La noche del ocho

Sebastian Fitzek

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Un mes después

—Hay una llamada para usted.

El doctor Martin Roth, el psiquiatra de cara inesperadamente tersa que provocaba un efecto demasiado juvenil para tratarse de un médico jefe, quiso tenderle el auricular, pero de repente a ella le entró el miedo.

Por supuesto que se alegraría de oír una voz diferente a la de sus terapeutas y compañeros de prisión, pese a que al doctor Roth no le gustaba que ella llamara así a los pacientes. Pero de pronto le sobrevino la pesadillesca idea de que, con la primera palabra de su interlocutor, el teléfono podría disolverse en llamas y calcinar su cráneo lleno de cicatrices. Temió que una de aquellas llamas punzantes penetrara por su tímpano y se le introdujera en el cerebro. Todo aquello era un disparate, por supuesto, pero en su opinión no era una bobada tan zafia como una mera superstición tradicional. Era evidente que una podía romper un espejo, por ejemplo, y sin embargo ganar la lotería. Y no era ni de lejos algo tan abstruso como el hada del sueño que había considerado como real durante muchos años de su infancia. Una invención fabulosa que su madre se sacaba siempre de la manga cuando no tenía la menor gana de contarle un cuento para dormir. «Si apagas ahora mismo la luz, el hada del sueño te dejará algo tempranito por la mañana delante de la puerta. ¡Puedes pedirle un deseo!»

«Chocolate.»

En ocasiones pedía un vestido de princesa o una casa de muñecas, pero la mayoría de las veces quería golosinas, ya que muy pronto averiguó que los pequeños deseos a veces se cumplían. En cuanto a los grandes, los remordimientos de conciencia de su madre solo en muy contadas ocasiones eran lo bastante fuertes para que se hicieran realidad.

Si hoy su madre estuviera junto a su cama de enferma en la unidad aislada de la planta 17, le diera un beso con la nariz y le formulara la pregunta del hada del sueño, entonces ella, como alguien que está ahogándose, se aferraría a la mano salvadora de su mamá y, con los ojos completamente abiertos por el miedo, gritaría: «¡Me pido echar marcha atrás y deshacer lo hecho!

»¡Por Dios, me lo pido con toda mi alma!».

Y entonces se echaría a llorar porque hacía ya muchísimo tiempo que había dejado de tener cinco años y, por consiguiente, era ya demasiado mayor para creer en milagros y en seres que cumplían tus deseos. Aunque precisamente era eso lo que ella necesitaba ahora.

Un milagro: anular todo lo que había hecho y que al final había conducido a tanto derramamiento de sangre, horror y desgracia.

«Pero solo la muerte pone el contador a cero.»

Eso era lo que Oz solía decirle machaconamente, y la verdad es que para alcanzar ese conocimiento no se requería demasiada experiencia en la vida. Todo estaba hecho para estropearse: la nevera, el amor, la mente.

En la actualidad ya no era capaz de decir cuándo perdió la cabeza por culpa del miedo.

O sí. Probablemente fue aquel día en que contactaron por última vez.

Poco antes de la medianoche. Cuando Oz, de quien ella no sabía apenas nada más que ese estúpido pseudónimo, le mostró por teléfono su verdadera cara, sin desenmascarar no obstante su identidad.

—¿Por qué no lo paramos de nuevo? —le había preguntado ella, a punto de llorar, porque de repente comprendió que Oz no había pretendido en ningún momento llevar el experimento a una conclusión pacífica. Él la había utilizado de una manera más brutal y terrible que cualquier otra persona anteriormente.

—¿Por qué deberíamos hacerlo? —replicó él.

—¡Porque nunca planeamos que sucediera esto!

—La vida no puede planearse, pequeña mía. Es un proceso de aprendizaje y de conocimiento. Toma su curso y nosotros lo contemplamos.

—Pero nosotros no somos observadores, sino quienes lo hemos creado.

Oz se rio y ella creyó ver cómo negaba su cabeza sin rostro.

