1
Intrusión
Ajena al futuro que está llegando, Nora Robles viste un traje de un diseñador cuyo nombre no sabe pronunciar. La tela, tejida a medias con fibras inteligentes, a medias con la mejor lana italiana, camufla la armadura reactiva que lleva debajo. Parte de su misión como polizo de escolta cercana es no llamar la atención.
Cambia de postura para descansar las piernas. El roce de la tela satura la ultrasensible entrada de audio de la consola. Los filtros actúan de inmediato y eliminan los molestos ruidos. El mundo vuelve a llenarse de susurros que solo con sus oídos no hubiera percibido. Oye a la perfección, como si estuviera dentro del teatro, el sonido de los violines, los metales de la orquesta y la voz del barítono subiendo y bajando escalas.
Su puesto está en el perímetro exterior del Teatro Real, junto a un enorme macetero. En la visión aumentada que la consola entrega a su cerebro, la red de seguridad es un denso esquema de líneas balísticas, zonas libres y zonas rojas, accesos aéreos y caminos optimizados de vigilancia que se superponen a la realidad tridimensional. Mueve la cabeza para obtener una panorámica y entonces pierde la visión por completo. La consola se ha apagado. Al instante vuelve a ver, pero percibe el mundo a través de los ojos desnudos, sin las mejoras introducidas por las cámaras de alta sensibilidad de la consola. Su visión natural, como la de todos los humanos, es pobre, defectuosa.
Ha perdido también las comunicaciones. Nora se envara, está sorda y ciega. Podría ser un ataque que ha comenzado derribando el espacio cibernético de seguridad, pero no. La consola se reinicia; de inmediato vuelve a tener visión mejorada, a escuchar el susurro de las comunicaciones tácticas, a oír la música en el interior del teatro. En un parpadeo, el sistema experto de la consola, como si acabara de llegar a la fiesta tecnológica, vuelve a localizar a los francotiradores ocultos en los rincones más insospechados de los tejados que circundan la plaza de Oriente y a identificar a los compañeros polizos que la rodean. Todos ellos aparecen en rojo, como posibles enemigos. Las alarmas se disparan. Nora espera. Las consolas comienzan a hablar entre ellas, a preguntarse y a responderse. Intercambian en microsegundos megabytes codificados en términos de amigo-enemigo mientras impiden que los gatillos de las armas se liberen y puedan ser disparadas. Tras la tensa conversación electrónica, las consolas se reconocen como miembros del mismo bando. A consecuencia de ello, los polizos y francotiradores que brillaban en rojo sangre relucen ahora en un tranquilizador verde fosforescente.
Nora vuelve a respirar. Quitando el fallo de la consola, que últimamente hace cosas raras, todo parece ir bien.
Se permite el lujo de estirar la espalda para aliviar el dolor que siente a causa de una antigua lesión, una rotura de fibras, que no termina de sanar. Sabe que necesita una regeneración de nivel tres, pero su seguro no la cubre. Tendría que ahorrar mucho si quisiera que le arreglaran los tendones para que no volvieran a molestarla.
—Chequeo cinco, cinco. Hemos notado un parpadeo de su consola.
—Cinco, cinco, todo OK. Consola reiniciada.
Reconoce la voz del controlador de los Ramoneda, el viejo Stearsky. Nora sonríe. Nadie sabe mejor que él que las comunicaciones vocales están obsoletas. Son demasiado lentas y poco fiables, pero aun así sigue usándolas. Son costumbres de toda una vida, supone, seguridades inconscientes, caminos de los que tu cuerpo parece reacio a desviarse a pesar de tener la tecnología más avanzada a tu disposición.
Vuelve a cambiar de postura. Siente ganas de mear. La armadura carece de sistema de contención biológica para nada que no sea sangre o vísceras. Se aguanta las ganas. Es cierto lo que Stearsky le dijo una vez: «La capacidad más valiosa de un polizo es una vejiga enorme».
Por lo que gritan dentro del teatro supone que no queda mucho para que acabe la función. El sol aún no se ha puesto y sus rayos oblicuos reverberan en las muchas superficies de metal y cristal del edificio. Lo poco que quedó del antiguo Palacio Real después de que fuera destruido en las guerras corporativas fue usado para construir una enorme montaña luminiscente, cruce entre auditorio, monumento, estación de transporte y centro comercial.
