Unamuno

Fragmento

 Unamuno

Índice

Unamuno

Prólogo

Unamuno y su obra

Justificación

I. Unamuno y su tiempo

Esquema de su vida

Su fecha. Unamuno y la generación del 98

Su inserción en Europa

Su función en la vida española

La inhibición europea

El drama de la conciencia

II. Unidad de la obra de Unamuno

La unidad

Multiplicidad de géneros literarios

III. El conflicto: filosofía y religión

La filosofía existencial, producto de la inhibición religiosa europea

Filosofía y religión

Actitud de Unamuno. Revelación personal

El cristianismo trágico

IV. La tragedia de la existencia

El personaje

La tragedia

V. La Guía de Unamuno: Vida de Don Quijote y Sancho

VI. La envidia española y su raíz religiosa

Anexos

I. El Otro, de Unamuno

II. Sobre Unamuno

III. De Unamuno a Ortega y Gasset

IV. La religión poética de Unamuno

Entre filosofía y poesía

La fe en las tinieblas

La tiniebla de la palabra

El combate

El Cristo, Luna, mediador de la luz de Dios

V. Unamuno en su centenario

VI. La presencia de don Miguel

Notas

Sobre este libro

Sobre María Zambrano

Créditos

cap-1

Prólogo

Unamuno-Zambrano:

un pensamiento poético

Concitar en una misma obra dos grandes nombres del pensamiento español como son Unamuno y Zambrano constituye, de por sí, un hecho tan importante para nuestra cultura que obvia la necesidad de justificar la transcendencia del presente libro. Aun así, nos atrevemos a aducir dos razones que contribuyen a engrandecer su importancia. En primer lugar, hay que destacar el hecho de que presentamos un libro inédito de Zambrano sobre la obra de Unamuno, libro que ha permanecido durante sesenta y dos años perdido entre las cientos de carpetas de escritos que configuran el legado zambraniano, conservado actualmente en su Fundación. Rescatar del olvido este texto es importante no sólo para la recuperación de la obra de María Zambrano, dispersa por los diferentes países que acogieron sus casi cincuenta años de exilio, sino también porque, situado cronológicamente, este texto representa uno de los primeros libros escritos en castellano sobre Unamuno, anticipándose, por tanto, nuestra autora en el tratamiento de algunos temas que posteriormente serán señalados por destacados estudiosos de la obra del pensador. La segunda razón que conviene destacar es el laborioso y costoso trabajo de recopilación que hemos llevado a cabo para reunir, por primera vez, en este libro, en forma de anexos, todos los ensayos publicados por Zambrano sobre Unamuno en las diversas revistas hispanoamericanas en las que colaboró a lo largo de su vida, algunas hoy de muy difícil acceso. Con ello queremos no sólo facilitar la labor de los lectores e investigadores de la filosofía zambraniana o unamuniana y, en general, de todo el pensamiento español, sino también hacer un poco de justicia histórica con los exiliados españoles, víctimas de la intolerancia política, restituyendo, con esta pequeña aportación, un fragmento del legado cultural español del siglo XX, todavía disperso en los diferentes escenarios de la diáspora.

Centrándonos ya en el texto inédito de Zambrano, Unamuno y su obra, conviene advertir al lector que se trata de una primera versión del mismo. Este dato explica por sí solo algunas reiteraciones del escrito, así como el estilo algo descuidado de nuestra autora, a excepción del primer capítulo, «Unamuno y su tiempo», que muestra una escritura mucho más trabajada, pues fue reescrito y ampliado, respecto a la primera versión que se conserva, a finales de 1942, como veremos a continuación. El mecanoscrito que se encuentra en la Fundación María Zambrano, consta de un guión (manuscrito) con el título de los diferentes capítulos de la obra, una «Justificación» a modo de presentación de la misma, y seis capítulos, que son los que recogemos aquí. Junto a todo este material, aparecen también algunos textos incompletos sobre la figura y obra de Unamuno, redactados posiblemente al hilo de sus clases, que reproducen algunas partes textuales del libro inédito y reinciden en el tratamiento que hace Zambrano de los principales temas unamunianos. Por el carácter reiterativo de los mismos y por exceder del corpus diseñado en el guión por nuestra autora para el presente volumen, se ha optado definitivamente por no incluirlos en esta edición.