—Nosotros tuvimos la idea. Y como ya dijo Dürrenmatt en Los físicos: una idea que se ha pensado una vez ya no puede anularse. Si nosotros abandonamos ahora, otra persona culminará nuestra obra.

—Pero en ese caso no tendremos ninguna culpa.

—¡Oh, ya lo creo que sí! Somos culpables desde el momento en que pusimos en marcha el experimento. Si ahora muere alguien, y eso es lo que va a suceder, entonces habrá sido porque les hemos entregado en bandeja esa idea a los asesinos. Somos la inspiración del mal.

—¡Pero yo nunca quise ser eso!

A ella le entró un temblor tan intenso que el mundo a su alrededor le pareció una instantánea movida.

—No puedo vivir con ello.

—Me temo que tendrás que hacerlo.

—Te lo suplico.

—¿El qué?

—Acaba con esta situación.

Él se echó a reír.

—Estamos a las puertas del éxito. No puedo detener nuestro experimento ahora. Sería como si tiráramos a la basura una vacuna que funciona sin antes probarla. Sería un coitus interruptus científico.

«Vacuna.»

Esa palabra le suscitó una idea.

—Entonces hagamos como Salk.

—¿Como quién?

—Jonas Salk. La persona que venció la poliomielitis. La vacuna que desarrolló la probó primero en él mismo.

Silencio.

Era evidente que lo había dejado desconcertado con esa idea. Parecía que, en efecto, Oz estaba reflexionando.

—Haz como Salk —repitió ella en mitad de su silencio—. Úsanos como conejillos de Indias.

Cuando por fin respondió, no pudo creerse al principio que él estuviera realmente de acuerdo con ella.

—No es una mala idea, para nada. Me la apunto.

Ella asintió con la cabeza. Se sintió aliviada y, sin embargo, por completo presa del miedo. Un temor que se intensificó aún más cuando él añadió:

—Tu nombre figuraba ya en la lista.

El corazón le dio un vuelco.

—¿Y tú? ¿Qué pasa contigo?

—Yo no puedo tomar parte.

—¿Por qué no?

«¡Cobarde! ¡Cobarde de mierda!»

—Soy diferente a ti.

—¿Qué nos diferencia? —le preguntó ella—. ¡Anda, dime!

«¿Dejando aparte la sinceridad, la calidez y el hecho de tener corazón?»

—Que yo no tengo ningunas ganas de morir —dijo él y colgó.

Después no volvió a ponerse en contacto con ella.

Ignoraba sus llamadas.

Y también sus gritos: cuando se le puso delante aquel tipo con el aerosol de gas pimienta; cuando estalló el cristal justo al lado de su cabeza, o cuando se puso a gritar auxilio mientras el hombre con la cabeza cubierta con una bolsa de basura pretendía clavarle una navaja en el ojo.

Y eso que Oz había estado todo el tiempo a su lado. La observaba. Al acecho. La espiaba. De eso estaba segura.

Tan segura como que sabía que no existía ningún hada del sueño.

Y con la certeza de que durante el tiempo que le quedaba de vida no iba a poder abandonar el psiquiátrico en el que se encontraba ahora.

Ni siquiera aunque el doctor Roth se creyera la historia de la noche del ocho que ella iba a contarle. Y el doctor la miraba una y otra vez como si fuera así.

Pero tal vez solo era un buen actor y estaba pensando en sus cosas.

¿Cómo iba a tomárselo a mal?

Ella misma era incapaz de distinguir si la había vivido de verdad o si solo se trataba de una perversa pesadilla.

—Hay una llamada para usted —repitió con un susurro el doctor Roth, que seguía a su lado y de quien ella se había olvidado por completo durante aquella inmersión en sus recuerdos.

Al final cogió el auricular.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó ella, y el hombre al otro extremo de la línea le dio un nombre falso. Sin embargo, su voz sonaba auténtica y ella lanzó un suspiro de alivio.

«Gracias a Dios. ¡Es él!»

Sonrió agradecida a su psiquiatra.

Había hecho bien en escuchar al doctor Roth.

Este había acertado al persuadirla para que tuviera esa conversación.

