Cassie
A veces deseas tanto algo que estás dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguirlo. Tu mente extiende ese sueño ante ti como masilla y lo dobla en formas perfectas. Tu alma susurra, ansiosa: «No tienes que hacer nada más». Tu corazón bombea sangre, adrenalina y esperanza. Cada giro, cada salto y cada papel en el escenario te acerca un paso más y te recuerda que el ballet y los latidos de tu corazón son lo mismo. Las zapatillas de punta dura elevan tu cuerpo por encima de los demás y te convierten en ingrávida y etérea.
Porque así deben ser las bailarinas. Así quiero ser. Tengo que serlo. Haré cualquier cosa por conseguirlo. Lo que sea.
Dos pastillas lisas y alargadas me miran fijamente como si fueran ojos. Llenas de promesas. Están metidas en un frasco de vitaminas, como zapatillas de punta en una caja, rogando que las utilicen. La capa exterior brilla a la luz de los fluorescentes de la cafetería. Paso el dedo por su superficie, me chupo las yemas y siento su ácido amargor. «Toma una solo para ver si funcionan.»
Las demás chicas pasan, inquietas. Como estamos a mediados de noviembre, hablan de cosas como las vacaciones de Acción de Gracias, la última película que han visto y el chico que creen que sería el mejor Príncipe Cascanueces. Temas normales y rutinarios, pero desde que volví de Londres todo me parece muy extraño. Aquí los cuerpos son más pequeños, más ligeros y algo más delicados que el mío. No puedo mezclarme con ellos como lo hacía allí. Me odian por eso. Al menos es lo que siento.
—¿Son tu secreto? ¿Por eso eres tan buena?
Bette se sienta a mi lado. Está tan cerca que me llega el olor de la laca que usa. Tenemos el mismo tono de rubio. O lo teníamos. Ahora tengo el pelo morado porque alguien echó tinte en mi acondicionador.
—No, solo son vitaminas.
Recorro la cafetería con la mirada en busca de Alec. Los conserjes grapan pavos de papel en los tablones de anuncios de la cafetería, y las camareras sirven yogur de calabaza bajo en calorías. Cuando vuelvo a mirar mi bandeja, Bette está observándome. Todavía no me he acostumbrado a estar a solas con ella. Debería agradecerle que se haya sentado conmigo, porque los demás no lo harán. Es como si su presencia en la mesa creara una burbuja protectora a mi alrededor. Es segura e impenetrable, pero ahora estoy atrapada dentro con ella.
—No tomo pastillas.
Intento evitar que parezca que la estoy juzgando.
Bette se lleva una mano a la clavícula, y sus dedos descienden por la cadena hasta el relicario. Lo lleva siempre, como si fuera un rubí que quiere que veamos, no un simple objeto sin brillo y descolorido del tamaño de medio dólar.
—¿Y qué hay en ese frasco? ¿Qué son?
Me gustaría preguntarle por qué le importa tanto. Pero aquí, en el American Ballet Conservatory, nadie hace este tipo de preguntas.
—Vitaminas. Para tener más energía —miento mirando las pequeñas pastillas adelgazantes.
En esta cafetería la comida es diferente de la de la Royal Ballet School, y aunque solo llevo aquí dos meses, los cambios hacen que me sienta como si hubiera perdido el centro en una pirueta. Peso un kilo cuatrocientos gramos más de lo que quisiera. Observo a las petits rats que apilan sus bandejas en la cinta transportadora y las mesas llenas de bailarines de séptimo y octavo, que se preocupan por qué comer antes de la clase de ballet. Pero no puedo esquivar la intensa mirada de Bette.
Levanta una ceja.
—¿Solo dos vitaminas?
Me quita el frasco antes de que haya podido cerrarlo. Mira las pastillas como si intentara descifrar algún código y cuando termina de jugar a los detectives me lo devuelve.
—Mi dosis diaria. Las tomo con la comida.
Cierro el frasco y lo meto en mi bolsa con la esperanza de que eso dé por concluida la conversación. Eleanor viene hacia nuestra mesa con la clara intención de sentarse con nosotras. Casi suspiro de alivio. Pero Bette mueve la mano como si apartara una mosca que se hubiera acercado demasiado al agua que está bebiendo. Y Eleanor se marcha inmediatamente.
—Podría haberse sentado con...