Aunque el mecanoscrito no está fechado, situamos la redacción del original en el bienio de 1940-1942. Varios elementos nos han inducido a ello. Primero, la indicación que hace la propia autora en la «Justificación» de la cercana desaparición de don Miguel de Unamuno (fallecido en diciembre de 1936) en el momento de redactar el texto, advirtiéndonos del riesgo que supone lanzarse a reflexionar sobre la obra de un autor con la que no se guarda la suficiente distancia histórica como para poder tener una mirada objetiva sobre ella. Esto nos está señalando, pues, que el texto necesariamente tuvo que ser escrito en los años inmediatos a la muerte del pensador vasco, hecho meritorio de Zambrano, por otra parte, pues todavía no se contaba con una edición completa de los ensayos de Unamuno, que no aparecería hasta 1942 en la editorial Aguilar, y mucho menos de la totalidad de su obra, recopilada a partir de 1950. El segundo elemento que nos ayudó a datar el texto fue la estratégica colocación de la carpeta que conserva el escrito entre las correspondientes a la estancia de nuestra autora en La Habana, estancia que se inicia en 1940, tras un año de residencia en Morelia (México), y que finaliza en 1946, cuando Zambrano regresa de nuevo a Europa, concretamente a París, para reunirse con su familia, alertada por el delicado estado de salud de su madre. Durante estos seis años de residencia cubana, realiza numerosos viajes a Puerto Rico para impartir cursos extraordinarios de filosofía, invitada por diversas instituciones de la isla (Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Puerto Rico, Ateneo, Escuela de Verano, etc.), e, incluso, durante el curso 1941-1942 alarga su permanencia en tierras puertorriqueñas, tal y como consta en el curriculum elaborado por la propia Zambrano y conservado en su Fundación, al ser contratada como profesora de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico. En dicho curriculum encontramos un dato importantísimo para nuestra indagación: en 1940 nuestra autora imparte en el Ateneo de Puerto Rico un ciclo de conferencias titulado «Don Miguel de Unamuno y su obra». Esto nos lleva a sostener la hipótesis de que la mayor parte del texto que presentamos fue redactado justamente durante ese año con motivo del citado ciclo de conferencias, y es posible que, aprovechando todo el material escrito, Zambrano se planteara reunirlo en un libro. Rastreando la correspondencia de la autora que se conserva de esos años, no hemos encontrado ninguna oferta editorial a este respecto que pudiera confirmar definitivamente nuestra hipótesis, pero consideramos suficientes las razones aducidas para defender el año de 1940 como fecha de la originaria redacción del mecanoscrito. Una vez frustrado el intento de publicar dicho libro, Zambrano, acuciada por verdaderas necesidades económicas, decidió dar a conocer, como ensayo independiente, en la Revista de la Universidad de La Habana, el primer capítulo del libro, reelaborado y ampliado a finales de 1942, que aparecería, fragmentado en dos partes, en los dos primeros números del año 1943.

Ateniéndonos a estas fechas de 1940-1942, y considerando el escrito en su contexto, nos encontramos con que el ensayo de Zambrano, como ya hemos indicado, debe situarse entre los primeros textos en castellano sobre Unamuno. Recordemos que antes de 1940 habían aparecido los ensayos de M. Romera Navarro, Miguel de Unamuno, novelista, poeta, ensayista (1928), de César González Ruano, Vida, pensamiento y aventura de Miguel de Unamuno (1930), de A. Bazán, Unamuno y el marxismo (1935), y de A. Wills, España y Unamuno (1938), que representan los primeros intentos de trazar itinerarios dentro del mare mágnum que constituía en aquellos momentos la obra de Unamuno. Ya en 1941 aparecen los de A. Esclasans, Miguel de Unamuno, y H. R. Romero Flores, Notas sobre la vida y la obra de un máximo español, y en 1943, coincidiendo con la publicación del primer capítulo del libro de nuestra autora, los de Jacinto Grau, Unamuno y la España de su tiempo, Francisco Madrid, Genio e ingenio de don Miguel de Unamuno, Miguel Oromí, El pensamiento filosófico de Miguel de Unamuno y, finalmente, el de Julián Marías, Miguel de Unamuno, uno de los más citados. Un año después, en 1944, Ferrater Mora publicaría una primera versión de su estudio, Unamuno: bosquejo de una filosofía[1]. Hay que reconocer, pues, este carácter pionero al libro de Zambrano.

