Trilogía Mi elección (edición pack con: Alguien que no soy | Alguien como tú | Alguien como yo)

Elísabet Benavent

Fragmento

libro-3

1

Adiós con el corazón

Era lunes de buena mañana y yo estaba en la cafetería de la octava planta tomándome un café y contándole a mi amiga Isa los desastres de mi cita a ciegas del viernes anterior. Culpa mía, por dejarme convencer por mis amigas de que un año sin ningún tipo de interactuación con el género masculino era demasiado tiempo. Según mi hermana Eva, tienes que tirarte de vez en cuando a un seis en la escala Richter para conseguir desprender el aura follaril suficiente como para atraer a un diez. No sé si me explico; para que yo lo entendiera tuvo que hacerme un diagrama. Teorizar acerca del sexo y la atracción siempre me pareció bastante extraño, pero como haciendo las cosas a mi manera no es que la vida me fuera muy requetebién en ese aspecto…

—¿Cómo pudo ir mal? Pero ¡si era guapo! —se quejó Isa, como si fuese imposible que un tío físicamente atractivo resultara un inútil redomado.

—Lo primero es que no tengo yo tan claro que fuera tan, tan guapo. Desde luego él se creía que lo era. No es que fuera un Orco. Pero le faltaba un palmo. De altura, digo. Bueno, un palmo en general. Y lo segundo es que, chica, llegados a este punto creo que casi ni busco que sea el David de Miguel Ángel. —Suspiré—. Que me guste, que sea aseadito y sin enfermedades mentales a poder ser.

Llevaba tres años soltera desde que Carlos y yo decidimos de mutuo acuerdo que aquella relación no iba a ningún lado. Yo tenía la esperanza de que en ese momento empezaría de verdad mi vida: veintiséis años y soltera. El mundo a mis pies, ¿no? Pues no. Desde entonces mi currículo sentimental se había convertido en una pasarela de sinrazones. Yo pensaba que había aprendido mucho porque me había acostado con varios hombres diferentes, pero lo cierto era que a mis veintinueve años no sabía nada; eso no iba a tardar demasiado en aprenderlo. Ni siquiera tenía idea de lo poco que sabía.

—Entonces, para que yo me aclare…, ¿qué pasó? —preguntó ella mientras mojaba con energía tres galletas en su café con leche.

—Que todo fue estupendo, que él me parecía atractivo, que hasta insistió en pagar la cuenta y que… cuando llegamos a casa…, rasca, mamá.

—¿Cómo que rasca, mamá?

—Que él estaba de lo más entregado y yo estaba allí como el niño del vídeo «David after dentist». Is this real life?

—¿Tan mal?

—Mal habría significado que allí pasó algo, pero si te soy sincera creo que debieron de anestesiarme todos los jodidos puntos erógenos del cuerpo. ¿Sabes ese momento en el que te ves con alguien empujando encima, te vuelve la lucidez y te dices: «A mí quién me manda…»?

—Eh… —exclamó ella con cara de susto. Isa llevaba con su novio desde los dieciséis años y no conocía mucho más.

—Sí, ese momento en el que dices: «¡Joder, qué ascazo! ¡Vete a tu casa!».

—¿¡Lo echaste!?

Tomé un sorbo de café y negué con la cabeza.

—A lo hecho, pecho. Tenía la esperanza de alcanzarlo pero… nada. Que no. De repente lo tenía gritando como un loco que se corría. Nos enteramos los que vivíamos en aquella manzana y probablemente todos aquellos habitantes del distrito de Arganzuela que tuvieran buen oído. Cuando se fue volví a decirme a mí misma eso de que…

—¿Que tienes que ser más exigente a la hora de elegir compañero de cama?

La miré alucinando. Ella era una de las que más habían insistido en que yo volviera «al ruedo» y ahora me decía que tenía que ser más exigente. ¡Por el amor de Dios!

—Pero ¡si llevaba un año sin chuscar! —me quejé—. ¡Si soy más exigente me lo coso!

El primer año y medio después de la ruptura con Carlos había sido más interesante. Tuve dos rollos que duraron unos cuatro meses cada uno pero que me trajeron más dolores de cabeza que orgasmos, la verdad. Después conocí a un chico que me hizo creer que era el hombre de mi vida para, después de prometerme el oro y el moro, intentar desaparecer del mapa porque tenía novia desde los albores de la humanidad. Novia, a todo esto, que estaba al corriente de las canitas al aire de su chico pero que perdonaba por amor ciego. Y ciego casi lo dejé yo cuando le tiré el gintonic a la cara, vaso incluido.

Después, meses de sequía. Meses y meses de quererme yo sola en mi casa (si se le puede llamar casa al armario de Lavapiés en el que vivía). Lo que yo os diga: pasarela de sinrazones. Había algo en las relaciones que trataba de asentar que fallaba de raíz. Algo me aburría en el puro planteamiento de conocer a alguien formal y sentar la cabeza. Y tampoco es que me sedujera mucho la idea de ir de flor en flor. Me daba pereza volver a intentar «ligar», conocer hombres en bares, hacerme la simpática y terminar teniendo una relación sosa con alguien que me echara un mal polvo los sábados. Sí, ya sé, me estaba poniendo en el peor de los supuestos, pero es que mis expectativas románticas dejaban bastante que desear. Estaba segura de que el amor apasionado estaba reservado únicamente a los guiones de cine.

—Tienes que dejar que te presente al primo de Berto —dijo Isa convencida de que el primo tercero de su novio iba a ser el hombre de mi vida.

—Estoy harta de citas a ciegas. De rollos. De mierdas. Se acabó. Vida contemplativa y vibradores.

Nuestro coordinador se asomó y al verme me sonrió quedamente. Eso me asustó. ¿Habría escuchado lo del vibrador? Ese hombre no sonreía jamás de los jamases. Ni siquiera lo hizo cuando nos anunció el nacimiento de su segundo hijo. Estaba a punto de aclararle que por supuesto yo no tenía vibradores en el cajón de la ropa interior (mentira) cuando se dirigió a mí.

—Alba… —me llamó—, ¿puedes venir un momento?

—Esto…, claro —respondí confusa y algo sofocada. Nunca era buena señal que Rodolfo (Olfo el desagradable para los «amigos») te pidiera un momento.

Di el último trago al café y me dije a mí misma que necesitaba un cigarrillo, pero yo ya no fumaba. Mala señal. El apetito fumador solo despertaba ante situaciones de tensión extrema, como acompañar a mi hermana Eva a comprar el regalo de cumpleaños de mi madre. Algo no iba bien.

Cruzamos los pasillos plagados de fotos de portadas de los últimos treinta años. Trabajaba en uno de los periódicos más leídos del país, en la sección de Actualidad Internacional, aunque también escribía para Cultura cuando me lo pedían, que era bastante a menudo. No obstante, el medio para el que trabajábamos había recibido un fuerte envite de realismo en el último EGM. Corría el mes de junio y se avecinaban cambios…

—¿Pasa algo? —le pregunté a mi coordinador.

—Bueno… Ahora te lo explicaremos.

Cuando me vi sentada en el despacho del superintendente me di cuenta de la realidad: iban a echarme. Ni siquiera escuché las primeras palabras del jefe supremo porque empecé a marearme y tuve que concentrarme en mi voz interior, que repetía sin parar: «Alba, no te desmayes».

Bla, bla, bla, «tiempos difíciles». Algo capté. Traté de prestar atención. Bla, bla, bla, «operaciones poco rentables dentro del grupo». ¿Qué tenía eso que ver conmigo? Bla, bla, bla, bla, bla, bla, «reducción de personal».

Me tapé la cara. «No te desmayes» fue sustituido por un «no llores».

—Dios…, no podéis hacerme esto —dije con la voz amortiguada por mis manos.

—No sabes cuánto lo sentimos.

Levanté la cabeza hacia ellos dos, que me miraban con evidente disgusto. Querían terminar con aquello de una vez.

—¿Por qué yo? —pregunté desesperada—. ¡Trabajo bien! ¡He convertido este periódico en mi vida!

—Esto funciona así, Alba. Estamos perdiendo lectores y estamos perdiendo anunciantes, por lo que nos sobran periodistas. La ley de la oferta y la demanda. El mercado.

—Pero ¡¡nosotros somos información!! —dije a la desesperada.

—Somos una empresa que busca rentabilidad.

—Buscamos la verdad —defendí, porque realmente me lo creía.

—¿Sí? ¿Tú crees? —me interrogó con ironía el superintendente—. Mira, Alba, trabajas bien y lo sé, pero piensa en la redacción y ahora dime: ¿quién fue la última en ser contratada? ¿Y quién será la más barata de despedir? Y la que no tiene hijos que mantener ni hipotecas que pagar y que, por su edad, será la que más fácilmente encontrará un nuevo trabajo…

Agaché la mirada hacia mis manos, que había dejado caer sobre mi regazo. No había nada que hacer. Estaba fuera.

—¿Cuándo me voy? —pregunté con un hilo de voz.

—Ya, a poder ser. No queremos que afecte demasiado a la marcha de la redacción.

Salí del despacho y, al verme reflejada en una de las vitrinas llena de premios, me sentí ridícula. Ahí estaba yo, tan ilusa, pensando que era una superperiodista que terminaría desenmascarando una importante red de trata de blancas y que me darían el Pulitzer. Asco de vida. Asco de crisis. Asco de media hora que había perdido aquella mañana en ondularme el pelo con tenacillas. Visto lo visto no había valido la pena ni ponerme bragas limpias.

Cogí una caja vacía de folios de debajo de la impresora y agradecí ser de las primeras en llegar a la redacción. Por allí aún no había más que cuatro gatos caminando como zombies hacia la máquina de café.

Isa apareció cuando estaba empezando a llenar la caja con mis cosas.

—Pero… ¿qué haces? ¡¿Qué ha pasado?!

—Me voy. Me despiden —contesté sin apenas voz.

Isa se echó a llorar y yo cogí aire y pedí al cielo paciencia para no meterle el bote de los lápices por un orificio nasal.

—Tranquilízate. Eso no me ayuda —le dije.

—¡Joder, Alba! ¡Qué puto marrón! —sollozó.

Cogí el corcho y, para no darle con él en la cabeza, me entretuve en descolgar las fotos. Mis amigas y yo en la boda de Gabi. Mis padres. Mi hermana con nuestro gato de ochocientas toneladas, sujetándolo orgullosa como quien aguanta el salmón de diez kilos que acaba de pescar.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntó al tiempo que se secaba los ojos y los churretes de rímel con la manga.

—Irme a mi casa y emborracharme. —Porque supongo que es lo típico que se dice en esas situaciones, como en las películas americanas.

—¡Son las ocho y media de la mañana! —Que es lo que esperas que alguien conteste ante tu confesión.

Le di un beso. Respiré hondo y después me marché, haciendo una parada en la garita de seguridad para entregar mi tarjeta de acceso con mucho protocolo. El encargado de aquel turno me miró con ojos de cordero degollado y dijo:

—No te preocupes, ya la habrán desactivado. Puedes llevártela de recuerdo.

«Recuerdo tus muertos», pensé. Pero no lo dije porque aquel hombre no tenía culpa de nada. Seguro que él también temía terminar algún día con todas las mierdas de su cuartito metidas en una caja de cartón. Y él sí tendría mujer, hijos, hipoteca… y hasta un muñeco del Fary.

Cuando llegué a casa pensé en ponerme un gintonic, pero lo cierto es que, por mucho disgusto que tengas, no es lo que te pide el cuerpo a las nueve y pico de la mañana. Así que elegí otra cosa en la que ahogar mis penas: un chocolate a la taza, que encima me salió aguado y terminó siendo como un cacao de baja categoría. Me comí todo lo que encontré en los armarios (incluso un trozo de pan duro) y después me senté en el suelo dispuesta a llorar, pero no me salió ni una lágrima. Loser hasta para llorar.

No voy a entrar en demasiados detalles: los siguientes siete días, con sus siete noches, fueron más de lo mismo. Basura, lloriqueos, rabia y un poquito de abandono. Vamos, que ni me metí en la ducha. Me hundí en el victimismo porque, qué narices, tenía derecho a pataleta aunque solo fuera durante una semana. ¿Diez días? Bueno, lo que me dejaran.

Después de toda una semana viendo Ana Rosa, Hombres y Mujeres y Viceversa, De buena ley, los informativos, los deportes, Sálvame Diario, Pasapalabra y pillarme una turca a continuación, mi ánimo estaba por los suelos. Eso y la salubridad de mi alimentación. Una semana comiendo cosas liofilizadas de esas a las que le añades agua y se convierten en un plato de pasta con mucha salsa. Eso y pastelitos al peso del Mercadona. Se me fue de las manos. Me salieron tres granos enormes en la frente. Olía mal. Me sentía peor. Quería morirme.

Isa intentó hacerme entender que aquella era una fase anterior a levantarme, renacer de mis cenizas y volver al ruedo, pero el único ruedo que yo veía formando parte de mi vida era el del plató de Sálvame. A distancia, eso sí. Ellos allí y yo en mi casa.

Mis padres tenían un disgusto de agárrate y no te menees, pero intentaban disimularlo con discursos motivadores a los que yo no hacía el menor caso. Bla, bla, bla, «aprende de esto». Bla, bla, bla, «tienes que levantarte de la cama». Y lo que no comprendían era que yo ya me había levantado de la cama pero no pensaba hacerlo del sofá. Y de quitarme el pijama ni hablamos.

Pero… una semana más tarde se pasó por casa lo que yo llamo el gabinete de crisis, que son básicamente mi hermana Eva, Isa y mis otras dos mejores amigas, Diana y Gabi. De ahí lo de «Gabi-nete de crisis». Solo se juntaban por cuestiones de gran seriedad, como el outlet bienal de Manolo Blahnik o el despido de la pánfila de Alba, que soy yo, claro.

Trajeron vino con muy buenas intenciones, esperando que brindáramos las cinco antes de abrazarnos y dar por solucionado el problema. Pero me lo bebí yo entero a morro mientras ellas tiraban del culo de la botella y gritaban que emborracharse no era la solución. Soy muy rápida bebiendo: ellas tuvieron que conformarse con un poco de zumo de piña cero por ciento azúcares añadidos.

—Alba, no es el fin del mundo; haz el favor de buscar soluciones —dijo muy firmemente Gabi.

—Lo que es el fin del mundo es la pinta que tienes. ¿Desde cuándo no te duchas? —inquirió mi hermana.

—Albita, tienes que levantarte del sofá y hacer algo. Apuntarte al paro o algo así —propuso Isa.

—Era autónoma, no va a cobrar paro —apuntó Diana.

Me tapé la cara con un cojín esperando a que se callaran y, gracias a la melopea del vino, tras unos minutos con el soniquete de sus cantinelas de fondo me dormí. Cuando desperté ellas no estaban allí pero la casa se encontraba más o menos recogida, tenía comida china en la cocina esperando a ser ingerida y una nota en la nevera en la que ponía: «Mueve ese culo que Dios te ha dado y recupérate. Nosotras estaremos contigo. Pero dúchate antes. Apestas a tigre».

Sonreí, ingerí la mayor cantidad de tallarines tres delicias que pude y después me metí en la ducha, donde pasé un buen cuarto de hora. Después de toda la rutina de belleza habitual, me vestí de persona y me fui a… lloriquear y a buscar mimitos a casa de mis padres. Tampoco iba a comerme el mundo el primer día. Ya era un paso haberme levantado del sofá.

Tres días después, Gabi me llamó para decirme que su prima estaba buscando una administrativa para su empresa, que le había hablado de mí y que pasarían por alto mi falta de experiencia en el tipo de trabajo si salía victoriosa del proceso de selección, en el que me tratarían con mimo. Era el primer paso. Los siguientes los fui dando yo, amargada por dentro de tener que contentarme con un trabajo que no tenía nada que ver con mi vida como periodista y mi sueño de ganar un premio por mi labor de investigación. Sin embargo, algo tenía que hacer para pagar el lujo de vivir sola en aquella especie de armario empotrado que era mi piso. La peor de las derrotas para mí habría sido claudicar y volver a casa de mis padres, donde mi madre me trataría como a un pollito abandonado y regurgitaría la comida para que yo no tuviera ni siquiera que masticar. Eva me ofreció buscar un piso para las dos y compartir gastos ahora que había terminado la universidad, pero, vaya, que conozco a mi hermana y me conozco a mí lo suficiente como para saber que eso acabaría como el rosario de la aurora y terminaríamos siendo un escabroso titular de sucesos: «Dos hermanas se asesinan la una a la otra porque el mando a distancia tenía huellas de Nocilla sobre la tecla del cinco». Sí, lo sé. Demasiado largo.

A la primera entrevista no fui vestida adecuadamente. Pensé que unos vaqueros, camisa y americana estarían bien, pero se trataba de una de esas empresas en las que el dress code exige traje o equivalente. Pedí disculpas a la persona de Recursos Humanos que se reunió conmigo y prometí adecuarme al estilo de la empresa para la próxima ronda, aunque perdí la fe en conseguir aquel trabajo. Sin embargo, sorpresa, sorpresa, volvieron a llamarme.

En la siguiente cita que tuve con ellos me hicieron un test de personalidad y otro de aptitudes, unas pruebas de inglés oral y escrito y nuevamente una entrevista personal, esta vez con otra chica a la que no le caí bien y que no se esforzó en absoluto por disimularlo. Cuando me preguntó qué preferiría ser, si una galleta o un pájaro, pensé que no volverían a llamarme jamás, pero, vaya…, volvieron a hacerlo. Y eso que dije «galleta» (porque las galletas son dulces y alegran la vida y los pájaros volarán muy alto pero muchas veces sus cacas caen a la gente en la cabeza). No me digáis que no es purito milagro que me cogieran…

La última reunión la tuvimos en una oficina diferente donde una mujer de mediana edad se presentó como la coordinadora de secretarias y me hizo la oferta en firme. Al parecer no estaba precisamente cualificada para el puesto, pero lo pasarían por alto; nada como ir bien referenciada. Gabi había vuelto a hacer magia, como cuando te arreglaba antes de una cita y al mirarte en el espejo el gigantesco cráter que había dejado un grano premenstrual ni siquiera se intuía.

