Introducción
Desde el año 1980 hasta la actualidad, he trabajado en la obra más ambiciosa, completa, laboriosa y profunda que me propuse como objetivo y proyecto de vida en mis años jóvenes de profesor y de psicólogo en ejercicio. Su título genérico era inicialmente Valores humanos. Hace ya unos años, en 1992, y como fruto de aquel trabajo ilusionado, se publicó con gran éxito el primer volumen de dicha obra; se vendieron más de cien mil ejemplares en un año. Posteriormente, de 1993 a 1998, fueron apareciendo los volúmenes 2, 3 y 4 y La guía para educar en valores, con idéntico éxito. A lo largo de este tiempo, cerca de medio millón de personas han adquirido todos o algunos de los volúmenes publicados.
Ahora Grijalbo presenta al lector una nueva edición revisada, actualizada y completada con los volúmenes 5 y 6. Su título genérico es: Fortalezas humanas. ¿Por qué?, se preguntará el lector. Porque los valores, que reflejan la personalidad del individuo y expresan su tono moral, cultural, afectivo y social, se convierten en indicadores claros y firmes del camino que éste ha de seguir, se transforman en «fortalezas» humanas, en «pilares» con los que nos construimos, día a día, a nosotros mismos.
La moderna psicología positiva, con Martin E. P. Seligman a la cabeza, ha preferido hablar de «fortalezas» y virtudes, pero sólo se circunscribe en su estudio a 24: sabiduría, inteligencia social, perspectiva, valor y valentía, perseverancia, autenticidad, bondad y generosidad, amor, civismo y deber, equidad, liderazgo, autocontrol, prudencia-humildad, disfrute de la belleza, gratitud, esperanza-optimismo, espiritualidad, religiosidad, perdón, sentido del humor y entusiasmo.
La obra que me complace presentar al lector contiene todas las fortalezas, virtudes, valores y recursos humanos posibles. Están desarrollados, a lo largo de los 6 volúmenes, en 125 títulos diferentes: desde «aceptación de sí mismo» hasta «vulnerabilidad».
Al final de cada libro aparece el índice por volúmenes y alfabetizado de la obra completa. Así, sea cual fuere la fortaleza humana, virtud o valor que le interese al lector, sabrá dónde encontrarla desarrollada de manera profunda. No importa la utilidad que busque: crecimiento personal, ayuda psicológica, material para meditar o para impartir una conferencia, recursos humanos, coaching, educación en valores, etcétera: no me cabe la menor duda de que cubrirá todas sus expectativas.
¿Qué son los valores?
El ser humano no sólo tiene una facultad cognoscitiva que le sirve para emitir «juicios sobre la realidad», sino que es capaz también de emitir «juicios de valor sobre las cosas».
Al hablar del mundo que le rodea, el hombre se refiere a él no sólo con criterios lógicos o racionales, sino también metalógicos, que van más allá de la explicación racional.
Cuando se oye hablar de valores, muchos se preguntan, entre asombrados y escépticos: «Pero ¿qué son los valores? ¿Acaso existen con realidad propia, o son más bien creación de nuestra febril fantasía?».
A algunos les parece que, al hablar de los valores, estamos reclamando a la existencia todo aquel mundo de esencia o de ideas platónicas que el filósofo ateniense se esforzaba en privilegiar como auténtica realidad, fundamento y consistencia de todo cuanto existe, ideas externas, realidades ideales en un mundo que él soñaba anclado por encima de los altos cielos.
Más sencillamente, nosotros creemos, por el contrario, que no existen los valores como realidades aparte de las cosas o del hombre, sino como la valoración que el hombre hace de las cosas mismas.
Los valores no son ni meramente objetivos ni meramente subjetivos, sino ambas cosas a la vez: el sujeto valora las cosas y el objeto ofrece un fundamento para ser valorado y apreciado.
Los valores no existen con independencia de las cosas.
Los valores se confunden con las cosas, constituyen su entraña. La perspicacia intelectual del hombre ha de servirle para descubrirlos, es decir, saber descifrar por qué una cosa es buena.
Descubrir los valores sólo es posible a quien mira positivamente el mundo, al que previamente ha comprendido que todo lo que existe «existe por algo y para algo»; que cualquier ser, por pequeño que sea, tiene su sentido y su razón de ser, es decir, VALE.
Para el que se coloca así ante el mundo, y no pasivamente como cosa entre las cosas, todo cuanto existe es bueno, es un BIEN.
De modo que podemos llamar BIEN a cualquier ser en cuanto que es portador de valores.