¡Por todos los demonios! Nunca se había imaginado que una pudiera sentirse tan a gusto hablando por teléfono con un muerto.

You better run

’Cause we got guns

[...]

We’re killing strangers

So we don’t kill the ones that we love

MARILYN MANSON,

«Killing Strangers»

Cuando un grupo acosa en la red, no ve la gravedad que se oculta tras su actividad. Cada individuo aislado participa porque lo hacen todos.

HERBERT SCHEITHAUER,

profesor de psicología en la Universidad Libre de Berlín

«YouTube-Hetzjagd. Ein Ort für anonymen Hass»

[Acoso en YouTube. Un lugar para el odio anónimo],

publicado en el Süddeutsche Zeitung,

14 de diciembre de 2013

Las masas no han mostrado nunca sed por la verdad. Se apartan de los hechos que les desagradan y prefieren adorar el error cuando este es capaz de seducirlas. Quien tenga la potestad de engañarlas será su amo y señor; quien trate de ilustrarlas será siempre su víctima.

GUSTAVE LE BON (1841-1931),

médico francés e iniciador de la psicología de masas

Capítulo 1

1

Ben

Un mes antes

A Ben le temblaron las manos.

No era algo inhabitual, le pasaba a menudo. Le ocurría sistemáticamente siempre que se daba cuenta de que había vuelto a perder el control. Sus dedos eran una especie de sismógrafo, unas antenas nerviosas que anticipaban el terremoto que volvería a pulverizar una vez más el suelo bajo sus pies.

Y eso a pesar de que hoy había llegado puntualísimo, para no estropear las cosas esta vez. Sin embargo, según todos los indicadores no iba a conseguirlo.

—Lo siento —dijo Lars, el guitarrista de su banda, y la entonación melancólica encajaba perfectamente con la triste mirada de sabueso del músico.

Ben sonrió con inseguridad y señaló hacia la batería, que alguien ya había montado. Acababan de limpiar y desempolvar los toms. Los platillos refulgían a la luz del bar del hotel como el lustroso tubo de escape de una moto nuevecita.

—Vale, tío, ya sé que provoqué una situación de mierda la última vez, pero esta noche lo voy a arreglar —dijo él.

El guitarrista, que al mismo tiempo era el líder de la banda, apagó su cigarrillo en el cenicero y movió la cabeza con un pesaroso gesto de negación.

—No puede ser, Ben. Mike ha dicho que no.

—¿Ya está aquí?

Ben echó un vistazo al reloj. «No.» El director del hotel no solía dejarse ver por allí a esa hora tan temprana. Eran las 17.20. Todavía faltaban más de treinta minutos para que todo diera comienzo, pero el bar ya estaba abierto. Dos hombres mayores ataviados con unos trajes grises y unos zapatos viejos conversaban entre risas junto a la barra. Una parejita compartía una copa al salir de trabajar en uno de los sofás rinconeros de piel que ciertamente parecían muy cómodos, pero que en realidad estaban tapizados con la dureza del acero.

Ese era el problema con el hotel Travel Star, situado en el recinto ferial, bajo la torre de la radio. A primera vista daba la impresión de un hotel de clase media-alta. Sin embargo, al observarlo de cerca, se entendían las reseñas de dos estrellas que elogiaban la amabilidad del personal, pero que criticaban las junturas mohosas en los azulejos de los cuartos de baño con ducha.

El hecho de que el Travel Star no era el Adlon podía entreverse ya en el precio: cincuenta y nueve euros la noche. Y también en que cada sábado actuaran allí los Spiders, que no eran precisamente el grupo más famoso del mundo. Ni siquiera eran la mejor banda tributo de Berlín.

Cuando Ben se enroló en los Spiders como batería, se despreció a sí mismo. Apenas cuatro años atrás tocaba sus propias composiciones de rock en el Quasimodo. En la actualidad se daba por satisfecho cuando su público, envalentonado por el alcohol, no le lanzaba los huesos de las guindas de los cócteles a la cabeza mientras interpretaba «YMCA» de Village People. Se había convertido en un chapero de la música, prostituido como batería de música de fondo. Ben jamás se habría imaginado que acabaría mendigando incluso ese miserable empleo. No obstante, debería haberlo presentido, ya que, a pesar de que solía creer que había alcanzado el sótano de su vida, siempre resultaba que todavía había otra planta más abajo.