Empezaría a trabajar el 7 de julio (San Fermín), momento en el que me explicarían los pormenores de mi trabajo, que al parecer iba a versar sobre reservar restaurantes, organizar agendas, gestionar salas de reuniones y demás.

¿Qué haces cuando se te cae el alma a los pies y a la vez debes sentirte agradecida? Sonríes, pero por dentro esa sonrisa te escuece porque sabes que dice muy poco de ti. Y… te abandonas definitivamente a la desidia. Hasta que algo o alguien te rescata. En mi caso fue… pronto.

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2

El momento. Ese momento

Me quedé delante del espejo un buen rato, tratando de reconocerme en la persona que me devolvía el reflejo. Delante de mí había una chica que se me parecía, pero no estaba segura de ser yo; al menos de seguir siendo como era. ¿Sabía realmente cómo era? Bueno, esa pregunta no venía al caso. Seguía teniendo los pómulos cubiertos por unas pocas pecas que el tiempo había disimulado, dos ojos marrones y grandes y una melena ondulada de un color castaño oscuro. Era tirando a alta, con curvas; cuerpo de actriz de los años cincuenta, me decía mi padre, lo que a mí me parecía un enorme eufemismo para pasar por alto que el tamaño de mis caderas no correspondía precisamente a una talla treinta y ocho. En mi cara reinaba una expresión que yo quería pensar que era resabiada, aunque supongo que comunicaba más candidez de la que me gustaría. Labios gruesos. Dientes alineados. Cejas recién repasadas. Sí. Todo estaba igual que el día anterior pero…, vestida con aquel vestido camisero color azul marino, ceñido a la cintura por un cinturón marrón y subida a aquellos zapatos de tacón del mismo color…, no me reconocía. ¿Y mis vaqueros? El hábito no hace al monje, decía siempre mi madre, pero aquel era el uniforme de mi nueva vida, tan diferente a la anterior que tenía que agarrarme a algo tan frívolo como una pieza de ropa para poder mantener el rumbo. Solo un uniforme, me decía, como si fuera una especie de superhéroe que pierde sus poderes al quitarse la capa. Solo era un uniforme para un trabajo eventual. Al quitarme la ropa de oficina volvería a ser Alba, la periodista.

Cogí el bolso de mano, me retoqué el pintalabios en el espejo de la entrada y me marché sin mirar atrás a mi primer día como secretaria. No era un mal trabajo, me decía…, pero no era MI trabajo. Cuando un aspecto de tu vida va mal, los demás deberían alinearse para compensar, ¿no? Ya se sabe: mi vida sentimental es un asco, pero me caso con mi trabajo porque me encanta. O: mi trabajo no me gusta una mierda, pero tengo en casa quien me espere con la cena hecha y la chorra fuera. Yo qué sé.

Sentada en el metro con los auriculares puestos me dejaba agitar levemente por el vaivén del viaje, con la mirada perdida. Eran las siete y media de la mañana y el vagón estaba hasta arriba de gente trajeada que iba al mismo sitio que yo: al centro de negocios de Madrid. Tela gris, asfalto y cristal; ese era el resumen. Respiré hondo. No debía de ser tan diferente a mi anterior trabajo: era dinero al mes. Debía buscar una motivación. ¿Desde cuándo me obcecaba tanto en algo? Lo importante era poder permitirme el lujo de seguir viviendo sola. Lo demás vendría después. El trabajo apasionante y el hombre que me esperara con la polla tiesa en casa. O algo así. Empezó a sonar una canción demasiado melancólica en mi iPod y me apresuré a pasarla. Mejor concentrarse en los ritmos alegres y esperar contagiarme. ¿Algo de salsa? ¿Reggeaton?

En esas estaba cuando sentí un cosquilleo…, esa certeza inequívoca de que alguien te observa. Levanté los ojos y me choqué con la mirada de un hombre moreno, con ojos castaños y labios gruesos. Su mirada era intensa y me recorrió un escalofrío, porque nunca había visto de cerca a nadie como él. Respiré hondo y la electricidad me alcanzó los pulmones. Él dibujó una sonrisa disimulada en la comisura de sus labios y yo volví a mirar mi iPod asustada. Estaba muy cerca. Nuestras rodillas casi se tocaban y sentía su mirada clavada en mí. Era guapo; muy guapo. ¿Tanto? Me aventuré a volver a mirarlo. Allí estaban sus ojos almendrados, rodeados de unas masculinas pestañas negras, como su pelo moreno peinado de manera informal. Esta vez sonrió abiertamente, enseñándome unos dientes perfectos y blancos, y yo… no pude más que contestar con el mismo gesto. Sentí calor sobre mis pómulos y aleteé coqueta las pestañas maquilladas. Con que eso era coqueteo visual, ¿eh? Él desvió la mirada hacia el fondo del vagón y me recreé en la curva de su mandíbula bajo una barba de tres días que, lejos de parecer desaliñada, le daba un aspecto muy sexi. Tenía las piernas largas e iba vestido de traje, sin corbata, con una camisa blanca que se pegaba a su vientre de una manera demencial. Me mordí el labio. Nunca había estado con un hombre como ese. El resto de mi pasarela de sinrazones no se asemejaba en nada a él; ni siquiera parecían de la misma especie. Bajé un poco más la mirada. Cinturón de piel discreto y de buen gusto. Unos centímetros más abajo…, tragué saliva. Ahí estaba, prieto bajo su pantalón, algo hipermasculino y contenido.

Unos dedos martilleando contra su muslo me asustaron y levanté la mirada hacia su cara. Pillada. Sabía con total certeza dónde tenía puestos mis ojos. En su paquete, para más señas. Sonreía descaradamente y a mí el calor de la cara fue contagiándome el resto del cuerpo, de arriba abajo. El hombre se puso de pie. Por Dios. Piernas eternas. Era alto, muy alto. Adoro los hombres altos. Seguro que para besarle tendría que ponerme de puntillas y rodearle el cuello con los brazos (o colgarme de una liana). Nunca había estado con ningún hombre así. Era ese tipo de hombres que parece que harán de ti lo que quieran, que te follarán como en un baile. Un eterno tango en posición horizontal.

Y su paquete a la altura de mis ojos otra vez. Unas gafas 3D no me habrían venido mal.

Cuando se alejó hacia la puerta miré la pantalla de LED del tren y me levanté al ver que anunciaba mi parada. Me agarré a uno de los asideros y esperé a que diera el frenazo final. A mi lado, el desconocido. Uy, qué coincidencia, ¿eh? Un chico me empujó sin querer con una mochila y tropecé con él. ¡Ouh, yeah! Olía a perfume y a sábanas limpias. Dios. Olía a sexo. Lo juro. A sexo descontrolado por la mañana.

—Disculpa —le dije, mientras me arrancaba los auriculares de las orejas y los dejaba colgando de mi cuello.

—Disculpada. —La voz…, por supuesto, le acompañaba.

Me giré y sonrió. Las puertas se abrieron. La gente nos esquivó de camino a la salida y aquel hombre y yo seguimos parados, mirándonos. Cuando fuimos a salir, lo hicimos a la vez, tropezando.

—Tú primero —le pedí.

—No. Ladies first. —Y cada letra era como un caramelo con el centro fundente que se deshacía sobre la lengua.

«Concéntrate, Alba».

Cogí aire y empecé a andar. «Ignóralo», me dije. Me coloqué a la derecha en la escalera mecánica y me agarré al pasamano. Él me adelantó por la izquierda, subiendo los escalones de dos en dos. Una bocanada de aire que provenía de la salida me agitó el pelo y me dio la estúpida sensación de que aminoró el paso para olerme. Loca del coño que estaba hecha, por Dior. Antes de desaparecer me dedicó otra mirada. Y…, joder, definitivamente nunca había tenido a un hombre así. ¿Cómo sería estar con alguien tan deseable? Desde luego no tenía pinta de rascar, como mi última «cita»…

«Concentración», me dije. De pronto me acordé de que iba de camino a mi primer día de trabajo y el agradable cosquilleo de mi estómago se convirtió en náusea. Respiré profundo y anduve con dignidad. Nada de vomitar el primer día de trabajo.

Cuando llegué al edificio, unos conserjes me tuvieron que ayudar a encontrar la recepción. Aún no tenía mi tarjeta de acceso pero me abrieron y la amable señora que reinaba tras el mostrador me anunció que la tendría en un par de días. Y, como una tonta, me senté en un sillón de la recepción a la espera de que la coordinadora de secretarias viniera a por mí. Y debía venir de Sebastopol… porque la espera se me hizo eterna. Para cuando se presentó yo ya llevaba unos cinco minutos entre fantasías culminantes con el desconocido del metro. Y en todas ellas mis bragas terminaban bastante malparadas. Me levanté fingiendo ser una persona mucho más seria de lo que soy y fui a saludarla con dos besos, pero alargó la mano derecha, imponiendo distancia.

—Bienvenida, Alba.

Bienvenida al averno glacial, Alba.

—Muchas gracias, Paloma.

—Esperamos hacerte fácil este periodo de adaptación, así que no dudes pedirnos lo que necesites. Voy a empezar llevándote a tu mesa y después te presentaré a tus compañeros.

Dame cicuta cuando termines; gracias.

Anduvimos sobre la moqueta, que amortiguaba el sonido de nuestros tacones, hasta entrar en una sala dividida por paneles que creaban una especie de cubículos individuales alrededor de las mesas. La luz artificial era lo único que iluminaba la sala y el ambiente resultaba algo triste. Me acordé de la redacción, con sus luminosos ventanales, sus muebles blancos de oficina, sus coloridos carteles por los pasillos. Aquí todo era de un azul horrendo que seguramente alguien eligió pensando en evitar el mayor número posible de suicidios.

Cogí aire y fingí una sonrisa cuando llegamos a mi mesa. Dejé el bolso sobre ella. Había un ordenador portátil plegado con una hoja encima con mis credenciales; a la derecha, un manual.

—Alguien ha ido recopilando información sobre los programas que vas a usar. Parece muy farragoso, pero en una semana te moverás como pez en el agua, ya verás. Ahí tienes una cajonera donde puedes dejar el bolso y…, bueno, hemos dejado unos bolígrafos…

Miré un triste bote negro de plástico con dos míseros bolígrafos, uno rojo y uno azul. Le di las gracias y guardé el bolso en el cajón como ella me había indicado. Después salimos de allí hacia el resto de los compañeros.

—Allí está el baño y al otro lado la cocina, donde hay café, pastas y demás. Para cuando te muevas, tienes un dispositivo móvil que puedes llevarte contigo para no perder llamadas.

Y, dijera lo que dijera, yo asentía sin parar. Se podía haber cagado en toda mi estirpe que a mí me habría parecido fenomenal.

Después empezó a presentarme a gente. Recé por concentrarme un mínimo y recordar algún nombre, pero se me olvidaban en el mismo momento en el que me concentraba en el siguiente. Todos me parecieron simpáticos. La plantilla estaba formada por un montón de hombres de unos cuarenta, agobiados, alopécicos, vestidos con camisa de manga corta con corbata, dispuestos a ser majos con la nueva a la vez que le daban un repaso de arriba abajo. Me vino a la cabeza el comentario que me había hecho mi hermana la noche anterior: «Cuando te presenten a tus compañeros piensa que alguna vez en su vida se la pelarán pensando en ti. Y no lo digo yo. Es la conclusión del estudio de una prestigiosa universidad canadiense». Dios. Lejos de resultarme erótico, me dio repelús. Las mujeres, por su parte, me saludaban con una sonrisa fingida y al girarme me miraban con desdén, seguramente impacientes por que llegara la hora del café y pudieran criticar mi vestido o mis zapatos. Eso o yo era muy mal pensada.

Giramos en un pasillo en forma de ele y siguió presentándome a gente. No eran tantos; apenas veinte o veinticinco, pero me sentía como Alicia en el País de las Maravillas, cayendo a través de la madriguera del conejo. Eran muchos nombres nuevos; me tranquilizó pensar que terminaría memorizándolos, pero por aburrimiento más que por interés. Joder, Albita. Tenía que quitarme de encima aquella desidia.

Paloma, la supervisora de secretarias y guía turística en ese preciso instante, llamó la atención de alguien que llegaba.

—Nicolás…, esta es Alba. Es la nueva secretaria de planta.

Secretaria…, pensé. «Ni siquiera sé qué significa en realidad», me dije. Pero no me pude concentrar en ese pensamiento, porque se diluyó cuando él se vació los bolsillos sobre la mesa y me miró. No sé explicar lo que sentí…, lo más cerca es decir que fue como si el suelo se hundiera bajo mis pies. Un viaje en el estómago. Una bofetada de calor en las mejillas. Aquel hombre era…, ¿qué coño era? Era un jamelgo de impresión. Tenía unos ojos azules oscuros y fríos que destacaban en un rostro de rasgos algo aniñados. Sexi, morbo, oscuro. Lucía una barba clara de tres o cuatro días; el pelo, a conjunto, desordenado y castaño claro, casi rubio. Pelo de recién follado. Pelo de follador recién follado. Pelo de «mírame, Alba, pero que te cuelgue un poco la baba mientras lo haces».

El corazón empezó a palpitarme con fuerza cuando él me inspeccionó durante unos segundos. ¿Desde cuándo era yo tan impresionable? Alargó la mano hacia mí y nos dimos un apretón formal e impersonal. Tenía las manos suaves y sentí que algo conectaba su tacto con mis bragas, como si él supiera hacer muchas cosas bajo ellas.

—Bienvenida, Alba.

Dije gracias, pero no me escuché. La voz de ese chico era jodidamente sexi. ¿Qué no lo era en él? Llevaba un traje sencillo, de color azul marino y una camisa de color azul pálido con el primer botón desabrochado. Se entreveía la piel de su garganta y seguro que tendría el pecho cubierto de un vello masculino y…

Paloma interrumpió mis fantasías preguntándole algo sobre darme las claves de acceso para el sistema de facturación. Mientras contestaba, Nicolás se quitó la americana en un movimiento de hombros y la colgó del respaldo de su silla. Después, el muy cabrón se entretuvo en doblar las mangas de su camisa hasta los codos ante mi atenta mirada y mis apenas controlables deseos de arrancársela y hacerme un collar con los botones. Tenía los antebrazos perfectos; ese tipo de antebrazos que imaginas sujetando su peso mientras te folla como un animal.

—¿Vale, Alba?

—¿Perdón? —pregunté embobada.

—Decía que si tienes algún problema con el tema de la facturación puedes preguntarle a Nicolás.

—No es mi trabajo —aclaró él con voz grave, dejando claro que no iba a convertirse en mi «ayudante»—, pero se me dan bien los números. Lo resolveremos rápido.

Asentí y le vi repasarme de nuevo con su mirada. Miró mi pelo, mis ojos, mis labios, mis pechos. Sentí calor ardiéndome debajo de la piel. Su mirada siguió resbalando por mi cintura, mis caderas. Era como si pudiera tocarme y desnudarme con el aleteo de sus pestañas. Sentí la piel de las mejillas palpitarme de calor. Y sin embargo seguía sin quedarme claro si le gustaba lo que veía.

—Nicolás suele llevar corbata —comentó Paloma en un tono reprobador.

—Y la llevo. —La sacó del bolsillo interior de su americana de un tirón y levantó el cuello de la camisa para ponérsela—. Lo dicho: bienvenida.

Y con ello, claramente, nos despachaba de aquel rincón: su rincón.

Totalmente turbada me concentré en el golpeteo de mis zapatos sobre el suelo enmoquetado. Dos de los hombres más guapos que había visto en mi vida en la misma mañana… Y Alba, la que ahora iba disfrazada de oficinista, hacía demasiado tiempo que no se sentía ir de verdad entre las manos de un tío. Ya podía concentrarme en el manual porque no me apetecía nada imaginarme a mí misma babeando como una quinceañera mientras él, inclinado en mi mesa, trataba de solucionar rápido mis dudas. Rápido. No tenía pinta de ser rápido para todo…

Paloma volvió a despertarme.

—Tienes suerte, empiezas en horario reducido. Ahora y hasta el 15 de septiembre solo trabajamos por la mañana, con veinte minutos para comer.

—Qué bien —asentí.

—Ahí fuera hay un par de tiendas que preparan comida para llevar. Ensaladas, sándwiches, ya sabes. Ah, mira, aquí está el último. Con él ya terminamos.

Estaba de espaldas, apoyado en la impresora, con la camisa blanca arremangada y maldiciendo. Alto, muy alto; tenía una espalda masculina, ancha y perfecta, de las que imaginas agarrando con uñas y dientes mientras te monta. Cuando se giró, un «mierda» enorme se pintó al óleo en mi cabeza. Las rodillas me temblaron. Moreno, ojos castaños, nariz afilada, labios carnosos, mentón varonil cubierto de barba de tres días y el cuello más perfecto y sexi del mundo. Era…, era el hombre del metro.

—Hugo, esta es Alba, la nueva secretaria.

Lo de secretaria ahora me dio exactamente igual. Me concentré en esa sonrisa descarada que demostraba que también me había reconocido. Perfecto, coqueteando con alguien del trabajo antes incluso de empezar. Me puse nerviosa y me moví tontamente sin saber si darle la mano, como venía siendo la costumbre en esta oficina, o acercarme para darle dos besos (o hacerle una paja, no sé), pero él tomó la iniciativa, acercándose y parando mi baile a lo Chiquito de la Calzada. Mis fosas nasales fueron invadidas por su olor a la vez que mi vientre concentraba un nudo de calor.

