Nerón: El esplendor y la derrota

Margaret George

Fragmento

Capítulo I

I

NERÓN

Me desperté con la luz blanquecina del alba, esa hora opalescente más allá del tiempo. Por un instante no supe dónde estaba. Así es como debe sentirse un recién nacido, no reclamado.

Una suave brisa me recorría el cuerpo, tranquilamente tumbado. Una brisa marina. Estaba en algún lugar de la costa. Alcé la cabeza y, acto seguido, volví al mundo que conocía. Estaba en Anzio. Estaba en el dormitorio de mi villa, que daba al mar.

En medio de la quietud, me levanté y dejé a Popea durmiendo con una sonrisa en los labios, por lo que debía de soñar algo agradable. Agradable..., nuestra estancia en Anzio lo había sido. Estaba lo bastante lejos de Roma para aparcar mis pensamientos, para recluirme y vivir aislado por el mar. Durante un breve período.

Sin hacer ruido me acerqué a la ventana y aparté las vaporosas cortinas. El horizonte era blanco, lo que hacía imposible ver dónde terminaba el cielo y dónde comenzaba el mar. Una pálida luna se ponía, atrapada entre las nubes. La noche anterior había lucido brillante y penetrante en lo alto del firmamento. Ahora, todavía llena, se desvanecía y dejaba de distinguirse.

La noche anterior... ¡qué exultante había estado al interpretar por fin mi epopeya sobre la caída de Troya en el escenario! El duro trabajo de componerla me había llevado más de un año, pero con un furioso impulso final los últimos días, y ahora había mostrado su rostro al mundo, y yo sentía toda la alegría de un artista que ha dado a luz una creación tras un parto muy largo.

Era adecuado que hubiese pasado aquí, en Anzio, donde yo había nacido hacía veintiséis años. Y tras un parto igualmente largo y difícil, porque había nacido de pie; un mal augurio, según algunos. Al mismo tiempo había habido otros augurios favorables, así que ¿a cuál hacer caso? Estaba claro que se habían impuesto los favorables porque hacía nueve años que era emperador, tras haber tomado la púrpura a una edad absurdamente temprana. Ya había habido logros significativos en mi reinado, conseguidos al fin con la diplomacia en lugar de con las armas. Había dotado a la ciudad de Roma de unas termas espléndidas, un teatro y un mercado cubierto, y había iniciado obras de ingeniería que mejoraban los puertos y estaban destinados a proteger las rutas marítimas. Pero lo que más ansiaba era hacer a Roma el mayor regalo de todos: una conversión a la sensibilidad y la estética griegas. Eso era mucho más difícil que construir edificios y abrir canales. Pero estaba ocurriendo. Lo sabía.

El público de la noche anterior era prueba de ello. Muchas personas habían viajado desde Roma para oírme tocar la cítara. Es un instrumento virtuoso, de Grecia. Apolo lo tocaba. ¡Sí! Abrirían los ojos y aprenderían a abrazar estos tesoros culturales.

Observé con cariño mi cítara, apoyada ahora en la pared, reposando de sus esfuerzos de la noche anterior. Era, por supuesto, la mejor que podía fabricarse, y había tenido el mejor profesor, Terpnos, que me había enseñado con suma paciencia. Yo siempre era reacio a dejarlo al irme de Roma, y saber que volvía con él hacía que regresar me resultara más fácil.

Roma. Bajo la creciente luz, vi los cilindros con los mensajes que descansaban sobre la mesa. Habían llegado el día anterior, de parte de mi mano derecha y prefecto del pretorio, Tigelino, que gozaba de toda mi confianza. Pero no me veía capaz de mirarlos entonces. El día era demasiado perfecto para estropearlo con nimiedades relativas a los impuestos sobre las importaciones, las reparaciones de algún acueducto o el tráfico de las carretas en la ciudad. Si te imaginas que todos los asuntos que tiene que tratar un emperador son elevados y vitales, te aseguro que no es así. Hay cien cuestiones fiscales por cada tratado diplomático o decisión de estrategia bélica.

Echaría un vistazo a los mensajes un poco después. Tenía que hacerlo. Pero la mañana sería para relajarme y preparar el inevitable regreso a Roma

Me había retirado aquí para huir de los días calurosos de la ciudad, pero el deber me exigía presidir en dos semanas las augustalias, las fiestas que daban comienzo el uno de agosto y culminaban el trece, catorce y quince de ese mes, y que conmemoraban las victorias romanas sobre Dalmacia, Accio y Egipto. Como las celebraciones incluían carreras de caballos, lo único positivo era que tal vez mis entrenadores me darían el visto bueno para hacer algo que siempre había anhelado: competir en carreras de carros.

Oh, había conducido carros, pero nunca en una carrera pública de verdad. Se consideraba demasiado peligroso, y es verdad: las carreras de carros tienen un elevado índice de accidentes. Pero también era lo más apasionante que pudiera hacer una persona. Mi abuelo había sido un auriga exitoso, y me gustaba creer que yo había heredado su destreza.

—Disculpa, César —había dicho mi entrenador—, si en una carrera muere un auriga célebre, lo lloran su familia y sus seguidores. Pero si en una de ellas muere un emperador, todo el imperio sufre su pérdida.

Tigelino fue más directo.

—Es irresponsable por tu parte pensar en correr tal riesgo. —Se detuvo un momento—. Especialmente, sin heredero. ¿Quieres hacer estallar una guerra civil, como la que tuvimos después de que Julio César muriera asesinado?

Sin heredero. ¡Oh, cómo dolía eso! Había tenido una hija, pero murió de niña. Y desde entonces, ninguno más.

—No —admití. No haría que Roma soportara otra vez semejante agonía. Pero seguía queriendo participar en las carreras de carros, pidiendo a los dioses que me protegieran. ¿No lo habían hecho hasta entonces?

Pero también estaba el persistente recuerdo de una profecía perturbadora que me había manifestado la sibila que había visitado en Cumas. «El fuego será tu perdición —había dicho. Al insistir más, había añadido—: Las llamas consumirán tus sueños, y tú eres tus sueños.» Pero no había fuego en las carreras de carros. ¿Me aseguraba eso que podía embarcarme sin peligro en esa actividad?

En cuanto al fuego, en Roma teníamos una brigada muy competente para luchar contra los incendios. Aunque puede que el fuego al que se refería fuera en otro sitio. ¿O acaso era un fuego metafórico? La gente hablaba de arder de ira, arder de deseo, arder de ambición. Yo sentía una ardiente pasión por mi arte. ¿Se referiría a que eso me destruiría?

Sacudí la cabeza. «Apártalo de tus pensamientos —me dije a mí mismo—. Piensa solo en el hermoso día que te espera, un día para pasar junto al agua, para beber zumo frío de albaricoques persas con tu esposa, que es lo que más quieres en este mundo, para aguardar a que la luna vuelva a elevarse sobre tu cabeza.»

Dejé que durmiera mientras salía afuera para ver cómo el nacarado cielo se iluminaba con la promesa de un día hermoso y tranquilo.

Popea no se movió hasta última hora de la mañana. Yo ya había terminado de leer los despachos de Roma, que eran tan aburridos como me había temido, y releído una parte de mi epopeya sobre Troya con la intención de revisarla, cuando se levantó de la cama, envuelta en seda como una nube majestuosa. Llevaba en el cuello el reluciente collar de oro que le había regalado la noche anterior. Se había acostado con él puesto y ahora lo acariciaba cariñosamente con las manos.

—Dicen que es lamentable prodigar amor a un frío metal —dije—. Pero en ti parece merecedor de amor.

En el oro estaban engarzadas unas gemas que representaban los planetas, la Luna y el Sol, que había encargado a partir de un diseño de la India.

—Es fácil dormir con oro —respondió Popea—. De hecho, me ayudó a soñar.

—Ah, los sueños que suscita el oro... —Me levanté para abrazarla y, al hacerlo, me fue imposible distinguir la temperatura del oro, que su cuerpo había calentado, de la de ella—. Y ya no está frío.

El sol estaba a media altura, bruñendo las olas al otro lado de la ventana.

—¿Quieres que vayamos hoy a la gruta? Todavía no la hemos visitado. —La antigua gruta, al final de los muelles, era grande y se adentraba profundamente en la ladera. Sentía fascinación por las grutas, donde transcurrían tantas historias de los dioses. Rezumaban un aire sobrenatural.

Popea se estiró, levantando los brazos por encima de la cabeza y ondeando su cabello color ámbar.

—Supongo que tendríamos que hacerlo. No nos queda demasiado tiempo aquí —dijo sin demasiado entusiasmo—. Pero a última hora de la tarde. ¿Cómo tienes energías después de lo de anoche?

Nunca podría explicarle que interpretar me vigorizaba; lo que me consumía era la ociosidad.

—Me reuniré contigo en la terraza —dije. Tenía ganas de salir, de respirar el aire fresco.

Más tarde, nos sentamos en la terraza sombreada y contemplamos el horizonte. Era relajante y tranquilizador. Y a mí me encantaba despreocuparme. No pensar. No pensar. Estar sentado con los ojos cerrados y dejarme llevar, reviviendo la noche anterior.

Unos sirvientes nos trajeron comida en unas bandejas, que dejaron en un soporte: fuentes de jamón frío y mújol, miel de salvia de Creta, pan, huevos, aceitunas y cerezas junto con zumo y vino de Tarento para acompañarlo todo. Perezosamente, alargué la mano y tomé un puñado de cerezas.

Popea seguía llevando puesto el collar bajo un pañuelo.

—Es que no me lo puedo quitar todavía —admitió.

«Ojalá las demás personas a quienes colmo de regalos me mostraran su gratitud tan abiertamente», pensé.