En un rincón de su visión ve pasar una cinta de iconos. Los traduce mentalmente; activación vehículos, control chequeo de sistemas terrestres, control chequeo de sistemas aéreos. Escuadra de escolta motorizada, en verde.
El grupo de vehículos de los Ramoneda, que incluye una limusina Mercedes-Hyundai y una escuadra de motos, calienta motores. Nora imagina a Domingo, uniformado de tela italiana como ella, al manillar de una de aquellas motos tácticas, el casco engarzado con la armadura, el cuerpo macizo, sin una gota de grasa; tenso y atento a las órdenes, esperando para preceder al vehículo del viejo Ramoneda hasta su casa en la sierra.
Se obliga a volver a la posición de firmes. Hace un esfuerzo por concentrarse y estar preparada. No es buen momento para pensar en Domingo y en lo que harán después, cuando hayan dejado en su cuna de oro al viejo Ramoneda y a su mujer.
Escucha el sonido de los aplausos. El código de activación de su escuadra le llega milisegundos después. Tienen que cubrir la seguridad del trayecto de los Ramoneda desde el interior del teatro hasta los vehículos, uno de los puntos más críticos de cualquier escolta. El plan de seguridad, las zonas de cobertura de las que tiene que responsabilizarse y las líneas balísticas, se sobreponen en su visión de la escena mediante vectores y zonas iluminadas. Solo tiene que seguir las indicaciones.
Aún tardan en salir. Los transportes, ordenados por estricto orden de importancia de sus dueños, esperan en una larga fila en la puerta del teatro. La luz de las farolas comienza a brillar en las chapas de carbono lacado de aquellas enormes máquinas.
Su consola entra en modo de espera interferida, un sistema de seguridad de rango superior la ha inhibido. No puede hacer uso de la red táctica ni tampoco de su arma, que está bloqueada. De pronto el cielo se llena de drones artillados. Aquellas máquinas y sus sistemas de tiro automático los mantienen encañonados. Segundos después, el helicóptero del presidente de la Confederación Empresarial de Madrid despega desde el tejado del Teatro Real. La mayor parte de los francotiradores y policías que rodean el teatro desaparecen. Ahora la seguridad pasa a ser un asunto estrictamente privado, como si no lo fuera siempre.
El helicóptero del presidente se ha evaporado en el amplio cielo del atardecer pero no ha recuperado todavía el uso de las funciones tácticas de su consola. Nota una palpitación en la garganta, el corazón se le acelera. El lapso no debería ser tan amplio, algo no va bien.
Nora, sin órdenes todavía del comando táctico, se dirige a la puerta del teatro. Allí Ramoneda y su mujer, exhibiendo amplias sonrisas, charlan y se despiden de otros empresarios mientras el coche les espera con las puertas abiertas. Seis polizos los protegen desde todos los ángulos. Una coordinación perfecta. Como siempre.
Su consola sigue muerta. Nota como sus compañeros también están intranquilos. Le hace una seña a uno de ellos, que le responde con un leve encogimiento de hombros.
Nora chequea su arma. El gatillo está liberado, pero sigue sin comunicaciones tácticas, sin identificación de rangos ni puntería integrada.
Los Ramoneda al fin caminan hacia el coche. Todo va a terminar.
Más tarde, cuando las grabaciones se analizaran fotograma a fotograma, se vería como aquel hombre salía del teatro y llegaba hasta el viejo moviéndose entre los polizos como un invitado más, sin despertar sospecha alguna.
La primera noticia que tuvieron de él fue su voz irrumpiendo en las consolas a todo volumen.
—Señor, yo no fui, se lo juro. Me conoce, trabajaba con usted en la empresa de suelo aéreo en el 45, justo después de las guerras. Yo la refloté, construí el núcleo de lo que es ahora su imperio.
Aún no sabían que un dispositivo militar chino había robado la identificación de control del presidente e imponía su rango sobre el resto de los sistemas. La salida de audio de ese dispositivo se emitía en todas las bandas, saltándose todos los filtros y todas las consolas presentes en un radio de varios cientos de metros.
