Los solitarios

Álvaro Arbina

Fragmento

Capítulo 1

1

La casa es el centro y todo gira alrededor de ella; no importa que sea un cubo o una esfera o una pirámide, pero sí una casa, un espejismo de casa que emerge de la bruma, en la quietud del amanecer. Nadie sabe qué hace allí, en la nada, y todos piensan que debió de caer del cielo, con la primera nieve. Ahora ya no hay tundra, ni líquenes, ni turberas pantanosas, ni siquiera la fauna ártica que había antes. Tras la noche queda la casa y las primeras nieves del invierno; queda el reinicio de la Tierra.

Cuando ella entra en el claro, huele a frío y a humo de ascuas, huele a invierno cuando debería oler a matanza y a carne podrida. Los sonidos de la madrugada tienen una claridad estremecedora, y le llegan las voces de las sombras que deambulan alrededor de la casa, en la bruma. Mira hacia el resplandor lejano del alba, sobre las coníferas aún en penumbra que delimitan el claro, y piensa en el bosque infinito que rodea la casa y que ha visto desde el aire.

Cuando ella llega a la casa, donde ruge la caldera y cascan carámbanos, las sombras que murmuran cavan en la nieve y junto a las tumbas hechas con leños, y abren agujeros que humean con lo orgánico en descomposición. Entra en la casa y huele a lo que ya sabe, y hay un atizador de hierro sobre la alfombra, con sangre seca y restos de cabello humano, y hay un pañuelo empapado junto a la cabeza de una mujer rubia y junto a un charco negro y viscoso como pozo de petróleo. Ella mastica chicle de menta y hace pompas mientras saca una libreta; se le ocurre de pronto que el frescor mentolado en la madrugada ártica estimula más que quinientos miligramos de cafeína. Pasea por la sala donde también hay sombras que murmuran y se mueven. Es una sala que parece de estar y de hundir cabezas con atizadores. Observa las esquinas y los recovecos de suelos y paredes, la chimenea y las butacas y las ventanas que dan al claro nevado y al bosque azul. Anota datos y garabatea dibujillos como de niño, porque lo de dibujar nunca ha sido lo suyo y se le quedó para siempre el estilo abstracto de primaria. Pasan diez minutos y el novato agente de la Policía Rural que la observa apostado en la entrada, que está allí por si necesitan algo los de la Científica Estatal, que mira el cadáver y no puede evitar imaginar la Barbie de su hija tirada en el suelo de su casa, junto a otras muñecas y juguetes, no entiende cómo ella, la que se supone que sabe, aún no ha examinado el cuerpo. Uno de los especialistas de la Científica finaliza su recolección de fibras con papel de celo, y es entonces cuando ella se acuclilla para mirar el cadáver. El agente rural siente alivio y no sabe por qué, ya que es absurdo que le afecte el que se acuclille antes o después. Ve cómo coge la barbilla de la muerta y le gira la cabeza; así queda expuesta la piel blanca y gomosa, los labios retraídos y un hematoma púrpura que le viene de la sien, donde la cavidad craneal parece un balón pinchado. El agente vuelve a ver la Barbie de su hija. Y se siente mal y con temores absurdos de padecer un desequilibrio mental por ver eso cuando ve una muerta, que probablemente tendrá hijos y pareja, como él, y que irradiará en la cama un calor similar al de su mujer, y que sus labios serán igual de húmedos y agitados, y que sus intimidades y preocupaciones serán igual de pequeñas y bonitas, y no sabe si tendrá valor para explicarle todo lo que piensa al párroco en la confesión del domingo. Entonces ella, la inspectora jefe, que se llama Emeli Urquiza y está muy lejos de su casa y mastica el chicle mentolado con inercia porque sin frescor ya le aburre, observa la herida sanguinolenta del atizador y dice:

—Se puede arreglar. Tengo un kit de pistolas con resina epoxi.

El especialista guarda su recolección en bolsas de estraza.

—Te refieres a las de encolar.

—Sí, son como una silicona. Para tapar agujeros y juntas. Van muy bien.

—O sea, que no hay que cambiar la cabeza.

—Qué va. Con orificios del calibre 44 tal vez. Pero con el atizador y un solo golpe, pegamento y como nueva. A ver qué dice el forense.

—Está arriba, con Francis.

Al agente de la Rural, lejos de sentir sorpresa e indignación, lo invade un alivio lógico tras escuchar a la inspectora y comprobar que su mentalidad no es tan desequilibrada. Y como se siente ahora mejor, se atreve por fin a abrir la caja de los dónuts, en los que no ha dejado de pensar desde que entró allí y que no ha abierto por respeto y por intento de redención por sus pensamientos. Antes de subir las escaleras, la inspectora contempla el rostro de la mujer muerta. Permanece un minuto callada, como abducida por el más allá. El especialista le dice algo y ella no responde. El de la Rural, que mastica el dónut y se da cuenta de que lo hace sin apetencia, que su boca está seca y no saborea ni siquiera el relleno de cacao y los trocitos de avellana, piensa por un momento que lo de la inspectora no tiene sentido. En la posible razón no llega a cavilar, lo que es una lástima para su aprendizaje como agente, porque enseguida se le desvía la atención hacia lo bien que le sentaría otro café.

En la sala de estar deambulan los especialistas y técnicos de pruebas. Pincelan con revelador las superficies en busca de posibles huellas. La inspectora, que al asomarse a las escaleras ve el goteo casi matemático, uno por escalón y ennegrecido ya, valora lo que le espera en el piso de arriba y pregunta:

—¿Pisadas?

—Estoy esperando a que os paseéis un poco más, para que el asunto se ponga interesante —responde uno de los especialistas.

—Lo mismo que con las huellas, supongo.

—Tenemos un festín que ni en la mansión Playboy.

Emeli Urquiza sube al piso superior, cruza una puerta y sigue el goteo, que se convierte enseguida en grandes cantidades de sangre con forma de manchurrones sin sentido y restos de deslizamientos. Una arbitrariedad que bien podría colgarse en el MoMA. Después está el charco, una laguna petrificada de magma negro, que brotó y brotó hasta que se coaguló. Son un par de litros, ya viscosos y con capa fina de polvo. Emeli se halla en un dormitorio. De la cama y del revoltijo de sábanas cuelga el inicio del charco, una estalactita fina como hilo de araña. Luego están las botas caídas sobre el charco y el pie negro, negro no de muerte sino de piel, un pie desnudo y enorme como del cuarenta y siete que también pende de la cama. Sobre el cabecero hay una ventana, desde la que se ve el claro y los bosques de más allá, donde la niebla se revuelve como un incendio masivo y precioso bajo el amanecer. Hay en la visión del paisaje algo de grandeza e inmortalidad, algo bello pero no limpio, porque primero están las salpicaduras del cristal, que a contraluz se ven rojas y con restos como de cereal húmedo, que después de estamparse se deslizaron bajo su propio peso hasta el marco de la ventana. Es lo que salió de la cabeza, que a pesar de todo permanece en su sitio, sobre el cuello y apoyada en el cabecero.

Francis Thurmond está de pie, observando desde la orilla del charco, una mano en el bolsillo de la gabardina y otra sosteniendo su cuaderno tamaño DIN A3, donde pinta con carboncillo, a veces con sanguina o con pinturas de pastel. El fotógrafo de la Estatal se mueve con pericia mecanizada, sin pisar el charco ni tocar la cama. Una foto. Dos. Tres. Ahora con regla y ahora sin regla. Ahora de cerca y ahora de lejos. Para los detalles del cuerpo y sus heridas y para su posición relativa con todo lo demás. También efectúa barridos con el vídeo de la réflex, para obtener la vista general del escenario, aunque en opinión de Emeli los vídeos distraen. Las fotos se están bien quietecitas, formales, como musas de pintor. Pide al fotógrafo mediciones de distancias clave. Abre la libreta, clic de boli, esbozo rápido e infantil de elementos esenciales y notas sobre la situación original de las pruebas. Solicita más medidas. Dime cuánto hay de ahí a ahí. Dime la altura esa. Saca una foto hacia la ventana.