Le estaba pasando la bandeja con los huevos y las aceitunas cuando un mensajero jadeante, sudoroso y cubierto de polvo interrumpió nuestro idilio corriendo hacia nosotros, flanqueado por dos de los guardias de la villa. Lucía una mueca en la cara, igual que los guardias. El día perfecto se había echado a perder.

—¡César, César! —exclamó a la vez que caía de rodillas y se sujetaba lastimeramente las manos—. Traigo un mensaje de Roma, de Tigelino. —Su voz era ronca.

—Bueno, ¿qué pasa?

—¡Roma está en llamas! ¡Roma está en llamas! —chilló—. ¡Está ardiendo fuera de control!

Me puse de pie, incapaz de asimilar lo que decía.

—¿En llamas?

—¡Sí, sí! El incendio se declaró en el Circo Máximo, en uno de los establecimientos del extremo.

—¿Cuándo?

Para entonces, mi esposa también se había levantado, y por el rabillo del ojo vi que sujetaba el collar de oro, pero ya no lánguidamente. Noté que la alarma y el terror que me invadían llegaban a ella mientras miraba al mensajero.

—Anteayer por la noche, y el viento del norte avivó las llamas de tal forma que se propagaron a lo largo del circo y empezaron a ascender por las colinas que lo rodean.

Roma era peligrosísima en caso de incendio, y habíamos sufrido muchos a lo largo de nuestra historia. Para protegerse de ello, Augusto había creado las cohortes de vigiles, compuestas por siete mil hombres, ahora bajo las órdenes de Ninfidio Sabino, un hombre que guardaba un parecido asombroso con Calígula. Fuera cierto o fuera coincidencia, eso le daba pie a afirmar que era hijo natural de Calígula. ¿Pero qué más daba eso ahora?

—¿Y los vigiles? ¿Han acudido?

—Sí, pero son incapaces de detenerlo. El fuego se está propagando tan rápido que no pueden contenerlo. Las chispas saltan por encima de los tejados y los campos, y prenden fuego en sitios nuevos. ¡Estaba empezando a ascender por el Palatino cuando me marché!

Me volví hacia Popea. Estaba paralizado, incapaz de dar crédito a lo que estaba oyendo.

—Tengo que irme —dije. Me dirigí entonces al mensajero—: Cabalgaremos juntos. Te daré un caballo de refresco.

Partimos a mediodía, seguidos por dos guardias, pero ya había anochecido antes de que nos acercáramos a Roma. A lo largo del camino me fui poniendo cada vez más nervioso. Tenía la esperanza de que el mensajero hubiera exagerado, de que el incendio ya estuviera contenido o de que no hubiera destruido gran cosa aparte de las tiendas del circo.

«Calma, calma, Nerón, tienes que conservar la calma y pensar con claridad», me decía a mí mismo.

Pero en mi interior estaba empezando a formarse otra imagen: la de Roma destruida con personas muertas o en la miseria y tesoros históricos perdidos para siempre, y todo eso mientras yo era emperador, mientras yo era responsable de la seguridad de mi pueblo.

«Roma quedó devastada en tiempos de Nerón, totalmente incinerada, reducida a cenizas.»

Cuando nos aproximábamos a lo alto de una colina cercana a Roma, antes de que pudiéramos vislumbrar la ciudad, vimos un color escabroso que manchaba el cielo nocturno, y unos feos dedos naranjas, rojos y amarillos que se elevaban hacia él, palpitantes. Coronamos entonces la colina y contemplamos la ciudad en llamas a nuestros pies. Unas nubes de humo se arremolinaban por el aire, y llamaradas de color, nubes de chispas y estallidos de piedras y madera salpicaban la oscuridad. El fuerte viento me arrojó cenizas a la cara junto con el hedor de basura y ropa quemada, y de otras cosas innombrables.

Era verdad, era todo verdad.

—¡Es peor que antes! —gritó el mensajero—. ¡Se sigue propagando! Es mucho mayor que cuando me marché. ¡Mira, ha tomado las colinas!

Roma estaba siendo devorada. De repente, recordé aquella vez que visité el templo de Vesta y se había adueñado de mí un temblor, una extraña debilidad que me había incapacitado. En aquel momento me había desconcertado, pero ahora sabía que significaba que no podía hacer nada para proteger la llama sagrada de Roma. Y comprendí el significado de la sibila y su profecía de que el fuego sería mi perdición.

Estaba en el momento decisivo de mi vida. Aquel era mi campo de batalla, el mismo al que me había preguntado si alguna vez tendría que enfrentarme. Mi antepasado Antonio se había enfrentado al suyo dos veces: en la batalla de Filipos, cuando aplastó a los asesinos de César, y en la batalla de Accio, cuando Octavio lo había aplastado a él.

O bien Roma y yo perecíamos juntos, o bien sobrevivíamos juntos.

Pero fuera cual fuese el resultado, solo había una opción: seguir adelante, librar batalla.

—Vamos —dije, apremiando a mi caballo—. Roma nos espera.

Y descendimos la colina para adentrarnos en la vorágine.

Capítulo II

II

La colina no era escarpada pero era peligrosa, con caminos serpenteantes, salpicados de piedras y raíces de árboles por todas partes. La luz de la luna nos permitía ver, y el creciente resplandor del fuego aportaba más iluminación.

El corazón me latía como si acabara de correr un stadion, y la cabeza me daba vueltas. El aire era caliente, bochornoso y sofocante, y el olor acre del fuego hacía que respirar fuera una tortura. Tendrían que habernos atacado enjambres de insectos, pero el humo y el hollín los habían ahuyentado. El incendio seguía estando demasiado lejos para que sintiéramos el calor directamente, pero, de todos modos, imaginé que lo notaba. Desde aquella distancia la ciudad era apenas una vaga masa; todavía no podía distinguir sus distintas áreas.

Me detuve.

—¿Dices que ahora es mayor? —pregunté al mensajero.

—¡Sí! Cuando me marché estaba contenido en un área y, de lejos, parecía una hoguera de campamento. Ahora ha prendido en más sitios a su alrededor.

—Habrá amanecido antes de que lleguemos —señalé. Y, para entonces, quién sabía lo que veríamos.

Seguimos descendiendo la colina, eligiendo con cuidado por dónde íbamos. Delante de nosotros teníamos aquel fulgor diabólico cada vez más cerca.

Un incendio. ¿Qué sabía yo sobre los incendios? A decir verdad, muy poco. Nunca había vivido personalmente ninguno, ni siquiera en casa; el único incendio que conocía era el imaginario de Troya de hacía cientos de años. Pero había sido generoso y había dotado a los vigiles de todo lo que necesitaban, y era caro: carros con bombas de agua para combatir el fuego tirados por caballos, cientos de cubos, picos, hachas, ganchos y hasta balistas para derribar casas para crear cortafuegos. Seguro que una fuerza así de entrenada y equipada contendría el fuego.

Pero en este caso, ¿por qué se estaba propagando? Si no habían podido extinguirlo cuando era pequeño, ¿qué probabilidades había de que lo hicieran cuando estaba creciendo?

El viento cambió de repente y, en cuanto lo hizo, vi una explosión de llamas al prender fuego otro sitio. Una columna se elevó hacia el cielo lanzando una nube arremolinada de brasas que se desvaneció rápidamente.

Proseguimos; la luna empezó a descender hacia el oeste, y un levísimo atisbo de luz asomó en el este por el horizonte. Pero seguía estando muy oscuro, salvo por la masa roja que palpitaba y refulgía frente a nosotros. Subimos otra colina y la ciudad desapareció; pero, cuando llegamos a la cima, de repente estuvimos cerca de ella, y el primer calor del fuego me llegó a la cara. Los caballos lo notaron y empezaron a asustarse. Fue difícil controlarlos. Pero calmé al mío y obedeció. Ojalá hubiera podido calmarme a mí mismo. Sujetaba las riendas con tanta fuerza que el cuero se me estaba clavando en la palma de las manos.

—Tendremos que acceder a la ciudad por el este —dije. Desde donde estábamos, el centro de la ciudad no parecía seguro, y en el lado oeste el incendio ascendía hacia el Tíber—. ¿Dónde está Tigelino? ¿Dónde está Ninfidio?

—Se estaban desplazando al Esquilino para dirigir las operaciones desde allí —respondió el mensajero—. Tenían que evacuar el Palatino y el Foro.

Viramos hacia el este cuando finalmente despuntaba el día. Ya podíamos ver. Unas nubes de denso humo negro se elevaban hacia el cielo, y el fuego crepitaba con fuerza, rugiendo como una fiera. Enfilamos la vía Prenestina e inmediatamente nos sumergimos en un mar de gente que huía despavorida de la ciudad, con sus pertenencias a cuestas, gritando y jadeando.

—¡No vayáis hacia ahí! —chilló una familia—. ¡Es una locura correr hacia un incendio! ¡Huid, Huid!

—¡Es el emperador! —bramó otro hombre.

—¡Sálvanos, sálvanos! —empezaron a gemir.

Los miré fijamente. Era real que creían que podía salvarlos, que de algún modo podía obligar al fuego a apagarse.

—¡Ayúdanos, ayúdanos! —Una mujer se lanzó contra el costado de mi caballo.

—Voy a ayudaros —dije—. Dirigiré a los vigiles. Lo extinguiremos.

¡Oh, qué seguro parecía! Menuda mentira.

Más gente abandonaba la ciudad e inundaba la calzada. Burros, carretillas, bolsas y fardos, niños berreando. Poco a poco nos abrimos paso entre la muchedumbre, intentando tranquilizarla. Nos acercamos a las murallas de la ciudad, donde se vislumbraba la puerta Esquilina, abarrotada de personas que intentaban colarse por la estrecha abertura para salir. Cuando los guardias se dieron cuenta de que era el emperador, contuvieron a la gente para permitirme el acceso.