—Oye, necesito este curro. Ya voy con retraso en el pago de la pensión alimenticia. Y ya sabes que mi hija acaba de...

—Sí, sí, lo sé. Y siento de veras lo de Jule. Pero es que aunque yo quisiera, no podría ser. No puede ser. Te has escaqueado de los ensayos después de que...

—¿Ensayos? Pero ¿qué hay que ensayar en Kool & the Gang?

—... después de que en nuestra última actuación vomitaras al lado del bombo. Colega, tuvimos que interrumpir el concierto. ¡Nos costaste seiscientos euros!

—Aquello fue un error, un error estúpido. Sabes que ya no bebo. Aquel fue un día de mierda, nada más, eres muy consciente de ello. No volverá a suceder.

Lars asintió con la cabeza.

—Eso es. No volverá a suceder. Lo siento, colega. Ya tenemos un sustituto.

«Sustituto.»

Cuatro minutos después, con Ben sentado en un banco al lado de la entrada del hotel mientras observaba cómo maniobraba un autocar en la cercana estación de autobuses, pensó que esa frase podría ser un buen epitafio para su sepultura:

AQUÍ YACE BENJAMIN RÜHMANN.

SOLO LLEGÓ A CUMPLIR TREINTA Y NUEVE AÑOS.

PERO NO SE PREOCUPE.

YA LE HEMOS ENCONTRADO UN SUSTITUTO.

Por lo general aquello sucedía con rapidez. Ya era el cuarto grupo que lo despedía. Y eso sin contar Fast Forward, la banda que fundó y de la que se había marchado junto antes de que alcanzara su primer gran éxito. El primero de toda una serie. Durante su gira por Estados Unidos, Fast Forward fue invitado a asistir al programa The Tonight Show en Nueva York.

La última entrevista que concedió Ben fue para una columna de una revista de economía: «A las puertas de la fama: gente que estuvo a punto de ser estrellas». En ese artículo lo comparaban con Tony Chapman, el tipo que en 1962 estaba sentado a la batería en el Marquee Club de Londres durante la primera actuación oficial de una banda llamada The Rolling Stones que poco después él abandonó voluntariamente.

—Pero en mi caso no puede hablarse de voluntariedad —dijo Ben en voz alta.

Una señora mayor que pasaba en ese momento a su lado lo miró asustada. Arrastraba una maleta de ruedas y, por unos instantes, a Ben se le pasó por la cabeza que a lo mejor debía ayudarla en el último tramo hasta la estación de autobuses. A la mujer le caía el sudor por la frente, lo que no era de extrañar con aquel calor. Cada vez resultaba menos raro que en Berlín se alcanzaran temperaturas tropicales en agosto, pero es que hoy parecía que el termómetro no iba a querer bajar de los veintiocho grados por la noche, a no ser que una tormenta se encargara de traer algo de frescor. El cielo se estaba cubriendo ya.

Ben contempló una nube casi rectangular con puntas en los bordes, que le recordó un viejo televisor de tubo de rayos catódicos con antena, y de pronto sintió en la boca el regusto áspero de un vino barato.

El eco ácido del recuerdo de aquella noche en la que se emborrachó frente al televisor. Fue una borrachera absurda, pero no carente de motivos.

Ben se levantó del banco y estaba buscando la llave del coche en los bolsillos del pantalón cuando oyó unos gritos. Unos gritos despavoridos.

De tormento.

Eran inconfundiblemente los gritos de una mujer muy joven.

Capítulo 2

2

Los gritos procedían del aparcamiento que había en la otra acera de la avenida Messedamm, justo al lado de la autopista urbana. Como estaba rodeado por varios anuncios publicitarios, era difícil distinguir la escena. Ben, siguiendo el impulso de su curiosidad, no fue capaz de verla hasta que cruzó la calle: la chica de la falda enagua de lunares. Y al hombre del que huía.