—Bienvenida, Alba. —Me dio dos besos apoyando su mano en mi cadera y después se volvió a erguir, con su probable metro noventa—. ¿Qué tal? ¿Te trata bien Paloma?

—Sí. Mucho. —Sonreí.

—No dejes que te agobie ya el primer día con normas y esas cosas. Iremos aprendiéndolo todo juntos, ¿vale?

Y el verbo aprender conjugado por esa boca era lo más jodidamente erótico que había escuchado. Me veía aprendiendo cómo le gustaban a él las mamadas y el café matutino. Pestañeé y me concentré. Demasiado tiempo sin un buen polvo. Aquel no era mi estilo. Coqueteo visual en el metro, turbación al conocer a uno de los compañeros y ahora aquello…

—¿Qué te pasa con la impresora? —le preguntó Paloma.

—Otra vez se engancha. Creo que por las noches alguien juega a fotocopiarse el trasero ahí encima —bromeó, y cuando me miró nos imaginé a los dos encima de aquel maldito cacharro—. ¿Podríais llamar para que la reparen?

—Alba se encargará en cuanto se siente.

Mi primera labor: llamar a mantenimiento. Apasionante.

Me senté a mi mesa y me tranquilicé, asegurándome a mí misma que cruzar dos o tres miradas con alguien en el transporte público no iba a llevarme al infierno. Después decidí concentrarme en instalar todos los bártulos que había traído conmigo. Un calendario. Una taza de Mr. Wonderful con el mensaje «Si puedes soñarlo puedes hacerlo» que en aquel preciso instante solo podía relacionar con que cualquier pesadilla puede hacerse realidad. Pesadilla…, sueños húmedos. Entre tanta camisa de manga corta con corbata, ese tal Nicolás y Hugo eran como un oasis para la vista. Los dos guapos, bien vestidos; uno tan distante y sexi, el otro tan simpático y atractivo.

Saqué también una foto de las chicas y la colgué en una de las paredes con una chincheta que encontré en el primer cajón de mi book. Allí me miraban todas. Mi hermana Eva, con su pinta de no haber roto un plato en su vida, perfecto disfraz para alguien tan travieso como ella; incontrolable, sí, pero por la propia ingenuidad que no le permitía ver que a veces vale la pena ponerse filtro antes de hablar. Isa, con la candidez de una virgen, sonriendo a más no poder, vestida con ese estilo «pan sin sal» que le había inculcado su madre. Diana, con gesto perverso, porque quería ligarse al chico que estaba haciéndonos la foto. Y Gabi, que ya desde una fotografía me reprochaba tener la entrepierna mucho más despierta que el cerebro el primer día de trabajo. Y allí, en el centro, yo, Albita; la noche que nos hicimos aquella foto celebrábamos mi veintisiete cumpleaños y yo creía que tenía todas las puertas del mundo abiertas.

Ya bastaba de pensar. Abrí el ordenador, pulsé las credenciales para meterme en mi sesión y rescaté el cuaderno que había traído conmigo, donde apunté todo lo que se me ocurrió, además de mi usuario y password.

Cuando le eché un ojo al manual me sorprendí muy gratamente porque estaba redactado a conciencia. Clasificado por orden alfabético, era algo así como la biblia de la secretaria eficiente. En la «f» encontré un apartado sobre la fotocopiadora que catalogaba los posibles problemas que podían surgir y a quién llamar en cada caso. Solo descolgué el teléfono, marqué, me identifiqué y en menos de diez minutos el atasco estaba solucionado y pude hacer las primeras pruebas de impresión. Volvía orgullosa hacia mi cubículo cuando me crucé con Hugo, al que informé (sin mirarle mucho) de que ya podía imprimir. Él como contestación dibujó en sus labios una sonrisa tan porno que debería ir acompañada de dos rombos.

—Cuánta eficiencia… —dijo con un tono que me pareció insinuante. Me giré y le eché un vistazo. Dios. Qué sexi…—. Digo que cuánta eficiencia —repitió.

—Pues aún no has visto nada… —contesté.

Después… emprendí la huida. Cuando giré el recodo me quise morir. Pero ¿qué hacía yo jugueteando verbalmente con alguien del trabajo en mi primer día? ¿Era esa la fama que quería tener? ¿Por qué narices no me centraba?

Al volver a mi mesa, un email me avisó de que alguien necesitaba que transcribiera unas notas tomadas a mano y que uno de los directores tenía una reunión con alguien del equipo y un externo y necesitaba que se le sirviera la comida en su despacho a la una y media, por lo que tenía que llamar al catering.

Bendito manual: en la «c» de catering estaba todo.

A las doce y media de la mañana yo seguía tecleando un disparate que alguien había considerado un buen briefing. Era un tostón en el que se hablaba sin parar de los beneficios alcanzados por las empresas de hidrocarburos en el último trimestre del año anterior. El estómago me rugía, pero intenté aplazar el tema de aventurarme a esa cocina que Paloma había señalado para ir en busca de un café.

En medio de un tedioso párrafo sobre resultados antes y después de impuestos, alguien se asomó a mi cubículo, como aparecida de la nada, y me dio un susto de muerte. Era una chica con una espesa melena tirando a rubia, con ojos claros, alta y muy guapa. Me saludó muy sonriente con un gracioso acento y se presentó como Olivia. Me levanté agradecida por la sonrisa y por la atención.

—Perdona el susto. —Se rio.

—Nada —dije sonrojada—. Estaba aquí enfrascada. Creí que me habían presentado a todo el mundo del departamento.

—¡Ah! ¡Claro! Como que no soy de este departamento. Soy la secretaria de la planta de arriba. ¿Te ha gustado el manual?

Miré el que ya consideraba mi mejor amigo en la oficina y después a ella.

—¡¿Este manual es tuyo?!

Asintió con una sonrisa.

—¿A que es una maravilla?

—¡Es una puta pasada! —Me dieron ganas de chocarle la mano pero no la conocía de nada e iba a quedar como una loca, así que me abstuve.

—¿Te apetece un café?

—Pues… sí. Pero… —Miré el teléfono.

Ella se acercó al ordenador, pulsó un par de clics y después me pasó un cruce entre móvil y telefonillo inalámbrico.

—Ya puedes.

La cocina tenía de cocina lo que yo de Gisele Bündchen. Las dos hembras humanas, fin de los puntos en común. Pues igual. Era una habitación con baldosas tan azules y tristes como el resto de la oficina. Tenía dos microondas, una nevera, unos armarios y una cafetera. Olivia se acercó diligente a los armarios y sacó un tarro con un montón de cápsulas de café, un bote de sacarina y una cajita de galletas.

—Bueno, Alba, ¿no? ¿Qué tal el primer día?

—Pues bien…, creo. Gracias a ese manual esto no está resultando un infierno.

—Si te surge alguna duda, buscas mi extensión y me das un toque. Olivia del Amo. Lo que sea, tú llámame.

Se lo agradecí con una sonrisa y ella me pasó uno de los cafés.

—¿Qué tal te han acogido? Parecen un poco rancios así de primeras, pero son buena gente. Te harás con ellos.

—Eso espero. Ya no me acordaba de lo duro que es ser la nueva.

—Habrá quien te lo ponga más fácil, como en todos los sitios. —Suspiró apagando la cafetera y endulzando su café.

—Como tu manual.

—¡Coño mi manual! ¡¡Yo!! —Se rio—. ¡Que no se hizo solo!

Las dos nos echamos a reír y me ofreció una galleta, que acepté y comencé a roer.

—¿Tienes novio? —me preguntó—. ¿O estás casada?

—Soltera y libre como el viento —contesté.

—Y yo. —Sonrió—. Lástima que aquí no encontraremos al hombre de nuestros sueños, me parece a mí. Da gracias si hay alguno que no ha perdido el pelo.

—Donde pongas la olla, ya sabes cómo acaba la frase.

—Leí el otro día en SModa que la mayor parte de las parejas actuales se crean en el ámbito laboral. Me imaginé calzándome a alguien de la planta de arriba y por poco no me dio una apoplejía. ¿Tú has visto a mi jefe? Oh, Dios, ¡¡qué horror!!

—No tengo el gusto. —Sonreí—. Ni siquiera tengo el gusto de haber visto al mío.

—Ni lo verás. En tu puesto es como si no tuvieras. Con la única con la que tienes que tener ojo es con Paloma. El resto…, por mucho que se den aires de grandeza, no son tus jefes.

—Es un alivio. No tengo experiencia en esto y…

—Ahora venimos todas de otros trabajos. La crisis. —Se encogió de hombros—. Yo soy organizadora de eventos. ¿Y tú?

—Periodista —dije con la boquita pequeña.

Cuando estaba a punto de preguntarle más sobre su formación, el aparato infernal que llevaba conmigo se puso a vibrar.

—¿Sí? —contesté. Escuché la voz de la chica de recepción diciéndome que acababa de llegar la comida. Miré el reloj. Era ya la una—. Voy enseguida. Gracias. —Colgué—. Me tengo que ir. Mi jefe, ese que dices que no es mi jefe, tiene una comida en su despacho y tengo que organizarlo.

—¿Quién es?

—No lo sé. El director comercial o algo así.

—Ah. Ya. Le gusta que las servilletas sean de tela y los vasos de cristal. Es de morrete fino. Lo tienes todo en un almacén que está contiguo a recepción. Allí te darán las llaves. Y no dejes que te mangonee mucho. Cuando quiere, es de armas tomar.

La miré de reojo.

—Ya me explicarás tú cómo sabes tanto.

—Ya te lo explicaré yo… —Me guiñó el ojo y me apremió a que me marchara. Ella siguió allí comiéndose una galletita.

Corrí a la recepción y firmé el recibo del mensajero. Después la recepcionista me abrió el pequeño almacén y pude organizarlo todo. Me interrumpieron dos veces con llamadas en el trasto infernal, que me enganché en el cinturón, y, como aún no había mirado en el manual cómo pasar llamadas, tuve que correr por toda la oficina como una palurda para entregar el cacharro en mano a la persona indicada, aunque como no había memorizado bien los nombres nunca fue la persona indicada.

Al final, cuando ya lo tenía todo preparado en un carrito, me di cuenta de que no tenía ni la más remota idea de dónde estaba el despacho. Pregunté en recepción y me dieron unas confusas indicaciones que parecían los pasos para bailar La Yenka (izquierda, derecha, adelante y atrás, un, dos, tres) y me encontré delante de una puerta cerrada en la que ponía: «Hugo Muñoz, director comercial». ¿Hugo no era… el del metro?

Tragué saliva, me llamé imbécil unas doce veces seguidas y después di un par de golpecitos a la puerta. Se escuchó un escueto «Pasa» y yo abrí y entré empujando el carrito.

—Hola. Disculpe, vengo por lo de su comida.

Allí, sentado en su silla y moviéndose a izquierda y derecha, estaba Hugo, algo repantingado, sin corbata, con el botón del cuello desabrochado y en mangas de camisa. En su cara brillaba una sonrisita burlona que aún lo hacía parecer mucho más atractivo. Si alguna vez se me había pasado por la cabeza cualquier fantasía erótica con un hombre trajeado dentro de una oficina… seguro que se parecía demasiado a esta imagen.

—Vienes por lo de mi comida, dices…

Vale, me di cuenta de que sonaba… raro.

—El catering —aclaré.

—Ajá —contestó él.

—¿Dónde quiere que lo monte?

Hugo se tapó los ojos y fingió no estar riéndose.

—Ay, Dios, si te contesto a eso rozaríamos el acoso sexual. Y es tu primer día.

Parpadeé, tragué saliva y señalé una mesa auxiliar que tenía a un lado del despacho con cuatro sillones alrededor.

—¿Ahí le parece bien?

—Sí. Pero no me hables de usted. No debemos de llevarnos muchos años, me parece.

Empecé a dejar bandejas y le miré. Se había puesto de pie y parecía ofuscado mientras trataba de colocarse la corbata. Dios…, qué sexi. Sumémosle la erótica del puto fruto prohibido.

—Porque… —siguió diciendo él—: ¿Qué edad tienes, Alba?

—¿Cuántos me echas?

—Los suficientes.

Iba a contestarle alguna fresca por el atrevimiento, pero me dio ternurita, allí tan torpe con el nudo. Estaba arrugando y estropeando una preciosa corbata de seda verde botella, pero no sería yo la que el primer día se ofreciera a ayudarle con eso.

—Venga…, ¿veinticinco? —preguntó a sabiendas de que eran más.

—Veintinueve. ¿Necesitas algo más? —le pregunté irguiéndome de nuevo y metiendo detrás de mi oreja un mechón de pelo.

—¿Sabes algo de nudos de corbata?

Chasqueé discretamente la lengua contra el paladar y di un par de pasos hacia él. Aun con mis tacones de nueve centímetros mis ojos llegaban solo hasta su nariz. Sonrió cuando igualé el largo de los dos extremos de la corbata y empecé con los nudos. Su olor me llegaba como una nube narcótica y excitante. ¿Qué maldito perfume sacado del averno usaría? Era atrayente, sexi, delicioso.

—¿Y cómo es que sabes hacer esto?

—Sé hacer muchas cosas. —Joder. Me mordí fuertemente la lengua como castigo. Maldita Alba deslenguada.

—Y esto en concreto… ¿cómo lo aprendiste?

Notaba junto a mi oído la brisilla que salía de su boca al hablar y la piel se me puso de gallina.

—Mi exnovio —y no pude evitar hacer hincapié en lo de «ex» — trabajaba en un banco y tenía los dedos como salchichas. —Noté una vibración en su pecho y levanté la mirada hacia él. Estaba aguantándose la risa y me contagié un poco—. ¡Basta! —le pedí con una sonrisa—. Hazme fácil el primer día, anda. Esto ya es suficientemente raro.

Y admito que lo dije con un tono de gatita mimosa al que solo le faltaba un ronroneo final. Él agachó un poco más la cara hasta que sus ojos quedaron frente a los míos. Dios. Qué guapo era.

—¿Te lo estoy poniendo difícil?

—Según lo mires.

—Mirémoslo como nos mirábamos en el metro, ¿no?

Antes de que pudiera contestar, la puerta se abrió dándome un susto de muerte; en lugar de disimular la cercanía, me aparté de golpe. Hugo se recolocó el nudo de la corbata y saludó a la persona que acababa de entrar.

—¿Ha llegado ya el cliente?

—No. —Y esa voz se derritió por toda la habitación, grave, oscura y hosca.

Me giré y, como ya me esperaba, allí estaba Nicolás, de pie junto a la puerta cerrada. Nos miraba como miraría alguien si quisiera hacernos una radiografía con sus propios ojos, tanto que me sentí incómoda. Necesité moverme y parecer útil, así que volví hacia la mesa y recoloqué unas cuantas cosas. Los escuché hablar sobre la reunión y Hugo salió a grandes zancadas a buscar algo que se había dejado en la fotocopiadora. No tenía ninguna intención de esperar a que volviera, por lo que cogí el carrito y, mirando al suelo, fui a salir, pero Nicolás me frenó el recorrido con un pie.

—¿Puedo ayudarte? —le pregunté asustada.

—No. Pero yo a ti igual sí. —Me quedé pasmada mirándole y él no dibujó ninguna sonrisa cuando añadió—: Hugo sabe hacerse solo el nudo de la corbata, te lo aseguro. No te metas en sitios de donde no sabrías salir. Es tu primer día. Solo… piénsalo bien.

Creo que nunca he corrido tanto por un pasillo, sobre todo empujando un carrito de camarera.

¿Advertencia? ¿Consejo? ¿Tentación?

¿Qué había sido eso? Bienvenida al absurdo universo de tu vida, Alba Aranda.

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3

Quien juega con fuego… duerme caliente

Me pasé la noche teniendo unos sueños de lo más extraños, dalinianos y, si me apuras, hasta dignos de David Lynch. Solo les faltaron enanos hablando al revés.

Cuando sonó el despertador me incorporé sobresaltada. Ni siquiera supe qué había soñado; solo tenía el vago recuerdo de carne y sudor. Me levanté de la cama y fui hasta el baño, donde abrí la ducha. Me miré en el espejo a conciencia. Tenía las mejillas sonrojadas y bajo mi camiseta blanca de dormir se me marcaban los pezones endurecidos. Estaba… húmeda. Sexualmente húmeda, para más señas. Había soñado algo que había conseguido humedecerme y turbarme. Menudos dos días llevaba.

Después de una ducha tirando a fría, me vestí dubitativa. No estaba acostumbrada a tener que ir vestida de oficina, así que no sabía muy bien dónde estaba el límite entre ir correcta dentro del dress code o emperinfollada para hacer el ridículo. Finalmente me decidí por una falda lápiz negra bastante ceñida, una blusita blanca con lunares negros y lazada al cuello y una rebeca roja. Me coloqué unos stilettos rojos, me maquillé con la raya del eyeliner bien marcada y los labios rojos y metí mis cosas en una cartera de mano.

Cuando entré en la oficina tenía un calor horroroso. Iba preguntándome a mí misma si sería posible ir con sandalias a trabajar o si en el mes de agosto relajarían sus normas de indumentaria. De lo contrario terminaría por cocerme metida en aquellas piezas de ropa.

Dejé el bolso en la cajonera y, como aún tenía tiempo, fui a la cocina para empezar el día con un café bien cargado. Había traído de casa una caja de galletas que compré la tarde anterior, por eso de tratar de caer bien. La coloqué en el armario junto con una nota en la que ponía «Gracias por darme tan calurosa bienvenida. Alba». Dios. Sonaba tan moñas…, pero Gabi, que sabía de protocolo, había dado el visto bueno a aquella frase (en realidad la había dictado y yo copiado en un post-it rosa) y había aprovechado para desaprobar mis comentarios (dejados caer «despreocupadamente») sobre lo que alegraban la vista algunos tipos de por allí.

