Preludio
El preludio de Los maestros cantores de Nuremberg, de Wagner, es una obra efectivamente maestra del gran maestro de preludios. Fluye en la proporción áurea de la tonalidad de do mayor, el metro patrón de platino e iridio, definido poéticamente como «la distancia que recorre la luz en el vacío en un intervalo de 1/299 792 458 de segundo». Una medida de energía en el tiempo, la tierra de nadie entre la física y la metafísica en la que se ubica la música ubicuamente.
El do mayor es la medida de todas las músicas, es el sonido de la primera nota de la escala y sus armónicos, de las consonancias que lleva dentro y que extiende a otras notas que se atraen como imanes por simpatía, la unión de empatías, como la sinfonía es unión de sonidos. El preludio de Los maestros cantores de Nuremberg rompe el silencio con estruendosa armonía, sustantiva con acordes, adjetiva con escalas, sube y baja a través de intensidades que van del susurro al potenciómetro alto de un gran altavoz, sin necesidad de una megafonía que todavía no se había inventado cuando Wagner la escuchó en su corazón antes de que se escuchara en ningún auditorio.
He aquí mi preludio.
La música es un universo expresivo en el que el ser humano no atisba horizonte. A lo sumo, el espejismo de doce sonidos, que por sí mismos no son música, como las palabras no son por sí mismas literatura, como el mármol no es escultura, ni el color pintura. Es el arte el que los trasciende y los hace ser otra cosa. El arte evapora la materia, sólo así puede penetrar la materia en el espíritu. Para eso la naturaleza nos ha dotado de los sentidos, las antenas que captan esas ondas.
El campo musical es, sin embargo, más amplio que el literario. Cuando tratamos de verbalizar la música, ya la estamos reduciendo o trivializando. La música es polisemia, infinidad de mensajes para infinitud de significados, un mensaje para cada persona, un mensaje para cada audición. Como mínimo. Basta comprobar a cuántos espacios nos trasladamos sin movernos de la butaca sedentaria del oyente cuando nos dejamos llevar por la música. Podemos ir al territorio de la reflexión, al de la memoria, al de la evocación…, y desde esos lugares desplazarnos a muchos otros. La música emite tantos mensajes como seamos capaces de asociarle. Su abstracción invita a esos viajes iniciáticos. Ningún otro arte, excepto la poesía lírica, en contadas ocasiones, o esa novela fantástica que ha conseguido que disfrutemos leyendo sin saber qué leemos, nos proyecta a la ubicuidad mental.
Georg Lukács, uno de los más completos filósofos de la belleza, dedicó multitud de páginas a explicarnos que la música es un lenguaje asemántico, que no significa nada en sí misma. Lo leí en la traducción castellana de Manuel Sacristán y añadí que el triple código —ritmo, melodía, armonía—, que recibimos por medio de dos antenas —razón e intuición, cerebro y sistema neurovegetativo—, permite que le atribuyamos un número indeterminado de mensajes.
Triple código, doble recepción, n mensajes. Con el consejo de Sacristán, que vivía en un piso luminoso de la Diagonal de Barcelona, donde nos manifestábamos los universitarios, dediqué mis primeras investigaciones académicas a explorar tales complejidades. Fue años después, cuando ya ejercía el periodismo político y la crítica musical, que llegué a desdoblarme yo mismo: un lector me preguntó si era el Antoni Batista que escribía sobre política o el que escribía sobre música, última bipolaridad a lo Jekyll y Hyde. Le dije que era los dos, y aquí estoy con este libro para explicarlo mejor.
La música proyecta su enorme capacidad expresiva a los agudos emocionales. Nacer, amar, morir. Ningún arte como la música acompaña tan bien las intensidades vitales de nuestra existencia. Del nacimiento de Dios del Oratorio de Navidad de Johann Sebastian Bach, al nacimiento de la primavera de Vivaldi. Sin el amor, la ópera no existiría. La muerte ha dado uno de los géneros musicales cuya inmensidad se nos escapa: el réquiem en el que se dispara la creatividad de Mozart y Brahms, de Victoria y de Verdi, Cherubini, Berlioz, Dvořák, Fauré, Bruckner, Stravinski, Lloyd-Weber…
¡Cómo no iba la música a expresar también la política! En el Libro de la Política, Aristóteles recomienda al legislador que incorpore la música a la educación de los jóvenes, y a cultivarla y disfrutarla, los adultos. Reconoce a la música una propiedad definidora del carácter y generadora de entusiasmos, y sin carácter y entusiasmos no habría política posible. El impulso hacia el bien común, el ansia de libertad.
