Prólogo
C uando en vísperas de 2000, y en ocasión del Año Santo, escribí Caminando por Roma. Una guía del viajero para el Jubileo, recordaba la profecía de Nostradamus en la que predecía el fin del mundo para el 11 de agosto de 1999. A Dios gracias no sólo se equivocó, sino que ya estamos en los umbrales de 2016 con un mundo herido, en muchos aspectos gravemente enfermo, pero sin que las trompetas del Juicio Final se dispongan a sonar.
Es más, en el universo católico se apresta a celebrar un nuevo Jubileo extraordinario, convocado por el Papa Francisco. Roma la bella se prepara para recibir a cientos de miles de peregrinos que acudirán a la Ciudad Eterna a ganar la indulgencia plenaria, cumpliendo las normas establecidas, visitar el Vaticano y pasear por la que fue capital del Imperio romano. Igual que las mujeres atractivas y hermosas, Roma se acicala y abre sus brazos como una hermosa matrona para acogerles y mostrarles los rincones más escondidos.
Existen infinidad de guías de Roma; este libro no pretende ser una más: sólo tiene la intención de ayudar al peregrino o al visitante a descubrir una Roma a veces más oculta o menos conocida. En él está reflejada la caminata por las siete iglesias institucionalizada por san Felipe Neri para alejar a los romanos de la corrupción del carnaval. La iniciativa del santo fue acogida con entusiasmo y fervor, hasta el punto de que existe incluso una calle de las Siete Iglesias. En realidad las basílicas jubilares son ocho. Las cuatro mayores: San Pedro del Vaticano, Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros; las tres menores: Santa Cruz en Jerusalén, San Lorenzo Extramuros y San Sebastián; y la basílica suplente, Santa María en el Trastevere (que más de una vez en el transcurso de los siglos sustituyó a San Pablo, cerrada por epidemias, inundaciones y terremotos). O sea, dicho en italiano; San Pietro in Vaticano, Santa Maria Maggiore, San Giovanni in Laterano, San Paolo Fuori le Mura, Santa Croce in Gerusalemme, San Lorenzo Fuori le Mura, San Sebastiano y Santa Maria in Trastevere, para que no tengan problemas.
Partiendo de estas visitas a las basílicas, este libro sirve para guiar a los viajeros, o hacer que se pierdan por lugares insólitos. Para descubrir la Roma secreta, cargada de historia, señorial y pueblerina. La Roma mística e inaccesible, en perenne equilibrio entre el universo y la provincia. Para gustar hasta el color, que forma parte indisoluble de ella. El rosa de las piedras de travertino, acariciadas por el agua de las fuentes, o el de los mármoles de los palacios al reflejarse el sol. El rosa que se vuelve gris en los días de lluvia y se entinta de rojo en las horas mágicas del ocaso y del alba. Porque, como escribió Stendhal, otro de los enamorados de Roma, en esta ciudad «es necesario perderse, vagabundear por sus calles para conocerla, para amar sus virtudes, sus defectos y sus vicios».
Es sobre todo un libro hecho con mucho amor por esta ciudad indolente, indisciplinada, caótica, pero en la que cada piedra, cada esquina, habla a quienes quieren escuchar. Además de los cinco «itinerarios» más sacros, hay una novedad respecto de la anterior edición publicada en 1999: un itinerario que abarca el corazón de la urbe más cosmopolita, más comercial, más compulsivamente turística, desde la piazza del Popolo a piazza Navona y el Panteón, donde se puede conjugar lo sacro y lo profano y adentrarnos en las calles del triángulo de oro, admirar la escalinata de la plaza de España, recorrer la via dei Condotti y admirar los escaparates de las joyerías de mil y una noches...
Un Año Jubilar que el Santo Padre ha consagrado a la misericordia. ¿Por qué? No es ninguna sorpresa para quienes han seguido la trayectoria de Papa Bergoglio. «Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón» es una de sus frases más conocidas y una constante en su misión pastoral. Para él, la misericordia no es un concepto teórico, sino que exige una realización práctica con sus gestos, las obras espirituales y corporales. Y ha querido dar con este Jubileo la señal más fuerte, diría que gritando a las conciencias del mundo. Lo ha dicho alto y claro: «Un año para ser tocados por el Señor Jesús y transformados por su misericordia, para convertirnos también nosotros en testigos de misericordia; un tiempo favorable para curar heridas, para saber descubrir los muchos signos de la ternura de Dios». Sí, las heridas de ese mundo enfermo al que me refería antes.
