El nido de la araña

María Frisa

Fragmento

—Mami.

Los ojos de Katy se humedecen al comprobar que Zoe sigue con vida.

Se ha escondido en la última cabina de los aseos para evitar que alguien de Global Consulting & Management la descubra. La puerta de vidrio esmerilado y bisagras de acero no llega hasta el suelo y por el hueco se ven un par de sofisticados zapatos negros de cuña.

—¿Estás bien, cariño, estás bien?

—Mami, quiero que vengas. —La niña alarga las sílabas, habla muy despacio.

¿La habrán sedado? La imagen de Zoe bajo los efectos de algún narcótico y a merced de los secuestradores incrementa su angustia. Apenas la deja respirar.

—Falta muy poco, te lo prometo... —consigue decir.

—Ya es suficiente —la interrumpe una voz robótica, distorsionada por algún aparato—. ¿Tienes la pistola? —le pregunta el hombre.

Ella asiente. Lleva la Astra sujeta al muslo derecho con una funda táctica de velcro.

—Si quieres recuperarla, sigue al pie de la letra nuestras instrucciones. Y recuerda que te vigilamos, así que no hagas ninguna tontería.

—¿Cómo sé...? —Agarra con tanta fuerza el teléfono que tiene los nudillos muy blancos por la presión—. ¿Cómo sé que después cumplirán su parte y la liberarán?, ¿me lo garantiza?

—Te garantizo que si no lo haces, morirá —se burla él.

El hombre cuelga. Ella permanece unos segundos sentada en la tapa del inodoro, demasiado conmocionada para reaccionar. El inmenso alivio de saber que su hija está viva se mezcla con el miedo. Solo tiene cinco años, ¡cinco años! Se muerde el labio inferior, pero no consigue contener las lágrimas.

Al levantarse, las piernas le flaquean. Está tan cansada... Se apoya en la pared. Inspira hondo un par de veces, expulsa el aire por la nariz. Abre la puerta de la cabina y sale.

Se ha puesto un vestido negro con la falda abullonada para que la pistola no se marque a través de la tela. Le queda ancho. Ha adelgazado en los siete días que han transcurrido desde que raptaron a Zoe y ahora los huesos parecen querer atravesarle la piel.

Se guarda el móvil en el bolsillo. Le han ordenado estar siempre conectada. Siempre disponible.

En GCM, los aseos, al igual que el resto de la oficina, son espaciosos y tienen una decoración moderna y minimalista que proclama un lujo sin ostentación. En la pared de grandes losas negras destaca la inmaculada blancura del mural del lavabo.

Se aferra al borde romo de la porcelana. Siente vértigo. Pavor a haberse equivocado. Resultaría tan sencillo obedecer a los secuestradores... «Para bien o para mal, no hay vuelta atrás —le dice su vocecilla interior—. Un pasito más. Venga, levanta esa barbilla. Un pasito más.»

Acerca las manos a uno de los grifos de metal de los que el agua mana en forma de cascada. Se levanta la melena y se moja la nuca.

Un poco mejor.

Con dedos temblorosos, abre el neceser que ha dejado en la encimera. Le han dicho que la vigilan, ¿también aquí habrán conseguido introducir una cámara? Por si acaso, continúa representando el papel de madre desesperada. No le resulta difícil. Está realmente desesperada.

Yergue la cabeza, con la mandíbula afilada apuntando al espejo. Se limpia con una toallita de papel las manchas de rímel. Se esfuerza en retocarse la base de maquillaje. Se recoge el pelo en una coleta, se peina con los dedos el largo flequillo y se lo coloca detrás de la oreja izquierda.

Al terminar, saca despacio el envase de Trankimazin. Extrae una de las dos pastillas de color salmón que quedan en el blíster. Duda un momento y al final la mastica entera. Cierra los ojos, se concentra en la respiración a la espera de la oleada de calma.

—Hola.

Katy se sobresalta. No ha oído abrirse la puerta. ¿Quién demonios...? Se tranquiliza al ver a su lado a una jovencita a la que vagamente ubica en la sección legal. Aunque desconfía del personal de Global Consulting & Management, no cree que su presencia guarde relación con el secuestro.

La chica también se ha asustado al encontrarse a la responsable de Negocio Digital. Con sus enormes ojos claros, su carita de muñeca, la melena rubia y su baja estatura siempre le ha recordado a esa actriz tan dulce, a Amanda Seyfried.

Ahora le alarma su aspecto descuidado. Es obvio, por sus ojos enrojecidos, que ha estado llorando, y la gruesa capa de corrector no oculta sus ojeras. Se da cuenta de que es mayor de lo que calculaba. ¿Cuarenta?, ¿cuarenta y dos?

Por la oficina corren algunos rumores, como el de que Gonzalo Márquez y ella son amantes. También ha oído a su jefe y a Saúl Bautista referirse a Katy como «la pirada». ¿Será por esto? ¿Habrá ocurrido otras veces?

Más que la eficaz y distante economista de siempre, da la impresión de ser una niña desamparada, perdida. Su indefensión la impulsa a consolarla.

—¿Te encuentras bien?