Nora se dirige hacia la posible amenaza mientras anuncia por el canal táctico su movimiento.
—Intrusión electrónica y posible violación del espacio físico. Delta, Delta.
Ramoneda, el patriarca del clan, mira al intruso como si fuera una anomalía física, como si su existencia no se explicase con las leyes que gobiernan el universo.
—Solo le pido que revise el expediente de despido, es injusto. Después de tantos años sirviéndole, yo y mi familia hemos sido arrojados a la periferia, rodeados de criminales y miseria. Yo no lo hice, me tendieron una trampa, mire…
—¡Tiene un arma!
No tiene un arma, pero ni Nora ni nadie lo saben en ese momento. Lo siguiente que recordaría sería el fogonazo de su pistola al ser disparada una, dos, hasta tres veces. Las balas, de gran calibre y de fragmentación, lo revientan por dentro antes de que cualquier otro pueda disparar. No es consciente de lo que ha hecho hasta que el hombre cae fulminado.
De repente las comunicaciones regresan. Todo se vuelve un borrón de piernas, brazos y armas; una algarabía de gritos y órdenes codificadas zumbando furiosas en los espacios tácticos de las consolas.
Oye como el coche arranca. En menos de diez segundos Ramoneda y su mujer están lejos.
Nora aún tiene la pistola en la mano. Revisa su configuración de disparo, la reserva de balas, la carga, la capacidad de fragmentación, la precisión y multitud de otros parámetros que se le muestran en sucesivas capas de códigos en su espacio visual de trabajo.
Sigue sin recibir órdenes. Decide acercarse al hombre tendido y comprobar si está todavía vivo. Parpadea mientras le apunta con el arma. Está agonizando en medio de un enorme charco de sangre. Lo conoce, ha acompañado al viejo en alguna ocasión. Recuerda el traje impecable, la sonrisa, el pelo perfectamente peinado, las palabras resbalando de su boca, un inacabable surtidor de elogios. Ahora el traje está sucio y roto. Tiene el pelo alborotado y la cara amoratada de haber recibido muchos golpes. Le faltan dientes y vomita sangre mientras sus ojos giran ya sin ver.
Le viene a la memoria una conversación reciente con Domingo.
—¿Qué tienes en la mano?
—Un pequeño corte. Me lo hizo el diente de un imbécil.
—¿En el gimnasio?
—No, fue una cosa de los Ramoneda. Han pillado a un gerifalte pasándole informes a la competencia. Le han despedido y nosotros le dimos el homenaje.
—¿Lo habitual?
—No. El jefe dijo que no le castigáramos mucho, que había sido un viejo amigo de la familia. Además, no teníamos autorización para pasarlo a la policía, solo el despido.
—Eso es raro. Un delito como ese…
—Ya ves. No me puse los guantes y mira, un corte. Y encima no le pude dar bien por órdenes del jefe. Le hubiera reventado el alma al muy gilipollas.
El hombre tendido en el suelo tiene sujeto en las manos un fajo de hojas impresas que el viento ha comenzado a llevarse. Hojas de papel, algo tan poco habitual que Nora se agacha y coge una:
PROYECTO CIELO E INFIERNO, ACTA DE LA SESIÓN 29.
Levanta la vista. Delante de ella está el mismísimo Stearsky, el jefe del comando táctico de protección de los Ramoneda, su jefe. Extiende el brazo y Nora le entrega el papel antes de que pueda leer nada más. Los hombres del escuadrón de apoyo, vestidos con trajes de contención amarillos, comienzan a limpiarlo todo.
—Código Tango, Tango, repliegue a los vehículos de transporte.
Obedece. Aún sentada en la parte de atrás de la furgoneta blindada, sigue viendo la imagen del hombre tendido, la sonrisa de dientes ausentes y la mirada vidriada, manchada de sangre.
Sin saber por qué, se repite en su cabeza la frase que ha leído… «Cielo e Infierno.»
2
Vida
El sol de un otoño que tarda en convertirse en invierno insiste en despertarla. A su lado Domingo aún duerme; las anchas espaldas desnudas ocupan casi todo el colchón, una suave ondulación de carne donde la luz se vierte y resbala como aceite.