Entré en la ciudad y, de repente, estuve en la arena con el fuego. Lo que había sido un enemigo distante se enfrentaba ahora a mí. El humo era aquí mucho más denso y, a pesar de la salida del sol, lo cubría todo con un manto oscuro.

—¡Doblad a la derecha! —ordené, buscando el lugar donde Tigelino habría montado su tienda en el Esquilino. Había un puesto de vigilancia cerca de los jardines de Mecenas con vistas a la ciudad.

¡Los jardines de Mecenas! ¡Parte de mi nuevo palacio, la Domus Transitoria, estaba ahí! Pero no, estaba a salvo, quedaba demasiado lejos del incendio.

¿Demasiado lejos? No estaba tan lejos como para que fuera imposible unir la Domus Transitoria y el viejo palacio del Palatino de Tiberio. Yo lo había hecho, ¿no? Solo los separaba una milla. Y habían tenido que evacuar el Palatino.

Dirigí la mirada a la Domus Transitoria, pero no pude ver daño alguno; parecía intacta. Toda aquella zona estaba intacta.

Llegamos por fin a lo alto del Esquilino y me precipité hacia la casa de piedra que servía de puesto de vigilancia incluso en momentos de tranquilidad. Ahora estaba plagada de hombres, soldados y vigiles.

Vi a Ninfidio, de pie junto a la puerta, con unos mapas en la mano. Su semblante normalmente plácido lucía una mueca. Estaba deliberando con varios hombres, señalando con un dedo un lugar en un mapa. Alzó los ojos y me vio.

—¡César! ¡Gracias a Dios que estás aquí!

Como si yo fuera un dios. Bueno, tendría que actuar como si lo fuera, esperar que de algún modo pudiera transformarme durante este breve período en algo superior a mí.

—He venido lo más rápido posible —dije—. Cuéntame el alcance del incendio. Cuéntamelo todo.

Giró la cabeza hacia la ciudad que se extendía a nuestros pies. Desde aquella altura vi horrorizado lo que parecían cien fuegos distintos, enviando cada uno de ellos su oscura columna al cielo, y un incendio inmenso en el centro.

—Se declaró en el extremo del circo, donde están las verjas de salida. Creemos que algún producto inflamable de alguna de las tiendas prendió fuego; en ellas guardan aceites para cocinar tentempiés para los asistentes. Se propagó de inmediato a las tiendas que estaban situadas al lado, que almacenaban madera, ropa y cosas así. Los tenderos, que dormían en las dependencias situadas encima, salieron a tiempo, pero no pudieron hacer otra cosa que huir. Un fuerte viento empujó las llamas, que recorrieron los laterales del circo incendiando las gradas de madera, y de allí... —Soltó un suspiro angustiado.

—¿Todo esto de noche?

—En medio de la noche. Pero había luna llena.

La hermosa luna llena que yo había admirado en Anzio, una presencia benévola allí.

—¿Quién dio la alarma?

—La cohorte de vigiles más cercana al incendio: la número siete. —Señaló su ubicación en el mapa.

—¡Queda muy lejos, al otro lado del Tíber!

—Sí —admitió—. Hemos tenido mala suerte.

—Muy mala suerte.

—Para cuando los vigiles estuvieron despiertos y equipados, el incendio se había propagado. Las llamas rugían en las gradas del circo, en ambos laterales entonces. Dado el amplio espacio abierto, no había nada que impidiera que se propagara, y el fuerte viento lo avivó.

Un fuerte viento. Más mala suerte.

—Ascendió la ladera sur del monte Palatino, y volvió a descender. Llevar los carros para combatir el incendio no sirvió de nada; las mangueras no podían lanzar el agua tan lejos. Así que los hombres retrocedieron, y enviamos a las demás cohortes a ayudarlos. Y todo esto sucedía de noche.

Una ráfaga de viento nos arrojó cenizas a la cara, ardientes y abrasadoras.

—Ten. —Ninfidio me dio un pañuelo empapado para taparme la nariz y la boca. Inspiré el aire refrescado.

—¿Y todo el día siguiente?

—Se propagó. Fuimos incapaces de impedirlo. El fuego aparecía como por arte de magia en lugares alejados de su origen, por lo que éramos incapaces de derribar casas para crear un espacio abierto. Había gente que ayudaba a sus vecinos a combatir el fuego, pasándose cubos unos a otros, y cuando se volvía se encontraba con que su casa estaba en llamas. Algunas personas entraban corriendo en su casa para esconderse del fuego, y había que sacarlas por la fuerza porque el miedo les había hecho perder el juicio. Intentamos rociar las casas con agua mezclada con vinagre, que al fuego no le gusta, pero había muy poca, y no pudimos llegar a los pisos superiores.

—Para entonces, al final del primer día, ¿dónde se situaba el incendio?

—Se estaba propagando por el Palatino y el Capitolino. Entonces se hizo de noche. Empapamos mantas y colchones para poder colocarlos en la parte inferior de los bloques de viviendas de las zonas adyacentes. Era solo cuestión de tiempo que el fuego llegara a esos pisos y que todos los que estaban atrapados dentro tuvieran que saltar. Recorrimos las calles ordenando a la gente que abandonara su domicilio. Pero algunos se resistieron. La negación se mezclaba con el miedo.

Siempre. La negación y el miedo avanzan de la mano hacia la fatalidad.

—¿Y la mañana siguiente?

—Tuvimos que cambiar de turno, relevar a los hombres. Nos habíamos reagrupado aquí, en el Esquilino. Las siete cohortes aunaron su equipo y sus hombres. Ordené que sacaran y prepararan las balistas, una especie de ballestas. Teníamos que encontrar un lugar donde crear un cortafuego. Pero en todos los sitios que elegíamos ya habían caído brasas transportadas por el aire, por lo que tuvimos que seguir retrocediendo. En aquel momento te enviamos al mensajero. Tendríamos que haberlo enviado antes, pero incluso a nosotros nos costó admitir lo grave que era.

—Ya hemos llegado a ayer. ¿Con qué os encontrasteis cuando volvió a haber luz del día?

—El Palatino y el Capitolino estaban rodeados por el este y por el este, y solo el lado norte, el Foro, seguía a salvo.

—¿Y ahora? —Nunca había lamentado tanto mi mala vista. No podía distinguir las distintas áreas que estaban en llamas.

—Tendremos que adentrarnos en cada área para averiguarlo —dijo Ninfidio—. Y para hacerlo tenemos que prepararnos. Ropa húmeda, máscaras, ganchos, cubos y hachas. Y hay que rellenar los depósitos de los vigiles de agua.

—¡Tenemos que ir de inmediato! —aseguré.

Me miró.

—Has estado en pie toda la noche, César. Tienes que descansar. No te sumes a los ciudadanos presas de pánico. Necesitarás toda tu fortaleza mental antes de enfrentarte al fuego.

No me sentía cansado. Pero tampoco me sentía normal.

—Muy bien. ¿Adónde tengo que ir?

—Hemos improvisado unos barracones ahí arriba. —Hizo un gesto para llamar a un ayudante—. Lleva al emperador a un sitio donde pueda descansar —le ordenó—. Quédate ahí hasta la tarde —me indicó—. Iré a buscarte y saldremos juntos.

El joven soldado me condujo hasta una gran tienda montada en la cima. Dentro, en hileras de camas de campaña, dormían vigiles exhaustos. En el centro, una mesa proporcionaba agua y comida a los cooperantes, y varios médicos curaban quemaduras.

—Aquí —me indicó el soldado. Había una zona que quedaba oculta a la vista y disponía de camas privadas. La luz, que se filtraba por las paredes de la lona, era tenue, y las camas estaban preparadas con mantas y almohadas. Me dejé caer de buen grado en la más cercana, y el soldado me quitó amablemente las sandalias y me tapó con una manta. Mi fatiga pudo más que mi pavor, y el sueño me envolvió al instante, sumiéndome en un negro torbellino, tan negro como el humo que cubría la ciudad.

Capítulo III

III

Me desperté antes de que llegara Ninfidio. La última vez que me había despertado, el día anterior en Anzio, había estado desorientado un momento; y lo mismo me ocurrió aquí. Contemplé un insulso techo de lona. Me moví en un catre estrecho. Oí ruidos raros fuera, el sonido de un gentío distante y gemidos cercanos. Y entonces lo supe. Estaba en Roma, y Roma estaba en llamas.

Me incorporé de golpe. Me miré las manos sucias, veteadas de mugre y llagadas debido a mi larga cabalgada. Mi túnica estaba asquerosa, recubierta de cenizas y zarzas. Mis sandalias, llenas de arenilla, estaban cuidadosamente colocadas bajo la cama. Me las puse deprisa y me aventuré a salir a la parte central de la tienda, donde había hileras de camas dispuestas bajo la tenue luz. En ellas yacían hombres jóvenes, algunos vendados y gimiendo, otros inconscientes. El incendio ya se había cobrado víctimas.

Los sirvientes y los enfermeros apenas me miraron, ocupados como estaban. Mejor así. Tenía que pensar. «¡Piensa, Nerón, piensa!» Pero tenía el cerebro lento, aturdido.

Las áreas de Roma... ¿con qué se encontraría el fuego a su paso? Aquí, en el Esquilino, estábamos al nordeste del centro de la ciudad, a más de una milla de donde se había iniciado. Pero el fuego podía ser más veloz que un caballo, y podía galopar rápidamente por la ciudad. Era irónico que el incendio se hubiera declarado en una pista de carreras. ¿Se estarían los dioses burlando de nosotros?

El Palatino estaba justo al lado. Ninfidio había dicho que el fuego había empezado a ascender una ladera del monte pero que se había detenido. Si llegaba al Palatino se perderían todos los tesoros que este contenía. Objetos históricos, no solo artículos de lujo. Altares que conmemoraban la fundación de Roma, y, ¡oh, dioses!, los laureles sagrados de la casa de Augusto. ¡Los laureles que predecían la muerte de un emperador! ¡Mi laurel!

