1
A sus ochenta y cinco años, mi abuelo Napoléon decidió que tenía que renovarse. Arrastró a mi abuela Joséphine hasta los tribunales. Como ella nunca le había negado nada, se dejó llevar.
Se divorciaron el primer día del otoño.
—Quiero rehacer mi vida —le dijo al juez encargado del caso.
—Está en su derecho —respondió este.
Nosotros, mis padres y yo, los habíamos acompañado al juzgado. Mi padre esperaba que Napoléon se echara atrás en el último momento, pero yo sabía que estaba equivocado, pues mi abuelo era de ideas fijas.
Mi abuela Joséphine lloraba sin parar. Yo la sujetaba del brazo e iba pasándole pañuelos de papel que en cuestión de segundos ya estaban empapados de lágrimas.
—Gracias, Léonard, querido —dijo—. Hay que ver, ¡menudo pájaro, este Napoléon!
Se sonó la nariz, suspiró y sus labios formaron una sonrisa muy dulce, muy indulgente.
—En fin, qué se le va a hacer —añadió—, cosas de tu abuelo. Menudo pájaro…
Mi abuelo hacía honor a su nombre. En la escalera del juzgado, con las manos en los bolsillos de sus pantalones blancos recién estrenados, tenía el porte altivo y el gesto imperial de quien acababa de conquistar un reino. Paseó una mirada satisfecha por la calle y los transeúntes.
Yo lo admiraba. Me decía a mí mismo que la vida tenía sus secretos y que mi abuelo los conocía todos.
Ese primer día de otoño era suave y húmedo. Joséphine sintió un escalofrío y se subió el cuello del abrigo.
—¡Vamos a celebrarlo! —declaró Napoléon.
Mis padres no estaban de acuerdo y Joséphine menos aún, así que nos dirigimos hacia el metro, sin más.
—¿No quieres un helado de vainilla? —me preguntó Napoléon delante de un puesto ambulante.
Tendió un billete al joven vendedor.
—Dos helados, uno para mí y otro para mi Coco. ¿Con nata montada? Sí. Eh, Coco, ¿lo quieres con nata?
Me guiñó un ojo. Yo respondí que sí con la cabeza. Mi madre se encogió de hombros. Mi padre se quedó como un pasmarote, atónito.
—¡Pues claro que quiere nata, mi Coco!
Coco… Siempre me llamaba así. No sabía por qué, pero me gustaba imaginar que en los gimnasios y en los rings de boxeo que él frecuentaba en los viejos tiempos todos se llamaban Coco.
Nada que ver con Léonard. Léonard Bonheur. Tenía diez años, el mundo todavía me parecía indescifrable, misterioso, un poco hostil, y muchas veces me invadía el sentimiento de que mi persona no se imprimía en la retina de aquellos con los que me cruzaba. Napoléon me tranquilizaba diciéndome que un boxeador no necesitaba estar cachas y que la mayoría de los campeones habían sido grandes sobre todo por su clase y su talento. Pero es que yo no era boxeador. Yo era el hombre invisible.
Llegué a este mundo una tarde de tormenta. Las bombillas del paritorio se habían fundido y mis primeros berridos brotaron en la oscuridad. Así, el pequeño Bonheur nació en penumbra y diez años no habían bastado para disipar del todo la oscuridad.
—¿Está bueno, Coco? —me preguntó Napoléon.
—¡Buenísimo! —respondí yo—. Gracias.
La abuela se había serenado un poco. Me crucé con su mirada pálida y me sonrió.
—Disfrútalo —me susurró.
El vendedor tendió el cambio a Napoléon, y este le preguntó:
—¿Qué edad tiene?
—Veintitrés años, señor. ¿Por qué?
—Por nada, por saberlo. Quédeselo. Sí, sí, de verdad. ¡Hoy estamos de celebración!
—Lo que faltaba por oír —murmuró la abuela.
