Cassie
Siempre es como la muerte. Al menos al principio. Los músculos se tensan y arden hasta que parece que van a romperse. Los huesos de las caderas amenazan con salirse de su sitio. La columna vertebral se extiende y se retuerce en formas imposibles. Las venas de los brazos se hinchan y la sangre palpita. Los dedos de las manos tiemblan mientras intentas mantenerlos tensos pero elegantes, solo eso. Los de los pies quedan apretujados en una bonita caja rosa que hace que todo el pie se te llene de ampollas y moratones.
Pero todo parece fácil y bonito. Espero. Porque es lo único que importa.
Hoy el estudio B es un escaparate, y me gustaría que las tres paredes de cristal fueran oscuras o estuvieran tapadas. Siento la intensa mirada de Liz, con la cara pegada al cristal. Sabía que ella lo quería —quizá incluso más que yo—, pero eso no significa que lo mereciera. Dirá que he tenido suerte, que ha sido enchufe y que ser la sobrina del señor Lucas tiene sus ventajas. Bueno, Bette me comentó que eso farfullaba anoche, borracha. Pero no es verdad. Me lo he ganado.
Morkie grita órdenes a las chicas del cuerpo de baile y luego se dirige al pianista para que toque los acordes del ballet de primavera, La sílfide. Soy la única chica de sexto nivel seleccionada como solista, y aunque las demás fingen alegrarse por mí —bueno, casi todas—, sé que esperan verme fallar. Pero no voy a darles esa satisfacción. Aunque es duro ser la más joven. Y antes, cuando una de ellas me ha preguntado si tenía quince años, he pensado en mentirle y decirle que tenía diecisiete o dieciocho, como ellas. Observo con una sonrisa en la cara a los demás bailarines haciendo piruetas. No voy a flaquear. No quiero que sepan que es durísimo. Me duelen los músculos y tengo el estómago revuelto por la juerga de anoche. No debí dejar que Bette me convenciera de beber. Sin duda ahora estoy pagando el precio.
La música se interrumpe bruscamente. Morkie se acerca a Sarah Takahashi y la obliga a girar una y otra vez corrigiéndola a gritos en ruso, como si Sarah la entendiera. Sarah se inclina y parece enfurecer aún más a Morkie. Es mi suplente y está en octavo. Una chica de octavo debería haber conseguido el papel principal. Es una oportunidad para que los profesores de la compañía vean su talento y le ofrezcan un puesto.
Dedico hasta el último segundo del descanso a revisar mentalmente la coreografía y a pensar en la música. Morkie hace los pasos uno a uno, pisando con sus pequeños zapatos de baile con tacón. Aunque tiene casi setenta años, sigue siendo muy elegante, una auténtica danseuse russe.
Bette abre la puerta y la cierra de golpe para que vea que está aquí. Odio que siempre encuentre la manera de hacerse notar, pero no se lo puedo decir. Todo el mundo la mira: su pelo rubio recogido en un moño, su falda de danza de diseño, que flota a su alrededor como algodón de azúcar, y su lápiz labial rosa, que se ha aplicado con habilidad. Le dicen que se coloque al fondo, y se deja caer cerca de las bolsas. Se rumorea que un cuantioso cheque de su madre le ha permitido sentarse en el estudio para aprender el papel, pero no me he atrevido a preguntárselo. Ha sido muy amable y servicial. Me defendió ante Liz y las demás cuando llegué, me contó cómo funcionaba todo y amenazó a las chicas que no dejaban de meterse conmigo.
Will entra poco después. Se ha puesto gomina en el pelo pelirrojo y lleva toda la cara maquillada. Me lanza un beso y me saluda con la mano. Esta mañana han comunicado que sería el suplente de mi pareja de pas. Se sienta al fondo con Bette.
Morkie me pide que me coloque en el centro. Empieza la música, tenue, trémula y tranquila. Normalmente me dejo llevar, las notas me arrastran hasta que pierdo la noción de mí misma, los movimientos de mis brazos y de mis piernas se transforman y me permiten convertirme en el hada del bosque enamorada del escocés. Pero hoy estoy anclada en mi cuerpo, demasiado alto y pesado. Siento tirones en todos los músculos mientras me deslizo intentando asegurarme de que coloco los pies en el lugar exacto.
Me descubro a mí misma mirando la cinta que señala los límites del escenario y concentrándome en los compases de la música. Intento no pensar en los movimientos concretos de la coreografía. Viejos hábitos. Malos hábitos. A estas alturas debería sabérmelos de memoria. Me digo a mí misma que soy ligera como el aire, pero mis pies van con un segundo de retraso y los movimientos de mi brazo son demasiado pesados.
—¡Más! ¡Más! —grita Morkie.
Su voz rebota en los espejos. Siento que mi sonrisa flaquea. Delante de ella no tengo la más mínima elegancia. Pierdo la confianza con el sudor. Scott me espera a la izquierda. Me acerco a él y le tiendo la mano. Me atrae hacia su pecho.
Morkie grita por encima de la música.
—Sonríe. Estás enamorada de él.
Mi sonrisa parece incómoda en el espejo. Los músculos del estómago se me contraen cuando me sujeta por la cintura y se prepara para elevarme.
Morkie levanta las manos y las mueve. Nos detenemos.
—Se supone que estáis enamorados. ¿Dónde está el amor? ¿Dónde está? —dice indicándome que me aparte—. ¿Nos hemos equivocado con el reparto, Cassandra? —El acento ruso hace que sus palabras suenen punzantes, pequeños cuchillos que me desgarran por dentro—. Encuentra la razón por la que te hemos elegido. ¡Encuéntrala!
Su delgado brazo me indica que me retire.
