PRÓLOGO
Nuestra verdad
Murió mi tío Paco en Alicante. Un gran médico consagrado a su profesión, a su familia, al cristianismo y a los cactus. Así que mi padre y yo cogimos un AVE para asistir a su funeral en un caluroso mes de marzo de 2013.
En el tren leí un texto en El País escrito por José Manuel Comas desde Berlín hablando de «El Beckenbauer del Este». Se cumplían entonces treinta años de su caso. En la foto en blanco y negro que ilustraba la publicación un futbolista guapo y de blanco se zafaba, con el balón controlado, del marcaje de un rival cayendo a su espalda. A medida que me adentraba en el artículo crecía mi fascinación. En apenas cuatro párrafos sentí la asfixia, la ilusión, la culpa, la satisfacción y el miedo en la vida del jugador. Aquella noticia, aquella existencia, lo tenía todo: era un drama amoroso y un thriller, un desafío deportivo y una conspiración de espías. Era, sin duda, una novela.
Yo llevaba tiempo buscando una buena trama para un libro. Hasta entonces había publicado algunos ensayos pero sólo una novela que, al igual que las otras cinco o seis escritas aunque no editadas, trataban sobre mí. Sin embargo, ahora tenía la excusa perfecta para narrar en tercera persona. Lutz Eigendorf no era yo, en cambio tenía de mí lo suficiente para hacerlo mío durante unos centenares de folios.
Comencé entonces a averiguar todo lo que pude sobre el futbolista, sobre la Stasi, sobre la República Democrática Alemana. Al margen de los artículos y vídeos que encontré en internet acerca del asunto y de algunas publicaciones adquiridas por Amazon, lo que realmente guio mi argumento fue el libro del periodista germano Heribert Schwan Tod dem Verräter! («¡Muerte al traidor!»), de 2000. Compré por internet una copia en alemán (no existe una versión en ningún otro idioma, que yo sepa) e hice lo que pude con varios traductores online para averiguar su contenido. Perdí mucha información en la delirante transcripción informática, pero esos borrones, esos vacíos y tantas frases surrealistas me forzaron a no pegarme excesivamente a la historia, me obligaron a fabular, a especular, a inventar. Y eso fue bueno.
Estas páginas cuentan la aventura de Lutz Eigendorf de una manera novelada pero respetando en lo posible la cronología y la autenticidad de los acontecimientos. Las ubicaciones, los partidos y sus resultados, así como prácticamente todos los personajes son fidedignos. Pero, por supuesto, este libro no deja de ser literario. Tiene, pues, poco que ver con el exhaustivo trabajo periodístico de Heribert Schwan.
Parte de mi labor de documentación fue viajar a Alemania para conocer los lugares claves de la peripecia. Visité las antiguas dependencias de la Stasi y luego localicé las casas donde vivió Eigendorf, los estadios donde jugó, los paisajes y los bares que frecuentó entonces. En mi voluntad de distanciarme de la historia real para evitar escribir un informe y para colarme con más comodidad en los personajes, renuncié a ponerme en contacto con los verdaderos protagonistas. Schwan sí que habló con muchos de ellos para su documental llamado también Tod dem Verräter! (el cual he visto innumerables veces sin comprender una sola palabra). En él pude encontrarme con los actores de este texto veinte años después de los acontecimientos relatados. Hoy han pasado más de quince desde la emisión de ese documental y más de treinta y cinco desde la fecha en que arranca esta novela. El tiempo fluye rápido, incluso parece que hace un siglo que murió mi tío.
PRIMERA PARTE
BALÓN DIVIDIDO
1
Informe de observación n.º I, 21/03/1979. Berlín oriental
A las 18.30, una mujer sale del portal número 3 de Zechlinerstrasse (blusa azul, pantalones marrón oscuro, zapatos marrones, pelo rubio, aproximadamente 1,70 de estatura, de unos 25 años). Se para a saludar al conductor de un coche Lada con matrícula IX 51-79 conducido por un hombre (30-35 años, pelo entre gris y castaño claro). Tras un minuto de conversación, el coche prosigue. El agente que me acompaña reconoce a la mujer como el objetivo a observar.
Ella se dirige a pie por la avenida Lenin y al final de la calle gira a la derecha por Weissensee. Tuvimos entonces la sensación de que la sospechosa se daba cuenta de que estaba siendo vigilada. Bajé del coche y la seguí a pie. Tras recorrer unos 100 metros, comenzó a mirar a su alrededor con frecuencia. Después de otros 100 metros, se detuvo a conversar con un teniente del Ministerio del Interior, probablemente del Departamento de Bomberos. Me oculté detrás de un camión para no ser visto. Pasados 5 minutos, cruzó a Oberleut, anduvo unos 20 metros y empezó a correr en dirección opuesta. Cruzó la avenida Lenin hacia Herzbergstrasse. Volvió la cabeza en todas las direcciones, nerviosa, y, una vez en la calle, se detuvo en la parada del autobús. En este momento dejé el testigo de la observación a otros compañeros a los que di la localización exacta del objetivo, quien, a los 15 minutos, subió a un autobús en dirección a Normannenstrasse.