«El fuego será tu perdición.»

También estaban los templos sagrados del Capitolino, y los edificios oficiales del Foro, y más allá, más cerca de nosotros, la Subura, donde vivía tanta gente, mucha de ella pobre, pero también los ricos en las zonas vecinas.

Donde vivía gente... ¿Dónde vivía Apolonio, mi entrenador deportivo? Solo sabía que era en la ciudad. ¿Y Terpnos, el genial citarista? ¿Y Apio, mi profesor de canto? ¿Y Paris, mi amigo actor? ¿Y los libertos que me servían, Epafrodito y Faón? ¿Y mis nodrizas de la infancia, Égloga y Alejandra, que todavía servían en mi casa, más como amigas que como sirvientas? ¿Y los escritores, Lucano, Petronio y Espículo? ¿Y mis amigos Pisón, Seneción y Vitelio? ¿Y...? ¿Y...? La lista era interminable. Gente importante para mí, de todas las condiciones sociales. Porque, a diferencia de los emperadores anteriores, yo había querido mezclarme con personas de otras clases, algo que el Senado desaprobaba. No había parte de la ciudad que no albergara personas con las que yo estaba relacionado personalmente. Y para las demás yo era su emperador, y debería ser su protector, su escudo ante la desgracia.

Pero el incendio..., el incendio... hacía que las bestias a las que se enfrentó Hércules en sus doce trabajos parecieran débiles y mansas en comparación.

Al preguntarles dónde habían ido los miembros de mi personal y mis amigos, los vigiles se encogieron de hombros y admitieron que nadie lo sabía. La gente había huido cuando el fuego se acercaba sin dejar nada dicho.

Entonces, Tigelino entró en la tienda, buscándome. Sus musculosos brazos estaban manchados de hollín, y su cara, reluciente de sudor. Se me acercó a grandes zancadas, con una mueca en la cara.

—Aquí estás —soltó—. Perfecto. Ninfidio me cuenta que quieres salir con los vigiles. Te aconsejaría que no lo hicieras.

—¿Por qué?

—Es demasiado peligroso —respondió.

—¿Como las carreras de carros? Me prohibirías cualquier cosa que fuera menos segura que un carruaje cubierto avanzando pesadamente por la vía Apia un día de fiesta.

—¿Por qué insistes en hacer cosas tan arriesgadas? Es...

—Sí, ya lo sé. Irresponsable. Pero lo más irresponsable que puede hacer un emperador es abandonar a su gente durante una crisis.

—No hace falta que vayas a combatir personalmente las llamas para cuidar de tu gente. Alguien tiene que permanecer a salvo para dirigir las operaciones. Yo no estoy allí abajo, sino aquí arriba, organizando.

—Iré y lo veré directamente. Tengo que hacerlo.

—Te...

Iba a decir «te lo prohíbo». Pero yo era emperador, y nadie tenía la autoridad para prohibirme nada. Nadie.

—Esperaré a Ninfidio. Iba a regresar a la ciudad a primera hora de la tarde. Lo acompañaré.

Salí de la tienda y me quedé fuera, mirando colina abajo, viendo cómo los rayos brillantes del sol titubeaban y se desvanecían al encontrarse con las nubes de humo que cubrían la ciudad. Estaba en la cima del monte. Recordé el día en que Popea y yo habíamos ido allí, recorriendo la todavía inacabada Domus Transitoria que unía el viejo palacio de Tiberio, en el Palatino, y los jardines de Mecenas, situados aquí. Su entrada quedaba ladera abajo. Me dirigí hacia ella; unos cuantos esclavos nerviosos seguían en sus puestos, custodiando la puerta. Los pasé de largo para adentrarme en la galería, parecida a un túnel, que serpenteaba por la parte inferior de la ciudad hasta llegar a los pies del palacio del Palatino.

Juntos, Popea y yo habíamos elegido los adornos de la Domus Transitoria; el techo de estuco blanco tenía incrustaciones de gemas y cristal. El artista que lo había hecho, ¿dónde estaría? ¿Estaría a salvo?

En el túnel se estaba fresco, tranquilo. Nadie diría que hubiera algo fuera de lo corriente. Pero al adentrarme en él lo olí, casi imperceptible pero inconfundible: humo. Había humo en el pasillo. Eso significaba que había fuego al otro lado, en la parte nueva, donde todavía tendría que notarse el olor de pintura fresca, sustituida ahora por cenizas y humo.

Salí con dificultad y corrí colina arriba. ¡Mi palacio estaba en llamas!

Cuando llegué a la cima, Ninfidio había regresado y estaba rodeado por sus hombres. Cerca de ellos había apilado un montón de ropa y equipo.

—¡Hay humo en la Domus Transitoria! —solté—. ¡Lo que significa que está en llamas en la parte del Palatino!

—El incendio está extendiendo sus brazos alrededor del Palatino entonces —observó Ninfidio—. ¿Todavía estás resuelto a acompañarnos?

—Sí. ¡No puedo quedarme aquí!

Tigelino se reunió con nosotros a tiempo de escuchar mis palabras.

—Es testarudo —dijo a Ninfidio—. He intentado convencerlo para que no lo haga. —No podía decir que había intentado ordenármelo.

—Tendremos cuidado. Y eso empieza por ponerse ropa protectora. —Ninfidio señaló el montón—. Lo he empapado todo en agua mezclada con vinagre. Apestará, pero mejor apestar que arder.

Yo, junto con unos treinta hombres, tomamos la ropa y nos la pusimos: túnica, capa con mangas, botas altas y un ajustado casco de cuero. Era pegajoso y pesaba.

—Ahora, tomad vuestro equipo —indicó Ninfidio—. Un hacha, un garfio, un cubo. A los pies del monte están esperando las bombas de agua, llenas y preparadas, y otro carro con las mantas y los colchones que hay que colocar para los que saltan. Mucho antes de llegar a la zona del incendio encontraremos una multitud de gente. Tenemos que mantenernos juntos y abrirnos paso entre ella sin separarnos. Para ello, voy a daros unos brazales blancos. Colocáoslo en el brazo izquierdo. Levantad el brazo si veis que nos perdéis para que podamos localizaros.

A su señal, descendimos la colina. Sus instrucciones habían sido muy escuetas. No nos había dicho qué hacer si nos encontrábamos con llamaradas, si alguien se veía envuelto en llamas, si volaban piedras o pedazos de madera por el aire. A lo mejor no podíamos hacer otra cosa que escabullirnos. A los pies de la colina estaban esperando los carros, como nos había dicho. Me impresionó su organización y su control. Los carros disponían de bombas de mano, llenas de agua. Las mangueras estaban enrolladas, dispuestas, pero dudé de que llegaran tan arriba. Ningún hombre tenía la fuerza suficiente para impulsar el agua a más de veinte pies de altura.

—¡Adelante! —gritó Ninfidio, levantando el brazo izquierdo con el brazal. Los carros se pusieron en marcha con gran estrépito y nosotros los seguimos en masa. Recorrimos las calles, donde todo permanecía intacto, pero como Ninfidio había predicho, el mar de personas que huían de la ciudad hacia el campo casi nos engulló. La amenazadora nube de humo cubría la ciudad frente a nosotros.

Pero al acercarnos al Foro cruzando el centro abarrotado de la ciudad, la Subura, llegamos de repente a una zona en llamas. Nos dimos cuenta cuando empezaron a caernos encima remolinos de brasas, que siseaban al extinguirse en nuestra ropa mojada.

—¡Está en el distrito octavo! —gritó Ninfidio, y eso fue lo último que oí antes del rugido de los fuegos y los gritos de la gente que lo ahogaban.

Las casas estaban ardiendo, pero no todas. Una casa en llamas podía tener casas todavía intactas a cada lado, pero no por mucho tiempo. Vi un chorro de agua que una de nuestras mangueras dirigía a una de las casas, pero era débil y no afectaba demasiado al fuego. El calor era intenso, y la ropa pesada que llevaba lo hacía casi insoportable. Pero no podía quitármela porque me achicharraría directamente.

Unos pedazos de madera chisporroteantes salieron volando de las casas, cayeron sobre la gente y aplastaron a algunas personas. A mis pies, un niño quedó sepultado bajo una viga, que conseguí apartar, pero el niño estaba muerto. Alcé los ojos hacia las casas que ardían, con las llamas que salían de las ventanas formando unos vibrantes zarcillos amarillos, como un ser vivo. Entonces las ventanas expulsaron una bola de fuego con un estallido, y los gritos del interior de la casa cesaron al hundirse los pisos.

Volví a oír a Ninfidio:

—¡Por aquí! ¡Los bloques de viviendas!

Y nos abrimos paso a empujones hacia esa zona. Pero por el camino un grupo de hombres amenazadores me impidió el paso. No eran ciudadanos aterrados sino agentes resueltos que llevaban cubos de alquitrán, palos y antorchas encendidas. Las lanzaron adrede a las casas que no estaban ardiendo.

—¡Deteneos! —grité, sujetando el antebrazo de uno de ellos. Se zafó fácilmente de mí.

—¡Cállate! —espetó. Sus compañeros siguieron hundiendo los palos en los cubos con alquitrán, encendiéndolos y arrojándolos a las casas.

—¡Basta! —les ordené, de nuevo sin resultado. Entonces me di cuenta de que no tenían ni idea de quién era, disfrazado como iba con la ropa de prevención de incendios. Después los vi estorbando a algunos de los vigiles de Ninfidio que intentaban apagar el fuego.

—¡Hacemos esto bajo la autoridad de alguien! —aseguraron con las manos levantadas, desafiantes.

—¿Autoridad de quién? —pregunté.

—De alguien a quien obedecemos —contestaron.

