candil y lo depositó en el suelo. Cuando llegara arriba solo tendría que tirar con cuidado para recuperarlo. Dispuesto ya a subir, sopló la llama y la oscuridad se adueñó de la cripta. Solo se colaba por la abertura el tenue resplandor de las velas que había dejado arriba. Sujetó la soga con las dos manos lo más alto que pudo y miró hacia arriba, dispuesto a dar un primer salto para encaramarse. Y entonces vio que una sombra se proyectaba sobre la porción de la pared del mihrab que podía vislumbrar desde allí. El corazón le dio un vuelco y soltó la cuerda con cuidado, dispuesto a agazaparse en un rincón si era necesario. El crujido de una madera le indicó que alguien caminaba sobre el tablón. A continuación, todo se precipitó. Varios golpes secos, como de fuertes pisotones, hicieron retumbar la cripta, una lluvia de polvo de argamasa le cayó en el rostro y, de forma refleja, agachó la cabeza para proteger los ojos, a la vez que se llevaba la mano a la cara para quitarse la tierra que le impedía ver. Entonces un enorme estruendo se adueñó de todo y solo tuvo tiempo de comprender que la bóveda se le venía encima, antes de desplomarse en el suelo bajo un cúmulo de cascotes.

Capítulo 3

3

Entreabrió los ojos en medio de la penumbra y reconoció de inmediato su alcoba. Se encontraba tendido en el jergón, sobre el suelo, desnudo excepto por los calzones ajustados a su cintura. La falta de luz no le impedía comprobar que tenía la piel cubierta de magulladuras, aunque, a juzgar por lo que sentía, debían de ser los hombros, la espalda y la cabeza las zonas más afectadas.

Trató de cambiar de postura, pero agudas punzadas de dolor procedentes de todas las partes de su cuerpo le hicieron desistir, al tiempo que en su mente pareció abrirse una ventana por la que penetraron los recuerdos. De inmediato experimentó un sobresalto al recordar la bolsa de cuero que se había guardado bajo la ropa. Aquellos que miraba eran unos calzones limpios, y no los que había llevado en el momento del desplome de la bóveda. La inquietud se adueñó de él y quiso incorporarse, pero solo consiguió que un gemido ahogado saliera de su garganta.

—¡Santa María! ¡Has despertado! —exclamó Marie mientras cruzaba el dintel de la alcoba para plantarse en dos zancadas junto al camastro—. ¡Santa Madre de Dios, has escuchado mis ruegos! —siguió. Se frotaba las manos, nerviosa, y se las secaba con la tela del delantal que la cubría.

Nicolás volvió a cerrar los ojos, aturdido, lamentando haber llamado su atención. Necesitaba poner orden en sus pensamientos, aunque una pregunta le quemaba en los labios.

—Madre... —balbució—. ¿Quién me ha traído a casa?

—Alvar. ¿Acaso no lo recuerdas? —respondió Marie extrañada.

—¡Ah, sí! Claro que sí —mintió, al tiempo que una mueca le descomponía el semblante. El simple ejercicio de hablar le producía un dolor intenso en la quijada—. Escucha, madre. ¿Dónde está la bolsa de cuero que guardaba en los calzones?

Marie pareció desconcertada, pero en su rostro se dibujó una sonrisa. Se incorporó, salió de la alcoba y al instante estaba de regreso.

—¿Te refieres a esto? —preguntó mientras se la mostraba.

Nicolás lanzó un suspiro de alivio que le provocó más dolor en el pecho, pero, aun así, alzó el brazo con lentitud, la cogió y la dejó al costado, en el hueco que separaba el jergón de la pared.

—Me tendrás que explicar qué te traes entre manos... —dejó caer Marie, aunque su gesto indicaba que no era lo que más la preocupaba en aquel momento. De hecho, al instante se inclinó sobre él y le puso la mano en la frente—. ¡Gracias al cielo, no parece que haya calentura!

—¿Alguien más estaba con Alvar cuando me ha traído? —preguntó inquieto.

—Solo Alvar. ¿Acaso no recuerdas que era él quien estaba contigo en la cantera? ¡Ah, vuestra inconsciencia ha estado a punto de costarte muy cara!

Nicolás trató de disimular su perplejidad.

—¿Dónde está ahora? —preguntó con los ojos de nuevo entrecerrados y tratando al tiempo de encontrar una explicación a todo aquello.

—En el tajo, con Marcel.

Nicolás dio un respingo.

—¡Pero hoy es San Pedro!

Marie sonrió comprensiva.

Ayer fue cuarta feria,[1] fiesta de San Pedro y San Pablo —respondió remarcando la primera palabra—. Llevas más de un día aquí. El físico judío que trajo Marcel nos tranquilizó respecto a tus heridas, pero ordenó que no se te despertara. Quizá alguno de los brebajes que con paciencia te hizo trasegar ayudó a prolongar tu sueño.

El muchacho emitió un gemido. Era día de trabajo y él estaba allí, postrado, incapaz de moverse del lecho, y sin saber qué había sucedido en la colegiata. ¿Quién le había sorprendido? ¿Había sido Alvar quien, desconociendo el riesgo, había provocado el derrumbamiento al pisar sobre la bóveda? ¿Quién estaba al corriente de lo sucedido? Se estremeció al pensar que el maestro de obras ¡o el prior Forto! pudieran estar en aquel momento decidiendo qué medidas adoptar ante la grave violación de las normas del gremio que había cometido. ¿Intercedería Marcel en su favor? No, lo conocía bien y siempre les había inculcado la necesidad de asumir la responsabilidad de las propias faltas. Dejaría que se aplicara el correctivo como escarmiento para él y como ejemplo para los demás miembros de la cuadrilla de obras. Sabrían que las penas se aplicaban por igual al último peón y al ahijado del jefe de cuadrilla. ¿Y si se descubría que había robado el pergamino? Sería despedido por el cabildo y las duras leyes del Fuero de Tudela caerían sobre él. Habría arruinado su futuro y la fuente de sustento para él y para su madre. Sintió que un sudor frío le empapaba la frente y el rostro.

—¿Te encuentras bien?

Había olvidado que ella seguía a su lado. Su alusión a la cantera lo había dejado confuso, pero presentía que aquello representaba un rayo de esperanza. En su angustia, decidió ir un poco más allá e indagar con prudencia. No podía soportar la espera hasta que Alvar regresara del tajo al atardecer.

—No recuerdo bien lo que sucedió. ¿Qué te contó mi hermano? —tanteó.

—Que acudisteis a la cantera antes del amanecer para estar allí con las primeras luces, aprovechando que estaría desierta en día feriado.

—¿Y te explicó el motivo?

Marie sonrió y, con cariño, le pasó la mano por el mentón, que empezaba a poblarse con un vello fino de color castaño. Asintió con la cabeza, y Nicolás advirtió cierta emoción en su mirada.

—Te honra que quieras mantener el recuerdo de tu padre a través de su marca. Pero no era necesario acudir de noche a la cantera para practicar sobre la roca virgen. ¿Ves? Sucedió lo que tenía que suceder. Un paso en falso en la oscuridad y te precipitaste por la pendiente, provocando la avalancha de cascotes que te ha dejado maltrecho. —Marie pronunció las últimas palabras mientras salía de la alcoba—. Regreso en un instante —añadió en voz más alta desde la estancia principal.

Nicolás comprendió con inmenso alivio que Alvar había mentido por él. Sintió que el pequeño resquicio de esperanza se convertía en una ventana abierta de par en par y, de nuevo, suspiró reconfortado. Quizá, después de todo, Alvar se las hubiera arreglado para sacarlo de la cripta, llevarlo a casa y pergeñar por el camino una historia que, aun siendo peregrina, pudiera explicar su estado. Sintió una oleada de afecto y agradecimiento hacia él. Pero aún quedaban muchos extremos que aclarar. El primero... ¿Cómo era posible que Alvar le hubiera seguido hasta la colegiata? Creía haber oído sus ronquidos antes de salir de casa.