El forense aguarda fuera del encuadre hasta que acaben y pueda inclinarse de nuevo sobre la cama. Su postura de trabajo no es cómoda, tiene que ponerse a cuatro patas y eso le resta cierta distinción profesional. Pero el forense, al que pagan por sus análisis patológicos y no por jugar al Twister sobre muertos, no encuentra una forma mejor de calibrar la temperatura corporal y la rigidez de los dedos. Emeli se acerca al reguero de la ventana y confirma la coherencia entre dispersión de sangre sobre el cristal y herida de disparo ascendente en la sien izquierda. También hay fragmentos de cráneo incrustados en el cabecero. El forense, que maniobra en la cama algo incómodo, ahora estudia el orificio de la cabeza. El ojo que no ha sufrido el impacto resulta bien visible, y está abierto y mirando a la puerta. Es el que observa Emeli, porque el otro ojo es un cráter hundido en la cuenca con estragos cretácicos como de Yucatán. Yucatán: una península, como la cabeza.

—Qué me dice.

El forense se quita los guantes, suda por la incomodidad de su tarea. Anota: «Gran HDB cuenca izquierda. Posible estadio dos rigor mortis. Baja temperatura ambiente en el momento del análisis (41 ºF). Chimenea con brasas a diez pies. Posible temperatura superior en el momento de la muerte. Posible alteración de la temperatura y del post mortem. Estimación de la muerte: entre veinticuatro y treinta y seis horas antes del análisis».

—Está muerto —responde.

—Ya.

—Por herida de bala en la cuenca ocular izquierda. Posible calibre 38. Concordancia con la Colt de la mano, que, por cierto, la tiene destrozada.

—¿Son cortes?

—Sí. En ambas manos.

—¿Hay restos de pólvora en la cara?

—Parece que sí. A ver las pruebas. Posible detonación a corta distancia. Posibles depósitos de bario y plomo en el dorso de la mano, por disparo autoinfligido.

—O infligido por otra persona, más bien.

—La postura indica suicidio.

—Ya. Pero el babero de sangre no sé.

Emeli señala el jersey, con manchurrón negro desde el pecho hasta la pernera, donde está la Colt, la falange del índice aún sobre el gatillo.

—¿Cuántas heridas más?

—Tiene otros tres orificios. El del tórax es limpio y se aprecia el calibre. También del 38. Ninguno de los tres le causó la muerte, a falta de confirmarlo en el laboratorio.

—Imposible que se los hiciera él.

—Por la trayectoria de entrada y salida, imposible.

—¿Han encontrado los casquillos?

—No. Salvo el de la cama, que por situación concuerda con el retroceso del último disparo.

—Por el goteo de la escalera tienen que estar abajo. Tres disparos abajo y uno aquí.

—En la casa no parece que estén, por lo que dicen los técnicos.

—Pues enterrados en la nieve o muy lejos de aquí, en algún río o en el fondo del mar o en la casa del asesino, que se los llevó como recuerdo. ¿Le faltan cartuchos a la Colt?

—Cuatro —interviene el fotógrafo—. Tres más uno, el que tenemos. Triple y falta que ni Michael Jordan.

—Genial. A ver qué dicen las huellas. Que le den prioridad a la Colt. Sin número de serie, imagino.

Asiente el fotógrafo y Emeli anota. Luego la inspectora mira en silencio el rostro del muerto. Lo hace siempre, durante un minuto, aunque no quede rostro para mirar. No habla, no escucha. A su lado Francis pinta. Repasa con minuciosidad el dibujo de las botas; traza el serpenteo de los cordones en el charco viscoso, sombrea los chirimbolos de calcetines asomando tras la lengüeta. Es un cuadro artístico, realismo barroco de Velázquez. A veces se para y observa. Piensa.

—En la habitación de al lado hay una mujer —dice el forense.

—¿Con media cabeza en la ventana?

—Posible envenenamiento mientras dormía.

—De una pieza. Qué bien.

—Presenta inicios de descomposición. Entre cincuenta y seis y setenta y dos horas.

Antes de irse con el forense y el fotógrafo, Emeli observa los manchurrones entre el charco y el goteo de sangre del pasillo y la escalera. Hay indicios de huellas. Pisadas. Posible bota del doce y medio. Los deslizamientos son de alguien descalzo o con bolsas en los pies. Cuando se van, quedan Francis y el muerto en la habitación. Musa y pintor. Y así permanecen hasta que a lo lejos el resplandor despunta y el reguero del cristal se vuelve rosa iridiscente. Francis Thurmond comprende que la bota derecha está bajo el pie izquierdo y la izquierda bajo el derecho no porque las llevara mal puestas, sino porque después de soltarse los cordones el muerto cruzó las piernas para sacarse con la punta de una el talón de la otra, o porque alguien pensó en eso antes de colocárselas así.

Emeli Urquiza sale de la casa, al claro nevado y al amanecer; aún piensa en la mujer envenenada que acaba de examinar cuando mira las tumbas abiertas y los cinco cadáveres en diferentes fases de descomposición recién desenterrados. Sopla un viento gélido y vibran también con sacudidas bruscas las cintas policiales. Se alzan polvos de nieve y virutas de hielo que envuelven a los agentes en halos de expedición ártica. Zumba un dron que sobrevuela la zona para tomar fotografías aéreas. Llegan trineos motorizados. Cuando Emeli se aproxima a las tumbas, se amortajan con sábanas los cinco cuerpos, para conservar fibras, pelos y restos de ADN. Dentro de una tumba hay un técnico de pruebas, con gorro quirúrgico, mascarilla y un mono fosforito, levantando con pinzas un incisivo central. Lo rodean bolsitas de papel de estraza. Emeli ya sabe que Control de Pruebas se va a saturar.

—Con estos cinco y los tres de dentro, suman ocho.

—Nueve.

El técnico de pruebas señala hacia otro especialista de la Científica arrodillado a lo lejos, en el claro, más cerca del bosque que de la casa, en lo que parecen revoltijos de huellas animales sobre el noveno cuerpo o lo que queda de él, porque está incompleto y sus piezas dispersas como una construcción de LEGO sin montar. El especialista rocía las huellas animales con cera química para extraer moldes tan precisos como la impresión dental. La nieve, a pesar de ser frágil, regala un nivel de detalle extraordinario.

—Ocho y medio como mucho —calcula Emeli desde su posición. Deja para más tarde el examen del cuerpo.

—Aunque esté por partes, sumará nueve, digo yo.

—¿Se sabe de qué son las huellas?

—Alguien ha dicho que de lobo blanco o de pambasileus.

—¿Pambasileus?

—Lobo gris, lo acabo de mirar en internet. Parecido al husky siberiano. El lobo más grande que hay.

Francis Thurmond se ha aproximado, con su gabardina y su parsimonia silenciosa. Observa los cuerpos y reflexiona.

—Casi diez —dice al cabo de un rato.

El técnico lo mira.

—¿Diez qué?

Francis ha extraído el cuaderno, una compleja maniobra dadas sus dimensiones. No responde y el técnico se queda sin explicación, mientras mira cómo dibuja la alineación de las tumbas. No se hicieron a la vez y todas tienen tablones para protegerlas de los animales. A Francis le gusta sombrear, se entretiene. Le divierte también.

—Los mató, o los mataron, uno a uno —le dice Emeli.

Francis repasa la última tumba, para indicar que la tierra es más fresca y que está menos asentada que las demás. Es la más reciente y tiene un cuenco de sal para absorber la humedad, lo que significa que quien lo enterrase se tomó sus molestias. Entonces decide que merece la pena volver a hablar.

—Sí. Alguien con paciencia —comenta.

Media mañana. El cielo es luminoso y se erigen carpas improvisadas en el centro del claro. Alineadas en el suelo y sobre plásticos impermeables pueden verse decenas de bolsitas de papel de estraza, pruebas que se van recogiendo, de sangre, armas y restos humanos.