—¡Yo soy el emperador! —grité—. ¡Tengo poder sobre cualquiera que os esté ordenando hacer esto! ¡Deteneos si valoráis vuestra vida! —les exigí.

Los hombres se limitaron a reírse, sin creerme. O quizá sin importarles, a sabiendas de que nunca podría identificarlos. Pero la gente que había a nuestro alrededor nos oyó y lo malinterpretó.

—¡Es el emperador! ¡Les está diciendo que prendan fuego!

—¡No! —exclamé—. ¡Yo no voy con estos hombres!

—Claro que sí —bramó una mujer—. Vas con ellos. ¿Por qué, si no, estás aquí hablando con ellos? ¿Y en secreto, sin ninguno de los miembros de tu guardia real? ¿Dónde están los pretorianos? Les has dado esquinazo a propósito.

Entonces, otra casa empezó a oscilar y a derrumbarse, y todo el mundo se dispersó. Todo el mundo salvo dos hombres que se quedaron, loando a su dios.

—¡Oh, alabado sea el nombre de Jesús! Esto es el principio. El principio del final, el final que prometiste. —Uno de ellos se agachó para recoger una antorcha encendida—. ¡Por fin es el día del Señor! ¡Y hemos sido bendecidos con la posibilidad de acelerar su llegada! —dijo, y arrojó el palo ardiendo al interior de una casa—. ¡Gracias, Señor!

Su agradecimiento fue efímero; como si les respondiera, la casa se desplomó sobre ellos.

Me había sumido en una pesadilla. Esquivé la casa derrumbada en busca de Ninfidio y los demás hombres, pero los había perdido. Daba igual. Sabía cómo llegar a los bloques de viviendas. Pero me impresionaron los desvergonzados saqueadores que estaba viendo entonces entrar en las casas y salir de ellas cargados de objetos robados, y los fanáticos religiosos que estaban explotando el incendio para sus propios fines. No lo había previsto, pero tendría que haberlo hecho. No hay ninguna tragedia que no sea aprovechada por hombres malvados.

De repente, un río de fuego salió a raudales por la puerta de una casa, agitado y reluciente como un río de verdad, pero era puro fuego. Un gruñido, como de un animal monstruoso, llegó del interior, seguido de otro vómito de fuego. Una muchedumbre compacta que huía de él me empujó y me estrujó, y me llevó en la dirección que ella quiso.

Estaba finalmente en los bloques de viviendas, los edificios altos de pisos que eran los más peligrosos de todos. De madera o de adobe, podían tener cinco o seis plantas, que eran inseguras y más endebles a medida que ganaban altura. Encontré a Ninfidio al localizar los carros y las bombas de agua, alineados frente a un edificio. Los hombres estaban extendiendo las mantas y los colchones, y me puse a ayudarlos a descargar el pesado material de los carros. El costado del edificio ya era una cortina de llamas entre rojas y amarillas, y la gente colgaba de las ventanas, aterrada.

Ninfidio les hizo señas en cuanto las mantas y los colchones estuvieron puestos en su sitio.

—¡Saltad! ¡Saltad! —gritó. Algunos obedecieron, y los que estaban en las plantas inferiores aterrizaron a salvo. Pero los que estaban en las plantas superiores se dieron un buen batacazo y no todos sobrevivieron.

Nos quedamos mirando a los que habían muerto, hechos un guiñapo en las mantas. Había niños muy pequeños. Eran los que se habían llevado la peor parte. Tuve ganas de devolver.

—Es una muerte más dulce que el fuego —soltó uno de los vigiles que estaba junto a mí. Tenía razón. Pero el fuego era su verdadera causa.

Entonces, uno de los bloques de viviendas que teníamos al lado, al parecer, intacto, empezó a soltar chispas y explotó de golpe sin previo aviso. Los escombros salieron disparados por todas partes; cadáveres junto a vigas, piedras y muebles. A nuestro alrededor llovieron cuerpos calcinados, ennegrecidos e irreconocibles como personas a no ser por los zapatos que seguían llevando en los esqueléticos pies carbonizados. Entonces sí que tuve náuseas, me quité el casco, pesado y agobiante, y me arrodillé en la calzada. Pero al enderezarme, secándome la boca, unas pavesas me chamuscaron el pelo y la única forma que tuve de evitar acabar envuelto en llamas fue sofocándolas volviéndome a colocar el casco en la cabeza. Bajo el casco notaba el calor de las brasas que intentaban matarme antes de extinguirse lentamente, su misión extinguida con ellas.

—Es un monstruo —señaló Ninfidio—. ¿Has visto suficiente? Te dije que tendrías que haberte quedado en el campamento.

—¿Como un cobarde? —dije—. Tenía que verlo, tenía que saber a qué nos enfrentamos.

—Un fuego es un ser vivo —contestó Ninfidio—. El edificio parecía seguro. Pero albergaba en su interior al enemigo, un enemigo que estaba alimentándose, respirando, ocultándose, esperando, fortaleciéndose. Solo se reveló cuando era demasiado tarde para detenerlo.

—No estoy seguro de que seamos capaces de detenerlo. Me temo que solo podemos ralentizarlo y rescatar a sus víctimas. Y hasta en ese aspecto estamos lastimosamente limitados, superados por el enemigo. —Era la horrible realidad.

—Tengo que rellenar las bombas de agua —dijo Ninfidio—. Y mis hombres necesitan descansar, hacer un cambio de turno. Tenemos que retroceder para volver al Esquilino y al distrito cuarto.

—Tengo que ver el Palatino —dije—. Tengo que seguir adelante.

Ninfidio no se molestó en intentar disuadirme.

—Solo no. Llévate a uno de los tribunos pretorianos contigo. Subrio Flavio está junto a los carros. Lo llamaré.

No quería volver a donde estaban los carros y las mantas con su horripilante muestrario. Esperaría. Enseguida apareció Subrio. Era uno de esos hombres que parecía un armario ropero, con la cara y el torso anchos, aunque no era gordo. Pero bajo todas las prendas protectoras resultaba imposible ver cómo era realmente nadie.

—Yo te acompañaré, César —dijo—. ¿Adónde quieres ir ahora?

—Al Foro. Y al Palatino —respondí sin dudar.

—Nos dirigiremos al corazón del incendio —indicó con el ceño fruncido.

—Tengo que ver dónde se ha propagado —dije. Temía verlo, pero tenía que hacerlo. Tenía que saberlo.

Soltó un suspiro casi imperceptible y señaló con un dedo:

—Por aquí entonces.

Nos abrimos paso entre la oleada de gente frenética y dejamos atrás más edificios en llamas. El ruido del incendio creció, más fuerte, absorbiendo el aire. El humo se hizo más denso y tuve que taparme la nariz y la boca con un pañuelo. Los ojos, que no llevaba cubiertos, me escocían y dolían. En la oscuridad artificial que creaba el humo, no podía ver a demasiada distancia, pero sí distinguir personas que se tambaleaban, algunas que se ayudaban entre sí y cargaban a los inválidos y los desvalidos, otras que despiadadamente apartaban a empujones a los demás y los pisoteaban. Algunas personas llevaban fardos que contenían sus pertenencias; otras eran ladrones cargados de objetos robados.

De repente llegamos al Foro, a los espacios abiertos que hay en él. Estaba intacto. Todavía no había prendido fuego. Los edificios de mármol, y el espacio entre ellos, lo retrasarían. Pero el fuego se estaba acercando, y de golpe vi una llama que se elevaba del techo abierto del templo de Vesta, y supe que no era la llama sagrada.

Me quedé inmóvil, observando. Aquello era la esencia misma, el corazón de Roma, y estaba sucumbiendo a la destrucción. Aquello era el centro de la Roma de la que yo era responsable, de la Roma que se suponía que yo protegía. Solo yo sabía el nombre secreto sagrado de Roma, como máximo pontífice, sumo sacerdote de la religión del Estado. No estaba escrito en ningún sitio; cada pontífice lo susurraba a su sucesor. Mientras ese nombre sagrado se supiera, Roma podría seguir existiendo, podría reconstituirse. Pero si algo me sucediera, si pereciera allí mismo, Roma perecería conmigo. Tigelino había tenido razón al intentar mantenerme alejado del peligro, pero había peligro en todas partes. Una noche tranquila a solas en el palacio podía ser también peligrosa. Era más noble morir de pie, combatiendo un mal enorme, que ser ignominiosamente asesinado en un pasillo, como Calígula.

Desvíe la mirada de aquella vista desgarradora.

—¡Por ahí! —indiqué a Subrio, y nos dirigimos hacia el extremo del Foro en el Capitolino. Pasamos ante el templo del divino Julio, el arco de Augusto, la Rostra, la Curia, que se erigían orgullosos y serenos mientras el hollín y las cenizas ensombrecían su mármol.

Delante de nosotros, el monte Capitolino parecía a salvo. A nuestra izquierda estaba el Palatino, y señalé el escarpado camino que conducía hacia él. Subrio sacudió la cabeza.

—Quédate aquí entonces —dije. Hizo ademán de detenerme, pero sabía que no tenía autoridad para hacerlo—. Espérame.

Antes de que pudiera protestar, me volví y subí corriendo por la calzada, aunque entonces costaba mucho respirar. Pero tenía que verlo. Sin falta. Este lado seguía estando en calma, pero el otro lado del Palatino daba al origen del incendio, que seguía rugiendo y propagándose. Llegué a la cima y allí estaba, al otro lado: un fuego espantoso, abrasador, atronador, con unas llamas cuya altura rivalizaba con el Palatino. Las oleadas de calor me hicieron retroceder, tambaleante. Era imposible acercarse más. De los edificios agonizantes se elevaban crujidos y chirridos. Los coronaba una vibrante columna de fuego, que se retorcía y se contorsionaba como una bailarina. Lo contemplé hipnotizado, cautivo de su extraña belleza. Una ráfaga de viento alejó la cortina de humo y vi mi Domus Transitoria en llamas, siseando y chisporroteando. El lugar donde me había sentado con mis amigos poetas para disfrutar de largos encuentros ociosos, con el suave murmullo del agua que manaba de una fuente detrás de nosotros, estaba siendo ahora consumido por un fuego que había hecho que el agua se convirtiera en vapor y las columnas, achicharradas, se tambalearan. Entonces, afortunadamente, el velo de humo lo cubrió de nuevo y me lo ocultó.