Se dispuso a esperar el paso del día hasta su regreso, confiando en poder quedarse a solas con él en algún momento. Reparó en que Marie había salido, porque no se escuchaban ruidos en la casa, pero al instante volvió a oír voces animadas. Sophie entró en la alcoba por delante de su madre, y se arrodilló en el suelo desnudo con una amplia sonrisa en el rostro. Respondió a sus preguntas tratando de moverse lo menos posible para evitar que regresara el dolor. Detrás adivinó la presencia de Martha, cada día más guapa, pero retraída y reservada como siempre. Volvió la mirada hacia ella y le dedicó un rápido guiño, que enseguida le provocó un peculiar sonrojo, habitual en ella. A sus catorce años, su cara afilada, sonrosada y pecosa, y el cabello tan rubio como el de sus hermanos, que ya cubría con una toca de tela, le proporcionaban un aspecto llamativo y saludable que no dejaba de atraer la atención de los muchachos de la villa.

Ambas permanecieron con él mientras su madre trajinaba por la estancia principal. Al instante, el aroma de un buen caldo se coló en la alcoba, y Nicolás fue consciente de que la desagradable sensación que empezaba a sentir en el estómago no era más que hambre.

—Te sentará bien —le dijo Marie cuando entró con una escudilla humeante—. Llevas día y medio sin probar bocado, salvo esos brebajes del físico. Sophie me ayudará a incorporarte.

Gimió de dolor cuando las dos mujeres lo tomaron por las axilas para alzarlo, pero lo dio por bien empleado ante la perspectiva de aliviar el apetito que aquel agradable aroma le había despertado. Se dejó ayudar, pero pudo sujetar por sí mismo el cuenco y llevárselo a la boca.

—Has tenido mucha suerte de que no haya ningún hueso roto —opinó Sophie—. Con unos años más, una caída así te los habría fracturado todos —exageró.

—Vuelve a tumbarte ahora —indicó Marie solícita—. Si el caldo te sienta bien, en un rato te prepararé algo más consistente.

Nicolás se dejó caer en el jergón sintiendo la agradable sensación en el estómago que compensaba los aguijonazos de los golpes y el dolor sordo que no lo abandonaba. Reparó en que Martha se había escabullido y sonrió. Sabía que se azoraba en su presencia y que ello era debido, sin duda, a que de alguna manera se sentía atraída hacia él. Siempre se habían comportado como auténticos hermanos, pues los siete se consideraban parte de la misma familia, con la particularidad de que contaban con dos mujeres excepcionales en el papel de madre. Vivían, por supuesto, en casas separadas para evitar las inevitables habladurías, pero la convivencia era tan estrecha desde la muerte de Pierre que pocas familias de la ciudad podrían sentirse tan unidas.

La cortina que separaba la alcoba de la estancia central se corrió y regresó la agradable penumbra. Escuchaba las voces apagadas de Marie y de Sophie mientras juntas preparaban el hatillo que, poco después del ángelus, Martha acercaría a los hombres hasta las obras de la colegiata. Se dispuso a esperar, algo más calmado, hasta que el sol cayera. Debió de quedarse traspuesto porque se sobresaltó al escuchar golpes en la puerta de la casa. La alcoba estaba inundada con el aroma del guiso de nabos y carne en salazón que su madre solía cocinar en días señalados. Escuchó voces y poco después se abrió la colgadura.

—Aquí lo tienes —anunció Marie satisfecha—. Iba a despertarlo para darle algo sólido que le asiente el estómago. Pero supongo que le gustará hablar contigo mientras se enfría la olla.

La figura espigada de Alvar se recortó bajo el dintel de la puerta antes de que, con pasos decididos, se acercara al camastro.

—¿Cómo te encuentras, hermanito? —bromeó al tiempo que hacía el amago de darle una fuerte palmada en el hombro. Rio con ganas al ver su gesto asustado, preparado para recibir el golpe.

Nicolás recompuso el semblante y sonrió también.

—¡No puedo moverme! —Usó un tono de voz con el que parecía burlarse de sí mismo a la vez que se lamentaba.

—No me extraña nada —aseguró Alvar—. ¡Tenías que haberte visto!

El muchacho hizo un gesto de silencio, se levantó y regresó hasta la entrada de la alcoba; Marie permanecía frente al hogar canturreando una vieja canción francesa de su infancia. Cerró la cortina con cuidado y regresó junto al jergón. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared opuesta y las piernas entrecruzadas.

—¿Qué haces aquí? El sol aún está alto.

—Martha nos ha dicho que habías despertado y he decidido acercarme. He supuesto que te estarías haciendo muchas preguntas. Pero apenas tengo tiempo.

—¿Qué hacías allí?

Alvar rio de manera apagada.

—¡Creo que soy yo quien tiene que hacerte esa pregunta!

—Al levantar las losas descubrí un orificio. Vi que bajo el mihrab había algo que parecía una cripta y decidí investigar por mi cuenta, antes de dar aviso al cabildo y a maese Jaime.

—¿Y no pensaste que algo así supone saltarse las normas del oficio? La colegiata y todo lo que contiene es propiedad del priorato.

—Cedí a un impulso... Me pudo la curiosidad —respondió a modo de excusa.

—Esa curiosidad pudo haberte resultado muy cara. A todos nosotros —puntualizó.

Nicolás entrecerró los ojos a la vez que se pellizcaba el entrecejo. Parecía reflexionar y asentía.

—Tienes razón. Fue una chiquillada —reconoció—. Debí dar aviso en cuanto lo encontré.

—Estaba con padre desmontando un capitel, y te vi desde lo alto colocando esos tablones antes de abandonar el tajo. Luego buscaste la soga y la dejaste dentro del saco. Supuse que algo llevabas entre manos.

—¡Pero roncabas cuando salí de aquí! Se oían dos sonidos distintos al otro lado de la pared.

Alvar de nuevo estalló en una carcajada.

—¡Ese es Beñat! ¡Ronca más que padre, el pequeño cebón!

Nicolás también rio. Al contrario que Alvar, alto, espigado y correoso, Beñat mostraba ya a sus once años una constitución mucho más robusta, lo cual era motivo de chanzas continuas entre ambos. Unos días atrás, mientras se bañaban en el río, Alvar se había burlado de su hermano diciéndole que, si seguía lanzándose al agua de aquella manera, las olas terminarían por arruinar veinte años de trabajo en la colegiata. A modo de respuesta, Beñat agarró un junco y lo quebró con intención entre sus manos antes de echar a correr. Pero tenía la batalla perdida. La agilidad de Alvar y los cinco años que los separaban le permitieron alcanzarlo en pocas zancadas, y ambos acabaron chapoteando entre el lodo de la orilla.

También era distinto el carácter de ambos hermanos: Alvar era inquieto, despierto, entusiasta y sostenía firmes ideas acerca de la manera más correcta de conducirse en cada ocasión. Beñat, por contra, era bonachón, acomodadizo y laso en cuanto a las obligaciones que se le encomendaban, con las que cumplía de forma puntual pero sin entusiasmo.

—Así pues, ¿estabas en vela?

Alvar asintió.

—Confieso que te seguí. También me picaba la curiosidad.

—¡Serás...! —Nicolás no llegó a pronunciar el improperio que se adivinaba a continuación.

—¡Eh! No creo que seas tú quien tenga nada que reprochar.

—De haber sabido que estabas allí, tu ayuda me hubiera venido muy bien. Tuve que tirar de ingenio para bajar con el candil.

—En ese caso los dos hubiéramos quedado sepultados cuando él derribó la cúpula.

El desconcierto se reflejó en el rostro de Nicolás por segunda vez aquella mañana.

—Creía que habías sido tú quien lo hizo, al caminar sobre la bóveda sin reparar en su fragilidad.

—¿Fragilidad? Te aseguro que quien fuera tuvo que dejar caer todo su peso varias veces para conseguir que se viniera abajo. Y no era un junco como yo, te lo aseguro. Estaba apostado a pocas varas y lo vi con claridad.

—¡Había alguien más! —exclamó Nicolás, francamente asustado, aunque seguía hablando en voz baja para evitar ser escuchado.