—Nueve, entonces.

—Sí, nueve.

Hay repaso general y se respira nerviosismo en el ambiente, como alumnos de primaria el día anterior a un examen. Por eso se repiten las cosas: todos saben que son nueve pero ninguno entiende por qué. Algunas de las víctimas tienen consigo los documentos de identidad. Se empieza a confeccionar una lista.

IDENTIFICADOS

Mujer en sala de estar con herida de atizador en el cráneo: Zettie Goodwin. Brooklyn, Nueva York. 52 años.

Hombre en la cama con cuatro orificios de bala y botas cruzadas del doce y medio: Aliou Sabaly (nacido 1/1/1964). Doble nacionalidad: Senegal y Francia.

Mujer envenenada en habitación: Ángeles Expósito. Ciudad de México. 45 años.

Primer cuerpo desenterrado: Ronald Goodwin. Esposo de Zettie Goodwin. Kentucky. 52 años.

Segundo cuerpo desenterrado: Teodor Veselin. Krakozhia, pequeña ex república soviética. 57 años.

Tercer cuerpo desenterrado: Ulad Dobrovolsky. Krakozhia. 48 años.

Cuarto cuerpo desenterrado: Antonio José Garrido. Villanueva de la Serena, España. 53 años.

AÚN POR IDENTIFICAR

Quinto cuerpo desenterrado: mujer de color. Avanzada fase de descomposición.

Hombre descuartizado por mordedura animal: en el claro, sobre la nieve.

Se percibe cierta confusión entre los reunidos bajo las carpas; todos piensan pero no dicen que no entienden nada (ni qué hacen esos cuerpos ahí, ni qué hace esa casa ahí, ni qué van a hacer ellos ahora allí). Que alguien pregunte y se revele como el lerdo que no entiende, cansado por la falta de respuestas, o por falta de orgullo, o porque ha comprendido que lerdos allí en realidad son todos, es una posibilidad remota. Así que habla Emeli, como investigadora jefe en la escena del crimen, y suelta lo habitual para romper el hielo:

—Faltan dos por identificar. Prioridad a eso y al contacto con las familias, a ver si ellos saben algo. En veinticuatro horas quiero informes preliminares sobre las vidas de estas personas.

—A priori no parece haber relación entre la mayoría de ellos.

Alguien se ha animado, conservando la distinción profesional. Sin decir: pero ¿qué coño hacía esta gente en este lugar?

—Habrá una razón para que estén aquí —responde Emeli—. La lógica induce a pensar que será la misma para todas las víctimas.

—La lista de elementos probatorios es extensa. Armas, sangre, pelo, fibras, huellas dactilares, huellas de pisadas, sudor, saliva, abrasiones, por toda la casa y por todos los alrededores. El puzle es complejo y el marrón, no menos.

Lo ha dicho el jefe técnico, y la intervención le queda rotunda, subrayada con doble sopapo de látex, al quitarse la protección de manos. De fondo tiene la marea de bolsitas de estraza. Naufragio masivo. La toma es de película y Emeli piensa que hace bien en escudarse, porque, más que complejo, aquello es una locura. Queda con él en revisar después la recolección de pruebas, para establecer un orden jerárquico y etiquetarlas.

A su lado y de espaldas a ella, Francis habla con los fotógrafos, o al menos eso parece, en su estilo murmurante y casi en clave, porque los dos lo miran muy de cerca, como intentando leerle los labios más que escuchar. Se aseguran de que toda la zona de la propiedad se haya cubierto, incluidas partes clave del perímetro, huellas de pisadas, indicios físicos visibles, cuerpos y partes de cuerpos, y las vistas aéreas de los drones. Entonces Emeli vuelve a hablar:

—Que en Investigación Tecnológica revisen los correos y las cuentas de Facebook, Twitter, Instagram o lo que sea que tengan las víctimas. Que alguien hable con las compañías telefónicas para los registros de llamadas.

Que alguien. Que alguien. Habla en impersonal porque solo hace quince días que el DIC, el Departamento de Investigación Criminal de la Central Federal de Maryland, de la que forma parte, los envió a Francis y a ella a este estado arrinconado del mundo y aún no conoce los nombres. Iban a ser tres semanas como asesores del DIC en un paraje tan inhóspito que ni siquiera tiene Departamento del Sheriff. Algo que con los crímenes de la casa va a cambiar.

—Aquí no hay cobertura —dice alguien.

—Puede que en los alrededores la haya.

—No tenían forma de comunicarse con el exterior. Según la Policía Rural, por normativa de emisoras para rescates, debe haber un transceptor de radio portátil en toda casa y refugio del estado. Alguien en la casa se lo llevó: en los estantes de la cocina hay un maletín vacío, sin walkie-talkies ni baterías ni cargadores dobles.

Emeli ya lo sabe, pero la información abruma al personal y destapa lo evidente. Así que al fin uno se anima:

—No entiendo qué coño hace esa casa ahí. —Y la mira, y por imitación involuntaria todos se vuelven y también la contemplan.

La casa es un bloque compacto, un cubo perfecto y futurista que parece caído del cielo. Podría ser un trozo de asteroide, o de piedra pulida de aluminio, o de nave extraterrestre, por sus ventanales aleatorios y sus planchas reflectantes que la mimetizan con el entorno. Todos observan en silencio no solo la casa, sino también el claro cuadrado de árboles que la rodea, un claro perfecto, como una plaza neoclásica de ciudad europea. Mientras miran y no entienden nada, piensan en la ruta que los ha llevado hasta allí desde que se dio el aviso del crimen: en avioneta, helicóptero o trineo motorizado, a través de llanuras, bosques boreales, glaciares y cordilleras, partiendo desde asentamientos indígenas y poblaciones árticas que ya son rincón del mundo y también lo más próximo que hay a la escena del crimen.

—Estamos investigándolo —asegura alguien.

—Tiene que haber un propietario —dice otro, mirando al cielo.

De nuevo miran todos juntos, esta vez al cielo, sin hallar demasiadas respuestas. Emeli también mira y piensa en el primer interrogatorio que efectuará, ella misma: la compañía aérea Denali Wind, que opera desde la ciudad más cercana y ha colaborado en el transporte policial con dos aparatos que aún se encuentran en la escena del crimen.

Denali Wind trasladó a las víctimas en una avioneta Cessna 208 Caravan y volvió para recogerlas catorce días después. Así se encontró el panorama y avisó del horrendo crimen a las autoridades. Emeli piensa en los tentáculos de la investigación que se abren, cuando se acerca un técnico con una bolsita, donde hay un sobre. Lo deposita encima de una de las mesas plegables. Dice el técnico que el sobre estaba entre las pertenencias de Aliou Sabaly. Dentro hay una carta. Emeli se pone guantes y la desdobla, sin sonoridad de látex porque con ser mujer y extranjera y venir desde la Central Federal en Maryland para asesorar a Homicidios de un estado despoblado y sin demasiados crímenes (como si todos allí fueran unos paletos sin experiencia) ya es suficiente para llamar la atención.

Y entonces lee.

¡Estoy bien! Siento no haber dado señales de vida... pero me gustaría que vinieras a verme. En la ciudad más cercana hay una compañía, la Denali Wind, que ofrece algunos vuelos a este lugar. No son muchos, así que lo mejor es que coincidáis todos el mismo día para coger el avión. Mi recomendación es el 3 de octubre. La vida aquí es diferente y maravillosa. ¡Ven, por favor! Las coordenadas son: O1801º44’32.1” / N850º23’55.18”.

P. D.: Te adjunto un regalo, para que veas lo bien que estoy.

—No está firmada y no hay regalo en el sobre —dice Emeli.