—Haz el favor, Alba. Solo te falta meterte en follones en el trabajo. —Y la imaginé mesándose su pelirroja melena, desesperada por meterme en vereda.

Cuando la máquina de café estaba terminando de preparar el mío, la puerta se abrió y Hugo y Nicolás entraron hablando quedamente. Me giré de vuelta hacia la cafetera después de un aséptico «buenos días» y sentí dos pares de ojos clavados en mi cuerpo. Para más señas, dos pares de ojos clavados en mi culo.

Miré de reojo y me sorprendió ver que Nicolás se había apoyado en la pared, cómodamente, con la mirada fija en mí, sin disimular ni un ápice. Carraspeé incómoda y Hugo me tendió mi café, apareciendo como por arte de magia a mi lado.

—Creo que esto ya está, señorita.

—Ah… —Ante el riesgo de empezar a balbucear, lo cogí y me marché, caminando firmemente sobre mis salones de tacón.

—Adiós… —dijo Hugo divertido.

La presencia de esos dos me turbaba.

En el pasillo me encontré de morros con Olivia, a la que casi derramé el café encima. Iba distraída pensando en que había algo en Hugo y Nicolás que me ponía especialmente nerviosa. Dos tíos tan absolutamente guapos caminando juntos, enfundados en un traje. Era una imagen magnífica con la que empezar la jornada. No entendía por qué me volvía las rodillas blandas y gelatinosas.

—¿¡Dónde vas con tanta prisa!? —Se rio Olivia después de comprobar que no la había manchado de café su precioso vestido estampado.

—Pues… a la mesa. A empezar.

—Son menos cuarto aún. ¡Acompáñame a por un café!

—¡¡No!! —dije de pronto. Ella me miró con desconfianza—. Quiero decir que… aquí no. ¿Y arriba? No conozco la planta de arriba. Vamos allí si quieres.

—Es que arriba no hay galletas.

«Mierda de galletas», pensé. Y la jodienda fue que no encontré ninguna razón que justificara no querer ir a la puñetera cocina.

Volvimos sobre mis pasos. Para entretenerme le pregunté dónde había comprado su vestido y ella se lanzó a una magistral clase de compra online.

—Échale un vistazo a Asos, de verdad. Te lo llevan a casa, nunca ves a otra tía en la oficina con tu mismo vestido y además calidad-precio está genial.

Yo anoté mentalmente. Entramos en la cocina y nos encontramos de morros con Hugo y Nicolás, que miraban la puerta por la que acabábamos de aparecer.

—Buenos días —dijo ella con la boquita pequeña.

—Buenos días —le contestaron los dos al unísono, desviando la mirada.

Olivia se concentró en el café cuando ellos se alejaron de la máquina y yo bajé las galletas que había traído y se las ofrecí.

—¡Oh! ¡Gracias! —dijo Olivia con una sonrisa—. ¡Qué ricas!

—¿A nosotros no nos ofreces? —preguntó con sorna Hugo con los brazos cruzados sobre el pecho y un café solo en la mano.

—Están aquí para quien quiera —me disculpé torpemente—. Toma.

Le ofrecí la caja sin mirarle y él negó con la cabeza. Luego incliné la caja hacia Nicolás, que hizo lo mismo.

—Sí que cenasteis anoche… —contestó Olivia sin mirarlos.

—A cuatro manos… —le respondió Hugo.

Nicolás esbozó una pequeña y preciosa sonrisa que desapareció en un parpadeo. Después se encaminó hacia la puerta sin mediar palabra.

—Un placer, señoritas. Alba, cuando termines pásate por mi despacho, por favor. Pero sin prisa. Disfruta del café… y de la compañía.

Cuando la puerta se cerró y nos quedamos solas, miré fijamente a Olivia

—Antes yo me encargaba de tus cosas —dijo ella sin que tuviera que preguntarle—. Pero me trasladaron. Hay confianza.

Fingía una sonrisa pero… ahí había algo que mi olfato periodístico pedía a gritos averiguar.

Después de diez minutos de charla frívola sobre vestidos, zapatos y peinados para ir a trabajar en verano, nos despedimos junto al ascensor y yo volví a mi mesa. Revisé los emails y que no hubiera mensajes y cogí una libreta y un boli de camino al despacho de Hugo.

Llamé y me recibió con el mismo «pasa» del día anterior. Entré y me quedé allí, en el quicio.

—¿Necesitabas algo? —«¿Café? ¿Coca-cola? ¿Una servidora?», pensé, acordándome de la película Armas de mujer.

—Eh… —Estaba concentrado en la pantalla de su portátil—. Pasa. Cierra y siéntate, por favor.

Dios. No me gustaba estar allí encerrada con él. Tragué y fui hasta los sillones que había frente a su mesa. Me senté con los tobillos cruzados y el boli en posición de «preparados, listos, ya» sobre el papel de mi libreta.

—Te acabo de enviar dos emails. Perdona si te acaparo esta mañana, ¿vale?, pero necesito que me mandes a traducir un archivo. Te doy todos los datos en el correo. —Hugo no me miraba mientras hablaba. Seguía leyendo de la pantalla, tomando notas y consultando papeles—. En el otro te adjunto un documento; mete por favor estos cambios y mándaselo de mi parte a Carolina Martín y a Nicolás Castro.

Anoté los nombres.

—Bien. ¿Algo más?

Levantó los ojos de los papeles que tenía desperdigados por la mesa y dibujó una sonrisa.

—Estoy muy mandón hoy, ¿eh?

Me sonrojé.

—Eres el jefe y yo la secretaria. Creo que de eso va.

Cuando dije esto Hugo se mordió el labio, esbozando una sonrisa canalla. No sé si él estaba pensando lo mismo, pero me vino a la cabeza el mito erótico estereotipado entre su papel y el mío. Le imité el gesto y miré al suelo.

—No soy tu jefe. Tu jefe y el mío no se prodiga mucho… y yo no tengo secretaria ni asistente personal ni nada de eso. Y por Paloma tampoco te preocupes. Ella es la coordinadora de las secretarias, pero no va a supervisar tu trabajo diario personalmente.

—¿Y quién lo hará? —le pregunté.

No contestó. Hubo un silencio en el despacho. Un silencio que pareció ralentizar el tiempo y en el que gocé viendo cómo el labio inferior de Hugo volvía a deslizarse entre sus dientes. Dios. Jugoso. Masculino. Sexual.

Di un salto en la silla.

—Si no necesitas nada más, voy a ir calentando motores.

Hugo deslizó una mirada por todo mi cuerpo y volvió los ojos a sus papeles. Por Dios santo.

Al volver a mi mesa inspiré, espiré y me puse a trabajar. Dos días en aquella oficina; tensión sexual. El mismo hombre.

A la una y media, después de no parar de trabajar ni un momento, llamé a la extensión de Olivia para preguntarle si quería algo de comer.

—Voy a acercarme a por un sándwich —le dije.

—No te preocupes. Me he puesto fina a galletas. Pero si quieres podemos vernos en la puerta a la hora de salir y nos fumamos un pitillo.

—Yo ya no fumo —aclaré.

—Bueno, pero me lo puedo fumar yo —contestó pizpireta.

Me despedí de ella hasta las tres y después cogí el bolso. Iba ya hacia la salida cuando vi salir del despacho a Hugo, que se colocaba la americana. Oh, my God. Y venía en dirección a la puerta.

Me escabullí a toda prisa por la recepción y salí andando a pasitos rápidos; todo lo rápidos que mis zapatos de tacón me permitían. Escuché pasos sosegados tras de mí, los típicos de zapato de hombre sobre suelo de mármol. Apreté un poquito más el paso.

Cuando salía ya del edificio fue su mano la que me sujetó la puerta. Claro. Con esas piernas tan largas podía andar mucho más rápido que yo sin proponérselo. Me quedé mirándolo, esperando a que saliera él, pero con un gesto me indicó que pasara yo primero.

—Ladies first —dijo con una caballerosa sonrisa. Como en el metro, cuando después de habernos quedado parados en silencio él me había cedido el paso—. ¿Adónde vas?

—Ah…, pues a coger algo para comer. Pero vuelvo enseguida —me excusé.

—Tienes media hora para comer, puedes cogerla cuando quieras. Y no soy tu jefe —me recordó—. ¿Adónde vas a ir? Te acompaño.

Me quedé mirándole, con los ojos entrecerrados por el potente sol de julio. Era demasiado guapo para ser de verdad. Suscitaba la tentación de alargar la mano y tocarlo con el fin de asegurarse de que era piel lo que le cubría. Me fijé en que no llevaba corbata y que el botón desabrochado del cuello de la camisa dejaba ver un poco de su piel morena y un atisbo de vello.

—No hace falta que me acompañes —contesté con un gallito—. De verdad.

—Tranquila —susurró—. Lo último que quiero es darte miedo.

Sonrió. Le contesté a la sonrisa.

—¿Y lo primero?

—¿Cómo?

—Si lo último que quieres es darme miedo, ¿qué está primero en la lista?

—Ah —Lanzó un par de sonoras y masculinas carcajadas—. ¿Sabes lo que pasa, Alba?

Y mi nombre sonó extraño entre esos labios.

—¿Qué?

—Que si te contesto hay quien lo consideraría acoso sexual. —Levantó las cejas.

—Si te propasas yo misma te lo diré —bromeé—. Y no eres mi jefe, ¿no?

¡Por el amor de Dios, Alba, eres una pedazo de zorrasca buscona! Echó a andar y yo hice lo mismo a su lado. Parecía saber adónde se dirigía.

—Aquí al lado hay una franquicia que, bueno, no es nada especial, pero hace zumos de fruta al momento. Fríos.

—Genial. Porque cae un sol de justicia. No sé cómo podéis aguantar con la americana puesta.

Venga, desnúdate un poco. Dame el gusto.

—Yo ya he desistido con la corbata. Con un poco de suerte cundirá el ejemplo y encabezaremos una revolución. —Me guiñó un ojo.

—Los zapatos de tacón tampoco son plato de buen gusto, te lo aseguro. Ni las medias de verano.

—Paloma no te lo habrá dicho, porque es una completa fanática del protocolo y de seguir el dress code a raja tabla, pero puedes venir con sandalias.

Se pasó la mano por la barba de tres días y escuché el frotar de la piel contra el vello duro y corto. Me sorprendió sentirme palpitar.

Llegamos al local y me abrió la puerta, quedándose a un lado. Salía un agradable frescor y me refugié dentro, seguida por él. Cogí un sándwich envasado y le miré:

—¿Moriré?

—No —dijo negando con la cabeza—. No son gran cosa, pero… yo sigo vivo.

Me giré hacia el dependiente y le tendí la comida para que me cobrara.

—¿Algo más?

Le volví a mirar.

—¿Me recomiendas algún zumo?

—Naranja y té matcha —respondió rápidamente, y se dirigió después al dependiente—: Y, perdona…, ponme a mí un café solo con hielo para llevar y cóbrate.

—Ah, no, no. —Aparté suavemente su mano y saqué mi cartera—. Cóbrame a mí, por favor.

El dependiente no discutió; cogió el billete que Hugo le tendía y le dio las vueltas.

—No deberías haber pagado —le dije haciendo un mohín. Pero mohín de estos que forman parte del ceremonial de apareamiento del pavo real.

—Tómalo como un detalle de bienvenida.

—Gracias pues.

Caminé hasta la barra donde servían las bebidas pero, tras dos pasos, Hugo me paró agarrándome la muñeca.

—Alba…, una pregunta, y dime si me propaso. ¿Tienes novio?

Dos días, pensé. Un problema. Enorme. En el trabajo no. Donde pongas la olla no quieras que te metan la polla.

—Sí te propasas —respondí con una sonrisa—. Pero no, no tengo.

—¿Y eso?

—Y eso ¿qué?

—¿Por qué me propaso?

Me pareció entonces mucho más delicioso el olor que emanaba su cuello. Pero ¿qué perra me había dado a mí con aquel cuello? Me imaginaba deslizando las uñas desde el nacimiento de su pelo hasta la piel de los hombros, dejándole caminos enrojecidos, con su cabeza hundida entre mis pechos. Pero… ¿qué me pasaba?

—No lo sé. —Me encogí de hombros sin encontrar ninguna respuesta ni sugerente ni ocurrente a su pregunta.

—Soy el director comercial y tú una periodista que por azares del destino trabaja de secretaria en la misma empresa.

—Ah, vaya, has hecho los deberes. ¿Has leído mi currículo?

—Claro. Pero controlé la tentación de copiar tu teléfono en mi agenda. —Sonrió descarado.

—¿Y? ¿Cuál es la conclusión entonces?

—Que podría invitarte a cenar si quisiera.

Me apoyé en la pared y estudié su cara. A juzgar por su expresión, sabía el secreto de algún truco de magia que yo ni siquiera conocía.

—Y ¿para qué querría yo que me invitaras a cenar?

—Dime una cosa, ¿si te hubiera pedido el teléfono ayer en el metro me lo habrías dado?

—Quizá.

—¿Y si te lo pido ahora?

—Quizá no.

—Dicen que la vida es un empedrado de días destinados a acumular experiencias y que no deberíamos dejar escapar ninguna.

—Qué poético. Sigo sin entender por qué tendría yo que querer cenar contigo.

Oh, Dios, cómo estaba disfrutando. Una sonrisa le iluminó la cara y mostró sus perfectos dientes blancos.

—Acumulación de experiencias.

—¿Experiencias religiosas? —me burlé.

Señaló con un movimiento de cejas a mi espalda y me giré hacia el chico que tendía su café y mi zumo. Cada uno cogió lo suyo y fuimos de nuevo hacia la salida, donde volvió a cederme el paso. Cuando salí él se quedó parado frente a la puerta del local y yo también. Sinceramente, esperaba que me invitara a cenar.

—Ha sido un placer, Alba.

—¿Te vas?

—Tengo una reunión en el despacho de un cliente. Está puesto en mi agenda, a la que tienes acceso desde tu ordenador, aun sin ser tu jefe —insistió.

—¿No vuelves a la oficina entonces?

—No. —Atisbé un momento su lengua humedeciendo sus labios—. Pero seguro que sabes volver sola, ¿verdad?

Y como no supe qué decir, me quedé como una auténtica gilipollas viéndolo marchar. Y…, joder, qué bien le quedaba el puñetero traje.

libro-6

4

¿Qué te está pasando, Alba?

Puedo enmascararlo de doce mil formas diferentes. Puedo decir, por ejemplo, que necesitaba arreglarme y dedicarme tiempo a mí misma, para poder superar la depre de verme fuera del trabajo por el que tanto había luchado. Un ejemplo. Pero, siendo sincera…, me levanté media hora antes (aún había un cinco en el despertador) y pasé veinte minutos delante del armario porque quería estar guapa por si a Hugo se le ocurría mirarme al pasar a mi lado. Y era posible que no me mirara, que conste, porque el día anterior había hecho un poquito el ridículo poniéndome retozona con alguien que, después de darme a entender que pensaba invitarme a cenar, se había largado dejándome con la boca abierta. Pero… yo notaba algo allí. Algo, no sé qué exactamente. Atracción, morbo, sexo. No lo sé. Y yo misma me decía que tener una aventura sórdida en mi recién estrenado trabajo era lo único que me faltaba para terminar de desenfocar del todo el horizonte. Pero no me podía quitar de la cabeza a Hugo. Ni de la cabeza ni de otras partes de mi cuerpo.

Los siguientes días en la oficina traté de pasar inadvertida, de controlar esa pulsión que empezaba a crecer en mí y que me metía de cabeza en una fantasía tras otra en cuanto me dedicaba a una de esas tareas mecánicas que dejan la mente a la deriva. Hugo en el cuarto de baño, desnudándome contra una pared y follándome con fuerza, gruñendo y sacando los pechos de mi sostén sin ni siquiera quitármelo. ¿De dónde había salido aquello?

El viernes por la mañana fue, además, excesivamente tranquilo. Y yo necesitaba ocuparme con cuantas más cosas mejor. Pregunté a varias personas del departamento si necesitaban ayuda con algo, llamé a Olivia para ofrecerme a hacer alguna de sus tareas y, como nada resultó (porque al parecer a Olivia le había pasado lo mismo y estaba dedicando aquella mañana de hastío a renovar su vestuario vía internet), me puse a mandar emails a mis amigas desde mi cuenta personal. Pensé en confesarle a alguna la tremenda obsesión sexual que estaba desarrollando en mis fantasías por un tío con el que apenas había cruzado un par de frases, pero imaginé la reprimenda de Gabi, que, para más inri, me había conseguido aquel trabajo. Al final terminaron siendo ese tipo de emails aburridos en los que en realidad no cuentas nada. «Tía, aquí, aburrida, sin saber qué hacer. Esto es un tostón».

A las doce pasadas, con tres horas por delante, me aventuré, teléfono móvil en mano, a ordenar el armario de material que había en un pasillo. Una de las chicas de la oficina que no me dirigían la palabra había dejado caer que alguien debería hacerse cargo de aquel desastre. Esperaba tener para un par de horas, pero lo cierto era que únicamente estaba algo revuelto y falto de algunas cosas, que apunté en un post-it y que luego pedí al departamento de Compras. En ello estaba cuando Nicolás me sorprendió llamándome por teléfono y pidiéndome que me acercara por favor a su cubículo.

—Creo que podrías ayudarme con algo.