—Claro que sí. Pero todo sucedió muy deprisa. Apareció entre las sombras cubierto con algo oscuro de pies a cabeza, como si quisiera ocultarse. Te aseguro que contemplar aquella aparición a la luz de las velas me encogió el corazón. Enseguida comprendí que estabas en peligro, pero cuando quise dar un paso, ya estaba sobre el tablón tratando de hundir el techo. Recuerdo que lancé un grito, pero ya era tarde. Me miró sorprendido, pareció dudar un momento, y pareció venir hacia mí. Pero al salir del altar giró bruscamente a su derecha y desapareció entre las sombras. Yo corrí hacia el mihrab de manera instintiva, tratando de ver el fondo de aquel agujero entre el polvo y los cascotes. Por fortuna una de las velas había quedado encendida sobre el tablón, y la cuerda seguía allí.

—¿Me sacaste de allí tu solo? —preguntó Nicolás con asombro.

—Tuve que retirar un centenar de ladrillos para desenterrarte, sin saber siquiera si estabas vivo. Por fortuna no era una bóveda de piedra, eso con seguridad te hubiera matado. Cuando comprobé que respirabas, te até la soga alrededor del pecho, bajo las axilas. Te coloqué en lo alto del montón de escombros y me encaramé al tablón. Tuve que emplear todas mis fuerzas para sacarte de allí. Aún me tiemblan las piernas al recordarlo.

—Entonces... Alguien más sabe que estuve en la cripta.

Alvar asintió, pero no parecía preocupado en exceso.

—He reflexionado sobre ello, y creo que podemos estar tranquilos. Si hablara con la intención de denunciarte, tendría que admitir que trató de acabar contigo. Hay un testigo, que soy yo, y él lo sabe. De hecho, la noticia que circulaba hoy por el tajo es que se había producido un hundimiento y que se había hallado de manera fortuita una cripta, al parecer con una valiosa arqueta de marfil en su interior.

Nicolás asintió, reflexivo.

—¿Nada más? ¿Nadie me ha relacionado con el suceso? —Trató de asegurarse.

—Nada en absoluto. Tú caíste rodando por el talud de la cantera al amanecer. Solo tú, yo, y ese hombre cubierto de negro conocemos la verdad.

—Supongo que ahora te debo también la vida —bromeó, aunque el tono de su voz dejaba entrever un profundo agradecimiento.

—Espero que nunca tengas la oportunidad de devolverme el favor —respondió—. Y espero también que dejes de meterte en líos como este, quizá pronto no esté aquí para seguirte los pasos, cabeza de melón.

—¿Qué quieres decir? —Nicolás gimió de dolor al tratar de incorporarse. También la inquietud había regresado a su semblante.

—Oh, nada, olvídalo. Era solo un comentario, ¿quién sabe dónde podemos acabar?

—¡Dónde podemos acabar! —remedó Nicolás—. ¿Dónde va a acabar un cantero mientras continúen las obras de esta colegiata? ¡A veces se prolongan más de lo que dura una vida!

Alvar parecía arrepentido de haber hablado demasiado, y trataba de esquivar la mirada de Nicolás. Sin embargo, tras un instante de silencio pareció darse por vencido.

—Supongo que a ti no puedo ocultártelo, pero, por favor, esto queda de momento entre tú y yo.

—Sin duda. ¿De qué se trata? —apremió.

—Mi padre recorrió mundo junto a mi madre antes de establecerse aquí, en Tudela. Igual que tus padres. Yo, sin embargo, no he salido de esta pequeña villa. Hay monjes del priorato que han visto más tierras que yo. Por no hablar de los hermanos hospitalarios de la Orden de San Juan —dijo sin ocultar su admiración.

—Pretendes decirme que...

—Que sin duda habrá hombres de estas tierras dispuestos a acudir a la llamada del Papa para reconquistar los Santos Lugares. Y que me gustaría unirme a ellos.

—¡Estás loco! —exclamó Nicolás con un expresivo gesto—. Mira tus manos, mira tus brazos. ¡Tú eres cantero!

—Sin embargo, todos los brazos son pocos para apoyar a la causa de la fe verdadera. También los de los canteros. Los hermanos de la Orden del Temple o los de la Orden del Hospital precisan de hombres como yo para levantar sus fortalezas y sus encomiendas. Y para empuñar la espada si fuera preciso.

Nicolás se dejó caer sobre el lecho, boquiabierto y ahogó un gemido de dolor.

—Siempre has sido un soñador y un culo de mal asiento —espetó Nicolás entre la incredulidad y el enfado—. Pensaba que aquella afición tuya a imitar a los soldados del rey con espadas y rodelas de madera era un juego de niños.

—Y lo era. Pero a veces los sueños de infancia pueden hacerse realidad.

—¿Sabes del sufrimiento que traerías a casa tan solo con revelarles tus intenciones?

—Lo entenderán. Si alguien puede hacerlo son ellos. ¿Acaso censuras la actitud de tus propios padres al abandonar a su familia?

Nicolás quedó pensativo y en silencio. Las notas melancólicas de la canción francesa que tarareaba Marie se colaban en la alcoba.

—Confío en que el llamamiento del Papa caiga en saco roto, como en otras ocasiones —musitó—. Aunque, conociéndote, temo que la cruzada sea solo la excusa para ir adelante con una decisión que ya tienes tomada.

Alvar sonrió y puso la mano sobre la zona menos magullada del brazo de Nicolás.

—Somos demasiado parecidos y nos conocemos demasiado bien para mantener secretos entre nosotros. Ya estás al tanto del único que no te había confiado. Ahora es tu turno.

—¿Mi turno? —se extrañó Nicolás, y adoptó un tono de reproche fingido—. ¿Acaso hay algo de mí que no sepas?

—Sí, el contenido de esa bolsa medio oculta que guardas ahí.

Capítulo 4

4

El viejo físico judío parecía haber sido certero en su juicio. Las erosiones pronto se cubrieron con costras gruesas, y el dolor comenzó a ceder al cabo de unos días. El sábado al atardecer se puso en pie, y el domingo pudo caminar hasta la cercana iglesia de San Nicolás para asistir a la misa que se celebraba en ella a pesar de las obras que mantenían el pórtico cubierto de andamios. Le gustaba aquel templo en especial, y no porque la advocación se correspondiera con su propio nombre. El pequeño templo cumplía el papel de capilla real durante las frecuentes estancias del rey Sancho en la villa, y también sus hijos parecían dedicarle un especial cariño. Cierto era que la presencia del soberano, incluso la del heredero, atraían la del resto de la corte, y el populacho no tenía acceso en tales ocasiones a la ceremonia de la eucaristía; pero incluso en esos días el olor del incienso, la luz proporcionada por enormes cirios de cera y la presencia de ornamentos florales en el altar, se mantenían en la celebración vespertina que, por ello, como en aquella ocasión, congregaba a gran número de fieles.

No podía permitirse el lujo de ausentarse del trabajo durante más de una semana. Un día sin trabajar era un día sin salario, y su aportación era el sustento de la casa. Desde el inicio de la obra, parte del jornal semanal se cobraba en especie y el trigo, la sal, el aceite y la carne curada procedentes de las tierras del priorato resultaban insustituibles. Jamás les faltaría de nada mientras Marcel y sus hijos estuvieran ahí, pero el amor propio de Nicolás, que desde la muerte de su padre había adoptado el papel de cabeza de familia, le impedía aceptar la ayuda de su familia adoptiva si no resultaba imprescindible.

El martes, tercera feria, se probó visitando el tajo. Entró en la colegiata, donde la actividad era frenética, y comprobó que los trabajos avanzaban con rapidez. Cuán diferente —pensó— era desmontar una obra, labor en la que los distintos elementos caían o eran bajados al suelo por su propio peso, que la tarea contraria, en la que el trabajo más arduo consistía en alzar los materiales antes de ubicarlos en su lugar. Toda la techumbre de madera había sido ya desmantelada, y las tejas y las vigas se habían apilado contra un muro antes de su traslado. Maese Jaime, el maestro de obras, a quien todos conocían como el Jaqués por su procedencia, era especialmente meticuloso en cuanto al orden, obsesivo incluso. Si un jefe de cuadrilla quería ganarse una reprimenda solo tenía que permitir que sus hombres abandonaran el tajo con escombros sin retirar o con materiales esparcidos por el suelo. En ocasiones la reprimenda iba acompañada con una sanción que se reflejaba en el salario semanal, pues el viejo maestro contaba con la autoridad absoluta dentro de la obra de la colegiata, por delegación expresa del cabildo y del prior Forto.