La mujer bajó del autobús en Scheffelstrasse y se dirigió a una lavandería junto al portal número 5. A los 10 minutos abandonó la lavandería y se metió en el portal número 5. Nuestra observación se prolongó hasta las 20.00. Puesto que el objetivo tardaba en salir del edificio, un compañero volvió a hacer guardia en el punto de origen, el número 3 de Zechlinerstrasse, al que llegó la mujer en un taxi a las 20.15. Entró en el portal.
Gabi no abre la puerta de su casa con las llaves. Carga con el paquete de la lavandería, así que llama al timbre. A través de la chata puerta de madera clara oye los pasos y los gritos de su hija. Sonríe.
—Ya está aquí mamá —anuncia antes de que abra su amiga Carola.
Sandy se abraza a las rodillas de su madre haciéndola tambalearse; Carola enseguida le coge el paquete de las manos para liberárselas en caso de caer al suelo.
—¿Se ha portado bien? —pregunta Gabi, tomando a Sandy en brazos.
—Uy, como me salga una niña así de buena, ¡voy a tener seis!
Ralf, el novio de Carola, está viendo la televisión. Saluda a Gabi sin levantarse del sofá y le dice:
—Cuando quieras, venimos otra vez a cuidar a Sandy, no te creas que voy a muchas casas con televisión y, encima, en color.
Carola ayuda a Gabi a ordenar en los cajones del dormitorio la ropa de la lavandería.
—La falda negra y la blusa verde déjalas encima de la cama, que me las voy a poner esta noche. Y el vestidito blanco es para Sandy.
—¿A qué hora llega Lutz? —pregunta Carola.
—En una hora y media —responde Gabi—. Uf…, no sé si me va a dar tiempo a todo: poner una lavadora, darle de cenar a la niña, cocinar, ducharme…
—Si te puedo ayudar en algo…
—No, no, gracias, si bastante habéis hecho ya cuidando un rato a Sandy.
Gabi considera contarle a su amiga el incidente de esta tarde. Está prácticamente segura de que la han seguido, aunque no comprende por qué. Sin embargo, desecha la idea. Por un lado, no quiere darle importancia; esta noche regresa Lutz y ahora prefiere centrarse en la ilusión de volver a verlo. Por otro, está Sandy en la habitación. Sólo tiene dos años y medio, pero es lista y percibirá el tono de preocupación de su madre. Y hay un tercer motivo para obviar la conversación con Carola: Ralf. Gabi no se fía de él. En realidad no tiene nada que ocultar, ella no ha hecho nada incorrecto para ser espiada, pero hay ciertas cosas que, por si acaso, es mejor silenciar.
—Me temo que no le fue bien a Lutz ayer —comenta Ralf desde el salón—. Cuatro a uno, menuda paliza.
—No nos fue bien a nadie —puntualiza Gabi, algo dolida.
—Sí, ya, un palo para la gloria del fútbol socialista. Pero nos levantaremos con el puño en alto —dice Ralf en un tono sarcásticamente patriótico.
—Yo sólo espero que Lutz no esté muy hundido —le susurra Gabi a Carola.
—Era la primera vez que jugaban en el Oeste, ¿no?
—Sí, y se fueron con una presión enorme, los pobres. Ahora me dan miedo las consecuencias. Han perdido, pero la culpa no es suya, no jugaron mal del todo. Lo que no se puede es responsabilizar a unos chicos de la defensa de un país, de un sistema político. Es una locura.
—Tienes razón —contesta Carola—, deberían estar sobre todo pendientes de no ensuciarse mucho la ropa.
—¡Anda, idos ya, que tendréis que cenar vosotros también! —ríe Gabi.
La pareja besa a la niña, quien pregunta que por qué se van. Carola se enternece y le da un abrazo. Ralf pasa su enorme mano por la coronilla dorada de Sandy, luego besa a Gabi y se despiden.
—Tengo hambre —gime la pequeña.
Gabi prepara rápidamente unas salchichas que corta en rodajas muy pequeñas. Mira el reloj: apenas queda una hora hasta que regrese Lutz. Sandy protesta pidiendo arroz, pero Gabi no tiene tiempo de cambiar el menú, así que, a pesar de los llantos, consigue que su hija se coma las salchichas. «Conque seis como ésta…», piensa.
Ya en la habitación, con Sandy en la cama, Gaby acelera la historia de los tres osos, pasa las páginas del cuento sin apenas dejar que su hija contemple los dibujos. La niña sostiene con una mano el biberón y con la otra juega con su coleta. Poco a poco se le van cerrando los ojos. Gabi vuelve a mirar el reloj.
—… pero el osito pequeño…
—El osito pequeño vivió muy feliz —la interrumpe Gabi—. Hala, a dormir, que es tardísimo y tienes que descansar mucho para poder jugar mañana con papá.
—¿Cuándo viene?
—Cuando tú estés durmiendo, que ya es muy de noche.
—Quiero que venga ya.
—Está de camino, cariño, pero tú tienes que dormir.
—¿Me ha traído el pájaro rojo?
—Pues no sé, pero seguramente sí; si te dijo que te lo traería, pues te lo habrá traído.
—Sí, un pájaro rojo…
—Claro, mi amor. Venga, acábate el biberón.
Gabi arropa a Sandy con unas sábanas estampadas con pájaros de diferentes tonalidades. La niña ha aprendido los colores con esos dibujos. Cada noche, antes de acostarla, Lutz repasa con ella las siluetas, y Sandy, al llegar al color rojo, siempre dice: «Es mi favorito. Quiero un pájaro rojo».