Katy la mira con fijeza, frunce el ceño y los pliegues en las comisuras de los ojos se le acentúan. No se le da bien inferir las emociones de los otros. ¿Qué es?, ¿preocupación?, ¿lástima?, ¿enfado? La preocupación y el enfado son las que más le cuesta diferenciar.

De cualquier forma, no puede perder más tiempo. No está segura de si los secuestradores la observan, pero sí de que lo que va a ocurrir a las 22.00 en la sala de reuniones de Global Consulting & Management será uno de esos sucesos que conmocionarán al país. ¿O serán lo bastante poderosos para silenciarlo?, ¿para ocultárselo a los medios de comunicación?, ¿a la policía, incluso?

A pesar de la gran presión a la que está sometida y del miedo que siente, se propone que la chica recuerde el encuentro. Si algo falla, quizá sea lo que necesite su abogado para conseguirle el atenuante de trastorno mental. Con mis antecedentes será sencillo, piensa con amargura.

—Estoy agotada —le contesta Katy sin mentir.

Pone la mano en el brazo de la chica un par de segundos. ¿Será suficiente? Le preocupa exagerar.

Se separa de ella y se da la vuelta. Se dirige a la puerta de salida con pasos cortos y cuidadosos para seguir dando muestras de abatimiento. Y porque no es fácil caminar con naturalidad con una semiautomática en el muslo.

Primera parte. Katy

PRIMERA PARTE

Katy

No hay ningún terror en un disparo, solo en la anticipación a él.

ALFRED HITCHCOCK

Se llega más lejos con una palabra amable y una pistola que solo con una palabra amable.

Los intocables de Eliot Ness (1991),

dirigida por BRIAN DE PALMA

1. Cuando el secuestro aún podía evitarse

1

CUANDO EL SECUESTRO AÚN PODÍA EVITARSE

1

El día en que oí por primera vez el nombre de Global Consulting & Management empezó como cualquier otro.

—Zoe, termina de vestirte —le pedí por tercera vez a mi hija. Alcé la voz para que me oyese desde el dormitorio.

Tiritando a pesar de llevar una manta sobre los hombros, envolví su sándwich. Jamás imaginé que terminaría viviendo aquí; de lo contrario, me habría esforzado con la reforma. Entonces el dinero no era un problema; ahora ya no tiene remedio. Pasé la bayeta húmeda por la fea encimera de formica.

Dejé su almuerzo en la mesa, demasiado voluminosa. Tan grande como el resto de los muebles que no había conseguido vender en Wallapop.

—Venga, que no se nos puede escapar el autobús.

Las piernas me temblaron solo de calcular cuánto costaría un taxi hasta el exclusivo colegio en las afueras. El Saint Charles era el desagüe por el que se esfumaban nuestros ahorros. Todas las mañanas me repetía que sería más sensato matricular a Zoe en un colegio más cercano y asequible. Y cada mañana me repetía también que no la sometería a más cambios a no ser que no quedase más remedio.

En octubre de 2011, la autoridad judicial dictó el embargo de PlanDeMarketing, mi consultoría estratégica de modelado y desarrollo de negocios. Y de un golpe, igual que se arranca una planta de raíz, a nosotras nos extirparon de nuestro mundo y nos trasplantaron aquí. Perdimos nuestro espacioso ático, las cuentas corrientes, las acciones, el BMW y la casa en la playa. Solo conservé las inversiones que había «diversificado»: el pisito para alquilar que adquirí en 2009 —ridículamente barato— y que escrituré a nombre de una sociedad fantasma y el dinero negro que escondía en la caja fuerte del dormitorio.

Quince meses más tarde, en el pisito vivíamos nosotras, no había conseguido reincorporarme al mercado laboral y nuestras reservas monetarias se habían agotado con las cuotas del Saint Charles y el desesperado intento de reciclarme con un máster en Negocio Digital.

Zoe entró en tromba en el salón.

—Cariño, no vengas aquí, que te vas a enfriar —la reñí.

Era enero y el termómetro del salón marcaba trece grados. Tan solo dejaba encendido el radiador eléctrico durante la noche en nuestro dormitorio, así que esa era la única habitación que mantenía el calor.

Me fijé en que iba descalza y con una zapatilla en cada mano. Enseñarle a atarse los cordones era otra de nuestras tareas pendientes. «Un grave rasgo de falta de autonomía», me recordaba su tutora en cada reunión. Y entonces ¿para qué narices se ha inventado el velcro?, pensaba yo. No lo decía en voz alta porque la única vez que lo hice creo que se molestó. O eso deduje de su lenguaje corporal. Por si acaso, no he vuelto a mencionarlo y seguimos esforzándonos con los cordones.

—¿Aún no te has puesto los calcetines? Venga, al dormitorio. —La empujé entre bromas.

Después de asegurarme de cerrar la puerta, dejé la manta encima de la cama y me acuclillé a su lado.

—Estoy malita. —Tosió aposta en mi cara un par de veces—. ¿Ves cuánta tos?

Me limpié con los dedos las gotitas de saliva que habían salpicado mi mejilla.