Cuando llegué, Hugo y él estaban discutiendo cómo organizar el material para una reunión que tendrían el lunes y para la que yo misma les había reservado una sala para sesenta personas. Yo me mantuve allí, apoyada en el pladur, viendo cómo dos tíos de calendario de bomberos disfrazados de ejecutivos en mangas de camisa intentaban llegar a una conclusión sobre el material que facilitarían para poder seguir la presentación. Iban con prisa y a mí me deprimió saber que Hugo debía marcharse en quince minutos. Me gustaba mucho verlo pasearse por los pasillos. Y me inquietaba quedarme a solas con Nicolás. Era un poco… «moody», como definía mi amiga Sara a esos chicos oscuros y… morbosos.

Finalmente, y muy lejos de esa fantasía en la que los dos terminaban sin camisa haciéndome un masaje, yo acabé trasladándome al despacho de Hugo con una caja de folios impresos, encargada de graparlos de doce en doce y meterlos en unas carpetas.

—Siéntate a mi mesa y acomódate, ¿vale? —me dijo él mientras se ponía la americana y se hacía el nudo de la corbata de manera eficiente y rápida. Qué mamón. Pues parecía que no necesitaba ayuda…—. Ya no volveré, así que cierra con pestillo cuando te vayas.

—Vale. ¿Algo más? ¿Quieres que aproveche para ordenar algún armario?

Hugo se giró especialmente alarmado al escucharme.

—Eh…, no. Ni armarios ni cajones. Soy…, soy muy mío con el orden. —O escondía muchas cosas, ¿no?—. Pero puedes ponerte música para entretenerte. El equipo de sonido está ahí. Mientras no la pongas muy alta no habrá problema.

Así lo hice. En cuanto se fue di play con el mando a distancia y empezó a sonar If you can’t say no, de Lenny Kravitz. Joder, qué sexi parecía aquella canción dentro de ese despacho.

Grapé y grapé hasta que me dolieron los dedos. Me acordé de cuando entré de becaria en el periódico y me hizo gracia pensar que ni siquiera entonces realicé ese tipo de tareas. Coloqué cada fajo grapado dentro de una carpeta y metí también la hoja con el orden del día, pero… terminé demasiado pronto.

Miré a mi alrededor. El despacho de Hugo no era demasiado grande. Una mesa de trabajo con dos sillas frente a ella. Una estantería de madera oscura que cubría la mayor parte de la pared derecha y al fondo, junto a una ventana y en el lado opuesto a la puerta, una mesa con unos sillones. Todo pequeño, bastante recogido. La puerta estaba entornada y me atreví a abrir un cajón y echar un vistazo. Papeles ordenados. Revolví un poco. Un clip suelto. Un lápiz. Buf…, pero qué tío tan aburrido. Pero no podía ser. Algo habría.

Un poco más atrevida, me animé a abrir otro de los cajones. Era un archivo, lleno de carpetas perfectamente catalogadas por años y cuentas de clientes. Eché un vistazo dentro: correspondencia, briefings, cuentas de resultados… Bla, bla y más bla. Me levanté del escritorio mirando de reojo la puerta con la intención de abrir uno de los cajones que tenía el mueble pero estaba cerrado. Mierda. Ahí estaba. Lo que tuviera que haber interesante en aquel despacho se encontraba definitivamente en aquel lugar. Fui hacia la mesa y revolví con sumo cuidado de nuevo el primer cajón. Allí no había ninguna llave. ¿Dónde la guardaría si fuera yo? El bote de lápices. Quité los bolígrafos y lo volqué sobre la superficie de la mesa… ¡EUREKA! Allí estaba. Pequeña y reluciente hija de perra. A ver qué me enseñaba…

Abrí a la primera y descubrí más papeles. Más carpetas y archivos de trabajo, todos ellos con una pegatina de «confidencial» en la portada. ¿Esa chufla? Y cuando ya pensaba que Hugo era un «aburrido» y normal director comercial, mis dedos rozaron algo con textura… fotográfica. El corazón se me aceleró.

«Que no sean fotos de una cena de empresa, que no sean fotos de una cena de empresa…», recé para mí. No sé por qué me entró aquella necesidad de encontrar algo sórdido, la verdad.

Las primeras… y mi gozo en un pozo. Eran las típicas fotos hechas en algún tipo de convención. Todos trajeados posando, con cara de «dispara la foto de una maldita vez y vayámonos a beber». Localicé a Olivia entre la gente y sonreí; iba tan mona como siempre. Otra de Hugo con Nicolás, los dos brindando, con cara de «pues ahora que me he tomado dos copas ya todo pinta mejor». Él sin la corbata, riéndose a carcajadas, con una carta pegada en la frente. Ay, por Dios, qué mono era. ¿Se notaría mucho si sustrajera esa fotografía? ¡¡Qué guapo!! Seguí mirando las demás: Nicolás con unas gafas de pasta al revés y cara de pánfilo. Hasta así estaba guapo. Estudié de cerca sus rasgos. Verlo sonreír me parecía algo inaudito. El equivalente sonrisístico a una aurora boreal. Igual de inquietante y bello a la vez. Joder, era increíblemente guapo. Volví atrás en las fotos, hasta la fotografía en la que estaba brindando con Hugo, en la que se le veía mejor. Nicolás tenía una belleza completamente diferente a la de Hugo. Era aniñado, con unos ojos incisivos, una naricita muy mona y respingona y unos labios preciosos. Sin barba, con barba…, daba igual: aquel hombre era una jodida bomba. Aniñado y oscuro.

«Jodo petaca, Alba. Estás más salida que el canto de una mesa».

Un ruido fuera del despacho me asustó y el fajo de fotografías se me cayó de entre los dedos, desparramándose en el suelo. Por delante de la puerta pasaron de largo dos chicas de la limpieza riéndose y yo me agaché a recoger aquel estropicio. Y entonces… la vi.

ALLÍ ESTABA.

Me costó encontrarle forma a aquel amasijo de carne y ropa. Le di un par de vueltas a la fotografía hasta dar con unas piernas. Piernas de mujer enroscadas alrededor de… las caderas de un tío. Entonces… eso que se veía en medio era…

Fui directa al cajón otra vez para guardarlas, echándome una reprimenda del copón por estar haciendo de Mercedes Milá en Equipo de investigación en el despacho de un hombre que, por mucho que todo el mundo dijera…, un poco jefe sí que era. Y lo que se veía en la foto era, claramente, la chorra de un superior. Nada desdeñable, la verdad. La chorra tiesa y gorda de un superior, metiéndose en el cuerpo de una mujer. Con condón, para más señas. Las dejé donde estaban y cerré el cajón. Lancé la llave al fondo del bote de bolígrafos y ordené las carpetas preparadas para la reunión. Cuando ya salía del despacho me giré para confirmar que no me había dejado ningún cajón abierto ni ninguna pista de que había estado husmeando. Y allí, entre la mesa y la moqueta estaba enganchada una fotografía. Maldije entre dientes y volví sobre mis pasos, me agaché para cogerla y…

—¿Ya has terminado? —dijo una voz casi detrás de mí.

El alarido que di debió de hacer que todas las aves de la Comunidad de Madrid alzaran el vuelo espantadas.

—¡Joder! —me quejé, y aproveché para meterme la foto entre la cinturilla del pantalón y la ropa interior antes de girarme—. ¡Casi me matas del susto!

—¿Qué hacías ahí de rodillas? —me preguntó inquisitivamente Nicolás.

—Pues… había perdido la ruedecita del pendiente. Puta manía de estar siempre tocándome las orejas —mentí. Joder, qué soltura para mentir tenía.

—¿Te ayudo?

—No, ya está. Gracias.

—¿Ya lo tienes todo, entonces?

Y allí, delante de mí, con su habitual ceño fruncido, Nicolás se encontraba en mitad de un haz de luz que entraba por la ventana. El cabello le brillaba casi rubio, un poco ensortijado. Se había afeitado y el traje le otorgaba un aspecto de adolescente disfrazado de adulto… irresistible. ¿Qué ropa se pondría fuera de la oficina? ¿Vaqueros caídos de cintura? ¿Zapatillas Vans?

—Ya lo tengo todo —me obligué a mí misma a decir.

—Bien. Vale, pues… ya está. Son las tres y diez. ¿Lo sabes?

—Ah, pues… no. ¡Se me pasó el tiempo volando! —Me reí falsamente—. Y tú…, ¿qué haces aquí aún?

—Esperar a que salgas del despacho. —Sonrió sin enseñar los dientes en un gesto que, en realidad, no tenía nada de amable.

—Yo… lo siento. Me voy.

Salí por delante de él y lo escuché echar el pestillo al despacho y cerrar con fuerza. Me despedí con la mano y Nicolás contestó con un alzamiento de cejas. El día que esos labios esbozaran una sonrisa para mí, moriría de placer, estaba claro.

Mientras caminaba hacia mi cubículo de nuevo iba pensando en por qué tenía Nicolás tanto celo con todo lo concerniente a Hugo. ¿Eran paranoias mías? Pero es que se mostraba como…, sí, como celoso. ¿Tendrían un rollo? ¿Era eso? ¿Estaba Nicolás secretamente enamorado de Hugo? ¿Serían algo así como el dúo señor Burns y señor Smithers de Los Simpson?

Sabía que debía irme, pero necesitaba tomarme un minuto para respirar hondo y prometerme a mí misma que iba a dejar el tema de esos dos en paz, porque ni me incumbía en absoluto ni iba a traerme nada bueno. Al dejarme caer en mi silla, las esquinas de la foto que llevaba escondida se me clavaron en la piel, recordándome su presencia. Chasqueé la lengua contra el paladar y la saqué de su escondite. Agradecí que todos mis compañeros se hubieran ido cuando se me escapó un «¡¡Por el amor de Dios!!» en voz bastante más alta de lo normal.

Había visto porno. Bueno, había visto bastante porno, como casi todo el mundo. Había buceado por los canales de casi todos los servidores gratuitos de porno y, por curiosidad, había visto muchas cosas. Tríos. Gang bangs. Orgías. Yo qué sé. Muchas cosas que me producían ardor de estómago al recordarlas. Otras me habían gustado, sí. Pero nada, nada en toda mi jodida vida me había parecido tan erótico como aquella foto de Hugo tirado en la cama sujetando la cabeza de una chica a la altura de su polla. De ella no se apreciaba mucho. Solo un pelo largo, rubio oscuro, espeso. De él, la boca entreabierta por el placer, los ojos cerrados, el pecho desnudo surcado por un vello oscuro y corto. Era una foto de una mamada. Sí. Pero la pregunta que suscitaba iba más allá; iba en dirección a: ¿quién había tomado esa fotografía? Porque seamos sinceros… era físicamente imposible que fuese un selfie.

libro-7

5

Aclarémonos

No me lo pude quitar de la cabeza en todo el fin de semana. Se me ocurrió de todo, pero lo que más me encajaba con Hugo era que fuera un asiduo de los tríos. Él entre dos damas. Estaba hecho. Hasta yo me dejaría embaucar después de un par de chupitos. Y sin ellos también, vale. Bueno, no. Pero me gustaba pensar que sí lo haría de darse el caso, aunque estuviera más bien segura de todo lo contrario.

Quise entretenerme, que conste. Salí con Eva a tomar un vermú de grifo por La Latina el sábado. Sé que todo el mundo suele ir el domingo, pero con eso de El Rastro se pone demasiado a rebosar y nosotras nos agobiamos. Por la tarde fuimos de compras a unas tiendas en la Corredera Baja de San Pablo, donde creíamos que arrasaríamos con las rebajas pero solo habíamos podido comprar un par de vestidos. Después tocó ver a mis padres y comimos bizcocho caliente de plátano y nueces. Mi madre me repitió doscientas mil veces lo mismo de siempre: que estaba más delgada (cuando todo el mundo sabía que yo llevaba siete años pesando exactamente lo mismo), que nunca iba a verlos (me costaba ir, pero tenía programado un ratito cada dos fines de semana), que el teléfono me daba alergia (completamente cierto, madre, toda la razón) y que a ver cuándo me echaba un novio formal y lo llevaba a comer cocido. Yo lo que quería echar era un polvo que me dejara calva de gusto, joder; nada que ver con la idea de comer cocido en casa de mis padres. Creo que mi madre quería verme casada con un buen chico, a poder ser con pinta de haber sido monaguillo de pequeño, que tuviera un buen trabajo y, por pedir, que quisiera tener muchos hijos. Y no es que yo no tuviera ganas de encontrar a alguien con el que ponerme mimosa (además de cachonda, todo sea dicho); es que, sencillamente, no llegaba. ¿Qué iba a hacer? Bueno, podía apuntarme a Meetic. Pero aún no. Me había marcado la fecha límite de los treintaiocho. Entonces entraría en la web líder de encuentros en internet para solteros exigentes…, como mis calcetines desparejados.

El caso es que la noche del sábado Eva y yo salimos a cenar con las chicas a Lamucca y después tomamos unos gintonics en Coconut. Diana se morreó con un moderno con bigote y todas las demás nos reímos de ella, no por nada, sino porque era de las que enarbolaba el puño en alto criticando fuera de sí el bigote por postureo y los nuevos hipsters.

El día siguiente, con resaca, hice la colada, me entretuve en elegir el modelito que llevaría a la oficina los tres días siguientes, comí palomitas de maíz viendo una película y después me acosté.

¿Y qué hay de interesante en toda esta rutina de fin de semana? Que me gasté mucho más dinero del que debía, que me llevé a casa tuppers congelados con comida de mi madre, que en todos los locales de Madrid ponen garrafón y que no me había quitado de la cabeza ni un solo instante la puñetera foto de Hugo en plena mamada. Turbación total. Desenfreno hormonal. No podía con mi vida. Ese hombre, esa foto, esa historia truculenta que había creado en mi cabeza… iban a matarme. Y lo sobada que tenía ya la foto…, joder. De vez en cuando no podía evitar sacarla de mi escondite, entre el colchón y el somier, y mirarla con ojos de cordero degollado. «Yo también quiero…», me decía con voz lastimera.

El lunes cuando sonó el despertador no gimoteé ni pedí cinco minutitos más. Solo me levanté y me duché. Cuando me secaba el pelo me di cuenta de que estaba empezando a cogerle el tranquillo a aquella oficina. Una semana y ya era un acto rutinario. El tema de que ciertos compañeros tuvieran un culito para partir nueces supongo que tenía algo que ver.

Me puse una faldita cortita color negro y una blusa color coral que caía ligeramente de uno de mis hombros. Me atreví con unas sandalias de tacón de color negro también y un bolso a conjunto. El pelo en una coleta ondulada y desgreñada y me puse poco maquillaje: rímel intenso, un rubor coral en los pómulos y un poco de brillo de labios.

Olivia pasó por mi cubículo a las ocho menos cuarto y fuimos a la cocina a por un café. Alabó mi ropa y me dijo que estaba muy guapa. Temí que se me notara que intentaba seducir, en contra de la voluntad de mi parte con dos dedos de frente, a uno de los hombres del departamento. O a dos. Bueno, ya sería todo un triunfo follarme a uno de ellos y que el otro me sonriera. Creo que sería lo más cerca que había estado nunca de montarme un trío. Así que me inventé una rocambolesca historia sobre la teoría de una amiga sobre los colores y el estado de ánimo. En realidad no era mentira; mi hermana Eva se vestía según su estado de ánimo. Si estaba contenta, de negro. Si estaba triste, de amarillo. Decía que eso la ayudaba a regularse, pero yo creo que debería regularle la industria farmacéutica con unas buenas pastillas.

Cuando volví a mi sitio y a la espera de que alguien me pidiera algo, me puse a estudiar el manual para aprender a pasar llamadas. Fue una mañana casi más aburrida que la del viernes. Se notaba que era verano, que algunas personas empezaban a cogerse vacaciones y que muchos estaban ese día en una importante reunión estratégica.

Me dio tiempo hasta a limarme las uñas y pintármelas con un esmalte color porcelana que Olivia me mandó por correo interno para que probase. Después, con tal de no morir de aburrimiento, seguí repasando el manual. Si tenía que trabajar allí (y tenía que hacerlo) me convertiría en la secretaria más eficiente sobre la faz de la tierra. Condición sine qua non era aprender a pasar llamadas de una puñetera vez. Me hice hasta un esquema.

Cuando volvía de tomarme otro café y de engullir unas galletas, escuché vocerío en el pasillo. Era la gente que volvía de la reunión. Vi a Hugo y a Nicolás entrar hablando quedadamente entre ellos. Allí estaban: la extraña pareja. Si aquello fuera una película de cine negro, Hugo sería un exagente doble intentando volver a tener una vida normal, y Nicolás, su guardaespaldas. O algo así. Y yo llevaría ondas al agua en el pelo y medias con costura detrás.

Después de convertir mentalmente la situación en todos los géneros de cine que conocía (inclusive ciencia ficción —Hugo y Nicolás son extraterrestres infiltrados en nuestra sociedad que intentan emular a los humanos para llegar a las altas esferas y terminar con la humanidad desde dentro— y el porno —Hugo y Nicolás son dos pizzeros que se equivocan de casa a la vez y vienen a la mía, donde me quieren hacer de todo—), se me ocurrió que podría…

Malditas fantasías locas.

—¿Sí? —contestó Hugo desde su despacho, probablemente con el manos libres.

—Perdona que te moleste —dije al teléfono—. Soy Alba. Tengo…, bueno, tengo un problema con esto de las llamadas y no sé muy bien a quién puedo acudir.

¡¡¡MENTIRAAAAAA!!! Muajajaja (risa maligna).

—Dispara. —Se le notaba concentrado en otra cosa y me arrepentí de haber urdido aquel plan estúpido.

—No me aclaro mucho para pasar…, ya sabes, de un teléfono a otro y…

—Ajá. Dame un segundo.