Nicolás tomó la maza de un oficial y la alzó varias veces para comprobar que, aunque persistía un dolor sordo, no le iba a impedir llevar a cabo su labor. Devolvió la herramienta y se acercó a Marcel para trasladarle su deseo de volver a la tarea al día siguiente, quien se mostró de acuerdo. Como jefe de cuadrilla, de él dependía la decisión.

Sin embargo, aquella calurosa tarde de verano el joven tenía otra tarea pendiente. Regresó a la casa, agradecido de que aquellas estrechas y polvorientas callejuelas de la que había sido una ciudad musulmana apenas dejaran pasar los rayos del sol. La encontró vacía, de manera que solo se entretuvo en buscar el morral que solía llevar a la obra. Esta vez no introdujo en él un mendrugo de pan ni una porción de queso, sino que guardó dentro la bolsa de cuero con el pergamino. Con la ligera carga al hombro salió de nuevo al exterior y se encaminó hacia la calle de las carnicerías. Desde ahí ascendió bordeando la muralla y el barranco casi seco junto al que se ubicaba la mayor parte de las herrerías de la villa, causantes en parte de aquella penuria del caudal por el uso continuado de agua para enfriar el metal. Se dirigió a la puerta que comunicaba la ciudad vieja con el nuevo barrio de la morería, a poniente. Cada vez que lo hacía tenía la sensación de penetrar en una ciudad distinta, exótica y pintoresca. Las chilabas y las babuchas sustituían por completo a los jubones y a las sandalias; las fachadas encaladas de los edificios rematados con terrazas y las calles entoldadas la hacían muy diferente a la ciudad vieja donde, en las décadas transcurridas desde la conquista, las viviendas se habían ido transformando para dar mayor protagonismo a la piedra y a las cubiertas de teja, al tiempo que se eliminaban los callejones intrincados y sin salida por el expeditivo método de la expropiación y el derribo.

Era evidente que el barrio había sido construido con prisa, pues casi todos los edificios eran en extremo sencillos y uniformes, levantados para acoger en un breve plazo a los cientos de familias abocadas a optar entre el traslado a la morería o la expulsión de la ciudad. Desde aquel lugar resultaba perfectamente visible la fortaleza, situada en lo alto del cerro que dominaba la villa, que el viejo rey Sancho usaba como morada y como sede de la corte en sus prolongadas estancias en Tudela. Alzar la vista y ver la antigua alcazaba, que durante siglos había sido símbolo del poder musulmán, transformada en el castillo sobre el que ondeaban las enseñas de la nueva dinastía era un recordatorio permanente de la autoridad a la que estaban sometidos. Nicolás observó mientras caminaba la torre del homenaje que se alzaba orgullosa en el centro del recinto, protegido por dos sólidas murallas que lo rodeaban a distinta altura. Decidió, sin embargo, que sería mejor mirar hacia el suelo cuando estuvo a punto de pisar la bosta de la mula que avanzaba delante de él, conducida del ramal por su amo.

La vivienda de Ismail, que al tiempo desempeñaba la función de taller, lindaba con lo que antaño había sido el cementerio de la ciudad en el margen del camino a Tarazona, delimitado en aquel momento por un sencillo pretil de piedra que lo separaba de las casas más próximas.

El familiar repiqueteo de la gubia sobre la piedra recibió a Nicolás al aproximarse, y supo que el viejo alarife se encontraba trabajando en el interior. Empujó la parte alta de la puerta partida que daba paso al reducido zaguán y, como esperaba, lo encontró desierto. No se molestó en golpear la madera, sino que introdujo la mano y liberó el cerrojo. Atravesó la estancia en penumbra y salió a un patio amplio y luminoso. El artesano lo había cubierto en tres de sus cuatro lados con un porche sostenido con vigas, bajo el cual se acumulaba abundante material del oficio. A la sombra, inclinado sobre una piedra labrada en forma de prisma cónico y de espaldas a él, se afanaba el escultor, ajeno a la presencia inadvertida de Nicolás. Durante un momento el muchacho lo observó trabajar. Lo hacía sin pausa, como si el dibujo que debía decorar aquella pieza estuviera grabado ya en su cabeza y él solo tuviera que trasladarlo de forma mecánica al soporte. Como había pensado, manejaba una pequeña maceta y una gubia de cantería con la que trazaba las formas curvas de un complicado diseño formado por tallos y hojas.

—¡Ismail! —llamó cuando hizo una pausa, con la intención de no sobresaltarlo si lo descubría allí plantado.

El hombre alzó la cabeza y, tras un instante de vacilación, lo reconoció.

—¡Ah, el joven franco! —dijo en tono neutro, al tiempo que depositaba el cincel y la maza sobre la piedra—. ¡Qué inesperada sorpresa!

—Tú mismo me invitaste a visitar tu taller cuando tuviera ocasión. Aunque puedo regresar en otro momento si...

—¡No, no! ¡Ahora es perfecto! Hace demasiado calor para trabajar aquí. Estaba pensando en tomarme un respiro para refrescar el gaznate. Será mejor que entremos...

Ismail condujo a su visitante al interior y, una vez en el zaguán, abrió una portezuela de madera que apenas se advertía en uno de los muros.

—No me entretengo en encender el candil —advirtió—, pero pisa con cuidado. Abajo hay algo más de luz.

Descendieron una escalera empinada bajo una bóveda de ladrillo y Nicolás sintió una agradable frescura en el rostro y en los brazos, que mantenía extendidos para apoyarse en los laterales. El anciano, que sin duda conocía aquella escalera a la perfección, lo dejó atrás y esperó en la estancia inferior. En efecto, un haz de luz penetraba desde el exterior por una lucerna que se abría en lo más alto del muro, suficiente para iluminar el recinto, fresco y húmedo. En una de las esquinas vio el brillo del agua cristalina, cuya superficie se agitaba en un borboteo continuo dentro de un pequeño estanque situado a ras de suelo.

—No todo el mundo dispone de un manantial en la bodega —explicó con media sonrisa provocada por el gesto de sorpresa del muchacho—. Siéntate y hablemos.

Nicolás vio el banco de piedra que Ismail le indicaba. Se quitó del hombro el morral, lo colgó en el pomo del respaldo, y se dejó caer en el mullido cojín relleno de paja que cubría toda la longitud de la bancada. El borde superior del asiento, probablemente tallado por el propio anciano, aparecía cubierto por una capa de verdín producido por la humedad que se respiraba en aquel lugar. Sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra, y contempló la estancia mientras el anciano tomaba un cazo colgado de la pared y llenaba dos cuencos con agua de la fuente.

—Toma, bebe. Verás qué fresca.

Percibió el tacto frío del barro mientras calmaba la sed con un trago largo.

—¿Por qué el banco es de piedra?

—Oh, aquí la madera no tardaría en pudrirse —respondió Ismail—. Demasiada humedad. Además, cuando el barranco de las ferrerías baja crecido por las tormentas o si llueve mucho en el invierno, este sitio puede permanecer durante días bajo varios palmos de agua. Por eso tampoco ves anaqueles ni cualquier otra cosa que el agua pueda perjudicar. Tan solo lo usamos para abastecer de agua la casa y el taller... y para disfrutar de ratos como este cuando aprieta el calor.

El anciano se sentó junto a él.

—Veo que era cierto lo que contó Omar, mi nieto, sobre tu accidente. —Señaló las costras visibles en el rostro y en los brazos—. Me acerqué a las obras y me dieron buenas noticias cuando me interesé por ti.

—Tuve suerte. Los huesos aguantaron —bromeó, antes de fruncir el ceño en un gesto de extrañeza—. ¿Es cierto que acudiste a la colegiata?

Ismail asintió con un movimiento lento de la cabeza y Nicolás advirtió pesadumbre en su semblante. No tuvo que preguntar el motivo. Sabía lo duro que resultaba para los habitantes de la morería ver cómo se derribaba la gran mezquita donde muchas generaciones de antepasados habían elevado sus plegarias. Ese era el motivo por el que el qadi, representante de la comunidad musulmana ante el rey y ante el concejo, hubiera solicitado con éxito la dispensa para aquellos de sus miembros que rehusaran participar en la demolición.