Le aparté un mechón de los ojos, esos que ella tanto odiaba. Eran la causa por la que inventaba excusas para no ir al colegio. Algunas tardes, cuando el autobús escolar se alejaba y ya no podían verla sus compañeros, se echaba a llorar. El corazón se me encogía de pena. Y de rabia. Le apretaba la manita y no le hacía preguntas. A esas alturas ya conocía el motivo: habían vuelto a meterse con ella en el recreo. A llamarla «alien», «Pikachu», o lo que tocara esa semana.

Sus ojos llamaban poderosamente la atención. Eran únicos, excepcionales, de un gris vaporoso como los míos y rasgados como los de Gong Yoo, su padre.

—¿Estás enferma de verdad? —indagué.

Habíamos establecido un pacto: ser siempre sinceras la una con la otra. Para mí resultaba demasiado fatigoso cuestionar cada una de sus palabras o gestos.

Rodeó mi cuello con sus bracitos y apoyó la cabeza en mi hombro.

—Jo, mami, déjame quedarme contigo y con Oso Pocho.

Abracé su cuerpecito frágil y delgado. Noté sus huesos como ramas que pudieran quebrarse. Suspiré. Total, por un día podríamos hacer novillos e irnos al zoo. Fantaseando con esa posibilidad, enterré mi cara en su cabello, tan liso y negro. Inspiré su calidez con aroma a coco. Le besé la nuca, el cuello, le mordisqueé las tersas mejillas y me separé de ella.

Hizo un puchero encantador ladeando la cabecita. Algo que ella sabía que le funcionaba y siempre me ablandaba. Pero ese día no. «Eres su madre, tu obligación es ayudarla a convertirse en una mujer fuerte y segura de sí misma, una como la que tú aparentas ser. Eso, y enseñarle a atarse los dichosos cordones, claro», me regañó esa vocecilla que habita en alguna parte de mi mente.

—No. Venga —dije levantándome—. Ponte los calcetines mientras me visto.

No me molesté en quitarme la vieja camiseta desteñida que usaba como pijama ni en ponerme uno de mis diminutos sujetadores. Agarré de la silla los vaqueros y la sudadera azul. Aparté a Oso Pocho, el peluche de Zoe con el que dormíamos, y me senté en el borde de la cama para abrocharme las botas. Completé mi look entre chic y homeless con un gorro militar, guantes, bufanda y una gruesa parka con relleno de plumón.

Otra de las cosas que dejamos atrás, junto con el ático, fueron los formalismos.

El autobús escolar llevaba unos minutos parado en doble fila cuando lo alcanzamos jadeantes entre nubes de vaho. La nuestra era la primera parada de la ruta 3. Di a Zoe su mochila de la Patrulla Canina y un beso apresurado.

Emilio, el conductor, levantó la mano para chocarla con la de Zoe. Estaba casi segura de que con los otros niños no lo hacía. Mi hija era especial. Una niña tan dulce y rebosante de vida que era imposible no quererla.

—Gracias, Carmen —le dije a la monitora.

—De nada. —Me guiñó el ojo—. ¡Que tengas un buen día!

En mi otra vida maliciaba cuando alguien era amable con nosotras. Achacaba el aluvión de sonrisas y carantoñas al exotismo oriental de Zoe, a que a los seres humanos nos agrada lo que se aparta de lo habitual, siempre y cuando sea bello y seguro. Era tan obtusa que ni reparaba en sus evidentes encantos. En mi otra vida, jamás hubiera conocido el nombre de una monitora de autobús.

Dije adiós con la mano mientras se alejaban. Que alargaran la ruta para incluir esta parada había sido mi mayor logro «profesional» del último año.

Regresé a casa arrebujada en la parka por calles estrechas y adoquinadas con charcos helados en las aceras. Como el barrio no era lo bastante céntrico, la plaza Soledades y sus aledaños habían escapado a la gentrificación. Al lado de una mercería regentada por la misma familia durante varias generaciones encontrabas un pizza-kebab, un estudio de interiorismo, un horno de galletas para mascotas y decenas de locales cerrados por la crisis.

Uno de ellos lo habían reconvertido en un atractivo coworking y desde septiembre del año anterior yo era una de los nueve freelance que lo ocupaba. Pagaba un dineral por una mesa equipada, el uso de la sala de reuniones y la miserable pátina de profesionalidad que confería una recepcionista compartida.

Intentaba, sin demasiado éxito, captar clientes para el proyecto que había presentado como trabajo de fin de máster: Innovandia, una consultoría especializada en diseñar estrategias de negocio que posicionasen a las empresas en los nuevos entornos digitales.

Solo tuve que devolver un par de saludos. El hecho de ir sin Zoe me invisibilizaba. Como cuando un coche de bomberos apaga la sirena.

Me ahorraba tirar un puñado de caramelos rancios y, por supuesto, la temida conversación con estas señoras que presumían de no tener pelos en la lengua. «¡Qué mona la chinita!», y acariciaban la cabeza de Zoe como si fuera un caniche; «Y qué ojos más peculiares». A estos prolegómenos, invariablemente, seguía la sorpresa al oír que no había un «señor papá» y que no era adoptada. «¿Es tuya?» «Yo la parí», respondía con franqueza. Creo que la mayoría de las veces pensaban que las engañaba.