Un pip pip me avisó de que había colgado y me quedé con cara de acelga mirando a la nada, pensando que había pasado de mí, hasta que escuché una puerta cerrarse y pasos por el pasillo enmoquetado. Me puse nerviosa. Hugo se asomó a mi cubículo y sonrió. Dios. Qué guapo estaba. Traje gris claro, camisa blanca, corbata negra.

—¡No hacía falta que vinieras! —Sonreí con todo el encanto del que fui capaz.

—Soy de los que piensan que las clases prácticas valen por dos. ¿Me dejas?

Me levanté de la silla y él se sentó en un ademán rápido.

—Ojo. Pausas aquí la llamada entrante. Le das a este botón y después marcas la extensión del destinatario. Puedes hacerlo varias veces si es una llamada a tres o una conference.

—Ajá. —Asentí.

—Vamos a hacer la prueba.

Dio un tirón a mi cintura y, dejándome completamente sin palabras, me sentó en sus rodillas. Aquello estaba mal, muy mal. Pero qué jodidamente cachonda me puso notar su aliento cálido en mi cuello.

—¿Cómoda?

—Deja que me levante… —le pedí. Porque en mi plan lo único que pasaba es que coqueteábamos entre risitas y quizá me invitaba a tomar algo, no que él se hacía con las riendas de aquella manera.

—¿Por qué?

—Porque…, porque sí. ¿Tú sabes lo que pensarán si nos ven?

Sus labios se posaron sobre mi oreja. Me puse rígida. Su respiración sosegada me calentaba la piel.

—Dime una cosa, Albita… Aún llevas puesta la ropa interior, ¿verdad? —susurró.

—Claro que sí —jadeé queriendo parecer indignada.

—Pues no pueden pensar nada malo. —Me acomodó cogiéndome con las dos manos de la cintura y colocándome mucho más arriba…, diría que sobre su entrepierna—. Marca el número.

El corazón iba a reventarme el pecho. Ya lo imaginaba saltando sanguinolento sobre la mesa, salpicando los folios y la pantalla del ordenador. Pero le pedí que se tranquilizara y traté de tranquilizar de paso mi respiración. Alargué la mano hacia el teléfono y dejé los dedos dubitativos encima de las teclas. Él hizo lo mismo, colocando la suya encima, y me llevó a marcar una extensión; después cogió el auricular en un movimiento tan ágil que me derretí, lo colocó en mi oreja y yo lo sujeté con la mano temblorosa.

—¿Sí? —Escuché una voz familiar, masculina, grave, huraña. Nicolás.

—Dile que necesito hablar con él —susurró en mi otro oído Hugo, poniéndome la piel de gallina.

—Ho…, hola —titubeé cuando la nariz de Hugo se posó en mi cuello y se deslizó sobre él. Aquello no podía estar pasándome—. Soy Alba. Hugo necesita… hablar contigo.

—Joder…, ¿tú sabes lo bien que hueles…? —murmuró Hugo al otro lado de mi cuello.

—Ok. Pásame.

Moví los dedos sobre el teclado del teléfono según las instrucciones que me había dado Hugo y que yo misma había leído en el manual. Después él me cantó unos números y, moviéndome con manos expertas en su regazo, me dejó con una pierna colgando entre las suyas, sentada sobre algo muy duro en su bolsillo que… empezó a vibrar. Su teléfono. Su teléfono móvil de empresa vibrando bajo mi sexo. Entre la vibración y yo, solo la fina tela de mis braguitas y la tela de su pantalón de traje. Quise moverme, levantarme…, algo. Estaba de pronto excitada, nerviosa; me sentía fuera de lugar, dominada o sobrepasada, no lo sé, pero Hugo me mantuvo sobre la vibración. Un timbrazo, cogí aire con la boca abierta suplicándole que dejara que me levantara; dos tonos, gemí despacio…, bajito…

—A mí me parece que te gusta…

Tres. Empecé a jadear y la mano que me tenía asida de la cintura subió casi hasta la curva de uno de mis pechos. Cuatro timbrazos. Justo cuando estaría a punto de saltar la llamada a su buzón de voz, pasó de ejercer un poco de fuerza hacia abajo a impulsarme hacia arriba. Me levantó, sacó su móvil y contestó como si no pasara nada, aunque un bulto en sus pantalones dijera lo contrario.

—¿Sí?

Me giré a mirarlo. Estaba sentado cómodamente en mi silla, dedicándome una sonrisa de suficiencia de lo más sexi. Y allí estaba su erección si yo quería verla. No la escondía, aunque lo cierto es que habría sido difícilmente disimulable. La culpa de todo era mía. Solo mía. ¿Dónde me estaba metiendo? Y yo allí de pie con cara de gilipollas, agarrada al teléfono con tanta fuerza que probablemente mis nudillos se vieran blanquecinos.

—Ahora es cuando me pasas la llamada —dijo con sorna.

Pulsé un botón y Hugo saludó.

—Hola, Nico. ¿Te acuerdas de aquel proyecto que te comentaba ayer? —Sus ojos se deslizaron por mis pechos, mi cintura. Su mano me acarició la pierna y al levantarse casi llegó hasta mi trasero por debajo de la falda—. Pues… no estoy seguro. Quizá deberíamos hablarlo bien luego y poner sobre la mesa los pros y los contras. —Me guiñó un ojo, apartó su teléfono y añadió—: Un placer ayudarte.

Cuando desapareció no me lo podía creer. Las piernas y las manos me temblaban; sentía tantas cosas a la vez que de pronto no sabía dar nombre a ninguna de ellas. Hugo me había sentado en sus rodillas, me había frotado contra su entrepierna, había susurrado en mi oído, recorrido el cuello con su nariz, casi sobado un pecho y… ¿no había habido un conato de masturbación con la vibración de su maldita BlackBerry? Me dejé caer pesadamente en mi silla, arrancándole un chirrido. Por el amor de Christian Dior, ¿qué acababa de pasar?

Me acerqué a la mesa y apoyé la frente sobre su superficie. Estaba fresca y lo agradecí. Necesitaba la cabeza bien fría ahora que otras partes estaban tan, tan, tan calientes… Notaba mis pezones clavarse sobre el tejido del sujetador y me dolía un punto muy concreto en el vértice de mis piernas. Cogí aire y me enderecé al escuchar un ruidito salir de mi ordenador. Una pantalla había aparecido de la nada y parpadeaba en color naranja buscando mi atención. Era un chat.

Muñoz, Hugo:

«Clases prácticas valen por dos. ¿O no?».

Miré la pantalla con cara de terror. No sabía qué hacer. Los dedos seguían temblándome pero los llevé hacia el teclado. Deseaba hacerlo. Deseaba volver a sentir su aliento en mi cuello y sus manos manejándome sobre él. Nunca en mi vida me habían hecho sentir de aquel modo.

Aranda, Alba:

«Hoy sí te propasaste».

Pulsé intro y la frase apareció allí, bajo la suya. Abajo un mensaje me avisó de que estaba escribiendo.

Muñoz, Hugo:

« Si me buscan, suelen encontrarme».

Aranda, Alba:

«Yo no te busqué.

»¿Ya ha dejado de darte miedo una demanda por acoso sexual?».

Hugo se puso a escribir. Escribía, escribía, escribía. Se me hizo eterno hasta que su mensaje apareció en la pantalla.

Muñoz, Hugo:

«Soy de esos hombres que piensan que la vida es demasiado corta para andarse con protocolos. Me gusta ir al grano y si me invitan a entrar, lo hago. Ahora dime, Alba…, ¿es que no te ha gustado? Si lo he hecho en contra de tu voluntad me presentaré gustoso en Recursos Humanos para notificarles que soy un jodido depravado que te hubiera arrancado las bragas y follado con los dedos».

Me quedé con los ojos abiertos de par en par y un cosquilleo insistió debajo de mi ropa interior, dejando claro que yo me habría dejado hacer de llegar el caso.

Aranda, Alba:

«Eres un cerdo.

»Y demasiado directo».

Muñoz, Hugo:

«Pues yo juraría que el problema es que había demasiada tela».

Aranda, Alba:

«No creo que estas conversaciones sean oportunas en el trabajo».

Muñoz, Hugo:

«¿Ves cómo quieres que te invite a cenar? No sabes ya cómo pedírmelo».

No pude evitar sonreír.

Aranda, Alba:

«Yo no quiero que me invites a nada».

Muñoz, Hugo:

«Tú quieres tantas cosas, nena, que ni siquiera las sabes».

Me quedé con los dedos sobre el teclado. Decidí que aquella sería la última frase de nuestra conversación. Eso y que no volvería a acercarme demasiado a él. Con Hugo no se jugaba. Eso había aprendido. Eso y a pasar llamadas. No creo que se me fuera a olvidar jamás.

libro-8

6

La fiesta

Tardé en sentirme tremendamente avergonzada lo que me duró enfriar el calentón. ¿Qué estaba haciendo? ¿Ahora me dedicaba a buscar refregones en la oficina? ¿Qué era aquello, reggaetón oficinístico? ¿Qué me estaba pasando? Pero lo cierto era que había algo en Hugo que me atraía hacia él. Pero… ¿qué papel tenía Nicolás en toda esa historia? Porque allí donde miraba, también estaba él.

Pero eso de arrepentirme y avergonzarme era lo que me pasaba en el trabajo. Cuando llegaba a casa…, cuando llegaba a casa me pasaba una cosa muy distinta. Me sentaba en el pequeño sofá destartalado de mi piso y pensaba…, pensaba en las manos de Hugo firmes en mi cintura, dándome lo que yo estaba buscando desde que lo había visto en el metro. Había una Alba dentro de mí que fantaseaba con haber follado con él aun sin conocerlo de nada, sin nombres, sin palabras. Solo sexo seco y brutal, arrancando ropa y mordiendo piel.

Y al final terminaba retorciéndome, con mi mano entre los muslos, agitada, tocándome una y otra vez sin encontrar consuelo ni calma. Me masturbaba pensando en haber sentido sus dedos sobre la fina tela de mi ropa interior, en lugar de la vibración de su teléfono móvil. Después, fantaseaba, se aventuraría bajo ella, deslizándose entre mis labios húmedos. La fantasía terminaba a veces con sexo descontrolado sobre la mesa; otras, con una paja o una mamada. Me dieron para mucho aquellos escasos dos minutos…

El viernes, aún con el quinto madrugón de la semana, una ducha fría y una última masturbación rápida debajo del agua, yo seguía caliente como nunca lo había estado. Me dolía. Me dolía de ganas acumuladas. Visto lo visto, no necesitaba sexo. Necesitaba sexo con él. Pero no solo de deseos vive el hombre…, tenía que olvidar aquello antes de que supusiera un problema de verdad.

Esperé a Olivia en la cocina, como los días anteriores. Cuando llegó olía a perfume y traía un leve rastro del olor de un cigarrillo, seguramente fumado a toda prisa en la puerta. Me sonrió y me enseñó una bolsita de papel marrón.

—Donut —anunció.

—¡Oh! ¡Por Dios, qué rico! —exclamé emocionada. Estaba hartándome del sabor mantecoso de las galletas de allí. Las que yo había llevado, de esa tienda de dulces franceses artesanos cercana a la plaza Mayor, había sido asaltada y vaciada el martes. Perecieron las rellenas de chocolate, de coco, de frambuesa… No hubo supervivientes.

Ella me tendió la bolsa.

—¿No quieres? —le pregunté.

—Ah, no. Es que aquí al lado te sale el café más bollo por dos y el café solo por uno ochenta. Y yo ya llevo a plan dos semanas —dijo orgullosa—. Bueno, las galletas no valen. Pero llevo comiendo y cenando coliflor y brócoli ya ni se sabe. Menudas noches toledanas.

Me eché a reír mientras le daba un bocado al donut.

—¿Y para qué te pones a plan?

—Para la fiesta, claro.

—¿Qué fiesta?

Ella me miró con desconfianza y luego abrió los ojos, como cayendo en la cuenta de algo.

—Es el cóctel de verano de la empresa, pero deben de haberse olvidado de darte la invitación. Cuando las repartieron aún no trabajabas aquí. ¡Dos semanas y todavía no te has enterado! Si es que no se puede ser tan asocial! —se descojonó.

—Sin fiesta me quedé, por asocial.

—Nada. Ahora se lo recordaré a la chica que lo lleva. No te preocupes, que tú esta noche no te pierdes la juerga.

—¿Esta noche? ¿Hoy?

—Claro. Me voy a poner escote. —Levantó las cejas un par de veces—. Hoy follo aunque sea contigo.

Me atraganté con el donut con la risa y eché mano a mi café para ayudar a que bajara. En ese momento Hugo entró en la cocina y sonrió. Estaba espectacular. Llevaba un traje azul medianoche, oscuro, con otra de sus perfectas camisas blancas un poco entalladas. Debía de hacérselo todo a medida porque le quedaba como un guante. Mira, a medida, como le haría yo el traje de saliva.

—Buenos días, señoritas.

—Alba no tiene invitación para el cóctel —indicó Olivia sin necesidad de saludos.

—Ah, ¿no? —Él se acercó al armario y sacó una cápsula de café y una taza de cristal transparente—. Y dime, Alba…, ¿tienes ganas de fiesta?

Entendí enseguida el doble sentido de su pregunta.

—Yo no, pero parece que alguien tiene interés en que las tenga.

Sonrió para sí. Su perfume, junto con el de Olivia y el aroma del café llenaban la estancia por completo. Me recordé que debía respirar despacio, pausadamente.

—Pues si ese alguien vence en su cometido, toma. —Metió la mano dentro de su americana y sacó una tarjeta—. Me llamas y vamos juntos.

Olivia no pudo disimular la sorpresa. Cruzamos unas miradas de incomprensión las dos.

—Ah, claro. ¿Quién osaría pedirte la entrada si vas con él?

—Ay, Olivia, Olivia… Un día tienes que contarme por qué estás tan a la que salta. ¿Poco sexo? —le dijo con una sonrisa extrasexual.

—¡A ti qué te importa! —le contestó ella—. Yo follo con quien quiero y cuando quiero.

Hugo fingió una mueca.

—Cuando quieres, no lo dudo. Con quien quieres…, no lo tengo tan seguro.

—Si lo dices por ti, no eres mi tipo —le respondió ella con gracia.

—Lo sé bien. A ti te van más rubios.

Él se echó a reír y, dirigiéndose hacia mí, acercó su pulgar a mi boca, donde recogió una esquirla de glaseado del donut.

—Azúcar —me dijo.

—Gracias.

Se metió el pulgar en la boca, lo lamió y después se marchó mordiéndose el labio inferior. Cuando desapareció, el dolor de mi entrepierna era más intenso que el sol de agosto, pero miré a Olivia intentando disimular.

—¿Qué? —le pregunté acalorada.

—Alba… —Se apoyó en la nevera y suspiró—. Sé que no te conozco mucho y eso pero… ¿puedo darte un consejo? Un consejo que nadie me ha pedido, ya lo sé.

—Claro. Dime.

—Con Hugo y Nico…, cuidado.

—¿Por qué? No es que tenga intención de…, de nada, pero…

—Juegan en otra liga. Deja pasar ese tren. El destino no te gustaría. Te lo digo porque me pareces buena chica. Es un consejo.

Me pasé todo el día pensando en qué habría querido decir Olivia. A pesar de haber intentado sonsacarle más información, ella se escudó en rumores, en algunas cosas que había visto y que no la implicaban a ella…, explicaciones que no aclaraban nada. Lo único claro de aquel asunto era un cartel enorme, luminoso y hasta sonoro, en el que ponía «Danger» y que sobrevolaba dos cabezas de aquella oficina. Y… qué curioso: los dos. Nunca Hugo por una parte y Nicolás por otra. Los dos, como un pack indivisible de copas Danone. El uno siempre llevaba al otro. ¿Y adónde llevaban juntos?

A las tres, mientras Olivia se fumaba un cigarrillo junto a los grandes ceniceros de la entrada, intentó convencerme de pasarme por el Hotel Puerta de América, en cuya terraza se organizaba el cóctel de verano de la empresa. Pero yo sin entrada y dependiendo de que Hugo me ayudase a entrar…, no lo veía claro.

—Pero ¡que la que coge las entradas me conoce! Yo se lo explico. ¡Venga! ¡No seas pesada! Tienes que venir.

—No. No tengo que ir. —Me reí.

—¿Qué puede pasar? ¿Que te tomes un par de gintonics gratis y que conozcas más a tus compañeros? ¡¡Oh!! ¡¡Horror!!

—Es que…

—Empieza a las nueve y media. Apúntate mi móvil y avísame si te animas. Un vestidito y andando.

De camino al metro decidí llamar a Gabi(nete de crisis) para preguntarle si creía que debía ir a ese cóctel. En realidad, ya sabía lo que me iba a decir: que el networking era muy importante, que tenía que ir y relacionarme con mis compañeros. Pero, claro, ella no sabía nada del trajín que me llevaba con Hugo. Y con Nicolás. O solo con Hugo…, ¡yo qué sé! Solo con mencionarle que había dos chicos guapos ya había puesto el grito en el cielo… Y yo necesitaba una justificación exterior para las ganas de ponerme un poco de escote, enseñar algo de pierna y contonearme delante de Hugo fuera de la oficina.

Gabi(nete de crisis), por supuesto, me dio la coartada perfecta para aceptar la invitación.

—Ay, Alba, no sé ni cómo preguntas. Es tu obligación ir y ser supersimpática con todo el mundo. Así te integras.

—Visto así… —contesté.

—Pero no te pongas nada muy exagerado.

—Bueno…, vale.