Sarah ocupa mi lugar para practicar con Scott la elevación que no he podido hacer. Me digo que está bien. Es necesario. Los dos chicos tienen que aprender a levantar a Sarah, y luego a mí. Por si acaso. Me dirijo a la esquina del fondo, hacia Bette y Will, frustrada.
—Tienes que hacerlo —oigo susurrar a Bette, pero Will ve que me acerco y la hace callar.
—Hola. —Will me sonríe y da unas palmadas en el suelo, a su lado—. Empieza difícil, ¿eh?
Recupero el aliento y me limpio las gotitas de sudor de encima del labio. Cuando la gélida mirada azul de Bette se posa en mí, me siento asquerosa, torpe y vencida. Will me mira con expresión triste, como si yo fuera un perrito al que acaban de darle una patada.
—No te lo tomes a pecho —vuelve a susurrar—. Morkie es una bestia.
—¿Estás bien? —me pregunta Bette con una sonrisa que más parece una mueca.
—No sé qué me ha pasado —le contesto cerrando los ojos. Estiro las extremidades en todos los sentidos—. Ayer estaba bien. Me visteis.
—Parecía que Scott te daba miedo —me dice Will mirándolo, siguiendo todos sus movimientos—. ¿Estás colada por él?
—Tengo novio —le suelto sin querer. Ojalá bailara con Henri, pero está en la Escuela de la Ópera de París. Confío en sus manos—. Perdona, no sé qué me pasa.
—Hum —dice Bette, evasiva—. Supongo que bebiste demasiado.
Y entonces recuerdo que, pese a mis protestas, no dejaba de llenarme el vaso del vino caro que había cogido de la bodega de su madre.
Asiento y busco una excusa.
—Al volver debería haberme ido directamente a la cama.
—¿No te fuiste a dormir? —me pregunta Bette frunciendo el ceño, sorprendida.
—A veces bailo por la noche para que se me quede en la cabeza cuando me voy a dormir. —Me llevo una mano a la frente sin saber por qué se lo estoy contando. Pero puedo confiar en Bette. Alec me lo dijo, aunque al principio dudaba de ella. Y Will es el mejor amigo de Alec—. Tengo las piernas hechas polvo. —Me muevo un poco y apoyo la espalda en la pared de cristal que da a la calle. El calor de los rayos del sol elimina la frialdad que se ha asentado en mi estómago. Aunque es primavera, estoy temblando—. ¿Qué debería hacer?
Bette y Will se miran. Saben lo que quiere Morkie. Llevan toda la vida aquí. Saben cómo complacerla.
—Tienes que espabilar —me dice Bette retirando una pelusa invisible de su impecable jersey—. Morkie no quiere dramas ni excusas. —Se inclina y hace un estiramiento, como si estuviera calentando por si en cualquier momento la llaman al centro. Como si estuviera aquí por algo—. Y no bebas tanto.
—Huy, Bette —le dice Will.
Intento no poner mala cara.
—La verdad es que nunca había bebido —le contesto en un susurro. Si Bette se sorprende, no se le nota. Pero es humillante decirlo. Antes de venirme a vivir a Nueva York con mi primo Alec y su familia para ir al conservatorio, mi mundo consistía exclusivamente en ir a clases de danza y a la escuela, y en sentarme en el sofá con la madre de la familia con la que me alojaba, británica, esperando a que Henri me llamara o me mandara un mensaje. Nueva York es totalmente diferente de Londres—. No sabía que me sentaría tan mal.
Quiero gritar a Bette por empujarme a beber, pero no lo hago. Es prácticamente la única amiga de verdad que he hecho desde que llegué a Nueva York, y no quiero fastidiarla.
—Todos tenemos días malos —me dice Will, y me acaricia la pierna, como si fuera a servir de algo.
Siento que se me humedecen los ojos. Chupo el brillo de sabor a fresa de mis labios y oigo mentalmente a mi madre riñéndome. Dice que no es nada femenino. Me giro y veo que Sarah Takahashi clava la elevación con Scott que yo no he podido hacer. Morkie la mira sonriendo.
—No te preocupes, Cassie —me dice Bette—. Will te ayudará. Te rescatará, como siempre ha hecho conmigo.
La palabra rescatará me sienta fatal. Los ojos de Will recorren el estudio, como si mirara una mosca.
Bette me lanza una sonrisa tan amplia que le veo todos los dientes. Perfectos, como todo en ella. Vuelven a llamarme al centro, y ahora también a Will. Siento la mirada de Bette en Will mientras Morkie nos muestra la siguiente parte del pas. Marcamos los movimientos uno a uno, con dolorosa precisión. Tardo casi una hora en hacerlos perfectos, como Morkie los quiere, hasta que finalmente nos deja ensayar por nuestra cuenta. Entonces me coloco en el centro por fin, lista para mostrarle lo he que aprendido.
Me preparo para bailar y espero a que empiece el acorde. Me tranquilizo. Las preocupaciones, las críticas y las caras en el cristal se alejan. Veo que Will está esperándome. Imagino que es Henri. Me meto en la música y empiezo el primer movimiento. Cada movimiento de los brazos sigue la cadencia. Salto, giro, brinco y planeo. Revoloteo por encima de Will.
—Justo con la melodía —grita Morkie.
Will me coge por la cintura y me levanta. Su hombro derecho me aprieta el culo y carga con mi peso sin esfuerzo.
—No es una caja, William —dice Morkie—. Es una joya. Sujétala como a una joya. Con elegancia. Con delicadeza.
Me presiona las caderas con los dedos intentando sostenerme.
—Muy bonito, muy bonito —grita Morkie por encima de la música—. Cassandra, sonríe.
