Versos para un muerto (Inspector Pendergast 18)

Lincoln Child
Douglas Preston

Fragmento

Capítulo 1

1

Isabella Guerrero, conocida entre sus amigos y compañeros del club de bridge como Iris, caminaba entre las palmeras del cementerio de Bayside. Sobre ella se extendía un cielo infinito de un tono azul claro. Eran las siete y media de la mañana, la temperatura rondaba los veinticinco grados y el rocío que seguía aferrado al grueso césped de San Agustín le empapaba las sandalias de cuero. Con una de sus regordetas manos sostenía un bolso Fendi, y con la otra, la correa de la que Twinkle, su pequinés, tiraba infructuosamente. Iris sorteó las tumbas y los cóleos con mucho cuidado al recordar que solo tres semanas atrás Grace Manizetti se había roto la pelvis cuando volvía de comprar en Publix.

Hacía media hora que el cementerio había abierto e Iris lo tenía para ella sola. Le gustaba que fuera así. Cada año Miami Beach parecía más abarrotada. Ella se había criado en Queens Boulevard, pero incluso en Bal Harbour, situada en el extremo norte de la isla, el tráfico era peor que en la congestionada Nueva York de su niñez. Aquel espantoso centro comercial que habían construido años atrás al norte de la Noventa y seis no había hecho más que empeorar las cosas. Y no solo eso, sino que había empezado a llegar un elemento indeseable desde el sur, con sus tiendas de productos hispanos y sus nombres en español. Por fortuna, Francis tuvo el acierto de comprar el edificio de apartamentos de Grande Palms Atlantic, justo delante de la playa de Surfside y a salvo de intrusiones.

Francis. Iris ya podía ver su tumba. La lápida estaba un tanto descolorida por el sol de Florida, pero la parcela se veía limpia y pulcra; ella misma se había encargado de que fuera así. Consciente de que se acercaban a su destino, Twinkle había dejado de tirar de la correa.

Iris tenía mucho que agradecerle a Francis. Desde que se lo arrebataron hacía tres años, su gratitud hacia él no había hecho más que aumentar. Fue Francis quien, con buen criterio, decidió trasladar el negocio de carnicería que tenía su padre en Nueva York a la costa de Florida cuando aquella zona de la avenida Collins aún era tranquila y barata. Fue Francis quien levantó con esmero el negocio a lo largo de los años y le enseñó a utilizar las balanzas y la caja registradora, y a conocer los nombres y las cualidades de los diversos cortes. También fue Francis quien se dio cuenta de que 2007 era el momento adecuado para vender el negocio, justo antes de la caída del sector inmobiliario. Los ingentes beneficios que obtuvieron no solo les permitieron comprar el edificio de Grande Palms, cuyo precio se desplomó al año siguiente, sino que les garantizaban muchos años de cómoda jubilación. ¿Quién iba a imaginar que se lo llevaría tan pronto un cáncer de páncreas?

Iris ya había llegado a la tumba y se detuvo un momento a contemplar el paisaje que rodeaba el cementerio. A pesar de las aglomeraciones de gente y vehículos, a su manera seguía siendo una vista sosegada: Kane Concourse elevándose sobre Harbor Islands hacia tierra firme y los veleros que navegaban cual triángulos blancos rumbo a Biscayne Bay. Y todo ello salpicado de tropicales tonos pastel. El cementerio era un remanso de paz, sobre todo por la mañana; Iris sabía que, incluso en marzo, la cúspide de la temporada turística, podía pasar un rato pensando frente a la tumba de su difunto marido.

El pequeño jarrón con flores artificiales que había colocado junto a la lápida estaba un poco torcido, sin duda por culpa de la tormenta tropical que había azotado la zona dos días antes. Le dolieron las articulaciones al arrodillarse sobre la tumba. Luego enderezó el jarrón y sacó un pañuelo del bolso para limpiar las flores. Notó que Twinkle estaba tirando otra vez de la correa, esta vez con más fuerza.

—¡Twinkle! —exclamó—. ¡No!

Francis odiaba el nombre de Twinkle, la forma abreviada de Twinkle Toes, y siempre lo llamaba Tyler por la calle en la que se había criado. Pero Iris prefería Twinkle, y no creía que a Francis le importara ahora que se había ido.

Iris hundió el jarrón en la tierra para que quedara bien sujeto, aplanó la hierba a su alrededor y se irguió para admirar su obra. Vio movimiento con el rabillo del ojo; el encargado de mantenimiento, tal vez, u otro doliente que se disponía a presentar sus respetos a los muertos. Ya eran casi las ocho y, al fin y al cabo, el cementerio de Bayside era el único que había en la isla; no podía esperar tenerlo todo para ella. Diría una oración, la que siempre rezaba con Francis antes de acostarse, y después volvería a Grande Palms. La junta se reunía a las diez, y tenía cosas muy tajantes que decir sobre el estado de las plantas que había a la entrada del edificio.