En el tren que nos llevaba de vuelta a casa íbamos todos callados, sentados entre la gente que volvía de trabajar. Mi abuela había recobrado un tanto el aplomo; se había empolvado otra vez las mejillas y yo me había acurrucado a su lado, como si me fuesen a separar de ella al poco tiempo. Ella, con la frente apoyada en la ventanilla, iba viendo pasar el paisaje. La tristeza le confería una belleza muy digna. De vez en cuando lanzaba una mirada rápida al hombre con el que había compartido su vida. Sus ojos tenían el color de las hojas muertas que volaban por los aires. Yo me preguntaba qué pensamientos podían provocarle las sonrisas fugaces que le asomaban a los labios de tanto en tanto.
Yo pensaba que mi abuela era capaz de comprender todo.
Mi abuelo, por su parte, tenía un bigote blanco de helado de vainilla. Había apoyado los pies en el asiento de enfrente. E iba silbando.
—¡Qué día tan bueno hemos pasado! —exclamó.
—Me has quitado las palabras de la boca —murmuró mi abuela.
2
La semana siguiente, todos, incluido Napoléon, acompañamos a Joséphine a la estación de Lyon.
Había decidido regresar al sur de Francia, a un pueblo muy cerca de Aix-en-Provence, donde nació y donde la esperaba una casita que su sobrina había dejado libre. Lo mejor era ver el lado bueno de las cosas, decía. Retomaría la relación con sus amigas de la juventud, volvería a caminar por los senderos de su niñez. Y sobre todo disfrutaría de más sol y más luz.
—¡Tendré mejor tiempo que vosotros!
Como para darle la razón, una llovizna caía sobre el techo de cristal de la estación.
En el andén, en medio de una montaña de maletas, esperamos el tren. Mi abuelo se paseaba de un lado a otro como si temiera que el tren no fuese a llegar nunca.
—Léonard, cariño, ¿vendrás a verme? —me preguntó mi abuela.
Mi madre contestó por mí:
—Pues claro que sí, iremos a menudo. Tampoco está tan lejos.
—Y tú también vendrás a vernos —añadió también mi padre.
—Si me llama Napoléon, vendré. Decídselo. Conozco a ese pájaro mejor que nadie y sé perfectamente lo que… —Pareció reflexionar unos segundos y prosiguió—: Bah, mejor no le digáis nada. Cuando haya madurado de verdad, me lo suplicará él mismo. Madurado como una manzana pocha, toda…
Mi abuelo, que venía jadeando, la interrumpió:
—¡Ya llega el tren! ¡Preparaos! ¡Que no se le escape!
—Desde luego, qué don tienes para decir cosas bonitas —dijo mi padre.
Empuñando la maleta más voluminosa, Napoléon se volvió hacia Joséphine y le murmuró con una voz muy melosa:
—Te he sacado billete de primera.
—Cuánta amabilidad.
Acompañamos a Joséphine a su asiento. Napoléon y mi padre acomodaron sus maletas aquí y allá por todo el compartimento. Yo oí que mi abuelo cuchicheaba a una pasajera:
—No le quite ojo. No lo parece, pero es muy delicada.
—¿Qué le estás diciendo a la señora? —le preguntó mi abuela.
—Nada, nada, le decía que los trenes siempre van con retraso.
Bajamos al andén. Una voz anunció la salida del tren a Aix-en-Provence. Al otro lado de la ventanilla, Joséphine nos mostraba una cara sonriente y encantada, como si se fuese de vacaciones.
El tren se deslizó ante nosotros y nos dijimos adiós con la mano. Los faros rojos del último vagón desaparecieron entre la niebla.
Se acabó. La voz anunció otro tren. Otros viajeros invadieron el andén.
—¡Vamos a tomar algo! —dijo Napoléon—. Invito yo.
En la cafetería, llena de grupitos de viajeros con prisa, Napoléon localizó una mesa libre con asiento de sofá, en el que nos apretujamos los cuatro. Tenía un sinfín de planes.
—Lo primero, reformar la casa —dijo—. Poner papel pintado, darle una mano de pintura, hacer arreglitos aquí y allá. Rejuvenecer, vaya.
—Mandaré a un contratista —dijo mi padre.
—Nada de contratistas. Yo mismo lo haré todo. Mi Coco me ayudará.