Sonrío todo lo que puedo. Miro fijamente el espejo y me concentro en las instrucciones de Morkie. Ahora viene el fish dive, elegante y pausado. Pero no lo es. Will no puede seguir soportando mi peso, y me tambaleo intentando no perder el equilibrio, pero es demasiado tarde. Sus dedos parecen haber desaparecido. Nada que ver con lo que hemos ensayado. Como no me sujeta, mi pierna derecha cae.
Me desplomo como si cayera por un acantilado. Me da la sensación de que tardo un siglo en llegar al suelo.
ACTO I
Temporada de otoño
1
Bette
Dicen que a veces la expectación es más dulce que el acontecimiento en sí, de modo que voy a disfrutar de cada instante de espera. Sin duda al señor K le encanta prolongarla. Lo rodeamos en el vestíbulo del American Ballet Conservatory y esperamos su discurso anual sobre El cascanueces. Luego entregará la lista del reparto. Dos veces al año, en otoño y en primavera, los alumnos sustituimos por una noche a los bailarines de la compañía en el Lincoln Center para que valoren nuestra actitud. Una muestra de lo que será nuestro futuro.
Ese papel básicamente resume lo que vales en nuestra escuela, la academia que abastece a la American Ballet Company. Y yo valgo mucho. Alec y yo nos cogemos de la mano y no puedo evitar sonreír. En un momento, mi nombre estará en la pared junto al papel del Hada de Azúcar, y empezará una nueva etapa en mi vida.
Vi a mi hermana mayor, Adele, haciendo este papel hace seis años, cuando yo interpretaba a un querubín que iba de un lado a otro con alas doradas y el pintalabios de mi madre. En aquella época, las expectativas no eran lo mejor. En aquella época, lo mejor era el calor de los focos en mi piel, la presencia del público delante de nosotros y bailar perfectamente sincronizada con mis amiguitas. Lo mejor eran las medias ásperas, el dulce olor metálico a laca y la diadema brillante que llevaba clavada en el pelo, fino como el de un bebé. El brillo que cubría mis mejillas. Lo mejor eran los nervios en el estómago antes de salir al escenario, y la avalancha de alegría después. Lo mejor eran los ramos de flores y los besos en las mejillas de mi madre y mi padre, que me alzaban por los aires y me llamaban princesa.
En aquella época, lo mejor era todo.
Las puertas de entrada de la escuela están cerradas con llave, porque el discurso del señor K es muy importante. Me giro hacia los ventanales del vestíbulo y veo a varias personas con la nariz roja, abrigadas para enfrentarse al frío de octubre. Están en la escalera y en el Rose Abney Plaza, que lleva el nombre de mi abuela. No volverán a abrir la puerta hasta que haya acabado el discurso. Van a congelarse.
El señor K se frota la cuidada barba y sé que está listo para empezar. Conozco estos detalles de él gracias a Adele, que es solista en la compañía. Me pongo un poco más recta, paso la mano por la nuca de Alec y le hago cosquillas en la zona donde su pelo rubio y alborotado se encuentra con su piel. Él también sonríe. Estamos los dos perfectamente preparados para asumir por fin nuestro papel protagonista en el ballet de invierno.
—Ha llegado el momento —le susurro al oído.
Me devuelve la sonrisa y me da un beso en la frente. También él está rojo de emoción, y sé que de ahora en adelante volverá a encantarme todo lo que tenga que ver con el ballet. Nuestras audiciones fueron bien. Recuerdo lo ridículamente feliz que parecía Adele haciendo el papel del Hada de Azúcar, que ese papel la sacó de la escuela y le granjeó un puesto en la compañía, y sueño con sentirme tan satisfecha. Nadie se interpone en mi camino. Incluso Liz está teniendo dificultades este año. Y nadie más puede hacer lo que yo hago.
Bajo la mano hasta la de Alec y se la aprieto. Will, el mejor amigo de Alec —y mi examigo—, me mira. Celoso.
Los padres y hermanos, que están detrás de la gran extensión de maillots negros, se callan.
—Seleccionaros para El cascanueces no es solo un ejercicio técnico —empieza a decir el señor K.
Nuestro profesor de ballet habla despacio, como si estuviera eligiendo las palabras ahora mismo, aunque cada año hace una versión del mismo discurso. Pero me aferro a cada una de ellas como si nunca las hubiera oído. El señor K es la persona más prudente que he conocido nunca. Me mira, y por este rápido contacto visual sé que mi destino está afianzado. Que esa mirada significa algo. Tiene que significar algo. Inclino un poco la cabeza por respeto, pero no puedo evitar que las comisuras de mi boca se eleven.
—La técnica es la base del ballet, pero donde la danza cobra vida es en la personalidad. En El cascanueces, todos los personajes tienen una función importante para el ballet en su conjunto, y por eso nos esforzamos tanto por asignar a cada uno de vosotros el papel perfecto. Bailáis en función de quiénes sois. Estoy seguro de que todos recordamos a Gerard Celling bailando el papel del Rey de los Ratones el invierno pasado, o a Adele Abney el del Hada de Azúcar. Fueron actuaciones trascendentales, que mostraron una técnica increíble, así como una alegría y una belleza exquisitas. Los alumnos dejaron de ser alumnos y se convirtieron en artistas, como una oruga deja la crisálida y se convierte en lo que estaba destinada a ser: una mariposa.
El señor K nos llama sus mariposas. Nunca somos sus alumnas, bailarinas o atletas. Cuando nos graduemos, regalará a la mejor bailarina un colgante con una mariposa de diamantes. Adele sigue llevando el suyo, que solo se quita para las actuaciones.