La indulgencia jubilar no exige la visita a Roma, ya que podrá obtenerse en todas las catedrales del mundo, y en todas las iglesias (preferentemente basílicas) y santuarios marianos que los obispos designen. Aunque no es necesario un pretexto para volver a la Ciudad Eterna, que nos acogerá de nuevo con su sonrisa milenaria.
La única ciudad que ha dominado el mundo por dos veces. Que nació de un puñado de pastores del Lazio para convertirse en la única urbe del mundo conocido durante siglos; la que dictó las leyes más perfectas de la civilización, que unió sus dominios con la fuerza de las armas y los mantuvo con la de su cultura. No está agotada, ni mucho menos. Cada día se levanta con nuevos bríos, como si los tres mil años a sus espaldas no fueran nada. Es esta Roma que contemplamos admirados y que a su vez nos observa. Como decía Stendhal, «es necesario perderse, vagabundear por sus calles para conocerla, amar sus virtudes, sus defectos y sus vicios. Pero abarcarla por completo es un trabajo imposible. Roma no basta una vida…».
Primera parte
Antes del Jubileo
«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», había dicho Jesús. Y Pedro había venido a Roma. Y después lo había hecho Pablo, el más cosmopolita y viajero de los apóstoles. Ninguno como él, como dice Montanelli, comprendió que el mundo se gobernaba desde la urbe y que sólo encaminándose por la via Appia, la Flaminia, la Salaria y todas las demás, podría triunfar la Cruz.
Pero cuando la civilización nacida en Roma se vino abajo, cuando la orgullosa Caput Mundi dejó de ser capital de demarcación alguna, no quedó a Roma más crédito que el de la fe. En aquel mundo roto y triste del final del Imperio, todos pensaron que a la ciudad y su historia no les quedaba más camino que el de la decadencia, la destrucción y el olvido de su gloria. Así había sucedido con Babilonia, Tebas, Atenas, Creta, Persia…
Y fue entonces cuando comenzó la segunda vida de la Ciudad Eterna.
Convertida en el «esqueleto de un gigante», ruina de sí misma, reducida a poco más que aquel villorrio fundado por Rómulo y Remo, la urbe no tenía más autoridad que la del Romano Pontífice. Se dice que Roma se convirtió en la meta de las peregrinaciones del mundo cristiano una vez que el acceso a Tierra Santa se volvió difícil debido a las invasiones musulmanas, a partir del siglo VIII. Pero no es cierto. O al menos, no del todo. Roma era ya un centro de peregrinaciones durante la era paleocristiana y continuó siéndolo durante toda la Edad Media, hasta que el impulso del Jubileo le otorgó el primado absoluto.
El título de «primer peregrino a Roma» no corresponde, como alguno ha dicho, a san Pablo, el viajero infatigable. Porque él vino a Roma, forzado por las circunstancias, a presentar «recurso de apelación» en su proceso, haciendo uso del derecho de todo ciudadano romano. El primero que acudió a Roma con un santo interés, o al menos de quien tenemos noticias más tempranas, es san Ignacio de Antioquía, obispo de esta ciudad, que saludaba a la Iglesia de la urbe como «presidente de la caridad». Pero Ignacio vino también con un deseo que se cumplió: el de morir en la Ciudad Eterna como mártir de la fe. Y muchos otros murieron con él.
Los años de las persecuciones dejaron tras de sí una estela de santos, mártires y reliquias que, una vez terminada la era pagana, se convirtieron en un atractivo para los cristianos de todo el mundo. Se daba por entendido que el santo visitado haría descender su bendición sobre aquellos que venían a rendirle homenaje, y que cualquier objeto que tocase su tumba se transmutaría en reliquia. Un concepto tan arraigado que los arquitectos de las iglesias paleocristianas concibieron una cripta que permitiera acercarse a las sepulturas.