Resulta más que anecdótico que el gran filósofo clásico recomiende empezar a educar musicalmente a los bebés ya con el sonajero. Aristóteles atribuye el tan primario instrumento a Arquitas, pitagórico amigo de su maestro Platón, pero también general y político que proporcionó el bienestar a sus conciudadanos de la Magna Grecia, lo que hoy es el sur de Italia. Aristóteles no tuvo tiempo de frecuentarlo, pues Arquitas falleció en 360 a. C., cuando él sólo tenía catorce años y no había salido de Macedonia. Pero cita su sonajero.
La música y la política se alzaron juntas desde los albores de la civilización, mucho antes de Arquitas y Aristóteles, cuando alguien convirtió un hueso cúbito de buitre en una flauta vaciándolo de médula y horadándole tres orificios, treinta mil años antes de Cristo, en las artísticas cuevas de la cornisa cantábrica, donde también inventaron la pintura. En su tratado La música, Plutarco repasa nuestro arte desde sus orígenes hasta su realidad, a mediados del siglo I. Cuenta que los espartanos usaban el aulós con finalidades militares. Aulós significa «flauta», aunque el referido es doble y se toca con lengüeta de caña, por consiguiente, se parecería más a un oboe, que acompañaba el paso de la infantería y se tañía para arengar a los soldados antes de que entraran en combate. Derivó en el pífano, considerado un instrumento casi estrictamente militar: la «Marcha Real», himno de España, nació para los pífanos de los granaderos. En el polo sur de lo «áulico», la traducción latina «tibia» —el hueso hueco de los instrumentos de viento prehistóricos— derivación poética del aulós y, cómo no, acepción política: los consejeros áulicos que susurran y sugieren como sones agudos.
La política se ha cruzado tanto con el ser y el hecho humanos que forma parte de su esencia. Se puede aseverar que hace política incluso quien dice no hacerla o la detesta: la omisión de la política o apolítica no hace sino afirmarla. Lo apolítico es un sofisma que dícese de centro y generalmente vota a la derecha. Y entre ambos, Mesopotamia, el paraíso terrenal hedonista de la «divina acracia» de lo apolítico apolíneo.
La música ha estado, está y estará en un entorno político, a veces en el centro mismo de la política. Resultaría prolijo hacer un compendio general de dicha relación, y no es tal la pretensión de esta obra, ya que es probable que tal informe lo convirtiese en un libro imposible. He colisionado con ese imponderable cada vez que he intentado buscar un común denominador en la música, porque su absoluto siempre acaba desbordando la pretensión de concretar.
Así pues, mi ensayo sobre música y política es una suma de hechos significativos que predican e ilustran esa relación, pero que de ningún modo la acotan: queda mucha música y política fuera de este trabajo. Enrique Lynch dijo que «narrar es echarle un lazo al tiempo»; yo le echo un lazo a un tema amplísimo desde donde yo conozco y con conocimiento de causa puedo hablar. Lo he titulado La sinfonía de la libertad por la enormidad semántica de las dos palabras axiológicas. La sinfonía une voces, la libertad hace a la música y hace a las personas.
Complemento cada capítulo con una banda sonora que pretende aportar un valor de uso a la reflexión. Ya que se trata de un libro de música, pensé que debía dar pistas para escucharla, para facilitar al lector que sea también oyente. Las referencias aparecen en formato CD, pero algunas se encuentran también en vinilo y otras se pueden capturar en soportes como MP3 o YouTube, aunque no siempre en las versiones que sugiero.
Propongo también, en consecuencia, un libro de viajes por muchas músicas, la pasión por el descubrimiento de obras, autores, intérpretes…, por el Google Earth musical que es YouTube. Esa parte práctica del libro es la que viene en cursiva.
Todas las obras, compositores e intérpretes que recomiendo tienen el aval de que las conozco, la verificación del conocimiento empírico sin el cual la ciencia no existiría, pero sin el cual tampoco podríamos especular en la aventura literaria.
Mientras iba sumergiéndome en esta aventura literaria, he ido renovando las audiciones de buena parte del catálogo de la banda sonora que ahora propongo al lector. En la medida de lo posible, he escrito escuchando aquello sobre lo que iba escribiendo y, lo que es más importante, he ido tocando al piano bien una parte de lo que escuchaba, bien otras obras de los compositores que se constituyen en dramatis personae. El piano, como instrumento melódico, armónico y rítmico, ofrece la posibilidad de tentar lo sinfónico. ¡Liszt llegó a escribir para piano sinfonías de Beethoven y partes del Réquiem de Mozart!