Tiene la consola en modo nocturno, no ha programado ninguna alarma, es sábado. Al suave toque de su consciencia, la consola sale del modo reposo y comienza a actualizar información en su campo visual. Sin levantarse de la cama, activa la televisión. Gracias a la tecnología de virtualización, cada pared de su casa puede transformarse en una pantalla gigante que solo ve y escucha ella y quien esté sincronizado a su consola. Se suceden imágenes de noticias, programas de variedades, anuncios, muchos y chillones anuncios. Pasa por todos los canales sin encontrar nada de su interés y detiene la virtualización.
Siente en el estómago la punzada del hambre, pero antes de desayunar tiene que someterse al control matutino.
En el baño, mientras orina con fuerza, el analizador integrado en la taza se activa. La consola médica cobra vida y repta fuera de su soporte; un largo ciempiés metálico primero le abraza la muñeca para aspirar sangre por una diminuta picadura y luego asciende por el brazo haciendo un análisis de la masa muscular y ósea. El insecto robótico le provoca escalofríos mientras se desplaza por la piel desnuda de su espalda. Anoche tomó una cerveza o dos. Sabe que no es suficiente como para que, a la mañana siguiente, su forma física se haya degradado tanto como para cometer alguna infracción en su contrato con los Ramoneda. El robot vuelve a su pedestal y su ojo rojizo se apaga. Quizá algún ordenador remoto esté ya descontando de su nómina los costes de no tener la glucosa, los triglicéridos, la grasa cutánea o el tono de los músculos dentro de los parámetros que especifica el contrato. En esos momentos desearía un trabajo menos físico, uno que no le obligara a estar tan sana, pero no hay nada que pueda hacer.
Suspira. No puede estar preocupándose siempre. Se levanta de la taza, entra en la ducha y se pasa diez minutos bajo agua recirculada. Luego se permite cinco minutos de agua limpia y fresca para aclararse. No puede hacer eso a diario, pero hoy es un día especial.
—Hola, cariño.
Una presa de brazos sólidos la atrapa por detrás. Sonríe. Un cuerpo pesado la empuja contra la pared de la ducha. Siente las baldosas frías en la cara, aplastándole los pequeños senos, mientras las grandes manos de Domingo la toman de las caderas.
El peso no cesa hasta que se abre de piernas y siente su miembro dentro. Un poco incómoda al principio, se deja hacer, colabora y al final alcanza un orgasmo casi por compromiso. El agua de la ducha se lleva los fluidos compartidos. Al fin él le permite volverse. Domingo tiene la mandíbula cuadrada, la nariz un poco torcida, secuela de una pelea que no ha querido arreglar, y una mirada como dos puñales de metal negro. Le acaricia el mentón y le sonríe de medio lado.
—¿Cómo está mi chica?
—Medio aplastada. ¿Has vuelto a coger peso?
—Sí.
—¿Al final firmaste el contrato para la retro?
Él no dice nada. Ella toca los músculos. Son más densos, más pesados. La retromodificación de ADN ha debido comenzar a actuar. Lo mira con aprensión.
—¿Quién te la ha programado?
—Tranquila, ha sido con la aprobación del médico de la empresa.
Ella se retira y coge una toalla.
—Lo habíamos hablado. Nada de retros por ahora, hasta saber si…
—¿Si teníamos hijos? Oh, venga, sabes que de momento es imposible. No voy a esperar más tiempo para conseguir una mejora. En el curro soy el único que no lo ha hecho ya. Por cosas así te apartan y cuando te quieres dar cuenta estás de guardia en una puerta, todo el día sentado, criando un culo gigante.
Nora termina de secarse y se viste sin responder. Ella no necesita mejoras, su material de partida es mucho mejor que el de él y aún puede aguantar, llegar a los niveles de rendimiento muscular que les exige el contrato sin necesidad de modificar su ADN. Pero eso no duraría siempre. Continuamente estaban cambiando los estándares, haciéndolos más exigentes. Eso sin contar con el envejecimiento. ¿Qué iba a hacer cuando no pudiera alcanzar el nivel de rendimiento de los demás? No lo sabía, no quería saberlo.