En cuanto al acercamiento de nuestra autora a la obra de Unamuno podemos decir que no se lleva a cabo desde un punto de vista erudito —ella misma nos advierte en la «Justificación» sobre su falta de «objetividad»—, ni tampoco desde un punto de vista crítico —no pretende enmendarle la plana al escritor vasco—, sino desde un punto de vista admirativo. De hecho, la obra en su conjunto podría ser definida como un ejercicio de admiración, como bien se pone de manifiesto en ese tratamiento respetuoso con el que habla del pensador vasco, con ese «don» que lo sitúa en un plano superior, en ese lugar reservado a los verdaderos maestros, pues, como nos recuerda la autora en uno de los artículos que aquí publicamos, «La presencia de don Miguel», «en la España en la cual me tocó vivir mi juventud, llegar al don era a lo más a que un español podía llegar», y pocos ostentaban ese título. Don Miguel, para Zambrano, era uno de ellos, uno de esos hombres de presencia extraordinaria en la vida pública española que pretendía ejercer de Guía de todo un pueblo, inscribiéndose en esa vieja estirpe de patriarcas del Antiguo Testamento. Reconoce en Unamuno, pues, a uno de esos adelantados que no tienen horizonte porque ellos mismos lo crean al ampliar con su lucha los muros que cercan la mentalidad española, y fue precisamente esa lucha uno de los rasgos más definitorios de la personalidad del filósofo, su constante «armar guerra» para despertar las conciencias adormecidas, su talante polémico e inconformista que llevó a nuestra autora a compararlo con un rebelde comunero de Castilla enfrentado a la Corte.

Pero desde donde fundamentalmente está escrito este libro es, como la propia Zambrano nos advierte en la primera página del libro, desde la participación, esto es, desde la complicidad que nace de compartir un mismo territorio a partir del cual lanzarse a la tarea de pensar. Bien podría haber aplicado Unamuno a Zambrano el calificativo de «hermana menor», dada la proximidad o cercanía de sus pensamientos, cercanía que alude no sólo al común interés por un buen número de temas, sino, sobre todo, a la manera o modo de filosofar, que cabría resumir con la reiterada frase unamuniana: «discurrir por metáforas». Ambos autores reivindican la capacidad cognoscitiva de la metáfora como forma originaria con la que el hombre percibe el entramado de relaciones de lo real, frente al hieratismo del concepto, contraponiendo, de este modo, a la verdad lógica la verdad poética. Tanto Unamuno como Zambrano, lejos de enemistar el logos y el mito, sitúan en la capacidad imaginativa, creativa o mitopeica el origen del pensamiento como primigenia interpretación de la realidad que condiciona, a través de sus imágenes simbólicas, el discurso racional[2]. De ahí que señalen la cercanía de la filosofía y la poesía[3], y pretendan rescatar del olvido una sabiduría poética que ya estaba en los orígenes mismos de la filosofía, cuando la metáfora actuaba de verdadero vehículo de conocimiento. Dicha sabiduría poética es defendida, además, por estos dos pensadores, como el prototipo de filosofía española, como la manera de filosofar genuina de la tradición cultural hispana, reacia siempre a un excesivo abstraccionismo, que se traduce en un rechazo de la forma sistemática como forma de discurso que encorseta el movimiento intrínseco de la vida. Frente al logos desencarnado de la filosofía idealista norteuropea, inhábil, según estos dos pensadores, para habérselas con la vida, la «filosofía patria» o «filosofía nacional» aparece, claramente, como una salida de la crisis de la razón moderna, pues se trata de una filosofía cuya principal seña de identidad es un apego amoroso, poético al mundo, a lo concreto, a la materialidad de las cosas. En la cultura hispana, hasta la mística mantiene ese contacto con la materia. El pensamiento español aparece, pues, como lo contrario al idealismo, y es definido como eminentemente realista, materialista, vitalista. De ahí que estos dos autores, tal como recientemente ha señalado Paolo Tanganelli[4] respecto a Unamuno, interpreten su propio pensamiento como una hermenéutica de esta filosofía nacional, arraigando, de este modo, en la tradición española su modo de hacer filosofía. Es más, encontrarán en nuestra pobretería filosófica, en la indocilidad y virginidad del pueblo español respecto al racionalismo europeo, una reserva cultural de la que puede surgir, esperanzadoramente, una solución al agotamiento de la razón sistemática [5]. Hay que «españolizar a Europa»[6], apuntaba, como es sabido, Unamuno, opinión que comparte plenamente María Zambrano[7].