2

Entré en el Lolita Vintage Café. Resultaba muy coqueto con la decoración en tonos pastel, el papel de flores, las guirnaldas de luces led, las tazas desparejadas y la música indie, y, además, era muy calentito. Javi estaba detrás de la barra.

—Anda, quítate la mortaja —dijo. Durante el invierno era su frase de bienvenida. Supongo que porque iba tan tapada que solo se me veían los ojos—. Si no estuvieses tan flacucha, no pasarías tanto frío.

Dejé toda la ropa encima de una silla, me puse de puntillas y le di dos besos para cumplir con la dosis diaria de cariñosa frivolidad que me reclamaba.

Me relajaba saber cómo esperaban los otros que me comportase. Los otros. Los otros eran un misterio para mí, a pesar de mis esfuerzos.

Hace unos años incluso contraté a un coach en comunicación no verbal. Creí que si los gestos eran invariables y limitados, se podrían aprender igual que se aprende a resolver una operación matemática. Solo debía descubrir la lógica subyacente. Sin embargo, algo falló en mi planteamiento. El hecho de que el coach me enseñara a identificar los gestos, las posturas y la mayoría de las expresiones faciales no me ayudó a juzgar a los otros. Me equivocaba respecto a sus sentimientos e intenciones en un porcentaje demasiado alto (lo estimaba en torno al 78 por ciento).

Era muy frustrante.

Al lado de Javi estaba Marcos, su pareja. Supuse que era su día de fiesta porque a esas horas acostumbraba dormir. Trabajaba como médico en una ambulancia del SAMUR, donde llevaba casi una década haciendo el turno de noche.

«La noche es especial, ahí sí que aprendes de verdad cómo son las personas; es un verdadero manual del comportamiento humano», solía repetir. Creo que no lo decía en serio, porque casi todas las anécdotas que nos contaba estaban relacionadas con el uso inadecuado de algún juguete sexual o, incluso, de un animal.

—¿Y a mí qué?, ¿es que soy más feo?, ¿huelo mal? —se quejó Marcos.

¿Me estaba tomando el pelo? Mi mayor dificultad consistía en discernir cuándo los otros hablaban en serio o en broma, ya que los gestos eran similares. Mi mente funcionaba de un modo demasiado literal. No captaba la ironía y necesitaba cuestionarme cada una de sus palabras.

—¿Te burlas de mí? —inquirí frunciendo el ceño.

Ojalá en la vida real existiera la posibilidad de preguntar sin parecer cínica o estúpida.

—No seas malo —le riñó Javi.

—Ay, no lo puedo evitar. Mira qué carita. Deberías llevar encima un cartel: «Las autoridades sanitarias advierten de que es altamente achuchable».

Me engulló entre sus brazos y me pilló desprevenida, como casi siempre. No me desagradaba su contacto, el calor de su cuerpo, aunque debíamos de asemejarnos al pequeño y flacucho Mowgli y al osazo Baloo.

Cuando me soltó, me recompuse la ropa, me arreglé la coleta y, tras intercambiar un par de frases más, cogí el frapuccino, que ya me esperaba encima de la barra, y me dirigí al fondo del bar.

Javi y Marcos inauguraron el Lolita Vintage Café un poco antes de que nosotras nos mudáramos y habían convertido a Zoe en su reinona: «Es ideal». Les encantaba visitar mercadillos para comprarle extravagancias: pelucas, tiaras, frascos vacíos de perfume o cualquier cosa discreta que llevara, como mínimo, medio kilo de piedras de strass y que brillara a un kilómetro de distancia. «Como tus ojos de gata», le decían.

Me acomodé en la mesita del rincón, la que estaba pegada al radiador y daba a la calle, con una libreta y un bolígrafo. Desde pequeña había sido muy intuitiva con los números y, después de licenciarme, trabajé durante doce años en la transnacional de soluciones OMAX. Coordiné los departamentos de Análisis Matemáticos de Datos y Evaluación de Riesgos, y les hice ganar millones.

Paradójicamente, cuando me aplicaba el análisis a mí misma, el resultado de mi gestión terminaba siendo ruinoso.

Desde Navidad posponía el momento de evaluar mis finanzas, pero ya no podía retrasarlo más. Empecé a recabar datos elaborando una lista. «Katy, la reina de las listas», me llamaban en la universidad. Hasta el último curso no entendí el chiste, no me percaté del sentido polisémico de la palabra «lista».

Dividí el folio en dos partes con una línea bastante recta: en una columna escribí gastos y en la otra ingresos. La de ingresos era sencilla, el montante ascendía a cero euros. La de gastos era larga: el Saint Charles, el autobús y el comedor escolar, la cuota de autónoma, el coworking, la comunidad, el agua, el móvil, ¡la luz!... y la caldera, que fallaba día sí y día también (las dos últimas noches habíamos «jugado» a ducharnos con agua fría).

Dejé de sumar y consulté en la aplicación del banco el saldo de la cuenta corriente: mil ochocientos euros. Hasta el más lego era capaz de sacar la conclusión correcta.

