Prólogo
Él se aleja de los demás, de la conversación constante que se mezcla en su cabeza con un sonido monótono y tedioso. No está seguro si es el jet lag o si de plano no le interesa lo que sucede frente a él. Podrían ser ambas cosas. Se siente alejado, desconectado. Y, si bosteza una vez más, ella no dudará en recriminárselo.
Los demás no notan cuando se distancia o, si acaso se dan cuenta, no dicen nada. Él lleva consigo su equipo de sonido; nunca lo deja atrás, no sólo por su valor, sino porque ahora es parte de él, como una extremidad más. Es pesado, pero está acostumbrado a soportarlo, algo que le resulta extrañamente reconfortante. Siente como si le faltara una parte de sí mismo cuando no lo lleva consigo, y siempre camina como si cargara el bolso del equipo, con el hombro derecho caído hacia un costado, aunque no lo traiga. Quizá signifique que encontró su vocación como sonidista, pero esa conexión subconsciente con el equipo no ayuda en nada a su postura.
Se aleja del claro, de la casa de los murciélagos —que era el tema de conversación—, y se dirige hacia el bosque. El aire fresco lo recibe al llegar a la orilla.
Es un cálido día de junio, el sol se erige sobre su cabeza y le cuece la piel desnuda de la nuca. La sombra es atractiva; un grupo de mosquitos realiza un baile acelerado siguiendo los patrones de luz solar, por lo que parecen insectos míticos. El suelo boscoso se siente acolchado y elástico al contacto con sus pies gracias a las capas de hojas caídas y trozos de corteza. Ya no alcanza a ver al grupo que quedó atrás y deja de prestarle atención para llenarse los pulmones del aroma refrescante de los pinos.
Coloca la bolsa del equipo de audio a su lado y apoya el micrófono sobre un árbol. Se estira, disfruta el crujido de sus extremidades y la flexión de sus músculos. Se quita el suéter y, al hacerlo, se le levanta también la camiseta, lo que revela su abdomen. Luego se ata el suéter a la cintura. Se suelta su larga cabellera y vuelve a atársela en un chongo apretado para disfrutar la sensación del viento en su pegajoso cuello. A poco más de ciento veinte metros sobre el nivel del mar, mira a la distancia hacia Gougane Barra y ve montañas cubiertas de árboles que se extienden hasta el horizonte, sin indicio alguno de vecinos en las cercanías. Ciento cuarenta y dos hectáreas de parque nacional. Es apacible, sereno. Él tiene buen oído para el sonido, pues se ha visto obligado a desarrollarlo con el tiempo. Ha aprendido a escuchar lo que no se oye en un primer momento. Escucha el trinar de las aves, los susurros y chasquidos de las criaturas que se mueven a su alrededor, el ligero zumbido de un tractor lejano que construye una obra escondida entre los árboles. Es un ambiente tranquilo, pero lleno de vida. Inhala el aire fresco y, al hacerlo, escucha cómo truena una ramita a sus espaldas. Rápidamente voltea en dirección al sonido.
Una figura sale disparada y se oculta tras un árbol.
—¿Hola? —grita agresivamente, pues lo han tomado desprevenido.
Pero la figura no se mueve.
—¿Quién anda ahí? —pregunta.
Ella se asoma por un costado del tronco, pero al instante se vuelve a ocultar, como si jugara a las escondidas. Entonces ocurre algo extraño. Aunque él sabe que está a salvo, el corazón le retumba; una acción contraria a lo que debería hacer.
Deja el equipo atrás y lentamente se acerca a ella; los crujidos y chasquidos del suelo a sus pies dan cuenta de cada uno de sus pasos. Se asegura de mantener distancia entre ellos y hace un círculo amplio alrededor del árbol tras el cual ella se esconde. Entonces ella se revela. Se tensa, como si se preparara para defenderse, pero él alza ambas manos en el aire, con las palmas al frente, en señal de rendición.
Ella podría ser casi invisible o camuflarse por completo en el bosque si no fuera por su cabellera rubia platinada y sus ojos verdes, los más penetrantes que él ha visto en su vida. Lo tienen completamente cautivado.
—Hola —dice él en voz baja. No quiere ahuyentarla. Parece frágil, al borde de la huida, apoyada en los dedos de los pies, lista para fugarse en cualquier momento si él hace un movimiento en falso. Así que él se queda quieto, con los pies bien clavados en el suelo y las manos alzadas, como si sostuviera el aire, o quizá como si fuera el aire quien lo sostuviera a él.
Ella le sonríe.
El hechizo se ha consumado.
Ella es como una criatura mágica; él no logra distinguir dónde empieza el árbol y dónde termina ella. Las hojas que les sirven de techo se agitan con la brisa y producen un efecto de luz ondulante sobre el rostro de ella. Por primera vez se observan, dos completos desconocidos, incapaces de despegar sus miradas el uno del otro. Para él, es el instante en que su vida se parte en dos: quién era antes de conocerla y en quién se convertirá después.
PRIMERA PARTE
Una de las criaturas más hermosas y extrañas, y quizá de las más inteligentes del mundo, es aquella artista incomparable: el ave lira… Es un pájaro sumamente tímido y casi siempre muy esquivo que se caracteriza por su impresionante inteligencia. Decir que es un ser de las montañas sólo lo define en parte. Es, sin duda alguna, un ser de las montañas, pero ningún espacio que marque y delimite sus dominios, por amplio que sea, es capaz de reclamarlo como ciudadano… Su gusto es tan exigente y definido, y su juicio tan refinado que no deja de ser selectivo en estas hermosas montañas, y es una pérdida de tiempo buscarlo en cualquier otro lugar, salvo en circunstancias de extrema hermosura y grandiosidad.