A estos «píos turistas» se les debe llamar con propiedad «romeros», palabra griega que en un principio designaba a los que llegaban a Palestina en visita a los Santos Lugares. Cuando el viaje a Tierra Santa se volvió imposible, el término se extendió a los que llegaban a la Nueva Jerusalén, o sea, a Roma. Lo de «peregrino», en sentido estricto, corresponde sólo a los de Santiago de Compostela. Pero seguramente el patrón de España no se tomará a mal que metamos a todos en el mismo saco. ¡No vamos a revolver Roma con Santiago…!
Sabemos, pues, que estos romeros comenzaron a llegar incluso antes de la caída del Imperio romano, y lo hicieron durante todo el medievo, incluso antes de que existiera el atractivo del Jubileo. Esto es importante porque explica la causa de que Roma (y Europa entera) ya contase en tiempos de Bonifacio VIII con una estructura de «atención al peregrino», como relataremos a lo largo de estas páginas.
Ya en el siglo VI, el venerable Enodio dijo que el sepulcro de Pedro «atrae gente de todas las partes del mundo». Y lo mismo ocurría con las tumbas de los mártires. Las catacumbas de San Calixto y San Sebastián, en plena via Appia, eran la primera etapa del viaje de estos turistas cristianos. En cada excavación, los arqueólogos encuentran un buen surtido de monedas de todos los tiempos y lugares del mundo antiguo, como testimonio de la afluencia de los peregrinos. O como demostración de que los bolsillos ya se agujereaban desde la noche de los tiempos.
Más que las monedas, un rastro evidente del paso de los romeros son las inscripciones aún legibles en los muros de los cementerios paleocristianos. Muchas de ellas son sólo un lacónico testimonio del paso de tal o cual peregrino, pero otras inscripciones son verdaderas oraciones a los mártires allí enterrados. En el cementerio de San Marcelino y San Pedro, en la via Casilina, son aún legibles escritos como «Señor, libera a Víctor y a Tiburcio con los suyos» o «Conserva a Calcituón en tu nombre». Y es interesante ver cómo, con el paso de los siglos, a los nombres típicamente latinos les suceden otros góticos o sajones, señal de que a Roma ya llegaban personajes llamados Liutprando, Mauro o Geolberto.
Nos han llegado testimonios de que los guardianes y guías que cuidaban de las catacumbas y las mostraban a los visitantes estaban particularmente molestos por esta costumbre de «ensuciar las paredes», ignorantes de que lo que hoy es vandalismo, mañana será historia, y hasta puede que arte. Unos grafiti que, por lo demás, ya se hallaban presentes en Pompeya y Herculano. Ésta es la demostración de que los chicos del spray y la pintada de hoy en día no han inventado nada.
La lista de VIP y cabezas coronadas de romeros medievales es numerosa. Rachi, rey de los longobardos, tomó la peregrinación con tal fervor que renunció a su trono y se hizo monje en 749. El conde Todo de Baviera, para no sentirse sólo en el viaje, peregrinó acompañado de varias decenas de súbditos. Lo mismo hizo Sintlas de Reichenau, siempre en el siglo VIII. O san Willibrordo, apóstol de los frisones, a quien el Papa Sergio I, en el siglo VII, recibió con afecto y aprovechó para consagrarlo obispo e imponerle el nombre latino de Clemente. O los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores de las tierras eslavas, que a la vuelta de su visita en 867 se llevaron de recuerdo varias reliquias, entre ellas polvo y aceite de las lámparas de las catacumbas y medallas de la Virgen y los apóstoles.
Entre los primeros peregrinos destacaban los venidos de las islas Británicas que, aunque recién convertidos, se tomaban muy en serio el viaje y su propósito. Desde la época de san Patricio, venido a Roma en 471, los irlandeses se sintieron enamorados de Roma. San Molna, ya viejecito, se empeñó en el viaje, al punto de decir a quien intentaba disuadirle: «Si no veo Roma, moriré inmediatamente». Entre los ingleses (sus antepasados, más bien) Cedwalla, rey del Wessex (sajones del oeste), abandonó reino y corte en 689 para peregrinar a Roma. Aquí fue bautizado y enterrado a su muerte en el atrio de la antigua basílica de San Pedro. Su sucesor, el rey Ina, de quien hablaremos más adelante, siguió su ejemplo treinta y siete años después, como lo atestiguan los versos latinos de Florencio:
Y después de haber despreciado la majestad real por amor del Rey divino,
el rey vino a Roma y aquí santamente reposó.