Una vez la niña ya se ha dormido, Gabi comienza a cocinar las albóndigas. Sabe que Lutz las espera. Mientras bulle la olla, aprovecha para darse una ducha. Deja que el agua caiga por su largo pelo rubio. Al tiempo que acaricia su piel con la esponja, lamenta no haber perdido los kilos sumados durante el embarazo. Apenas tiene veintidós años, los mismos que su marido, pero compara secretamente su figura con la de Carola y detecta la diferencia marcada por Sandy. La barriga continúa flácida y algo abultada, y las estrías de la cintura no han desaparecido. Todavía no se identifica con sus muslos engrosados. Sabe que sigue siendo atractiva, hoy la ha piropeado el chico de la lavandería. Sus ojos negros aún brillan sin el marco de las arrugas, y sus pechos pequeños han sobrevivido a los estragos de la lactancia.
Se contempla desnuda ante el espejo. Quiere tener más hijos, así que es pronto para suspiros. Si pretende perder algo de peso, ha de cuidar más la dieta, y las albóndigas no son, desde luego, un gran comienzo, reflexiona. El trabajo en la guardería la mantiene permanentemente activa, pero considera que no estaría de más hacer algo de ejercicio para fortalecer las zonas más afectadas.
Ha notado en Lutz la disminución del deseo desde que nació Sandy. Se siente responsable. No sólo su cuerpo se ha deteriorado, sino que se ha dedicado menos a la pareja. No pensó que un hijo fuera así de absorbente; la ocupación de una madre es muy diferente a la de una cuidadora de guardería, y no importa cuánto te describan el trabajo que conlleva la maternidad, no se sabe hasta que se afronta. Confió en que su juventud, el copioso sueldo de Lutz y la cantidad de tiempo libre que regala el fútbol les facilitaría las tareas paternales y, a la vez, les permitiría conservar su espacio amoroso. Una esfera de intimidad que, además, debía ser minuciosamente restañada tras una infidelidad de Lutz que Gabi acabó perdonando.
Se casaron hace cuatro años. En la foto de la boda que preside el aparador, ella mira a la cámara con una sonrisa de labios apretados. Sobre el velo derramado por ambos lados de la cara luce una corona de flores blancas, y Gabi, pletórica, sostiene por los tallos un inmenso ramo de rosas rojas. Recuerda perfectamente los colores a pesar de que la instantánea es en blanco y negro. Detrás está Lutz, más alto que ella, agarrándola de la cintura y observándola embelesado. Él luce una gigantesca pajarita de lunares y una camisa blanca mientras una flor en la solapa ilumina su traje oscuro.
Ella se ve guapa con la falda negra y la blusa verde. Se recoge el pelo, va a la cocina, apaga el fuego y remueve las albóndigas perfumando la casa. Se asoma al cuarto de Sandy y verifica que duerme. Son las diez de la noche, Lutz llegará en cualquier momento.
Tiende la lavadora y se enciende un cigarrillo, luego abre la ventana para dejar escapar el aroma del tabaco. Mira a la calle. Puede oler su propio perfume al tiempo que contempla cómo el humo sobrevuela la calle Zechliner velándose en la noche por donde pronto planeará la primavera. Piensa en mañana, ya jueves, en las tareas pendientes en la guardería, en qué cocinará y, sin querer, también empieza a reflexionar sobre su vida, sobre la suerte de tener a Sandy, sobre lo afortunada que debe sentirse por haber formado una familia junto al chico de su vida. A pesar del 4-1.
Abandona su ensoñación cuando comienza a tener frío. Cierra la ventana, se sacude la ceniza de la falda y remueve de nuevo las albóndigas. Le asalta un hambre voraz ya a las once de la noche, y entonces se preocupa. Piensa que el autobús ha podido sufrir alguna avería o quizá haya sido retenido más tiempo del estipulado en la frontera. Tapa a Sandy, la casa se ha quedado destemplada. Enciende la tele. Un reportaje sobre las vacaciones comunales en el Báltico la distrae, pero sólo intermitentemente, pues de vez en cuando consulta la hora. Se impacienta. Padece por las albóndigas, se levanta para ir a la cocina y coger un poco de pan y un pepinillo, luego vuelve a sentarse en el sofá.
Son ya las doce de la noche cuando suena el timbre. Se incorpora de un salto, se alisa la falda, se humedece los labios con la lengua, se asegura de que el moño sigue incólume y abre la puerta con una sonrisa. El gesto se le trunca al encontrarse con dos hombres alineados el uno al lado del otro como jugadores de futbolín.
—¿Es usted la señora Eigendorf? —pregunta el de la derecha, alto y delgado, con un abrigo gris gastado y un flequillo con trasquilones.
—Sí.
—Somos del Ministerio para la Seguridad del Estado —interviene el otro hombre moviendo su bigote de revolucionario centroamericano—. Su marido no ha regresado de Kaiserslautern con el resto del equipo, así que nos vemos obligados a pedirle que nos acompañe a Keibelstrasse.
Gabi se paraliza. Primero pregunta dónde está Lutz y luego explica a los agentes que no sabe nada. Las palabras se tropiezan en su boca.
—Por favor, acompáñenos —le ruega el más alto.
Gabi les cuenta que tiene una niña pequeña durmiendo en la habitación y que no puede dejarla sola. Los dos funcionarios se miran contrariados sin saber qué hacer.