—¿Sabes? Mi padre me contó muchas veces, sentados aquí mismo incluso, que yo llegué al mundo a tiempo de ver la mezquita todavía dedicada a nuestro culto.

—¿Es eso cierto? —se admiró Nicolás.

—Tan cierto como el frío del agua de este manantial. Cuando las huestes del rey cristiano tomaron la ciudad mi madre estaba encinta, a punto de dar a luz. Mi padre fue uno de los que la rindieron. Eso ocurrió hace sesenta y ocho años, los mismos que cumpliré yo. —Ismail parecía decidido a confiarse a su joven visitante—. El rey Alfonso concedió el plazo de un año a los habitantes de Tudela para abandonar sus hogares, igual que perdieron la propiedad de sus haciendas extramuros, dedicadas al cultivo y a la cría del ganado. Solo se toleró su presencia si se instalaban en este barrio, fuera de las murallas. Mi familia fue una de las que tuvieron que renunciar precipitadamente a todas sus posesiones.

—¿No pensaron en dejar la ciudad para trasladarse a cualquier otro lugar más al sur, en manos todavía de... vuestros hermanos? —Nicolás había dudado a la hora de elegir la manera de referirse a quienes la Cristiandad denominaba infieles.

—Sí, la zona de frontera aún en manos de moros —Ismail sonrió al usar aquella palabra— no quedaba a muchas jornadas de camino, y muchos viajaron más allá, a las tierras más meridionales de Al Ándalus. Pero otros prefirieron acogerse a las condiciones impuestas para permanecer aquí, pues se permitió a los antiguos propietarios de tierras mantener al menos su disfrute, y a la comunidad musulmana conservar sus propias autoridades.

—Así pues, tus padres no lo dudaron.

—Mi familia no disponía de tierras. Como la tuya, supongo, se habían dedicado durante generaciones a la albañilería y el trabajo de la piedra. Casualmente unos años antes, ante la escasez de espacio entre los muros de la madīnâ, mi abuelo había adquirido a buen precio este solar para dedicarlo a taller. No tuvo que pagar demasiado precio por él, dada su cercanía a nuestro antiguo cementerio y al agua que inundaba las zanjas a la hora de cimentar en esta zona. Pero esto pasó de ser un problema a una bendición cuando se descubrió la existencia de este manantial.

—¡Es cierto! El cementerio está muy cerca. —Nicolás no pudo evitar un gesto de aprensión al reparar en ello.

—¡Aguas abajo! —rio Ismail. El agua aquí es pura y cristalina, como ves.

Con la vista ya acostumbrada a la penumbra, Nicolás reparó en que la arena y la grava fina del fondo parecían hervir, empujadas por el agua que manaba bajo la capa de árido. Observó que todo el suelo estaba enlosado con piedra, como los bordes del estanque, y dos hiladas de sillares circundaban la bodega. El resto era muro de ladrillo que se curvaba en lo alto para formar una bóveda de media caña.

—Cuando hubo que evacuar la vieja madīnâ para permitir que los nuevos pobladores se asentaran en ella —continuó Ismail—, esto era solo un erial, arrasado por los combates en la reciente toma de la ciudad. Mi familia tuvo solo unos meses para levantar estos muros y empezar a trabajar en el improvisado taller, y tratar así de seguir ganándose la vida con su oficio. Fueron tiempos muy duros. Quienes decidieron quedarse tuvieron que multiplicar sus esfuerzos para levantar sus casas, a la vez que trabajaban sus tierras para obtener sustento. Aún tuvieron que sacar tiempo para construir una nueva mezquita en la morería. Un año después de la toma de la ciudad, y completada su evacuación, los milites que habían combatido con el rey Alfonso tomaron posesión de nuestras casas y la mezquita mayor fue consagrada como templo cristiano.

—¿Y el muro que rodea la morería? ¿También se levantó entonces?

—Fue una carga más para quienes se quedaron. Años duros... —insistió Ismail cabeceando con los labios apretados.

—¿Qué pasó con tu familia?

—En realidad no nos fue mal. La villa se repobló con rapidez al serle otorgado el Fuero del rey, y el trabajo nunca faltó. Hubiera bastado para mantener a una prole amplia, pero yo fui el único varón entre cuatro hermanas. Alá no quiso que nuestra sangre se expandiera en demasía, y a mí solo me concedió un hijo antes de la muerte de mi pobre esposa. Luego, también se lo llevó a él con mi querida nuera, en la gran peste que asoló la ciudad antes de que tú nacieras. Me quedé solo con mi nieto Omar, a quien ya conoces.

Nicolás reparó en el tono de despecho que había utilizado el anciano al hablar de su nieto. En la obra se sabía de la desconsideración y la falta de respeto con que el joven, arrogante y soberbio, trataba a su abuelo. Algo que no le había granjeado tampoco el aprecio y la confianza de sus iguales, ni siquiera los de su propio credo.

—Omar es afortunado —opinó Nicolás, expresando en voz alta lo que alguna vez había pensado al ver al muchacho trabajando en compañía de su abuelo.

—¿Eso crees?

—Ha tenido a un excelente maestro de quien aprender el oficio. Te he visto trabajar la piedra en muchas ocasiones, la última hace un momento, al entrar... Hay pocos como tú.

—Ojalá Omar fuera de la misma opinión —suspiró el anciano—. Yo lo quiero, es sangre de mi sangre, y sin embargo...

Ismail negó con la cabeza y dejó la frase sin terminar. Nicolás decidió no seguir hurgando en lo que, intuía, era una herida abierta.

—Te gusta esculpir la piedra... —dijo para cambiar de tema al tiempo que se levantaba para llenar de nuevo los dos cuencos vacíos.

Esta vez el anciano sonrió.

—Nuestro trabajo como alarifes es lo que ha dado de comer a mi familia durante lustros. Pero sí, es cierto, dar forma a esas piedras es lo que en realidad me apasiona. Imaginar, intuir la pieza que se esconde en su interior y ayudar con mis manos y con mis herramientas a que salga a la luz.

Nicolás pareció dar un respingo.

—¡Eso es! ¡Esa es la sensación que yo tengo cuando trato de imitaros! Pero no soy capaz de acercarme ni un poco a los resultados que vosotros obtenéis.

De nuevo el semblante del anciano se iluminó.

—Tienes buen maestro en tu padrino... —vaciló.

—Marcel... —le ayudó el muchacho.

—¡Marcel! —sonrió Ismail—. Él es un excelente cantero, un buen jefe de cuadrilla, y un buen mentor para ti. Pero poco tiene que ver la cantería con la verdadera escultura. Dar forma a un sillar, a la dovela de un arco o al fuste cilíndrico de una columna es obra de artesanos bien entrenados. Pero la escultura va más allá, precisa de la inspiración divina, ese soplo que solo se descubre en la obra de un verdadero artista.

—¿Tú lo eres?

—¿Y quién soy yo para juzgarlo? —Rio—. Lo son algunos de quienes han estado trabajando en la cabecera de la colegiata y en el claustro del priorato, vuestros compatriotas.

Nicolás pensó en los componentes del taller de escultores que habían labrado los enormes capiteles que coronaban el ábside. Siempre había admirado su trabajo y, en los últimos tiempos, sentía anidar en su interior el deseo de aprender de ellos.

—¿Crees que yo, algún día...?

El anciano se volvió hacia él y le miró a los ojos.

—¿Lo crees tú? —preguntó.

—Tampoco puedo saberlo. Pero lo deseo con todas mis fuerzas.

—¿Quieres ser escultor?

Nicolás tardó en responder. Acodado sobre las rodillas, apoyaba la barba incipiente en el puño cerrado, con la mirada perdida en el fondo del estanque.

—Creo que nada me haría más dichoso —respondió al fin, a la vez que se incorporaba y las dos miradas quedaban enfrentadas.

—En ese caso, puedes venir siempre que quieras...

—¿Tú... tú me enseñarías lo que sabes? —vaciló Nicolás incrédulo.