Twinkle seguía tirando con fuerza de la correa y había empezado a ladrar. Iris lo regañó de nuevo. Los pequineses se portaban relativamente bien y su perro no solía hacer esas cosas, salvo cuando el terrible gato ruso del 7B lo sacaba de quicio. Cuando se puso en pie, preparando mentalmente la oración, Twinkle aprovechó para salir corriendo. Iris sintió que la correa se le deslizaba por la muñeca. El perro cruzó el césped húmedo a toda velocidad, arrastrando la correa y ladrando.

—¡Twinkle! —gritó Iris—. ¡Vuelve aquí ahora mismo!

El perro se detuvo en seco frente a una lápida de la hilera adyacente. A pesar de la distancia, Iris vio que la piedra era más antigua que la de Francis, pero no demasiado. En la base había esparcidas unas cuantas flores frescas y lo que parecía una nota manuscrita. Pero no fue aquello lo que le llamó la atención; en la mitad de las tumbas de Bayside había flores y notas, además de recuerdos preciados de toda índole. No, fue el propio Twinkle. Al parecer, había encontrado algo al lado de la lápida y estaba muy excitado. Iris no veía de qué se trataba, ya que el perro lo tapaba con su cuerpo, pero no dejaba de olisquear y lamer con afán.

—¡Twinkle!

Aquello era indecoroso. Lo último que quería Iris era montar una escena en aquel lugar de descanso. ¿Habría encontrado un viejo juguete para perros? ¿Una golosina que se le había caído a un niño?

La oración tendría que esperar hasta que pudiera recuperar la correa del perro.

Iris se guardó el pañuelo en el bolsillo y fue hacia Twinkle, pero, al acercarse, regañándolo y chasqueando la lengua, el perro cogió su flamante premio y echó a correr. Con una mezcla de consternación y rubor, Iris lo vio desaparecer entre unas palmeras.

Suspiró irritada. Francis no habría aprobado aquello; él siempre decía que los perros debían estar bien disciplinados. «Chucho peludo», habría dicho. Twinkle recibiría un castigo aquella noche: no habría galletas con su comida.

Murmurando para sus adentros, Iris siguió la trayectoria del perro, se detuvo al llegar a la arboleda y miró a su alrededor. No lo veía por ningún sitio. Abrió la boca para llamarlo, pero se lo pensó mejor. No debía olvidar que estaba en un cementerio; bastante tenía con perseguir a un perro que se había escapado. Además, confirmó que el movimiento que había visto antes era un grupo de tres personas, dos chicas y un hombre de mediana edad que formaban un semicírculo alrededor de una tumba situada a su izquierda. Montar una escena era inapropiado.

Justo entonces vio un movimiento fugaz. Era Twinkle, que escarbaba frenético en un lecho de azucenas unos veinte metros más adelante, cerca del tramo de cementerio más próximo al mar. La tierra volaba en todas las direcciones.

Aquello era terrible. Iris agarró el bolso y echó a andar lo más rápido que pudo. El perro estaba tan ensimismado cavando que no se percató de que su dueña se había situado detrás de él. Cogió la correa y tiró de ella. Sorprendido, Twinkle dio media voltereta, pero, aunque Iris lo arrastraba por el collar, se negaba a soltar su premio.

—¡Perro malo! —gritó tan alto como se atrevió—. ¡Perro malo!

Intentó coger lo que había encontrado Twinkle para tirarlo, pero el perro se zafó. El objeto parecía del tamaño de una pelota de fútbol en miniatura, pero tenía tanta tierra y baba de perro que Iris no podía distinguir lo que era.

—¡Suéltalo! ¿Me oyes?

Twinkle gruñó cuando Iris intentó arrebatárselo, pero esta vez consiguió agarrar un extremo. Sabía que no la mordería. Solo tenía que arrancárselo de las fauces. Pero el premio estaba repugnantemente resbaladizo y Twinkle se aferraba a él con tenacidad. Ambos forcejearon, Iris tirando hacia ella, el perro resistiéndose y hundiendo las pezuñas en la hierba. Volvió la cabeza con aprensión, pero el grupo que se encontraba en la otra tumba no se había dado cuenta de nada.

