Capítulo 1
THREE MILE
CROSS
Universalmente se reconoce a la familia de la que descendía nuestro biografiado como una de las de más rancia estirpe. Por tanto, no es extraño que el origen de este apellido se pierda en la oscuridad de los tiempos. Hace muchos millones de años, el país que hoy se llama España bullía con los fermentos de la Creación. Pasaron siglos; apareció la vegetación; donde hay vegetación, ha decretado la Naturaleza que haya también conejos; y dondequiera que hay conejos quiere la Providencia que haya perros. Todo esto es irrefutable. Pero las dudas y las dificultades empiezan en cuanto nos preguntamos por qué se llamó spaniel al perro que cazaba al conejo. Algunos historiadores afirman que cuando los soldados cartagineses desembarcaron en España, gritaron a una: «¡Span! ¡Span!», porque veían salir a los conejos de la maleza como flechas. Todo el país rebosaba de conejos. Y span en cartaginés significa «conejo». Por eso llamaron al país Hispania, o «tierra de conejos»; y a los perros, a los que se descubrió casi al mismo tiempo persiguiendo a los conejos, se les llamó spaniels o perros conejeros.
Muchos se contentarían con esta explicación, pero la verdad nos obliga a añadir que existe una escuela científica que opina de manera diferente. Según los eruditos, la palabra Hispania nada tiene que ver con la voz cartaginesa span. Hispania deriva del término vasco españa, que significa «límite» o «frontera». Siendo así, hemos de desterrar de nuestra imaginación los conejos, la maleza, los perros, los soldados… y todo ese cuadro romántico tan agradable, y, sencillamente, debemos suponer que al spaniel se le llama así porque España se llama Spain en inglés. En cuanto a la tercera escuela arqueológica, cuya teoría es que los españoles llamaron a sus perros favoritos con un nombre derivado del vocablo españa por el otro sentido etimológico que puede tener —«peñascoso», «tortuoso»— y justo por poseer los spaniels unas características diametralmente opuestas…; todo eso es una conjetura demasiado fantasiosa para ser tomada en serio.
Pasando por alto estas teorías, y muchas más que no merecen que nos detengamos a examinarlas, llegamos al País de Gales a mediados del siglo X. Ya está allí el spaniel, llevado, según afirman algunos, por el clan español de Ebhor o Ivor muchos siglos antes; y, desde luego, a mediados del siglo X ya se le consideraba un perro de gran fama y valor. «El spaniel del rey vale una libra», hace constar Howel Dda en el Libro de las leyes. Y si pensamos lo que podía comprarse con una libra en el año 948 —cuántas esposas, cuántos caballos, esclavos, bueyes, pavos y gansos...—, no nos cabrá duda de que el spaniel había adquirido una sólida reputación. De hecho, ocupaba un puesto junto al rey. Su familia gozó de grandes honores antes que muchas dinastías famosas. Así, ya estaba acostumbrada a los palacios cuando los Plantagenet, los Tudor y los Estuardo araban la tierra de otros. Mucho antes de que los Howard, los Cavendish y los Russell se hubieran elevado por encima de la masa de los Smith, los Jones y los Tomkin, los Spaniel ya eran una distinguida familia de alto rango. Y, a medida que transcurrían los siglos, algunas ramas menores fueron separándose del tronco familiar. Gradualmente, conforme seguía su curso la historia de Inglaterra, surgieron por lo menos siete nuevas familias famosas derivadas de la primitiva Spaniel: los Clumber, los Sussex, los Norfolk, los Black Field, los Cocker, los Irish Water y los English Water. Aunque todas estas ramas proceden del tronco original de los días prehistóricos muestran sin embargo características diferentes, y de ahí que aspiren a privilegios también distintos. Sir Philip Sidney atestigua que en la época de la reina Isabel existía una aristocracia entre los canes: «Los galgos, los spaniels y los sabuesos vienen a ser, entre los perros: los primeros, como lores; los segundos, caballeros, y los últimos, como terratenientes». Esto escribió sir Philip en La Arcadia.