—Está bien así —me dice Bette—. Hoy no estoy de humor para aguantarla. —Repiquetea con las uñas en la mesa, que recorre con la mirada buscando mi frasco—. Mira, no tienes que ocultarme nada. —Clava su mirada azul en la mía—. Eres nueva, así que quiero que tengas una amiga aquí. Ahora somos prácticamente familia. Le he dicho a Alec que te cuidaría. Cree que es buena idea.
Quiero que sea una buena idea. Quiero tener a una confidente en esta escuela. Echo de menos a mis amigos de la Royal Ballet. Se acerca un poco más. Me roza con el hombro y nos adentramos aún más en la burbuja. Mira a izquierda y a derecha, se desabrocha el collar y se lo quita del cuello. Lo deja en la mesa, delante de nosotras, y abre el relicario con delicadeza. Por dentro es un círculo perfecto, con una capa de píldoras azules alrededor de otra blanca, más pequeña. La blanca parece idéntica a las mías. Me pregunto cómo pueden tener la misma forma y el mismo tamaño, pero prometer cosas tan diferentes.
—Yo tampoco tomo pastillas —me dice—. Solo cuando de verdad las necesito. El impulso extra para poder hacer las correcciones que me pide Morkie. Incluso mi hermana y otros de la compañía las toman. No es tan grave. —Me da unas palmaditas en la pierna. Los ruidos de la cafetería subrayan sus palabras—. Un consejito... Nunca te quedes sin energía. Los rusos te quitan las cosas tan rápido como te las dan.
—Lo sé —le digo pensando en que me han seleccionado para La sílfide, con las chicas de octavo. El señor K dice que soy una de las bailarinas más talentosas que ha visto a mi edad. Pero no sé si debería haberme marchado de la Royal Ballet para venir aquí. Bette me acerca el relicario—. ¿Qué son?
—Adderall. Te da energía.
Sus ojos se agrandan mientras observa los míos en busca de respuesta.
—¿Efectos secundarios?
—¿En serio? Tú te lo pierdes. —Cierra el relicario y vuelve a colgárselo del cuello. Retira su oferta tan rápido como la había hecho, pero consigue sonreír para suavizarlo, como si estuviera haciéndome un favor—. Solo intento ayudarte.
—Gracias, pero...
Alec y su padre, mi tío Dom, entran en la cafetería y vienen directamente a mi mesa. Mi tío Dom me abraza y Alec se sienta en la silla vacía.
—¿Qué tal, Cass? —El tono preocupado de mi tío Dom hace que se me salten las lágrimas, pero me las limpio antes de que las vea. Tiene los mismos ojos que mi madre. Me toca el pelo—. Ya casi ha desaparecido el color morado. La verdad es que no me disgustaba.
Intenta que me ría, pero me cuesta incluso sonreír.
Es una de las muchas jugarretas que me han hecho las chicas en los dos meses que llevo aquí, junto con empaparme las zapatillas con vinagre, destrozarme las mallas y robarme el correo, las cartas de amor de mi novio, Henri, desde París. Solo de pensarlo vuelven a saltárseme las lágrimas, pero no puedo llorar. Aquí no. Ahora no.
—Bien —le contesto deseando que fuera verdad. Me da un beso en la frente y me sonríe—. Los principios siempre son duros, ¿verdad?
—Aguanta, Cass. —Mi tío Dom vuelve a abrazarme y luego se da media vuelta y se marcha de la cafetería. Lo echo de menos al instante.
Alec se levanta mirando el móvil.
—¿Listas para marcharnos?
Nos lo pregunta a las dos, aunque solo mira a Bette.
Las bailarinas salen de la cafetería y se dirigen a hacer estiramientos antes de la clase. Miro la mesa. Bette tiene en las manos mi caja de vitaminas.
—No te dejes esto. Se te ha caído de la bolsa. —Deja el frasco en la mesa y pasa por detrás de mí—. Nos vemos allí.
Alec le pasa un brazo por el cuello, me lanza una sonrisa de oreja a oreja, y los dos salen de la cafetería.
Bebo agua del dispensador, pero aun así me cuesta tragar las pastillas. Las imagino disolviéndose en el estómago y ayudándome a dar lo mejor de mí.
En el estudio encuentro un sitio escondido hacia el final, lejos de las demás, especialmente de Bette. Saco mis zapatillas de ballet. Me tumbo en el suelo y empiezo un largo y profundo estiramiento. Coloco las piernas formando una gran V, levanto los brazos y los extiendo hasta los dedos de los pies. Calentamos durante veinte minutos, y luego madame Genkin da unas palmadas para llamar nuestra atención.