Ambrose Pratt,
El repertorio del ave lira
Aquella mañana
—¿Estás segura de que puedes conducir?
—Sí —contesta Bo.
—¿Estás seguro de que ella puede conducir? —repite Rachel, pero esta vez se lo pregunta a Solomon.
—Sí —contesta Bo de nuevo.
—¿Será posible que dejes de enviar mensajes mientras conduces? Mi esposa tiene muchos meses de embarazo, y quisiera vivir para conocer a mi primogénito —argumenta Rachel.
—No estoy enviando mensajes. Estoy revisando mi correo electrónico.
—Ah, pues qué mejor —Rachel pone los ojos en blanco y mira por la ventana hacia la campiña que pasa a su lado a toda prisa—. Vas muy rápido. Y vienes escuchando las noticias. Y traes un jet lag de terror.
—Ponte el cinturón si tanto te preocupa.
—Mira, ¡qué reconfortante! —murmura Rachel mientras se acomoda en el asiento detrás de Bo y se abrocha el cinturón de seguridad. Preferiría ir atrás del asiento del copiloto para poder vigilar mejor a Bo mientras conduce, pero Solomon echó tan atrás su asiento que Rachel no cabe atrás de él.
—No tengo jet lag —contesta Bo y por fin deja el celular, para tranquilidad de Rachel, quien espera a ver que Bo ponga de nuevo ambas manos sobre el volante, pero, en vez de eso, Bo centra su atención en la radio y pasa de una estación a la siguiente—. Música, música, música. ¿Por qué ya nadie habla? —masculla.
—Porque a veces el mundo necesita cerrar la boca —contesta Rachel—. Bueno, no sé tú, pero él sí tiene jet lag. No sabe ni dónde está.
Solomon abre los ojos cansados para intervenir en la conversación.
—Estoy despierto —dice con pereza—. Es sólo que, ya saben… —Siente cómo los párpados se le cierran de nuevo.
—Sí, ya sé, ya sé, es que no quieres ver a Bo conducir. Lo entiendo —responde Rachel.
Después de un vuelo de seis horas desde Boston, el cual aterrizó a las 5:30 a.m., Solomon y Bo desayunaron en el aeropuerto, recogieron su auto y luego a Rachel para conducir trescientos kilómetros hasta el condado de Cork, al suroeste de Irlanda. Solomon durmió casi todo el vuelo, pero no le fue suficiente. Sin embargo, cada vez que abría los ojos, encontraba a Bo bien despierta, mirando cuantos documentales encontró en el servicio de entretenimiento del avión.
Hay gente que bromea con vivir a base de aire. Solomon está convencido de que Bo puede vivir a base de información. La ingiere a una velocidad astronómica; siempre está hambrienta de información y lee, escucha, pregunta y busca tanto que le queda poco espacio para la comida. Apenas si come, pues la información la energiza, pero nunca la llena; su hambre de conocimiento e información nunca se sacia.
Solomon y Bo, quienes vivían en Dublín, viajaron a Boston para recibir un premio por el documental de Bo, Los gemelos Toolin, el cual fue reconocido en la categoría de Contribución Sobresaliente al Cine y la Televisión de los premios anuales que otorga el Boston Irish Reporter. Era el decimosegundo premio que recogían ese año, después de numerosos galardones con los que los habían honrado.
Tres años atrás habían dedicado un año entero a seguir y filmar a un par de gemelos, Joe y Tom Toolin, quienes en ese entonces tenían setenta y siete años. Eran granjeros y vivían en una parte aislada de la campiña de Cork, al oeste de Macroom. Bo descubrió su historia cuando investigaba otro proyecto, y al instante le robaron el corazón, la mente y, por añadidura, la vida. Los hermanos siempre habían vivido y trabajado juntos. Ninguno de los dos había entablado una relación romántica con una mujer, ni con nadie en realidad. Habían vivido en la misma granja desde que nacieron, habían trabajado con su padre y se habían hecho cargo de la granja cuando él falleció. Laboraban en condiciones difíciles y vivían en una finca sencilla y humilde con piso de piedra. Dormían en camas individuales y no tenían mayor entretenimiento que un viejo radio. Rara vez salían de su terreno, recibían una compra semanal de manos de una mujer de la localidad, quien les llevaba unas cuantas cosas y les hacía la limpieza. La relación de los hermanos Toolin y su visión de la vida tocaron fibras sensibles del público y del equipo de filmación, pues, debajo de su simplicidad, había una comprensión franca y clara de la vida.
Bo la produjo y dirigió bajo el nombre de su productora, Producciones Boca a Boca, con Solomon en el audio y Rachel tras la cámara. Habían hecho equipo durante los últimos cinco años, desde que hicieron aquel documental, Animales de costumbres, en el cual exploraron la disminución del número de monjas en Irlanda. Bo y Solomon llevaban dos años en una relación amorosa, desde la fiesta no oficial del final de la filmación. Los gemelos Toolin era su quinta obra, pero era su primer gran éxito, y este año habían viajado por todo el mundo, de un festival de cine a otro, o de una ceremonia de premiación a otra, en donde Bo recibía premios mientras perfeccionaba su discurso de aceptación.
Ahora iban de regreso a la granja de los gemelos Toolin, un sitio que se había vuelto familiar, pero no para celebrar su reciente éxito con el documental, sino para asistir al velorio de Tom Toolin, el más joven de los gemelos, quien nació dos minutos después que su hermano.
—¿Podemos parar a comer algo? —pregunta Rachel.
—No es necesario —en un acto peligroso, Bo se inclina hacia el suelo del asiento del copiloto, con una mano en el volante, y el auto se desvía ligeramente hacia el acotamiento.