Pero si hemos de aceptar que los spaniels siguieran el ejemplo humano y considerasen a los galgos sus superiores y a los sabuesos inferiores a ellos, debemos reconocer que su aristocracia se basaba en razones más sólidas que la nuestra. A esta conclusión llegará todo el que estudie las leyes del Spaniel Club. En efecto, esta institución soberana ha dejado firmemente establecido cuáles son los defectos y cuáles las virtudes de un spaniel. Los ojos claros, por ejemplo, no son recomendables, y peor aún es que tenga las orejas abarquilladas. Asimismo, es fatal haber nacido con nariz clara o con un tupé. Con idéntica concreción se definen los méritos. La cabeza ha de ser suave, elevándose a partir del hocico sin una inclinación demasiado acentuada; el cráneo debe ser relativamente redondo, y bien desarrollado, con mucho espacio para el poder cerebral; y la expresión general tendrá que ser inteligente y afable. El spaniel que ofrece estas cualidades será estimulado y se le criará de manera adecuada; en cambio, el que persista en perpetuar los tupés y la nariz clara perderá los privilegios y emolumentos de su clase. Así lo han dispuesto los legisladores, previniendo las penas y los privilegios que se aplicarán para asegurar la obediencia a la ley.
En cambio, si volvemos ahora los ojos a la sociedad humana, ¡qué caos y qué confusión encontramos! No existe ningún club por el estilo que tenga esa jurisdicción sobre la cría del hombre. El Heralds’ College[1] es lo más aproximado que tenemos al Spaniel Club. Por lo menos pone algo de su parte por preservar la pureza del linaje humano. Pero cuando preguntamos en qué consiste la nobleza de origen —si en que tengamos ojos claros o en que los tengamos oscuros, o en la forma de nuestras orejas, o si son fatales los tupés—nuestros jueces se limitan a remitirnos a nuestro escudo de armas. Y a lo mejor no tiene usted ninguno. Entonces no es usted nadie. Pero si demuestra poseer dieciséis cuarteles, si prueba su derecho a una corona nobiliaria, entonces le dirán no solo que ha nacido usted, sino que ha nacido de noble cuna. De ahí que cualquier confitero de Mayfair ostente su león yacente o su sirena rampante. Hasta nuestros lenceros cuelgan a la entrada de sus tiendas las armas reales, como si esto garantizase que sus sábanas son excelentes para dormir en ellas. Por todas partes se pretende tener alcurnia y se exaltan las virtudes de esta. Sin embargo, hemos de concederles más competencia en estos asuntos a los jueces del Spaniel Club y, dejando a un lado tales elevadas disquisiciones, pasemos a ocuparnos de los primeros años de Flush en la familia de los Mitford.
A finales del siglo XVIII vivía cerca de Reading una familia de la famosa casta spaniel en casa de cierto doctor Midford o Mitford. Conforme a los cánones del Heralds’ College, ese caballero escribía su apellido con t, alegando descender de la familia —originaria de Northumberland— de los Mitford de Bertram Castle. Se había casado con una señorita Russell que tenía un remoto, aunque indudable, parentesco con la casa ducal de Bedford. Pero los antepasados del doctor Mitford habían descuidado tanto en sus enlaces las normas para el perfeccionamiento de la raza que ningún tribunal seleccionador habría reconocido a aquel el derecho a perpetuar su casta. Sus ojos eran claros; sus orejas, abarquilladas; y su cabeza exhibía un tupé fatal. En otras palabras, era atrozmente egoísta, extravagante en demasía, mundano, falso y aficionado al juego. Perdió su fortuna, la de su mujer y lo que ganó su hija. Abandonó a ambas mientras disfrutó de prosperidad y les sacó cuanto pudo cuando se vio en mala situación. Sin embargo, tenía dos características a su favor: una gran belleza —era como un Apolo… hasta que la glotonería y la intemperancia transformaron a este Apolo en un Baco— y una profunda devoción por los perros. Ahora bien, no cabe duda de que si hubiera habido una institución humana equivalente al Spaniel Club, no le habría valido escribir su apellido con t, ni llamar primos a los Mitford de Bertram Castle, para librarse del baldón y el desprecio que habrían caído sobre él, ni para evitar que lo condenaran al ostracismo más completo marcándolo con hierro candente como un hombre «cruzado» o mestizo. Pero como era un ser humano… Nada, pues, le impidió casarse con una noble dama de excelente casta, vivir unos ochenta años, poseer varias generaciones de galgos y spaniels, y engendrar una hija.