—Adele y Gerard tuvieron tanto éxito por su relación con los papeles del Hada de Azúcar y el Rey de los Ratones —añade—. Por la conexión que forjaron con el papel.
Agacho aún más la cabeza. Que el señor K hable de mi hermana es otro guiño a mí, estoy segura. Se habla de la actuación de Adele como Hada de Azúcar desde la primera noche que hizo el papel, hace seis años. Estaba solo en sexto de ballet y aún no había cumplido los quince años. Era inaudito que asignaran un papel así a una bailarina tan joven, en lugar de a una chica más mayor, de octavo. Y cuando yo era aquel querubín de siete años y estaba abrazando y felicitando a mi hermana, muy orgullosa, el señor K se acercó a nosotras con una sonrisa confiada.
—Adele, eres luminosa —le dijo. Desde entonces me muero de ganas de que me lo diga a mí. Aún no me lo ha dicho. Aún—. Y Bette, cariño, esta noche has bailado tan bien que estoy seguro de que en muy poco tiempo seguirás los pasos de tu hermana. Un Hada de Azúcar en ciernes.
Me guiñó un ojo, y Adele me sonrió, porque estaba de acuerdo.
Sin duda ahora alude a aquel momento. Está recordándome su predicción y reafirmándose en que no se equivocó hace tantos años.
Me pongo de puntillas, incapaz de contener la emoción. Alec me aprieta la mano.
El señor K baja la voz.
—La joven Clara, por ejemplo, debe ser dulce y evocar la maravilla de la Navidad con cada paso y cada mirada.
Dirige la mirada a una guapa petit rat con maillot azul cielo y con el pelo oscuro recogido en un moño perfecto. La chica se ruboriza, y me alegro de que la pequeña Maura esté tan contenta. Yo hice de Clara cuando tenía once años. Sé lo que es esa emoción, y ella merece sentirla.
Años después, sigo pensando que fue la actuación en la que me lo he pasado mejor. Justo después de la temporada navideña, mi madre empezó a mostrarme viejos vídeos de Adele y a pedirme que comparara mi técnica con la suya. En aquellas Navidades, todo entre mi madre, Adele y yo cambió totalmente y se distorsionó hasta convertirse en un mal drama de televisión. Me mareo un poco solo de pensarlo. Aún oigo el zumbido de la máquina de rayos X como si fuera ayer. No es buena idea volver demasiado a estos recuerdos, así que cierro los ojos un instante para que desaparezcan, como siempre hago. Vuelvo a apretar la mano de Alec e intento centrarme. Es mi gran momento.
—El tío Drosselmeyer debe ser misterioso y poco claro, un hombre que guarda un secreto —dice el señor K—. El príncipe Cascanueces debe ser majestuoso y muy seguro de sí mismo. Inaccesible y elegante, pero sin dejar de ser masculino.
El señor K mira a Alec, que sonríe de oreja a oreja. Lo está describiendo a la perfección, y me aprieto un poco a él. Alec me suelta la mano y me pasa el brazo por los hombros. Por si este momento no fuera lo bastante maravilloso, las muestras de cariño de Alec me hacen volar aún más alto. El señor K enumera varios personajes más y las cualidades que los bailarines deben aportarles. Me paso la mano por el pelo para asegurarme de que estoy perfecta para mi gran momento.
—Y el Hada de Azúcar —sigue diciendo el señor K recorriendo la multitud con los ojos—. Tiene que ser no solo hermosa, sino también amable, alegre, misteriosa y juguetona.
Sus ojos siguen buscando entre la multitud, y me parece raro, porque sabe perfectamente dónde estoy. Intento convencerme de que está jugando, como suele hacer.
Las cualidades ideales del Hada de Azúcar no son las mías. Nadie ha empleado jamás estas palabras para describirme.
Pero el papel es mío. Lo sé por cómo el señor K acaba su discurso.
—Ante todo, el Hada de Azúcar debe ser luminosa —dice.
Vuelvo a apretarle la mano a Alec.
Soy yo.
Soy luminosa, como Adele. Soy yo. Siempre he sido yo.
Pero el señor K sigue sin mirarme.
2
Gigi
Me muerdo el labio inferior hasta que sangra. La herida es un diminuto corazón que late con más fuerza que el de mi pecho. Aunque me duele, hundo los dientes en el corte, y no puedo parar. No voy a ir al cuarto de baño a ver qué me he hecho. No puedo perderme esta emoción. No puedo irme a ningún sitio.
Somos un mar de cuerpos delgados como el papel, hombro con hombro. Una ráfaga podría empujarnos como las hojas que caen en otoño al otro lado de los ventanales del vestíbulo. Somos muy ligeros y muy vulnerables, y tenemos miedo. Los nervios se apoderan de mí. Incluso las pequeñas, las petits rats, se muerden las uñas, y los chicos aguantan la respiración. Los borboteos de estómagos medio vacíos a consecuencia de una dieta a base de pomelos y té energético invaden el silencio cuando por fin el señor K hace una pausa teatral.
Escuchamos con atención. Los escasos susurros suenan como fuegos artificiales. La melodía de su acento ruso hace que las palabras parezcan más fuertes, más importantes. Se acerca a nosotros moviendo las manos y dejando a su alrededor un olor a tabaco y a vodka caliente. Me concentro en cada palabra que sale de la boca del señor K como si pudiera meterlas en un frasco.
Los demás profesores están detrás de él. Cinco de ellos deciden nuestro destino junto con el señor K. El de menor rango es el pianista, Viktor. Su sonrisa sostiene un cigarrillo y apenas habla, pero lo sabe todo... todo lo que los profesores piensan de nosotros. Luego están Morkie y Pavlovich, nuestras madames de ballet. Las llamamos las gemelas, aunque no son familia ni se parecen en nada. Nos recorren rápidamente con los ojos entrecerrados, como si fuéramos fantasmas que les cuesta ver.