—¡Por Dios! —exclama Rachel y cierra los ojos.
Bo toma tres barras energéticas y le lanza una a Rachel.
—El almuerzo —abre la envoltura de la suya con los dientes y le da un mordisco. Mastica de forma agresiva, como si fuera una obligación, como si la comida fuera sólo una fuente de combustible y no de disfrute.
—No eres humana. Lo sabes, ¿verdad? —dice Rachel mientras abre su barra energética y la examina con desilusión—. Eres un monstruo.
—Pero es mi pequeña monstrua inhumana —interviene Solomon con voz aguardentosa mientras estira una mano para apretarle el muslo a Bo.
Ella sonríe.
—Me gustaba más cuando ustedes dos no cogían —comenta Rachel y desvía la mirada—. Antes estabas de mi lado.
—Aún está de tu lado —contesta Bo en tono bromista, pero hablando en serio.
Solomon ignora el comentario.
—Si vamos a rendirle tributo al pobre Joe, ¿para qué me hiciste traer todo mi equipo? —pregunta Rachel con la boca llena de nueces y pasas. Aunque sabe la respuesta, tiene ganas de echarle algo de leña al fuego. Bo y Solomon eran divertidos en ese sentido; nunca eran del todo estables y era fácil sacarlos de quicio.
Solomon abre bien los ojos y examina a su novia. Tras dos años juntos como pareja y cinco años en equipo, es capaz de leerla como un libro abierto.
—No creerás que Bo va al velorio por mera bondad, ¿o sí? —dice en tono burlón—. Los directores laureados y aclamados a nivel internacional necesitan ser receptáculos de historias en todo momento.
—Eso suena más lógico —dice Rachel.
—No tengo corazón de piedra —se defiende Bo—. Volví a ver el documental en el vuelo. ¿Recuerdan quién dijo las últimas palabras? Tom. “Cualquier día en el que puedas levantarte de la cama es un buen día”. Se me rompe el corazón de pensar en Joe.
—Se te fractura, cuando menos —la joroba Rachel en tono afectuoso.
—¿Qué hará Joe ahora? —continúa Bo, sin prestar atención al comentario de Rachel—. ¿Con quién hablará? ¿Se acordará de comer? Tom era el que organizaba las entregas de comida y cocinaba.
—Preparar latas de sopa, alubias en pan tostado y té con pan tostado no es precisamente cocinar. Creo que Joe no tendrá dificultades para tomar la batuta —Rachel sonríe y recuerda a ambos hermanos sentados juntos y remojando pan duro en sopa aguada en las tardes de invierno, después del anochecer.
—Para Bo, ésa es una comida de tres tiempos —dice Solomon en tono burlón.
—Imaginen lo solitaria que será su vida ahora, en esa montaña, en pleno invierno, sin ver un alma durante una semana o más —continúa Bo.
Se permiten un momento de silencio en el que reflexionan sobre el destino de Joe. Lo conocen mejor que la mayoría de la gente. Tom y él los dejaron entrar en sus vidas y contestaron todas sus preguntas.
Durante la filmación, Solomon solía preguntarse cómo podrían funcionar los hermanos si los separaban. Fuera de las idas al mercado y el pastoreo de sus ovejas, rara vez salían de la granja. Un ama de llaves se encargaba de sus necesidades domésticas, lo cual parecía resultarles algo más inconveniente que necesario. Comían rápido y en silencio, engullían la comida a toda prisa antes de regresar a trabajar. Eran como dos gotas de agua, completaban las oraciones del otro y se movían con tanta cadencia y familiaridad que era como un baile, aunque no sofisticado. Más bien, era una rutina que había sido perfeccionada, involuntaria e inconscientemente, a través del tiempo. A pesar de su falta de gracia, y tal vez a causa de ella, era algo hermoso de ver, intrigante de observar.
Siempre eran Joe y Tom, nunca Tom y Joe. Joe era el mayor por dos minutos. Eran idénticos en apariencia, y se mezclaban a pesar de la diferencia en sus personalidades. Curiosamente, hacían sentido en un paisaje discordante.
Conversaban poco entre ellos, y no sentían la necesidad de explicar o describir sus experiencias. Más bien su comunicación consistía de algunos sonidos que tenían un significado especial para ellos: asentían, se encogían de hombros, agitaban la mano, intercambiaban una que otra palabra. Al personal de filmación le tomó algo de tiempo entender los mensajes que pasaban entre ellos. Era tal su sintonía que incluso podían adivinar sus estados de ánimo, preocupaciones y miedos. Sabían lo que el otro pensaba en todo momento, pero no se percataban de lo mágica que era esta conexión. Con frecuencia les asombraba la profundidad con que Bo los analizaba. La vida es lo que es y las cosas son lo que son; no tiene sentido analizarlas, no tiene sentido intentar cambiar lo que no se puede cambiar ni entender lo que no se puede entender.
—No querían a nadie más porque se tenían el uno al otro, y eso les bastaba —agrega Bo. Es una frase que ha pronunciado miles de veces en eventos promocionales para su documental, pero no deja de decirla con convicción—. ¿Estoy en busca de una historia? —pregunta Bo—. Por supuesto que sí.
Rachel le avienta el envoltorio vacío por encima del hombro.
Solomon se ríe entre dientes y cierra los ojos.
—Y dale con lo mismo.
—¡Guau! —exclama Bo a medida que el auto se aproxima a la iglesia y su impresionante entorno—. Llegamos temprano, Rachel. ¿Puedes preparar la cámara?
Solomon se endereza, ya del todo despierto.
—Bo, no vamos a filmar el funeral. No podemos.