O al menos eso era lo que intentaba, aunque no llegó muy lejos porque su perseguidor, una mole de porte contundente que calzaba zapatillas deportivas, la agarró del pelo, largo y negro, y tiró de ella hacia atrás sin miramientos.

La víctima profirió otro grito agudo, se tambaleó y se golpeó de espaldas contra el suelo, justo al lado de una furgoneta que, en compañía de otros vehículos de obras, bloqueaba prácticamente todo el aparcamiento. Los habían estacionado allí con motivo de las grandes obras de la avenida Kaiserdamm, en la que estaban levantando un garaje; en consecuencia, el aparcamiento, que solía estar muy concurrido, estaba ahora casi vacío.

—¡Eh! —gritó Ben, mientras cruzaba la calle sin pensárselo ni un solo instante.

Su exclamación quedó ahogada por un autocar que hizo sonar el claxon a sus espaldas.

El agresor obligó a la chica a arrodillarse. Volvió a agarrarla del pelo y le tiró de la cabeza hacia atrás. Luego le propinó un bofetón que hizo que le saltaran las gafas de la cara.

—¡Eh! —volvió a gritar Ben y echó a correr.

El obeso agresor ni siquiera levantó la vista cuando Ben llegó a su lado. Le escupió a la chica en la cara con completa despreocupación.

Al mismo tiempo, extrajo con la mano libre un objeto de una funda que llevaba sujeta en el cinturón de los vaqueros.

«Maldita sea.»

En un primer momento, Ben pensó que era una navaja y se figuró que a continuación vería el destello de la cuchilla.

En su mente vio cómo atravesaba el cuello de la chica y la sangre se derramaba primero por la blusa de volantes blanca y luego por el asfalto. Sin embargo, el agresor parecía tener como objetivo la frente de ella.

—¡Suéltala! —gritó Ben.

—¿Qué...?

El hombre levantó la vista un instante y fue entonces cuando Ben comprendió que en realidad no era ningún hombre, sino un adolescente, y aunque era bastante alto, no tendría más de dieciocho años.

Bueno, vale, eso no quería decir nada. La semana pasada, un quinceañero había apaleado a un turista en la Alexanderplatz hasta dejarlo en coma.

—¿Tú también quieres participar? —preguntó a Ben, quien se apercibió entonces de que el maltratador no sostenía en la mano una navaja, sino un rotulador de color negro. Parecía extrañamente alegre por la interrupción porque se rio e hizo señas a Ben para que se acercara—. ¡Ven, anda, es lo que necesita esta zorra!

Llevaba el pelo castaño muy corto y a través de él le brillaba la piel de la cabeza. Vestía una camiseta con el rótulo del Hard Rock Cafe, que colgaba a media asta sobre una panza escamosa, blanca como la cal, que se abovedaba sobre la pretina de los vaqueros como un pez muerto. Su voz de bajo profundo le hizo parecer dos años mayor.

Tal vez sí que había cumplido ya los veinte.

En cualquier caso era mayor que la chica de la falda enagua. Esta calzaba unas bailarinas blancas, de las cuales había perdido una al tratar de huir. Ben no estaba seguro del todo, pero cuando ella gritó le pareció ver que llevaba en la boca un aparato dental.

—Bueno, entonces haz solo de mirón, colega.

El maltratador volvió a apartarse de Ben con gesto de autosuficiencia y se dedicó de nuevo a su víctima arrodillada.

—¡Espero que Diana saque después tu nombre, mala puta!

Ben intentó comprender en vano algo de aquellas palabras.

La chica gimoteaba con los ojos cerrados mientras el agresor le garabateaba algo en la frente.

—¡Suéltala! —dijo Ben. En voz baja. En tono amenazador.

Panza de Pez se echó a reír. Unas gotas de sudor corrieron hacia sus ojos entornados cuando volvió a dirigirse durante unos breves instantes a Ben sin soltar el pelo de la chica, que ahora estaba llorando.

