Los recolectores de lana
Había un campo. Había un seto de grandes matorrales que enmarcaba mi visión. El seto era sagrado para mí: la fortaleza del espíritu. El campo también era objeto de mi reverencia, con su hierba alta, incitante, y su poderosa pendiente.
Más allá, a la derecha, había un huerto, y a la izquierda, un cobertizo encalado sobre cuyas puertas dobles habían escrito las palabras HOEDOWN HALL. Allí, los domingos por la tarde, nos encontrábamos y bailábamos al son del violinista y su llamada.
Más tarde, después del baño, mi madre me peinaba, y yo rezaba mis oraciones y ella me arropaba. Yo esperaba hasta que todo estaba en silencio. Entonces me levantaba, me subía a una silla, apartaba la tela que cubría la ventana y continuaba mis rezos, vagando al encuentro de mi Dios.
Hoedown Hall, Linda Smith Bianucci. Cortesía de la fotógrafa.
A veces, en las extrañas noches de claridad percibía movimiento entre la hierba. Al principio pensaba que eran las sacudidas de la lechuza blanca o las alas grandes y pálidas de una mariposa luna desplegándose y recogiéndose como un hábito medieval. Pero una noche se me ocurrió que eran personas como nunca había visto, con extraños y arcaicos tocados y atavíos. Me parecía ver el blanco de sus gorros, y de vez en cuando una mano en el acto de asir, iluminada por la luna y las estrellas o por el faro de un coche que pasaba.
Amanecía sobre el campo radiante, inundado de mil flores silvestres que a menudo cogíamos para entretejer coronas. Pero la principal atracción era el viejo cobertizo negro habitado por los murciélagos. Hace mucho que se incendió, pero entonces se alzaba como una chistera maltrecha que solo llevan los valientes o los desesperados.
En nuestras andanzas, mi hermano, mi hermana y yo pasábamos por delante de él. Yo era la mayor, la pequeña aún no había nacido. Íbamos caminando al centro del pueblo y escalábamos el muro de piedra que protegía, como unos brazos maternales, el cementerio de los cuáqueros. Sus almas buscaban reposo debajo de los grandes castaños y, aun de día, aquel nos parecía el lugar más discreto y silencioso de la tierra. Allí, envueltos los tres en un aire solemne y plácido a la vez, soplábamos las cañas de los juncos que cortábamos en el pantano; horas en comunión sin decir una palabra. Esos momentos nos llenaban de alegría. Volúmenes de alegría que aún me place leer.
Al volver brincando a casa saludábamos todo aquello que nos cautivaba. El anciano que vendía pececillos. El riachuelo, que parecía tan ancho que bien podría haber sido la desembocadura del Delaware. La armería, el salón de baile y finalmente el campo de Thomas nos saludaban, parecía que nos llamaran por nuestro nombre.
Corríamos a través de la hierba encontrándonos con nuestros amigos. A veces me tumbaba sobre ella y miraba el cielo.
Toda la creación parecía trazada en lo alto y las risas de los otros niños me empujaban hacia una inmovilidad que aspiraba a dominar. Allí alcanzabas a oír cómo se formaba una semilla o cómo se doblaba el alma como un pañuelo.
Yo creía que estaban allí. De vez en cuando los oía murmurar y silbar como si estuvieran al otro lado de un muro de algodón. Los oía pero sin poder descifrar el idioma que hablaban ni las melodías que entretejían.
El campo de Thomas, Linda Smith Bianucci, 2002. Cortesía de la fotógrafa.
Cuando volvía todo estaba igual, corría a reunirme con los demás y jugábamos a las estatuas y a romper la cadena, o, si nos sentíamos valientes, nos aventurábamos a entrar en el cobertizo y lanzar palos a los murciélagos. Cuando más tarde cruzábamos la carretera, nunca olvidaba inclinar la cabeza al pasar por delante del matorral.
Una tarde me mandaron sola a la ciudad. Estaba nerviosa porque hab