Trabajamos en la barra, completando ejercicio tras ejercicio para calentar las piernas, los pies y el abdomen. Madame Genkin observa mis tendus y sonríe.
—Tu línea es perfecta, Cassandra. Todo perfectamente colocado.
Me sonrojo y siento que hoy podría ser un gran día.
Ella vuelve al centro de la sala, y los espejos a ambos lados hacen que parezca que hay miles iguales que ella.
—Ha llegado el momento de trabajar en el centro. Poneos las zapatillas de punta.
Corremos hacia las bolsas, nos cubrimos los dedos de los pies, los acolchamos, los metemos en las zapatillas de punta y nos atamos las cintas de color rosa claro alrededor de los tobillos. Saltamos para calentar las zapatillas. Los golpes de las zapatillas de punta invaden la sala. Madame Genkin indica a Viktor los acordes que debe tocar.
—Chicas, haremos una breve coreografía que termina con cuatro giros. Dos veces cada uno, y luego la siguiente pareja empieza desde la esquina. Quiero revisar cómo os colocáis.
Se oyen suaves gemidos.
—Cassie y Bette primero, y a continuación June y Sei-Jin.
Nos dirigimos las dos al centro y nos miramos a través del espejo. Parecemos iguales: pelo rubio claro, ojos azules e incluso nuestra complexión es similar.
Madame Genkin nos muestra el ejercicio: una serie de giros piqué desde la esquina hacia el centro, un salto a la izquierda, otro a la derecha y tres piruetas en un balancé. Bette hace un profundo plié. Agita los brazos. La imito.
Empieza la música. Bette es rápida y equilibrada, su ritmo se ajusta a la música sin esfuerzo, como si lo hubiera hecho un millón de veces. Extiendo la pierna hacia delante para girar y absorbo la música. Me tranquilizo. Las preocupaciones, las críticas y las caras en las ventanas del estudio se desvanecen. Me veo en el espejo cada vez que giro: las largas y esbeltas líneas, el torbellino de rosa, negro y crema, como una primera bailarina. Como la bailarina que estoy destinada a ser desde que nací.
Las líneas se difuminan con cada giro. Siento las extremidades pesadas y gruesas. No puedo elevarlas tan rápido como quisiera. Giro más deprisa y me obligo a colocarme. Madame Genkin da palmadas al ritmo de la música. Soy demasiado lenta. Veo a Bette en el espejo, el arco rosa de sus labios fruncidos. Cae sobre mí una oleada de calor y siento que me he quedado sin fuerzas, que al volver a girar me tambaleo.
Abro y cierro los párpados. Siento que me pesan. El sueño se apodera de todo mi cuerpo.
Me derrumbo bajo el hechizo de la música. Bette me agarra sonriendo y me susurra «No pasa nada» cuando mi cuerpo, pesado y voluminoso, se desploma hacia ella. Como si estuviera esperándolo. Como si hubiera sabido que sucedería.
ACTO I
Temporada de otoño
1
Bette
Vuelvo a lo básico: quinta posición delante del espejo. La profesora rusa a la que ha contratado mi madre, Yuliya Lobanova, me gira la cadera izquierda hacia delante y hacia atrás con sus pequeñas manos arrugadas. Siento un pellizco y me arde, pero disfruto de esa sensación dolorosa. Me recuerda que, debajo de todo este rosa claro, mis músculos son fuertes y están entrenados para el ballet.
La profesora Yuliya lleva el pelo canoso recogido en un perfecto moño, tenso y elegante, como debemos llevarlo. Sus brillantes ojos verdes me miran en la pared de espejos del estudio de mi casa.
—Sigues apoyándote en esta cadera, lapochka.
Era una de las estrellas del Maryinsky Theater. Yo tenía una foto suya en la pared de mi habitación, en la que aparecía joven, audaz y sorprendentemente hermosa.
—Turn-out, turn-out.
Me esfuerzo por complacerla a ella y a mí misma. Para volver a ser fuerte. Para volver a ser yo.
—¡Arriba! Más alto, más alto.
Entrenar cinco horas diarias, siete días a la semana, me ayuda a no pensar en lo que pasó el año pasado. Las jugarretas, los dramas, el accidente de Gigi y mi expulsión quedan sustituidos por piruetas, fouettés y port de bras.