Por último están el señor Lucas, presidente de la junta y padre de Alec, y Doubrava, el otro profesor hombre.
El señor K termina su discurso felicitándonos por haber pasado por el proceso de selección como los profesionales en ciernes que somos. Los profesores se retiran al despacho de admisiones. Alguien susurra que han ido a buscar la lista del reparto. El espacio abierto parece más ligero sin ellos. Todos empiezan a hablar en voz baja. Oigo las palabras nueva, negra y chica en diferentes combinaciones. Tras un mes en esta escuela, el primer casting importante hace que sienta que el color de mi piel es una quemadura reciente. Soy la única bailarina negra, aparte de una niña que se llama Maya. La mayoría de las veces intento no pensarlo, porque soy como todos los demás: me he formado en ballet clásico, estoy aquí para aprender el estilo de ballet ruso y tengo la posibilidad de pasar de la escuela a la compañía.
Pero aquí el color de mi piel importa más que en mi escuela de California. Allí nos dábamos la mano mientras esperábamos la lista del reparto, nos abrazábamos y nos felicitábamos sinceramente. Aurora hizo La bella durmiente, Kitri, Don Quijote, y Odette, El lago de los cisnes, y no eran blancos. No se planteaban lo que quedaba mejor en el escenario. No se planteaban qué cuerpo tenía cada uno. No se hablaba del amor ruso por el ballet blanc, un elenco totalmente blanco en el escenario para crear el efecto perfecto.
Aquí nos recogemos el pelo en un moño, utilizamos maillots de colores que indican el nivel en el que estamos, nos maquillamos para las clases y solo aprendemos el método Vaganova. Seguimos tradiciones y rutinas antiguas. Es el sistema ruso. El que quería. Supliqué a mis padres que me mandaran al otro extremo del país para seguir este sistema. Mi mejor amiga, Ella, que vive en mi ciudad, dice que estoy loca por haber venido desde tan lejos solo para bailar. No me entiende cuando le digo que el ballet lo es todo. No me imagino haciendo otra cosa.
Alguien susurra: «¿A quién elegirá para el Hada de Azúcar?», pero enseguida le indican que se calle. Además, todos sabemos que será Bette.
Todas quieren un papel solista. Todas quieren ser la primera bailarina del American Ballet Conservatory. Todas quieren un puesto en la compañía. Todas quieren ser la favorita del señor K. Incluso yo.
La luna mira fijamente a través del cristal, aunque acaba de anochecer. En mi ciudad todavía es por la tarde. Ahora mismo mi madre está terminando de arreglar el jardín. Me pregunto si también ella está esperando las noticias sobre el reparto y si por fin le entusiasma que esté aquí. Quería que siguiera bailando en la escuela de mi ciudad. Que bailara por diversión después de las clases.
«Podrías sufrir una lesión permanente», me dijo antes de que hiciera la prueba para el conservatorio, como si la dureza del ballet fuera como caerse de una bicicleta. «Podrías ponerte enferma. Podrías morir.» La muerte es su amenaza favorita.
Lucho contra los nervios. Lucho contra la nostalgia que me invade. Lucho contra el extraño nudo que se me forma en la garganta mientras miro a mi alrededor y veo que soy la única bailarina negra en los niveles superiores. Aquí estoy sola. Casi todos estos chicos llevan años en la escuela, como mi compañera de habitación, June, y Bette y Alec, a los que seguramente elegirán como protagonistas este año. Veo a Bette apoyando la cabeza dorada en la de Alec, a juego, y la oigo suspirar satisfecha, sabiendo que se acerca su gran momento. Reprimo una punzada de celos. Yo acabo de llegar, soy la nueva. No debería querer lo que ella tiene, el papel y a Alec. Pero no puedo evitarlo. Desvío la mirada e intento encontrar otra cosa en la que pensar.
Miro los cientos de retratos en blanco y negro de los graduados en el American Ballet Conservatory que pasaron a ser aprendices, solistas y directores de la American Ballet Company. Cubren todas las paredes de los pasillos, nos miran desde arriba y nos muestran en qué podemos convertirnos si somos lo bastante buenos. En los casi cincuenta años de historia colgada en la pared, solo hay dos caras negras en un mar blanco. Yo seré la tercera. Me ganaré uno de los pocos puestos de la compañía reservados para los miembros del conservatorio. Les mostraré a mis padres que puedo controlar cada una de las partes de mi cuerpo: mis manos, mis pies, mi mente, mis piernas y mi corazón.
Busco entre la multitud a mi tía Leah, que lleva unas mallas y un vestido de punto tejido a mano. Oigo su voz por encima de las de los demás, un poco demasiado alta, cuando se presenta a otros padres y tutores como la hermana menor de mi madre y conservadora de arte en una galería de Brooklyn. Sonríe y me saluda con la mano. Con su gorro de punto rosa y su piel oscura y pecosa, está tan fuera de lugar como yo en este vestíbulo, y eso que lleva años viviendo en Nueva York.
Le devuelvo el saludo. Las chicas que me rodean se ponen tensas. Mi compañera de habitación, June, se aparta un paso de mi lado. Incluso mi saludo es demasiado llamativo, pero no me importa.
Se abre la puerta del despacho, y el chirrido de las bisagras silencia a todo el mundo. Todos jadeamos. Me llevo una mano al pecho. En la sala resuenan los aplausos. La secretaria del señor K se dirige al tablón de anuncios con una hoja de papel y extiende los brazos para clavarla con chinchetas.
El señor K mira a su alrededor.
—Podozhdite! Espere, espere.