Ponerlo por escrito acrecentó la sensación de fatalidad: ese desastre económico escapaba a la lógica. Repasé todas las operaciones y marcadores que en agosto me indicaron la conveniencia de arriesgarme a fundar Innovandia. No detecté ningún error. Matemáticamente, el proyecto de una consultoría estratégica seguía siendo tendencia de mercado y contaba con un potencial de éxito financiero altísimo. Hubiese recomendado invertir en Innovandia a cualquier cliente.

Yo creía en los números. Ellos nunca mentían, no como las personas. Entonces ¿qué estaba ocurriendo? ¿El fallo radicaba en la ejecución? ¿Ponderaba demasiado alto mis facultades? Por lo visto, era el mismo sesgo que cometí al invertir mis recursos y la indemnización por despido de OMAX en PlanDeMarketing, mi anterior consultoría.

Era muy desesperante.

Realicé unos cálculos rápidos de mi futuro a corto plazo. Estábamos a 21 de enero; antes de que me enviaran los recibos de febrero tendría que dar de baja a Zoe en el Saint Charles y dejar el coworking. Aun así, en un plazo máximo de treinta y cuatro días necesitaba una fuente de ingresos o el banco devolvería el primer recibo. El de la luz. No podría asumir el gasto de otro mes a fuerza de radiadores eléctricos. Sin radiadores. Sentí un leve estremecimiento.

Sostuve el frapuccino entre mis manos huesudas para calentármelas. Siempre me quedará mi frapuccino, me consolé con un suspiro. La única utilidad de mi carísimo máster en Negocio Digital había sido la implantación de una página web para impulsar el Lolita Vintage Café. A cambio del mantenimiento contaba con desayunos gratis de por vida.

Di un sorbo. Estaba distraída y no dirigí el líquido caliente hacia el lado derecho de la boca. Sentí un intenso calambrazo de dolor. Los ojos se me abrieron por la impresión y empezaron a lagrimear. El líquido había tocado la muela de la que la semana anterior se me había saltado el empaste.

Me sequé una lágrima. El empaste tendría que esperar. No lo añadí a la columna de gastos. Habíamos entrado en economía de subsistencia.

En ese momento sonó mi móvil. Era un número desconocido.

—¿Puedo hablar con Catalina Pradal?

Me acosaban teleoperadores preocupadísimos por mejorar mi calidad de vida y por que ahorrara en los recibos, por eso me sorprendió tanto oír::

—La llamo del departamento de Recursos Humanos de Global Consulting & Management en relación con su currículo. Quisiéramos concertar una entrevista con usted.

3

Cuando en los años cuarenta construyeron el mercado y la mayoría de los edificios que cierran la plaza Soledades, mi casa, el número 17 de la calle Quijano Maldonado, era el más señorial con su altura de cinco pisos y una fachada en la que sobresalían los airosos balcones de forja labrada.

Atravesé impaciente el portal. Desde el lóbrego patio de mármol y hornacinas vacías se oía el ágil sonido de un piano. Corcheas y semicorcheas. Reconocí a Mozart. Subí los escalones de dos en dos con una sonrisa. Un allegro o un minueto. De cualquier forma, Mozart significaba un buen día.

En la puerta del primero derecha me quité las botas con rapidez metiendo la puntera en el talón, algo que le tenía prohibido hacer a Zoe. Las acerqué con el pie a la pared para que no molestasen y entré en calcetines en el amplio y caldeado recibidor que Óscar había transformado en «cuarto de descompresión».

Me desprendí de la ropa a tirones hasta quedar en bragas y camiseta. Del tercer cajón de la cómoda extraje, de una bolsa de cien unidades, un par de cubrezapatos verdes de polietileno desechables. Del siguiente cajón cogí un gorro del mismo material. Me aseguré de ajustarlo.

Sonaba Mozart, así que no eran necesarios los pantalones y la chaquetilla. Me puse un par de guantes desechables y llamé al timbre que había al lado de la puerta para avisarle de mi presencia, aunque yo era la única persona a la que admitía en su búnker. Los compases in crescendo me impidieron oír el clic de apertura.

Entrar en su loft era como hacerlo en un útero. Me sentía aislada, segura y reconfortada. Esperé hasta que mis pupilas se adaptaron a la luz. La temperatura se mantenía estable a unos maravillosos veinticinco grados y un purificador filtraba el aire para impedir que se estancase.

Era un espacio diáfano y hermético de ciento cincuenta metros cuadrados. Tenía forma cónica, paredes blancas y suelo de parquet, y estaba iluminado con fluorescentes. Una de las peculiaridades de Óscar era que jamás subía las persianas. «Una rendija al exterior te vuelve vulnerable.» Los escasos muebles daban sensación de provisionalidad. «Para cuando haya que salir corriendo.»

—Bonitas bragas —fue su saludo.

—Gracias. Me las he puesto en tu honor.

Levanté un poco el borde de la camiseta.

—¿Son nuevas?

Lo de «nuevas» era una broma privada nuestra. Mi situación económica se evidenciaba en cómo vestíamos Zoe y yo, en lo que comprábamos y hasta en lo que comíamos.

—Por supuesto.

Sus dedos largos y nervudos brincaban de tecla en tecla. Me acerqué manteniendo una distancia de un metro —me había vuelto bastante precisa calculándola—. La música se detuvo en mitad de un compás.