—Muéstrame que estás lista —me dice, contenta con mi nuevo y mejorado turn-out ultraprofundo.
Me acerco al espejo y extiendo la columna todo lo que puedo. Sigo siendo la bailarina de la caja de música. Sigo siendo alumna del ABC. Sigo siendo yo.
Mi madre sigue pagando la escuela, y cada noche se pelea por teléfono con el señor K y el señor Lucas para que me dejen volver. «Bette no empujó a esa chica. Es absolutamente inocente. Y ustedes no tienen pruebas reales de que mi hija fuera la única que se burlaba de la señorita Stewart.» Dijo burlaba, como si hubiera llamado gorda a Gigi. «Aun así, lo hemos arreglado con los Stewart. Les hemos compensado adecuadamente. De manera que Bette debería volver a la escuela en cuanto empiecen las clases. La escuela no puede permitirse más escándalos. Las donaciones de los Abney al American Ballet Conservatory y a la compañía siempre han sido generosas. El nuevo edificio de la compañía es prueba de ello. Pero ¡si se llama Rose Abney Plaza, por el amor de Dios!» Ni siquiera hizo una pausa para que quien estuviera al otro lado de la línea dijera una palabra.
—Ahora gira para Yuli.
A mi profesora de ballet no le importan los rumores ni las verdades. Se centra en los aspectos prácticos, el aquí y el ahora.
Respiro hondo y suelto el aire cuando ella empieza a dar palmas. El olor de mi laca —un dulce olor a talco— invade mi nariz y la habitación. Por un segundo estoy en el estudio A por primera vez. El sol atraviesa las paredes de vidrio mientras muevo la pierna para girar.
Soy una nueva Bette.
Una Bette diferente.
Una Bette que ha cambiado.
El año pasado es una confusión de imágenes en las que no quiero pensar. Si permito que mi cerebro se aleje de mis clases de ballet, los recuerdos se amontonan uno detrás de otro: perder dos papeles solistas, perder a Alec, perder la atención de mis profesores de ballet, ser acusada de haber empujado a Gigi contra un coche y ser expulsada de la escuela.
—¡Más deprisa! —me grita Yuli. Sus palmadas y gritos se incorporan a mi movimiento—. Saca esa cadera. No pierdas el centro.
No puedo permitirme perder nada más. Mi madre no va a decirme cuánto le ha costado llegar a un acuerdo con la familia de Gigi ni cuánto le cobra el señor K por mantener mi plaza. Pero sé que es más dinero del que gastó Adele en todos sus años de cursos intensivos, clases particulares y ropa de baile encargada especialmente para ella. Ahora soy la hija cara. Pero es por razones equivocadas.
—Ahora en la otra dirección.
Mantengo mi posición en el espejo y giro la cabeza una y otra vez. El sudor me gotea por la espalda. Me siento como un tornado. Si por mí fuera, volvería al ABC y lo derribaría todo y a todos a mi paso.
Dentro de una semana todos se trasladarán a la escuela. Eleanor se instalará en nuestra habitación. Mi habitación. Yo debería estar allí.
No aquí, en el estudio de un sótano que bien podría ser una cárcel.
Octavo es el año más importante. Por fin podemos hacerlo todo, coreografiar nuestros ballets, viajar por el país (y el mundo) para ir a audiciones y conocer otras compañías. Pero lo principal, lo más importante, es que el nuevo director artístico de la American Ballet Company, Damien Leger, asistirá a clases de ballet para encontrar sus nuevos aprendices. Elegirá a dos chicos y dos chicas. Tengo que estar allí.
Después de mi última pirueta, Yuli me empuja en el hombro.
—Estás lista para volver...
Su tono está a medio camino entre una pregunta y una afirmación.
—Sí —le digo sin aliento—. Estoy lista.
—Madame Lobanova. —La voz de mi madre desciende por la escalera y rebota en los espejos del estudio. Su tono agraviado me hace temblar—. Es suficiente por hoy. Bette tiene visita.
—Sí, por supuesto, señora Abney.
Yuli recoge sus cosas y me da un beso en la mejilla, sudorosa. Quiero extender la mano, tocarle el hombro y decirle que no se vaya. Pero se marcha antes de que haya podido decirle nada.
—Bette, ve a ducharte —me dice mi madre cuando llego al final de la escalera.