—Espere —dice el alto.
Gabi oye cómo baja presuroso las escaleras del edificio. El hombre embigotado permanece en su posición inalterado, dejando vacante el espacio que ocupaba su compañero. No mira a Gabi. Fija su mirada en el techo bajo del rellano, escruta el marco de la puerta y no dice nada. Al poco tiempo regresa su pareja, probablemente tras hablar por radio con algún superior. Gabi siente entonces debilidad en las piernas. No ha cenado y está cansada; la confusión y la sorpresa acaban de nublarla.
—No se preocupe, ahora viene una funcionaria del ministerio para encargarse de la niña mientras a usted se le toma declaración.
Gabi los mira incrédula, nerviosa y agotada.
—Nosotros esperaremos en el coche —concluye el más alto de los dos agentes de la Stasi.
Cuatro años después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, el derrotado territorio germano bajo ocupación soviética fue entregado a los alemanes comunistas para crear la República Democrática Alemana (RDA), un país vecino pero antagónico a la capitalista República Federal de Alemania (RFA). Ahora la RDA está gobernada por el Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) y vigilada internamente por un efectivísimo servicio de inteligencia llamado Stasi, abreviatura de «Ministerio para la Seguridad del Estado». La Stasi no sólo teje una red de espías en el extranjero, sino también dentro de su propio país, donde controla y castiga severamente cualquier actividad subversiva y contrarrevolucionaria de sus ciudadanos. La desaparición de Lutz Eigendorf en Kaiserslautern, una pequeña ciudad de Renania, en la Alemania occidental, resulta un ultraje para el gobierno comunista.
Así que, veinte minutos después de la incursión de los agentes, Gabi viaja en la parte de atrás de un Trabant de camino a las dependencias de la Stasi. Sandy se ha quedado con una señora de unos noventa años con la voz gastada. La improvisada canguro ha recibido numerosas instrucciones por parte de la madre para evitar que la niña se despierte y otras tantas indicaciones para actuar en caso de que lo haga. La anciana simplemente asentía.
Gabi confía en acabar pronto con las preguntas. Desconoce el paradero de Lutz y la Stasi parece saber incluso menos. De momento sólo desea volver cuanto antes a casa con su hija, le tortura imaginarla despierta y muerta de miedo junto a la momia silenciosa.
Tras cruzar una serie de pasillos con olor a linóleo y calefacción en las entrañas de un gran edificio de hormigón prefabricado, los dos agentes la invitan a entrar en un despacho. Detrás de una mesa de madera, un oficial de unos treinta y cinco años inesperadamente guapo levanta la vista. Gabi parece tranquilizarse en cuanto el tipo sonríe y le ruega que se siente en una escuálida silla frente a la mesa. Antes de proceder al interrogatorio, el hombre esconde en un cajón las declaraciones que, como Informadores No Oficiales (IM, Inoffizieller Mitarbeiter), han prestado Carola y Ralf hace unas horas sobre lo acontecido en casa de Gabi esa misma tarde.
—Buenas noches, perdone que la hagamos venir a estas horas…
Gabi no contesta.
—Bien… —prosigue mientras entrelaza los dedos por encima de la mesa—, soy el capitán Rainer Clement y trabajo para el Noveno Departamento. Sé que está al tanto de que su marido no ha regresado con el resto del equipo y, como es natural, querríamos preguntarle si usted sabe algo de esta «misteriosa desaparición».
—Ya se lo he dicho a los agentes, yo no sé nada.
El capitán Clement vuelve a sonreír. Aprieta con delicadeza el botón de grabación del magnetofón que anida en una esquina de su mesa y enuncia de nuevo la pregunta de manera más formal:
—¿Tenía usted conocimiento de una intención preconcebida de su marido de no regresar a la República Democrática Alemana tras jugar un partido amistoso al otro lado del muro?
—Le repito que no tenía ni idea de que mi marido no fuera a volver; es más, le digo una cosa: ni siquiera creo que se haya quedado allí voluntariamente. Estoy convencida de que le ha pasado algo, y ustedes deberían estar buscándole en lugar de perder el tiempo aquí conmigo.
El capitán Clement endurece el gesto. Separa las manos y cierra los puños.
—Mire, mi marido tiene una opinión positiva de la política de nuestro Estado, puede preguntarle a cualquiera de sus amigos —perorata Gabi, entrando en el discurso protocolario—. Siempre ha estado comprometido con el Partido.
—¿Hizo alguna vez su marido comentarios sobre la gente fugada a la República Federal?
—Bueno, en alguna ocasión comentamos el caso de los dos futbolistas esos, si es a lo que se refiere. Mi marido había oído que vivían en la habitación de un hotel y que su vida no era tan maravillosa como decían en las entrevistas. De todos modos, eso pasó hace dos o tres años, que fue cuando hablamos del tema. Ya no me acuerdo bien. Además, estoy agotada. Si a lo mej…
—Siga.
—No sé…, ahora recuerdo que hace cuatro días mis suegros estaban en casa de visita y vimos una revista en la que hablaban de esos futbolistas, Pahl…
—Pahl y Nachtweih —completa Clement.