Capítulo 2

2

Día 1

¡Estoy bien! Siento no haber dado señales de vida... pero me gustaría que vinieras a verme. En la ciudad más cercana hay una compañía, la Denali Wind, que ofrece algunos vuelos a este lugar. No son muchos, así que lo mejor es que coincidáis todos el mismo día para coger el avión. Mi recomendación es el 3 de octubre. La vida aquí es diferente y maravillosa. ¡Ven, por favor! Las coordenadas son: O1801º44’32.1” / N850º23’55.18”.

P. D.: Te adjunto un regalo, para que veas lo bien que estoy.

Aliou Sabaly dobló la carta y la guardó en el sobre, donde también estaba el regalo: una fotografía polaroid. La extrajo y la observó. La foto temblaba, por sus manos o por la agitación del turbohélice Cessna, y los reflejos de la luz se esparcían como si fueran líquido, ocultando la sonrisa de ella, que posaba descalza sobre la hierba y algo desmejorada a pesar de sus veinte años, con un bosque veraniego detrás. También guardó la fotografía, pero no en el sobre sino en su billetera, que es la que acompaña a un hombre allá donde va.

—¿Quién es ella?

Lo preguntaba la mujer rubia sentada junto a él. Lo hizo en inglés americano, ralentizado y con pronunciación infantil, como maestra hacia párvulo.

—Es mi hija —dijo Aliou.

—¿Y cómo se llama?

Aliou descansó la mirada en la ventanilla. Ella era hiperactiva y escrupulosa; se agitaba en el asiento y evitaba al mismo tiempo el roce de antebrazos con él, un suplicio de atención continua por incompatibilidad de maniobras.

—Se llama Nadine —respondió.

La mujer calló entonces porque se entretuvo con su bolso de cuero, que al parecer no contenía sus caramelos de malvavisco. Aliou rozó la ventanilla con el rostro, como alejándose de ella, y contempló las llanuras de más abajo, combadas en un horizonte que desde el aire se veía como en realidad es. Sobrevolaban arenas petrolíferas, extensiones mineras tan carbonizadas como Mordor. Barracones, maquinaria estancada, cráteres y filtraciones de gas que emanaban como si el subsuelo, o la Tierra por dentro, se estuviera incendiando. Desde el aire los efectos del combustible al emerger eran bellos, pinturas de acuarela negra, pozos y riachuelos.

La compañía extractora era el último reducto humano, civilizado, y a partir de allí y como tras un mordisco descomunal, empezaba el manto verde, las llanuras inhóspitas donde la Tierra aún es como el primer día. Sesenta minutos de vuelo y el azar de presenciar manadas de caribúes, en sus migraciones masivas hacia el sur. Y tundra, cordilleras nevadas, ríos pedregosos y bosques infinitos que pasaban cada vez más cerca de la avioneta. Luego una niebla lo envolvió todo y cegó al piloto, solo él con su brújula, su altímetro y el radar del Cessna.

La niebla era densa y el aparato parecía flotar en el sitio. Surgían gotas horizontales en las ventanillas y había silencio entre los viajeros. Incluso los de los asientos delanteros se callaron, pese a que hasta ese momento sonaban a conspiración soviética. El trajeado y repeinado rubio con sonrisa blanqueada y aires de presidente sesentón, que hablaba y hablaba en lo que debía de ser ruso como si la explicación de todas las cosas del mundo pasaran primero por su lengua. Y su acompañante de palabras escuetas por contrapeso, que parecía su secretario, tenía quevedos, y era menudo y lóbrego como un científico de la Guerra Fría. Eso había imaginado Aliou antes de que llegara la niebla, mientras miraba por la ventanilla. Siempre lo hacía. Imaginaba a las personas. Construía lo desconocido y comparaba después una vez conocido, como un juego en el que calibrar su intuición.

Entonces asomaron en la neblina. Puntas de enormes coníferas, húmedas y verdosas, desfilando muy cerca de las panzas del Cessna. Descendían y la bruma se deshilachaba, dejando ver un bosque boreal eterno. El piloto señaló una colina que se vislumbraba a lo lejos, entre los árboles. Dijo que desde allí se vería un buen atardecer. Así llegaron al instante último donde todo se precipita, donde todo corre más, a ese vértigo antes del grito para quien solo ve un lateral y no el frente de la cabina. Alguno creyó firmemente que el piloto era un kamikaze que los iba a estrellar. Desde las ventanillas laterales las copas alcanzaban ya mayor altura que el aparato. Nadie salvo el piloto vio el claro alargado, donde aterrizaron al fin indemnes y con el corazón en la garganta.

Algunos también habían visto el otro claro mientras descendían. Un claro cuadrado y antinatural en medio del bosque, no muy lejos. Y el espejismo de una construcción, algo así como un cubo reflectante, justo en el centro del claro.

Tundra triste de otoño bajo cielo también triste y estancado. Hierbajos descoloridos. Línea de árboles a lo lejos, observando como un ejército mudo. Eso sintieron los viajeros al aterrizar, cuando cesó el estruendo del motor y cayó el silencio. Era un silencio de fauna a punto de morir abatida por el invierno. Un silencio desolador, de patíbulo.

—Contacten por radio para emergencias. Mañana estaré de vuelta.

Tras colaborar en la descarga del equipaje, el piloto se encaramó de nuevo a la cabina. Había indecisión entre los nueve pasajeros. La extrañeza de quien por azar cae en un lugar desconocido. Miradas hacia el este, miradas hacia el sur, miradas hacia el móvil sin cobertura. Solo la serenidad que mostraba el piloto daba cierto sentido y confianza al hecho de estar allí. Aun así, Teodor Veselin quiso asegurarse y volvió a preguntar en su inglés con acento soviético. Y el piloto que sí, que en la casa había una radio, y que volvería al día siguiente, antes del temporal. Que no sabía nada de los inquilinos de la casa, que era propiedad privada, pero que por protocolo de emergencias y rescates tenían una radio. Eso lo repetía por tercera vez, al menos con Teodor, porque por separado con el matrimonio neoyorquino lo había repetido dos veces, y con la inglesa que estaba algo despistada otras dos, y con la mexicana que solo hablaba español hasta cinco veces. Así que zanjó el interrogatorio cerrando la cabina. Un golpe visual, porque más que encerrarse el piloto a sí mismo, en el grupo todos sintieron que los encerraban a ellos.

No les quedó otra opción que empezar a caminar. Había maletas para embaldosado pulido de aeropuertos que se intentaron rodar sin demasiado éxito. Soplaba una brisilla fría y se oían murmullos de hierbajos bajo las pisadas de la extraña expedición. Líquenes y turberas convulsionaban alrededor del sendero, como erizos vegetales. Los árboles eran gigantes que se perdían en la negrura del bosque. Todos los miraban con inquietud, como si estuvieran despiertos y callados.

—La casa estaba hacia allí. Detrás del bosque —dijo Ronald Goodwin.

—¿Estás seguro, cariño? ¿No era hacia allí?

—No, hacia allí no. Era hacia allí. Como a media milla.

Cualquier sonido parecía un sacrilegio. Por eso la recién aterrizada expedición hablaba en susurros que si se pensaba un poco resultaban absurdos. Así estuvieron hasta el alivio de la avioneta de nuevo en despegue, con su motor en marcha, rompiendo la armonía perturbadora del lugar.

Bajo el estruendo de las hélices, el matrimonio Goodwin cogió confianza y se volvió estridente, metropolitano, y comenzó a gritar como si estuviera en la Quinta Avenida, lo que por procedencia les quedaba natural. A Teodor Veselin le pareció que tenían algo de espectáculo circense. Y a Ulad Dobrovolsky, en su silencio discreto y observador, también se lo debió de parecer. Ronald hablaba sin parar, con aire de explorador, mientras caminaba a cuestas con los cachivaches de su mujer: dos maletones y un abrigo de piel plastificado. Zettie Goodwin tenía el apuro cocainómano de quien es perseguido por el mundo, mientras buscaba cobertura alzando el móvil. Teodor se acercó a ella, también preocupado.

—No tengo ni una línea.