Han fracasado todas las tentativas de fijar con exactitud el año en que nació Flush, por no hablar del día o del mes. Pero es verosímil que naciera a principios de 1842. También es probable que descendiera directamente de Tray (c. 1816), cuyas características —que por desgracia solo nos han llegado a través de la poesía, poco de fiar como medio de información— fueron las de un cocker rojizo muy notable. Todo induce a creer a Flush hijo de aquel «auténtico spaniel, de la variedad cocker» por el cual se negó a aceptar el doctor Mitford veinte guineas «a causa de los buenos servicios que le prestaba en la caza». También, por desgracia, hemos de contentarnos con la poesía para una descripción detallada del mismo Flush en su juventud. Tenía ese matiz especial marrón oscuro que reluce al sol «como el oro». Sus ojos eran «unos ojos atónitos color avellana». Las largas orejas «le enmarcaban la cabeza como una capota»; sus «piececitos» estaban «endoselados con mechones», y la cola era ancha. Pese a las inevitables concesiones a las exigencias de la rima y a las inexactitudes de la dicción poética, todas esas peculiaridades habrían sido aprobadas por el Spaniel Club. No podemos dudar de que Flush era un cocker de casta, perteneciente a la variedad rojiza dotada de todas las excelencias que caracterizan a su especie.
Los primeros meses de su vida los pasó en Three Mile Cross, una casita de campo cerca de Reading, pero no era una finca de recreo, sino de labores. Desde que los Mitford vieron mermada su fortuna —Kerenhappock era el único criado—, la señorita Mitford en persona tuvo que hacer las fundas de las sillas, y utilizando el género más barato. Parece ser que el mueble más importante era una mesa grande, y la habitación principal, un espacioso invernadero. Flush no se vio rodeado —hay que darlo por seguro— de ninguno de los refinamientos (casetas con buena protección contra la lluvia, caminos de cemento, un lacayo o una doncella a su servicio) de que no se privaría hoy a un perro de su alcurnia. Pero lo pasaba bien: con toda la viveza de su temperamento, disfrutaba de la mayor parte de los placeres —y de algunos de los desenfrenos— connaturales a su juventud y a su sexo. Es cierto que la señorita Mitford permanecía en casa casi todo el tiempo. Tenía que leer en voz alta a su padre horas enteras; luego jugar con él a las cartas —el cribbage— y cuando por fin este se dormía, la señorita Mitford se ponía a escribir sin cesar en la mesa del invernadero proponiéndose con ello pagar las facturas y saldar los atrasos. Pero, al cabo, llegaba el momento ansiado. Dejaba a un lado los papeles, se calaba un sombrero, cogía la sombrilla y salía con sus perros a dar un paseo por el campo. Los spaniels son comprensivos por naturaleza; y Flush, como prueba su biografía, poseía el don —casi excesivo— de captar las emociones humanas. Así, al ver a su querida ama respirando por fin tan aliviada el aire fresco, complaciéndose en permitir al vientecillo que la despeinara y colorease la ternura de su rostro, mientras se suavizaban —despreocupadas— las líneas de su amplísima frente…, todo esto lo contagiaba de alegría, haciéndole dar brincos cuya extravagancia era en gran parte un testimonio de simpatía hacia la deliciosa sensación que ella experimentaba. A medida que su ama avanzaba por la alta hierba, él saltaba de acá para allá, abriendo surcos fugaces en la verde cabellera. Las frescas perlas de rocío o de lluvia le caían sobre la naricilla en ducha iridiscente; la tierra —dura aquí, allí blanda, caliente más allá o quizá fría— le