—Eso. Y fue hablando del asunto cuando mi marido volvió a decir que él nunca haría una cosa así. Además, ¿para qué? Él está contento en el equipo, lleva jugando en el Dynamo desde los catorce años y es de los jugadores más importantes. Por favor, teniente…
—Capitán, capitán Rainer Clement.
—Perdón, capitán. Verá, mi hija está en casa, tengo una hija de dos años y medio y, aunque hay una funcionaria con ella, querría volver pronto. Estoy muy cansada, es la una de la mañana, no he cenado nada, no puedo pensar con claridad. Si quiere, podemos seguir con esto mañana por la mañana, cuando la niña esté en la guardería y yo más despejada.
—Me temo que no es posible, señora Eigendorf —pronuncia pausadamente Clement.
Por un momento parece que va a dar alguna clase de explicación, pero prosigue con el interrogatorio:
—¿Qué contactos existen entre su marido y los jugadores fugados, Pahl y Nachtweih?
—No sé nada acerca de ningún contacto de mi marido con ninguno de los dos.
—Ahora, en perspectiva, ¿puede pensar en alguna acción o alguna palabra de su marido que delaten un plan preconcebido de no regresar a la República Democrática?
—No, ya se lo he dicho, tenien…, capitán. No tengo conocimiento de ningún plan ni de ninguna intención de mi marido de no volver después del partido. No sólo eso, es que le digo que estoy convencida de que le ha pasado algo, de que no se ha fugado ni nada parecido. Aquí tiene una hija pequeña a la que adora y me tiene a mí. No hay motivo, de verdad, capitán, no se me ocurre ninguna razón por la que pudiera haber hecho algo así. Lutz es feliz, tiene una familia que le hace feliz, ama a su país, una vida plena. Que yo sepa, no tiene ningún problema en el equipo, está jugando todos los partidos, lo están llamando de la Selección Nacional…, juega en el equipo de su vida…
—Ése es uno de los grandes problemas —le interrumpe Clement—, que juega en el equipo de nuestras vidas.
Gabi comprende entonces que la desaparición de Lutz es especialmente grave por tratarse del Dynamo de Berlín, el equipo presidido por Erich Mielke, jefe de la Stasi. Así que se asusta cuando el capitán se levanta del sillón. Gabi mira el asiento mullido de su interrogador y sueña con sentarse allí. Le duele la espalda. Mientras el capitán pasea en torno a su silla se le cierran los ojos.
—Por favor, ¿podría descansar un poco? Son casi las dos de la mañana, así no les voy a servir de gran ayuda.
—Ya verá usted como sí —responde Clement poniéndole una mano en el hombro y dándole una pequeña sacudida para espantar la somnolencia.
—Le… le repito que no tiene sentido pensar que se ha escapado; eso, además, sería perjudicial para su carrera. Y para nuestros planes de vida. A pesar de habernos mudado recientemente, ya hemos solicitado un cambio de casa, con una habitación más porque pensamos tener más hijos pronto. Ahora estamos a la espera de la decisión final, pero confiamos en poder trasladarnos en septiembre.
El capitán no parece escuchar las declaraciones de Gabi. Da la sensación de prestar más atención a no saltarse el enunciado de sus preguntas que a tomar nota mental de las respuestas. Apenas existe un diálogo. Gabi ha escuchado infinidad de veces las historias sobre los duros y largos interrogatorios de la Stasi. Ella, sin embargo, nunca había imaginado verse en esa situación. Jamás ha contrariado las normas del Partido, no ha sido en absoluto subversiva ante los mandamientos del Estado socialista. Pero, sobre todo, se ha sentido segura siendo la mujer de Lutz Eigendorf, la estrella del Dynamo de Berlín, «El Beckenbauer del Este», como le apodó la prensa tras su asombroso debut con la Selección Absoluta el año pasado en Bulgaria.
A las cuatro de la mañana, casi en penumbra, prosigue el interrogatorio en Keibelstrasse. Clement ya no parece tan guapo. Su gesto severo, el cansancio y el sudor desmantelando el pelo engominado lo desfiguran. Sin embargo, no cede ante las súplicas de Gabi por volver a casa con Sandy, por beber un poco de agua, por dormir un rato, por levantarse de la silla para estirar las piernas. El flexo de la mesa ilumina una estancia cada vez más enrarecida y claustrofóbica. Gabi todavía no puede creer que sea una víctima de la Stasi, pero apenas tiene ya lucidez para comprender la situación, para dar con la salida.
—¿Cómo describiría su relación marital? —inquiere Clement mientras toma asiento.
—Buena. El jueves pasado precisamente estuvimos hablando de eso y mi marido me dijo que creía que nos entendíamos muy bien. Es… es verdad que hace unos años pasamos por una situación difícil. Mi marido tuvo una aventura, no sé quién es ella ni lo quiero saber, pero lo solucionamos. Él la dejó de ver. Sólo sé que estaba divorciada y tenía un hijo. Pero de eso hace ya más de dos años.
—¿Ha recibido algún mensaje de su marido, Lutz Eigendorf, desde occidente?
Gabi entiende que sus respuestas no la sacarán de la ratonera. Debe aguantar la metralla de preguntas, luego la dejarán ir. Es más, muy probablemente sus contestaciones estén dilatando el momento de regresar a casa. Eso no es un interrogatorio, es una tortura. Piensa que la están haciendo pagar por lo que suponen es una deserción de su marido. En el fondo saben que no obtendrán ninguna contestación sustanciosa, simplemente la llevarán hasta la extenuación y luego la liberarán. Así que ha de ser paciente. Se esfuerza por aguantar el dolor en las piernas y la espalda, el hambre, el sueño, la sed, el calor y las ganas de ir al baño.