El terrible tira y afloja duró casi treinta segundos, pero aquello era demasiado grande para que el perro lo mordiera con firmeza e Iris consiguió quitárselo de un tirón. Cuando se incorporó, asegurándose de que tenía bien sujetos el bolso y la correa, vio que se trataba de un trozo de carne. Durante el forcejeo había goteado un líquido pegajoso y rojizo que le manchó las manos y el morro de Twinkle. Se fijó en que aquel trozo de carne era bastante inusual, duro y correoso. Asqueada, su primer instinto fue soltarlo, pero el pequinés habría vuelto a cogerlo.

Mientras el perro ladraba y saltaba, intentando recuperar su hallazgo, Iris metió la mano en el bolso, sacó el pañuelo y empezó a limpiar el objeto. ¿Qué hacía aquello encima de una tumba?

Cuando limpió un lado distinguió un cilindro corto y grueso de color carmesí que parecía el extremo de un tubo de radiador. De repente, el terror la paralizó. Había estado casada con un carnicero el tiempo suficiente como para saber qué tenía en la mano. Aquello debía de ser un sueño, una pesadilla. No podía ser real.

La sensación de irrealidad duró solo una fracción de segundo. Con un grito de repugnancia, lo soltó como si quemara. Al instante, el perro lo cogió con las fauces ensangrentadas y volvió a escapar con aire triunfal, la correa aleteando detrás de él. Pero Iris no se dio cuenta. Notaba un extraño rugido en los oídos y, de repente, la inundó una sensación de calor. Manchas negras bailaban alrededor de los ojos. El rugido se volvió más y más intenso. Lo último que vio antes de desmayarse y caer al suelo fue el grupo que rodeaba la otra tumba corriendo hacia ella.

Capítulo 2

2

El director adjunto Walter Pickett, ataviado únicamente con una toalla húmeda alrededor de la cintura, se relajaba en una sauna con paredes de cedro. Era una sala grande, con dos hileras de bancos, y en ese momento solo había otro hombre, un joven alto y con constitución de nadador, sentado cerca de la puerta. Pickett se había situado junto al cucharón de agua que servía para regular el calor y la humedad de la sauna. Le gustaba controlar cualquier situación en la que se hallara.

A su lado tenía una hoja de papel protegida con una funda de plástico transparente.

Miró el termómetro colgado en la pared. Parte de la esfera estaba empañada, pero marcaba unos agradables setenta y tres grados.

La sauna era un habitáculo contiguo al vestuario de hombres y las duchas, y estaba situada en las profundidades del edificio de Apoyo Auxiliar Federal de la calle Worth. Apoyo Auxiliar no solo contenía varias oficinas satélite, sino una galería de tiro y otros servicios como pistas de squash, una piscina y, por supuesto, aquella sauna. Además, estaba a la vuelta de la esquina de su oficina en el 26 de Federal Plaza y a años luz de las espartanas instalaciones del FBI en Denver, donde hasta hacía tres meses había sido el agente especial al mando.

Pickett había ascendido con rapidez desde su salida de la academia y se había hecho un nombre en los departamentos de contraespionaje y organizaciones delictivas, además de en la Oficina de Responsabilidad Profesional. Nunca había perdido de vista su objetivo: ser jefe de operaciones en Nueva York. Era uno de los verdaderos cargos de relevancia en el FBI y el trampolín lógico para llegar a Washington. En ese momento todo dependía de que actuara con mano dura y obtuviera buenos resultados en casos importantes. Pickett no dudaba de su propia capacidad para conseguir ambas cosas.

Apoyó la espalda en la pared y pegó los hombros desnudos a la madera caliente. La sensación de los poros abriéndose con la humedad le resultaba agradable. Entornó los ojos mientras pensaba. Pickett confiaba por completo en sus aptitudes, y con frecuencia eludía aquello que había hecho descarrilar a otros agentes con talento. No era un fanfarrón, un arribista declarado ni un déspota.

Uno de sus puestos más preciados fue en Interrogatorios a Detenidos de Alto Valor, donde pasó varios años muy instructivos después de la academia. Aquello, junto con su paso por la ORP, le había conferido un grado de perspicacia psicológica poco frecuente en un supervisor del FBI. Desde entonces, daba buen uso a todo lo que había aprendido acerca de la conducta humana y la naturaleza de la persuasión.

Cuando tomó las riendas de la oficina regional de Nueva York la encontró sumida en el caos. Cundía el desánimo y los índices de resolución de casos estaban por debajo de la media. Había un exceso de chupatintas, problema que resolvió por medio de una serie de traslados y jubilaciones anticipadas. No era un microgestor por naturaleza, pero se tomó su tiempo para estudiar cada departamento, encontrar a los individuos más adecuados y confiarles puestos de mayor responsabilidad, aunque eso significara situarlos por encima de otros compañeros que llevaban más tiempo allí.