Y podemos designar como VALOR aquello que hace buenas a las cosas, aquello por lo que las apreciamos, por lo que son dignas de nuestra atención y deseo.
LA INTERIORIZACIÓN DE LOS VALORES
El ser humano, para comportarse como tal, ha de tender al bien que la razón le propone como objetivo de su natural tendencia a la felicidad.
Hablar de valores humanos es una redundancia, porque no puede hablarse de valores, sino en relación con el hombre. Toca a éste hacer una valoración de las cosas, es decir, establecer una jerarquía de importancia entre los bienes que le solicitan y a los que naturalmente aspira. Porque los valores no «existen» con independencia unos de otros, sino en lógica subordinación, en referencia a una mayor o menor importancia en la apreciación del sujeto que los descubre, ordenándolos en una «escala interior» que va a constituirse en guía de su conducta.
Sólo así comprenderá que hay valores cuyo destino no es otro que el de ser sacrificados en aras de valores más altos; que el dinero, por ejemplo, debe servir a la persona y no la persona al dinero; que el sexo es un medio para expresar el amor y no un fin en sí mismo; que se puede renunciar a la propia comodidad para dar un minuto de felicidad a alguien.
Si la distinta jerarquización de los valores es lo que otorga la talla moral a cada individuo, es evidente que la educación de una persona dependerá sin duda de esta «escala moral» que haya interiorizado, y que se encuentra en congruencia con el propio proyecto de vida como canalización de todas sus energías.
FUNCIONALIDAD DE LOS VALORES
El sujeto valora, pues, las cosas en función de sus circunstancias especiales, puesto que siempre se encuentra en interacción con el mundo, es decir, con las cosas, los bienes, los valores.
Un mendrugo de pan o un vaso de agua adquieren mayor valoración para un sujeto que se está muriendo de hambre o desfalleciendo de sed, que para el glotón que, después de su hartazgo, siente náuseas con sólo mentarle la comida.
No es que el pan pierda o adquiera su valor a merced de las circunstancias. Lo posee a despecho de las mismas; pero siempre dirá relación a un sujeto que valora su importancia según sus motivaciones o necesidades.
«El mundo de los valores» constituye la puerta de entrada al «mundo de la trascendencia», puesto que los valores pueden hacer referencia a una realidad metaempírica (realidad no verificable ni por los sentidos ni por la lógica de la razón).
La valoración que hacemos de las cosas no la efectuamos con la sola razón, sino con el sentimiento, las actitudes, las obras... con todo nuestro ser.
Cuando nos situamos frente a una obra de arte y contemplamos la armónica proporción de una estatua, el equilibrio de una estructura arquitectónica, la armonía de una composición musical o el cromatismo y diseño de una pintura..., con frecuencia sentimos un escalofrío que conmueve nuestro ánimo y nos impele a pronunciarnos en emotivas exclamaciones de aprobación y admiración.
Es difícil expresar entonces lo que sentimos; pero el juicio que emitiremos sobre la belleza experimentada distará mucho de ser un juicio teórico.
Los lirios de Van Gogh o Los girasoles podrán venderse por millones de euros; pero una cosa es lo que cuestan y otra lo que valen. ¿Es que cuando el célebre pintor malvivía en su indigencia aquellos cuadros no poseían el valor artístico que hoy día se les reconoce? ¿Quién puede poner precio a un sentimiento o a una emoción?
La venalidad del arte tal vez pruebe la mayor sensibilidad de nuestra cultura ante los valores económicos; pero no creo que haya progresado mucho en otro tipo de sensibilidades.
PEDAGOGÍA DE LOS VALORES
Instaurar en nuestra sociedad una «pedagogía de los valores» es educar al hombre para que se oriente por el valor real de las cosas, es una «pedagogía de encuentro» entre todos los que creen que la vida tiene un sentido, los que saben que existe un porqué en lo extraño de todo, los que reconocen y respetan la dignidad de todos los seres.
La Declaración Universal sobre los Derechos Humanos de la ONU no hace más que recoger el común sentir de los hombres que reconocen los valores que dignifican y acompañan la existencia de cualquier ser humano. No creemos que sea mera retórica reconocer al hombre como «portador de valores eternos», es decir, de valores que siempre, siempre, han de ser respetados.
Hablar de «valores humanos» significa aceptar al hombre como el supremo valor entre las realidades humanas. Lo que en el fondo quiere decir que el hombre no debe supeditarse a ningún otro valor terreno, ni familia, ni Estado, ni ideologías, ni instituciones...