—¿Por qué no? —pregunta ella, mientras sus ojos pardos se clavan en los de él con determinación.
—No tienes permiso.
Bo mira a su alrededor.
—¿De quién? No estamos en propiedad privada.
—Ya está. Me largo —dice Rachel y se baja del auto para evitar involucrarse en otra de sus discusiones. Relacionarse con Bo es complicado, no sólo para Solomon, sino para cualquiera que entre en contacto con ella. Es tan necia que es capaz de hacer discutir hasta a las personas más apacibles, como si la única forma en la que supiera comunicarse o averiguar cosas fuera llevándolas al límite hasta provocar una discusión. No lo hace porque disfrute debatir; necesita discutir para averiguar cómo piensan los demás. Su mente no funciona igual a la de otras personas. Aunque es sensible, es más sensible a las historias ajenas que al método por medio del cual las descubre. No siempre se equivoca, y Solomon ha averiguado muchas cosas sobre ella con el paso del tiempo. A veces hay que presionar en momentos incómodos o difíciles, y a veces el mundo necesita que gente como Bo cruce los límites para alentar a otros a abrirse y contar su historia. Pero es cuestión de elegir el momento indicado, y Bo no siempre lo logra.
—No le has preguntado a Joe si puedes filmar —le explica Solomon.
—Le preguntaré cuando llegue.
—No puedes preguntárselo justo antes del funeral de su hermano. Es insensible.
Bo mira el panorama, y Solomon sabe que su mente va a mil por hora.
—Pero quizás algunos de los asistentes acepten una entrevista al final y nos cuenten historias desconocidas de Tom, o nos compartan su opinión sobre cómo creen que será la vida de Joe de ahora en adelante. Tal vez Joe quiera hablar con nosotros. Quiero darme una idea de cómo es su vida ahora o cómo será —lo dice mientras da vueltas y absorbe el paisaje en trescientos sesenta grados.
—Imagino que jodidamente solitaria y miserable —exclama Solomon al perder la paciencia y bajarse del auto.
Bo lo sigue con la mirada, aturdida, y le grita:
—Y después iremos por algo de comida. Para que no me arranques la cabeza de un mordisco.
—Muestra algo de empatía, Bo.
—No estaría aquí si no me importara.
Solomon la fulmina con la mirada y luego, harto de la discusión que sospecha que perderá, estira las piernas y mira a su alrededor.
Gougane Barra está al oeste de Macroom, en el condado de Cork. Su nombre irlandés, Guagán Barra, que significa “la roca de Barra”, se deriva de San Finbar, quien construyó un monasterio en la isla de un lago cercano en el siglo vi. Su ubicación aislada favoreció la popularidad del Oratorio de San Finbar en tiempos de las Leyes Penales, pues ahí se celebraban misas católicas ilegales. En la actualidad, el fascinante paisaje lo ha hecho un lugar predilecto para celebrar bodas. Solomon no entiende por qué Joe eligió esta capilla; está seguro de que Joe no sigue las tendencias de moda ni se inclina por entornos romantizados. La granja Toolin está lo más aislada posible y, aunque debe pertenecer a alguna parroquia, Solomon no tiene idea de a cuál. Sabe que los gemelos Toolin no eran religiosos, algo inusual en hombres de su generación, pero ellos eran hombres inusuales de cualquier manera.
Quizá no crea que sea correcto entrevistar a Joe el día del funeral de su hermano, pero ha pensado en algunas preguntas que le gustaría hacerle. A pesar de que le frustra que Bo no respete los límites, siempre se beneficia de ello.
Solomon se va por su lado para hacer grabaciones de sonido. Cada tanto, Bo señala una zona, un ángulo o un elemento que le gustaría que Rachel capturara, pero en general los deja que hagan lo suyo. Es lo que a Solomon le gusta de trabajar con Bo. Al igual que los gemelos Toolin, Bo, Solomon y Rachel entienden cómo prefieren trabajar los otros miembros del equipo y les dan su espacio. Solomon experimenta una libertad en estos proyectos inexistente en los otros trabajos que hace para pagar las cuentas. Un invierno lo pasó filmando partes inusuales del cuerpo para un programa de televisión llamado Cuerpos grotescos, seguido de un verano en el que grabó un reality show de pérdida de peso que le drenó la vida. Agradece hacer estos documentales con Bo; agradece su curiosidad. Lo que le irrita de ella son precisamente las mismas cualidades que le permiten liberarse de sus trabajos habituales.
Tras una hora de filmación, llega el auto de la funeraria, seguido de cerca por Joe, de ochenta años, quien conduce una Land Rover. Joe se baja del jeep, con el mismo traje café oscuro, suéter y camisa que le han visto usar cientos de veces. En lugar de sus botas Wellington, trae puestos un par de zapatos. Incluso en un día tan soleado como éste se pone lo mismo que en los días más crudos del invierno, quizá salvo por alguna capa oculta. Un gorro de tweed le cubre la cabeza.
Bo se dirige a él de inmediato. Rachel y Solomon la siguen.
—Joe —dice Bo y le estrecha la mano. Un abrazo habría sido excesivo, pues Joe no se sentía cómodo con el afecto físico—. Lamento mucho tu pérdida.
—No era necesario que vinieran —dice, sorprendido, y los mira a los tres—. ¿No estaban en Estados Unidos cuando los llamé? —pregunta, como si hubieran estado en otro planeta.
—Sí, pero volvimos a casa cuanto antes para estar contigo. ¿Nos permites filmar, Joe? ¿Te parece bien? La gente que conoce tu historia querría saber cómo estás.