—Yo tampoco.

—Que tengamos que andar así en nuestro propio planeta. A estas alturas.

—Sí, es decepcionante.

—Soy Teodor Veselin. Tal vez me conozca.

—Zettie Goodwin, y no le conozco. ¿Por qué debería hacerlo?

—Gestiono empresas en su país. A veces salgo en la prensa. ¿Por quién está usted aquí?

—Por hija e hijo. Veintiuno y diecinueve años. ¿Y usted?

—Hija. Veintidós.

Habían vuelto a los susurros ahora que la avioneta volaba hacia el horizonte, su motor silenciándose en la lejanía. Todos la vieron distanciarse, hasta que ya no les llegó el sonido y sintieron un desamparo colectivo antes de retomar la marcha, entre árboles cada vez más sombríos y cercanos.

—También recibió la carta, supongo.

—Sí. Con una foto preciosa de mis hijos.

—¿Tiene ganas de verlos?

—¿Usted qué cree? Llevaba tres meses sin saber de ellos. Hasta habíamos puesto una denuncia.

Todos la miraban. Silencio. La casa cúbica en mitad del claro. Aire húmedo y pies mojados entre musgos y suelo permafrost. Sonidos aislados de vida boreal. Trompeteos de grulla y ulular de búho gris. La casa no parecía abandonada, porque era de construcción reciente, pero sí se diría que esperaba a alguien, tal vez a ellos, aunque eso aún no lo sabían.

—¿Estarán dentro o fuera? —dijo Ronald Goodwin.

—Dentro no parece —comentó Teodor.

Ronald Goodwin procedió a dar el primer paso, siguiendo su inercia de cabeza de expedición. Nadie dijo nada y todos lo siguieron, porque poco más había para hacer y aún era demasiado pronto para diferenciarse del resto. El avance, con hierbas altas que sortear, tenía algo de exploración selvática. La casa se erigía hacia el cielo, cada vez más alta según se acercaban; su visión resultaba imponente y turbadora. Tenía placas reflectantes de aluminio, que deformaban el entorno y a ellos mismos mientras se aproximaban, en una distorsión de agujero de gusano o de cuarta dimensión. Tenía ventanales cuadrados y oscuros que no dejaban ver lo que había dentro. Tenía un magnetismo sutil, una fuerza atrayente o alteración gravitacional que todos parecían sentir, pero que podía ser real o solo imaginada.

Al llegar al porche, había pilas de leña y anzuelos enormes para la pesca del salmón, además de una máscara humana sobre el dintel de la puerta. Teodor se adelantó a Ronald porque él también se sentía con dotes para liderar. Y así alzó la mano para abrir la puerta, y solo tuvo que accionar la manilla para que esta se abriera, con suavidad y sin chirriar.

—¿Hola?

Dentro todo estaba limpio y perfumado con los olores que se mezclaban. Olía a lavanda y a cítricos y a un licor que podía ser vodka. Entraron todos, las miradas como escáneres. ¿Hola? ¿Hola? ¿Peter? ¿Jamie? ¿Irina? Soltaban nombres y preguntas y aguardaban a que revolotearan por la casa y sus rincones ocultos. Esperaban a esa respuesta fresca y juvenil, a esos pasos atropellados que bajan por las escaleras, desde el piso de arriba, todo sonrisas, abrazos y miradas de ilusión por tener a los padres allí.

Pero no. Había una paz rústica y ancestral. Una luz calma de naturaleza que se proyectaba desde los ventanales hacia la madera. Porque todo allí era de madera, un interior de refugio alpino con alfombras, chimeneas de piedra y figuras indígenas alternándose con libros sobre las baldas.

Teodor se aproximó a la cocina, abierta a la sala de estar, y vio las marcas de cal sobre el fregadero y las salpicaduras de aceite en los recovecos del extractor, porque la casa tenía extractor, fuegos por inducción, una nevera y toda la modernidad del mejor diseño interior. En las tazas perfectamente alineadas había solidificaciones de café. A su hija Irina le gustaba el café. En el trastero o despensa detrás de la cocina había un hornillo de gas y alimentos en conserva para más de un mes. A su hija Irina, veintidós años y de gusto gastronómico algo ordinario aunque seguro que por juventud y pasajero, le gustaba la ventresca de atún. En el trastero también había útiles de caza, pieles de castor puestas a secar, una caja de cartón vacía y una armería con cuatro escopetas de doble cañón. En las habitaciones de arriba había camas y roperos vacíos, sábanas limpias y estufas eléctricas sin usar, porque bastaba con la tubería radiante bajo el suelo. Las puertas no tenían cerradura ni pestillo y las podía abrir cualquiera. En los cuartos de aseo, que eran tres, había dentífricos y botes de jabón abiertos y un cabello largo y dorado como de princesa incrustado en las junturas del espejo del tercer lavabo. Un cabello que bien podría ser de princesa veseliniana. Porque él era Teodor Veselin y su hija, Irina Veselin, toda ella genes veselinianos selectos y una de las mujeres más buscadas en Google en su país por su belleza y también por la fama de su padre, antes de que se fuese a Estados Unidos a continuar sus estudios de Biología. Un año fuera y los tres últimos meses sin saber nada de ella hasta aquella carta con la fotografía que le envió invitándole a ir allí. «Te adjunto un regalo, para que veas lo bien que estoy.» En eso pensaba Teodor mientras revoloteaba el cabello porque acababa de abrir el ventanuco, por falta de aire dentro del lavabo y en sus pulmones. Qué va. ¿El cabello de su hija?, imposible. Pensaba en su metro ochenta, con medidas de pasarela y cabellos de oro como aquel que revoloteaba. En sus mejillas encendidas de idealismo cuando le venía a Teodor con reproches al sistema capitalista y con preguntas disparatadas sobre las fábricas que sus empresas tenían en países subdesarrollados. Pensaba en todo aquello sin saber por qué, mientras el cabello de su hija flotaba con suavidad, mientras llegaba el oscilar de los árboles y el silbido de frailecillos. ¿El cabello de su hija? No. Imposible.

Ulad Dobrovolsky lo encontró allí, frente a un cabello ondulante que parecía decirle algo.

—No hay nadie dentro de la casa.

—Pero alguien ha estado aquí. Ellos han tenido que estar aquí.

Ulad cerró el ventanuco, por donde entraba un frío cortante.

—Se hace de noche —dijo—. Bajemos.

—Tengo que coger mis cuatro litros de kvas.

En la sala de estar la chimenea extendía el olor a leña. Alguien había accionado el contador eléctrico y las calderas rugían en el exterior. La mexicana que no hablaba inglés compensaba su aislamiento con la sartén, preparando lo que parecían tacos con tortillas de maíz y carne en lata. El español, un hombre callado y algo nervioso, y también bajito, moreno y con brillantina de torero, disponía platos sobre la mesa. Zettie Goodwin paseaba su móvil en busca de cobertura. Teodor y Ulad bajaron cuando alguien proponía un sorteo para las habitaciones. Teodor guardó sus cuatro litros de kvas dentro de la nevera. La botella era de plástico y enorme. La nevera tembló bajo ella. Mientras tanto, la conversación de los visitantes era maquinal y se ceñía solo al proceder inmediato. Hacían o buscaban hacer cualquier cosa, antes de pararse y hablar. Así que de los hijos, nada. Y de lo absurdo, extraño y turbador de estar allí, tampoco nada. Hasta que alguien dijo:

—Estarán fuera.

—Sí. De excursión, seguro.

—Habrán ido de acampada.

En el exterior el cielo oscurecía y el bosque se teñía de un azul sombrío.

—Yo repartiría las habitaciones. Y cuando vuelvan, pues ya veremos.

Por contagio de Zettie, Teodor consultó también su iPhone 4G exiliado de la red de satélites y del mundo. Algo desolador. Tal vez desde el tejado, o saliendo afuera y buscando un lugar elevado. Entonces se abrió la puerta y entró un lengüetazo gélido y el negro africano cargando leña. Ojos amarillos de cocodrilo, pensó Teodor. Voz espesa y amenazante de africano, que dijo:

—Está nevando.