Convertir la oficina en una auténtica meritocracia había solventado el problema del desánimo. Aun habiendo pasado por la ORP —como en todos los cuerpos policiales, los agentes del FBI desconfiaban de las personas que habían trabajado en Asuntos Internos—, se había ganado el respeto y la lealtad de sus subordinados. Y ahora, la oficina de Nueva York se había convertido en una máquina bien engrasada que funcionaba a toda potencia. Incluso el índice de resolución de casos empezaba a mejorar. Había logrado darle la vuelta a la situación, y todo en poco tiempo. Era un trabajo bien hecho, pero se cuidaba de mostrar el menor indicio de autocomplacencia.

A pesar de todo esto, quedaba un problema por abordar. Era un escabroso asunto personal que había heredado de su predecesor y que decidió dejar para el final.

A lo largo de los años, Pickett había tratado con agentes problemáticos. Por experiencia, eran gente solitaria, antisocial o resentida que había llegado al FBI con un gran bagaje personal. Si suponían un lastre, no dudaba en mandarlos al infierno. Al fin y al cabo, en Nebraska también necesitaban agentes de campo. Si parecían prometedores o atesoraban una hoja de servicios impresionante, era una cuestión de reacondicionamiento. Los sacaba de su zona de confort, lanzándolos a un entorno inesperado o encargándoles una tarea que desconocieran por completo. Se aseguraba de que fueran conscientes de que tenían un potente foco apuntando sobre ellos. La técnica había sido eficaz en interrogatorios e investigaciones por mala praxis, y también había servido para traer a agentes díscolos de vuelta a la familia del FBI.

A juzgar por el historial de ese agente en concreto, no podía ser más rebelde. Pero Pickett había repasado minuciosamente los expedientes de su personal, al menos las secciones no clasificadas, y trazado un plan de acción concebido para acometer el problema.

Miró el reloj y vio que era la una en punto. Justo en ese momento se abrió la puerta y entró un hombre. Pickett lo observó con ensayado desinterés, aunque tuvo que contenerse para no mirarlo de nuevo. El hombre era alto y delgado, y tan rubio que su impoluto cabello parecía casi blanco. Sus ojos tenían una tonalidad glacial, y eran tan fríos e impenetrables como el hielo al que se asemejaban. Pero, en lugar de ir desnudo y con una toalla atada a la cintura, llevaba un traje negro impecablemente entallado y abotonado, una camisa blanca almidonada y una corbata con un nudo perfecto. Los zapatos, caros y hechos a mano, estaban relucientes. De todos los pensamientos que le vinieron a la cabeza a Pickett, algo aturdido, el principal fue: «¿Ha pasado por el vestuario, las duchas y la piscina vestido así?». Solo podía imaginarse el revuelo que debió de causar el agente al incumplir todas las normas camino de la sauna.

El otro hombre, sentado cerca de la puerta, levantó la mirada, frunció el ceño en un fugaz gesto de sorpresa y volvió a agachar la cabeza.

Pickett se recuperó de inmediato. Sabía que el agente tenía fama de ser bastante excéntrico. Por eso, no solo había decidido cambiar sus órdenes de servicio, sino que también había elegido aquel lugar para debatirlas. Sabía por experiencia que las situaciones atípicas, como una reunión desnudos en una sauna, desconcertaba a las personas difíciles, lo cual le otorgaba ventaja a él.

Dejaría que la situación siguiera su curso.

Antes de hablar, cogió el cucharón de madera del barril, lo llenó y vertió el agua encima de las piedras. Un chorro de vapor denso planeó sobre la sauna.

—Agente Pendergast —saludó con voz pausada.

El hombre de negro asintió.

—Señor…

—Hay varias taquillas al otro lado de las duchas. ¿Quiere quitarse esa ropa?

—No será necesario. El calor me sienta bien.

Pickett lo miró de arriba abajo.

—Siéntese, entonces.

El agente Pendergast cogió una toalla del montón situado cerca de la puerta, secó el banco, la dobló con esmero y se sentó al lado de Pickett, que procuró no mostrar sorpresa.

—En primer lugar —empezó—, quisiera darle el pésame por la muerte de Howard Longstreet. Era un excelente director de inteligencia y, según tengo entendido, una especie de mentor para usted.

—Era el segundo mejor hombre al que he conocido nunca.

No era la respuesta que Pickett se esperaba, pero asintió y se ciñó al guion.

—Hacía tiempo que quería hablar con usted. Espero que no le importe que sea incisivo.

—Al contrario. Al igual que ocurre con los cuchillos, las conversaciones incisivas permiten trabajar con más rapidez.