—¡Eh, tío, tranquilízate! ¿Vale?

Ben ni siquiera pestañeó. No quería malgastar el tiempo con frases bonitas o palabras tranquilizadoras. Se había sosegado por completo y había decidido abalanzarse sobre ese tío y romperle la nariz.

Al menos ese era el plan inicial.

El hecho de que llevara más de dos años sin ver un gimnasio por dentro fue la causa de que su puño ni siquiera llegara a aproximarse a su objetivo.

Panza de Pez soltó la coleta de la chica, se limitó a dar un paso atrás y propinó a Ben un gancho en el hígado.

El aire escapó de sus pulmones igual que de una colchoneta reventada.

—¡Vámonos! —Oyó decir a alguien a sus espaldas mientras se desplomaba en el suelo.

Se oyó el ruido de la puerta de un coche al cerrarse y Ben supo entonces que Panza de Pez tenía refuerzos.

Capítulo 3

3

«¡Tenemos que hablar, papá! ¡Es urgente! ¡Creo que estás en peligro!»

El duro golpe que había encajado y le había hecho ver las estrellas activó en él el recuerdo del último mensaje de Jule en su contestador automático. Parecía un panfleto que, desprendido del muro de su memoria por el ímpetu de la sacudida, estuviera flotando y cayera lentamente al suelo.

Ben pensó que también iba a perder el conocimiento. Otro puñetazo o patada y se vería obligado a contemplar el mundo que se extendía entre la autopista urbana y la estación central de autobuses desde una postura de recuperación.

Por el momento hizo lo mismo que la chica que tenía al lado y se arrodilló. Tosió encorvado hacia el aparcamiento. El escaso aire que fue capaz de aspirar poco a poco en sus pulmones ardientes sabía a suciedad y a caucho caliente.

Oyó una nueva portezuela de un coche y más ruido de pasos. Los refuerzos de Panza de Pez iban en aumento.

La situación de Ben era tan terrible que casi era para echarse a reír.

«¿Yo haciendo de héroe?»

Como tantas otras veces en su vida, aquella había sido una mala decisión.

La chica no le sería de ninguna ayuda, ni siquiera si aquel grupo la dejaba ahora en paz. Era tan bajita como flaca, y tenía problemas para recuperar las fuerzas y ponerse en pie.

Pero seguro que tenía un teléfono móvil.

¿Llamaría tal vez a la policía?

«Y si...»

Ben no podía esperar recibir ninguna ayuda externa. Tenía que ser él mismo quien despachara al agresor. De un modo u otro. Si lo conseguía, los demás se largarían a toda prisa.

Es lo que hacían siempre.

Había tocado en suficientes festivales donde algunos adolescentes alcoholizados buscaban bronca con el personal encargado de mantener el orden y había visto a suficientes alborotadores dispersarse en todas direcciones en cuanto se ponía fuera de combate a su líder. Ahora bien, las fuerzas de Ben se encontraban ahora aún más menguadas que antes.

Percibió una sombra por encima de él y alzó la mano en una reacción instintiva de defensa.

—Fue un reflejo —oyó Ben que le decía Panza de Pez a alguien.

A continuación oyó que se cerraban varias puertas de coches y, con el ruido de un motor en marcha, sintió el soplo en la cara de una nube caliente de gases de tubo de escape.

«Quieren atropellarme», pensó antes de levantar la cabeza. Abrió los ojos y entre las estrellitas que danzaban ante sus ojos intentó reconocer el número de la matrícula del SUV.

«Como si eso tuviera alguna importancia ahora que van a pasarte por encima.»

Pero el automóvil se movió en la dirección contraria. Hacia atrás.

Alejándose de él.

Sorprendido, Ben se giró hacia la chica, que se había levantado a duras penas y se estaba sacudiendo de la falda la suciedad de la calle. Lloraba.

—¡Eh, pequeña! —dijo él lo más suavemente que pudo.

Se levantó y se acercó a ella con la misma inseguridad con la que uno se aproxima a un gato arisco.