Está sentada en la isla de la cocina, bebiéndose un vaso de vino. Lo levanta y señala mi habitación.
Subo y me quito el maillot y las mallas. Me acerco a la ventana y miro la calle 69 para ver si hay un coche aparcado que reconozca. Nada. Me ducho en dos segundos, me pongo un vestido y bajo la escalera. Justina cruza las puertas acristaladas de la sala de estar.
—¿Quién es? —susurro.
—Creo que un hombre de tu escuela. Y una mujer. —Me aparta el pelo de los hombros y me lo alisa. Tiene los dedos calientes y me toca con suavidad—. Sé buena chica, ¿de acuerdo?
Echo un vistazo al otro lado de las puertas acristaladas antes de decidirme a abrirlas. La rubia cabeza del señor Lucas se gira y me mira. Casi me ahogo.
—Oh, aquí estás.
Mi madre me indica con un gesto que entre.
Respiro hondo y suelto el aire, como si estuviera entre bastidores preparándome para ocupar mi sitio en el centro del escenario. Entro en la sala y me siento frente a él.
Un hombre como el señor Lucas no se presenta en tu casa sin avisar. Está con una mujer que no es su esposa. Ella lleva uno de esos cortes de pelo que te hacen parecer más vieja, más sofisticada y menos atractiva. Seguramente quiere que no solo presten atención a su pelo rubio y al hecho de que su blusa demasiado apretada muestra sus grandes pechos.
—Hola, Bette.
Casi todas las bailarinas son planas, así que por suerte no tengo su problema.
—Hola, señor Lucas.
Clavo la uña en uno de los reposabrazos curvos de palisandro y dejo una marca en forma de media luna. Una noche, dentro de poco, mi madre se sentará frente a la chimenea en esta silla de respaldo alto y le pedirá a Justina su copa de vino. Pasará los dedos temblorosos y borrachos por las muescas y gritará.
—Esta es mi nueva asistente, Rachel. —Señala a la joven, que me sonríe ligeramente. El señor Lucas saca un grueso montón de papeles y me los muestra—. Tu madre me ha entregado esto.
Es el acuerdo de conciliación. Que enumera todas las cosas que supuestamente le hice a Gigi. La pequeña letra mecanografiada hace que parezcan más repugnantes, más asquerosas y oficiales de lo que realmente fueron.
—Mira, todavía no entiendo cómo sucedió todo esto.
Arruga el ceño como Alec cuando está confundido.
—Lo siento —le digo, porque es lo que me dijo que hiciera la terapeuta de la familia Abney.
Le lanzo una media sonrisa. Intento mostrarle que soy una Bette diferente. Que he aprendido la lección que han querido enseñarme, sea cual sea. Que ya estoy preparada para volver a la normalidad.
—¿Sabes qué es lo que sientes?
—Haber molestado a Gigi.
Mi madre interviene.
—Dominic, no es necesario que repasemos todo este incidente. Seguro que no ha venido por eso.
—No pasa nada, mamá. Asumo mi responsabilidad.
—Las cosas se han solucionado, y tú no...
—Mamá, no hay problema.
Me gusta interrumpirla, como ha hecho ella conmigo tantas veces. Da varios rápidos sorbos de vino y le indica a Justina que le acerque la botella. La asistente del señor Lucas se mueve incómoda en su silla y tira de su blusa. El señor Lucas rechaza la copa de vino y los quesos caros que mi madre pide a Justina que le ofrezca.
—Tienes suerte de que no haya tenido secuelas —me dice en el tono más amable posible.
Las palabras duelen aún más cuando me golpean con suavidad. El pinchazo escuece mucho rato en el silencio de la habitación.
—¿Puedo volver a la escuela? —le pregunto.
—No —me contesta, y su asistente me mira como si yo fuera algo frágil que puede romperse en cualquier momento—. Hemos deliberado mucho y todavía no podemos dejarte volver. Ahora mismo no.
—Pero...
Mi madre se levanta de la silla.
—¿Qué se necesita?
Clavo los ojos en los suyos. Mantengo el cuerpo perfectamente inmóvil, pero los latidos del corazón me golpean en los oídos. Levanto el pecho y dejo caer los hombros como si estuviera a punto de pegar el salto más bonito que haya visto nunca.
—Esto no lo soluciona —dice agitando los papeles—. Todo no. Ni de lejos. No entiendo a las chicas. Los chicos no se comportan así.