Levanta la mano antes de que ella haya mostrado la página.
Se mezcla entre nosotros. Vestido totalmente de negro, parece oscuro, casi siniestro. Anton Kozlov, un danseur russe. Siento una energía frenética dentro de mí. Los bailarines se apartan para dejarlo pasar. Agacho la cabeza. Me pongo muy nerviosa cada vez que se acerca a mí. Aún no lo he superado.
Tengo que dejar las manos quietas. Tengo que relajar los músculos. Tengo que frenar mis latidos. Oigo que las respiraciones de las chicas que están a mi lado se aceleran. Somos un manojo de nervios y de angustia. Intento recurrir a la técnica de relajación de mi madre: escuchar el sonido de nuestra enorme caracola rosa. Me imagino a mi padre encontrándola en Hawái aquel verano. Intento escuchar la diáfana melodía, pero no me tranquilizo.
Oigo pasos y veo mi reflejo en las puntas de dos zapatos negros. Dos largos dedos del señor K me levantan la barbilla y veo sus ojos verdes moteados. Tengo gotas de sudor en la frente. Siento sangre seca en la boca, como una pequeña mancha de pintura de mi madre. Todos los ojos se giran hacia mí. Nuestras madames de ballet me miran. Los padres se callan, incluida mi tía Leah. Me chupo el corte del labio con la esperanza de que se detengan los latidos de mi corazón.
La cara del señor K se alza por encima de mí. El calor se acumula en mis mejillas.
No puedo escapar de su mirada. Me retiene en ella y todo se ralentiza.
3
June
No me importa que el señor K haya interrumpido su discurso para levantarle la barbilla a Gigi y obligarla a prestarle atención. Es horrible, pero me gusta verla metiéndose en problemas por su despreocupación californiana. Así aprenderá. El señor K no ha dicho ni una palabra. Pero sé que está lanzándole una advertencia: estate atenta. Siempre.
Tomo un sorbo de té de mi termo para ocultar mi sonrisa. Las amargas hierbas omija calientan mi irritable estómago y calman la bilis que siempre me acompaña. Lucho contra el impulso de retirarme al cuarto de baño y escapar a la fría comodidad de la porcelana y del estómago vacío. Pero no puedo perderme este momento. Tengo que saber dónde estoy.
La secretaria del señor K sujeta la hoja contra el pecho, como si fuéramos a atacarla para quitársela, y puede que tenga razón.
—Luminoso —dice el señor K.
Lo repite cinco veces más y pide a los bailarines que lo rodean que lo definan, que describan lo que significa en el escenario si no quieren que retrase aún más el anuncio del reparto. Los alumnos tiemblan y tartamudean, incapaces de contestarle. Si me lo hubiera preguntado a mí, habría sabido qué responderle. Ser luminoso en el escenario significa brillar, resplandecer, apoderarte de él. Es una cualidad que muy pocos de nosotros poseemos, pero sé que estoy entre esos pocos. Aun así, no me dan los papeles que quiero, por bien que crea que me han ido los castings. Pero solo es cuestión de tiempo.
Un cosquilleo me recorre la columna vertebral. La preocupación, la ansiedad y los nervios. Los saboreo. Todos mis compañeros de clase son idiotas y frívolos, se dejan llevar por sus emociones y son incapaces de ver las cosas con claridad. No prestan atención. Si lo hubieran hecho, ya sabrían qué nombre iban a escribir para cada papel. El señor K no cambia. Los que llevamos toda la vida aquí conocemos sus costumbres, sus elecciones y sus patrones de comportamiento. Los novatos no tienen ninguna posibilidad. El ballet exige rutina y entrenar los músculos para que obedezcan las más mínimas órdenes. Yo estoy aquí desde que tenía seis años, yendo y viniendo de Queens hasta que tuve la edad suficiente para vivir en la escuela. Sé cómo funciona.
Todo se reduce a esto: el casting de El cascanueces. El primer ballet del curso académico. Aquí empieza el juego. Estoy impaciente por formar parte del reparto por fin.
A estas alturas, el American Ballet Conservatory es más mi casa que el piso de dos habitaciones en Flushing en el que vivía con mi madre. Conozco los estudios, las aulas, la cafetería, la sala de estudiantes y mi habitación de la esquina. Sé que el ascensor no llega a las plantas trece a dieciocho. Conozco todas las salidas que llevan a las plantas de las habitaciones de los chicos, a todos los bailarines de las fotografías en blanco y negro, los lugares tranquilos para estudiar y los rincones oscuros para esconderse de los conserjes, los mejores sitios para hacer estiramientos o para enrollarse con alguien. No es que yo me enrolle mucho con nadie. La verdad es que nada.
La multitud del vestíbulo se hace más densa. Han entrado adultos. Padres. Alguien les ha abierto la puerta. Han venido a buscar a las petits rats o a curiosear para saber a quién dan los papeles. Cuando la exmujer del señor K, Galina, una bailarina retirada de la Ópera de París, estaba aquí, cerraba la puerta, nos reunía —a sus petits rats— a su alrededor y nos pedía que nos calláramos mientras veíamos cómo elegían a las mayores. Todo bailarín serio les dice a sus padres que se queden en el pasillo, o mejor que se limiten a esperar junto al teléfono. Al señor K no le gusta que actuemos como niños que necesitan a su mamá. Dice que, aunque seamos jóvenes, se supone que debemos ser profesionales.
Mis padres no han venido, por supuesto. Mi madre se niega a pisar el patio. Cuando viene, aparca delante de la escuela y me hace ir al coche a buscar los pasteles de arroz y los infinitos paquetes de algas y de té que me trae. Y no tengo padre.
