INTRODUCCIÓN
Un golpe posmoderno
La deriva ilegal del independentismo catalán ha sido el mayor desafío que ha tenido que afrontar la democracia española contemporánea. Es un fenómeno complejo, emparentado con casos como el Brexit, que se desarrolla en un contexto de repliegue identitario y de rechazo al establishment. Combina muchos elementos e inspira visiones polarizadas e inevitablemente simplificadoras.
Como escribió Miguel Aguilar en la revista Letras Libres, existía un malentendido en la cuestión catalana:[1] consistía en la confusión entre dos problemas diferentes. Por un lado, estaba el asunto de la financiación y el encaje de Cataluña en España. Por otro, la aventura ilegal en la que se metió el Gobierno catalán. Esa aventura ilegal y sus consecuencias son el tema de este libro.
Ya hemos podido ver algunos efectos de la deriva anticonstitucional: la quiebra de la convivencia, las pérdidas económicas, la tensión política y social, un grave desgaste de las instituciones autonómicas y estatales. Todavía no podemos calcular con precisión la gravedad de los hechos, ni sabemos lo fácil —o posible— que será recomponer lo que se ha roto, apagar las pasiones que se han alzado o gestionar la frustración de muchas personas que creyeron honestamente en las bondades de una mercancía averiada, pero parece claro que el episodio ha sido muy negativo para Cataluña y para España.
En este descalabro se han cometido muchos errores, a lo largo de mucho tiempo. Quizá el Gobierno español ha hecho demasiado poco y demasiado tarde, tras desdeñar el problema durante años. Posiblemente José Luis Rodríguez Zapatero sobreestimó, como sucedió en otras ocasiones, la capacidad de las buenas intenciones para arreglar problemas complejos, e infravaloró el daño que pueden causar las consecuencias inesperadas. El Gobierno del Partido Popular reaccionó en el último momento y dio a veces la sensación de minusvalorar el conflicto o de abordarlo con una rigidez excesiva: lo de Cataluña, parecían pensar algunos, era una algarada. Ha habido en España líderes irresponsables, declaraciones imprudentes y campañas estúpidas. Pero que los errores estén repartidos no significa que todos los implicados tengan la misma responsabilidad: quienes rompieron la legalidad fueron las autoridades independentistas catalanas. Hablar de esa vulneración de la ley no es defender el statu quo o parapetarse en el inmovilismo: esa ruptura entrañaba la violación de los derechos de quienes no pensaban como ellos.
Con todos sus efectos negativos, lo que ocurrió en los últimos meses de 2017 también tiene un aspecto pedagógico y casi fascinante. Era algo inédito: una rebelión contra una democracia liberal en una región donde la renta per cápita supera los 25.000 euros. Fue un curso de política en tiempo real, un experimento en el que se debatía quién tiene la autoridad legítima y en el cual se enfrentaban dos concepciones de la democracia: una liberal pluralista, la otra iliberal y plebiscitaria. Una apelaba a la separación de poderes; la otra, a la voluntad general de «un solo pueblo». Se discutía qué es un golpe de Estado, cuál es la comunidad política y de solidaridad, quién tiene el monopolio de la violencia legítima. ¿Una revuelta posmoderna, líquida, sería capaz de vencer a un Estado moderno?
Hemos visto la rebelión, revestida de todas las convenciones y la retórica de la lucha por la dignidad de los pueblos oprimidos, de una minoría rica contra una democracia liberal. El desafío es abierto, claro, pero en apariencia pacífico. Se quebraron las leyes, se denunció a los críticos en las redes sociales y se atacaron sedes de partidos contrarios a la independencia, pero no hubo violencia física explícita. Esto a menudo contrastaba con un lenguaje extremadamente inflamado y emocional.
Las revoluciones de los ricos no son infrecuentes, pero una particularidad de esta rebelión es que a mucha gente le parecía que poseía un componente progresista, aunque por medio del procés los ricos trataban de librarse de los pobres. Algunos factores tienen que ver con la historia de la península, así como con la mitología nacionalista, pero, del mismo modo que presentar este fenómeno como una discusión entre Cataluña y España es falaz porque oculta el conflicto entre catalanes, también sería un error verlo en coordenadas meramente hispánicas. En su génesis y en su resolución confluyen asimismo factores globales, como la crisis económica, el debilitamiento de la soberanía política y la pérdida de confianza en el futuro que han experimentado muchas sociedades occidentales. A su vez han desempeñado un papel importante el rechazo a las instancias mediadoras, la importancia de la identidad, la promesa demagógica y una visión maniquea potenciada por los mecanismos de la conversación digital. En muchos sentidos —desde las apelaciones a la democracia directa y el rechazo a la mediación, desde el uso fraudulento de los datos, hasta la demonización de las normas que vienen de otro lugar, pasando por la esperanza en una combinación de aislamiento y globalización— el procés recuerda al Brexit, y ambos acontecimientos comparten la paradoja de que una población alabada por su sensatez y su rechazo al aventurismo se transforma de pronto en romántica.