Esta filosofía patria, además, es considerada como la expresión del «alma nacional», del «espíritu de un pueblo», entendiendo por ello una realidad sustancial con rasgos propios que el filósofo ha de desentrañar. Tanto Unamuno como Zambrano, asumiendo este concepto romántico, humboldtiano[8], de «alma nacional», se plantearán descubrir tanto la intrahistoria (Unamuno) como las categorías de la vida española (Zambrano). Y, para ello, han de rastrear en la literatura culta y popular española, pues el lenguaje representa el receptáculo del espíritu de un pueblo. Unamuno, asumiendo los supuestos de la lingüística etnopsicológica de Lazarius y Steinthal, afirma que «el punto de partida lógico de toda especulación filosófica no es el yo, ni es la representación —Vorstellung— o el mundo tal como se nos presenta inmediatamente a los sentidos, sino que es la representación mediata o histórica, humanamente elaborada y tal como se nos da principalmente en el lenguaje por medio del cual conocemos el mundo»[9]. Toda lengua encierra, pues, una Weltanschauung, una cosmovisión, una cierta filosofía que es expresión del alma de un pueblo. De ahí que Zambrano, repitiendo casi literalmente las palabras del pensador vasco, nos advierta de que «en el realismo [término con el que la autora nombra la auténtica tradición española] van envueltos tanto la forma del conocimiento como la forma expresiva, como los motivos íntimos, secretos, de la voluntad»[10]. Este realismo «cruza por toda nuestra literatura, hasta por allí donde menos se le creyera entrometido: por la mística y por la lírica. Imprime su huella en nuestra pintura, y da su ritmo a las canciones y lo que es todavía más importante, marca con su ritmo el hablar, el callar de nuestro pueblo en su maravillosa cultura analfabeta, moldea nuestros pueblos»[11]. Descubrir, por tanto, la esencia de España no es más que un ejercicio hermenéutico, interpretativo de las principales manifestaciones artísticas (literarias y pictóricas) y folclóricas de nuestra tradición hispana. Es más, este libro de Zambrano sobre Unamuno puede ser considerado como un ejemplo de hermenéutica de la propia cultura, pues la interpretación zambraniana de la obra del pensador vasco tiene como último objetivo dilucidar las soluciones que dio Unamuno a muchos problemas que la propia Zambrano vive como propios. De hecho, el Unamuno que nos presenta Zambrano es su Unamuno, pues el núcleo de temas que destaca en su obra forma el núcleo de problemas que a la autora verdaderamente interesa.