Al contemplarla de cerca, Ben se apercibió de que también era difícil calcular su edad.

La chica tenía la constitución corporal de una adolescente de catorce años, pero sus ojos estaban más envejecidos que los suyos, como si hubieran visto ya suficientes cosas terribles para toda una vida.

Los tenía encajados como oscuros orificios de bala en una cara bonita de verdad, con una naricita respingona, unos labios rebosantes algo agrietados y una frente alta que ofrecía el espacio suficiente para el número de color negro que le había pintado Panza de Pez en la cara.

El guarismo estaba algo movido, sin que se hubiera completado el trazo por completo, pero se podía reconocer perfectamente un ocho.

—¿Por qué te ha hecho eso? —preguntó Ben.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo del pantalón y pensó si debía llamar o no a la policía. La verdad es que no tenía la menor gana de hacerlo. Había dejado de tener el 110 como atajo desde que su casero anterior lo había denunciado por los atrasos en el pago del alquiler. Otro motivo más por el cual no tenía residencia fija y por el que tenía que pagarle siempre en efectivo a su ex la pensión alimenticia. Su crédito disponible estaba tan en números rojos que el banco tenía que cambiar los cartuchos de tinta de color después de cada impresión de sus extractos.

—¡Ay, maldita sea! —fueron las primeras palabras de la chica.

Le temblaba todo el cuerpo, algo que no era de extrañar después de lo que acababa de sucederle. Ben quiso tenderle la mano, tomarla del brazo y decirle que todo iba a salir bien. Pero no llegó a hacerlo porque, justo antes, ella se limpió el ocho de la cara con el escupitajo de Panza de Pez y le gritó:

—¡Vaya mierda, tío! ¡Me debes cien euros!

Capítulo 4

4

—¿Public... qué?

Disgrace. Public Disgrace —renegó ella, se quitó el aparato de ortodoncia de la boca y se inclinó hacia el suelo en busca de las gafas que le habían saltado de la cara por el bofetón.

Ben observó perplejo aquella misteriosa transformación.

La chica se había convertido en una mujer joven. La víctima era ahora una furia airada.

«Humillación en público», tradujo él mentalmente y siguió sin entender lo que ella trataba de explicarle.

—¿Te dejas tratar así de manera voluntaria?

«¿En público?»

El viento trajo el sonido de una moto acelerando desde el puente de la autopista.

—Es una variante del sadomasoquismo —explicó ella enfatizando cada una de las palabras como si estuviera hablando con un sordo—. ¿No habías oído hablar nunca de ello?

—No, lo siento. Supongo que tengo una laguna cultural en ese asunto.

—Ya me he dado cuenta.

Ben sabía que existían personas con fantasías de violación y supuso que la industria del porno se aprovechaba de esa tendencia mediante pelis fetichistas que se escenificaban en un aparcamiento como si hubieran sido filmadas por casualidad. Lo único es que él nunca se habría imaginado que tendría un papel secundario sin querer en una película de ese tipo.

—¿Y la cámara la llevaban los que iban en el coche?

—Sí. Y ahora se han largado con mi pasta porque les has fastidiado el rodaje, tú, tonto del culo.

Ben se frotó el lugar donde Panza de Pez le había golpeado y él mismo también se puso hecho una furia.

—Vale, vale, entiendo que no podéis solicitar ningún permiso de rodaje oficial para películas como esas. Y tampoco yo no soy ningún puritano. Este es un país libre, todo el mundo hace lo que quiere. Pero, maldita sea, ¿qué tiene que ver todo eso con el ocho? ¿Es un distintivo, alguna clase de clave en ese mundillo o qué?

Ella se encogió de hombros.

—Fue una idea del director, que está como una cabra. Quería aprovechar el bombo publicitario de la noche del ocho para la promoción.

La mujer echó un vistazo a su reloj de pulsera y de repente se puso nerviosa.

—Tengo que volver a casa —dijo, y se apartó de él—. Me espera mi hija.

—Un momento. ¿La noche del ocho?