Pickett buscó algún indicio de insubordinación en el rostro de Pendergast, pero su expresión era del todo neutral, así que prosiguió.

—Estoy convencido de que no le sorprenderá saber que, en los pocos meses que llevo dirigiendo la oficina de Nueva York, he oído hablar mucho de usted, tanto oficial como extraoficialmente. Si le soy sincero, tiene fama de lobo solitario, pero con un porcentaje de éxito muy alto en sus casos.

Pendergast aceptó el cumplido con un ligero movimiento de cabeza, como el que haría un bailarín a su pareja al comienzo de un vals. Todos sus gestos, al igual que su discurso, eran mesurados y felinos, como si estuviera acechando a una presa.

A continuación, Pickett le dio la vuelta a la moneda.

—También tiene una de las tasas más altas de sospechosos que no llegan a juicio porque, en la jerga del FBI, resultaron «fallecidos en el transcurso de la investigación».

Pendergast volvió a asentir con elegancia.

—El director adjunto Longstreet no era solo su mentor, sino también su ángel de la guarda en el FBI. Por lo que sé, le evitaba las comisiones de investigación, defendía sus actividades menos ortodoxas y lo protegía de posibles represalias. Pero ahora que Longstreet se ha ido, los jefes tienen un dilema. En lo referente a usted, quiero decir.

En aquel momento, Pickett esperaba detectar cierta preocupación en los ojos del agente, pero no la encontró. Cogió el cucharón y vertió más agua sobre las piedras, lo que hizo que la temperatura de la sauna ascendiera a unos calentitos ochenta y dos grados.

Pendergast se enderezó la corbata y volvió a cruzar las piernas. Ni siquiera parecía estar sudando.

—En resumen, hemos decidido darle carta blanca para que siga haciendo lo que mejor se le da: perseguir a asesinos psicológicamente poco ortodoxos utilizando los métodos que le han servido para cosechar éxitos. Con algunas condiciones, por supuesto.

—Por supuesto —asintió Pendergast.

—Lo cual nos lleva a su siguiente misión. Esta misma mañana han encontrado un corazón humano en una tumba de Miami Beach perteneciente a una tal Elise Baxter, que se ahorcó con una sábana en Katahdin, Maine, hace once años. En la tumba…

—¿Por qué enterraron a la señorita Baxter en Florida? —preguntó Pendergast con suavidad.

Pickett hizo una pausa. No le gustaba que lo interrumpieran.

—Vivía en Miami. Había ido de vacaciones a Maine y su familia hizo que trasladaran el cuerpo para enterrarlo. —Esperó en silencio hasta asegurarse de que no habría más interpelaciones y cogió la funda de plástico. —En la tumba había una nota que decía… —Consultó el papel—: «Querida Elise, lamento mucho lo que te ha ocurrido. La idea de cuánto habrás sufrido me ha perseguido durante años. Espero que aceptes este regalo con mis sinceras condolencias. Y ahora, vayámonos tú y yo. Hay otros que también esperan regalos». Estaba firmada por «mister Brokenhearts».

Pickett hizo una pausa para que calara el mensaje.

—Muy considerado por parte de mister Brokenhearts —dijo Pendergast al cabo de un momento—, aunque el regalo parece de bastante mal gusto.

Pickett frunció el ceño empapado en sudor, que también se le acumulaba alrededor de los ojos. Seguía sin ver el menor atisbo de insubordinación. El hombre permanecía allí sentado, fresco como una lechuga a pesar del calor.

—El corazón lo encontró una mujer que visitaba el cementerio hacia las siete cuarenta y cinco de esta mañana. A las diez y media han descubierto el cuerpo de una mujer debajo de unos arbustos en el paseo marítimo de Miami Beach, unos quince kilómetros más al sur. Le habían arrancado el corazón. El Departamento de Policía de Miami Beach aún está examinando la escena, pero ya hemos confirmado que el corazón de la víctima fue el que encontraron en la tumba.

Por primera vez, Pickett detectó algo en los ojos de Pendergast, un destello, como si alguien hubiera volteado un diamante en dirección a la luz.

—No conocemos el vínculo entre Elise Baxter y la mujer a la que han asesinado hoy, pero es evidente que tiene que haberlo. Y, si hemos de fiarnos de esa mención a «otros» que figura en la nota, puede que haya más asesinatos a la vista. Elise Baxter murió en Maine, así que, aunque fue un suicidio, la jurisdicción interestatal significa que debemos intervenir. —Dejó el trozo de papel encima del banco y lo deslizó hacia Pendergast—. Mañana a primera hora irá a Miami a investigar este asesinato.