Las catacumbas no fueron durante mucho tiempo el principal polo de atracción. Roma no perseguía ya a los cristianos, y no había por qué rezar a escondidas. Entre los siglos VII y IX los restos de los santos y mártires más notables fueron transportados a las basílicas más conocidas y, con ellos, también las reliquias de la Pasión de Cristo. San Paulino de Nola, ya en el siglo V, acudía a la urbe cada año con motivo de la festividad de San Pedro y San Pablo y se quejaba de la multitud que se congregaba en torno a los sepulcros, queja en la que le secundaba su contemporáneo Prudencio, poeta español de la época. Así, el recorrido de los peregrinos se hizo más diversificado y nacieron las primeras «guías turísticas».
Los documentos oficiales más antiguos que se conservan son un calendario de fiestas y una guía de cementerios cristianos, ya en el siglo IV. Pero más importantes y completos son los Itinerari, cuya primera edición conocida data del siglo VII. Paolo Brezzi, en su Storia degli Anni Santi, dice que en ellos se contenían instrucciones detalladísimas para el peregrino: las iglesias y los monumentos que se debían visitar, las calles que conducían a ellos y hasta los escalones que había que subir o bajar para llegar; una información muy conveniente para quien llevaba a esas alturas varios cientos de kilómetros. Debieron de ser best sellers de su tiempo, porque los ejemplares que han llegado hasta nosotros se encontraron en Salzburgo (Austria), Wurzburgo (Alemania) o Malmesbury (Inglaterra).
Un lugar de honor entre estos venerables legajos lo ocupa el llamado Papiro de Monza. Se trata de la obra de un cierto Juan, súbdito de la reina Teodolinda, a la que trajo un curioso recuerdo de su viaje a Roma, allá por el año 600. Lo llamó Notitia oleorum, es decir, Catálogo de los aceites, que hacía referencia a las lámparas que ardían en las criptas de los mártires. Pero es una auténtica guía de la Roma peregrina del siglo VII, que no se detiene sólo en los lugares de culto, sino que habla también de los restos de la urbe romana, e incluye nociones de historia y hasta alguna anécdota que otra. Y con nihil obstat vaticano, porque se halla inscrito en los libros de la curia romana.
No creamos, sin embargo, que se podía admirar gran cosa en la Roma de la alta Edad Media. Por mucho que los peregrinos hablaran de la urbe como aurea, nobilis, sancta, las cosas eran más bien diferentes. Los altercados sangrientos estaban a la orden del día, ya fueran parte de las luchas políticas entre los patricios o simples atracos a mano armada.1 Las iglesias de entonces no eran, en su mayoría, las que hoy conocemos, sino lugares modestos, construidos sin un plan sistemático ni una línea artística definida por los sucesivos pontífices. Algunos ya estaban surgiendo, como San Gregorio al Celio y su deliciosa capilla bizantina. Pero otros, como San Juan de Letrán o Santa María la Mayor (que ni siquiera llevaba aún este nombre sino basílica Liberiana), eran toscos esbozos de su actual esplendor. A tal punto que santa Brígida de Suecia, recién llegada a Roma para el Jubileo de 1350, contempló la ciudad desde lo alto del monte Mario y, volviéndose hacia su preceptor, le dijo, llena de desilusion: «Pero ¿Roma es esto, señor?».
Hay que decir que Roma, y la mismísima basílica de San Pedro, habían tenido problemas más graves que la estética. Los árabes, establecidos en Sicilia durante más de un siglo, habían asaltado varias veces la península e incluso en 844 habían devastado Roma saqueando San Pedro y su cripta bajo Sergio II. Su sucesor, san León IV, mandó construir una muralla en torno a los barrios colindantes, formando lo que aún hoy se llama la Ciudad Leonina, y derrotó a la flota musulmana en Ostia, en 849. Así consiguió la inmortalidad celestial pero no la artística porque cuando siete siglos después Rafael recogió la batalla naval en un fresco vaticano, pintó al Papa victorioso con la cara de León X; León, al fin y al cabo, pero no el auténtico.