Teodor lo vio pasar con sus maderos, que cayeron pesados junto a la chimenea y el atizador. El africano removió después el fuego, que escupió chispas hipnóticas.

—¿Y la radio? —comentó de repente alguien.

Todos callaron y se miraron sin saber muy bien qué hacer o decir. Luego miraron el fuego, y empezaron a buscar entre los armarios hasta que les llegó del bosque un aullido desgarrado entre lo humano y lo animal.

Capítulo 3

3

Es por la tarde y Emeli observa. Los beagles rastreadores de la Estatal no quieren entrar en el bosque. Los guías tiran de las correas. Silbidos. ¡Vamos, Watson! ¡Vamos, Sultan! Frenesí de colas y miradas inquietas, patas firmes y nervudas sobre la nieve. Que no quieren. Que tienen miedo. Que huelen a lobos o a osos o a lo que sea que haya allí dentro. Tienen miedo al bosque y a lo que nunca han visto.

Se erigen barracones en el claro nevado y alrededor de la casa. Sobre su cubierta hay ahora una antena parabólica, para succionar la cobertura que allí les falta. El frío empieza a ser dañino, duele al respirar. Emeli contempla el bosque sombrío y consulta el reloj. En veinte minutos parte al claro de aterrizaje, junto a Francis Thurmond. Antes del anochecer volverán a la ciudad para el análisis forense, con la compañía Denali Wind, con el mismo piloto y el mismo aparato que trasladaron a las víctimas hace dos semanas. Es el último que las vio con vida y el primero que las vio muertas. Emeli quiere interrogarle a solas y mientras pilota. Las víctimas también vuelven, anudadas en plásticos, una a una y en trineos motorizados hacia la pista de aterrizaje. Después, avioneta fúnebre y paseo silencioso entre las nubes, no hacia el cielo ni el infierno, sino hacia el laboratorio forense. El traslado se ha demorado por la agrupación de los restos del hombre LEGO, semienterrados en la nieve y de difícil identificación.

Emeli piensa en todo esto mientras saca el móvil del anorak y llama a su madre porque hoy es su cumpleaños. Conexión internacional. Nota o imagina la lejanía, las distorsiones del océano. Espera los diez tonos de media (según se encuentre en casa o en el súper del pueblo o en la iglesia de San Miguel, o según interferencias físicas como artritis o lumbalgia, o sonoras como el aspirador o la radio encendida). Al fin son doce los tonos y de fondo se oye Radio Euskadi y el fragor de fritos en una sartén.

—Hola, ama.

Emeli saluda y escucha. Recuerda que allí es la hora de la cena. La voz de ama inunda la línea desde el otro lado del Atlántico.

—Bien, ama, estoy bien. No puedo hablar mucho.

El hablar de ama abruma como siempre.

—Feliz cumpleaños, ama.

—...

—De nada. Volveré pronto, sí. En Navidades como tarde.

—...

—No, todo está tranquilo aquí en la oficina. No hay mucho ajetreo.

—...

—Claro. Avisaré con antelación. Bueno, ama. Tengo que dejarte.

—...

—Sí, sí. En casa todo bien.

—...

—Un beso, ama. Un beso, sí. Agur. Agur.

Emeli cuelga y mira cómo trasladan los restos del hombre LEGO. Cargan el trineo. Son tres bultos plastificados y siete bolsitas de estraza. Frente al bosque, los guías de la Estatal lo tienen difícil con los beagles. Emeli ve todo eso y piensa en su ama. Labia y brío, verborrea doméstica. Así es el hablar de ama. La llama con frecuencia y se despide pronto. Solo quiere escucharla. También lo necesita. Enseguida, por hastío congénito de hija, busca agotar la conversación. Sí, sí. Vale, vale. Un beso, ama. Un beso, sí. Agur. Agur. Luego cuelga y con algo de remordimiento se queda pensando en ella. El ímpetu de ama no es ilusorio, ni protector, sino innato. Nunca cesó ni se vio debilitado, ni siquiera cuando murió aita ni cuando Emeli la dejó sola para irse primero a la universidad autonómica, y para cruzar después el Atlántico y no volver, becada por la universidad de otro país. Ya han pasado doce años de su marcha. Cada vez que la visita la ve más sola y mayor. Entonces piensa que más que heredar el ímpetu en un caserío con cinco hermanos varones y un padre que usaba el cinturón, desde pequeña se vio forzada a tenerlo o a interpretarlo como si fuera una actriz, hasta que se acostumbró tanto a ello que se volvió ella misma ímpetu en sí.

Ahora Emeli revisa el móvil. El frío le quema en las mejillas y la nariz. De Larissa no tiene nada. De Joan tiene un wasap.

«He ido al campo con Unax. Ha estado bien. No te pierdas en la tundra, mi chica extraña.»

Mi chica extraña. A Emeli le gusta que Joan la llame así. A pesar de los años. Lo hace desde que empezaron a ser amantes, o parejita tierna en el instituto del pueblo, antes de que ella se fuera a la universidad. Chica extraña por la mirada ausente y los gestos ambiguos, cuando eran adolescentes y estaban en cuadrilla bajo el pórtico de la iglesia o en los soportales de la plaza. Extraña por su espíritu a contracorriente, sutil, secreto, pionero, que nadie sabía ver, cuando la cuadrilla era una manada. Ahora ya no es ni chica ni extraña como entonces, pero llamarla así resulta juguetón, y tiene un valor especial porque evoca el paso del tiempo y le recuerda que es ella, y no otra, la chica que una vez fue.

Hace mucho tiempo que Joan y ella lo dejaron. En realidad fueron tres meses de aventura experimental y desastrosa. Desde entonces han transcurrido dieciséis años. Ahora Joan sufre esclerosis múltiple. Se la diagnosticaron antes del verano y aún hace vida normal. Sigue en la peluquería unisex de la calle Baroja, Hile Basatia, y piensa continuar hasta que se le atrofie el sistema nervioso o se le paralicen las manos y tenga riesgo de picar cráneos o de cortar cabelleras a lo indio sioux en la batalla de Little Big Horn. Le han obligado a colgar un cartel: «Enfermedad crónica del sistema nervioso central. A su cuenta y riesgo». Hace ya casi dos años que se divorció de Susana. Su sistema nervioso central de repuesto son dos hijos, aún pequeños, Unax y Nerea. La custodia es de ella y él los tiene los fines de semana alternos.

Emeli y Joan se wasapean casi todos los días. También llamadas internacionales o por Skype. Y visitas trimestrales, sobre todo de ella. Eso ahora, porque la suya, como toda amistad de verdad y a través de océanos y de años, se estrecha y se distancia como goma elástica. Ahora están en el modo estrecho. Joan casi siempre le habla de sus lecturas, clásicos de Cervantes a Faulkner; le habla de los tríos de Beethoven, o de la Suite de los planetas de Holst o de las películas de los hermanos Lumière. Cuando le habla de sus hijos es capaz de reírse y de llorar con el barullo emocional de un adolescente. Cuando le habla de su enfermedad casi siempre bromea. Joan es un tío insólito que escucha tanto como habla. Es decir: o habla o escucha en todo su ser, bien en formato monólogo, bien en formato frases intercaladas. Su cerebro es como un interruptor, o pasa la corriente o no pasa, sin término medio. Por algún motivo, además, desde el instituto posee un mapa mental de los entresijos emocionales de Emeli, que son más insólitos aún que un tío que escuche y hable como un interruptor. Más que un mapa, posee un manual. Manual de instrucciones de uso Emeli Urquiza. Capítulo 3.1: «Cómo apagar las inseguridades». Capítulo 4.3: «Para hacerla reír pulse el botón X». Capítulo 5.1: «Ante una ciclogénesis explosiva de estrógenos, mantenga pulsado el botón de silencio de manera sostenida hasta que la luz se apague».