—¿Era Mozart?

—Era Mozart.

Suponía que Óscar rondaba los cuarenta y cinco años. Era alto y flaco. Su cabeza tenía forma oblonga o quizá era un efecto óptico por llevar el cráneo rasurado —al igual que el resto del cuerpo o, por lo menos, la parte que yo había visto—. Las largas pestañas y las cejas tan claras le conferían un aire albino.

No sabía si era conspiranoico o agorafóbico, o si padecía un miedo patológico a la suciedad y los gérmenes. No importaba, con Óscar me sentía cómoda. Su mirada tan azul, esa mirada ajena que en los otros me resultaba invasiva, nunca me juzgaba. Además, era sencillo adivinar su estado anímico porque se regía por un patrón estable: bastaba con identificar al compositor cuya pieza interpretaba.

Todas las noches, en cuanto Zoe se dormía, bajaba con el monitor de bebés a su búnker y nos repantingábamos cada uno en nuestra butaca. La suya era vieja, de piel negra, cuarteada y confortable «como un guante de béisbol usado». La mía la compró online cuando se cansó de verme sentada en el suelo sobre un cojín. Elegí una tapizada con una llamativa tela de patchwork multicolor.

Apoyábamos los pies en las otomanas a juego y veíamos películas. Sobre todo, del maestro, de Hitchcock. Sobre todo, Psicosis.

Supongo que, vistos desde fuera, los otros nos considerarían raros. Yo con el pijama quirúrgico remangado —hasta la talla más pequeña me quedaba enorme— y un bol de palomitas en el regazo; él con una de sus características camisetas holgadas, su copa y la botella de dos litros de refresco de naranja al alcance de la mano. El mero hecho de estar juntos disfrutando de lo mismo era maravilloso, así que nada nos importaba menos que la opinión de los otros.

—Me alegro de que estés Mozart, tengo algo que contarte —le dije.

No hubiera sido capaz de enfrentarme a la debilidad en sus ojos, a su interés anodino de los días Chopin o, aún peor, a la agotadora presión de las líneas duras en la comisura de su boca cuando tocaba a Mahler. Había que evitar las preguntas en los días Mahler.

—¿Algo tan importante para no ir a trabajar?

«Trabajar» era como, eufemísticamente, nos referíamos a las horas que pasaba encerrada en el coworking.

—Me han llamado de una consultoría, Global Consulting & Management. Mi currículo se adapta al perfil que buscan para un nuevo puesto y tienen tanta prisa que van a prescindir de la batería de pruebas y el rollo de los psicotécnicos. Quieren entrevistarme el miércoles.

—¿Este miércoles? ¿Ya? ¡Es fantástico!

Su alegría resultaba fría y resbaladiza como un cubito. Yo quería un poco de piel y a él cualquier tipo de contacto le incomodaba.

—Quiero darte las gracias —dije.

—¿A mí?

—Tú les mandaste mi currículo.

Era la única posibilidad: solo nosotros teníamos el PDF. Óscar era ingeniero informático —se ganaba la vida «solucionando problemas a los ineptos»— y me ayudó a maximizar las entregas online con un algoritmo.

—Yo no lo he enviado —negó tajante—. Jamás lo haría sin tu permiso.

Lo miré sorprendida.

—¿Estás segura de que no has sido tú?

—Totalmente —respondí, susceptible—. He revisado en el móvil el Excel con las empresas a las que lo remití.

Óscar estaba con la espalda erguida, las rodillas apretadas y las manos juntas entre los muslos. Se frotó las palmas. Era un gesto inconsciente y tan característico que había aprendido a interpretarlo: denotaba preocupación.

—Es extraño, muy extraño.

Se levantó y se dirigió a la parte más alejada de las ventanas, donde estaba su «centro de control»: dos grandes mesas en ángulo con más equipos informáticos de los que imaginaba en la NASA.

—Voy a acceder a tu portátil, quiero comprobar una cosa.

Tecleó, y en la pantalla central del inmenso panel con dieciséis monitores de treinta pulgadas apareció mi equipo. Lo reconocí por el salvapantallas: una foto de Zoe sobre la nieve esponjosa. Sus ojos eran apenas dos rendijas, la naricilla y los mofletes estaban colorados por el frío. Sacaba mucho la lengua para enseñar el pellizco de nieve que se había puesto en la punta y que estaba a punto de tragar.

Me distraje mirándola. Me encantaba esa fotografía. Ella y Oso Pocho con idénticos gorros de lana de rayas multicolores. Su despreocupada felicidad.

—Introduce la contraseña —me pidió por segunda vez.

Mientras lo hacía, miró hacia otro lado. No pude evitar una sonrisa. Un hacker como él no tendría problemas para averiguarla, y estaba completamente segura de que, antes de permitirme acceder a su búnker, había registrado cada uno de mis archivos. Óscar veía conjuras hasta en los posos del café.

La pantalla con mi escritorio sustituyó la foto de Zoe.

—¿Se trata de una conspiración? —intenté bromear.

Óscar no se rio.