A efectos literarios, los que nos ocupan, hacer música con la música sobre la que voy escribiendo me ha concedido la introspección que únicamente el arte de los sonidos proporciona. La música es el único arte que permite que quien la interpreta recree a su manera y en su momento aquello que el artista creó a su manera y en su momento. No se puede volver a escribir El Quijote ni a pintar Las meninas ni a esculpir el David ni a levantar la catedral de Burgos. Pero sí que es posible tocar exactamente lo mismo que tocaran Bach, Beethoven o Mozart. La obra del compositor no es fija, es el único arte que va reproduciéndose. Lo dijo Arnold Schönberg en su tratado de armonía, precisamente cuando explicaba la escala de do mayor: «Lo único que es eterno: el cambio; y lo que es temporal: la permanencia».
He estado, pues, dentro de la música sobre la que he escrito. Por ello me gustaría que este fuera un libro para ser escuchado.
BANDA SONORA
Bach, Puccini, Mozart, Harnoncourt, Karajan, Celibidache, Wagner.
Nacimiento, amor, muerte, los motivos nucleares de la vida y de la música.
El Oratorio de Navidad es una obra deliberadamente estacional, saluda el solsticio de invierno que los cristianos santifican desde la fe con el nacimiento de Cristo. Así como las dos Pasiones, de similar valor en el calendario creyente sí se interpretan tradicionalmente en Semana Santa, el Oratorio de Navidad no goza de lugar en la agenda, aunque se trate de una obra cumbre del repertorio sinfónico-coral de Johann Sebastian Bach.
Una gran versión es la de Nikolaus Harnoncourt con el Concentus Musicus de Viena (TELDEC), pero para lo bueno y para lo malo es una lectura muy arqueológica. Para escucharlo en casa, prefiero la de René Jacobs y la Akademie für Alte Musik Berlin (Harmonia Mundi). Bach lo compuso cosiendo diversas cantatas cuando ya había alcanzado los cincuenta años, y se estrenó en la iglesia de San Nicolás de Leipzig, en 1734. Allí me fui a escucharlo con unos auriculares y a probar cómo sonaba en su órgano la Tocata y fuga en re menor, viendo crecer nota a nota el suntuoso acorde de séptima disminuida del final del segundo compás.
No hay historia de amor más perfecto que el de Madama Butterfly, la joven geisha que se hace el harakiri cuando descubre que el hombre que llenó su corazón era un caradura. Me rindo ante la partitura de Giacomo Puccini, leída por la batuta de Herbert von Karajan y la voz sensual de Maria Callas, con la Orquesta y Coro de la Scala de Milán (EMI).
El Réquiem de Mozart es uno de los hitos de la historia de la música y, pese a tratarse de una obra clásica, ha logrado penetrar en la cultura popular gracias a la leyenda —tan falsa como genial— urdida por la película Amadeus, de Milos Forman.
Abundan los registros de la obra, aptos para todos los gustos. Pero son tantos que me gustaría recomendar el que no quiso serlo: Sergiu Celibidache se negaba a grabar porque consideraba la música desde la fenomenología —«La música es mientras se hace», y fotografiarla la reduce—. Aun así, por fortuna se grabaron las retransmisiones radiofónicas de los conciertos en los que dirigió a la Filarmónica de Munich. Su Réquiem en sello pirata (Artist), de tempo más que lento, no tiene parangón en su espiritualidad póstuma. Ni las toses del directo ni los fritos de las interferencias pueden con él.
Para el preludio de Los maestros cantores de Nuremberg, recomiendo ver en YouTube la versión de sir Georg Solti con la Orquesta Filarmónica de Chicago. Solti entendió bien a Wagner y lo dirigió con diferentes orquestas. Por su nacionalidad judía, y la autoridad moral del perseguido que tuvo que huir de su país, fue el primero que absolvió a la música de Wagner de contaminaciones nazis de las que no era culpable. La música no delinque. Jamás.
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Ad libitum
La libertad musical
La libertad es esencia de la música. Su origen en las simas espirituales, que la eleva a las cimas emotivas, fue la llave que abría las cancelas que las clausuras de los monasterios cerraban. Cum clave, «con llave»: he ahí la etimología de la palabra «cónclave», la reunión de cardenales que elige Papa, la más clausurada de todas las clausuras.
En la Baja Edad Media, cuando las grandes órdenes de los Benedictinos y los Cistercienses alojaron los cuerpos de los monjes en celdas, sus almas consiguieron liberarse gracias a la inestimable ayuda de la música.