Domingo se sienta en la diminuta mesa del salón. Apenas caben los dos. El apartamento, a pesar de que tiene menos de veinte metros cuadrados, se lleva más del sesenta por ciento de su sueldo, pero está en el norte, en la zona buena.
Nora mastica el pan con mermelada mientras el café químico se enfría en la taza. Domingo es el primero en romper el silencio:
—Tengo turno hoy.
—No lo sabía.
—Yo tampoco, acabo de verlo en la consola. Habrá fallado alguien.
A Nora no le apetece hablar. Coge su taza de café templado y se asoma a la ventana. El apartamento está en el piso cuarenta y tres de un rascacielos, uno más de la larga fila que, como gigantes, se alinean frente a la sierra en la zona norte de la ciudad. El sol y las nubes se reflejan en las ventanas de los edificios vecinos. Abajo, en los ralos jardines, hay parejas que pasean a los niños. Hacia el sur no hay rascacielos y la ciudad se extiende en una masa indiscriminada de construcciones de baja calidad de donde solo se eleva el humo de las fogatas encendidas en los basureros. Allí queman el plástico de los componentes electrónicos para liberar el cobre y otros metales. El humo es tóxico, pero siempre es mejor toser un poco que coger la plaga gris, contagiada por las bacterias modificadas que hacen el mismo trabajo de reciclado en tanques de reacción industriales.
Activa la geolocalización. Mientras escucha un suave rumor electrónico y el campaneo de los avisos, la consola comienza a mostrar en su campo visual recuadros con nombres y referencias geográficas: Leganés, Parla, Alcorcón, Getafe, antiguas ciudades dormitorio ahora absorbidas en esa marea de grisura indefinida llamada «las afueras».
En algún lugar de aquel territorio viven su madre y su hermana. En un deteriorado edificio de hormigón, al que la corriente eléctrica y el agua llegan solo diez o doce días al mes, su madre limpia y ordena cada día su cuarto, lleno aún de viejas muñecas que han ido deteniendo sus pequeños corazones mecánicos esperando que alguien les diera el último beso, el del adiós camino de las hogueras del basurero.
Abandona la ventana, se sienta en el sofá y activa una vez más las pantallas virtuales. Diez canales simultáneos es lo mínimo que se necesita para poder ir esquivando los anuncios. Su amigo Cástor sabe trucar el sistema para no tener que aguantar publicidad, pero eso es ilegal y ella no sabe hacerlo. Además, casi prefiere las estridencias visuales y sonoras de la publicidad, mirar los vehículos de ensueño, escuchar los chistes estúpidos, contemplar las sonrisas de bioingeniería. De algún modo tiene que matar el tiempo que queda hasta que Domingo termine su turno, un fin de semana perdido sin su compañía.
Él ya está vestido. Le da un beso más frío de lo habitual y desaparece por la puerta. Nora vuelve a la cama y se queda dormida. La despierta la señal de alarma de un boletín de respuesta obligatoria y prioritaria. Ha dormido demasiado, es casi la hora de comer. Activa la respuesta y ve aparecer en su visión virtual un pequeño robot tridimensional flotando sobre la mesa del salón.
Intenta despejarse frotándose los ojos.
—Buenas tardes, Nora Robles. No le molestaré mucho. Como sabrá, cuando hay un deceso relacionado con una operación de protección, es obligatorio rellenar un boletín para la seguridad estatal. La empresa le proporciona gratuitamente un bot de automatización de respuesta en capa total, o sea, yo. Le voy a hacer una serie de preguntas y luego mis sistemas expertos se encargarán de la penosa tarea de rellenar los formularios oficiales, contentar a la administración por usted. No me lo agradezca, sabe que la empresa Ramoneda cui….
Nora eleva una mano con los cinco dedos separados y el bot se detiene.
—Activar secuencia principal, saltar instrucciones e introducción.
—En primer lugar, ¿cuándo fue consciente de que alguien había irrumpido en el perímetro de seguridad de los Ramoneda?
Nora no tiene que pensar, ya lo había hecho durante toda la noche.