Y claro, cuando se trata de hablar de Larissa, Joan es su operativo de rescate.

—Salimos ya, jefa.

Un agente de la Estatal con plumífero y orejeras. La llaman jefa en su presencia y la vasca de la Ivy League cuando no está delante. Vasca por origen, que allí se asocia a dureza de pastor inmigrante. Ivy League por acento. Un inglés tipo catedrático de Yale o de Harvard, frío como el témpano.

Resuena en la cabina el motor del turbohélice Cessna. El ronroneo es soporífero y tiene algo de encantamiento, por el paisaje en calma y el cielo de un azul prenocturno, donde flotan aquí y allá hilachas de algodón violáceo. La voz del piloto le llega a Emeli entrecortada. Las Ray-Ban de Top Gun y los cascos de aviación que le cubren media cara tampoco ayudan a interpretar su lenguaje corporal, pese a tenerlo muy próximo, porque ella va en el asiento del copiloto. Detrás, Francis Thurmond calla y mira por la ventanilla. El resto de los asientos, donde días antes viajaron las nueve víctimas que ahora vuelan en helicópteros hacia la morgue, permanecen vacíos una vez analizados por los técnicos de pruebas.

—Es una puta locura. ¡Es que no me lo creo!

Emeli calla y escucha, consciente de que él percibe que lo está observando con extrema atención.

—No me lo creo —repite el piloto tras las Ray-Ban.

Como ella no dice nada, el hombre se incomoda y se inquieta aún más y repite, más alto:

—Es que no me lo creo. ¡Qué locura, joder!

—¿Sabía usted adónde los llevaba?

—Sí. A la casa.

—¿Y ha estado alguna vez allí?

—¡Qué va! Yo aterrizo y me voy. Y, visto lo visto, menos mal.

—¿Es la primera vez que deja a alguien en esa zona?

—En los últimos dos años, sí.

El piloto acciona algún control, hay oscilación breve de agujas. No se sabe si lo hace por necesidad técnica o por necesidad emocional, como un tic nervioso.

—Entonces no sabe nada.

—¿Sobre qué?

—Sobre si vivía alguien allí o sobre el dueño de la casa.

—Ni siquiera sé cuándo se construyó. La vi por vez primera desde el aire, a principios de verano, hace cuatro meses.

—O sea, que no cayó del cielo y con la nieve, como dicen las tribus tlingit.

El piloto, que miraba al frente, desvía la vista un momento hacia Emeli y luego atrás a Francis Thurmond (silencio fumador y versión afroamericana de Humphrey Bogart en Casablanca).

—Perdonen, ¿es esto un interrogatorio? Si es un interrogatorio, me gustaría hacerlo en tierra firme.

—Usted pilote.

Abrumado por la situación y sin saber si todo es una broma o no, el piloto se centra en los mandos, la mirada en el paisaje infinito, que se oscurece por un lado y aún no por el otro.

—Era una circunstancia extraña —dice entonces.

—¿La de los nueve viajeros?

El piloto asiente. Hay apuro en el gesto. La evidencia le sitúa en posición comprometida. Sospechoso o candidato a sospechoso. Y eso él lo sabe. Emeli saca la libreta y apunta mientras el hombre habla: «Revisar vuelos del piloto en los últimos catorce días. Revisar registro GPS de aparatos pilotados. Valorar posibilidad de un cómplice».

—No tenían muy claro qué hacían aquí —continúa el piloto, que mira de reojo lo que ella apunta—. Coincidieron todos el mismo día, aterrizaron en la ciudad en el mismo avión y vinieron a nuestra compañía.

Emeli no hace mención a la carta con la peculiar invitación a la casa que han encontrado en la cartera de Aliou Sabaly. En ella se alude a su compañía aérea: «... En la ciudad más cercana hay una compañía, la Denali Wind, que ofrece algunos vuelos a este lugar...».

—¿Cree que alguien los invitó a venir? —pregunta Emeli.

—Es posible. No se conocían entre ellos. Me preguntaban por la casa. Pero nadie tiene información sobre ese lugar. Yo solo soy piloto, no guía turístico.

La pregunta le atolondra y da respuestas algo inconexas. Lo de la invitación lo incomoda; si no la conoce, la intuye y prefiere forzarse a creer que no sabe absolutamente nada. Un lavado de manos y de memoria.

—Entonces, desconoce la razón de la presencia aquí de esas nueve personas.

—Diría que se trataba de una invitación, sí. Por la situación, ya saben. Lo que les preocupaba era que yo no volviera.

—Y usted no volvió.

—No cuando prometí. La tormenta se adelantó y no volví hasta ayer.

—¿Duró dos semanas la tormenta?

Calla el piloto, simulando o no su aflicción.

—Hubo ventanas de buen tiempo —responde—. Podría haber salido.

—¿Y por qué no lo hizo?

—En el plan de recogida figuraban el día siguiente a la llegada y luego otros doce días más tarde. El segundo se anuló por mal tiempo, así que esperé a que se cumpliesen las dos semanas de estancia. Y la empresa tiene compromisos. Otros clientes, ya sabe. Es la planificación.

En sus anotaciones, Emeli subraya la frase: «Revisar registro GPS de aparatos pilotados». El discurso ha chirriado, levemente, con el argumento de los otros clientes.

—¿No se preocupó durante el temporal?

—No contactaron. Supuse que en la casa estaban bien. Usted la ha visto, parece un módulo lunar. Los refugios del estado son cabañas y barracones de mineros. Estaban mejor allí que en ningún otro sitio.

—No había transceptor de radio cuando llegaron. Alguien se lo había llevado.

—Pero eso yo no lo sabía. ¿Cómo iba a saberlo?

—Usted ha mencionado que nadie tenía información de la casa —interviene de repente Francis Thurmond—. Pero supuso que estarían mejor que en ningún otro sitio.

La versión afroamericana de Humphrey Bogart que acaba de hablar angustia al piloto.

—Ya se lo he dicho. Vi la casa desde el aire. Era reflectante, moderna, parecía con instalaciones. Algo inusual en regiones tan salvajes. Lo supuse por eso.

Calla Humphrey Bogart y su silencio es peor que su voz. Emeli sonríe. Sobrevuelan ahora extracciones petrolíferas. La tierra es carbón, y los riachuelos, oro negro.

—Había dos que hablaban en ruso. Una variante del ruso. Mi madre era de Lavrentiya y entiendo algo.

Lo dice el piloto, para sorpresa de Francis y Emeli. Lo tenía guardado y en lista de espera o de dudas y ha decidido soltarlo en ese momento. Ronronea el motor y de fondo hay un silencio contemplativo de anochecer.

—Interesante —dice Emeli, e inicia un repaso mental del informe preliminar de las víctimas, una información que aún es de Wikipedia.

Teodor Veselin (político, empresario, personalidad televisiva de una pequeña ex república soviética). Ulad Dobrovolsky (secretario de finanzas y perrito faldero del propio Veselin).

—Como hablaban en ruso, decían cosas que los demás no —añade el piloto.

—¿Cosas como qué?

—Esto es una trampa.

—¿Esto es una trampa?

—Sí. Esto es una trampa. Uno de ellos dijo algo así.

—¿Es una broma?

Atrás Francis Thurmond se ríe, algo que Emeli creía en él contra natura.

—No, por supuesto que no —responde el piloto.

—¿Y en qué contexto dijo eso?

—No sabría decirle. A la cabina solo me llegaban fragmentos de la conversación. Pero me acuerdo de ese comentario. Me llamó la atención.

Emeli calla. Piensa en la nueva información. Como no encuentra un pensamiento fructuoso, mira hacia abajo, hacia las extensiones mineras y nocturnas.

—¿Y cómo suena eso en ruso? —pregunta entonces Francis Thurmond.

El piloto se da la vuelta. Hay una sacudida de mandos.

—¿Cómo? ¿Qué?