—Yo puedo proporcionarte las herramientas que precisas para expresar lo que llevas dentro. Y no hablo ahora de gubias, punteros ni macetas.

—Si es que hay algo —respondió Nicolás con inquietud.

—Pronto saldremos de dudas. Y si no has nacido para ello, el trabajo de cantero también es hermoso y permitirá que te ganes bien la vida.

Antes de concluir la frase, la atención de ambos se vio atraída por un ruido seco procedente del piso superior, seguido por una voz destemplada.

—¡Ismail! ¿Dónde estás, viejo roñoso?

Nicolás vio cómo el semblante del anciano demudaba. El brillo de ilusión que había observado un instante atrás era ahora una expresión sombría en la que creyó advertir un rastro de temor.

—Es mi nieto —dijo, avergonzado, mientras se levantaba y dejaba el cuenco en la repisa de forma apresurada.

Un súbito agotamiento parecía haberse apoderado del anciano cuando se dirigió a las escaleras. Antes de poner el pie en el primer peldaño la portezuela de madera se abrió con estrépito y la voz de Omar reverberó entre las paredes.

—¿Estás ahí?

El joven apareció ante su vista cuando descendió las escaleras a trompicones, apoyándose de forma alternativa en uno y otro lado de la pared para mantener el equilibrio. Se detuvo al llegar abajo y contempló con sorpresa al visitante. Sus ojos se encontraban a la misma altura y ambos se observaron durante un instante. Aunque Omar rondaría los veinte años, Nicolás lo superaba en corpulencia; el aspecto del recién llegado era el de un joven enjuto pero musculoso, de rostro moreno y afilado.

—Estás ebrio de nuevo... —La voz de Ismail era un susurro; su mirada de impotencia se clavó en el suelo.

—¿Y qué si lo estoy? —escupió—. Motivos no me faltan.

—Será mejor que te vayas, muchacho —sugirió el anciano en voz baja tomando a Nicolás por el brazo.

—¡Un momento! Yo te conozco —dijo Omar, que empezaba a adaptarse a la penumbra. Le puso la mano en el pecho en actitud intimidatoria—. Tú eres uno de esos francos que trabajan en la nueva iglesia.

Nicolás se limitó a asentir al tiempo que de forma apenas perceptible se liberaba de su contacto.

—¿Qué hace en esta casa uno de los infieles que están derribando nuestra mezquita? —balbuceó, esforzándose en mantenerse estable.

—Vete, muchacho... —insistió Ismail, ya sinceramente atemorizado.

—No, el que se marcha soy yo —masculló, perdiendo de repente todo interés por Nicolás—. En cuanto me des unas monedas. El malnacido que regenta esa mísera cantina se niega a seguir fiándome.

—¿No deberías estar en el tajo o en la mezquita nueva, en vez de andar entre infieles incumpliendo los preceptos de tu fe? —se atrevió a decir Ismail, remarcando la contradicción entre sus actos y sus palabras.

Omar soltó algo parecido a una carcajada, convertida en un resoplido que le obligó a limpiarse las babas con el dorso de la mano.

—Me han echado, ¿lo puedes creer? —anunció con voz demasiado aguda—. Ese amigo tuyo, el alarife jefe de la obra, es un cretino que pretende saberlo todo.

Ismail emitió un gemido ahogado.

—¿Otra vez? —Dirigió el lamento para sí, sin mirar a su nieto.

—Necesitaré unas monedas —insistió este, con tono apremiante.

El anciano echó mano al fondillo de la chilaba y sacó tres meallas de cobre que mostró en la palma de la mano.

—Es todo lo que llevo encima —se excusó, justo antes de que la zarpa del joven las aferrara de forma casi violenta.

—Será suficiente... por hoy —advirtió con un tono cuyo significado resultó patente para Nicolás. Se giró para volverse hacia la escalera, sin dejar de clavar antes una mirada de desprecio en él.

—¡Omar! —llamó el anciano—. Te lo ruego, no sigas afrentando a los tuyos de esta manera. Cualquier día los alfaquíes o el qadí enviarán a los hombres de la surta en tu busca para juzgarte por tus acciones. Y yo no podré hacer nada...

Omar lanzó una risotada mientras se perdía escaleras arriba.

—¡Los estaré esperando!

Ismail se derrumbó sobre el banco de piedra y se cubrió el rostro con las manos. Nicolás permaneció en pie, sin saber bien qué hacer.

—Será mejor que te vayas —repitió el anciano al fin, alzando hacia él los ojos vidriosos.

El muchacho, al contrario, tomó el cuenco, lo llenó de agua fresca y se lo ofreció al viejo escultor mientras se sentaba a su lado. Él lo tomó y bebió solo un pequeño sorbo. Se enjuagó la boca y escupió hacia un rincón, como si aquello le sirviera para arrojar la amargura lejos de sí.

—Lo lamento —acertó a decir Nicolás tras un instante de silencio.

—Ya conoces la verdad —respondió sin levantar la vista del empedrado—. Conseguí que lo admitieran en la obra de nuestra nueva mezquita, pero ha durado menos de tres semanas. Me pregunto qué he hecho mal... ¿En qué he ofendido a Alá, el Clemente, el Misericordioso, para que me envíe este castigo? Salgo a la calle y la vergüenza puede conmigo, siento las miradas clavadas en mí, observo que me señalan diciendo «ahí va el abuelo de ese necio; no ha sabido educarlo en la observancia de las leyes de nuestra comunidad».

—Creo que no debes culparte por sus acciones. Solo él es responsable de ellas.

—Podría achacarlo a la falta de un padre durante su niñez... pero también tú has crecido sin padre y, sin embargo, no tengo duda de que eres un buen muchacho. A la vista está. Él, sin embargo... Antes escapaba cuando me creía dormido, a través de un hueco en el muro trasero que nunca me molesté en cerrar. Luego dejó de ocultarse.

—Todos cometemos deslices. —Se volvió hacia el pomo del respaldo y descolgó el morral. De repente se sentía tentado a confiarse a aquel anciano a quien, aun de forma involuntaria, había arrebatado un secreto que sin duda lo atormentaba. Por algún motivo deseaba equilibrar la balanza con su propia confesión.

—¡Deslices dices! Se puede tropezar una vez, pero es distinto pasar los días hozando en el fango.

—En mi morral guardo el producto de un robo...

Ismail lo miró incrédulo.

—¿Un robo? ¿A qué te refieres? —preguntó escrutando con curiosidad el morral y su aparente falta de peso.

—En realidad... para esto he venido hoy aquí.

—Ah, ¿sí? —El anciano parecía intrigado, y no perdía detalle de los movimientos de Nicolás mientras este levantaba la solapa para sacar la bolsa de cuero.

—Lo encontré por accidente en las obras de la colegiata...

—Se trata de un pergamino —adivinó Ismail.

Fue Nicolás quien lo miró entonces con sorpresa.

—Así es. Pero está escrito en árabe, y necesito tu ayuda. Me gustaría desentrañar su significado antes de devolverlo.

Un instante después el documento estaba en las manos del escultor. Examinó su aspecto, pero no fue más allá.

—Será mejor que salgamos —dijo levantándose de forma súbita—. Aquí no hay luz suficiente.

Nicolás se sorprendió al comprobar la ligereza del anciano al subir las escaleras. Tuvo que apretar el paso para alcanzarlo mientras atravesaban el zaguán. Entornó los ojos cuando salió al patio, al tiempo que una oleada de calor le golpeaba el rostro. Buscaron la sombra del porche y un robusto banco alto de madera que sostenía algunas herramientas. Ismail las retiró con una sola mano, extendió sobre la superficie manchada una tela algo menos sucia, y depositó allí el pergamino. Soltó la cinta que lo mantenía enrollado y lo desplegó con cuidado.

—Es antiguo, aunque no en exceso —comentó cuando el texto quedó a la vista—. La vitela es de primera calidad, igual que la tinta con la que fue escrito.

El anciano apoyó ambas manos en los extremos del pliego y se inclinó sobre la apretada caligrafía árabe con los ojos entornados para acomodar la vista. Nicolás lo miraba mientras leía, pero su expresión no permitía adivinar sentimiento alguno. Poco a poco, comenzó a cabecear afirmativamente hasta que alzó los ojos, pensando quizá lo que iba a decir.