Tiene razón. Aunque me gustaría recordarle que ser bailarina es muy diferente, que los coreógrafos nos tratan como si fuéramos sustituibles, mientras que a los chicos los elogian por su gran talento y por dedicarse al ballet cuando el mundo podría pensar que no es una actividad masculina. Se pasa una mano por la cara y devuelve a mi madre los papeles del acuerdo.
—No empujé a Gigi.
Mis palabras resuenan en la sala. Parecen pesadas, como si fueran mis últimas palabras.
—Si eres inocente, demuéstralo.
Puedo demostrarlo. Lo demostraré.
2
Gigi
El estudio D zumba como si estuviera lleno de libélulas pululando bajo el sol de septiembre. Todas hablan sobre los intensivos del verano, sus nuevas compañeras de habitación y sus profesoras de ballet. Los padres están comparando las entradas que tienen para la temporada de ballet o refunfuñando porque este año la matrícula de la escuela es más cara. Nuevas petits rats asaltan las mesas de golosinas, y otras niñas las miran y se llevan las manos a la boca. Oigo a algunas niñas que susurran mi nombre. No hay ninguna otra chica de octavo.
Solo yo.
Debería estar arriba, desempaquetando mis cosas con las demás chicas de mi planta. Debería estar poniéndome las zapatillas nuevas de ballet para ajustarlas para las clases. Debería estar preparándome para el año más importante de mi vida.
Mi madre me coge de la mano.
—Gigi, participa activamente en esta conversación, por favor.
Vuelvo a la realidad, donde mi madre ha acorralado al señor K en una esquina del estudio. Parece incómodo.
—Señor K, ¿qué medidas ha tomado para que Gigi esté a salvo?
—Señora Stewart, ¿por qué no me pide cita? Podremos entrar en más detalles que en nuestra última llamada telefónica.
Mi madre levanta las manos.
—Nuestra última conversación duró diez minutos. Sus llamadas han sido... ¿cómo decirlo? Insustanciales. Usted quería que Gigi volviera. Ella quería volver. Usted me dijo que estaría a salvo. Sigo sin estar convencida.
Sus quejas me han perseguido como un nubarrón. «¿Por qué quieres volver allí? ¡La escuela está plagada de bullying! El ballet no merece tanta angustia.»
Una bailarina más joven pasa junto a mí y susurra a su amiga: «No parece herida».
Miro mi perfil en un espejo del estudio. Paso el dedo por la cicatriz que asoma por debajo de mis pantalones cortos. Es una línea casi perfecta en la pierna izquierda, una raya rosa fuerte que atraviesa la piel oscura.
Un recordatorio.
Mi madre cree que la cicatriz nunca desaparecerá del todo, aunque compró cajas de aceite de vitamina E y crema de manteca de cacao para pieles oscuras. No quiero que desaparezca. Quiero recordar lo que me pasó. A veces, si cierro los ojos mucho rato o paso el dedo por la línea protuberante de la cicatriz, vuelvo a aquellas calles de adoquines y oigo los crujidos metálicos cuando el taxi me golpeó, el distante sonido de las sirenas o el pitido constante de los monitores del hospital cuando me desperté.
Me pongo roja de rabia. Siento el calor justo debajo de la piel.
Descubriré quién me lo hizo. Haré daño a la persona que me empujó. Les haré sentir todo lo que he pasado.
Mi madre me toca el hombro.
—Gigi, participa en esta conversación.
Veo que está cada vez más enfadada.
—Sigue en el pasillo con todas esas chicas —dice mi madre en tono incisivo.
—Todos los alumnos viven en una planta con los demás compañeros de su nivel. La del octavo nivel siempre ha sido la más deseada de todas —le dice el señor K en el tono suave con el que se dirige a los benefactores y a los miembros de la junta—. No nos gustaría aislarla.
—Ya está aislada por su aspecto y por lo que le pasó.
—Mamá, está bien. Es donde necesito...
Me hace callar.
Los padres nos miran. En esta sala, mi madre, con sus pantalones dhoti blancos, su túnica y sus sandalias Birkenstock, destaca como una flor silvestre en un jarrón de tulipanes. Todos ven los gestos exasperados y las expresiones faciales de mi madre, y lo tranquilo que se mantiene el señor K bajo su presión. Incluso le sonríe y le apoya suavemente la mano en el hombro, como si estuviera invitándola a un pas de deux.