La tía de Gigi, con un pelo enorme, se acerca cada vez más a nosotros y la oigo hablar. Está impidiendo que preste atención al señor K, que está explicando que este semestre le ha costado mucho elegir los papeles de los alumnos.
Miro fijamente la nuca de Gigi. Me gustaría decirle que debería haber avisado a su tía y haberle pedido que no hablara hasta que hubieran comunicado la lista del reparto. Me gustaría susurrarle joyonghae —cállate—, como hace siempre mi madre. Necesito escuchar todas las palabras que salen de la boca del señor K. Su anuncio mostrará lo lejos que he llegado, lo que piensa ahora de mí.
El señor K hace una pausa, y los padres aplauden torpemente. Él asiente y se lleva un dedo a los labios. Quizá va a añadir algo nuevo. Seguramente no. Yo misma podría soltar el rollo. Y sé el reparto antes de que su rubia ayudante cuelgue la hoja con chinchetas.
Gigi se estremece delante de mí. Le tiemblan las piernas y la espalda. Es como una petit rat, delante de todo. Siento su miedo y sus nervios. El señor K le dará el papel de Café de Arabia, como a la otra chica negra de hace dos años. Gigi es exótica como ella. Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba, porque se rindió enseguida cuando las cosas se pusieron difíciles. Se quejaba de que se sentía sola siendo la única negra de la escuela. Imagínate ser la única bailarina medio asiática. No encajas en ningún sitio. Eso sí que es difícil. Y el señor K es tan previsible que asigna papeles étnicos a las minorías. A las chicas coreanas les dará el papel de Té Chino. Pero mi cara no es lo bastante asiática para formar parte de ellas. Y no me gustaría. Quiero mantenerme lo más lejos posible de ellas.
Todos sabemos que Bette Abney será el Hada de Azúcar. Desde que lo hizo su hermana, cuando éramos niñas, nadie ha dejado de hablar de su actuación. Y aquí las chicas malas siempre consiguen lo que quieren. Bette no es ni de lejos tan luminosa como Adele, pero es lo que hará el señor K. Tiene buenos pies —rápidos y ligeros—, y sin duda es elegante. Aunque no somos amigas (nunca lo hemos sido y nunca lo seremos), la verdad es que no me importaría que fuera el Hada de Azúcar si yo no me llevara el papel. Bette es muy astuta. Un contraste fascinante con su dulce cara de muñeca y su señorial pedigrí.
Su compañera de habitación y perrito faldero, Eleanor, será la suplente, y nada más, por supuesto. Y el clon de Bette, Liz Walsh, está a dos personas de mí, en perfecta formación. Sacando pecho, con las manos a los lados y los pies en la primera posición de ballet. Un cuerpo perfecto. Una morena fría, ideal como Reina de las Nieves.
Pero aunque Liz parece tranquila, recorre la sala con ojos enloquecidos, y me alegro de no estar tan desesperada. Por más jerséis que se ponga, no puede disimular que está por debajo de su peso. Tomo un sorbo de té, que me deja satisfecha, sin las punzadas del hambre. Las chicas blancas no saben mucho sobre tés dietéticos asiáticos. Se atiborran de marcas estadounidenses hipercalóricas. Deberíamos decírselo. Pero no se lo decimos, claro.
—Venga, señor K —grita Alec—. Déjenos ver la lista.
El señor K sonríe. Solo a Alec, rubio y con ojos azules, se le puede ocurrir soltar algo así. Su padre está al lado del otro profesor de ballet con una radiante sonrisa en la cara. Alec es hijo del presidente del consejo de administración. Puede hacer lo que quiera.
Alec vuelve a dirigirse al señor K. Será el Príncipe Cascanueces y bailará con Bette. Es lógico que la única pareja de nuestro nivel bailen juntos. De las dieciséis chicas y los seis chicos de su clase, solo dos chicos son heterosexuales: Henri, la nueva superestrella, y Alec.
Bette sonríe y le toca la cara a Alec como una esposa devota, y Will, el mejor amigo de Alec, le da un empujón en el hombro. Bette toquetea su absurdo relicario, que siempre lleva puesto. Seguramente se lo regaló Alec. Yo me toco el cuello. La única joya que quiero es el colgante en forma de mariposa del señor K.
El pelirrojo Will se limitará a interpretar al viejo Drosselmeyer, por supuesto. Como es estrecho de pecho y delicado, podría bailar los papeles femeninos mejor que muchas chicas de nuestra clase. Si se lo permitieran, lo haría. Siempre lleva la raya del ojo muy bien pintada y la mayoría de las chicas de nuestra clase mataría por tener su elegancia. Pero el señor K y Doubrava no lo ven con buenos ojos, así que si no se vuelve supermasculino, un auténtico danseur russe, se quedará estancado.
El señor K sigue avanzando entre nosotros. Está chinchándonos antes del gran final. Por fin está listo para decírnoslo. Los alumnos le abren paso. Gigi sigue lanzando miradas a su tía y casi da un salto de emoción. No tardará mucho en aprender a no hacerlo. No se debe mostrar especial interés por un papel concreto. Siempre hay gente mirándote. Se llevarán lo que quieres.
El señor K se detiene delante de Henri y observa su pelo alborotado, que le llega hasta los hombros. Aunque las revistas de danza han dicho que será la próxima gran estrella del ballet, un mini Mijaíl Barýshnikov, seguimos tratándolo como a un don nadie. Vino para la última sesión del verano. Henri dice algo en francés y se recoge las greñas en una coleta. Salía con Cassie Lucas. Me estremezco al pensar en lo que las chicas le hicieron a Cassie el año pasado, en lo mucho que tenemos que sufrir ahora todas en esos seminarios de competencia. Henri no habla con nadie, y tampoco nadie quiere hablar con él. Supongo que les preocupa que se entere de lo que le pasó a su novia. Que se lo cuente a alguien importante. Las bailarinas tienen sus secretos. Henri tiene un brillo maligno en los ojos.