El episodio, que alcanzó su punto culminante en el otoño de 2017 tras cinco años de proceso, con la declaración de una República que no llegó a ser, ha sido un golpe posmoderno. Para Hans Kelsen, un golpe de Estado se produce cuando un orden legal es anulado y sustituido de forma ilegítima, es decir, de una manera no prescrita por el primer orden. Eso es lo que ocurrió en el Parlament el 6 y el 7 de septiembre.
Pero el golpe, o el intento, también ha sido ambiguo, no declaradamente violento, siempre negable. La forma de cruzar una línea roja es hacerlo muy despacio, de manera que no se sabe exactamente cuándo la has atravesado: ¿el 6 y el 7 de septiembre, cuando la escuálida mayoría secesionista pasó por encima del Estatut, de la Constitución, de los derechos de los diputados de la oposición y del propio reglamento parlamentario, aprobando una Ley de Transitoriedad y una Ley del Referéndum con menos del 48 por ciento del voto popular y poco más de la mitad de los escaños, menos de lo necesario para una reforma de menor importancia como una modificación del Estatut, o simplemente cambiar al Síndic de Greuges (el Defensor del Pueblo)? ¿El 1 de octubre, con la celebración (o no) de una votación ilegal, obstaculizada por la policía? ¿El 10, cuando el presidente de la Generalitat Carles Puigdemont declaró la independencia y la suspendió ocho segundos después? ¿Esa madrugada, cuando los diputados secesionistas firmaron una carta sin membrete que proclamaba la independencia? ¿El lunes siguiente, cuando ante el requerimiento del Gobierno español para que confirmase si había habido declaración unilateral o no, Puigdemont evitó dar una contestación clara, sabiendo que todo lo que no fuera un «no» se entendería como una admisión? ¿El 19, cuando el president escribió a Mariano Rajoy que si no había diálogo el Parlament podía votar la declaración de independencia, lo que daba a entender que no se había declarado nueve días antes, y al mismo tiempo era una forma de amenazar al Estado? ¿O cuando los secesionistas la votaron el día 27, de nuevo sin la oposición en la sala, de manera secreta y contra los criterios de los letrados de la cámara, lo que inevitablemente provocaba la aplicación del artículo 155 de la Constitución, a fin de restaurar la legalidad en Cataluña?
Durante buena parte del procés existía la percepción de que solo era una especie de declaración de intenciones, una cosa expresiva, «posmoderna». Esa táctica buscaba que, en cierto momento, esa transgresión fuera para el Estado una cuestión seria, y provocara una respuesta. La respuesta del Estado, pensaban los independentistas, tendría que ser moderna, y la opinión pública y el mundo no podrían aceptarla. Siempre se vería como algo desproporcionado, y permitiría que quienes habían asaltado el Estado de derecho se presentaran como mártires democráticos y lograran los apoyos necesarios, internos y externos, para alcanzar sus objetivos.
En estos meses, quizá los más tensos de la política española en decenios, era fácil hartarse de la gente que decía que estaba harta de hablar de Cataluña. El asunto monopolizó el debate nacional, e impidió que se trataran otros asuntos urgentes e importantes. Pero no creo que sea solo una cuestión de banderas, o algo que podamos pasar por alto. Lo que se discutía eran cosas muy importantes, como qué es el demos o el tipo de democracia que queremos tener. Hemos visto un cuestionamiento de las instituciones intermedias, un asalto a la democracia realizado en nombre de la democracia. Hemos visto también la capacidad de reacción que tiene un Estado frente a un asalto de estas características. La idea de que estábamos ante un proceso de abajo arriba y casi espontáneo era falsa, pero se utilizó como argumento para violar las garantías de la democracia liberal: este es un conflicto que se repite, con variantes, en nuestro mundo moderno, inmerso en una crisis de la mediación y, por tanto, de la democracia representativa. La inmensa mayoría de estos ataques —la presión a los tribunales, las concentraciones que a sabiendas o no exigen la retirada de la presunción de inocencia en el tipo de crimen que más nos preocupa, la petición de que un programa ofensivo sea eliminado de la parrilla o el despido de columnistas demasiado conservadores o demasiado izquierdistas— se realizan en nombre del bien, y quizá sin pensar en las consecuencias negativas. Con la idea de que ese armazón liberal, para lo privado o lo público, solo debe proteger a los buenos y únicamente debe sostener a las buenas causas.