—No he recibido ninguna noticia suya, ningún mensaje. Hasta que no han aparecido en mi casa los agentes no sabía que mi marido no había vuelto con el equipo.
—¿Consideraron su marido y usted en alguna ocasión emprender una vida común en occidente?
—No. En absoluto. Nunca se nos pasó por la cabeza vivir fuera de la RDA. No me gustaría vivir en la Alemania Federal ni en ningún otro país capitalista porque rechazo el sistema capitalista, sobre todo la inseguridad y la desprotección social. Desde luego, si mi marido se ha quedado allí voluntariamente, como ustedes dicen, yo no tendría más remedio que pedir el divorcio.
Gabi prueba con respuestas más reglamentarias. Con el discernimiento que le permite su estrés, intenta alinearse claramente con el Partido, con la Stasi, con Clement.
A las seis de la mañana aún persisten las preguntas. El capitán parece no agotarse; su traje se ha arrugado, pero evita mostrar síntomas de desfallecimiento. Ha cambiado en varias ocasiones la cinta del magnetofón. Las cortinas del despacho están echadas; sin embargo, no tardarán en iluminarse por el amanecer.
—Dígame, señora Eigendorf, ¿quiénes son los mejores amigos de su marido?
—Aparte de los jugadores del Dynamo, sólo exfutbolistas del equipo. Y Felgner, el campeón de boxeo.
El interrogatorio se prolonga todavía una hora más. Efectivamente, Gabi ve amanecer en aquel despacho. La Stasi utiliza la tortura de la privación de sueño para perforar su mente y encontrar así mentiras, secretos, forzar contradicciones.
A las siete de la mañana le permiten levantarse de la silla, beber agua y descansar un rato sobre un sofá mientras alguien mecanografía todo el interrogatorio. Cuando cree que puede regresar a casa, ha de sentarse de nuevo en la atormentadora silla para firmar cada una de las páginas de la transcripción aceptando la veracidad del contenido.
Con el moño desarmado, Gabi sube a la parte posterior de un coche de la policía y cruza Berlín iluminado por el destello de plomo de la mañana. Se siente anestesiada, al borde del desmayo, pero en un estado de sedación casi placentero. Mira a través del cristal arañado por algunas gotas de lluvia y por un momento no reconoce la ciudad. Hacía tiempo que no surcaba el centro tan temprano. Observa los edificios aún tuertos con la mitad de las persianas bajadas, la cola en los quioscos, los perros sonámbulos, la vida volviendo a la vida.
El conductor la deja en su calle, un lugar tranquilo al nordeste del centro, una zona residencial de edificios nuevos, construcciones apaisadas de diez plantas encuadradas por jardines. Nada más bajar del coche le aturde el silencio. Sube el breve tramo de escalones hasta la puerta de cristal de su portal y, antes de entrar, vuelve la cabeza. Siente que su intimidad ha sido ultrajada, que ha perdido la seguridad anterior; ahora se percibe vulnerable. Tiene la terrorífica certeza de que las cosas no volverán a ser igual.
Abre la puerta de casa, pero continúa el silencio. El corazón se le desboca. Llama a Sandy pero nadie contesta, ni la improvisada cuidadora ni la niña. Sin cerrar la puerta principal, Gabi se apresura al cuarto de su hija, pero no está en la cama donde yacen arrugados los pájaros de colores. Luego recorre toda la casa gritando, empuja con violencia y desesperación las puertas, mira debajo de su cama, abre los armarios, «¡Sandy, Sandy, Sandy…!», pero el silencio sigue castigándola. Vuelve a repetir el registro, revisa los mismos sitios, no hay muchos lugares donde pueda ocultarse la niña; aun así, Gabi no puede dejar de buscar. Poco a poco frena el paso, su voz se quiebra con el llanto y deambula por las habitaciones ya sin fuerza, como un autómata, sin un punto donde asir la mirada.
Sandy no está.
Se sienta entonces en el suelo y llora.
Se tumba en el espacio entre el salón y la cocina. A través del océano de una lágrima puede ver la puerta de la casa aún abierta.
2
Dos días antes del partido ante el Kaiserslautern, el Dynamo de Berlín se recluyó en Uckley, un complejo deportivo en Königs Wusterhausen, a cuarenta y cinco minutos de Berlín. La Stasi y el propio club pretendían el aislamiento total de los jugadores, quienes no sólo debían preparar física y tácticamente el encuentro, sino también psicológica y tácticamente la excursión al otro lado del muro.
El domingo 18 de marzo también llegaron a la concentración altas autoridades deportivas del Estado y oficiales de la Stasi. La plantilla y el equipo técnico ocuparon unas dependencias más al sur, mientras que los funcionarios del Ministerio de Seguridad y del área deportiva se hospedaron en el edificio del este.
El verde de los campos de entrenamiento se confundía con el paisaje. Una enorme zona boscosa al sudoeste de la capital. Pistas de atletismo y de tenis y dos gimnasios, uno de ellos de imponentes dimensiones, completaban el complejo. El viento, no obstante, perturbaba las prácticas. El flequillo de Lutz aleteaba sobre su frente mientras esperaba su turno para sortear conos, saltar cuerdas o esprintar.