Puntuó su frase lanzando el puño contra mi hombro.
—Eso no es muy razonable —dijo mi madre—. Debería hacer caso a su hijo.
Mi padre aprobó su parecer con la cabeza e insistió:
—Es verdad, papá, reflexiona, ¡con un contratista puede que sea más fácil! Haría lo más gordo.
—Precisamente —respondió mi abuelo—, y yo a conformarme con las migajas. ¡Ni que fuera un gorrión! ¡Nunca! Lo haré yo mismo. Daos cuenta de que no os he pedido nada. Si habéis venido para humillarme, os podíais haber quedado en casa. Me las apañaré muy bien. Solo o con mi Coco. Y lo mismo para instalar el gimnasio.
—¿El gimnasio? —exclamó mi padre—. ¿Por qué no unas pesas también?
—Ah, pues no es ninguna tontería, unas mancuernas. No se me había ocurrido. Me lo apunto.
Mi padre suspiró, cruzó una mirada con mi madre y carraspeó antes de declarar:
—Sinceramente, papá, si quieres saber mi opinión…
—No te molestes —lo cortó Napoléon sin dejar de sorber su Coca-Cola con la pajita—, sé de sobra lo que piensas de toda esta historia.
No, ellos no lo aprobaban. Y quien menos, mi padre. Uno no se divorcia con ochenta y cinco años, casi ochenta y seis. Uno no monta un gimnasio en casa pero sí acepta ayuda para reformarla. En realidad, uno no se pone a reformar su casa a esa edad. Ni tampoco se renueva, ni por dentro ni por fuera. Ni nada. Uno espera. Espera el final.
—Pues la verdad —prosiguió Napoléon—, lo que tú pienses me importa un pimiento. No necesito que me des permiso. ¿Lo pillas?
Mi padre se puso rojo de repente; su rostro indignado se crispó en un segundo, pero la mano de mi madre se posó discretamente sobre su antebrazo y apagó su ira.
—Creo que hasta ahí llego, sí —se limitó a mascullar.
Napoléon me guiñó un ojo y me dijo:
—Lau vi, cu mi estis sufice klara, Bubo?
Lo que quería decir: «¿Crees que he sido lo bastante claro, Coco?». Lo dijo en esperanto, ese idioma que hablaba con fluidez y cuyos rudimentos me había enseñado.
Yo respondí que sí con la cabeza.
El esperanto se había convertido en el idioma clandestino entre el abuelo y yo, y recurríamos a él cuando queríamos decirnos algo en secreto. A mí me encantaba esa sonoridad extraña y al mismo tiempo familiar proveniente de rincones remotos, una lengua con la que parece que se tiene el mundo entero en la boca. Él la había aprendido en su primera vida, cuando hacía saltar chispas en los rings de boxeo, para poder comunicarse fácilmente con boxeadores extranjeros, avenirse con deportistas y de este modo colársela a todo el mundo, entrenadores, representantes y reporteros.
—¿Qué ha dicho? —preguntó mi padre.
—Nada, nada —respondí—. Dice que sois muy amables por preocuparos por él.
Salimos de la estación. Una fila ininterrumpida de taxis esperaba a los viajeros.
—¡Oiga! —voceó mi abuelo dirigiéndose a un taxista—. ¿Está libre?
—Sí, estoy libre.
—Muy bien —dijo Napoléon—. Yo también.
Y soltó una carcajada.
3
Napoléon había vivido ya dos vidas y sin duda tenía un montón más de repuesto, como los gatos. En la primera había frecuentado los cuadriláteros del mundo entero y ocupado las portadas de muchos periódicos. Había conocido la gloria oscura de los campeonatos de boxeo, los flashes que crepitan, la dicha breve de las victorias y la soledad infinita de los vestuarios tras las derrotas. Y después había puesto fin bruscamente a esta carrera por motivos que no estaban del todo claros.
Entonces se hizo taxista. Taximan, como le gustaba decir a él, poniendo acento americano. Nunca había quitado el letrero del techo de su coche. Cuando venía a recogerme al colegio, lo encendía y en invierno las tres letras «TA I» destacaban en la noche, mientras la «X» se negaba a iluminarse. La puerta trasera de su Peugeot 404 se abría y me preguntaba con voz ceremoniosa:
—¿Adónde quiere ir el señor?