4

Baltimore, septiembre de 1972

El cuerpo de la niña se estremeció. Aún no había cumplido tres años. Mantenía un bracito fuera de la sábana, el derecho, en el que le habían puesto una vía intravenosa para administrarle los calmantes mediante un gotero.

Abrió los ojos muy despacio. Los párpados le pesaban mucho y volvió a cerrarlos. Al advertirlo, la enfermera que hacía guardia salió presurosa de la habitación. Regresó acompañada de una mujer.

Soy mamá —dijo la recién llegada acariciándole la frente. A la niña se le habían deshecho los largos tirabuzones y le apartó los cabellos, muy finos y rubios.

Me duele, me duele mucho —susurró.

Lo sé, cielo mío, lo sé. Pero ya ha terminado esta pesadilla y, a partir de ahora, todo irá bien. Muy bien.

La quería tanto... Tanto... En ocasiones se ahogaba de amor y necesitaba estrujarla entre sus brazos hasta casi hacerle daño.

¿Dónde está papi?

El rostro de la madre se crispó. ¿Por qué me pregunta por él?, ¿la anestesia ha hecho que olvide lo ocurrido?

Quiero a papi.

Ya hemos hablado de eso. —Intentó que no se advirtiera la ira en su voz—. Nosotras estamos solas.

No. Quiero a papi —se enrabietó la pequeña.

La madre se mordió los labios hasta que quedaron blancos. Se había prometido que nunca le confesaría que su padre no podía aceptarla, que ella era el motivo por el que las había abandonado.

Sé razonable, cielo.

Quiero que venga papá —chilló.

Levantó los brazos con un gesto brusco para taparse las orejas con las manos. Con el movimiento el esparadrapo se soltó y la aguja del gotero se desprendió. La enfermera detuvo rápidamente la sangre que escapaba de la vía.

5

La Torre Zuloaga, el edificio corporativo donde se ubicaban las oficinas de Global Consulting & Management, resultaba enorme y amenazante. En completa desarmonía con su entorno.

Miré hacia arriba.

Era un mamotreto rectangular e inexpugnable de pisos y pisos de acero y cristal en los que se reflejaban los rayos del sol. ¿Cuántas personas trabajarían dentro?, ¿mil doscientas o mil trescientas? Muchas. Quizá alguna me observaba oculta tras la protección que brindaban los vidrios de espejo. Quizá era la misma que introdujo en mi portátil el troyano que Óscar había neutralizado.

Vista desde las alturas, yo apenas sería un puntito, como para Orson Welles lo era la gente desde la noria de El tercer hombre: «¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse? Si te ofreciera veinte mil dólares por cada puntito que se parara, ¿me dirías que me guardase mi dinero o empezarías a calcular?».

Un escalofrío comenzó en mi nuca y bajó por la espalda. La mañana era desapacible. Me ceñí el cinturón del abrigo de paño.

La puerta giratoria me engulló y me escupió en un hall enorme. Con una altura de cinco metros y el suelo y las paredes revestidos de mármol blanco veteado de gris, proporcionaba una sensación de gran amplitud. En la pared izquierda, como en un columbario, se encontraban las placas con los nombres de las distintas empresas que tenían su sede en la torre. Aquí y allá había elegantes sillones de cuero negro.

Mis tacones resonaron con seguridad. Me había puesto el traje de chaqueta gris y una de las blusas, la de seda blanca. «La ropa de las tutorías», la llamaba Zoe. Solo la utilizaba para las reuniones en el colegio —prefería que no sospechasen de nuestra situación económica— y para las cada vez menos frecuentes entrevistas de trabajo. El resto de la indumentaria que usaba en OMAX lo guardaba en el trastero dentro de cajas con antipolillas. Era ridículo malgastar el poco espacio del que disponíamos.

Un guardia sentado detrás del alargado mostrador me pidió el DNI y registró mis datos tecleando con los índices.

Notaba la boca seca. Me jugaba demasiado en la entrevista, pero no era eso por lo que estaba alterada. O no solo eso. Deseché la sensación de que cometía un error. No creía en presentimientos ni en las teorías conspiratorias de Óscar. Confiaba en los números, y ellos me decían que, después de pagar el arreglo de la caldera y los gastos de primeros de mes, me quedaban novecientos treinta euros de saldo. «Además, ¿qué probabilidad hay de conseguir el puesto?, ¿un 0,001 por ciento?», se burló de mí la vocecilla.

Ahuyenté ese pensamiento.

—Aquí tiene —me dijo el guardia. Me tendió una tarjeta dentro de una funda de plástico con una pinza metálica—. Debe colocársela en un lugar visible mientras permanezca en el edificio.

La prendí en la solapa.

—Es la octava planta.

Deposité mi bolso en una de las bandejas de plástico para que lo pasasen por el escáner y atravesé el arco detector de metales. Con tantas medidas de seguridad, resultaba complicado entrar y aún lo sería más salir.

El hombre no era muy alto, aunque su cuerpo atlético y musculoso emanaba energía. Me dio un fuerte apretón de manos.

—Saúl Bautista, subdirector de Servicios Financieros de Inversión y Financiación.

