A todos esos héroes anónimos y desconocidos;
como millones de honrados padres
que dan la vida trabajando por sus hijos día a día.
A los hombres y mujeres que salvan vidas
exponiendo personalmente la suya.
A médicos y enfermeras que curan enfermedades
con su humanidad.
A todos los que madrugan más que tú, mientras duermes.
A maestros, educadores, músicos, todas esas gentes humildes, sencillas, trabajadoras.
A los que tienen inquietud en mejorar su felicidad
a través de su salud.
A todos los que han influido en el desarrollo de mi espíritu
y han forjado mi carácter.
A mis leales; éstos, en cambio, tienen nombres y apellidos,
pero ellos ya lo saben.
Querido lector, te invito a que inicies un viaje conmigo que te ayudará a alcanzar el bienestar físico y psíquico y que reprogramará tus estándares de salud y felicidad.
Olvídate de tu P.I.B. (Producto Interior Bruto) y pon todas tus fuerzas y empeño en tu F.I.B. (Felicidad Interior Bruta). Será mucho mucho más gratificante y valioso para ti.
Una vida dedicada a la salud deportiva
y qué me hizo descubrir
la importancia del método
Imagínate que retrocedes unos años en tu vida, cuando aún eras un niño y soñabas con ser adulto. En mi caso, me traslado al famoso torneo de baloncesto de Navidad del Real Madrid o antiguo Trofeo Philips, hoy tristemente desaparecido, organizado por la enorme figura de don Raimundo Saporta, que tanto hizo por el deporte español y por el baloncesto nacional en concreto.
En aquellas noches mágicas de Navidad, el último de los partidos se celebraba apenas unas horas antes de la tradicional cena familiar de Nochebuena. Muchas veces incluso llegabas cuando ya había empezado. Allí jugaban figuras ilustres del baloncesto europeo y del firmamento NBA estadounidense, como el mismísimo Michael Jordan (Air Jordan).
Para mí, un joven de aquella época, suponía una gran ilusión, y una tradición, acudir allí año tras año. Me sentía un privilegiado, ya que mi padre estaba en el banquillo como médico del equipo, con los Sevillano, Brabender, Walter Szczerbiak, Emiliano, Carmelo Cabrera, Rafael Rullán, Clifford Luyck, Antúnez, etc.
Sí, eran noches mágicas, entrañables. Recuerdo el olor a linimento de alcanfor del vestuario, así como el humo del tabaco, que otorgaba una atmósfera especial (en aquella época estaba permitido fumar). Por aquel entonces, yo era un niño que jugaba con las cajas de medicamentos vacías en la consulta de mi padre, del que aprendí su capacidad de sacrificio, de entrega y de abnegación con sus pacientes.
Conocí algunos nombres de medicamentos como Bisolvon, Redoxon... a edades muy tempranas, al tiempo que aprendía a hablar. Quizá ya estaba predestinado a ser médico desde que nací. Es como si hubiera nacido con un fonendoscopio en la mano.
Así, crecí en un mundo rodeado de médicos, pacientes, consultas y enfermeras, todos con bata blanca. Y, al mismo tiempo, recuerdo que correteaba detrás de una pelota emulando ser un astro del deporte rey, con una camiseta blanca con el número 4 a la espalda, en el mismísimo estadio Santiago Bernabéu, allá por los años sesenta y tantos.
En aquellos días, ese número pertenecía a un mítico jugador del Real Madrid, Pirri (José Martínez), todo pundonor y entrega, con quien me identificaba como jugador. Coleccionaba todos los cromos posibles de mi ídolo deportivo y hasta mi madre me regañaba cuando pintaba con un rotulador el número 4 en la espalda de las camisetas de tirantes que yo utilizaba para jugar en el patio del colegio.
Y la vida es tan curiosa que ese jugador mítico, cuando abandonó el fútbol profesional, fue compañero mío en la facultad de Medicina y también de trabajo en el Real Madrid años más tarde. Esto me hace creer más firmemente en los valores que la actividad física y el deporte transmiten como filosofía de vida en cada uno de nosotros (lealtad, compañerismo, sacrificio, superación personal, tenacidad, etc.).
Con el paso de los años, me especialicé en Medicina de la Educación Física y el Deporte a la vez que mantenía mi pasión, mi ilusión y mi motor: el ejercicio físico. De pronto, pasé de ser el niño espectador del torneo al médico responsable del equipo de mis sueños, estando en el mismísimo banquillo del Real Madrid con aquellas figuras a las que había idolatrado. No se podía pedir más, había pasado de las gradas al vestuario, a compartir largos viajes, así como las alegrías y las decepciones, con ellos, con mis ídolos de niño.