Pero aquel viernes, una semana después de la partida de Joséphine, me dijo sin más:
—Te voy a llevar a un sitio.
—¿A la bolera?
—No, a la bolera no. Ya verás.
Napoléon me explicó que había meditado mucho y que el comienzo de esta tercera vida debía estar marcado por un acontecimiento importante.
—¡Un acontecimiento feliz! —exclamó sin ceder el paso al coche que tenía preferencia.
—Vale, pero circulas por la izquierda, abuelo.
—No pasa nada —me respondió él—. ¡Bien que circulan por la izquierda en Inglaterra!
—¡Pero no estamos en Inglaterra!
—¿Por qué tocan el claxon de esa manera? ¿Se te ocurre qué puede ser?
—Abuelo, ¿cuándo te sacaste el permiso?
—En primer lugar, a partir de hoy, deja de llamarme así. Y en segundo lugar, ¿de qué permiso hablas?
El sol empezaba a bajar por el cielo.
En cada cruce, mi abuelo tenía el reflejo de extender el brazo delante de mí para evitar que me estampara contra el parabrisas en caso de un frenazo repentino, como si su coche no estuviese equipado con cinturones. Al cabo de una media hora de trayecto, dejamos la carretera para meternos por un camino de tierra.
—Aquí es. Bueno, creo.
Leí las tres letras que indicaban la entrada a la Sociedad Protectora de Animales.
—«SPA» —dije.
—Muy bien, te sabes tres letras. Con eso basta. Suficiente para arreglártelas. Hale, go, allá vamos.
—¿Quieres adoptar un perro? —pregunté mientras recorríamos las callejuelas de cemento de la perrera.
—No, no, como puedes ver, ¡estoy buscando un secretario! A veces haces cada pregunta…
De las jaulas salían unos ladridos roncos mezclados con gañidos más agudos. Allí estaban todos los perros del mundo y de todos los pelajes imaginables: largos, finos, cortos, gruesos, lisos y ensortijados. A la mayoría se los veía abatidos y postrados al fondo de la jaula, y meneaban el rabo como locos en cuanto pasaba un visitante por delante.
Algunos de esos perros padecían enfermedades de la piel y se rascaban desesperadamente, otros tenían los ojos legañosos, otros daban vueltas sobre sí mismos persiguiendo su propia cola.
Un perro de aguas con una buena estructura ósea por aquí un recio beauceron por allá, acá un fogoso jack russell, acullá un tranquilizador labrador, un collie elegante o un lebrel grácil y aristocrático. Solo había que pasar el mal trago de escoger a uno. Ese era el problema.
—¡Qué difícil! —dijo Napoléon—. ¡Y no podemos quedarnos con todos! Pero tampoco podemos elegir al azar…
Una señora vino a nuestro encuentro y, ante las dudas de mi abuelo, declaró:
—Eso depende de para qué lo quieran.
—Es que no lo sabemos —respondió Napoléon—. ¡Menuda pregunta! Solo queremos tener un perro y tratarlo como a un perro, nada más.
Señaló una jaula en cuya cancela no figuraba ninguna indicación.
—¿Y ese qué es?
—¿Ese? —dijo la empleada—. Un fox terrier de pelo duro, me parece.
El perro alzó hacia nosotros un ojo soñoliento, levantó unos segundos el hocico y después, soltando un suspiro profundo, volvió a meterlo entre sus patas paralelas.
—¿Está segura? —preguntó Napoléon.
—La verdad es que no. Más bien parece un setter… Espere, que lo compruebo.
La señora se zambulló entre sus papelotes, que se volaban por los pasillos.
—Tengo que ordenar todo esto.
—Al cuerno con la raza. A fin de cuentas, la raza nos da lo mismo, ¿eh, Coco?
—Sí, nos da lo mismo.
—¿Y cuántos años tiene?
La señora adoptó una actitud segura y profesional.