Tenía que volver. En cualquier momento las llamas se propagarían hacia allí arriba, pasando rápidamente de un edificio a otro. Estaría atrapado. Bajé corriendo, con el calor abrasándome la espalda, seguido por el diablo, que reía detrás de mí.

Subrio me aguardaba impaciente.

—Está empezando a avanzar —le informé—. Pronto prenderá por completo. Retrocedamos cruzando el río y vayamos a mi casa de los campos Vaticanos. Pasaré allí la noche.

Esquivando con mucho cuidado las zonas que ardían, lo que significó adentrarnos en el Campo de Marte, que parecía intacto, finalmente cruzamos el Tíber desde mis propiedades vaticanas.

Mi residencia estaba a salvo, y era poco probable que el incendio saltara el río y llegara hasta allí.

—Quédate aquí y come algo —indiqué a Subrio—. Después regresa al Esquilino e informa a Ninfidio. Dile que volveré por la mañana.

Los esclavos nos prepararon rápidamente comida, y pude contarles lo que había visto y asegurarles que no corrían peligro. Subrio habló poco. Puede que siempre estuviera callado o que lo que habíamos visto ese día nos hubiera dejado sin palabras. Agradecí su silencio mientras comíamos despacio.

Todavía era de día en aquel lado del río cuando le ordené partir. No hizo falta que le recomendara que se mantuviera alejado del norte de la ciudad.

—Gracias —dije.

Él asintió y se marchó.

Me dirigí, desfallecido, a mis aposentos después de pedir algo para comer. Cuando me trajeron la comida, algo de pan e higos secos, lo único disponible, vi que no tenía nada de apetito.

Me acosté después de lavarme para quitarme el hollín, el sudor y la tierra. A pesar de las prendas protectoras tenía los brazos y las piernas enrojecidos y llenos de ampollas, y el cabello muy chamuscado. Pero eso era irrelevante. Mi ciudad estaba siendo destruida, y yo no podía hacer nada, más allá de tomar pequeñas medidas. Ahora solo los dioses podían impedirlo. Y este día me había enseñado que entre la literatura y la vida real mediaba un abismo. Una cosa era cantar lo ocurrido en Troya e imaginar la angustia de Príamo y el sufrimiento de los troyanos, y otra muy distinta contemplar cómo ocurría de verdad de modo que los muertos y los damnificados eran personas que podía tocar y oler, mi propio pueblo.

Capítulo IV

IV

No hubo un verdadero amanecer, porque el fuego mantuvo el cielo iluminado y refulgente toda la noche. Finalmente apareció en el este el color normal del día. No había dormido, no de verdad. Los sueños sobre el fuego se mezclaban con los recuerdos de lo que había visto y era imposible distinguirlos entre sí. Me levanté con dificultad de la cama, puesto que los brazos y las piernas me escocían debido a las quemaduras. En cuanto me pudiera vestir, volvería al Esquilino.

Ese era el cuarto día del incendio. ¿Dónde se habría propagado durante la noche? La mancha roja en el cielo hacía añicos cualquier esperanza de que, por algún milagro, se hubiera extinguido. ¿Y dónde estaría la gente que había huido al campo? Había que encontrarla, contarla y ayudarla.

Partí enseguida, tras decir a los esclavos que prepararan los jardines para usarlos como refugio. Iba solo, sin guardia, de modo que podía recorrer la ciudad sin que nadie se fijara en mí y valorar por mí mismo cómo estaba. Al cruzar de nuevo el Campo de Marte, que todavía parecía intacto, me di cuenta de que los edificios públicos que había allí también podían usarse como refugio. Es decir, si el área permanecía a salvo. Unas nubes de humo lo cubrían todo, y una lengua de fuego había ascendido por el lado de la ciudad donde estaba el Campo, junto a la vía Lata. Me mantuve muy al norte, cruzando las áreas de los montes Quirinal y Viminal, hasta que finalmente llegué al Esquilino a mediodía. En las áreas bajas vi que las llamas alcanzaban gran altura, y oí los gritos y el ruido de la destrucción.

Ninfidio y sus hombres estaban reunidos en la cima de la colina, a punto de ponerse las prendas protectoras para salir de nuevo. En cuanto me vio, se me acercó y me ayudó con el equipo que había llevado hasta allí.

—Subrio me contó lo que pasó —dijo—. Que ascendiste el Palatino. Por poco no te achicharraste vivo. Todo aquello está ahora en llamas. Por lo menos, eso creemos. Nadie es tan insensato como para acercarse lo suficiente para comprobarlo. También se ha extendido a un extremo del Foro.

—Ya lo sé —dije—. Ayer lo vi atacar el templo de Vesta.

—Atacar —repitió con una mueca—. Ahora lo entiendes. Sí, es una fiera; piensa, acecha, ataca y mata. Tiene voluntad propia. Puede que incluso planee.

—Pues tenemos que ser más listos que él.

—Lo estamos intentando. Pero hasta ahora él ha sido más listo que nosotros. En cada sitio en el que tratamos de crear un cortafuego, salta por encima y se burla de nosotros. Te juro que se ríe.

—El otro lado del río todavía está a salvo. Podríamos dirigir ahí a la gente.

—Si quieren escucharnos. Están histéricos. Puede que tengamos que buscarlos en el campo. Los hay que se han refugiado en las tumbas que flanquean las carreteras fuera de la ciudad. —Levantó el equipo protector de cuero que llevaba cargado al hombro.

—No —dije—. Hoy no.

—¿Mañana? —¿Estaba poniendo a prueba mi determinación o simplemente me estaba engatusando para que creyera que quería que participara?

—Espero que mañana no sea necesario que salgáis.

—Con esperarlo no basta. —Rio y, sacudiendo el equipo, añadió—: Y tendrías que cuidar mejor de ti mismo.

—No volveré a acercarme al fuego.

—No me refiero al fuego. Me refiero a exponerte de esa forma, yendo por ahí sin un solo guardia. Has recorrido toda la ciudad para llegar aquí, ¿no?

—Sí, pero me mantuve alejado del fuego.

—¡No estoy hablando del fuego, sino de asesinos! Cualquiera podría haberte asesinado esta mañana. Por todos los dioses, César, ¿careces de prudencia? Se te reconoce al instante, e ibas solo.

—No creo que haya demasiada gente que quiera asesinarme —contesté—. Solo querían hacerlo miembros de mi familia, no mi pueblo.

—¡Basta con uno!

—Tienes razón, claro —admití—. Habría sido fácil.

—No es culpa tuya. Da igual quien sea, siempre hay alguien que preferiría verte desaparecer. Un enemigo así puede incluso estar chiflado, pero su cuchillo es igual de letal que el de cualquier otra persona.

—Sí, sí —dije. Quería poner fin a esta conversación. La idea de que alguien quisiera matarme me ponía nervioso. Tendría que haberme acostumbrado, pero no lo había hecho.

Me volví y me quedé mirando el fuego que se propagaba. Para entonces, siete de los catorce distritos estaban en llamas, desde el sur, cerca del monte Celio, por los pies de los montes Viminal y Esquilino, todo el Circo Máximo, la mayoría del Palatino, medio Foro y un lado del Campo de Marte, donde estaban los teatros. Solo el monte Capitolino seguía siendo seguro, una isla en un mar de llamas. Tal vez el mismo Júpiter estuviera protegiendo la suya. La Subura, el centro densamente poblado donde se concentraban los pobres, era un infierno. Las sinuosas y angostas calles, las plantas superiores, las casas cercanas que compartían una pared, habían creado las condiciones ideales para alimentar el fuego.

¡Ojalá lloviera! Ojalá una de las tormentas por las que Roma era famosa nos rescatara ahora. Pero no, los dioses giraban la cabeza, no se apiadaban de nosotros. Una lluvia fuerte, torrencial, extinguiría el incendio, o por lo menos lo devolvería a niveles que podríamos combatir. El cielo, la parte que el humo no oscurecía, seguía estando burlonamente despejado.

Me puse a deliberar con Tigelino y otros pretorianos sobre las medidas que podíamos adoptar para aliviar el sufrimiento de la población desplazada. Así no pensaba en las cosas atroces que estaban pasando abajo, cosas que no podía hacer nada por evitar.

—Has cruzado la ciudad a pie —señaló Tigelino con desaprobación—. Podrías haber...

—Sí, ya lo sé —lo interrumpí—. Tenemos que asumir el control de lo que podamos. Tenemos que hacer previsiones para las personas que han huido, que lo han perdido todo.

—Hay un millón de personas en Roma —dijo Fenio Rufo, separándose de los demás pretorianos—. ¿Cómo vamos a ocuparnos de todas ellas?

—Fenio, es agradable ver al huidizo compañero de Tigelino —dije. Aunque lo había nombrado para que compartiera el cargo de prefecto del pretorio con Tigelino, Fenio, mucho más silencioso, solía desaparecer bajo la amplia sombra que proyectaba Tigelino—. No toda la población de Roma ha huido... aún. De modo que no habrá un millón de refugiados.

—Sí, algunos están muertos —apuntó Tigelino—. Así que no tenemos que hacer nada por ellos. Como el fuego los ha incinerado incluso, ya no hay que encargarse de nada.

—Eres un bastardo, Tigelino —soltó Fenio con el ceño fruncido.