A las nueve y media pasadas llegaba al Hotel Puerta de América con un vestido negro vaporoso, justo por encima de la rodilla. La parte de arriba estaba compuesta de un forro con escote de corazón y una gasa transparente encima que cubría hasta el cuello, donde cerraba en forma redondita. La espalda…, al aire. En los pies, unas sandalias de plataforma negras con apliques dorados. Había pasado una hora de reloj maquillándome cuidadosamente para no parecer demasiado maquillada. Esas cosas que hacemos de vez en cuando las mujeres. Me había preparado la piel como nunca. Y todo para, al final, llevar mi clásico eyeliner negro bien marcado y los labios de un nude brillante, en el tono Peachstock, de MAC.

Me encontré con Olivia en la puerta, donde habíamos quedado por mensaje. Ella llevaba un vestidito, también vaporoso y largo, estampado con pequeñas florecitas. El escote se lo había olvidado en casa.

—¿No decías que ibas a ponerte escote? —le pregunté riéndome.

—¡Uy! ¿Es que no lo ves? —Se señaló un pedazo pequeño de piel que quedaba al aire.

—¡Si yo tuviera tus…!

—¡No sigas! —me pidió entre risas.

Fuimos hasta el hall y allí, junto a una mesita, dos chicas superemperinfolladas pedían las acreditaciones. Me miraron de arriba abajo. Claro, la nueva. No era una empresa tan grande.

—Chicas, no le mandasteis entrada porque es nueva incorporación.

Ellas se miraron entre ellas.

—¿Lleváis email de autorización?

—No —dijo Olivia—. Pero es la chica nueva, de la planta dos.

—Es que sin email…

Vaya dos tórtolas. Suspiré. No tendría que haber ido.

—No pasa nada.

—Llama a Hugo.

—¿Estás loca? —le dije riéndome—. ¡Pensará cosas raras!

—¡Hugo siempre piensa cosas raras! ¡Y sucias! ¡Venga!

Miré el móvil dubitativa. Se acercaron unas chicas y se pusieron a hablar con Olivia. Había memorizado su número en el móvil, pero… ¿mandarle un mensaje? ¿Llamarle?

—Buenas noches, señoritas. —Su voz suave y sensual avisó de que Hugo estaba detrás de mí. Pero no me di la vuelta—. Olivia, ¿Alba al final no viene?

Me giré entonces sonriendo al escuchar mi nombre. Me hizo una ilusión tonta que preguntara por mí nada más llegar. Hugo se quedó mirándome, sin decir nada, con expresión lobuna. Olivia hizo una broma en voz alta y todas las demás, incluida ella, se echaron a reír. Quise que Hugo me sonriera como lo había hecho en el metro. Y en el rincón de la fotocopiadora. Y en su despacho. Y en la cocina. Y en la entrada del edificio. Y en mi cubículo. Sin embargo, lo único que hizo fue deslizar sus ojos por todo mi cuerpo y después, sin mediar palabra, acercarse a la mesa, sacar su tarjeta de empleado y decir «Va conmigo» señalando con la cabeza en mi dirección. Estaba espectacular, con un pantalón y camisa negros.

Pasamos hacia la zona de los ascensores y Olivia y el resto de las chicas se quedaron algo rezagadas. Nosotros dos las miramos de reojo.

—¿Me tienen miedo? —me dijo esbozando una de esas sonrisas matadoras.

—A ti o a una denuncia por acoso.

Los dos nos reímos de cara a la puerta cerrada del ascensor.

—Cómo te gusta buscarme…

—Confundes tus ganas de que te encuentre con unas intenciones que no tengo.

Se inclinó un poco, solo ligeramente, y susurró cerca de mi oído:

—Te salva que estemos rodeados de gente del trabajo.

—¿O qué pasaría?

—Que te diría algunas verdades para las que quizá aún no tienes edad.

—Tengo edad de sobra, ¿recuerdas?

—Sí, seguro que ya sabes de dónde vienen los niños.

—¿Siempre eres así? —Sonreí.

—Solo cuando me gusta alguien.

Un glin, glin avisó de que el ascensor acababa de llegar y él nos cedió el paso a todas las damas con su ya clásico «Ladies first». Después se despidió diciendo «Nos vemos arriba» y guiñó un ojo.

Muerte súbita. Destrucción. Ropa interior ardiendo. Pepitilla dolorida.

—Y este ¿por qué no sube? —preguntó extrañada Olivia.

—Estará esperando a su novio —dijo una voz desde el fondo del abarrotado ascensor.

Todas rieron a coro.

—Tía, si esos dos son gays pierdo la fe en que en el futuro de la humanidad haya tipos guapos. ¡Todos los que da gusto ver se lían entre ellos! Creo que les voy a ofrecer mi útero, por el bien de vuestras hijas.

—¡Que no son gays! —Se descojonó otra—. Pero es posible que quieran hacerlo creer; así las babosas como nosotras nos limitamos a mirarlos y les dejamos en paz.

Hubo otro estallido de carcajadas dentro del aparato, que subía lentamente. Miré a Olivia de reojo y en un susurro me dijo:

—Lo pasaremos bien. Ven, te las presento.

Al llegar arriba me sorprendí. El ambiente era moderno, muy al día. Esperaba algo más rococó y mucho menos actual. Desde luego las personas que organizaban aquel evento sabían lo que se hacían. Sonaba música no muy alta y paseaban camareros con bandejas y copas. Cogimos unas con vino blanco y nos fundimos entre la gente.

—Al principio es bastante aburrido. Comes y bebes cuanto puedes y les ríes las gracias a un par de jefes. Después suben la música, empiezas a pedir copas y ya… Dios dirá —me informó Olivia—. El año pasado terminamos en un karaoke. Yo canté Marinero de luces.

La miré de soslayo.

—¿Karaoke? ¿Marinero de luces? No contéis conmigo.

—Ya me lo dirás después de unos vinos más.

Chocamos el cristal de nuestras copas y nos sonreímos.

Las chicas que acompañaban a Olivia pertenecían a otro departamento y parecían (infinitamente) más simpáticas que las del mío, que se quedaron en un rincón mirando hacia nosotras con cara de asco. Olivia me dijo que no había conseguido hacer migas con ellas en el tiempo que estuvo trabajando en el que ahora era mi puesto y lo cierto era que me extrañaba, porque ella era una de esas chicas a las que todo el mundo saludaba con una sonrisa. Parecía conocerlos bien a todos. Íbamos parando de vez en cuando en pequeños grupos en los que me presentaba en sociedad y donde nos echábamos unas risas. Informática, presidencia, marketing, reprografía…, me puse al día con casi toda la empresa. Al final Gabi tenía razón: aquella fiesta me venía estupendamente bien.

Hugo entró en la sala y un montón de ojos femeninos se deslizaron al mismo ritmo que él; los míos entre ellos. Se colocó junto a la barra, pidió una copa y se puso a hablar con un grupo de gente. Tenía uno de esos físicos imponentes y elegantes que daba gusto mirar. Y mientras yo le observaba embelesada beberse una copa de vino (acto en el que seguía pareciendo demasiado masculino, sexi y empotrador), él levantó la mirada, se encontró con la mía y sonrió. Yo hice lo mismo. Aún estaba impresionada con la facilidad con la que había dejado caer que yo le gustaba. Le gustaba, sí, vale… ¿Para qué? Seguramente para echarme un polvo brutal en el baño de cualquier garito y a lo sumo repetir en mi casa en posición horizontal. Bueno, ¿y cuál era el problema? Un ratito de placer con un hombre de los que no se te presentan dos veces en la vida. ¿Entonces? Entonces Alba seguía siendo un poquito mojigata, me temo.

Un rato después, fue Nicolás quien entró evidenciando que todas las mujeres de la empresa los tenían más que fichados a los dos. Lo cierto es que estaba demasiado guapo como para no prestarle atención. Vaqueros desgastados, camisa a cuadros arremangada. Así vestido aún estaba más increíble que con traje. Tenía ese aire de chico malo que nos deshace y que es capaz de convertirnos en unas tontas. No fui la única que le siguió con la mirada y ninguna se sorprendió cuando se acomodó en una banqueta junto a Hugo. Las chicas siguieron bromeando sobre si eran novios y la conversación fue subiendo de tono hasta cubrir descripciones bastante explícitas de qué harían en la cama y quién recibiría de los dos. Casi todas estaban de acuerdo en que sería Nicolás quien se pondría debajo… Que bromearan cuanto quisieran, pero a esos dos tíos lo que les gustaba era tener a una tía abierta de piernas encima de su cama y todas lo sabíamos.

No sé si resultado de la visión de Nicolás y Hugo juntos o de la acumulación de gente, empezó a hacer muchísimo calor allí dentro, así que fuimos desplazándonos hacia la zona lateral, donde corría un poco de aire. Olivia se encendió un cigarrillo y el olor viajó, sinuoso, hasta mi nariz. Aspiré. Solo había dos ocasiones en las que echaba de menos fumar: cuando estaba nerviosa y presentía que algo no iba bien y cuando me tomaba una copa. Sin embargo, intuía que en el momento en el que encendiera un pitillo volvería a engancharme irremediablemente.

—¿Quieres? —me ofreció Olivia al verme mirándolo con ojos golosones.

—Qué va. Me gusta demasiado.

—Un pitillo no te va a enganchar.

—Sí, sí que lo hará. —Me reí—. En realidad me está dando mucha gusa. Voy a aprovechar para ir a por otra copa, porque si no, me fumo toda la cajetilla.

Les guiñé un ojo y fui hacia la barra, donde me atendieron enseguida y pedí una copa de vino blanco. Sonaba Michael Bublé cantando Feeling good cuando alguien se apoyó a mi lado y pidió una de tinto.

—Qué calor, ¿eh?

Antes de que hablara, su olor ya lo había delatado. Le miré con una sonrisa, apoyándome en la barra. Era Hugo, claro.

—¿Estudias o trabajas? —le pregunté con descaro.

—Trabajo; o al menos eso intento, porque se me van los ojos detrás de tus piernas.

—Tendré que ponerme pantalones.

—No me harás eso… —Me guiñó un ojo—. ¿Te lo pasas bien?

—Sí. —Le sonreí—. ¿Y tú?

—Bueno, esto deja de ser divertido cuando tienes un cargo y de pronto debes comportarte. Nada de beber hasta el desmayo. Nada de aprovechar para burlarse del jefe. Nada de meterte mano en ese rincón oscuro de allí.

Me eché a reír y cogí la copa que me tendía el camarero.

—Para que pudieras meterme mano tendría que dejarme, ¿no? A lo mejor no quiero.

—A mí me pareció el otro día que…

—No nombres nada del otro día —le pedí con una sonrisa.

—Mi BlackBerry te echa de menos. Quiere llamarte, pero le digo que no se ponga ansiosa o te asustará. Al parecer no culminasteis.

—Qué imbécil. —Me reí.

—¿Te tomas la copa aquí conmigo?

—¿Me darás conversación? Pero conversación de verdad…

—Claro. Cuando quiero puedo ser muy interesante.

—Sorpréndeme.

—¿Sabías que la gente suele tener las pestañas del mismo color que el vello púbico?

—¿Qué dices? —Le miré supersorprendida.

—Lo que oyes. Y las mujeres tenéis las encías del mismo color que el clítoris.

Abrí la boca para contestarle, pero no se me ocurrió nada; él aprovechó para levantarme el labio superior un poco con uno de sus dedos. Le aticé un manotazo y él estalló en carcajadas.

—Pues los hombres tenéis el pene justo tres veces más grande que vuestro pulgar.

Hugo dejó sus manos encima de la barra, delante de mí, y yo las miré con una mueca de diversión.

—A ver…

Jugueteamos como dos críos con nuestras manos, haciendo cálculos. El resultado era…, guau. Nada desdeñable. No sabía si lo que había dicho era científicamente demostrable, pero a mí me apetecía averiguarlo. Algo había visto ya en la foto, pero…

—Las pestañas… —dijo en un susurro acercándose a mí— las llevas maquilladas, ¿verdad?

—Verdad. —Asentí juguetona—. Pero poca información iba a darte el color de mis pestañas.

—¿Qué pasa, Albita? ¿Te lo tiñes? —bromeó.

—Tendría que tener algo para poder teñirlo.

Se echó a reír a carcajadas; así, relajado, aún estaba más sexi. Era uno de esos hombres que debía de estar increíble tirado en un sofá con el pantalón desabrochado y las manos encima de mi cabeza. Dios. Qué pensamientos me cruzaban por la mente en aquel momento… El pensamiento de hacerle la mamada de su vida hasta el final y dejarle con los ojos en blanco.

—Entonces ni un pelo de tonta, ¿no?

—¡Oye! No seas grosero. No pienso hablar de este tema contigo.

—Tú empezaste, pero de todas formas no pensaba hablarlo.

Me quedé mirándole esa preciosa sonrisa tan sensual y sexual y el cuerpo entero se me hizo agua. Estaba claro que Hugo quería meterse en mi cama y entre mis piernas. No daba lugar a equívoco. Lo de la BlackBerry, el coqueteo y ahora esos comentarios.

—¿Entonces? —pregunté, pinchándole.

Chasqueó la lengua contra el paladar con suficiencia y se acercó a mí, dejándome parcialmente atrapada entre su cuerpo y la barra. Me apartó el pelo del cuello y susurró:

—¿Sabes algo de latín?

—No lo hablo con fluidez —bromeé nerviosa.

—Acta non verba.

Desde detrás, la gente solo vería a dos personas apoyadas en la barra, él rodeándome los hombros con su brazo izquierdo. Pero de lo que nadie se percataría sería de la mano derecha de Hugo deslizándose en ese preciso instante por debajo de mi vestido. Le miré y sonrió canalla. Noté el tacto y el calor de su palma suave subiendo por mis muslos, que se contrajeron instintivamente. Rodeó mi cadera y subió hasta mi vientre para después precipitarse hacia abajo, por dentro de la ropa interior. Me agarré con fuerza a la barra y jadeé sorprendida.

—Soy un hombre de acción, no de palabra, Alba…

Sus dedos bajaron un poco más, introduciéndose entre mis labios. Se mordió el labio con placer cuando notó que estaba húmeda. Estaba cachonda, paralizada y… sí, muy depilada. No pude ni moverme.

Le agarré el brazo con la mano derecha pero, lejos de apartarlo de mí, que habría sido lo lógico, le clavé los dedos crispados, conteniendo un gemido. Me estaba acariciando con maestría, humedeciéndome más, deslizando la yema ya mojada sobre mi clítoris. Gemí y él me pegó el paquete al costado, donde pude notar cómo palpitaba, endurecido.

—Te habría follado en el puto vagón de tren y sería capaz de follarte aquí mismo, pegada a la barra —gimió de morbo en mi oído. Después coló con facilidad un dedo dentro de mí y mordió el lóbulo de mi oreja.

—Joder…

—Sí, ¿eh? Joder… —gruñó cachondo.

—Para…—supliqué cuando las piernas empezaron a temblarme. Metió otro dedo y aceleró el ritmo.

—Estás empapada. Me gusta. ¿Serías capaz de correrte aquí?

—Para, Hugo… para. —y sí, sería capaz. Y no quería correrme rodeada de gente, en medio del cóctel de verano de la empresa en la que acababa de empezar.

Hubo un lapso de tiempo sin conversación; sus dedos seguían penetrándome y su pulgar presionaba mi clítoris. Me agarré a la barra y cerré los ojos.

—¿Sabes? Tienes razón. Creo que va a ser más divertido dejarlo aquí.

Hugo sacó la mano como si nada de dentro de mi ropa interior y se metió por turnos el dedo corazón y el índice en la boca ante mi pasmada mirada. Después cogió su copa, brindó con la mía y terminó de un trago su vino.

—Ve con las chicas, pásatelo bien y, si te apetece, ten el móvil a mano…

Me guiñó un ojo y se fue. Y yo, paralizada y con cara de «esto no me puede estar pasando». ¿De verdad se había metido los dedos en la boca después de tocarme?

Volví con Olivia con la copa a la mitad y las piernas temblorosas. Ella me miró de reojo y yo le sonreí.

—¿Estás bien?

—Sí, genial.

—¿Qué se contaba Hugo?

—Ya sabes…, nada en particular.

Nada en particular. Que quiere follarme y que le gusta tenerme húmeda en sus dedos. Me bebí el vino blanco en dos tragos, abandoné la copa encima de la bandeja de un camarero y cogí otra, no sé ni de qué. Al darle un trago me di cuenta de que era cava. Y no hay nada que se me suba más a la cabeza que el cava y el champán, pero me dije a mí misma que… qué más daba. Me había dejado casi masturbar en mitad de la fiesta de la empresa por un hombre que conocía de un par de semanas.

Las chicas intentaron meterme en la conversación. Hablaban de cosas en las que me habría entusiasmado opinar en otra situación, pero no podía dejar de pensar en Hugo y en su mano metiéndose dentro de mi ropa interior. Había algo dentro que me empujaba a sacar el móvil, hacerle una llamada y pedirle que se viniera a mi casa. Pero luego me decía a mí misma que estaba loca y que ningún hombre, por muy guapo, moreno, alto y hábil que fuera, podía hacerme perder la cabeza a ese nivel.

Antes de que me diera cuenta, las luces del local habían bajado lo inversamente proporcional a la música. Las chicas y yo nos animamos a tomar unos chupitos. Una de ellas decía que conocía un local cerca donde después podríamos bailar en condiciones. Pedimos dos rondas seguidas de tequila y me recordé a mí misma que después del tercero solía encontrarme mal. Fui a pedir una botella de agua, pero Olivia me pasó un gintonic. Poco a poco mi vista perimetral fue nublándose y mi sonrisa ensanchándose.

Una de las chicas empezó a contar, con la lengua muy suelta, que hacía unos años había terminado el cóctel de verano morreándose con un compañero de departamento al que odiaba. Olivia apuntaba ácidamente descripciones del sujeto en cuestión y todas nos reíamos a carcajadas.

—Consejo: nada de morrearse hoy con nadie de la empresa. Mañana os despertaríais con un chupetón horrible en una teta, un recuerdo inquietante y mononucleosis.