Todos estos valores que configuran la dignidad del hombre, reconocidos por todos, dan apoyo y fundamento a un diálogo universal, a un entendimiento generalizado que harán posible la paz entre todos los pueblos.
Y si el «mundo de los valores» puede servir de guía a la humanidad en sus aspiraciones de paz y fraternidad, por la misma razón deben servir de guía al individuo en sus deseos de autorrealización y perfeccionamiento.
En este caso la acción educativa debe orientar sus objetivos en la ayuda al educando para que aprenda a guiarse libre y razonablemente por una escala de valores con la mediación de su conciencia como «norma máxima del obrar».
Ello implica también ayudarle en la experiencia (personal e intransferible) de los valores, desarrollando esa «libertad experiencial» de la que habla Rogers, para que sepa descubrir el aspecto de bien que acompaña a todas las cosas, sucesos o personas; para que aprenda a valorar con todo su ser, a conocer con la razón, querer con la voluntad e inclinarse con el afecto por todo aquello que sea bueno, noble, justo... valioso.
Pero, al mismo tiempo, debería ir haciendo el difícil aprendizaje de la renuncia. Tendrá que aprender a sacrificar valores menos importantes por otros que lo son más.
Dicho de otra manera, educar en los valores es lo mismo que educar moralmente, o simplemente «educar», porque son los valores los que enseñan al individuo a comportarse como hombre, ya que sólo el hombre es capaz de establecer una jerarquía entre las cosas, y esto resultaría imposible si el individuo no fuera capaz de sacrificio y renuncia.
En definitiva, detrás de cada decisión, de cada conducta, apoyándola y orientándola, se halla presente en el interior del ser humano la convicción de que algo importa o no importa, vale o no vale.
A esta realidad interior, previa a cada acto cotidiano, insignificante o meritorio, la llamamos actitud, creencia, ¡valor!
Se trata de un sustrato, de un trasfondo que se ha venido formando en nosotros desde los años de la infancia y que nos predispone a pensar, sentir, actuar y comportarnos de forma previsible, coherente y estable.
El valor, por tanto, es la convicción razonada y firme de que algo es bueno o malo y de que nos conviene más o menos. Pero estas convicciones o creencias se organizan en nuestro psiquismo en forma de escalas de preferencia (escalas de valores).
Los valores reflejan la personalidad de los individuos y son la expresión del tono moral, cultural, afectivo y social marcado por la familia, la escuela, las instituciones y la sociedad en que nos ha tocado vivir.
Una vez interiorizados, los valores se convierten en guías y pautas que marcan las directrices de una conducta coherente.
Se convierten en ideales, indicadores del camino a seguir, nunca metas que se consigan de una vez para siempre. De este modo, nos permiten encontrar sentido a lo que hacemos, tomar las decisiones pertinentes, responsabilizarnos de nuestros actos y aceptar sus consecuencias.
Los valores auténticos, asumidos libremente, nos permiten definir con claridad los objetivos de la vida, nos ayudan a aceptarnos tal y como somos y a estimarnos, al tiempo que nos hacen comprender y estimar a los demás. Dan sentido a nuestra vida y facilitan la relación madura y equilibrada con el entorno, con las personas, acontecimientos y cosas, proporcionándonos un poderoso sentimiento de armonía personal.
La escala de valores de cada persona será la que determine sus pensamientos y su conducta. La carencia de un sistema de valores bien definido, sentido y aceptado, instalará al sujeto en la indefinición y en el vacío existencial, dejándole a merced de criterios y pautas ajenas.
Los valores nos ayudan a despejar los principales interrogantes de la existencia: quiénes somos y qué medios nos pueden conducir al logro de ese objetivo fundamental al que todos aspiramos: la felicidad.
57
Gozo intelectual
Ya parece, y con razón, ingratitud no gozar las maravillas de Dios.
CALDERÓN
«Todos los hombres, querido Galión, desean vivir felices.» Así comienza Séneca su obra Sobre la felicidad. Y en verdad es así. Todos tendemos por nuestra propia naturaleza a la felicidad. Una afirmación tan rotunda puede parecer exagerada a los escépticos; éstos piensan que la felicidad es algo inalcanzable, un simple concepto abstracto sin contrapartida en la vida real.
No estamos de acuerdo con estos pesimistas, porque la felicidad es tan consustancial al ser humano que consagra todas sus energías a conseguirla, le dedica sus pensamientos y por ella realiza sus acciones. Existe una íntima relación entre la felicidad y la vida misma, entre vivir y ser feliz.
¿QUÉ ES LA FELICIDAD?