Ben había oído alguna vez aquella expresión. Su sonido nítido, apenas perceptible, hizo vibrar una cuerda en el ángulo más oculto de su cerebro.

—¿Qué significa la «noche del ocho»? —preguntó a la mujer, que se lo quedó mirando como si no estuviera segura de si se trataba de un imbécil o de si simplemente quería tomarle el pelo.

—Tío... —preguntó ella moviendo la cabeza con incredulidad—. Pero, de verdad, ¿en qué planeta vives?

Capítulo 5

5

—¡Hola, papá!

Jule llegó corriendo hasta donde él estaba. Con el cabello impulsado por el viento, igual que cuando habían pasado juntos aquellas vacaciones en la playa, en la isla de Juist. Ella reía y había estado a punto de tropezarse con sus piernas larguiruchas. Acto seguido, su hija se le echó en brazos. Ben sintió los latidos del corazón de Jule cuando ella le abrazó.

—Hola, pequeña —dijo él.

—Pero ¿no ibas a venir a verme mañana?

—¿Es que no te alegras?

—Sí. Por supuesto que sí, pero pareces cansado. ¿Has tenido un día duro?

—Mejor no preguntes.

«Primero me han despedido y luego me han apaleado.»

—Te he echado tanto de menos —dijo él con los ojos cerrados, e igual que hacía siempre que estaba con Jule, trató de desconectar del mundo exterior. Las voces del pasillo, el olor a desinfectante, el bombeo del aparato de respiración artificial.

En vano.

De visita en visita cada vez era menos frecuente que consiguiera perderse en sus fantasías diurnas junto a la camilla del hospital. La mayoría de las veces bastaba con el zumbido de las puertas correderas hidráulicas del pasillo para arrancarlo de su ensoñación. Hoy lo había devuelto a la realidad el sonido de su teléfono móvil, una realidad en la que su hija de diecinueve años no podría volver a correr con sus propias piernas.

Ni siquiera cuando despertara del coma inducido en el que se encontraba desde hacía casi una semana.

—Hola, Jenny —saludó Ben a su exmujer—. Espera un momento, por favor.

Dejó el teléfono móvil a un lado, le dio un beso a Jule y le sostuvo un pañuelito bajo la nariz. En el aseo de los pacientes, Ben había rociado antes en él su loción para después del afeitado, un olor acre que a ella le gustaba mucho en otros tiempos. Se decía que no había nada que obrara con mayor rapidez y precisión en el cerebro que un aroma conocido. Tal vez aquello podía ayudarla a despertar.

—Estarás contenta de haberte quedado hoy en la cama —intentó bromear él—. Tengo la sensación de que todo el mundo se ha vuelto loco. Debe de ser por la luna llena. —A continuación cogió el teléfono de encima de la almohada y le preguntó a su mujer—: ¿Qué pasa?

—¿Estás con ella?

En la escala de agitación del uno al diez, la voz de su ex figuraba en la posición número doce.

—Sí, ¿dónde estás tú?

Desde que ingresaron a Jule hacía seis días, su madre apenas había salido del hospital.

—De camino —se le escapó a ella, una frase que sorprendió a Ben.

Ciertamente, estaban separados, pero seguían vinculados como amigos. Tal vez algo más que eso.

Ben apartó un mechón de cabellos rubios del rostro inmóvil de Jule. Incluso tras el supuesto intento de suicidio seguía siendo tan guapa como su madre: eso no lo cambiaba ni los numerosos tubos introducidos en su cuerpo.

Como siempre que la veía, Ben se disgustaba y afirmaba que no existía la justicia divina. De lo contrario, la sonda gástrica y el catéter vesical estarían en su interior y no en el de su hija. No en vano él era el culpable de que ella quisiera quitarse la vida hacía casi una semana. Todo habría sido diferente si hace cuatro años hubieran cogido un taxi. Pero Ben adoraba su recién adquirido Karmann Ghia, un descapotable rojo de Volkswagen de los años sesenta, que conducía en toda ocasión que podía. También aquel día, por desgracia.

Jule había asistido a las grabaciones en los estudios Hansa y él le había prometido a

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