Solo por eso le daría el papel de Rey de los Ratones.
Mientras el señor K observa a varios alumnos más, la sala hierve a fuego lento y borbotea. Repaso los papeles principales contándolos con los dedos y asigno cada uno de ellos a mis compañeros: Clara, el Príncipe Cascanueces, la Reina de las Nieves, el Rey de las Nieves, el Tío Drosselmeyer, el Café de Arabia, el Té Chino, los Bailarines Rusos, la Muñeca Mecánica y Arlequín, los Bailarines Españoles, los Copos de Nieve, el Hada de Azúcar, las Flautas, el Hada de la Gota de Rocío y la Madre Gigogne.
No me doy cuenta de mi error hasta el final de la lista. No me he dado un papel a mí misma.
FUNCIÓN DE INVIERNO: EL CASCANUECES
Reparto
Principales papeles solistas
Clara: Maura James
Clara de mayor: Edith Diaz
Príncipe Cascanueces: Alec Lucas
Reina de las Nieves: Bette Abney
Reina de las Nieves suplente: Eleanor Alexander
Rey de las Nieves: Henri Dubois
Drosselmeyer: William O’Reilly
Café de Arabia: Liz Walsh
Té Chino: Sei-Jin Kwon, Hye-Ji Yi
Hada de Azúcar: Giselle Stewart
Hada de Azúcar suplente: E-Jun Kim
Rey de los Ratones: Douglas Carter
Hada de la Gota de Rocío: Michelle Dumont
4
Gigi
Son las doce de la noche. El día de la asignación de papeles ha terminado oficialmente. Estoy tan sorprendida y tan emocionada que no puedo dormir. Soy el Hada de Azúcar. ¡Yo, Giselle Stewart! Soy la korichnevaya babochka del señor K. Su mariposa marrón. Dejo que las palabras revoloteen en mi cabeza como las pequeñas mariposas que tengo en el terrario del alféizar, ligeras, frenéticas e increíblemente hermosas. Me hacen compañía.
Recibí unas cuantas felicitaciones, en su mayoría extrañas y huecas, y varios abrazos rígidos. Como si lo hicieran solo porque el señor K y los profesores estaban mirando.
No puedo dejar de pensar y de moverme. Mis músculos necesitan moverse incluso a esta hora, después del toque de queda, cuando ya han apagado las luces. Solo así calmaré mi mente, conseguiré dormir un rato y estaré fresca para la clase de ballet de mañana. Me levanto de la cama y salgo de la habitación de puntillas, con cuidado para no despertar a mi compañera, June, al salir. Antes de escabullirme presto atención por si oigo a la conserje nocturna que patrulla en el pasillo de las chicas. Debería descansar. Si estuviera en casa, mi madre insistiría en que descansara. Es lo más sano. Pero sé que lo que de verdad necesito es bailar. Especialmente ahora. Necesito pensarlo. Necesito prepararme.
Como en los ascensores hay cámaras, bajo las once plantas por la escalera hasta el primer piso. No quiero que nadie se entere de que no estoy en la cama. Me dirijo de puntillas a mi lugar secreto, jadeando un poco, y paso por los despachos de administración, cruzo el vestíbulo y bajo todas las plantas corriendo con la esperanza de que no me vea el guardia de seguridad de la recepción. Los susurros de hace un rato me persiguen, me zumban en los oídos y en la cabeza como si los padres y los demás bailarines aún estuvieran aquí, burlándose de mí.
«La negra. La nueva. No es el Hada de Azúcar. No tiene buenos pies. Tiene las piernas demasiado musculosas. Su cara no quedará bien en el escenario. Debería haber sido Bette. La hermana de Bette era luminosa, el señor K lo dijo. Gigi nunca será luminosa.»
Las palabras me empujan a seguir adelante. Avanzo por el vestíbulo intentando no hacer ruido. El conservatorio de ballet está en la parte trasera del complejo Lincoln Center, en uno de los bonitos edificios que forman el centro de artes escénicas. La primera vez que lo recorrí me pareció imposible que hubiera un lugar que lo albergara todo: danza, teatro, cine, música, ópera y más cosas. Los estudios del primer piso son cabinas de vidrio que dejan pasar la luz. Paso los dedos por los fríos paneles mientras avanzo.
Aguanto la respiración y camino por delante del despacho de la nutricionista. Sus tablas, sus escalas y su fría camilla metálica provocan histeria; esa mujer tiene el poder de poner de patitas en la calle a un bailarín por estar por debajo de su peso. Eso basta para que coma, por supuesto.
Pego un salto al ver a Alec saliendo sigilosamente de un estudio. Estamos prácticamente en plena noche. Nuestros ojos se encuentran. Abro y cierro la boca como un pez y empiezo a explicarle en susurros por qué estoy aquí. Me sonríe como para indicarme que no va a decírselo a nadie.
—¿Qué haces despierta? —me pregunta cogiéndome de la mano y llevándome a una zona oscura del pasillo, lejos de la cámara.
Su gesto no significa nada, por supuesto. Alec es de Bette, que tiene la cara suave, de porcelana, y que elige las palabras y las expresiones con tanto cuidado que siempre son perfectas. Yo tengo el pelo rizado y salvaje, y nunca digo lo correcto. Espero no tener la mano sudada.
—Siempre están vigilando —me susurra—. Tienes que saber dónde esconderte.
Su cuerpo está cerca del mío. Huele bien, sobre todo teniendo en cuenta que