—En mis registros consta que en el segundo 3.342 del inicio del turno.
—¿Actuó siguiendo el protocolo polizo aprobado para amenazas?
—En todo momento. El protocolo autoriza el uso de la fuerza si se detecta una posible amenaza siempre que esta sea superior al nivel 3.
—¿Y cómo determinó usted ese nivel?
—Está registrado en la consola. Fue la evaluación que me dio cuando el hombre hizo el gesto de coger un arma, aunque luego resultó no estar armado.
—No hay más preguntas. Es previsible que no haya juicio. Si este al final se produce, solo tendrá que autorizar al departamento legal de Ramoneda para la testificación virtual con bots informáticos y no será necesaria su presencia. Gracias por su atención.
El bot, la esfera con ojos saltones, desaparece tal y como ha aparecido. Sin embargo, la sensación de tensión en la boca del estómago de Nora no lo hace de igual modo.
Aún siente el peso del arma apuntando al hombre tendido en el suelo, muriendo delante de ella, vomitando sangre y poniendo los ojos en blanco mientras sus esfínteres se aflojaban y manchaban su destrozado traje. No había sido como en las simulaciones tácticas: la muerte real siempre es sucia y desagradable.
Cierra los ojos. Vuelve a ver los dientes rotos del muerto y recuerda la piel cerúlea de su padre expuesta en la pequeña capilla del crematorio, el olor a mierda, las flores en la cabecera del féretro comenzando a pudrirse, el sol cayendo por fin, cegándolo todo; la boca del horno cerrándose, tragándose el falso ataúd de metal, que no ardería y sería reciclado una, cien, mil veces, y que quizá también la acogerá a ella en un futuro.
Abre los ojos y se lava la cara con agua fría.
¿Cuánto tiempo hacía que no veía a su madre? Con el adiós al cadáver entrando en el horno crematorio había dicho también adiós a las afueras, a una mujer encorvada y silenciosa, y a su hermana, un montón de trapos negros y húmedos, indignos.
Tras la muerte de su padre, cuando estaba en la academia, peleando y sudando por el diploma, había continuado visitándolas. Después de graduarse, cuando había comenzado a ganar algo de dinero, había invitado a comer a su madre y a su hermana en un restaurante del centro, les había comprado nuevos electrodomésticos, había pagado algunos tratamientos médicos a los que antes no habían tenido acceso.
Su padre había muerto de un ictus cerebral. Si hubieran tenido un seguro mejor o algo de dinero ahorrado habrían podido reparar el cerebro con células madre mientras le mantenían en animación suspendida. Pero no hubo dinero ni tiempo de conseguirlo. La muerte, como siempre en las afueras, fue inexorable.
¿Por eso había huido? ¿Por miedo a verse atrapada entre las fauces de un enorme monstruo hecho de basura quemada, de óxido, de viejas cañerías y cables de potencia pirateados?
Se dice a sí misma que no, pero sabe que se engaña.
Mientras come le llega otro mensaje, un requerimiento de escolta primus personalizado para su perfil. En el mensaje hay un adjunto con un código para retirar del almacén un traje de vuelo completo. Tiene el curso de vuelo libre y ha practicado este deporte como un complemento de su formación en la academia, cuando había valorado incorporarse al ejército, opción que al final no se le había presentado. Siempre ha lamentado no tener suficiente dinero para poder volver a volar. Ahora parece que los Ramoneda le daban la posibilidad de hacerlo gratis.
Salta del sofá excitada. Tiene que estar preparada a la mañana siguiente. Activa la consola en modo entrenamiento virtual y comienza a repasar las lecciones básicas de vuelo con traje activo.
3
Actividades deportivas
El fundamento del vuelo con traje activo es muy sencillo: tomar altura, mucha, y dejarse caer planeando gracias a la aerodinámica de un traje con superficies activas y extensiones alares. La realidad se parece más a gritar y seguir gritando mientras saltas desde un helicóptero sobre el parque natural de Guadarrama y el aire comienza a chillar aún más que tú; un concurso de alaridos bestiales que te sacuden y remueven las tripas mientras las alas del traje, una estructura de materiales compuestos de matriz de titanio y tela de Kevlar reforzada por hilos de nanotubos, se mantienen plegadas.