Pero volviendo de nuevo a ese conocimiento poético, prototipo del pensamiento español, hemos de indicar que lleva implícita una defensa del pathos, del orden pático como orden privilegiado a través del cual el hombre entra primeramente en contacto con la realidad y consigo mismo. Unamuno y Zambrano sitúan en un orden anterior al meramente teórico, en el orden del corazón, en el orden cordial, el lugar de la auténtica comprensión de la existencia, pues sentirse siendo, sentir el propio acto de ser, constituye la primera forma de autoconciencia, de descubrimiento de uno mismo. El sentimiento representa, entonces, el modo originario en que el hombre se experimenta como existente, por lo que la apertura a la propia realidad es pática antes que noemática, esto es, antes de conocerse y pensarse, el hombre reconoce su ser sintiéndolo, padeciéndolo. Así lo declara Unamuno: «Sentirse hombre es más inmediato que pensar»[12]. Esto llevó al filósofo a invertir el cogito cartesiano, «cogito, ergo sum» por «sum, ergo cogito»[13], con el fin de remarcar la idea de que la autoconciencia no es fruto de una intuición intelectual, como pretendía Descartes, sino de un sentimiento entrañado, íntimo de la propia existencia. Ser, en este sentido, no puede desligarse del sentimiento que el mismo acto de ser produce. Hay una simultaneidad en estos dos actos, el acto de ser (existir) y el acto de sentirse siendo, como claramente dejan traslucir las siguientes palabras de Zambrano: «El sentir, pues, nos constituye más que ninguna otra de las funciones psíquicas, diríase que las demás las tenemos, mientras que el sentir lo somos»[14]. Para ambos autores, el sentir es un acto más originario y primigenio que el pensar. Así dirá Unamuno, en uno de los versos de su «Credo poético»: «Lo pensado es, no lo dudes, lo sentido»[15], idea que corrobora Zambrano al afirmar que «la realidad (…) se da en algo anterior al conocimiento, a la idea (…). Y si es previa a la idea, ha de ser dada en un sentir»[16]. El pensamiento está incardinado en este sentir originario, pues, como señala nuestra filósofa, «todo aquello que puede ser objeto del conocimiento, lo que puede ser pensado o sometido a experiencia, todo lo que puede ser querido, o calculado, es sentido previamente de alguna manera; hasta el mismo ser que, si solamente se le entendiera o percibiese, dejaría de ser referido a su propio centro, a la persona»[17].

Toda esta defensa del pathos como lugar desde el cual la realidad sale al encuentro del hombre explota las posibilidades de una filosofía estética que reivindica un conocimiento encarnado, ligado al cuerpo y amarrado a los sentidos, y apunta hacia una dura crítica del concepto reduccionista del hombre como sujeto racional, instaurado por el idealismo. Hay que rescatar al hombre íntegro, a ese hombre de «carne y hueso» de que hablaba Unamuno. De ahí que el pensador vasco se pregunte: «¿Cabe acaso un conocer puro sin sentimiento, sin esa materialidad que el sentimiento le presta? ¿No se siente acaso el pensamiento y se siente uno a sí mismo a la vez que se conoce y se quiere?»[18]. Es más, señala el filósofo que la base de toda filosofía es una base afectiva cifrada en ese sentimiento vital que experimenta todo individuo por el hecho de existir, o, dicho con sus palabras: «Nuestra filosofía, esto es, nuestro modo de comprender o no comprender el mundo y la vida, brota de nuestro sentimiento respecto a la vida misma»[19]. En la obra de Zambrano también la filosofía, o, mejor dicho, la pregunta por el ser de las cosas y del propio hombre con que se inaugura la misma, nace del intento de dar respuesta a ese sentir originario de la vida.

Pero, antes de continuar, cabría preguntarse por lo que descubre el hombre a través de este sentimiento originario del propio existir, es decir, cuál es la comprensión que de sí mismo tiene a través de su experiencia pática. En ambos autores dicho sentimiento nos desvela la incompletud del propio ser, nuestra falta de ser, aunque para los dos autores esta incompletud tiene significados distintos. En Unamuno, la incompletud hace referencia al apercibimiento del límite de nuestra conciencia personal ante el hecho de la muerte; el hombre se descubre como un ser mortal, finito, y de ese sentir la propia finitud, que se manifiesta en la congoja o dolor espiritual, brota el anhelo, el deseo, la esperanza, el hambre de inmortalidad. A esta hambre de inmortalidad, a este querer ser inmortal, Unamuno lo denomina el instinto de perpetuación y lo define como la esencia de todo hombre, de toda conciencia personal: «Cada hombre que sea hombre, no es sino el conato, el esfuerzo que pone en seguir siendo hombre, en no morir»[20]. Se da así en todo individuo un conflicto entre su sentimiento de mortalidad y su anhelo de inmortalidad, entre la congoja ante el memento mori y su esperanza en perseverar en su ser en la eternidad. Es este conflicto el que origina el sentimiento trágico de la vida que lleva a experimentar la existencia como una lucha entre dos tendencias contrapuestas: entre ser del todo, ser para siempre, o no ser nada, ser para la muerte: «De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo para siempre jamás. Y ser todo yo, es ser todos los demás. ¡O todo o nada!»[21].