—A mi parecer se trata de uno de esos documentos administrativos en los que se da cuenta de la ascendencia de alguien, quizá algún destacado personaje de los tiempos en que los de mi credo gobernaban estas tierras.

Nicolás pareció decepcionado. En su fuero interno había albergado la esperanza de que el contenido del pergamino fuera acorde con el valor de la arqueta que lo albergaba: ¿Las indicaciones para recuperar objetos ocultos de gran valor, quizá?

—¿Cuál es su nombre? —preguntó.

—Un nombre que a mí no me dice nada —respondió el anciano—. No creo que tenga demasiada importancia...

—¿Cuál es? —insistió el muchacho con curiosidad.

Ismail se inclinó de nuevo sobre el pergamino, y Nicolás creyó percibir un leve gesto de contrariedad.

—Un tal Abd al-Mumin ibn Alí —leyó—. Desconocido para mí.

—Y en ese caso... ¿por qué alguien se tomó la molestia de ocultarlo con tanto cuidado?

—¿Estaba oculto? —Ismail se mostró interesado—. ¿Dónde lo encontraste?

Nicolás fue consciente de que el anciano no conocía los detalles del hallazgo, y algo le indujo a no proporcionárselos.

—Entre un montón de documentos parecidos que alguien había ordenado recuperar de entre los escombros, quizá para rasparlos y volverlos a utilizar —mintió.

—En ese caso no será necesario que lo devuelvas, para el cabildo no tiene gran valor —sugirió Ismail, pensativo, mientras dejaba que el pergamino se enrollara—. Los alfaquíes de nuestra morería, en cambio, quizá sí estén interesados en conservarlo.

Nicolás lo miró perplejo.

—No, será mejor que lo restituya, alguien podría echarlo en falta —respondió con decisión, echando mano al rollo—. Solo tenía curiosidad por conocer su contenido.

La mano arrugada de Ismail se apoyó sobre la suya.

—Lo cierto es que... quizá para los nuestros pueda tener algún valor. Podría incluso conseguir que la comunidad pagara algunos morabetinos por él.

Nicolás abrió los ojos de manera desmesurada.

—¿Morabetinos? ¿De oro?

—Todos los morabetinos son de oro —rio el escultor—. Supongo que en tu casa no vendrían nada mal.

Nicolás pensó en su madre. Un morabetino de oro eran muchos sueldos y, aunque no pasaban estrecheces, serían de gran ayuda. Les permitiría vivir de manera más desahogada, adquirir algunos enseres para la casa y sustituir alguna de sus viejas herramientas. Hasta podrían guardar bien oculta, eso sí, una moneda como reserva. Ninguno de ellos estaba libre de sufrir un accidente que lo mantuviera apartado del tajo y sin cobrar el salario semanal.

—¿Cómo puede ser que alguien esté dispuesto a pagar por algo que, según dices, carece de interés?

—Oh, son pocos los documentos relativos a nuestro pasado que pudimos conservar con nosotros tras la toma de la ciudad. Para nuestra comunidad un pergamino como este puede tener cierto valor... sentimental. Nos recuerda lo que un día fuimos. En cualquier caso, tendría que mostrárselo a nuestras autoridades, a ulemas, alfaquíes, al qadi... Quizá yo esté equivocado y tampoco para ellos sea objeto de interés. ¿Te importa que me lo quede y salimos de dudas?

Nicolás pareció vacilar. Había retirado la mano del pergamino y ahora lo observaba con atención. Era verdad que no lo había llevado con él con ánimo de obtener una ganancia. Más bien había sido la curiosidad lo que le había impulsado a sacarlo de la arqueta. El propio cofre de marfil hubiera tenido un valor mucho mayor. Por otra parte, ¿qué interés podía tener para el priorato un pergamino escrito en árabe? Ismail estaba en lo cierto, sin duda el documento pertenecía a la comunidad musulmana que había gobernado la ciudad, y no parecía injusto que regresara a su poder. Y si además podía obtener un beneficio en pago por su recuperación... Al fin y al cabo había estado a punto de costarle la vida.

—Sea —respondió sin vacilar—. Puedes quedártelo.

Ismail parecía contener la sonrisa que, aun así, iluminaba su semblante.

—De acuerdo —dijo mientras hacía una nueva lazada e introducía el rollo en el saquete de cuero—. Pronto te haré saber los resultados de mis gestiones.

Nicolás vio cómo se cerraba tras de sí la puerta del zaguán, sin acabar de comprender el motivo por el que un hombre atormentado por el comportamiento de su nieto podía olvidar de un instante para otro la humillación a la que había sido sometido, hasta el punto de despedirlo con una sincera sonrisa que le cruzaba el rostro.

Capítulo 5

5

Ismail apenas había podido conciliar el sueño. Hubiera podido achacarlo al calor, pero se habría engañado a sí mismo. En realidad, había pasado la noche dando vueltas al asunto, que no conseguía apartar de su cabeza desde que aquel joven cantero le había visitado. El documento estaba guardado a buen recaudo en el único lugar seguro de la casa, un escondrijo cuya existencia ni siquiera conocía su nieto Omar. Sonrió al recordar la inteligencia que había mostrado el alarife que lo construyera, quizá su propio abuelo sin conocimiento de nadie más, al levantar las paredes de la bodega. Se trataba de un hueco practicado en lo alto del muro, a salvo de las periódicas inundaciones que anegaban la estancia. Estaba ubicado al lado mismo del ventanuco de ventilación, de forma que quien mirara hacia él se veía deslumbrado por la poca luz que entraba y no reparaba en los sutiles detalles que alteraban la uniformidad en la obra de ladrillo. De noche, la luz del candil no lo alcanzaba, de manera que siempre permanecía en la penumbra. La tapa era una losa labrada con esmero siguiendo la curvatura de la bóveda. A ella se habían pegado con mortero los frontales de varios ladrillos, idénticos a los adyacentes, y que encajaban a la perfección en el dibujo general del muro abovedado. El ingenio del cantero había llegado al extremo de que la losa se continuaba hacia el interior con una prolongación de la misma piedra en ángulo recto, de forma que toda la pieza se sostenía en su lugar por el peso propio, como si del cajón de una mesa se tratara. Solo a quien conociera la existencia del escondite se le ocurriría alzarse hasta allí con la ayuda de una escalera de travesaños y tirar de aquella pieza para tener acceso al hueco que horadaba la pared. En él había guardado hasta la fecha el saquete de morabetinos que constituían los ahorros de toda una vida de trabajo. Desde aquella noche compartía el espacio con el pergamino que, por fortuna, iluminado por los argumentos que Alá había traído a su cabeza, pudo arrebatar de las manos del joven infiel.

No, aquel documento, fuera cual fuese su origen, no podía caer en manos de cristianos. Excepto a cambio de un altísimo precio. Y otros habría que, sin duda, estarían dispuestos a pagar un precio mayor. En cualquier caso, la existencia de una sola copia era un riesgo que no podía asumir. Pero ¿cómo conseguir una copia exacta del pergamino? Se consideraba absolutamente incapaz de hacerlo él mismo: con esfuerzo podía leer aquel árabe culto y recargado, pero acometer la tarea de copiar el texto con sus medios resultaba impensable. Era alarife y escultor, incluso se mostraba capaz de aportar valiosas sugerencias al maestro de obras que construía la nueva mezquita, pero no era un buen escribano, de forma que tendría que confiar en alguien. Durante toda la noche había tratado de pensar en la persona más adecuada, pero solo al amanecer un resquicio en su memoria había abierto paso a la esperanza.

En Tudela, la vieja Tutila musulmana, funcionaba desde tiempo inmemorial un centro de traducción que, con altibajos, había resistido el paso de los lustros. La ciudad, desde sus orígenes, se encontraba en tierra de frontera y, por tanto, de contacto entre las dos civilizaciones enfrentadas que se habían disputado el dominio de la península Ibérica. Había oído decir que los monjes de los primitivos monasterios cercanos, como el de Leyre, y los eruditos musulmanes que alcanzaban tierras tan septentrionales se habían mostrado siempre interesados en el intercambio de obras escritas en sus respectivas lenguas, el latín y el árabe. Para ello era preciso un lugar de contacto entre hombres conocedores de ambas, un scriptorium donde llevar a cabo la traducción de sesudos volúmenes de las más diversas materias. Y en Tudela, desde que él tenía memoria, existía un lugar como aquel, en el que desarrollaban su tarea traductores locales, pero también hombres procedentes de Córdoba y otras ciudades musulmanas, por un lado, y gentes venidas del norte, por otro.