Y no las abres, a pesar de que podrían detener el loco descenso, porque Ernesto, el objeto de tu trabajo, el único hijo de los Ramoneda, y dos amigos suyos, que han saltado justo antes que tú, aún no han abierto las suyas y no puedes perderlos de vista. El suelo, las praderas verdes moteadas de rocas blancas, se acercan a más de doscientos kilómetros por hora. Aprietas los dientes mientras la consola sustituye la escala numérica de velocidad por una cinta que va engrosándose, pasando del amarillo al rojo y del rojo a un incendio incandescente. Salta una alarma que no recuerdas qué significa y la pequeña inteligencia artificial integrada en el traje le dice a tu consola que tienes que dar la orden de desplegar las alas. Muestran un perfil de frenado muy justo y un mapa esquemático en tres dimensiones del paisaje a tu alrededor. Solo con esa información podrías volar en mitad de la noche más oscura. Quizá fuera mejor así, no ver el horizonte azulado y las rocas que brillan al sol como pequeñas lápidas anónimas.
Los otros dos escoltas hace rato, casi al principio del descenso, que desistieron y abrieron las alas. Planean muy alto, invisibles. Ernesto y sus amigos siguen descendiendo en caída libre. ¿Qué pretenden demostrar?
Los chicos han pasado ya los límites de dos perfiles de seguridad; la optimización del planeo está olvidada, con ese vuelo no van a romper ningún récord de distancia. Siguen perdiendo altura. Nora ve los tres cuerpos que la preceden, los brazos pegados al tronco, hendiendo el aire como flechas. Los oídos le pitan, han descendido dos mil metros en menos de treinta segundos. Restan menos de mil para que impacten contra la ladera de la montaña. Se está acercando. Ve como los mecanismos de apertura, movidos por gruesos músculos artificiales, abultan la espalda de los trajes.
Salta otra alarma. El traje le informa de que ha alcanzado una velocidad tal que, si en ese momento abriese las alas, su integridad no estaría garantizada. El ordenador estima que en esa maniobra la estructura sobrepasaría los esfuerzos máximos de diseño en un cinco por ciento.
Entiende lo que van a hacer cuando alcanzan los primeros pinos y siguen sin abrir. No quieren ganar distancia, sino velocidad. El primero de ellos peina la cima del Alto de los Leones y pasa a la otra vertiente esquivando árboles y rocas, pegado al terreno. Los otros dos se separan, buscan vías de descenso a casi doscientos cincuenta kilómetros por hora, zigzagueando entre robles, peñas, collados y calveros, zumbando como flechas humanas. Traga saliva y aprieta los dientes. La cantidad de adrenalina que circula por su torrente sanguíneo le provoca sequedad en la boca y una tensión casi insoportable en los músculos.
Grita.
Y vuelve a gritar.
Los insulta, esquiva una roca, sonríe por dentro y vuelve a gritar con todas sus fuerzas. Alcanza el estado mental que se crea cuando la excitación no puede crecer más; el corazón no es capaz de seguir aumentando su ritmo y el cerebro se estabiliza rindiendo al doscientos por ciento de su capacidad normal. Todo se vuelve cristalino, el viento susurra. Su cuerpo es como un cuchillo que hiende el aire. Gira para abordar una peña por la izquierda; vuelve a girar para evitar una rama de abeto que aparece de la nada; sigue descendiendo, roza la superficie de un pequeño valle sin saber si tendrá alguna forma de sortear el montículo que lo cierra; y sí, hay un resquicio entre dos peñas enormes por el que se cuela y vuela entre las abruptas paredes de una pequeña torrentera.
Y sigue bajando y acelerando.
Dos segundos más y al fin Ernesto y sus amigos despliegan las alas, primero tan solo diez grados, intercambiando velocidad por sustentación. Se elevan casi en vertical. Luego las abren más y ascienden seiscientos metros en un instante.
Nora se prepara para hacer lo mismo. Los sistemas del traje le indican que si extiende las alas en ese momento el margen de seguridad estructural será superado en un treinta por ciento. Está volando totalmente fuera de la envolvente de seguridad, tanto que ni el rapidísimo procesador del traje puede asegurar qué va a pasar en los próximos segundos.