Solomon se tensa ante el atrevimiento de Bo, pero también le divierte; le parece que su descaro y su franqueza son singulares, inusuales.
—Anda, adelante —dice Joe y agita la mano con displicencia, como si le diera lo mismo.
—¿Podemos hablar contigo después, Joe? ¿Hay alguna reunión planeada? ¿Té, sándwiches y cosas así?
—Está el entierro y nada más. Nada de alboroto. Hay que volver a trabajar. Ahora trabajo por dos, ¿sabes?
Joe tiene la mirada triste, cansada y ojerosa. Sacan el ataúd del auto, y los miembros del cortejo lo colocan en una litera. Contando al equipo de filmación, hay un total de nueve personas en la iglesia.
El funeral es breve y puntual. El sacerdote lee el panegírico y menciona la ética laboral de Tom, el amor por su tierra, a sus padres que partieron hace mucho y la cercanía con su hermano. El único movimiento que hace Joe, en su estoicismo, es quitarse el gorro cuando bajan el ataúd de Tom a la tumba. Después de eso, vuelve a ponérselo y se dirige al jeep. En su imaginación, Solomon casi lo escucha decir: “Eso es todo”.
Después del entierro, Bo entrevista a Bridget, el ama de llaves, aunque es un título un tanto inadecuado pues sólo entrega la comida y quita las telarañas de la casa húmeda. Teme mirar directo a la cámara por miedo a que le explote en la cara, y se muestra reticente, como si cada pregunta fuera una acusación. El oficial Jimmy, el proveedor de alimento para los animales de los gemelos Toolin y un granjero vecino cuyas ovejas comparten la tierra montañosa con las de los hermanos, se niegan a ser entrevistados.
La granja Toolin está a media hora en auto, lejos de todo, en las profundidades de la ladera.
—¿Hay libros en la casa de los Toolin? —pregunta Bo, de la nada. Suele hacer eso, escupir preguntas y pensamientos aleatorios mientras ordena los múltiples fragmentos de información provenientes de distintas partes en su mente para contar una historia clara.
—No tengo idea —contesta Solomon y voltea a ver a Rachel, quien debe tener una mejor imagen y memoria visual que cualquiera de ellos.
Rachel reflexiona al respecto y repasa la lista de tomas en su cabeza.
—En la cocina no —se queda callada mientras recorre la casa—. Tampoco en la recámara. Ni en ningún estante. Tienen mesas de noche con llave junto a sus camas. Tal vez ahí los guarden.
—Y no hay libros en ningún otro lugar.
—No —contesta Rachel confiadamente.
—¿Por qué lo preguntas? —interviene Solomon.
—Por Bridget. Dijo que Tom era un “ávido lector” —Bo frunce el ceño—. Nunca me pareció del tipo lector.
—No creo que puedas distinguir entre alguien que lee o no con tan sólo mirarlo.
—Los lectores definitivamente usan gafas —bromea Rachel.
—Tom nunca habló de ningún libro. Los acompañamos en su rutina diaria durante un año. Nunca lo vi leer, ni siquiera sostener un libro. Tampoco leían periódicos, ninguno de los dos. Escuchaban la radio. Reportes del clima, deportes y a veces las noticias. Y luego se iban a dormir. Nada de lectura.
—Tal vez Bridget se lo inventó. La puso muy nerviosa estar frente a la cámara —argumenta Solomon.
—Dio muchos detalles sobre los libros que le compraba en tiendas de segunda mano y ventas de caridad. Le creo que comprara los libros, pero no entiendo por qué nunca vimos libros en la casa o a los hermanos leer. Es algo que me habría gustado saber. ¿Qué le gustaba leer a Tom? ¿Por qué? Y, si leía, ¿lo hacía en secreto?
—No sé —contesta Solomon y bosteza, pues nunca se clava en los detalles insignificantes que Bo disecciona, sobre todo ahora que el hambre y el cansancio vuelven a hacer de las suyas—. La gente dice cosas raras cuando hay una cámara apuntándoles a la cara. ¿Tú qué opinas, Rachel?
Rachel se queda callada un instante y lo reflexiona un poco más que Solomon.
—Bueno, pues en este instante ya no está leyendo nada —dice.
Llegan a la granja Toolin. Están más que familiarizados con el terreno; pasaron muchas mañanas y noches oscuras, bajo la lluvia torrencial, recorriendo esa traicionera tierra. Los hermanos se dividían las labores. En tanto pastores de ovejas de colina, desde el inicio se habían repartido las responsabilidades y se apegaban a eso. Era mucho trabajo para una remuneración tan nimia, pero ambos adoptaron sus papeles designados tras la muerte de su padre.
—Cuéntanos qué pasó, Joe —dice Bo en tono afectuoso.
Bo y Joe se sientan en las únicas dos sillas de la mesa de plástico que está en la cocina de la casa. Es la habitación principal de la casa, y en ella está la vieja estufa eléctrica, de la cual sólo se usan las cuatro hornillas. Es fría y húmeda, incluso en este clima. Hay un enchufe en el muro en donde está conectada una extensión que alimenta todo en la cocina: la estufa eléctrica, el radio, la tetera y el calentador eléctrico. Es un peligro inminente. Y el zumbido del calentador es el enemigo natural del sistema de audio de Solomon. La habitación —de hecho, toda la casa— huele a perro debido a los dos border collies que viven en ella. Mossie y Ring, nombrados en honor a Mossie O’Riordan y Christy Ring, quienes fueron esenciales en la victoria de Cork durante la final irlandesa de hurling en 1952, una de las pocas veces en que los hermanos viajaron a Dublín con su padre, pues era uno de los únicos intereses que tenían además de la vida agraria.