El entrenador, Jürgen Bogs, estaba nervioso. Su voz sonaba tensa al dar las órdenes. Su pelo liso también se encrespaba al tiempo que soplaba el silbato y mostraba cómo debía organizarse la defensa y qué movimientos de achique eran necesarios para anular un predecible ataque por las bandas. Bogs llevaba varios meses volcado con el equipo. El Dynamo era el líder de la liga y nada podía torcerse ahora; ya vislumbraba un trofeo inédito en el palmarés del club, y un fracaso en la recta final sería más doloroso y profesionalmente nefasto que las últimas decepciones por haber ido invariablemente por detrás del campeón. Sin embargo, Lutz y el resto de sus compañeros comprendieron que la tensión del campo de entrenamiento de Uckley era distinta. Ahora estaba en juego mucho más que un título. El partido ante el Kaiserslautern se trataba de una cuestión de Estado.
Todos se esforzaron al máximo. Los militares uniformados observaban los ejercicios desde la grada. Una hora después, los jugadores aún no habían tocado la pelota. Bogs los sometía a un extenuante entrenamiento físico antes de las prácticas con el balón. La plantilla daba varias vueltas alrededor del amplio campo de hierba. Veinte minutos de ejercicios de salto, una técnica para el incremento de la potencia muscular importada de la Unión Soviética, y más tarde, flexiones, gimnasia abdominal, juegos con cuerdas y gomas y movimientos tácticos en vacío.
—Ahora al público le va a encantar nuestro toque de balón —bromeó Lutz con su compañero Frank Terletzki refiriéndose a los oficiales presentes.
—Sí, les va a parecer muy puro.
Ambos rieron boca abajo, sintiendo el césped frío en las mejillas mientras estiraban los cuádriceps.
Bogs, tras hora y media de ejercicio físico, se recolocó el pelo lacio y claro con la mano. Luego se abrochó hasta arriba el chándal rojo, miró de reojo a la grada y pidió al equipo que se descalzase mientras los utilleros hacían rodar los balones por el campo creando una constelación.
Los futbolistas apreciaron la humedad y el helor del suelo recorriéndoles el cuerpo como una corriente eléctrica. Al menos la tierra no estaba escarchada como en invierno. Siempre, antes de los partidos, en el último entrenamiento, el míster ordenaba entrar en contacto con el césped, con el cuero del balón sin botas ni medias. Aseguraba que, por un lado, la desnudez les permitía sentir directamente los dos elementos que marcarían el partido y con los que debían intimar: la tierra y la pelota; y, por otro, les brindaba una mayor comprensión de la fisonomía del pie. El dolor en el golpeo marcaba con nitidez el lugar del impacto y así eran plenamente conscientes de la relación instantánea entre el esférico y la piel y, por tanto, serían más capaces de controlar el balón después, con las botas puestas.
En el fondo, Lutz siempre pensó que se trataba de una técnica de disciplina y sufrimiento. El sacrificio, la penitencia, el endurecimiento físico eran valores propios de la filosofía deportiva del Este. Sin embargo, Lutz, a pesar del latigazo del chut, del punzante frío, agradecía esta medida. De alguna manera le devolvía a los primeros partidos en Brandemburgo, en campos de tierra, entre porterías improvisadas con piedras, botellas o abrigos. Un fútbol sincero, apasionado e ingenuo. Unos encuentros iniciales donde no existía la presión de un general en la grada, de una hinchada, de un entrenador ni de un régimen. Lutz añoraba aquella sensación de correr detrás de un balón sin más, jugar para el propio disfrute, para sentirse mejor, para ser feliz. Él tenía presentes sus capacidades, su fenomenal físico para frustrar el avance rival, su preciso desplazamiento en largo del balón, su potente remate de cabeza. Se sentía pletórico de fuerza, confiado en ganar la liga, pero no del todo satisfecho. Un campeonato más para la gloria de la Stasi no resultaba enteramente gratificante.
Un título de la Oberliga era, en teoría, un sueño para un jugador de la Alemania Democrática, pero Lutz percibía cómo se devaluaba esa copa. La temporada anterior, el Dynamo de Dresde ganó el torneo mientras el Dynamo de Berlín acabó tercero, a seis puntos del campeón. En el último partido ya no se jugaban nada. Erich Mielke, jefe de la Stasi y presidente del Dynamo berlinés, solía asistir a todos los encuentros; en cambio, no acudió al palco a presenciar un choque final que consideró vergonzoso dado el inevitable desenlace de la liga. Pero, contra todo pronóstico, apareció en el vestuario después del duelo escoltado por tres militares. Los galones y las insignias se le empañaron con el vaho del vestuario, donde se desgañitó mientras su físico escueto, su cara redonda, sus ojos de roedor y su calva brillante se enrojecían. Acusó al equipo de indulgencia, de traición, de ser el descrédito de los valores que sustentan el comunismo. Señaló a dos o tres jugadores, golpeó estruendosamente una taquilla, se le humedecieron las pupilas por la virulencia de un discurso atendido por unos futbolistas y un entrenador incapaces de abrir la boca. Lutz había jugado un buen partido, de hecho había completado un sólido campeonato, pero ese día se le clavaron las palabras de Mielke, quien juró que el Dynamo de Berlín sería campeón al año siguiente.