A lo largo del procés se ha hablado mucho de la batalla por el relato. Hemos visto una producción extraordinaria de análisis: estudios empíricos, reflexiones sobre la organización y la función de los medios o de la educación, polémicas y visiones enfrentadas. Todo ello ha formado parte del aprendizaje de muchos ciudadanos y ha sido útil para escribir este libro. La crisis catalana colocaba a muchos comentaristas en una posición incómoda: tenían que defender el sistema. Eso no significa que debieran negar sus defectos, o que uno fuera necesariamente defensor de que la articulación entre Cataluña y España permaneciera en los términos actuales. Algunos eran partidarios de más o menos autonomía, de opciones como el referéndum o una reforma constitucional. Entre ellos había federalistas y centralistas, y personas que ocupan espacios muy distintos del espectro ideológico. Pero, para gente cuyo negocio es la diferencia, producir miradas levemente dispares, esa posición no dejaba de ser un chasco. Algo que vas descubriendo a medida que envejeces es que no eres tan especial: en cierta medida, eso es hacerse adulto. Pero un columnista o un comentarista quiere ser siempre joven. Y posiblemente lo necesite.
Christopher Hitchens decía en sus memorias que la tarea del intelectual es mostrar la complejidad de las cosas, atender a la gama de grises, encontrar los elementos que quizá se habían pasado por alto pero que ayudan a entender la situación. Sin embargo hay casos, decía Hitchens, en los que el trabajo consiste en trazar una línea entre los grises, en hacer distinciones esenciales y sencillas. Creo que algo así sucedió en la deriva ilegal del procés.
El objetivo puede parecer contradictorio: impugnar el relato simplificador que han intentado imponer los independentistas, por fidelidad a la realidad y en defensa de una democracia más compleja.
Como eran dos problemas diferentes, el fracaso del procés, que se derritiera al entrar en contacto con la realidad, no supone el final del problema. Para encontrar soluciones se necesitarán inteligencia, firmeza, flexibilidad, generosidad, pragmatismo y una buena dosis de suerte.
El separatismo viene del pasado, y nos ha puesto frente a cosas que ya no creíamos que fueran a suceder: la discusión por las fronteras, el conflicto étnico, la posibilidad real de violencia. Pero quizá también anuncia el futuro.
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Cómo combinar lo viejo y lo nuevo
Lo que hemos visto en Cataluña es algo muy moderno: el asalto al Estado de derecho por medio de un procedimiento no abiertamente violento, transmitido y transformado en la cacofonía de las redes sociales. Se ha servido de técnicas contemporáneas y viejos trampantojos, de una sensibilidad antiestablishment y del cambio en la economía de la comunicación: las persecuciones a los críticos en Twitter, la sustitución de la argumentación por el sarcasmo, la proliferación de noticias e imágenes falsas.
Entre los logros del independentismo está convencer de que se trataba de adquirir un derecho —el derecho a decidir, un eufemismo afortunado de la autodeterminación—, cuando en realidad se intentaba quitar un derecho a los demás. Para lograr el objetivo de la independencia, se pretendía sustituir la democracia liberal pluralista por una concepción plebiscitaria que permitiría la imposición de la voluntad de una minoría de catalanes. Una sociedad diversa quedaba reducida a una cuestión binaria: el deseo de un pueblo y los que querían coartar su libertad.
Los dirigentes y comentaristas que defendían la secesión han mentido sobre el pasado, el presente y el futuro: en el terreno económico, por ejemplo, se falsearon las cifras de la contribución de Cataluña al resto del Estado, se inventaron balanzas fiscales en otros países y se dijo que la salida de Cataluña de España no tendría efectos económicos negativos.
Hay también una especie de vaciado de las palabras. Se habla de más democracia, pero no se sabe exactamente qué significa eso. La declaración de independencia dejó al comentarista indeciso: ¿era un ejemplo de astucia o una muestra de incompetencia? El lenguaje es incendiario o conciliador, pero a la vez no quiere decir exactamente lo que dice. Los conceptos se han convertido en metáforas, que pueden designar lo que a uno le parezca mejor. El clamor de la calle es más importante que las instituciones, la representación y la mediación. Es una estrategia de movilización populista.
El populismo contemporáneo es un estilo político, una ideología vaporosa que suele combinarse con otras ideologías. Fernando Vallespín y Máriam Martínez-Bascuñ