Me sorprendió su cargo. Lo habitual era que las entrevistas las realizara alguien del departamento de Recursos Humanos. Alguien de menos nivel. Estaba casi segura de que notó mi desconcierto. Él también habría estudiado comunicación no verbal, era una materia que se incluía en cualquier curso de formación para mandos intermedios.

Era joven, arrogante e impecable de pies a cabeza: su corte de pelo, su camisa, sus zapatos, su manera de estar, su reloj, hasta la forma en que se aclaraba la garganta.

Esperó unos segundos antes de hablar. Una medida muy efectista.

—Me gusta conocer a los candidatos a formar parte de mi staff, del equipo —explicó. Sus ojos resultaban ridículamente pequeños en su rostro redondo. Le conferían un aspecto mezquino, cicatero—. Utilizo el término «equipo» en su sentido más amplio, en su acepción deportiva: personas que juegan unidas contra otras.

Al inclinarse hacia delante, la tela de la camisa se tensó y se le marcaron los anchos pectorales y los trabajados bíceps.

—Me considero un entrenador. Jugué unos años al baloncesto de forma semiprofesional. Es una experiencia muy intensa y el deportista que habita en ti nunca abandona tu cuerpo. Ni tu cabeza.

Deduje que era un auténtico capullo. Uno de esos que ha mamado las reglas del management: hacer bien tu trabajo no es suficiente, el verdadero éxito reclama algo más. Lo sabía, yo había sido así.

Saúl Bautista se rio y yo lo imité, aunque no supe a costa de qué. En las sesiones de psicoterapia de mi adolescencia, Robert me explicó que las neuronas espejo se encargaban de la empatía y permitían a los seres humanos compartir vivencias y sentimientos. Uno de mis déficits —él no utilizaba ese término— era que apenas se activaban. Asumida esa pequeña carencia, no me quedó más alternativa que lograr esto de modo «manual». Dedicamos muchas sesiones a reproducir las distintas expresiones porque así era como aprendía el cerebro de los bebés. Nunca le confesé que me identificaba más con un mono.

Sobre su mesa descansaba mi currículo. Hubiese querido preguntarle cómo lo había conseguido.

—Empezaremos repasándolo.

Estaba casi segura de que su tono era brusco e impaciente. Eso me desconcertó. ¿Por qué? ¿Había entrevistado a muchos candidatos y estaba harto? ¿Era la última y por eso no había coincidido con ninguno en la sala de espera? ¿Acaso había reaccionado de forma inapropiada a algo? Nerviosa, crucé las piernas. Luego las descrucé porque ese gesto era una señal de rechazo.

Pasó las hojas con rapidez.

—Licenciada en Matemáticas y Empresariales, la número tres de tu promoción, máster en Modelos Financieros, máster en Negocio Digital...

No parecía haberse percatado de que comencé la universidad con veinte años, con dos de retraso. Nadie lo hacía, nadie se molestaba en sumar. Eso me evitaba mentir sobre dónde había estado ese tiempo, sobre mi estancia en la clínica psiquiátrica, sobre Robert.

Por supuesto, mi expediente académico, el máster y mi experiencia profesional carecían de valor. La búsqueda de empleo se regía por un sencillo algoritmo: conforme aumentaba el tiempo sin trabajar disminuían las oportunidades de volver a hacerlo. En los últimos quince meses me habían convocado a pruebas de selección en un 18 por ciento de los casos en que había enviado un currículo, a la fase posterior —más subjetiva— en un 5 por ciento y el nivel de éxito alcanzado había sido de un rotundo 0 por ciento.

Además, mi perfil personal era lamentable: mujer, madre soltera y casi sin darme cuenta había traspasado la barrera de los cuarenta años. Los entrevistadores, seguro que también Saúl Bautista —especialmente él, con su rollo deportista—, esperaban jóvenes diplomados. Tiburones.

Seguimos repasando de forma rutinaria mi currículo. Frunció el ceño. Lo miré con fijeza. ¿Estaba inquieto?, ¿contrariado?

Había algo que se me escapaba.

Saúl Bautista debería preguntarme por OMAX, por mi salida tras doce años en la empresa. En el currículo figuraba que fui yo quien tomó la decisión porque aquel fue el acuerdo que alcanzamos. En realidad, me echaron. No fue suficiente que después de tan solo tres semanas de baja maternal abandonase a mi hija con una niñera y regresase a mi puesto, cansada pero maquillada con pulcritud. No querían una madre soltera. Ya había ocurrido antes —con posterioridad calculé que en el 73 por ciento de los casos en los puestos de gestión—. Era una violencia habitual hacia las mujeres, sorda, invisible.

¿Qué ocurre? ¿Por qué no me pregunta por OMAX? ¿Y por PlanDeMarketing?

6

Saúl Bautista se encontraba muy cómodo utilizando anglicismos y sus siglas para palabras que tenían una traducción perfecta en castellano. Cosas como «TBC» para «to be confirmed». Estaba acostumbrada. Los tipos como él solían utilizarlos para rentabilizar el máster en Estados Unidos y vender una imagen global y cosmopolita de hombre muy ocupado.

—Supongo que querrás un briefing con toda la info del puesto para examinar si se adecúa a tus expectativas —continuó la entrevista.

No supe interpretar su expresión.

—Po

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