—Mmm… un año más o menos. No, dos. Sí, eso es. —Una sonrisa incómoda le surcó el rostro—. En realidad, puede que algo menos. O quizá más.
Rebuscó nuevamente entre sus papeles, que acabaron escapando de sus manos y dispersándose por el recinto.
—Bah, déjelo —dijo Napoléon—. La edad también nos da igual. ¿Cuánto vive este tipo de perro?
—Son perros muy resistentes —respondió la señora—, ¡unos veinte años! Parece usted preocupado. ¿Es un problema?
—¡Pues claro que es un problema! —exclamó Napoléon.
—Ah, sí, ya veo. Creo que lo entiendo…
—Sí —dijo Napoléon—, ¡ese es el problema con los animales, que se mueren siempre antes que nosotros y nos parten el corazón!
—Tiene gracia —dijo Napoléon—. ¿Has visto? ¡Vinimos dos y nos vamos tres!
Cruzamos una sonrisa. Daban ganas de hablarle al perro. Sin embargo, no me atreví porque me pareció un poco ridículo.
Napoléon sacó de su bolsillo una correa nueva que se desenrolló como una culebra. Todavía llevaba la etiqueta.
—¡Lo tienes todo pensado, abue… Napoléon!
—Todo. Hasta esto, ¡mira!
El maletero del Peugeot 404 estaba hasta los topes de sacos de pienso. Napoléon abrió la puerta trasera del coche y dijo con solemnidad:
—¡Empieza una nueva vida! ¿Adónde quiere ir el señor?
El animal se subió de un brinco al asiento, lo olisqueó y, hallándolo de su agrado, se arrellanó tan ricamente.
El taxímetro escacharrado marcaba «0000» y realmente me dio la sensación de que señalaba el comienzo de algo.
—Es verdad, oye —dijo Napoléon metiendo primera—, no necesitamos un perro que sea de ninguna raza en particular. Solo que sea un perro. ¡Un perro con tendencias perrunas y punto!
Surgió la cuestión del nombre. Médor, Rex, Rintintín, Balú, ninguno nos entusiasmaba. En un semáforo en rojo, los dos nos dimos la vuelta. El animal levantó hacia nosotros dos ojos amables que parecían tener el borde maquillado, cargados de preguntas.
—Un nombre original —dijo mi abuelo—, eso es lo que necesitamos. ¡Algo nuevo! ¡Ya no queremos nada viejo! ¡Punto pelota!
—¡«Punto»! —exclamé yo—. ¡Ese sí que es un nombre chulo!
—¡Adjudicado! —Luego, volviéndose hacia el asiento de atrás, preguntó—: ¿Qué, Punto, te alegras de tener por fin nombre?
—¡Uau!
—Parece que le gusta —dije yo—. Verde, ya puedes seguir.
—Es un nombre bonito —dijo mi abuelo poniéndose en marcha—. Al menos para un perro. Original. Distinguido. Con clase, vaya. Mucho mejor que «Punto y coma» o «Comillas». Tienes instinto perruno, se nota.
Cuando llegamos a su casa, bajamos los sacos de pienso del maletero del Peugeot 404 para guardarlos en los armarios de la cocina.
—Buen trabajo —dijo Napoléon—. Tengo una cosita para ti.
Abrió un cajón y sacó una bolsa de tela llena a más no poder.
—No temas, no son bolas de pienso. Ábrela.
Le brillaban los ojos de picardía.
Canicas. Cientos de canicas. Viejas canicas de barro, de vidrio, ágatas, bolones, bolanchos… La infancia entera de Napoléon.
—No son de mi primera juventud —dijo—. Tardé años en ganármelas. Tú les darás más uso. Yo ya no tengo demasiados compañeros de juegos, como ves. Lo normal es legar una colección de sellos, pero a mí los sellos siempre me han puesto de los nervios. Para empezar, no es que haya recibido montañas de cartas. Aunque he de decir que tampoco es que yo me haya matado para escribirlas.
Me flaqueaban las piernas, el corazón me latía desbocado y tenía las mandíbulas totalmente soldadas entre sí.
—¡No irás a ponerte a llorar, eh! —me soltó.