En Zambrano, en cambio, la incompletud que advierte el hombre en su sentir originario no está teñida de esta preocupación escatológica, sino que apunta hacia la experiencia de desgarro del propio ser con respecto a un Ser originario que transciende el ámbito individual. Dicho Ser simboliza una supuesta unidad dada en un tiempo primigenio en el que lo real formaba un Todo armónico y homogéneo. La existencia humana supone un desgajamiento de esta primera unidad, una escisión del Todo, un alejamiento del lugar del Ser. De ahí que el nacimiento lleve consigo siempre una experiencia dolorosa de apartamiento de la matriz ontológica, de caída en un medio extraño en el que la realidad es vivida como aquello que nos ofrece resistencia. Y esta experiencia angustiosa de extrañamiento, de exilio, es la que nos hace sentir el propio vacío, nuestra nada, nuestra falta de ser. La nostalgia de la Totalidad nos genera un anhelo de ser, un hambre de nacimiento que se traduce en el intento esperanzado por buscar el ser del que carecemos. Este anhelo mueve al hombre a la acción esencial de autocrearse, de dotarse del ser del que carece, guiado por su voluntad. «El ser hombre —nos advierte Zambrano— se convierte en meta, en finalidad a alcanzar, un algo que hay que buscar y proponerse»[22]. La historia podría interpretarse, en este sentido, como el relato de las diferentes propuestas habidas en el tiempo para alcanzar el ser, y la vida, como los sucesivos despertares del hombre a su ser, o como el recuento de sus diferentes nacimientos. «El hombre —apunta la autora— es criatura en trance de continuo nacimiento»[23], en trance siempre de llegar a ser.

Como vemos, la experiencia pática en ambos pensadores permite una primera comprensión del propio ser del hombre. En Unamuno, dicha comprensión apunta a la limitación o finitud de la conciencia personal, y en Zambrano, hacia la incompletud del propio ser al sentirse desgarrado del Ser original. En ambos autores, también, esta carencia del propio ser despierta la esperanza de llegar a ser, esperanza que Unamuno traduce con la expresión hambre de inmortalidad, y Zambrano, con hambre de nacimiento. La conducta humana cuenta, como su finalidad última, con dar satisfacción al hambre de ser, al hambre de totalidad o Absoluto, aunque dicha totalidad tenga diferentes significaciones para estos dos pensadores.

En cualquier caso, lo que Unamuno y Zambrano destacan en sus respectivas filosofías es que todo pensamiento que se plantee desentrañar el existente concreto debe ahondar en esta experiencia pática en la que se revelan los verdaderos móviles de toda actuación humana, debe prestar atención al sentir originario a través del cual entramos en contacto con la realidad. Ello plantea la exigencia de una reforma de la filosofía y del concepto de razón para poder asumir esa dimensión pática, ya que la razón moderna la ha desatendido, cuando no vilipendiado. Unamuno tempranamente acusó este conflicto irresoluble entre la razón raciocinante y la vida, llegando a afirmar que «vivir es una cosa y conocer otra, y como veremos, acaso hay entre ellas una tal oposición, que podamos decir que todo lo vital es antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional, antivital»[24]. El fondo de la vida no sólo es irracional en cuanto que se da en un sentir, sino que ese sentimiento o anhelo de inmortalidad que define a todo hombre es rechazado como descabellado por la razón. Al rechazarlo como ilusorio, la filosofía no se plantea el tema de la finalidad de la existencia por considerar que no entra dentro de sus competencias, pues excede los límites de la razón: «En el problema concreto vital que nos interesa —comenta Unamuno— la razón no toma posición alguna. En rigor, hace algo peor aún que negar la inmortalidad del alma, lo cual sería una solución, y es que desconoce el problema como el deseo vital nos lo presenta (…). Racionalmente carece de sentido hasta el plantearlo»[25]. La razón, de este modo, no sólo no colabora con la vida en su deseo de infinitud, sino que destruye como una pretensión insensata tal deseo: «Por cualquier

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