—Le aseguro que estamos haciendo todo lo posible para asegurarnos de que esté a salvo. Este año incluso tiene una habitación para ella sola...
—Sí, y se lo agradezco mucho, pero ¿qué más? ¿Pondrán en marcha un programa para abordar el acoso escolar? ¿Estarán los profesores más al tanto de estos incidentes? ¿Controlarán las cámaras de seguridad para...?
—Además de que Gigi tendrá su propia vigilancia personal, haremos todo lo que podamos —le contesta.
Mi madre salta como si las palabras del señor K fueran una explosión y mueve la cabeza. Su ondulante melena afro se agita.
—¿Lo oyes, Giselle? No les importa. ¿De verdad merece el ballet tantos problemas?
Le toco el brazo.
—Mamá, déjalo ya. Lo hemos hablado un millón de veces. —Un rubor de vergüenza calienta todo mi cuerpo—. Confía en mí, por favor. Tengo que estar aquí.
Nadie se mueve. Mi madre me mira fijamente. Me muerdo la mejilla por dentro temiendo que cambie de opinión y me lleve de vuelta a California. Me gustaría decirle que no entiende lo que el ballet significa para mí. Me gustaría recordarle que he estado a punto de no poder seguir bailando. Me gustaría decirle que no puedo dejar que Bette y las demás se salgan con la suya. Me gustaría decirle que soy más fuerte que antes y que esas chicas pagarán por lo que hicieron. Lo he estado pensando desde el día que salí del hospital. No volverá a sucederme nada de lo que me ocurrió el año pasado. No lo permitiré.
El señor K me guiña un ojo y se acerca a mí. Me apoya una mano en el hombro. Está muy caliente.
—Gigi es moya korichnevaya. Es fuerte. La necesito aquí. La echamos de menos en los intensivos del verano.
Sus palabras llenan mis vacíos. Los pequeños pedazos rotos que necesitaron un verano para curarse, los que necesitaban saber que aquí soy importante. Se supone que tengo que bailar. Se supone que soy una de las mejores bailarinas.
He necesitado todo un verano para que se me curara la costilla herida, la pierna rota y el pequeño desgarro del hígado. Me he quedado en Brooklyn con mi tía Leah y mi madre, lidiando con un sinfín de radiografías y visitas al médico, tomografías computarizadas semanales, medicamentos para la conmoción cerebral y fisioterapia dos veces al día después de que me quitaran la escayola. Y, por supuesto, terapia para que hablara de mis sentimientos respecto del accidente.
He trabajado muy duro para volver a este edificio.
Mi madre me toca la cara.
—Vale. Vale. —Se gira hacia el señor K—. Quiero hablar con usted cada semana. Tendrá que estar disponible.
El señor K lleva a mi madre a la mesa de las bebidas. Ella esboza una leve sonrisa. Es una pequeña victoria.
Unas manos calientes me agarran por la cintura. Me giro. Alec me sonríe. Casi salto a sus brazos. Huele a protector solar.
—Te llaman la chica que ha vuelto, pero ¿puedo llamarte mi novia?
Me río de su espantoso intento de broma. Jóvenes bailarines levantan la mirada de sus coloridas carpetas, llenas de papeles que enumeran sus actuales niveles de ballet, los nuevos requisitos sobre los uniformes y la asignación de habitaciones. Agarro a Alec y le introduzco la lengua en la boca para que tengan algo que mirar.
No he podido ver mucho a Alec este verano. Los cursos intensivos de danza lo tenían demasiado ocupado. Las videollamadas y los mensajes sustituyeron las salidas. Casi había olvidado su sabor y su olor.
Alec se aparta.
—Te he mandado varios mensajes.
—Mi madre ha estado interrogando al señor K. —Señalo detrás de mí—. Aún sigue hablando con él.
Suelta un gemido.
—No me gustaría ser él.
—No.
—¿Estás bien?
—Estoy genial.
Me pongo un poco más recta.
—¿Nerviosa por haber vuelto?
—No —le digo en un tono más alto del que pretendía.
Me toca la mejilla. El corazón me late con fuerza. El monitor que llevo en la muñeca pita.
—Te he echado de menos.
Me coge de las manos y me hace girar como si empezáramos un grand pas. Me eleva un poco y me quedo de puntillas. Mis Converse me permiten g