Había hecho realidad mis sueños de adolescente. Recuerdo cuando viajé por primera vez con el equipo de baloncesto del Real Madrid a Canarias en liga regular, justo el 14 de noviembre, el día de mi cumpleaños. Era un chico tímido e inexperto. Figúrate la cara que se me quedó cuando apagaron las luces durante la cena en el hotel de concentración del equipo y me obsequiaron con una tarta cantándome el «Cumpleaños feliz» en el postre. Me puse muy rojo y me quedé sin palabras. Hoy, algunos de esos jugadores son amigos míos: Rafael Rullán, Clifford Luyck, Fernando Romay, Antúnez. Imaginad lo que significaba para mí entonces compartir mesa y conversación con ellos y con otros como Carmelo Cabrera, un base singular con talento NBA...
En todas estas décadas dedicado a la medicina deportiva, uno de mis mayores retos ha sido superarme día tras día para mejorar como persona. Un médico puede ayudarte con dolores físicos y psíquicos, pero estas cualidades técnicas no sirven de nada sin la más importante: ser persona. Aprendí de mi padre que ser médico va ligado a esa faceta humana del trato con tus pacientes, eso que tanto se demanda hoy en día en Medicina.
Yo hice el camino al revés: primero fui médico; hombre, después. Primero mecánico reparador de huesos, articulaciones y del rendimiento deportivo, y luego fui transformándome poco a poco en sanador de almas heridas, espoleado por una sociedad en crisis enferma y carente de valores humanos.
Antes de llegar a esta conclusión, hubo un punto de inflexión que me hizo detenerme, reflexionar e iniciar un viaje dispuesto a cambiar y poner en práctica todo lo aprendido en la teoría tras horas y horas de estudio en la facultad y luego en el hospital.
TE PODRÁS PREGUNTAR, QUERIDO LECTOR,
¿EN QUÉ MOMENTO ME DETUVE Y CAMBIÓ MI VIDA?
Como un día más de aquel 2007, mi despertador sonaba a las seis de la mañana, bajaba las escaleras hasta la cocina medio dormido, encendía la radio y desayunaba mientras me despertaba del todo. Luego me duchaba, me vestía y me desplazaba a Madrid para empezar con la primera de mis responsabilidades diarias.
Después, a eso de las doce cambiaba a mi segunda consulta de la jornada, que acababa sobre las dos, y rápidamente regresaba a Torrelodones, la localidad donde resido desde hace veintidós años y donde empezaba mi tercera responsabilidad. Y, para no perder tiempo, paraba en una gasolinera, compraba un refresco y dos barritas energéticas y las engullía mientras regresaba conduciendo sin pararme. Y así hasta las diez o a veces más tarde, día tras día, incluso los festivos, semana tras semana. Mi trabajo constituía una bonita tarea de entrega a la sociedad y por eso me volcaba en él.
Pero había algo que no marchaba bien, y mi cuerpo lo notaba y me avisaba mandándome señales. Mi organismo no funcionaba correctamente, pero por suerte me di cuenta a tiempo. Me había olvidado de mí, de mi familia y de mi salud, que es lo más preciado que uno posee. No sabía compartimentar las horas del día.
Empecé a sentirme cansado, sin energías, sin fuerzas; al principio pensé que era por alguna vaga razón sin importancia, pero al poco tiempo me percaté de que se trataba de algo más importante: comprendí que ese sobreesfuerzo o, como dicen los franceses, ese surmenage, estaba produciendo en mí una espiral negativa de salud. Había algo que no funcionaba.
Analicé el porqué de lo que me pasaba y tomé una sabia decisión: le dije a mi leal secretaria Mercedes una frase de la que aún no me arrepiento hoy en día: «A menos que salga un cráter en erupción en medio de la plaza del pueblo, no estaré disponible jamás de dos a cuatro, y esas horas serán exclusivamente para mí».
Decidí que ese tiempo lo dedicaría a realizar ejercicio, de modo que retomé la bicicleta y volví a tonificar mis músculos con la práctica regular de la actividad física. Dicho y hecho: mis analíticas mejoraron, descansaba mejor, dormía profundamente y mi frecuencia cardíaca descendió a unos niveles inmejorables, así como mi tensión arterial y los niveles porcentuales de grasa (de un ¡¡¡17,6 a un 10,3!!!).
También mis niveles de colesterol bajaron y mis dolores articulares desaparecieron. Mi cabeza y pensamientos fluían mejor.
Mi forma física mejoró, así como la sensación de equilibrio y felicidad con mi entorno. Desaparecieron todas mis angustias, miedos y desasosiegos. Desde entonces, compartimento las veinticuatro horas del día equilibrando las horas de trabajo, las de ocio y las de descanso.
Así que si crees que te está sucediendo algo parecido, que te faltan las fuerzas y no te llegan las horas del día para llevar a cabo tus tareas, quizá necesites realizar algún cambio en tus hábitos. Para ello, es importante que primero contestes a las siguientes preguntas:
¿Quién eres?
¿Qué haces aquí?
¿Adónde vas?
¿Por qué quieres cambiar?