Joe está sentado en una silla de madera, callado, con los codos en los reposabrazos y las manos entrelazadas sobre el estómago.
—Fue el jueves. Bridget había venido con la comida. Tom debía guardarla. Salí. Vine por mi té y lo encontré en el suelo. De inmediato supe que ya no estaba con nosotros.
—¿Qué hiciste?
—Guardé la comida. Él no alcanzó a hacerlo, lo que significa que murió bastante temprano. Debe haber sido poco después de que me fui. Un infarto. Luego hice una llamada… —asiente en dirección del teléfono en la pared.
—¿Pero antes guardaste la comida? —pregunta Bo.
—Sí.
—¿A quién llamaste?
—A Jimmy, en la estación.
—¿Recuerdas qué le dijiste?
—No sé. “Tom está muerto”, supongo.
Silencio.
Joe recuerda que lo están grabando, y se acuerda del consejo que le dio Bo hace tres años sobre no dejar de hablar para ser él quien cuente la historia.
—Jimmy dijo que igual habría que llamar a la ambulancia, aunque yo sabía que ya no podían revivirlo. Entonces vino él solo. Nos tomamos un té mientras esperábamos.
—¿Tom seguía tumbado en el suelo?
—Sí. ¿Adónde lo movía?
—Supongo que a ningún lado —dice Bo mientras esboza una ligera sonrisa—. ¿Le dijiste algo a Tom? Mientras esperabas a Jimmy y a la ambulancia.
—¿Decirle algo? —repite, como si estuviera enojado—. ¡Pero si estaba muerto! Más muerto que el diablo. ¿Para qué le decía algo?
—Quizá para despedirte o algo. Hay gente que hace eso.
—Ah —contesta en tono desdeñoso, desvía la mirada y piensa en otra cosa. Quizás en la despedida que pudo haber dicho o en las despedidas que dijo antes o en las ovejas que había que ordeñar o la documentación que había que llenar.
—¿Por qué escogiste la iglesia de hoy?
—Ahí se casaron Mamá y Papá —contesta.
—¿Tom quería que su funeral fuera ahí?
—Nunca me dijo nada.
—¿Nunca hablaron de sus planes? ¿De lo que les gustaría?
—No. Sabíamos que nos enterrarían con Mamá y Papá en la parcela. Bridget mencionó la capilla. Fue una buena idea.
—¿Estarás bien, Joe? —le pregunta Bo con gentileza y auténtica preocupación.
—No me queda de otra, ¿no crees? —Esboza una sonrisa extraña, tímida, que lo hace parecer un niñito.
—¿Buscarás a alguien que te ayude aquí?
—El hijo de Jimmy. Ya está arreglado. Hará algunas cosas cuando lo necesite. Cargar cosas, lo más pesado. Ir al mercado.
—¿Y qué hay de las tareas de Tom?
—Las tendré que hacer yo, ¿no? —Se agita en su silla—. No hay nadie más que vaya a hacerlas.
Tanto Joe como Tom se entretenían con las interrogaciones de Bo. Ella les hacía preguntas con respuestas obvias; ellos no entendían por qué ella cuestionaba tanto las cosas y analizaba todo, cuando para ellos las cosas eran lo que eran. ¿Por qué cuestionar algo cuando la solución es tan evidente? ¿Por qué intentar encontrar otra solución cuando una sola basta?
—Tendrás que hablar con Bridget. Darle la lista de compras. Cocinar —le recuerda Bo.
Joe parece irritado. Nunca ha parecido disfrutar las labores domésticas, ése era el territorio de Tom, quien tampoco las disfrutaba propiamente, pero sabía que, si esperaba a que su hermano lo alimentara, moriría de inanición.
—¿A Tom le gustaba leer? —pregunta Bo.
—¿Qué? —pregunta Joe, confundido—. Creo que Tom nunca leyó un libro. No desde que terminamos la escuela. Tal vez las notas de deportes cuando Bridget traía el periódico.
Desde donde está parado, Solomon percibe la emoción de Bo, quien endereza la espalda y se prepara para entrar de lleno en lo que la inquieta.
—Al guardar la compra del jueves, ¿encontraste algo inusual en las bolsas?
—No.
Considerando que Joe tiene un dominio bastante básico de la lengua, Bo reformula la pregunta.
—¿Había algo distinto en ellas?
Él la mira fijamente, como si estuviera a punto de decidir algo.
—Para empezar, había demasiada comida.
—¿Demasiada?
—Dos barras de pan. Dos jamones y quesos. No recuerdo qué más.
—¿Algún libro?
Joe la vuelve a mirar fijamente. Es la misma mirada. Ha despertado su interés.
—Uno.
—¿Puedo verlo?
Se levanta y saca el libro de bolsillo de un cajón de la cocina.
—Ahí tienes. Se lo iba a dar a Bridget. Pensé que era de ella, y los otros también.
Bo lo examina. Es una gastada novela negra que Bridget compró en algún sitio. Lo abre con la esperanza de encontrar alguna inscripción, pero no hay nada.
—¿No creerás que Tom se lo pidió?
—¿Por qué iba a hacerlo? Y, si lo hizo, entonces no sólo estaba malo del corazón. —Dice esto mientras mira a la cámara y suelta una risotada.
Bo se aferra al libro.
—Volviendo a los deberes de Tom. ¿Cuáles son las tareas que harás ahora en la granja?
—Lo de siempre —se queda pensativo, como si fuera la primera vez que reparara en ello, en todas las cosas que Tom hacía durante el día y sobre las que él nunca pensaba, o en las cosas sobre las que discutían por las noches—. Él se encargaba del pozo junto a la casa de los murciélagos. Hace años que no voy allá. Tendré que atender eso, supongo.
