Salomón no era sabio, dice Celia Amorós. Se trataba, tan solo, de un patriarca con capacidad para tomar decisiones que, una vez tomadas, y por la única razón de que eran suyas, se convertían en sabias... por los siglos de los siglos... Es decir, Salomón tenía autoridad. Amorós ha estudiado a fondo la razón salomónica no porque tuviese o no razón en el famoso juicio sobre la madre verdadera, sino porque con su aclamada sentencia, aquella de partir el niño por la mitad, el supuesto sabio sentó cátedra y fundó escuela al determinar que la palabra de las mujeres no vale nada, aún más, que precisamente dice la verdad quien reniega de lo dicho hasta entonces. Vamos, que las mujeres no tenemos palabra de honor.
El juicio se desarrolla, según cuenta la Biblia, cuando se presentan ante Salomón dos mujeres disputando sobre quién es la madre de un bebé. Ambas aseguran que el niño es suyo. Sin más elementos a tener en cuenta que la palabra de ambas, Salomón sentencia que se parta al pequeño por la mitad para repartirlo entre las dos. Una de ellas, entonces, se retracta. Y así se relata en el texto cristiano:
La mujer que era madre del hijo vivo clamó al rey (porque se le conmovieron sus entrañas por amor a su hijo): Dale, te ruego, ¡oh señor!, a ella vivo el niño, y no le mates. Al contrario, decía la otra: ni sea mío ni tuyo, sino divídase.
Entonces el rey tomó la palabra y dijo: Dad a la primera el niño vivo, y no hay que matarlo, pues ella es su madre.
Divulgóse por todo Israel la sentencia dada por el rey, y se llenaron todos de temor hacia él, viendo que le asistía la sabiduría de Dios para administrar justicia.
De esta manera –sin ninguna prueba ni investigación de tipo alguno–, el patriarcado, como explica Amorós, da la razón al patriarca: madre es la que quiere la vida del hijo aunque se lo arrebaten, aun a costa de su propia deslegitimación, de la descalificación de su palabra. Nadie ha explicado por qué no podía ser la verdadera madre la que coloca por delante su honor, la honradez y verdad de su palabra. Todo lo contrario, se entrega el niño, como premio, a la que se desdice de su propio testimonio.
Frente a ello, la propia Celia pone dos ejemplos históricos de cómo se resuelven estas situaciones en el caso de los varones. En el primero, recuerda la leyenda de Guzmán el Bueno en la Reconquista, quien, puesto ante el dilema de ceder la plaza militar o ver cómo sus enemigos asesinan a su hijo tomado como rehén, decidió lo segundo. También se cuenta que el general Moscardó se vio en situación parecida en la guerra civil al tener que decidir entre la vida de su hijo y la rendición del Alcázar de Toledo. Como Guzmán el Bueno, optó por sacrificar a su hijo. Ambos son considerados héroes y hombres de palabra, de palabra de honor. Aún más. A diferencia de la madre salomónica, a pesar de optar por la muerte de sus hijos, no por ello dejan de ser considerados verdaderos padres. Guzmán, el BUENO, así ha pasado a la historia.
Así, y por los siglos de los siglos, ha quedado insertada en nuestra cultura la convicción de que la palabra de las mujeres es irrelevante y carece de valor testimonial. Celia Amorós profundiza magistralmente cómo, desde entonces, las mujeres quedamos inhabilitadas para fundar genealogía –íntimamente unida a la herencia–, y por lo tanto no acumulamos ni instituimos sabiduría.[1]
La vigencia de la escuela salomónica es tal, que aún hoy la palabra de las mujeres no es creída. En algunos países ratificado por ley, es decir, las mujeres no pueden testimoniar en un juicio; en otros, se necesitan dos testigos mujeres por cada hombre –legalmente la palabra de las mujeres vale la mitad–; y, en otros, la igualdad ante la ley no ha sido capaz de modificar la costumbre. En nuestro imaginario colectivo permanece la verdad patriarcal de que las mujeres mienten (las niñas también).
Solo con ese sustrato cultural es posible el arraigo popular de un bulo como el que dice que hay miles de denuncias falsas en los casos de violencia de género, por ejemplo. Una gran mentira desmentida sistemáticamente por los datos oficiales, que sin embargo se continúa empleando como si fuera cierta.[2] Pero, además, aún quedan salomoncitos a montones, como diría Amorós, dictaminando sus sentencias en las cuestiones que afectan a las mujeres y emitiendo juicios, tan sabios como el del rey sabio, es decir, aprovechándose de que la autoridad y la sabiduría son patrimonio masculino puesto que a las mujeres nos ha sido expropiado.
Rebeca Solmit ha puesto nombre, mansplaining –o al menos lo ha popularizado–, a la versión moderna de este expolio masculino de autoridad.[3] «Los hombres me explican cosas, a mí y a otras mujeres, independientemente de que sepan o no de qué están hablando. Algunos hombres», dice Solmit. El Diccionario Oxford ha definido mansplaining así: «Dícese de la actitud (de un hombre) que explica (algo) a alguien, normalmente una mujer, de un modo considerado condescendiente o paternalista.» No estamos hablando (solo) de la cara del encargado del taller cuando llevas el coche a reparar y del tono con el que te explica que se ha roto el manguito sin que se le pase por la cabeza que quizá puedas ser ingeniera de automoción. La cosa es que si supiera que eres ingeniera de automoción, te lo explicaría con la misma cara y el mismo tono.
Como te explican «eso del feminismo» señores que no han leído una línea sobre el tema, ni sabrían decirte el nombre de ninguna filósofa feminista, aunque tú acabes de publicar un libro sobre el asunto (pongamos por caso).
Una palabra nueva para una actitud antigua, pero cotidiana aún en los hombres del siglo XXI. Algunos hombres. Solmit ha dado en el clavo poniéndole nombre a otro problema que no lo tenía y que además es uno de los pilares de la nueva misoginia, la convicción de que la autoridad y la sabiduría son cualidades masculinas y atributos de los que aún no gozamos las mujeres.
LA NUEVA MISOGINIA
El término misoginia está formado por la raíz griega miseo, que significa «odiar,» y gyne, «mujer», y se refiere al odio, rechazo, aversión y desprecio hacia las mujeres y, en general, hacia todo lo relacionado con lo femenino. Esperança Bosch y Victoria A. Ferrer señalan que, cuando hablamos de misoginia, nos estamos refiriendo a una actitud que tiene claros puntos de contacto con lo que se ha denominado sexismo tradicional u hostil.[4]
Paradoja donde las haya, en los últimos años se ha extendido una corriente de opinión que defiende la paulatina desaparición de la misoginia e incluso del sexismo, a pesar de que los indicadores muestran que la violencia de género, en todas sus manifestaciones, lejos de desaparecer es un fenómeno en plena expansión al que ninguna sociedad es capaz de poner freno.
Con esta expresión, violencia de género, denominamos la violencia que sufren las mujeres por ser mujeres, no por ninguna otra razón. Es la violencia que ejercen los hombres que consideran que las mujeres son de su propiedad y/o les deben sumisión y obediencia. Naciones Unidas la define como todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pue