Se podrían dar tantas definiciones como personas se atrevan a responder a esta pregunta, pues la felicidad es algo intangible, abstracto, que depende, más que de las condiciones exteriores a cada individuo, de sus creencias, de su concepción de la vida y de su actitud o tipo de respuesta ante cada situación.
Si hacemos un pequeño recorrido por los grandes clásicos del pensamiento, nos encontramos con un Platón que dice: «La mezcla dosificada adecuadamente de placer y de sabiduría armonizados en la vida darán como resultado la felicidad que el hombre es capaz de disfrutar en este mundo».
Sé fuente, no desagüe.
REX HUDLER
La doctrina aristotélica mantiene que «la felicidad es el bien supremo, el bien perfecto», puesto que se desea por sí mismo. El epicureísmo asegura que «todo hombre es mortal y, en consecuencia, la felicidad, que es el bien máximo, debe darse en esta vida». Los epicúreos sostienen que la felicidad es la imperturbabilidad del alma ante las adversidades.
El hedonismo entiende la felicidad como el alcance del máximo placer durante el máximo período de tiempo. El estoicismo define la felicidad como la conformidad del hombre consigo mismo, con su propia naturaleza; sólo puede conseguirse la felicidad buscando la independencia de lo externo.
Si analizamos cada una de estas concepciones y definiciones encontramos puntos convergentes entre sí, elementos complementarios y también algún aspecto en el que disienten. Si esto sucede barajando tan sólo unas pocas opiniones distintas, llegaremos a la conclusión de que la felicidad es un concepto subjetivo. La felicidad es única y distinta, como únicos y distintos somos cada uno de nosotros, aunque, de hecho, la felicidad es universal e inmanente al ser humano.
No obstante, de alguna base hay que partir para analizar la felicidad. Partamos, por ejemplo, de la definición que nos brinda el diccionario: «La felicidad es un estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien, o con la esperanza de cosas halagüeñas». Si volvemos a preguntar sobre lo que constituye un bien, un contento, un gozo para cada uno de nosotros, seguramente habrá tantas respuestas como individuos interrogados. Esto nos lleva a la conclusión de que las personas conciben el bien y la felicidad a partir de su propia naturaleza.
GOZO EXTERNO Y GOZO INTELECTUAL
Para alcanzar la felicidad se abren ante nosotros diversos caminos, entre los que cada persona elegirá el que se adapte mejor a sus apetencias; en este recorrido encontrará su gozo y su satisfacción.
Habrá quien todo lo encamine hacia la consecución del placer inmediato; para ello buscará diversiones, muchas veces extravagantes, aturdirse en medio de compañías ruidosas, con la velocidad de los coches y con desafíos tan inútiles como insensatos.
Otro se agotará en «poseer», actuará exclusivamente por dinero y querrá un coche mejor, una casa más grande, vacaciones más caras (que no más divertidas, ni más placenteras) en los lugares más exóticos... Su lema es «siempre más».
Para un alma alegre, el mundo está repleto de cosas interesantes.
ALEXANDRA STODDARD
Algunos se moverán por alcanzar cotas cada vez más altas de dominio sobre los demás... Y así podríamos seguir poniendo ejemplos. La cuestión es, ¿qué queda después?, ¿es que todo esto produce plenitud? Muy al contrario. Siempre que no haya que lamentar algo, quedará por lo menos el vacío interior que hará comenzar el ciclo, la espiral sin fin de búsqueda de nuevas excitaciones, cada vez más insólitas, nuevas metas materiales que alejan progresivamente más al individuo de sí mismo, de su insondable y rico mundo interior.
El vacío no sólo permanece sino que se hace cada vez mayor, porque todos los caminos que sigue la persona con el centro de gravedad fuera de sí misma son sucedáneos de felicidad, ya que la expansión material no es la única respuesta a toda pregunta y porque, además, si el espíritu queda marginado, se convierte en fuente de inquietud.
Cuando me refiero a espíritu no lo hago siguiendo pautas religiosas, sino como parte integrante del individuo, como principio del pensamiento y de la actividad intelectual del ser humano, en el sentido amplio en que se opone a materia.
Reflexiona sobre el pensamiento que nos propone Rex Hudler. Si siempre estamos recibiendo, si somos incapaces de dar un poco de nosotros mismos, si nos dejamos llevar por lo puramente externo, sin pensar en lo que realmente necesitamos, nos convertiremos en ese «desagüe» que lo traga todo, pero que siempre deja la vida vacía.