—Nunca habías mencionado la casa de los murciélagos —dice Bo—. ¿Nos llevarías a verla?
Los cuatro adultos, acompañados de uno de los leales perros pastores, se suben al jeep de Joe. Atraviesan la propiedad por senderos de tierra que parecen peligrosos en verano, por no imaginar cómo serán en invierno o en días de tormenta o mañanas heladas. Un octogenario no puede hacer esto solo; dos octogenarios apenas si podían. Bo espera que el hijo de Jimmy sea un joven fuerte que haga más de lo que Joe le pida, pues Joe no es un hombre al que le guste pedir ayuda.
Una reja oxidada interrumpe su camino. Solomon se le adelanta a Joe, se baja del jeep de un brinco y la abre. Luego corre para alcanzarlos. Joe se estaciona en un claro en el bosque, y Solomon baja su equipo. El resto del sendero deben andarlo a pie. El perro, Mossie, corre por delante de ellos.
—Es tierra mala, nunca pudimos hacer nada con ella, pero igual nos la quedamos —les dice Joe—. En los treinta, Pa plantó píceas de Sitka y pinos contorcidos. Les va bien en tierras malas y con ventiscas. Como ocho hectáreas. Se puede ver el parque de Gougane Barra desde allá arriba.
Caminan por los senderos y llegan a un claro con un cobertizo que alguna vez estuvo pintado de blanco, pero ahora está deslavado, desgastado por el tiempo, y deja ver el burdo concreto bajo la pintura. Las ventanas están tapiadas. Aun en un día tan hermoso como éste, es desolador; la construcción austera contrasta con la belleza del entorno.
—Ésa es la casa de los murciélagos —explica Joe—. Hay cientos ahí. Jugábamos allá adentro cuando éramos niños —dice y suelta una risotada—. Nos retábamos a entrar, cerrar la puerta y contar hasta que pudiéramos.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste aquí? —pregunta Bo.
—Eh. Veinte años. Más.
—¿Con cuánta frecuencia Tom atendía esta zona? —pregunta Bo.
—Una, dos veces por semana, para asegurarse de que el pozo no se contaminara. Está allá, atrás del cobertizo.
—Si no podían sacarle provecho a esta tierra, ¿por qué no la vendieron?
—Después de que Pa murió, la tierra estuvo en venta. Un tipo de Dublín quería comprarla y construir una casa aquí, pero no pudo hacer nada con la casa de los murciélagos. Vinieron unos ambientalistas —saca la barbilla para enfatizar su irritación— y dijeron que eran murciélagos poco comunes. No podían tirar el cobertizo ni construir alrededor porque arruinaría su ruta de vuelo, así que eso fue todo. La sacamos del mercado. ¡Mossie! —Joe llama al perro, quien acaba de desaparecer.
Dejan de filmar. Rachel se acerca a la casa de los murciélagos y se asoma por las ventanas para intentar ver algo a través de las grietas de la madera. Bo nota que Solomon se aleja, con el equipo de sonido en mano, en dirección hacia el bosque. Espera que haya escuchado algo interesante para grabar, así que lo deja ir. Aun si no es el caso, sabe que los trajo a él y a Rachel muy temprano, sin comida, y que ellos no funcionan sin alimento, a diferencia de ella. Además, ya empezó a percibir su irritación. Lo deja ir para que pase unos momentos solo.
—¿Dónde está el pozo?
—Allá arriba, después de la casa de los murciélagos.
—¿Te importa si te filmamos mientras revisas el pozo? —le pregunta.
Joe le contesta con el mismo gruñido que ella reconoce como una señal de que hará lo que ella quiera, que le da igual, independientemente de que le parezca muy extraña.
Mientras Rachel y Joe hablan de murciélagos —Rachel puede mantener una conversación sobre casi cualquier cosa—, Bo da un paseo alrededor del cobertizo. Atrás hay una cabaña ruinosa, cuyo exterior está en las mismas condiciones que la casa de los murciélagos, casi sin pintura blanca y con burdo concreto gris asomándose detrás del pasto crecido. Mossie deambula frente a la cabaña y olisquea el suelo.
—¿Quién vivía aquí? —grita Bo.
—¿Qué? —dice él, pues no la escuchó bien.
Bo examina la cabaña. La construcción tiene ventanas. Están limpias.
Joe y Rachel la siguen y dan vuelta en el sendero hacia la cabaña.
—¿Quién vivía aquí? —repite Bo.
—La tía de mi Pa. Hace mucho. Se fue y llegaron los murciélagos —vuelve a reírse. Cierra los ojos mientras intenta recordar su nombre—. Kitty. Nos gustaba atormentarla. Ella nos pegaba con un cucharón de madera.
Bo se aleja un poco de ellos para acercarse más a la cabaña y examina el terreno. A un costado de la casa hay un pequeño huerto de frutas y verduras. Hay flores silvestres en un jarrón en una de las ventanas.
—Joe —dice Bo—, ¿quién vive aquí ahora?
—Nadie. A lo mejor, murciélagos —bromea.
—Pero mira.
Joe se asoma y reconoce todo lo que ella ya observó. El huerto, la cabaña, las ventanas relucientes, la puerta pintada de verde con pintura más fresca que la de cualquier otra cosa en los alrededores. Está muy confundido. Bo rodea la cabaña. Encuentra una cabra y dos gallinas pastando.
Con el corazón acelerado, exclama:
—¡Hay alguien viviendo aquí, Joe!
—¿Intrusos? ¿En mi tierra? —dice con furia, una emoción que Joe Toolin y su hermano jamás exhibieron en el tiempo que Bo pasó con ellos.