Todas estallamos en carcajadas, pero mi mente borró el consejo. Yo quería morrearme mucho y muy fuerte con cierto hombre moreno de piernas largas. Maldito alcohol, dulce tormento, como dice Pitbull, que, según mi hermana Eva, será recordado en los siglos venideros como un gran filósofo.

Sonaba Toca’s Miracle, de Fragma, y yo buscaba a Hugo desesperadamente con la mirada, esperando que no se me notara demasiado, aunque es sabido por todos que el alcohol (mezclado sin conocimiento ni sentido común) no la hace a una muy discreta. Entre todas las caras de los asistentes de pronto me choqué con los ojos fríos y azules de Nicolás, que me miraba fijamente. Le saludé con un movimiento de cejas, cohibida, y contestó con una sonrisa de medio lado que ubicaría entre el desprecio y la satisfacción de saberse por encima de las circunstancias. La seguridad personal que transmitían tanto él como Hugo me ponía nerviosa y me hacía sentir una niña pequeña manejándome en un mundo de adultos. Era inquietante y… emocionante.

Me sorprendió que la gente se animara a bailar. Supongo que las copas calentando el estómago hicieron su parte. Me lo estaba pasando bien, pero Hugo seguía sin aparecer. Abrí el bolsito de mano y miré el móvil; me había dicho que estuviera atenta, ¿no? Me costó un poco enfocar. Maldito tequila. Bueno…, maldito tequila, malditas cuatro copas de vino blanco, maldito cava y maldito gintonic. Madre mía. La norma número uno era no emborracharme esa noche. Y no solo empezaba a estar borracha…, súmale lo cachonda que me había puesto Hugo. Es lo que mi amiga Diana denominaba «furor uterino», me temo. No había mensajes. No había llamadas perdidas. Ni wasaps. Por no haber no había ni interacciones en ninguna de las redes sociales. Fruncí el ceño. ¿Qué hacía yo mirando borracha el móvil, esperando que un tío sin vergüenza ni pudor diera señales de vida? Conociendo su modus operandi era capaz de mandarme un SMS con su rabo. Un rabo que ya tenía el honor de haber visto en fotografía.

Cuando estaba a punto de dejar caer el móvil dentro del bolso, me vibró en la mano, asustándome. Aparecía un aviso de mensaje: «Qué ojitos tan turbios… ¿Bailas un poquito para mí, piernas?».

Lancé una carcajada y Olivia me miró sorprendida.

—¿Con quién te mensajeas?

—Ah, nada. —Escruté alrededor pero no lo localicé. Volví a ver a Nicolás, que me azotó con un pestañeo. Desvié la mirada hacia Olivia—. ¿Bailamos?

Tiré de ella, que se negaba a seguirme, y nos plantamos en medio de la pista. El resto de las chicas nos aplaudió y nosotras, muertas de la risa, hicimos una reverencia.

—¡Venid aquí a bailar, cabronas! —gritó Olivia.

«Qué pedo llevo», pensé. Empezó a sonar una canción de electrolatino que todo el mundo parecía saberse. Hasta Olivia, que sabía que estaba loca por Julian Casablancas y The Strokes, la bailoteaba contenta. Cerré los ojos y me dejé llevar, moviendo las caderas de un lado a otro, suavemente, permitiendo que la falda de mi vestido se contoneara conmigo. El bajo de la canción rebotaba dentro de mí y yo sonreía. Mi móvil vibró dentro del bolso, pero lo ignoré y seguí bailando.

—¡Mira Albita, qué gochona, cómo baila! —exclamó Olivia.

Di otro trago a mi copa y continué agitando el culo y las caderas. ¡Qué bien me lo estaba pasando! Preferí no plantearme qué tal se vería la situación desde fuera. Si en realidad tenía pinta de borracha deplorable, era mejor no pensarlo en aquel momento.

La gente se vino arriba, como si fueran las cuatro de la mañana en una discoteca. Todo el mundo estaba de pronto bailando y volví a cerrar los ojos, dejándome llevar por el ritmo calentito de la canción. Sentí a alguien acercarse por mi espalda y una mano se apoyó en mi estómago echándome hacia atrás, hasta pegarme contra un cuerpo duro. El mensaje que había vibrado en mi móvil… ¿sería de Hugo que, ante la no respuesta, se había acercado a tomar la iniciativa? Tenía toda la pinta. Me llegaba el olor de su perfume…, ¿verdad? Estaba confusa. Me contoneé contra su cuerpo y sus manos me arrimaron un poco más a él. Bajé un poco para subir después con el trasero pegado a su entrepierna (me repito, maldito alcohol). Tiró de mí hacia atrás otra vez, llevándome con él, sumergiéndonos en una zona oscura. Repetí el movimiento de cadera, notándole duro contra mi culo; su nariz acarició mi cuello y sus labios atraparon el lóbulo de mi oreja. Esa noche follaba, estaba claro.

Levanté la mirada, recuperando un poco de cordura, para vigilar que nadie estuviera viéndonos y… cuál fue mi sorpresa al chocarme de frente con la mirada de Hugo y su sonrisa burlona. ¿Cómo? Si él estaba allí delante…, ¿con quién estaba yo bailando? Me separé de golpe y me giré para descubrir a Nicolás mordiéndose el labio inferior, con esa expresión entre sobrada y morbosa.

—Pero… ¿qué? —logré decir.

—Bailas muy bonito —contestó con sorna.

Cogí aire y di un par de pasos hacia atrás. Me giré, me estampé contra un hombre, me disculpé abotargada y fui hacia la salida intentando evitar a la gente que había alrededor. ¿Perdón? ¿Qué acababa de pasar? ¿Qué hacía Hugo allí mirando?

El resultado de aquella «confusión» fue como si todo el alcohol me subiera a la cabeza de golpe. Me apoyé al final de la barra un momento y seguí mi camino.

—Olivia… —le dije cogiéndola del codo.

—¡Coño! ¡Qué cara traes!

—Creo que me voy a casa.

—¿Estás bien? —Se interesó mucho más seria.

—Sí, sí. —Me notaba la lengua gorda y torpe—. Pero no me gustaría ponerme a vomitar aquí en medio. El gintonic me cayó a plomo.

—Cógete un taxi. Mañana te llamo.

Asentí y fui hacia el baño. Parada técnica y un taxi a casa, sería lo mejor. En el baño me crucé con varias chicas de mi departamento. Saludé, pero lo único que recibí como contestación fue un: «Se te ha corrido el maquillaje».

El maquillaje y casi entera, frotándome contra la polla de Nicolás, por el amor de Dios. Me miré en el espejo y efectivamente tenía un leve parecido con Marilyn Manson al final de un concierto. Me empapé las muñecas con agua fría y después el cuello y con un pañuelo humedecido me limpié el rímel corrido. Después me miré y… sí: cara de borracha. Estaba un poco mareada pero me había quedado a medio camino. O dos chupitos menos para ser plenamente consciente de mis actos o una copa más y beoda perdida sin preocuparme por nada. Respiré hondo. Pero ¿qué narices había pasado ahí dentro? ¿Me había restregado descaradamente contra Nicolás? Sí, pensando que era Hugo. De ahí a ser la zorrasca de la empresa había solo un comentario dejado caer en la hora del café por alguien que nos hubiera visto. Salí a toda prisa del baño hacia los ascensores. Dentro seguía la fiesta y la música y la gente se movía de un lado a otro. ¿Por qué me marchaba con la sensación de que algo no me encajaba?

—¿Ya te vas?

Casi grité del susto.

—Joder, qué susto…

Hugo me miró frunciendo el ceño.

—¿Todo bien?

—Eh…, yo, sí. Estoy un poco mareada. Puto tequila…

—Ay, Manolete… —Se rio.

—Ya, ya. —Le hice un gesto despectivo con la mano—. Ahórrate el sermón, papi.

El ascensor llegó y yo entré, trastabillando con mis tacones, pero no echaré toda la culpa a los chupitos porque soy torpe con plataformas y Hugo, además, me ponía muy nerviosa. Cuando me apoyé en el interior del ascensor disimulando, él me miraba con las cejas levantadas.

—¿Así te vas a ir?

—Así ¿cómo?

Hugo puso la mano en el sensor cuando la puerta empezó a cerrarse, bloqueándola.

—Así. —Me señaló—. Medio pedo, sola y sin despedirte.

—Me estoy despidiendo. Adiós y hasta el lunes.

—No me estás entendiendo… —Se rio.

—Pues no, hay muchas cosas que no entiendo. Quiero irme a casa, por favor.

Hugo entró en el ascensor y presionó el botón del hall.

—Casi que mejor te acompaño.

—Nadie te lo ha pedido.

—Uy, qué hostil de pronto.

Le lancé una mirada de soslayo y vi que sonreía. Me molestaba que hubiera metido la mano dentro de mis bragas al principio de la noche y luego sonriera viendo cómo me restregaba por equivocación con otro. Saqué el móvil y me dispuse a ignorarle; el alcohol me vuelve un poco ciclotímica. Tenía un mensaje sin leer y era suyo: «Verte bailar es sexi…, muy sexi. Estoy duro pensando en ti y en esas piernas…, joder».

Levanté la mirada; Hugo tenía los ojos puestos en mí.

—Deberías dejar de mandarme mensajes guarros —le dije con serios problemas para pronunciar la erre.

—¿Por qué? Soy sincero y honesto. No encontrarás a muchos tíos tan claros como yo.

—Lo que eres es un pervertido. —Y aunque no quería, sonreí un poco.

—En eso tienes razón, pero… soy un tío majo.

¿Majo? No lo habría definido como majo, la verdad. Majo es lo que dices de un chico monín con el que ni siquiera se te ocurriría acostarte en pleno apocalipsis. Y Hugo estaba tan jodidamente increíble allí apoyado en aquel ascensor que… me dio la risa. Me tapé los ojos y me descojoné. Le miré de nuevo; estaba esbozando una pequeña sonrisa.

—Vaya pedo llevas, muchacha. ¿Has cenado?

—Creí que iba a cenar aquí.

Suspiró fingiendo estar muy enfadado y chasqueó la lengua contra el paladar.

—A ver dónde encontramos nosotros ahora un McAuto abierto… —Me eché a reír a carcajadas y las puertas del ascensor se abrieron. Me dio paso—. Ladies first, borracha.

Y cuando pasé por delante de él su mano se apoyó en mi culo. Le miré de reojo.

—¿Quién te ha dado permiso para hacer eso?

—Me tomé la libertad de tomar la iniciativa.

—Pues no lo hagas.

—Grrrr. —Fingió que gruñía.

Salimos del hotel y le seguí, porque andaba como anda alguien que no sabe dónde va. No me pregunté nada más, solo si sería capaz de caminar sobre los tacones con tal cantidad de alcohol en el cuerpo. Hugo pareció adivinarlo y tras pararse me pidió con una sonrisa que me cogiera a él.

—Sin dientes estarás menos mona.

—Sin que sirva de precedente.

Me agarré de su brazo, apoyándome en él. Dios, qué duro estaba su cuerpo, qué olor emanaba, qué… sexo. Sexo en el aire, envolviéndonos. De pronto no recordaba el motivo por el cual tenía que estar enfadada con él. Nos metimos en una calle oscura y él sacó de su bolsillo las llaves de un coche y lo abrió en un destello de luces.

Vino hacia el lado del copiloto y me abrió la puerta. Fui a entrar, pero me retuvo, me quitó el bolso de la mano y lo tiró en el interior; luego se acercó a mí con una sonrisa sugerente.

—¿Sabes que hueles a alcohol que tiras de espaldas?

—Pero soy mucho más divertida que de costumbre.

—Sí, sí, ya te he visto ahí dentro. Muy desenvuelta, por cierto —contestó con aire grave.

—Aclárame una cosa…: ¿te has dado cuenta de que creía estar bailando contigo o piensas que soy una cerda?

—Me encantarías muy cerda. —Y después se mordió el labio inferior con deseo—. Pero sí, me he dado cuenta de que estás un poco desorientada. El tequila, amiga, que es un false friend.

Apoyé el tacón en el coche, de manera que ahora mi pierna doblada quedaba al lado de su muslo, con la falda un poco más corta. Me miró y se acercó más.

—¿Y si hacemos una cena tardía en mi casa?

—¿Me estás invitando a tu casa?

—Sí —asintió, e inclinándose besó húmedamente mi cuello.

La piel se me puso por completo de gallina. ¿Estaba segura de aquello?

—¿Para hacerme la cena? —le pregunté para ganar tiempo y poder pensar un poco en lo que estaba haciendo.

Se incorporó y, sonriendo, se quedó a escasos milímetros de mi boca.

—Después, sí.

—¿Después de qué?

—¿Eres de empezar con preliminares o te gusta que te follen fuerte contra una pared?

Las bragas, directamente, me ardieron. Así era imposible pensar. Alcohol, hormonas…, malos compañeros de viaje.

—¿Y tú? —contesté con otra pregunta.

—¿Vienes y te lo enseño?

—A lo mejor no me gustas…

Sus manos envolvieron mi culo y me pegaron a él. En mi vientre noté calor y la presión de su erección. Lo siguiente fue su boca casi rozando la mía. Entreabrí los labios y él se rio con descaro.

—Hasta oliendo a ginebra me apeteces… —susurró—. ¿Te lo puedes creer?

Sí, Alba, hazlo. Hazlo o me moriré. Eso me decían todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo. Cerré los ojos. Ahí venía. Un primer beso, la sinopsis de lo que podría ser. Si había química, el beso sería fantástico… ¿no? La intensidad de la atracción que se respiraba entre nosotros nos envolvió. Hugo me sujetó la cara con las manos y… me besó. Un clic dentro de mi cuerpo, convirtiendo mi estómago en un millón de burbujas aladas. Tenía los labios suaves y calientes. Su beso me llenó la boca; su lengua acarició la mía y sus manos me apretaron. ¿Qué era aquello? Me dejé llevar y de la garganta de Hugo nació un gruñido. Se apartó un segundo; ninguno pudo apartar los ojos de los labios del otro.

—Nena…

Giré la cabeza, lo atraje hacia mí y nos besamos aún más profundamente con mis dedos enterrados entre los mechones de su pelo. Nunca me habían besado así. Nunca había sido consciente de todo mi cuerpo con el solo acto de besar. Química. Chispas. Jadeos. Nos envolvimos con los brazos y sus dedos se enredaron entre mis mechones. Cuando se separó de mi boca gemí de frustración.

—En mi casa…

Y yo me metí en el coche. Sin pensar.

libro-9

7

En su casa… más

Cuando llegamos bajamos al garaje, donde aparcó hábilmente entre dos columnas. Después me miró. Yo abrí la puerta y salí contoneándome. Me sentía… bien. Poderosa. Sexi. Fuerte. Cachonda como no lo había estado en la vida. Ni la primera vez que un chico me tocó. Ni la primera vez que me corrí con otra persona. Nunca.

Hugo y yo fuimos hasta el ascensor, que se abrió enseguida.

¿Qué haces aquí, Alba? ¿A qué vienes? ¿Entiendes lo que estás haciendo?

Me callé a mí misma y le sostuve la mirada mientras él me acercaba y estudiaba mi expresión. Se inclinó hacia mí y nos besamos de nuevo. Había algo en el aire… anticipación. Sexo. Deseo. Tensión sexual flotando en el aire. Prometí resolverla pronto. Las puertas se abrieron de nuevo y tiró de mi mano hasta su piso. Solo dejamos de besarnos para que pudiera abrir la puerta después de dar dos vueltas a la llave. Desde la entrada se veía bastante bien la disposición de la casa en la penumbra. Entré y Hugo cerró la puerta y encendió las luces. A mano derecha quedaba la cocina, que conectaba con el amplio salón a través de una barra. El salón estaba decorado con sobriedad, pero con unas líneas muy modernas. El suelo, de madera oscura, se veía cuidado y reluciente. Las paredes, de un color gris parduzco, conjuntaban con la esponjosa alfombra que ocupaba casi toda la superficie del salón, donde había un sofá con cheslón de color gris más oscuro, una mesa baja cuadrada, una televisión de plasma muy grande y muchos muebles modulares llenos de libros. Lo que me faltaba: no hay nada más sexi que un hombre guapo que lea. Además, en las paredes reinaban dos grandes cuadros, uno a cada lado; pintura entre la fotografía y el hiperrealismo moderno. Una luz entraba a través de un gran ventanal tapado por estores. Fuera se adivinaba una buena terraza.

—Tienes una casa preciosa.

Noté que se pegaba a mi espalda.

—¿Te gusta? Pues ya verás la habitación…

—Me gusta esta alfombra… —Jugueteé mientras notaba cómo sus manos subían hasta mis pechos. Gemí cuando los apretó entre sus dedos.

—Dios, tienes unas tetas…

Al grano. Sin poesía. Sin florituras. Cerré los ojos cuando me apartó el pelo y se dedicó a besar y morderme el cuello. Eché la mano hacia atrás y le toqué por encima del pantalón una erección que se marcaba perfectamente.

—Estoy loca… —gemí.

—¿Por qué?

—Porque casi no te conozco, porque voy a tener que verte el lunes y…

—Y mañana por la mañana…, porque te voy a follar hasta que salga el sol.

Me dio la vuelta y nos besamos como animales, con las lenguas descontroladas y hambrientas. Sus manos desabrocharon el botón del cuello de mi vestido y la gasa que cubría el escote cayó hacia delante dejando el forro con forma de escote de corazón a la vista.

—Llevo toda la noche comiéndote con los ojos —jadeó.

—¿Incluso cuando me viste bailar con Nicolás?

—Sobre todo cuando te vi bailar con Nico.

—¿Un voyeur?

—Entre otras cosas. ¿Te molesta?

Me enco

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