picaba, le hacía cosquillas y le irritaba en las almohadillas, tan tiernas, de sus pies. Una sutilísima mezcla de los olores más variados le hacía vibrar las fosas nasales: áspero olor a tierra, aromas suaves de las flores, inclasificables fragancias de hojas y zarzas, olores acres al cruzar la carretera, el picante olor que sentía cuando entraban en los campos de habas… Pero de pronto el viento llevaba unos efluvios más agudos, más intensos, más lacerantes que todos los demás, unos efluvios que le arañaban el cerebro hasta remover mil instintos en él y dar rienda suelta a un millón de recuerdos: el olor a liebre o a zorro. Entonces se lanzaba como una exhalación. Olvidaba a su ama; se olvidaba de todo el género humano. Oía a unos hombres morenos que gritaban: «¡Span! ¡Span!». Oía el restallar de los látigos. Corría, se precipitaba… Por último, se paraba en seco, estupefacto: el encanto se había desvanecido. Muy lentamente, moviendo la cola con humildad, regresaba a través de los campos hasta donde estuviera la señorita Mitford voceando: «¡Flush! ¡Flush! ¡Flush!» y agitando la sombrilla. Una vez —por lo menos una— fue aún más imperiosa la llamada atávica; el cuerno de caza que le resonó por dentro despertó en él instintos más hondos, hizo surgir de su ser más profundo unas emociones producidas más allá de la memoria y que borraban, con un grito salvaje de éxtasis, las impresiones producidas por la hierba, los árboles, las liebres, los conejos y los zorros. El Amor lo encandiló con su antorcha, pasándosela ante los ojos; oyó el cuerno de caza de Venus. Antes de haber salido de la edad cachorril, Flush ya era padre.
Si un hombre se hubiera conducido así en 1842, su biógrafo le habría hallado quizá alguna disculpa; de haber sido una mujer, no habría habido disculpa posible y su nombre habría desaparecido, borrado por la ignominia. Pero el código moral de los perros —se le considere mejor o peor— es, desde luego, muy distinto al nuestro, y aquella acción de Flush no necesita encubrirse ahora púdicamente, ni le incapacitó entonces para disfrutar de la compañía de las personas más puras y castas. Así, existe la evidencia de que el hermano mayor del doctor Pusey tenía un grandísimo interés en comprarlo. Deduciendo del carácter, conocido, del doctor Pusey el probable carácter de su hermano, este debió de ver en el cachorro algo muy serio, sólido, prometedor de futuras virtudes, por mucha que hubiera sido hasta entonces la liviandad de Flush. Pero una prueba mucho más significativa de los atractivos de que estaba dotado la constituye el haberse negado la señorita Mitford a venderlo, a pesar de la insistencia del señor Pusey en comprarlo. Teniendo en cuenta lo mal que andaba de dinero —no sabía ya qué tragedia hilvanar, ni qué anuario editar, y se veía reducida al denigrante recurso de solicitar ayuda de sus amistades—, debió de hacérsele muy cuesta arriba rechazar la cantidad ofrecida por el hermano mayor del doctor Pusey. Por el padre de Flush habían ofrecido veinte libras. Ya hubiera estado bien diez o quince libras por Flush. Diez o quince libras eran una suma principesca, una magnífica suma para poder disponer de ella. Con diez o quince libras podría haber comprado nuevas fundas para las sillas, podría haber vuelto a abastecer el invernadero, haber repuesto su ropero, pues… «No me he comprado desde hace cuatro años ni un gorrito, ni una capa o un vestido; apenas si me habré comprado un par de guantes», escribía la señorita Mitford en 1842.
Pero vender a Flush…, ni pensarlo. Pertenecía a esa reducida clas