—Eso me dicen. Por eso estoy donde estoy. —Esbozó entonces su encantadora sonrisa, la que dirigía a todas las chicas de los burdeles.

¡Los burdeles! Recordé, horrorizado, que la mayoría de ellos estaban ubicados en la Subura. Esperaba que las mujeres hubieran huido, junto con sus clientes, a tiempo.

—En primer lugar, ¿están tus hombres patrullando las calles para limitar los saqueos? —pregunté—. Tendría que ser una de vuestras tareas. También tenemos que localizar y recontar a los desplazados. Hasta que no hagamos un recuento, no podemos proporcionar suficiente ayuda.

—Las cifras aumentan a medida que el fuego crece —dijo Fenio—. Todavía no ha terminado. —Como si quisiera recalcar lo que había dicho, nos llegó una ráfaga de viento cargada de hollín y hedores de podredumbre y carne quemada. Se llevó un pañuelo a la nariz y tosió—. Y sí, tenemos unidades patrullando. Aunque parece imposible impedirlos. Y se nos ha informado incluso de que algunos soldados están saqueando.

—Ayer, cuando estuve allí, vi saqueadores e incendiarios.

—¿Incendiarios? —preguntó Tigelino.

—Hombres que arrojaban adrede antorchas a los edificios y amenazaban a cualquiera que intentara detenerlos. Dijeron que obedecían órdenes.

—¿De quién?

—«De alguien con autoridad», por lo que oí —respondí—. Y después había otros hombres distintos, hablando de Jesús y diciendo que había llegado el fin del mundo y que ellos estaban ayudando a hacerlo realidad.

—¿Estás seguro? —preguntó Fenio.

—Sí, del todo —aseguré.

—La gente pierde la cabeza en una crisis como esta. No sabe lo que hace o lo que dice —dijo Tigelino.

—Ellos sí lo sabían —insistí—. Pero esto no es lo que nos ocupa. Lo que nos ocupa son las personas que han sobrevivido, pero solo con su vida. Así que haced un recuento. Después prepararemos mis jardines de los campos Vaticanos y abriremos los edificios públicos del Campo de Marte: el panteón, el teatro de Pompeyo, las termas y el gimnasio.

—Estarán hambrientos —señaló Fenio.

—Los almacenes de grano de los muelles se han incendiado —indicó Tigelino—. No hay nada con que alimentarlos.

—Traigamos grano de Ostia —dije—. Y de ciudades vecinas. Encargaos de ello.

Oscureció temprano; un ocaso enmascarado por el humo. Al contemplar la ciudad desde la colina, el resplandor rojo parecía ocupar prácticamente todos los espacios vacíos. Ninfidio y sus hombres regresaron, exhaustos y derrotados.

—Sigue creciendo —soltó con voz entrecortada y quitándose el casco—. Hemos tenido que abandonar la parte central de la ciudad y retroceder hasta un lugar seguro. —Se sentó, jadeante, apoyando los brazos en las rodillas.

—¿Está todo el mundo a salvo?

—Todos mis hombres sí. Pero muchos otros no. —Descansó la cabeza en las manos como si pudiera quitarse las imágenes de la mente—. Mañana tenemos que destruir todo lo que hay a los pies de esta colina. Todo. Todas las casas, todos los bloques de viviendas, todas las tiendas, cuadras y altares. Tenemos que crear un cortafuego enorme, tan ancho que no pueda saltarlo. Y tenemos que dedicar todos nuestros esfuerzos a ello mañana, antes de que el fuego se acerque más.

Como no había nada más que pudiera hacerse a oscuras, me retiré para acostarme. Yacía rígido, haciendo como que dormía. Tal vez así podría conciliar el sueño. Pero los pensamientos me cruzaban por la cabeza como ratas que se escabullen rápidamente. Un aluvión de llamas. Personas envueltas en ellas. Destrucción de toda nuestra historia, los vestigios tangibles de nuestros logros, escudos, botines y trofeos de guerras remotas. Miedo. ¿Qué pasaría? ¿Qué quedaría? ¿Algo?

Popea. Tendría que avisarla, contarle lo que estaba pasando. Pero era frívolo enviar un mensajero a Anzio con una carta, cuando aquí necesitábamos todas las manos disponibles. ¿Y cómo podría describirlo? Pero no describirlo sería cruel e irrespetuoso, tanto para ella, que querría saberlo, como para quienes habían fallecido. Tenía que esperar hasta estar con ella para decírselo. ¿Y cuándo, cuándo sería eso? ¿Y cómo sería el mundo que veríamos?

El mundo que vi la mañana siguiente era un lugar de pura destrucción. La fiera del fuego había sido voraz por la noche y había vuelto a crecer, extendiéndose como una mancha, brillante y vibrante. Era el quinto día del incendio. Nos reunimos en lo alto de la colina y lo observamos angustiados. El fuego era ahora visible a nuestra derecha, avanzando por el distrito sexto, donde estaban los jardines de Salustio. Estaba extendiendo sus brazos para rodearnos y acabar con cualquier rastro de espacio seguro.

Tigelino había llamado a todos los pretorianos de su campamento en el extremo este de la ciudad, lo que sumaba miles de manos más. También había ordenado que llevaran todas las balistas a los pies del Esquilino para derribar casas y crear un cortafuego.

—De todos los tamaños —dijo—. Tenemos tres gigantes, del tipo que puede arrojar piedras que pesan ochenta libras. Pero son tan grandes que es difícil manipularlas en espacios estrechos. Así que también utilizaremos las más pequeñas. Tenemos treinta de ellas.

—Tenemos más, pero están en otros campamentos, demasiado lejos para traerlas deprisa —dijo Fenio—. Ven, vamos a prepararnos y a descender al dar la señal.

Una vez más me puse el pesado equipo de cuero, que era más incómodo ahora que tenía ampollas en la piel. Pero daba igual. Me di cuenta de que tenía ganas de bajar, hacer algo en lugar de quedarme allí y mirar.

Ninfidio dirigiría a los vigiles y Tigelino a los soldados. A los pies de la colina, las balistas estaban esperando alineadas, junto con los pretorianos. Contemplé, entre admirado y asombrado, la fortaleza de esas máquinas, preparadas gracias a la experiencia romana. Eran instrumentos de destrucción, pero la destrucción podía tener una belleza espectacular.

Funcionaban por torsión con un resorte hecho con tendones de animales, de los que se tiraba hacia atrás con una manivela para tensarlos. Rodeé la más grande, recorriéndola con las manos, maravillado por aquella construcción de madera y metal. Una carga de piedras aguardaba ser arrojada por las máquinas. Cada piedra se deslizaría por una ranura hasta descansar contra una placa que se liberaría cuando se soltara la torsión.

—Puede lanzar una piedra a un tercio de una milla —explicó Tigelino, dándole palmaditas como si fuera un burro—. Pero no tenemos que llegar tan lejos si podemos acercarnos a las casas y apuntarlas directamente. ¡Vamos! —ordenó a los hombres. Las mulas tiraron de las balistas con un crujir de ruedas.

Me situé tras ellos, y poco después habíamos elegido nuestros blancos: una franja de casas y tiendas formada por varios bloques que bordeaba los jardines de Mecenas.

—Es una pena, ¿verdad? —dijo Subrio, de pie a mi lado mientras llevaban las máquinas a su sitio—. Casas de gente pudiente, llenas de tesoros, jardines con plantas raras; todo ello quedará destruido.

—¡Avisad a todo el mundo! —gritó Tigelino—. ¡Que salga todo el mundo! —Un montón de soldados corrió arriba y abajo por las calles para gritar que evacuaran la zona.

Seguro que no quedaba nadie dentro. Pero, para mi sorpresa, salieron personas de las casas. ¿Estaban ciegas y sordas? ¿Cómo podían haberse quedado allí?

Se precipitaron hacia los soldados y las balistas, y bramaron: «¡No, mi casa no! ¡Mi casa no! La construyó mi abuelo...» o «¡Es mi propiedad privada, no tenéis ningún derecho a destruirla!».

Me vi obligado a hablar. Avancé y me quité el casco para que supieran quién se dirigía a ellos.

—Tenemos autoridad para hacerlo —dije—. Vais a perder vuestra casa de todos modos; de esta forma, el sacrificio puede tener algún valor. Si no, será una pérdida inútil. Creemos este cortafuego para salvar otras áreas.

—¡El emperador! —exclamó un hombre—. ¿Qué sabrás tú qué es perder una casa?

—Mi casa se ha incendiado con todo lo que había dentro, todo lo que yo atesoraba. Y para nada. Ha desaparecido, y para lo único que ha servido es para alimentar el fuego y su horror antes de que siguiera avanzando.

—¡Puedes construirte otra! —soltó—. Pero ¿y nosotros?

—Seréis recompensados. Vosotros también podéis volver a construir una.

—¡No me moveré de aquí!

—¡Se acabó! —dijo Tigelino. Hizo un gesto a sus soldados, que empuñaron la espada—. Estamos perdiendo un tiempo valiosísimo. Vuestra casa será derribada. Así que entrad y recoged lo que podáis los próximos minutos, id después al este por la vía Prenestina y esperad en el campo.

—Nosotros iremos al campo a proporcionaros ayuda, comida y refugio —añadí.

La discusión se repitió a lo largo de las casas, que fueron evacuadas rápidamente, y empezó la demolición.

Las balistas fueron situadas en su sitio, preparadas para disparar a las casas, y tras una señal, de una en una, arrojaron sus piedras desde una distancia segura. El impacto al golpear las casas era explosivo. Los ladrillos y la madera se arrugaban como si fueran de papel; las piedras penetraban en ellas, y bastaban cuatro o cinco para completar la demolición. Las casas acababan convertidas en un montón de escombros.