El destello en los ojos de Pendergast perduraba.

—Excelente.

Pickett sostuvo el papel con más fuerza cuando Pendergast hizo ademán de cogerlo.

—Solo una cosa: trabajará con un compañero.

Pendergast se quedó inmóvil.

—Ya le advertí que habría algunas condiciones. Esta es la más relevante. Howard Longstreet ya no está aquí para guardarle las espaldas, agente Pendergast, ni para traerlo a casa cuando abandone el redil. El FBI no puede ignorar su extraordinario historial de éxitos, pero tampoco la elevada mortalidad que ha acumulado para conseguirlo, así que le hemos buscado un compañero, cosa que forma parte del protocolo habitual. Le he asignado a uno de nuestros agentes jóvenes más aventajados. Usted llevará la batuta en este caso, por supuesto, pero él le ayudará en todo momento. Ejercerá de caja de resonancia y, si es necesario, de control de impulsos. Y, ¿quién sabe? A lo mejor acaba gustándole.

—Yo diría que mi hoja de servicios habla por sí sola —repuso Pendergast con el mismo acento aterciopelado de antes de la guerra—. Trabajo mejor solo. Un compañero puede interferir en el proceso.

—Por lo visto, trabajaba usted bastante bien con ese policía de Nueva York. ¿Cómo se llama? ¿D’Agosta?

—Él es excepcional.

—El hombre que le he asignado también lo es. Iré al grano: no es negociable. O acepta un compañero o le damos el caso a otro.

«Y te dejamos en el limbo hasta que cambies de opinión», pensó Pickett.

Durante el breve discurso, los rasgos de Pendergast habían adoptado una expresión de lo más peculiar que Pickett era incapaz de dilucidar pese a su dilatada experiencia psicológica. Por un momento, el único sonido que oyó fue el siseo de las piedras de la sauna.

—Interpretaré su silencio como un sí. Este es tan buen momento como cualquier otro para que conozca a su nuevo compañero. Agente Coldmoon, ¿le importaría acercarse?

El joven silencioso sentado al fondo se levantó, se ciñó la toalla a la cintura y, cubierto de sudor reluciente, se situó frente a ellos. Tenía la piel de un tono aceitunado claro y sus rasgos eran delicados y, en cierto sentido, casi asiáticos. Miró sin demasiado entusiasmo a los hombres que tenía sentados delante. Esbelto y erguido, parecía casi un prototipo de agente. Lo único que no encajaba con esa imagen era el cabello, negro azabache, bastante largo y con raya en medio. Pickett sonrió para sus adentros. Emparejar a aquellos dos hombres había sido un golpe maestro. A Pendergast le aguardaba una sorpresa.

—Este es el agente especial Coldmoon —dijo Pickett—. Lleva ocho años en la agencia y ya se ha distinguido en el Departamento Cibernético y el de Investigación Criminal. Los informes de aptitud facilitados por sus superiores siempre han sido extraordinarios. Hace dieciocho meses, el FBI le concedió la Medalla al Valor por su meritorio servicio durante una operación encubierta en Filadelfia. No me sorprendería que algún día recibiera tantos reconocimientos como usted. Ya verá como aprende rápido.

El agente Coldmoon se mostró inexpresivo al oír aquel panegírico, y Pickett se dio cuenta de que la extraña mirada de Pendergast había dado paso a una sonrisa sincera.

—Agente Coldmoon —saludó, tendiéndole la mano—, es un placer conocerlo.

—Lo mismo digo.

Coldmoon le estrechó la mano.

—Si sus credenciales son como las describe el director adjunto Pickett —añadió Pendergast—, estoy seguro de que será usted un gran activo para el que promete ser un caso muy interesante.

—Haré todo lo que pueda por ayudar —respondió Coldmoon.

—Entonces nos llevaremos estupendamente —concluyó Pendergast, que se volvió hacia Pickett. Salvo por una gota de sudor en la frente, el calor no parecía haberle afectado lo más mínimo. Tenía la camisa y el traje tan impolutos como siempre—. ¿Dice que nos vamos a Miami mañana a primera hora?

Pickett asintió.

—Tiene los billetes y el resumen de sus tareas encima de la mesa.

—Entonces será mejor que me prepare. Gracias por contar conmigo para este caso, señor. Agente Coldmoon, le veo mañana.

Después de asentir en dirección a ambos, se levantó y salió de la sauna con los mismos movimientos ligeros y pausados con los que había entrado.

Lo observaron mientras se cerraba la puerta y Pickett esperó un minuto más antes de volver a hablar. Entonces, cuando estuvo seguro de que Pendergast no volvería, se aclaró la garganta.