San Agustín, partiendo de Plutarco, ya les había enseñado que las palabras sustentan la música, incluso que cantando se ora por duplicado, y los frailes sustentaron su música sobre la palabra de Dios. Homero y Virgilio, Safo y Horacio, cantaron al Olimpo con sus versos rítmicos, y el gregoriano hizo lo propio con el santoral cristiano.
La música trascendió la clausura, y nada volvió a trascenderla hasta que apareció internet, mil años después. La música es energía, son ondas que permiten viajar a lo intangible. La nube que era la peana de Dios precedió a la nube tecnológica.
Tal vez por esa inspiración de los místicos, el mismo Agustín de Hipona, primer musicólogo de nuestra era, escribió que «la naturaleza de la música no es corpórea y habita en íntimas moradas donde está libre de toda forma tangible». «La música no pesa», concluyó, y elevó el corolario a la más plausible teoría de la trascendencia: «Los cuerpos resucitados no serán más que música». Einstein, también notable músico, le dio la razón cuando desde la física nuclear dijo más o menos lo mismo, al hacer convertibles materia y energía si se multiplican por la velocidad de la luz, es decir, ¡ondas!
El canto gregoriano tomó del latín la expresión ad libitum, que significa «a placer, como guste», una libertad perfeccionada por la calidad. La notación gregoriana era minimalista, permitía que el monje diera rienda suelta a su creatividad. Empezaron anotando in campo aperto, «en campo abierto»; he ahí otra manifestación de lo libérrimo. Y en nuestros días el ad libitum se ha inmiscuido incluso en la moda, debidamente apocopado para hacer el latín un poco inglés y apto para el consumo general: Adlib.
La música fue creciendo, como una integral aritmética que suma y suma voces e instrumentos, desde el cero rítmico del latido cardíaco hasta el infinito de la Octava de Mahler, llamada Sinfonía de los mil debido al número de intérpretes que exige. Pero en el crecimiento, la música mantuvo el ad libitum en su código de señales, para indicar al intérprete que su libertad estaba por encima de notas y compases; que, como en la mismísima teología escolástica coetánea del gregoriano, la conciencia estaba por encima de los mandamientos.
Tomás de Aquino inventó aquel tratado de Dios y fue también el autor del primer himno gregoriano, que ha llegado intacto hasta nuestros días: el «Pange lingua», la evocación de la eucaristía cuyos versos musicales recreó el mismísimo Johann Sebastian Bach. En el siglo XVI, Tomás Luis de Victoria lo había recreado conforme a sus tiempos renacentistas. En el XX lo hizo el grupo Mocedades con acento pop. Entre uno y otros, surgieron variaciones sobre un mismo tema para todos los gustos, con un Schumann que roza lo sublime desde la máxima sencillez de transportar al piano un coral de Bach, en el Álbum para la juventud.
La libertad es tanto a la música que se alzó sobre los cimborios góticos y el monje pudo ayudarse de la mejor pértiga en su salto hacia la aeronáutica de la velocidad de la luz. La nómina clerical de músicos es amplísima. Empieza en el siglo IX, con dos masterpieces: los benedictinos Guido d’Arezzo e Hildegarda von Bingen, una mujer en un mundo de hombres y, por consiguiente, muy pero que muy adelantada a su tiempo.
Arezzo puso nombre a las notas con un acróstico de un himno (¡un himno!) a san Juan: «UT queant laxis / REsonare fibris / MIra gestorum / FAmuli tuotum / SOLve pollut / LAbii reatum / Sancti Ioannes» («Para que tus siervos puedan hacer resonar a toda voz las maravillas de tus milagros, limpia de pecado nuestros labios impuros, san Juan»). Hildegarda escribió las primeras partituras que se conservan y predicaba cantando, porque teorizó que la palabra era el cuerpo, y la música, el alma. El papa pianista Ratzinger la hizo santa.
En nuestros días he conocido a monjes músicos que cantaron a la libertad también desde la política. El abad dom Cassià M. Just abrió las puertas del monasterio de Montserrat a la lucha antifranquista, sin distinción de colores ni prejuicios. Allí se reunieron en diciembre de 1970 intelectuales y artistas —entre ellos, dos futuros premios Nobel, García Márquez y Vargas Llosa— para impedir seis penas de muerte que la dictadura, pertrechada en un tribunal militar, ya había sentenciado.
Pero el legado de dom Cassià M. Just por la libertad llegaba has