Viene esto a cuento porque, con la muralla Leonina, desde Roma sólo se podía acceder a San Pedro por una puerta, abierta junto al Castel Sant’Angelo, que comunicaba con el puente del mismo nombre. El paso era bastante estrecho debido a los obstáculos urbanísticos de la época. Sólo con Clemente X, en 1670, el puente Sant’Angelo quedó libre de trabas y embellecido con las estatuas de Bernini, cuyas copias podemos admirar hoy. Pero en el medievo los romeros caminaban por él en fila india; los que iban a San Pedro por su derecha y los que volvían, por la izquierda. Una imagen que el poeta Dante no había de olvidar jamás, y que recoge en un pasaje de la Divina Comedia.
Nosotros nos saltaremos unos cuantos siglos, y la cola de peregrinos que esperan su turno, para irnos al final del siglo XIII.
El primer Jubileo
Julio de 1294
D esde la muerte de Nicolás IV, la curia cardenalicia se hallaba dividida entre los partidarios de la familia Colonna y los amigos de los Orsini. La silla de san Pedro estaba vacante desde hacía casi dos años y medio, y, por puro compromiso, ambas facciones consiguieron ponerse de acuerdo sobre un candidato: el religioso más inocente que se pudo encontrar en toda Italia. Lo recomendó el cardenal Latino Malabranca, que no tuvo tiempo de reflexionar porque murió inmediatamente después de la elección. Para otros historiadores, sin embargo, lo que los cardenales estaban buscando, después de tantos pontífices doctos e ilustrísimos, era un «papa angélico»; alguien con grandes virtudes humanas que emprendiera la tarea de la renovación de la Iglesia. Y esta idea seguiría presente durante todo el siglo.
El alma cándida a quien cayó encima la dignidad pontificia era un pobre fraile llamado Pietro Angeleri, ermitaño en una cueva del monte Morrone. Apenas se enteró de su elección, Pietro salió corriendo porque no se consideraba digno de tal responsabilidad, pero acabó aceptando el encargo, por obediencia y por presiones del rey de Nápoles. Como Papa eligió el nombre de Celestino V.
Sus escasos seis meses de pontificado fueron para él una angustia. Incapaz de resistir a las presiones de todos, sintiéndose un fracaso entre la prepotencia de los napolitanos y el deseo del Colegio Cardenalicio, que reclamaba para la Iglesia una total independencia, el forzado sucesor de san Pedro aguantó hasta que comenzó a oír en sueños la voz del ángel de Dios que le ordenaba dejar la tiara y retornar a su condición de eremita (lo que él, por lo demás, estaba deseando hacer). No se trataba de ninguna confidencia angélica o divina, sino, al parecer, de la voz del cardenal Benedetto Caetani desde detrás de la pared del dormitorio de Celestino, si bien no existen pruebas que lo atestigüen. El resultado fue, en el mes de diciembre de 1294, la primera «renuncia» papal espontánea. Celestino murió dos años después, y quince más tarde, fue canonizado.
San Pedro Celestino, en su breve pontificado, tuvo tiempo de sentar las bases de la futura indulgencia jubilar. El mismo día de su coronación en la basílica de Collemaggio, en la ciudad de L’Aquila, promulgó una bula denominada Perdonanza. Se trataba de una indulgencia plenaria otorgada a quienes, con su espíritu de perdón y tras la confesión y la comunión, visitaran la citada basílica en cada aniversario de su entronización en el pontificado.
En su Divina Comedia, Dante se porta muy mal con el pobre Celestino, al que recluye en el infierno entre los cobardes. En realidad, el rencor del gran poeta toscano se debe a que su renuncia dejó paso libre al pontífice cuya intervención en política costó a Dante la derrota y el exilio de su amada Florencia. El sucesor de Celestino fue precisamente el cardenal Caetani, quien tomó el nombre de Bonifacio VIII.