GOZO INTELECTUAL-GOZO DEL ESPÍRITU
Utilizo este nexo de unión del espíritu para centrarme de lleno en el tema que nos ocupa: el gozo intelectual, que es el estado de fruición que se experimenta al alcanzar un bien relacionado con el intelecto, con las facultades del espíritu del ser humano. Este gozo no sólo se produce con el logro, sino con el proceso para llegar a ese logro, toda vez que cada paso que conduce a una meta es meta en sí mismo, nos realiza y nos produce felicidad.
Para poner en juego nuestras facultades espirituales es preciso ser conscientes, en primer lugar, de que las poseemos, y luego tener el deseo de ejercitarlas, «moverlas», de la misma manera que se mueve nuestro organismo biológico y todo lo que acontece en nuestro entorno. ¿Por qué hemos de condenar a la inacción a una parte de nosotros mismos, el intelecto, cuando tanto bien nos puede reportar?
No puede haber más progreso auténtico que el interior. El progreso material no es nada.
JULIEN GREEN
La mente no es una zona árida de nuestro ser. Al contrario, como parte integrante e indivisible de nosotros mismos está ahí para ayudarnos a conseguir la felicidad a la que estamos llamados, para complacernos y enorgullecernos de ser y sentirnos personas. Se trata de poner la mente en movimiento, de hacerla trabajar por y para nosotros, y de hacerlo con gozo y alegría. De esta forma se enriquecerá nuestra vida, porque la persona que aprecia sus facultades intelectuales siente la necesidad y la curiosidad de ver, estudiar, aprender...
La actividad intelectual ocupa y divierte. No sólo nos permite sustraernos al tedio, sino extraer de todo lo cotidiano que nos depara la vida el mayor grado de satisfacción. Siempre, en cualquier momento, lo mismo andando que sentados, recostados en la cama o atrapados en un atasco de circulación en el que nos vemos impelidos a malhumorarnos por la prisa del incesante apremio, podemos acudir a nuestra mente y recrearnos con ella.
Para el hombre sabio vivir es pensar.
CICERÓN
Las horas pueden parecer minutos, si nos entregamos a la reflexión sobre un tema que nos gusta, al estudio, a la lectura atenta y reflexiva, o bien a una lectura amena y distendida. En un caso, sentimos el gozo de aprender algo nuevo, pues hemos realizado el esfuerzo mental que al final nos ha producido el dominio de algo que antes se nos escapaba, no conocíamos o no lo conocíamos suficientemente bien. En el caso de la lectura de evasión, nos ha producido placer en sí misma por la forma y el contenido del relato. Nos hemos puesto en contacto con países nuevos, con personas cuyos caracteres han ido impregnando por completo nuestro ser durante algunos momentos; nos hemos identificado con sus problemas, alegrías y tristezas, de tal manera que a lo largo de la lectura hasta hemos discutido con los personajes las distintas situaciones. Hemos ido preguntándoles la razón de su vivir, los motivos de sus acciones. Estas preguntas, al ser respondidas por la sucesión del relato, son una respuesta también a las incesantes preguntas que nos hacemos a nosotros mismos: ¿quién eres?, ¿adónde vas?, ¿qué haces para llegar a donde quieres ir? Y así otras muchas preguntas.
No es cierto que el que se pregunta esté encerrado en sí mismo y se olvide de vivir con los demás. El que se pregunta sabe que sus respuestas están en la acción de cada día, de cada hora, de cada minuto, y que la reflexión no le impide la acción.
El que mueve su mente, mueve todo su organismo, su cerebro, su corazón; se pone en contacto con emociones más íntimas para comprender su dolor, su amor, su amistad, sus alegrías... Para saber de sí, de los demás, de su vida que está inmersa en el piélago de la vida de los otros. No se olvida de la Naturaleza, que está ahí para su contemplación y disfrute. No se olvida de los animales, que están ahí para su compañía y utilidad, y por eso los cuida y respeta. No se olvida de los seres humanos, que están junto a él para ayudarle a vivir, para servirle de espejo, para que en su encuentro profundo sean una fuente de enriquecimiento y desarrollo personal, en el sentido más amplio y más elevado del término. Los hombres están ahí para acompañarle y ser uno con él. Quien ejercita su mente así lo entiende, así lo siente y así desea sentirlo siempre.
Todo hombre, por naturaleza, apetece saber.
ARISTÓTELES
Entre todos los beneficios que producen las facultades intelectuales está la de proporcionar una extraordinaria sensibilidad; sensibilidad no entendida como sensiblería y emotividad descontrolada, sino como conciencia de sí mismo. Sentimos más el dolor en todas sus formas, pero también somos muchísimo más conscientes de las grandes o peque