—De acuerdo —le dijo a Coldmoon—. Ya ha oído la descripción de sus funciones. En este caso será usted segundo violín. —El agente asintió—. ¿Tiene alguna pregunta sobre su verdadero cometido con respecto a Pendergast?

—Ninguna.

—Muy bien. Espero recibir informes periódicos.

—Sí, señor.

—Eso es todo.

Sin mediar palabra, el agente especial Coldmoon se dio la vuelta y salió de la sauna. Pickett cogió de nuevo el cucharón y dejó caer agua sobre las piedras de color cereza. Luego apoyó la espalda y suspiró satisfecho mientras otra nube de vapor llenaba la estancia revestida de cedro.

Capítulo 3

3

La señora Trask empujó cuidadosamente el carrito del té por el oscuro pasillo que salía de las cocinas de la mansión situada en el 891 de Riverside Drive, en Nueva York. No era habitual servir té a aquellas horas, no eran ni las tres. Pendergast solía preferir tomarlo más tarde que pronto, pero aquella había sido su petición, junto con una presentación opulenta: en lugar del ascético té verde y las galletas de jengibre como era habitual, hoy había bollos con crema de limón, bizcochitos, nata, magdalenas e incluso tartas Battenberg en miniatura. Por eso, era la primera vez en mucho tiempo que tenía que servir el té vespertino en un carrito en lugar de en una simple bandeja de plata. Estaba casi convencida de que era para complacer a Constance, la pupila de Pendergast, aunque esta comía como un pajarito y probablemente apenas tocaría nada.

De hecho, desde su abrupto regreso a la mansión hacía algo más de una semana, Pendergast se mostraba especialmente atento con Constance. Incluso Proctor, el estoico chófer y guardaespaldas, se lo había mencionado a la señora Trask. Pendergast estaba más hablador que de costumbre y charlaba con Constance sobre sus temas favoritos hasta altas horas de la noche. La había ayudado con la prolongada tarea de investigar el complejo y, por lo visto, misterioso árbol genealógico de los Pendergast, e incluso había mostrado interés en el proyecto más reciente de Constance: un terrario dedicado a la propagación de plantas carnívoras en peligro de extinción.

La señora Trask entró en el recibidor y las ruedas del carrito chirriaron sobre el suelo de mármol. Desde la biblioteca le llegaba el rumor de la conversación que mantenían Pendergast y Constance. Aquel tenue sonido la colmó de alegría. No sabía por qué Constance se había marchado de una forma tan súbita a India el pasado diciembre o qué había motivado el reciente viaje de Pendergast para traerla de vuelta a casa. Eso quedaba entre Pendergast y su pupila. A la señora Trask simplemente la complacía que la familia estuviera reunida de nuevo. Y, aunque esa situación estaba a punto de verse interrumpida por la abrupta noticia de que Pendergast se marchaba a Florida, a la señora Trask le reconfortaba saber que era un viaje por trabajo.

Era cierto que veía con malos ojos la profesión de Pendergast, pero eso se lo guardaba para ella.

La señora Trask entró con el carrito en la biblioteca, con sus tonos caoba, sus vitrinas llenas de fósiles, minerales y objetos raros y sus paredes cubiertas de libros encuadernados en cuero, que llegaban hasta un techo artesonado. Habían acercado dos butacas a la chimenea, donde ardía un gran fuego. Sin embargo, los asientos estaban vacíos, y la señora Trask buscó a los ocupantes de la habitación. Los distinguió cuando sus ojos se adaptaron a la luz parpadeante. Se encontraban en la otra esquina, inclinados sobre algo de evidente interés y con las cabezas muy juntas. Por supuesto, debía de ser el nuevo terrario. Incluso ahora, la señora Trask podía oír a Constance hablar de ello, su voz de contralto casi imperceptible a causa del crepitar de las llamas.

—… Me parece irónico que la Nepenthes campanulata, que durante quince años se creyó extinguida, ahora solo sea considerada en peligro de extinción, mientras que la Nepenthes aristolochioides, a la que casi no se reconocía como especie, actualmente se encuentre en situación crítica.

—Es irónico, desde luego —murmuró Pendergast.

—Fíjate en la peculiar morfología de la aristolochioides. El peristoma es casi vertical, cosa infrecuente en las plantas insectívoras. El mecanismo de alimentación es sumamente interesante. Estoy esperando un envío de insectos nativos de Sumatra, pero los escarabajos rinoceronte locales parecen una dieta satisfactoria. ¿Te gustaría alimentarla?

Constance le tendió unas pinzas de casi treinta centímetros de longitud que centellearon a la luz de la hoguera. En el extremo se retorcía un escarabajo.