Es curioso que fuera a Bonifacio, que se sentía más rey que Papa, a quien correspondió lanzar al mundo la convocatoria del primer Jubileo. Se ha comprobado que la idea no fue suya, pero bien dice el refrán que «más vale llegar a tiempo que rondar un año». Sobre el origen del Jubileo cristiano han corrido ríos de tinta y hay versiones para todos los gustos. Desde quien asegura que el pontífice lanzó la idea para satisfacer su ego de gran señor hasta quien lo convierte en una simple operación turística para llenar los maltrechos bolsillos romanos. Pero nosotros contamos con dos relatos preciosos, porque vienen de testigos directos de 1300. El cronista de la cancillería papal, Silvestro de Adria, y el cardenal Giacomo Stefaneschi han dejado noticias muy curiosas sobre la génesis del primer Año Santo.
Por ellos sabemos que antes de fin del siglo XIII, por toda Europa se había extendido un ambiente de regeneración y salvación. Lo prueba la idea del «papa angélico» que ya hemos citado, pero hay otros signos. El mismo culto a la Virgen María, que los cruzados habían potenciado, se afirma en esos años, considerándola intercesora ante el Dios del medievo, y atenuando un poco su severidad. Se cuenta haber oído a un fraile rezar así: «Señor, líbrame de la tentación, o se lo digo a tu Madre». Y en 1230, como antes había hecho nuestro Gonzalo de Berceo, el monje francés Gautier de Coincy dedicó un largo poema a glosar los milagros de la Virgen: el de la madre que había perdido a su hijo, y para recuperarlo arrebató el Niño Jesús a una estatua de María, hasta que el chaval volvió a casa diciendo: «Ahora la Virgen quiere que le devuelvas el Suyo»; o el de la monja huida del convento que vuelve arrepentida y descubre que santa María había tomado su puesto para que nadie lo notase. La misma historia que siglos más tarde contó José Zorrilla en Margarita la tornera.
El año 1300, que muchos veían como la fecha del fin del mundo, se miraba con miedo pero también con esperanza. Y fue entonces, según Stefaneschi, cuando empezó a correr el rumor de que el Papa concedería una indulgencia especial a quienes hicieran visita como peregrinos al sepulcro de san Pedro en Roma. Se hablaba, por añadidura, de que el Santo Padre no hacía más que continuar una tradición que se suponía iniciada en 1200: la de un perdón general cada siglo.
No hay duda de que tales noticias llegaron a Bonifacio. Y es posible que incitara de alguna manera esta noticia. Lo que, al parecer, no se esperaba era el éxito de la empresa. Desde el 25 de diciembre de 1299 al 1 de enero de 1300, una multitud de romanos y de peregrinos se concentró a rezar ante la tumba del apóstol. Había que remontarse a los tiempos de los emperadores para ver semejante muchedumbre. Stefaneschi escribió que, en aquellos días, «permaneció como oculto el misterio de aquel nuevo perdón» hasta el día 1. Se dice que Bonifacio, que recibió la noticia en su residencia del palazzo Laterano, exclamó: «Pero ¿qué quieren estos locos?». No se atrevió a salir en varios días, y de hecho estuvo ausente de Roma durante gran parte del año, pero tal demostración de fervor popular no pudo por menos que agradarle.
En los últimos meses de 1299, el Papa había enviado una delegación de cardenales y secretarios a rebuscar en los archivos del Vaticano sobre ese hipotético «primer Jubileo», que, al parecer, había sido proclamado por Inocencio III. Seguramente Silvestro de Adria formaba parte del «comando bibliotecario» que puso boca arriba los venerables legajos en busca de un precedente del que nadie tenía noticia cierta. En todo caso, los investigadores volvieron ante Bonifacio con las manos vacías. Había algún rastro incierto de un «perdón universal» supuestamente declarado por Silvestre II2 en el año 1000; corría el rumor de que Pascual II había concedido un perdón semejante en 1100, después de haber vencido al fantasma de Nerón3 que, entre otras cosas, se dedicaba a aterrorizar a los romeros que llegaban por la via Flaminia; y un cronista de la villa toscana de Orvieto ha dejado testimonio de un inusual tráfago de peregrinos hacia Roma allá por el final de 1199, pero bulas o documentos oficiales no había ni uno.