Avanzábamos entonces hacia el siguiente bloque y repetíamos el proceso. A media tarde, una amplia franja de ruinas de una milla de longitud y un cuarto de milla de anchura rodeaba la base del Esquilino. Entonces empapamos los escombros en agua con vinagre.

—Buen trabajo —dijo Tigelino, levantando el brazo a modo de saludo—. Ahora volved al campamento y descansad. —El campo de los pretorianos, situado fuera de la ciudad, en terreno elevado, era un lugar que, sin duda, no corría peligro.

Los demás subimos de nuevo el Esquilino. Y esperamos.

Y nos emborrachamos. Todo empezó cuando Ninfidio sacó unas ánforas y nos aseguró que no era necesario que nos comidiéramos porque había más; nos lo habíamos ganado. El agotamiento, el miedo y la tensión ya nos habían debilitado. Entonces apareció Baco y tomó el mando. Pronto estuvimos todos sentados en el suelo, empinando el codo, algunos cantando, otros llorando y unos cuantos más mascullando sin sentido.

Miré fijamente el incendio a nuestros pies. A pesar de mi mala vista, podía distinguir las distintas intensidades del fuego: unos sitios ardían con llamas luminosas; otros, con llamas de un rojo más intenso, y unas cuantas más con llamas teñidas de azul. Era una colección de piedras preciosas formada por rubíes, cornalinas, cuarzos y topacios, iluminados desde su interior.

Era duro pensar. Lo único que podía hacer era contemplar el incendio sin que mi cerebro pudiera formar palabras. No quería que las palabras surgieran y llenaran el espacio vacío. Nada de palabras. Sin ellas, podía mantener el miedo a raya.

Recorría campos frescos de amapolas que se balanceaban suavemente. Un halcón me sobrevolaba, surcando el cielo con sus alas. Alguien llamaba: «¡César, César!» Echaba un vistazo a mi alrededor, pero no veía a nadie, solo al halcón solitario.

—¡César, César! La voz no pertenecía al sueño; sonaba junto a mis orejas. Abrí los ojos y el campo de amapolas se desvaneció y vi la cara de Tigelino. El mundo real había vuelto, y yo estaba en él.

—¿Sí? —dije—. ¿Qué pasa ahora? ¿Qué cosa terrible ha sucedido?

—¡Ha funcionado! —soltó—. El fuego se ha detenido. Esta noche alcanzó la zona que habíamos despejado y no pudo avanzar más. Y también se está extinguiendo en el resto de la ciudad. ¡Se ha quedado sin combustible!

—¿Por qué todo ha acabado reducido a cenizas? —dije, sacando las piernas de la cama. No era ninguna victoria.

—No todo se ha perdido —insistió—. Lo que sí habría pasado sin el cortafuego.

Me vestí y salí de la tienda, impaciente por ver lo que había ocurrido.

La cima de la colina bullía de actividad. Todo el mundo estaba contemplando la ciudad, que mostraba solo unas pocas llamaradas y grandes cantidades de humo. La gente gritaba entusiasmada y reía, alguna histéricamente. Vi muchos rostros que no pertenecían ni a los pretorios ni a los vigiles; eran personas que se habrían reunido aquí en busca de un lugar seguro.

No eran de la chusma, sino más refinadas. Seguramente aristócratas que se habían apresurado a acudir a la ciudad desde sus villas en la playa cuando se habían enterado del incendio, ansiosos por saber si su propiedad se había librado. Algunos también parecían mercaderes locales de posibles.

—¡César! —Una voz cordial me llamó desde detrás y al volverme vi a Epafrodito, mi secretario principal—. ¡La situación ha cambiado! —dijo.

—Gracias a los dioses que estás a salvo. ¿Dónde has estado? No saber dónde estaban los miembros de mi personal durante el incendio me tenía muy preocupado.

—Hemos estado en casa de Faón. Tiene una villa a cuatro millas, cerca de la vía Nomentana, lejos de todo esto.

Menudo alivio. Faón, mi secretario de finanzas también estaba a salvo.

—¿Y tu propiedad?

—No lo sé. Estaba en el distrito segundo. —Se encogió de hombros—. Me han hablado de tus esfuerzos por ayudar. El emperador, poniéndose el equipo protector y saliendo con los vigiles. No creo que Claudio lo hubiera hecho —dijo, soltando una carcajada.

—No podía —repliqué. Claudio lo había hecho lo mejor que podía, que era todo lo que los dioses pueden pedirnos—. Calígula sí, pero lo único que habría hecho habría sido mirarlo divertido.

—Bueno, ¡tenemos un emperador combativo! —Sus ojos oscuros reflejaban aprobación. Epafrodito era un liberto con la complexión de un toro, pero afable por naturaleza. Casi todos mis administradores eran libertos, que eran modestos y serviciales, a diferencia de los senadores. Epafrodito acababa de demostrarlo al haber regresado a la ciudad para buscarme. No tenía la menor duda de que una vez se iniciaran los esfuerzos de restitución sería de muchísima ayuda.

—Hay más guerrero en mí de lo que imaginaba —dije, sonriendo—. ¿Qué viste al venir hacia aquí? —pregunté.

—Venía del noroeste —respondió—. Había montones de personas en los campos y refugiándose en las tumbas. Estaban aturdidos, algunos de ellos vagando sin rumbo fijo. Y oí que algunos pedían la muerte, gritando que lo habían perdido todo y suplicaban que alguien acabara con su sufrimiento. Pedían una daga, veneno, un alma buena que los estrangulara.

—Espero que nadie respondiera a su llamada.

—Sería mejor que esperaras que alguien lo hiciera —replicó—. Esa gente desea morir. No le queda nada.

—Pero siempre queda algo en la vida. —La muerte dura mucho. ¿Para qué adelantarla? Alguien, un poeta dijo en algún momento: «Algún día estarás muerto, y entonces, cuando pase el tiempo, llevarás muchísimo tiempo muerto.»

—Para un emperador sí —dijo Epafrodito—. Para los demás, no siempre es así.

—¡César! —Al volverme vi a Calpurnio Pisón de pie ante mí, elegantemente vestido, fuera de lugar entre los vigiles manchados de hollín que nos rodeaban. Epafrodito, diplomáticamente, se esfumó—. ¡Estás a salvo! ¡Alabados sean los dioses! Alguien difundió el rumor descabellado de que habías salido corriendo a combatir el fuego y habías ascendido incluso el Palatino cuando estaba en llamas.

—Es verdad —dije.

Se me quedó mirando. Sabía lo que estaba pensando. Su rostro atractivo lo delató. «¿El emperador, que ama el lujo, canta y compone poesía? No se atrevería.»

Pero el nieto de Germánico se atrevería. El bisnieto de Marco Antonio se atrevería.

—Sí, es verdad —repetí. Extendí el antebrazo quemado, una prueba de valor de la que me enorgullecía—. Aquí está la prueba.

—Yo no habría tenido tanto coraje —admitió—. De hecho, acabo de llegar de Bayas. Creo que mi propiedad en la ciudad se ha salvado. Pero hasta que no sea seguro ir, no lo sabré con certeza.

Siempre me había caído bien Pisón, y había pasado tiempo en su elaborada villa de la playa en Bayas. Pero saltaba a la vista que era un aristócrata malcriado y blando. Se interesaba por el arte, la interpretación y la escritura, pero carecía de la atención para dedicarse a ellos. Era mediocre en todos los sentidos salvo en su linaje, pero como muchas personas mediocres lo compensaba siendo encantador.

—¿Y los demás miembros de nuestro grupo literario? ¿Sabes algo de ellos?

Ladeó la cabeza, pensativo.

—Petronio está en su villa, cerca de Cumas. Es probable que Lucano esté con su padre, Mela, y su tío, Séneca, en la finca de Séneca en el campo, fuera de Roma.

Séneca, el viejo filósofo que había sido muchos años mi preceptor y mi consejero, y estaba ahora retirado para escribir. Lo extrañaba en muchos sentidos, pero nuestra separación había sido tensa. Él quería que yo continuara siguiendo el camino de Augusto y comportándome de un modo estrictamente romano, pero yo decidí seguir mi propio camino: el camino de Nerón, un camino que ningún otro emperador había seguido. También generaba discrepancias familiares que su joven sobrino Lucano, un poeta talentoso y miembro entusiasta de mi grupo literario en la corte, me admirara y escribiera elogios de mí. Y Galión, su hermano, me seguía asesorando de vez en cuando sobre asuntos relativos a Judea, puesto que unos años antes había sido procónsul en Grecia y allí había tenido que lidiar con las luchas sectarias entre los judíos.

—Predigo que Petronio, el voluptuoso, no volverá a Roma hasta que las salas de banquetes no vuelvan a estar a punto en el palacio —dije—. ¿Sabías que mi palacio se incendió?

—¿Donde nos reuníamos para nuestros debates literarios? ¿La parte nueva, en la zona inferior?

—La misma —respondí. Me dolía decirlo, imaginarlo.

—Tendrás que construir uno nuevo, más grande y mejor —dijo.

—No puedo imaginar una vivienda así —aseguré—. Y, de momento, tengo que preocuparme por construir refugios sencillos para toda la gente desplazada.

—¡Oh, la gente! —dijo con un gesto despectivo—. ¿No está acostumbrada a las privaciones?

Capítulo V

V

Toda esa tarde, festejamos, bulliciosa, ruidosamente, trastornados por la tensión de los últimos seis días. Cuando salió la luna menguante —¿realmente todo aquello había pasado en el breve tiempo que va de la luna llena a la media luna?—, nos desplomamos, exhaustos pero aturdidos de alivio.

Pero a la mañana siguiente, el temido color rojo llameaba otra vez en la ciudad. El fuego no se había extinguido, simplemente había reposado.

—Como la fiera que es —dijo Ninfidio—. Ha dormido en su cueva, ocultando las brasas bajo las cenizas, y ahora crepita de nuevo.

—Parece estar más lejos —

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