A pesar de ello, aprieta los dientes y sobrepasa el punto donde los chicos han cedido. Sigue descendiendo. En el fondo del valle hay una pequeña represa, un espejo de agua azulada perdido entre rocas y verdor. Insinúa un leve movimiento y siente su cuerpo virar treinta grados de golpe. Recupera el rumbo, esquiva masas de árboles y se dirige hacia el agua. Cuarenta por ciento. No puede retrasarlo más. Comienza a desplegar las alas. El soporte del mecanismo de despliegue en su espalda cruje, los músculos plásticos acusan el esfuerzo. La pequeña represa está cada vez más cerca. Nora arriesga cinco grados de apertura. Las alas se abren tímidamente. Apenas se eleva. La consola le informa de que el dispositivo está sufriendo un esfuerzo de un sesenta por ciento por encima de su resistencia máxima. Si las alas se rompen, muere; si no se extienden lo suficiente, muere también; las opciones son escasas.
Está ya encima del embalse.
El viento hace rielar el agua y los destellos del sol se funden en un solo reflejo enorme. Parece que vuela sobre un inmenso resplandor dorado.
No hay tiempo. Si no abre más, va a estrellarse contra el agua a casi trescientos kilómetros por hora. Abre treinta grados y es como si un puño enorme la embistiera por debajo y la lanzara al cielo. Se eleva medio desmayada, sin respiración, y con la visión comprometida por la aceleración, la famosa niebla roja de los pilotos de caza. Por suerte, la consola sigue dándole información visual sin parecer afectada en lo más mínimo. El traje, a pesar del abuso al que se está viendo sometido, cumple con su tarea y mantiene el ascenso estabilizado. Cuando la aceleración deja de ser tan brutal, la sangre consigue regresar a su retina y Nora ve que está más de doscientos metros por encima de Ernesto y los otros dos chicos, en transición a un vuelo de planeo. Las alas de sus trajes, de estructura reticular y telescópica, se extienden por más de cinco metros de envergadura.
Después de la velocidad, el lento planeo es como flotar inmóvil. Abajo, los chicos están descendiendo hacia el valle en amplios círculos. Los sigue sin esfuerzo. El traje le informa de que hay microfisuras en toda su estructura, que la seguridad está comprometida y que deberá pasar por mantenimiento en cuanto tome tierra.
Unos minutos después, los chicos están empaquetando los trajes en la trasera de un todoterreno de conducción autónoma que les estaba esperando. Nora, antes de aterrizar, evalúa los alrededores. Los sistemas tácticos de su consola, alimentados por los datos recolectados por una nube de drones del tamaño de un moscardón que vuelan por toda la zona, le aseguran que no hay ninguna amenaza cercana.
Toma tierra y las piernas no logran sostenerla. Trastabilla y está a punto de caer. Ernesto, de repente a su lado, la sujeta.
—Gracias. He tropezado.
—De nada.
Ernesto se acaba de quitar la parte de arriba del traje. Le sonríe y continúa desnudándose hasta quedarse en ropa interior. Nora lo mira de reojo mientras hace lo mismo. No ha visto nunca una masa muscular y unas proporciones esqueléticas tan perfectas. Luego supone que aquellos chicos tienen a su alcance tratamientos de bioingeniería que ella no puede ni soñar. Se visten con ropa que sacan del coche. Nora lleva un chándal ligero y la pistola en una micromochila. Se viste también y comprueba el arma antes de guardarla en la sobaquera.
—¿Viene?
Se han montado en el coche y la están esperando. Se sienta al lado de Ernesto, en el asiento del copiloto. Es rubio, del mismo rubio muy claro de su madre. Tiene un rostro franco, risueño, de mentón redondeado y ojos muy azules. No mantiene la pose afectada de su madre ni la dureza de roca de su padre, sin embargo parece mucho más seguro de su posición en el mundo que cualquiera de ellos.
Los otros dos chicos bromean y ríen. Ernesto anula el pilotaje automático y comienza a conducir por el camino en mal estado. Nora usa los sen