Y esta temporada había comenzado a sentirse con más eficacia la mano del jefe de la Stasi. Los favores arbitrales eran escandalosos. Los principales jugadores de los equipos destinados a enfrentarse al Dynamo veían injustificadas tarjetas rojas en el partido anterior o se borraban de las convocatorias misteriosamente lesionados. Los berlineses contaban con el comodín de un penalti si el marcador se les resistía y, en caso de duda, el saque de banda siempre era para el equipo de rojo y blanco. Se sospechaba que varios espías de la Stasi permanecían infiltrados en las plantillas o los cuerpos técnicos de los equipos más significativos de la Oberliga y, por supuesto, en el propio Dynamo de Berlín.
La determinación de la Stasi de llevar a su escuadra a lo más alto de la tabla no tenía escrúpulos. Todavía recordaba el país aquel saqueo ordenado en la temporada 53-54 cuando, para solventar un indecoroso descenso a la Segunda División, el Dynamo de Berlín reclutó por decreto a los mejores jugadores del Dynamo de Dresde (Herbet, Günter, Holze…) para jugar en Berlín. Aun así, el equipo capitalino tardó cuatro años en ascender. En Dresde, los suplentes acabaron cayendo a la Segunda División.
El BFC Dynamo estaba estigmatizado por la Stasi. La antipatía generada se reflejaba en las gradas, apenas cinco mil espectadores acudían a los encuentros en casa. Lutz estaba agradecido al club por acogerle en las categorías inferiores cuando sólo era un adolescente. Su progresión futbolística y gran parte de la forja de su carácter eran responsabilidad del equipo. Pero, por otro lado, se reconocía decepcionado por el flagrante amaño de la competición. Ya no resultaba un juego limpio y esa corrupción no sólo envilecía un deporte que amaba, sino que sus triunfos se veían disminuidos, a sus ojos y a los del resto de los alemanes. Por otra parte, Lutz ya sentía que le había devuelto la entrega al club. En estos cinco años de rojiblanco se empleó al máximo y, con su esfuerzo, el Dynamo se había convertido en un conjunto por fin competitivo y con la liga encarrilada a pesar de todo. Además, su internacionalidad con la Selección suponía también un orgullo para el equipo.
La antena del edificio donde Lutz vivía en Berlín estaba orientada al oeste. Cada vez la Stasi hacía más la vista gorda en este aspecto, así que él veía desde casa los partidos de la Bundesliga, el campeonato al otro lado del «telón de acero». Bastaba con asomarse a la tele para comprobar el diferente nivel de competición. A Lutz le fascinaba la calidad de los jugadores en occidente, la fuerte rivalidad de un campeonato con más equipos y mejor juego. No se perdía los programas deportivos para contemplar las jugadas y los goles de ídolos como Breitner, Rummenigge o Keegan, verdaderas estrellas brillando en inmensos estadios con decenas de miles de espectadores aclamando un fútbol claramente superior, como se demostraba en cada campeonato internacional. La Selección oriental aún vivía del recuerdo de haber ganado 1-0 a su gemela del oeste en el Mundial del 74, donde sin embargo acabó llevándose el campeonato la Alemania Federal. Sólo la medalla de oro olímpica conquistada dos años después brillaba con fuerza en las vitrinas.
Pero Lutz no sólo envidiaba la potencia del fútbol occidental, sino también la vida de sus protagonistas. En la tele observaba sus ropas lujosas, sus coches italianos, los atrevidos cortes de pelo, la sofisticada belleza de sus mujeres. Ahora él tenía los pies rojos y doloridos en medio de un bosque de hayas.
Después del entrenamiento los jugadores fueron reunidos en el gimnasio. Con el sudor enfriándose y los músculos recuperando su envergadura, escucharon al teniente coronel Manfred Kirste, jefe de la delegación. Subido a un improvisado escenario, se abrochó la chaqueta sobre su abultada barriga y comenzó a hablar acerca de las necesidades de exhibir la calidad del equipo en Kaiserslautern: «¡Somos un gran club en la RDA, el mundo entero sabe quiénes somos, la República Federal de Alemania sabe quiénes somos! —exclamó—. Así que vamos a defender nuestra dignidad y nuestra calidad, porque estamos seguros de nosotros mismos. —Y advirtió—: Bajo ningún concepto se puede producir otro desastre como el de Belgrado».
Lutz estaba preparado para escuchar la oda patriótica, pero no contaba con la puya de Belgrado. La mención a aquel partido sí que arañaba su orgullo. Porque era una herida deportiva, no política. La copa de la UEFA se había malogrado de forma inexplicable. Seis meses atrás, el Dynamo recibió al Estrella Roja de Belgrado, primera fase del campeonato, eliminatoria de ida y vuelta. En el encuentro en Berlín los locales comenzaron arrasando. A la media hora de juego ya iban ganando 3-0. Sin embargo, el equipo se relajó. Ése era uno de sus defectos: pocas veces eran capaces de mantener la tensión hasta el final, sobre todo si la ventaja era anestesiante. En el último cuarto de hora antes del descanso los yugoslavos marcaron dos goles.
Lutz recordaba perfectamente la charla furiosa de Borgs en el vestuario. La mandíbula cuadrada del entrenador desencajándose mientras golpeaba furioso la piza