Con las manos empuñadas a los costados del cuerpo, Joe se lanza a la carga tan rápido como puede, y Bo intenta detenerlo. Mossie los sigue.
—¡Espera, Joe, espera! ¡Déjame ir por Solomon! ¡Solomon! —grita, sin querer alertar al habitante de la cabaña, aunque no tiene alternativa—. Rachel, filma todo esto. —Rachel ya está haciendo lo suyo.
Pero a Joe le da igual el documental y agarra la perilla de la puerta. Está a punto de abrirla de golpe, pero se detiene; a fin de cuentas, es un caballero. En vez de eso, toca a la puerta.
Bo mira hacia el bosque en el que Solomon se internó y luego voltea a ver la cabaña de nuevo. Quiere matar a Solomon; no debió dejarlo irse. Fue muy poco profesional de su parte. Lo dejó irse porque sabía que estaba hambriento, porque, al ser su novia, sabe cómo se pone. Gruñón, disperso, ansioso. Sin duda, una de las partes más frustrantes de tener una relación amorosa con un colega es que te debe importar si tus decisiones provocan que él pase hambre. El sonido se verá afectado. Pero al menos tendrán la imagen, y ya podrán agregarle sonido después.
—Ten cuidado, Joe —dice Rachel—. No sabemos quién está ahí.
Nadie contesta el llamado, así que Joe empuja la puerta y entra. Rachel va detrás de él, seguida de Bo.
—¿Qué demo…? —Joe se detiene en el centro de la habitación, mira a su alrededor y se rasca la cabeza.
Bo se apresura a señalar elementos singulares que quiere que Rachel grabe.
Es una cabaña de una sola estancia. Hay una cama individual pegada a un muro y una ventana pequeña que da al huertito. Del otro lado hay un fogón, una estufa parecida a la que tiene Joe en su casa, y una mecedora junto a varios estantes de libros. Los cuatro estantes están llenos hasta el tope, y a su lado hay varias pilas de libros en el suelo.
—Libros —dice Bo en voz alta, anonadada.
Hay media docena de tapetes de lana de oveja en el suelo, sin duda para calentar el gélido suelo de piedra durante los desesperantes inviernos en una casa sin calefacción, salvo por el fogón. Hay cobertores de lana en la cama y cobertores de lana en el sillón. En una mesa lateral hay un pequeño radio.
El interior de la cabaña exuda una sensación evidentemente femenina. Bo no está segura de por qué le parece así. Sabe que su percepción está sesgada por el jarrón de flores; no se percibe olor alguno, pero se siente femenina, a diferencia de la sensación rústica de la casa de campo de Tom y Joe. Ésta se siente distinta. Cuidada, habitada, y además hay un cárdigan rosa doblado sobre el respaldo de una silla. Le hace una seña a Rachel.
—Ya lo tengo —contesta. La frente no deja de sudarle.
—Sigue filmando. Vuelvo en un minuto —dice Bo y sale corriendo de la cabaña en dirección al bosque—. ¡Solomon! —grita tan fuerte como puede, a sabiendas de que no habrá vecinos que se molesten. Regresa al claro frente a la casa de los murciélagos, lo ve un poco más abajo, en el bosque, parado, mirando algo, como si estuviera en un trance. El bolso del equipo de audio está en el suelo, a varios metros de él, y el micrófono está apoyado contra un árbol. El hecho de que ni siquiera esté trabajando la saca de quicio.
—¡Solomon! —grita de nuevo, hasta que por fin él la voltea a ver—. ¡Encontramos una cabaña! ¡Alguien vive ahí! El equipo, rápido. ¡Muévete! ¡Ya! —No está segura de que sus palabras tengan sentido o de haberlas dicho en el orden adecuado, pero necesita que se mueva, necesita el audio, necesita capturar la historia.
Pero lo que Bo escucha en respuesta es un sonido distinto a cualquier cosa que haya oído jamás.
Es un poco como el graznido de un ave, o de algo no humano, pero proviene de un ser humano, de la mujer que está parada junto al árbol.
Bo corre hacia el bosque y la canasta de la mujer rubia sale volando por los aires, su contenido cae al suelo, mientras la mujer observa la escena, aterrada.
—No pasa nada —le dice Solomon y le tiende las manos para tratar de calmarla, de pie entre Bo y la extraña, como si intentara domar a un potro salvaje—. No te haremos daño.
—¿Quién es? —pregunta Bo.
—No te muevas, Bo —contesta Solomon, irritado, sin voltear a verla.
Claro que ella lo ignora y se acerca más. La joven vuelve a emitir un sonido, otra especie de gorjeo inusual, como si un gorjeo pudiera parecer un ladrido. Va dirigido hacia Bo.
Bo está maravillada, y una ligera sonrisa de fascinación se dibuja en su rostro.
—Creo que quiere que retrocedas —le dice Solomon.
—De acuerdo, doctor Doolittle, pero no he hecho nada malo —contesta Bo, molesta porque detesta que le den órdenes—. Así que no me iré de aquí.
—Bueno, pero no te le acerques más —dice Solomon.
—¡Sol! —exclama ella y lo mira, sobresaltada.
—Ya, ya, todo está bien —le dice a la joven y se acerca despacio a ella, al tiempo que se pone de rodillas para levantar las flores y hierbas del suelo. Luego las coloca en la canasta y se las tiende. Ella deja de gorjear, pero es obvio que sigue alterada y no deja de mirarlos con ojos aterrados.
—Me llamo Bo Healy. Soy cineasta y estamos aquí con permiso de Joe Toolin —le extiende la mano.
La mujer rubia le mira la mano y emite otra serie de sonidos angustiosos, pero ni una sola