Pendergast titubeó un instante.

—Preferiría ver cómo lo haces tú, que tienes más práctica.

La señora Trask eligió aquel momento para aclararse la garganta y avanzar con el carrito. Los dos se volvieron hacia ella.

—¡Ah, señora Trask! —exclamó Pendergast, que se apartó del terrario acristalado y fue hacia a ella—. Puntual como siempre.

—Bastante más que puntual —terció Constance, que se situó detrás de Pendergast y examinó el carrito con sus ojos violeta—. Son las tres y poco. Aloysius, ¿has pedido tú este festín?

—Así es.

—¿Viene el ejército troyano a tomar el té?

—Me he organizado una fiesta de despedida.

Constance frunció el ceño.

—Además —añadió Pendergast, que tomó asiento y cogió una magdalena—, con esa dieta monástica te veo más delgada.

—Comía muy bien, gracias. —Constance se sentó en la butaca de enfrente y agitó su media melena al moverse—. Me encantaría que me dejaras acompañarte a Florida. Ese caso que te han encargado de repente parece interesante.

—Y a mí me encantaría que no me hubieran impuesto a un compañero, pero es lo que hay. Constance, te prometo que serás mi caja de resonancia y mi oráculo, à la distance.

La señora Trask se echó a reír mientras servía dos tazas de té.

—¿Se imagina al señor Pendergast con un compañero a sus órdenes? No funcionará jamás. Si me permite decirlo, en eso de trabajar en equipo es una causa perdida.

—Le permito que lo diga —respondió Pendergast—, si es tan amable de guardar unas cuantas magdalenas de esas con el resto de mi equipaje. Tengo entendido que algunas comidas de las aerolíneas pueden ser peligrosas, o algo peor.

—¿De verdad es una causa perdida? —preguntó Constance, volviéndose hacia la señora Trask—. La esperanza es lo último que se pierde.

La señora Trask ya se había dado la vuelta y no vio la fugaz mirada que cruzaron Pendergast y la mujer que tenía sentada delante.

Capítulo 4

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Aquella tarde, exactamente a las siete menos veinte, el agente especial Pendergast, que se había registrado en el hotel Fontainebleau y se había asegurado de que la suite presidencial La Mer que reservó fuera de su agrado, cruzó el resonante vestíbulo en dirección al Atlántico. El amplio espacio de mármol, con su escalera a ninguna parte, sus hordas de huéspedes parloteando y sus laberínticas entradas y salidas, recordaba más a una sala de embarque de primera clase que a un hotel. Cuando se acercó, las puertas de cristal se abrieron emitiendo un susurro y salió al extenso recinto.

Sorteó varias piscinas centelleantes y pasó por delante de bares, balnearios y plantas frondosas camino del jardín Tropez Sur. A los bañistas, que lo observaban a través de sus gafas Oakley o Tom Ford, no les sorprendió el traje negro que llevaba. Dieron por hecho que era un lacayo del hotel que se dirigía a una de las cabañas privadas situadas junto a la piscina. Podía verse a otros mayordomos vestidos de negro pasando entre las cabañas para servir a sus invitados desde batidos de frutas hasta botellas de Dom Pérignon de mil quinientos dólares.

Pendergast recorrió un sendero que serpenteaba entre los parterres de césped bien cuidados hasta llegar a unas escaleras que conducían a una pasarela de madera ribeteada de palmeras reales. Era el paseo de Miami Beach, un bulevar peatonal que discurría en paralelo al océano desde Indian Beach Park hasta casi el puerto de Miami.

Pendergast giró hacia el sur y se detuvo. A su izquierda había una estrecha hilera de arbustos y avenas de mar, y la playa al otro lado. A su derecha se extendía una procesión ininterrumpida de hoteles, bloques de apartamentos y zonas de esparcimiento de distinta índole cuyo blanco reluciente contrastaba con el cielo cobalto. Soplaba una suave brisa, la temperatura era de veintiséis grados y la humedad del aire, agradable. Pendergast se cruzó con una septuagenaria que llevaba unas enormes gafas de sol redondas, un tanga rosa y unas sandalias italianas con tacón de aguja que la mantenían en un precario equilibrio.

Pendergast siguió observando pensativo unos momentos. Después se enderezó el nudo de la corbata y los puños de la camisa y se unió a la multitud de transeúntes que recorrían el paseo marítimo ligeros de ropa. Una tranquila caminata de media hora lo llevó hasta la calle Veintitrés, situada más al sur, donde la pasarela descendía hacia una superficie asfaltada. Unas manzanas más adelante, las hordas de pasean

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