Por el contenido del pergamino descartaba por completo la posibilidad de ponerlo en manos de un musulmán. De inmediato llegaría la noticia de su existencia a las autoridades de la morería y se vería obligado a entregarlo, algo que, al menos de momento, no entraba en sus planes. En esto había mentido al muchacho. Establecer contacto con un monje del priorato no sería mucho más seguro, pues de igual manera podría exigírsele la devolución de lo robado. Pero recientemente se había hablado de la llegada desde Aquitania de un clérigo procedente de la lejana Inglaterra, súbdito según decían del rey Enrique, que había aprendido la lengua árabe en su juventud, durante su viaje a Tierra Santa, al final de la segunda Cruzada. No recordaba su nombre, pero quizá le fueran ajenos los asuntos de la política peninsular, y contaba con la ventaja añadida de que su estancia sería sin duda temporal. A esa posibilidad se aferraba cuando los primeros rayos de luz iluminaron la estancia. Tendría que tomar precauciones si quería contar con su ayuda, pero, a pesar de todo, se sentía optimista cuando se incorporó en el lecho, recreándose con el frescor del barro cocido bajo las plantas de los pies desnudos.

La ablución matinal le sirvió para espabilarse y, tras la primera oración del día, acudió a la cocina en busca de algo que llevarse a la boca. La impaciencia apenas le permitió saborear el pan y el queso de cabra que guardaba en la alacena preservado del calor y de las moscas con una envoltura de hojas de parra. Se aseguró aguzando el oído de que Omar dormía, aunque no habría sido necesario: siempre regresaba de madrugada de la cantina, y jamás se despertaba para cumplir con sus obligaciones como creyente. Tranquilizado por los ronquidos procedentes de la alcoba, tomó la escalera de mano y descendió con cuidado los escalones de la bodega.

Ismail abandonó la casa cuando los primeros rayos del sol se alzaban sobre el perfil imponente de los nuevos muros de la colegiata, orientada precisamente hacia levante y no hacia el meridión como sus mezquitas. Caminó pegado al muro que bordeaba el viejo cementerio y poco después atravesó la puerta que comunicaba la morería con el resto de la ciudad. El recinto amurallado estaba poblado en aquel momento por cristianos de diversas procedencias que se habían sumado de manera progresiva a la reducida comunidad mozárabe que ya vivía allí en tiempos de la dominación musulmana. Quienes participaron en la conquista obtuvieron casas —entre ellas la que había pertenecido a su familia—, tierras y los privilegios contenidos en el fuero otorgado por aquel rey llamado Alfonso. Pero en todos esos años, los mismos que él contaba, la ciudad había asistido a la llegada de nuevos pobladores francos, quienes se acogían de igual manera a los derechos establecidos por el Fuero de Tudela. De tal manera, la ciudad se había convertido en un hervidero de gentes que vivían hacinadas en adarves y en estrechas callejuelas, en las cuevas excavadas en los cortados arcillosos de los montes y, en los últimos tiempos, en el exterior de las murallas, aunque todavía bajo su sombra y su amparo.

Quienes habían visto cambiar de forma drástica en los últimos lustros sus condiciones de vida eran los judíos, mal queridos por el resto de los vecinos quizá por la impopular actividad que desarrollaban. De prestamista a usurero había pocos pasos, que en ocasiones se recorrían con facilidad; la misma distancia separaba al comerciante del acaparador: algunos artesanos judíos se habían confabulado para establecer precios en exceso elevados en sus manufacturas. Quienes así actuaban eran minoría, pero lo cierto era que la animadversión se había generalizado y los conatos violentos habían comenzado a sucederse desde hacía unos cuatro lustros. El rey Sancho, entonces, había adoptado una solución que solo estaba al alcance de un hombre con su poder: había trasladado la judería, desde el sector suroriental de la ciudad hasta la falda de la colina donde se alzaba el castillo recién reconstruido para albergar la residencia real. El nuevo barrio judío se había ubicado dentro del segundo cinturón de murallas que rodeaban la fortaleza, bajo el amparo directo del monarca. Además, el rey Sancho había confirmado para sus habitantes el ventajoso Fuero de Nájera que el rey Alfonso concediera a los de su credo tras la toma de la ciudad.

El anciano alarife musulmán recorrió la ciudad, que despertaba al nuevo día con el canto de los gallos, con la bolsa de cuero sujeta bajo el brazo, esquivando los charcos y el barro que formaban las aguas que los vecinos arrojaban sin recato desde las viviendas. Acababa de sonar una campana, anunciando los oficios matinales en el priorato. Durante años había echado en falta la llamada del muecín, pues las ordenanzas del concejo la habían prohibido cuando él era solo un niño. Sin embargo, el veto se había relajado con el paso de los años, a medida que la convivencia se iba asentando. Sabía que tras la hora prima se retomaban las actividades dentro del monasterio, así que aligeró el paso en busca del viejo edificio donde desarrollaban su labor copistas y traductores, tan próximo a la colegiata como próximo había estado a la mezquita mayor desde su construcción. El movimiento en torno a la nueva edificación era ya frenético a aquella hora, pero, compungido, evitó alzar la mirada hacia los muros de su viejo oratorio, que aún se alzaban sobre su cabeza, del todo inútiles desde que no tenían un techo que sostener. Traspasó el umbral, contento por librarse de aquella visión y de la hiriente luz de la mañana, y se encontró en un pequeño atrio del que partía la escalera que llevaba al piso superior. Ascendió entre crujidos los gastados escalones de madera y desembocó en una sala diáfana donde la luz, de nuevo, entraba a raudales, a través de amplias ventanas abiertas a aquella hora y de tragaluces practicados en el techo. Bajo estos se alineaba una hilera de sencillas mesas de madera rodeadas de escabeles. Algunos estaban ocupados por monjes dedicados ya a su labor, cuyas tonsuras destacaban sobre los hábitos oscuros de la orden. Otros caminaban en silencio por el recinto con pliegos de pergamino en las manos, otros en busca de alguno de los volúmenes que se almacenaban en los polvorientos anaqueles de madera que cubrían las paredes. En el extremo opuesto reconoció a dos miembros de la comunidad musulmana con quienes no tenía trato habitual, pero que identificó como ulemas y maestros en la escuela coránica de la morería. Todos parecían abstraídos del bullicio que llegaba desde la calle y desde las cercanas obras de la colegiata.

Se detuvo junto al balaustre de madera y examinó el recinto. Nadie parecía prestarle atención; no sabía a quién dirigirse. Notó que la mano con la que sujetaba la bolsa de cuero le sudaba de forma copiosa a pesar del frescor de la mañana, algo que le sucedía cuando vivía una situación que no era capaz de dominar y la inquietud y la incertidumbre se apoderaban de él. La figura de un monje alto y desgarbado llamó su atención. Salía de una estancia situada en el lado opuesto del scriptorium con un volumen en las manos, y sus miradas se cruzaron por un instante. Tenía los ojos extrañamente claros y era patente que su cabello, aunque blanqueaba, había sido rubio en su juventud. Algo le dijo que era aquel a quien buscaba, y le hizo un gesto con la mano que sostenía el pergamino.

El monje pareció dudar, pero, extrañado por la llamada, dirigió sus pasos hacia él. Su altura se hizo más evidente cuando lo tuvo cerca. Ismail quedó pasmado cuando lo oyó dirigirse a él en árabe, y apenas acertó a responder a su saludo.

—Mi nombre es Ismail ibn Ammar. Busco a un clérigo llegado hace pocas fechas desde Inglaterra —dijo en su propia lengua—. Por vuestro aspecto he pensado que quizá...

El monje alzó las cejas con expresión de asombro.

—Supongo que

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