Para explicar este fracaso, Stefaneschi apunta dos causas: la primera, el daño que los archivos vaticanos habían experimentado durante el agitado medievo romano. Y, a decir verdad, sólo en el siglo XIII, Federico de Sicilia se había «acercado» hasta tres veces a Roma; y no como peregrino, sino como feroz enemigo del papado. Y los siglos precedentes eran un muestrario de guerras y disturbios que podían haber afectado a la custodia y el orden de los documentos eclesiásticos.
La segunda, que los Padres de la Iglesia («si es lícito tocar su memoria», advertía púdicamente Stefaneschi) no se habían distinguido precisamente en biblioteconomía y archivística. Y, a decir verdad, en el siglo XIII se registran los errores más asombrosos de la historia de los Papas: Pedro Hispano de Lisboa sube a la cátedra de San Pedro en 1276 con el nombre de Juan XXI sin que hubiera habido jamás un Juan XX. Y vemos en 1281 a Simon de Brion asumir el nombre de Martín IV, sin que existieran ni Martín II ni Martín III, pero sí un Marino I y un Marino II, que la cronología oficial había confundido con los citados homónimos de Martín. Si era posible la existencia de equívocos sobre una materia tan elemental como el nombre de los Papas, ¿por qué no en la de los Jubileos?
Un desconcierto así hoy sería imposible. Los archivos pontificios actuales son un prodigio de orden, control y eficiencia. Y no digamos el archivo secreto, blindado como un búnker para evitar tentaciones de nuevos Federicos de Sicilia.
Dado que no había pruebas escritas, Bonifacio recurrió a la tradición oral, mandando buscar testigos que recordaran alguna huella del «Jubileo fantasma» de 1200. Y allí, por curioso que parezca, tuvo más fortuna. Un toscano de unos ochenta años y otros dos mozos rondando la setentena (de Carpentras, Francia, por más señas) afirmaron haber oído, de boca de sus padres, el testimonio de una peregrinación general cien años antes.
Fuera o no un verdadero Jubileo el de 1200, el caso era que a los peregrinos de 1300 ya no había manera de desalojarles de San Pedro. Y un hecho cierto es que Bonifacio VIII sólo proclamó el Año Santo con una bula, Antiquorum habet fida relatio, fechada el 22 de febrero de 1300, lo que parece indicar que el Santo Padre iba un tanto a remolque de los acontecimientos. De hecho, la bula original fue dada en San Juan de Letrán, pero posteriormente fue «reclasificada», adelantándola unos días en el tiempo y fechándola en San Pedro. En el palazzo Laterano se conserva aún el fresco con el que Giotto inmortalizó, cual fotógrafo de prensa, la solemne lectura del documento pontificio. Documento que fue esculpido en una lámina de mármol e instalado en la vieja basílica de San Pedro, y que hoy se conserva junto a la Puerta Santa.
Allí quedaba establecido, entre otros particulares, las condiciones de obtención de la gracia jubilar: treinta visitas a las iglesias de San Pedro y San Pablo para los romanos, quince para los forasteros. Un documento posterior extiende el perdón a quienes estuvieran en Roma al final del año sin haber cumplido el número establecido de visitas, a quienes murieran en el trance o a quienes no pudieran completar el viaje por causas ajenas a su voluntad.
Silvestro de Adria tuvo a su cargo el envío de «circulares» a los diversos obispados, con copia de la bula y una fórmula latina anexa donde se dice con palabras menos solemnes que en cada año jubilar «las culpas son lavadas» (crimina laxantur). Los maliciosos de la época entendieron (y escribieron, como se conserva en algunos puntos del camino jubilar, como en la mismísima catedral de Siena) que más que lavadas, serían «tasadas» (crimina taxantur), lo que dice mucho, y no muy bueno, acerca de la opinión que se tenía en la cristiandad de Bonifacio VIII.
Cierto es que el Papa no hacía mucho por mejorarla. El mismo 22 de febrero de 1300 promulgó otra bula, Nuper per alias, en la que excluía expresamente de la indulgencia jubilar a Federico II de Aragón, rey d