Lovushka. Sé que «trampa» se dice así —añade Francis—. Pero el resto no lo sé.

El piloto vuelve la vista al frente.

—Sí, sí. Se dice así. Pero bueno, ya saben, entiendo algo por mi madre. Creo que es... Se dice... Esperen un segundo.

Emeli se anima al festín y pregunta:

—¿Sabe usted que las víctimas tenían invitaciones a la casa?

El piloto mira ahora a Emeli, como acosado por otro frente. Tira sin querer de los mandos y el morro del Cessna se eleva, apuntando al cielo en lugar de al horizonte.

—Pues vaya, no —responde—. No, no lo sabía. Bueno, quizá en algún momento pude escuchar algo, pero no sabría decirles ahora mismo. El caso es que me suena. Algo me suena. Pero no sabría decirles.

—¿Sabe que en las instrucciones de cómo acceder al lugar se mencionaba su compañía, la Denali Wind?

Un ligero espasmo y oscilación de agujas. Turbulencias humanas. Presión sanguínea y no solo por altitud.

—Denali Wind es la principal de la zona. Creo, creo que es normal —balbucea el piloto—. Diría que tiene sentido. La verdad es que no me lo esperaba. Es que, joder, es muy extraño. ¿No les parece?

Emeli apostaría ahora treinta dólares a que el piloto llora. Lagrimillas detrás de las Ray-Ban. Aunque podría ser una actuación de Oscar. Ya ha visto algunas así. Psicópatas peso mosca que lloran, moquean, violan y rajan gargantas sin pestañear. Está siendo un noqueo fácil, pero podría estar tirándose a la lona. Ahí va: uno. Dos. Tres. Cuatro. Levántate. Cinco. Levántate, mierda.

—De verdad. De verdad que yo no he hecho nada. Que no sé nada. Es que es muy feo. Todo esto es muy feo. Joder.

El piloto no llora pero el morro del Cessna ahora desciende y hay un vahído de estómago. De pronto a Emeli le preocupa su integridad personal.

—No se distraiga demasiado.

Capítulo 4

4

Día 2

Quietud del amanecer. Los copos de nieve toqueteaban en la ventana de la habitación. Eran copos plácidos y también kamikazes. Estrellas microscópicas que se estampaban antes de morir. Junto a los faroles encendidos de la casa caían como algodones de ámbar, después en el claro se volvían miles, de plata y de sombras; más allá, en la negrura del bosque, eran demasiados y ya no se distinguían.

—¡Es una trampaaaa!

Teodor se despertó con un grito iniciado en sueños, porque le llegó como traído de lejos, aunque siempre saliendo de su boca. También se despertó con el pijama empapado. Con el corazón a punto de estallar. Con falta de aire. Con el cuerpo de su hija Irina en las paredes de la habitación, metida entre maderas, en bolsitas de plástico.

—Un mal sueño.

Ulad era una presencia azulada junto a la ventana. Todo él serenidad. Dijo «un mal sueño» y volvió a contemplar la nieve. Teodor se levantó y no quiso pensar en lo viejo que le había dejado el sueño, porque él no era viejo, él estaba en el esplendor de la vida, en el punto perfecto entre lo que se pierde y se gana, entre fortaleza y sabiduría, por más que el dolor de espalda le dijese lo contrario. Se acercó a las juntas de los maderos. Husmeó el tabique y solo le llegó el olor a pino barnizado. Nada putrefacto. Pureza alpina de bosque o aserradero. Después, mientras se vestía y se aseaba en el lavabo donde ya no revoloteaba el cabello de oro, empezó a tomar una medida real a las cosas.

—Hoy vuelve el piloto —dijo—. Tenemos que ir a la pista de aterrizaje.

Ulad contemplaba en silencio los copos de nieve, que ahora eran más densos y numerosos, tanto que parecía agotarse el aire del mundo, como una inundación apocalíptica de tejido blanco. Miró a Teodor.

—No creo que sea posible —replicó.

A Ulad Dobrovolsky lo pescó en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Un espécimen insólito que hablaba ocho idiomas, entre ellos tayiko, kazajo, bielorruso y azerí. Discreto como un insecto hoja, asexual como un cangrejo jaspeado, o eso le parecía a Teodor, porque no tenía ni mujer ni hijos ni amantes conocidas, y porque era aficionado en la nocturnidad a la pintura de soldados en miniatura. Lo realmente inaudito era su procedencia: Kamchatka, una de esas regiones lejanas del nordeste ruso, más lunares que terráqueas, al menos a siete horas de vuelo desde cualquier lugar, donde solo había campesinos, centrales lecheras y terneros enfermos por salmonelosis. Un kamchatkari en la pesquería del ministerio suponía una trucha de oro.

—Hay que hacer la maleta.

Abajo, en la sala de estar, Ronald Goodwin apoyaba las manos en la encimera de roble, la mirada absorta frente al maletín de la radio portátil. Un maletín vacío. Sin walkie-talkies ni baterías ni cargadores dobles. Su mujer, Zettie, sentada en el sillón con una tacita de té y el mismo aire abducido, se volvió hacia Teodor (que bajaba con la maleta y diciendo que había que irse de allí) y exclamó:

—¡Señor Veselin! Justamente estaba pensando en usted y en que no me dijo de dónde era. Tiene aspecto y acento de venir de lejos.

—Como todos aquí —respondió Teodor—. Lejos es el lugar en el que estamos.

Zettie sonrió y señaló a la mexicana muda, que freía de nuevo tortilla de maíz y hacía café con el hornillo de gas.

—Ángeles Expósito es una delicia doméstica. ¿Le gustan los chilaquiles para desayunar, señor Veselin?

En apariencia sin pretenderlo, por lógica primermundista, la estadounidense Zettie tenía a la mexicana Ángeles como a una criada en ciernes. Pero esto último no lo pensó Teodor, porque para él también era lo lógico, y porque lo único en que pensaba en aquel instante era en irse de allí porque corrían un gran peligro.

—La avioneta volverá hoy —le dijo a Zettie—. Le sugiero que recoja sus cosas.

—No podemos dejar a nuestros hijos aquí, señor Veselin. Hay que esperarlos. Volverán pronto. ¡Están de excursión!

—Lo dudo mucho, señora.

—¿Lo duda?

Teodor señaló hacia la ventana y la ventisca.

—¿De verdad cree que están de excursión bajo la nieve?

Zettie lo miró, y sus ojos se volvieron grandes e infantiloides y próximos al llanto.

—¿Dónde si no? —murmuró.

Teodor no respondió; abrió la nevera y cogió su botella de cuatro litros de kvas. Bebió un poco a morro y sintió el frescor y el alivio que necesitaba. Después abrió la maleta y le hizo hueco a la botella. Ahora que había bebido se sentía mucho mejor.

—¿Por qué se lleva su equipaje? —le preguntó Zettie.

—Me voy. Y usted debería hacer lo mismo.

Zettie hizo un gesto hacia la ventana, tal como él había hecho antes.

—¿Pretende arrastrarla bajo la nieve?

Sonrió sutilmente, con un atisbo de inteligencia que no le atribuía Teodor.

—Pretendo ir a la pista de aterrizaje y esperar al piloto.

La sala aún tenía un frío lóbrego, a pesar de la chimenea encendida. Teodor dejó a la mujer y se acercó a la ventana, y en la nieve intensa percibió las siluetas del negro africano y el español moreno de sonrisa inmaculada y brillantina a lo torero. Revestidos con anoraks y pasamontañas, merodeaban en la inutilidad blanca.

—¿Cómo se llama el negro? —preguntó Teodor en ruso.

—Aliou Sabaly —susurró Ulad, junto a él.

El negro Sabaly hablaba un francés de colonia, un francés africano y sumiso, como de lerdo conquistado no por tiranía del conquistador, sino por ineptitud propia. O al menos eso imaginaba Teodor, que solo podía suponerlo porque no sabía francés, y porque en aquel preciso instante el ruso estaba

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